Capítulo LXXXILos tres lugartenientes del generalísimo

No bien hubieron salido de la posada del Gran Carlomagno, dirigiéronse Athos y Aramis al palacio del duque de Bouillon, conforme lo habían determinado.

Estaba la noche muy tenebrosa, y aun cuando ya se acercaban sus más silenciosas y solitarias horas, oíanse esos infinitos ruidos que no dejan dormir con descanso a una ciudad sitiada. A cada paso se tropezaba con barricadas; en cada esquina se divisaban cadenas, y en cada encrucijada retenes; cruzábanse las patrullas dándose mutuamente el santo; recorrían la plaza los emisarios de los diferentes jefes, y entre los tranquilos habitantes que permanecían en los balcones y sus conciudadanos más belicosos que corrían por las calles con la partesana al hombro o el arcabuz al brazo, se entablaban animados diálogos que patentizaban la agitación de los espíritus.

Antes que diesen cien pasos Athos y Aramis, les detuvieron los centinelas de las barricadas exigiéndoles el santo y seña; pero habiendo contestado que iban a ver al señor Bouillon para comunicarle una noticia de importancia, se contentaron con suministrarles una guía que bajo pretexto de acompañarles y facilitarles el paso, llevaba encargo de cuidar de ellos. Echó a andar éste, precediéndoles y entonando:

De la gota se halla enfermo

el caballero Bouillon…

Canción moderna que se componía de una porción de coplas en las que nadie quedaba excluido.

A las inmediaciones del palacio de Bouillon se cruzaron con tres caballeros, que debían estar enterados de todas las contraseñas posibles, pues marchaban sin guía y sin escolta, y cuando llegaban a las barricadas sólo necesitaban decir a los que las guardaban algunas palabras para que los dejasen pasar con todas las consideraciones a que sin duda eran acreedores por su categoría.

Al verlos se detuvieron Athos y Aramis.

—¡Oh! —dijo Aramis—. ¿Habéis visto, conde?

—Sí —contestó Athos.

—¿Qué os parece de esos tres caballeros?

—¿Y a vos, Aramis?

—Que son nuestros hombres.

—No os engañáis: he conocido perfectamente a Flamarens.

—Y yo a Chatillon.

—El de la capa parda…

—Era el cardenal.

—En persona.

—¿Cómo diablos se expondrán así a venir tan cerca del palacio de Bouillon? —preguntó Aramis.

Sonrióse Athos y no contestó. Cinco minutos más tarde llamaban a la puerta del palacio.

Guardábala un centinela de los que suelen tener las personas que ejercen cargos de importancia en el ejército, y en el patio permanecía un corto retén a disposición del lugarteniente del príncipe Conti.

El duque de Bouillon padecía de gota, como expresaba la canción, y hacía cama, pero a pesar de esta grave dolencia que no le permitía montar a caballo hacía un mes, o lo que es lo mismo, desde que empezara el sitio de París, dijo que estaba dispuesto a recibir al señor conde de la Fère y al caballero de Herblay.

Fueron introducidos ambos amigos en la alcoba del enfermo, el cual se hallaba acostado, pero en medio del más militar aparato que darse puede. Las paredes estaban llenas de espadas, pistolas, corazas y arcabuces, y era fácil conocer que así que sanase el señor de Bouillon de su gota, daría un poco que hacer a los enemigos del Parlamento. Mas entretanto se veía precisado a estar en cama con gran sentimiento suyo, según decía.

—¡Ah, señores! —exclamó al ver a los dos caballeros, haciendo para incorporarse un esfuerzo que le arrancó un gesto de dolor—. ¡Cuán felices sois! Podéis montar a caballo, ir y venir, pelear en pro de la causa del pueblo… Y yo, ya lo veis, clavado aquí en esta cama. ¡Ah, maldita gota! —añadió haciendo otro gesto—. ¡Maldita de Dios, amén!

—Señor —dijo Athos—, acabamos de llegar de Inglaterra, y hemos acudido ante todo a saber de vuestra salud.

—Mil gracias, caballeros, mil gracias —repuso el duque—. Mi salud, ya lo veis, mala… ¡maldita gota! ¿Conque venís de Inglaterra? ¿Y el rey Carlos? Me acaban de decir que está bueno.

—Ha muerto, señor —dijo Aramis.

—¡Bah! —exclamó el duque con sorpresa.

—Muerto sobre un cadalso condenado por el Parlamento.

—No es posible.

—Y ejecutado en presencia nuestra.

—No me ha dicho eso el señor Flamarens.

—¡El señor Flamarens! —murmuró Aramis.

—Sí, acaba de salir de aquí.

Athos se sonrió y preguntó:

—¿Con dos compañeros?

—Con dos compañeros —prosiguió el duque—. ¿Los habéis visto?

—Creo que los hemos encontrado en la calle —contestó Athos.

Y miró sonriéndose a Aramis, el cual le devolvió con algún asombro su mirada.

—Señor —dijo Athos—, se necesita en verdad toda vuestra adhesión a la causa parisiense para seguir, estando enfermo como estáis, a la cabeza del ejército; tal perseverancia es digna de la admiración del señor de Herblay y de la mía.

—¿Qué queréis, amigos? Fuerza es sacrificarse a la causa pública, y uno y otro podéis testificarlo, porque a vuestra valentía y lealtad debe mi caro colega el duque de Beaufort la libertad y acaso la vida. Por lo tanto, me sacrifico como veis, aunque debo manifestar que mis fuerzas están a punto de agotarse. El corazón está bueno, la cabeza también, pero esta maldita gota me mata, y confieso que si la corte hiciese justicia a mis demandas, demandas muy justas, pues sólo solicito la indemnización que me prometió el otro cardenal cuando me quitaron mi principado de Sedán; si me diese dominios equivalentes; si me abonase lo que ha dejado de rentarme aquella posesión desde que me privaron de ella hace ocho años; si concediesen a los miembros de mi casa el título de príncipes; si reintegrasen en su mando a mi hermano Turena, me retiraría al momento a mis tierras y dejaría a la corte y al Parlamento que se arreglaran como pudieran.

—Y tendríais mil razones, señor —dijo Athos.

—¿Eso pensáis, señor conde de la Fère?

—Sí, señor.

—¿Y vos, caballero de Herblay?

—Lo mismo.

—Pues sabed, señores, que según todas las probabilidades tomaré ese partido. La corte me está haciendo proposiciones, y sólo de mí depende el aceptarlas. Hasta ahora las había rechazado, pero ya que hombres de vuestro juicio dícenme que he hecho mal, y ya que esta maldita gota no me permite prestar ningún servicio a la causa parisiense, tengo a fe mía, tentaciones de seguir vuestro consejo y de tomar las proposiciones que me acaba de hacer el señor de Chatillon.

—Aceptadlas, príncipe, aceptadlas —dijo Aramis.

—Sí, ciertamente. Siento haberlas recibido con alguna frialdad esta noche; pero mañana hay conferencia, y veremos.

Ambos amigos saludaron al duque.

—Id con Dios, señores —les dijo éste—; id con Dios; debéis de estar cansados del viaje. ¡Pobre rey Carlos! En fin, en parte él ha tenido la culpa, y podemos consolarnos con la idea de que en esta ocasión, nada tiene Francia que echarse en cara, y de que ha hecho cuanto ha podido por salvarle.

—¡Oh! —dijo Aramis—. De eso nosotros somos testigos. Particularmente el señor Mazarino.

—Vaya, celebro que habléis de él en esos términos. El cardenal es bueno en el fondo, y si no fuera extranjero… le harían justicia. ¡Ah! ¡Execrable gota!

Fuéronse Athos y Aramis: pero hasta la antesala les persiguieron los gritos de Bouillon; se conocía que el infeliz príncipe padecía los más acerbos dolores.

Al llegar a la puerta de la calle, preguntó Aramis a Athos.

—¿Qué opináis?

—¿De qué?

—Del señor de Bouillon.

—Amigo, me atengo a la canción de nuestro guía —replicó Athos.

De la gota se halla enfermo

el caballero Bouillon…

—Por eso habréis visto que no le he dicho una palabra del objeto que llevábamos —dijo Aramis.

—Y habéis procedido con discreción ahorrándole un ataque de gota. Vamos a casa de Beaufort.

Y entrambos amigos se dirigieron al palacio de Vendóme.

Cuando llegaron eran las diez.

No era menor la fuerza que guardaba el palacio de Vendóme ni presentaba éste aspecto menos guerrero que el de Bouillon. Tenía también centinelas, retén en el patio, armas y caballos cargados con todos sus arreos. Dos jinetes que salían al entrar Athos y Aramis tuvieron que dar un paso hacia atrás con sus cabalgaduras para dejarles libre el camino.

—Por Dios, señores —dijo Flamarens—, que ésta es resueltamente la noche de los encuentros. Gran desgracia sería no poder encontrarnos mañana una sola vez, cuando tantas nos hemos encontrado hoy.

—Así lo espero dijo Aramis.

—Y yo estoy seguro de ello —respondió el duque.

Continuaron su camino Flamarens y Chatillon, y en tanto Athos y Aramis se apearon.

No bien entregaron las riendas de los caballos a sus lacayos y se quitaron las capas, vieron venir a un hombre, quien, después de mirarles un momento a la dudosa claridad de una linterna colgada en el patio, dio un grito de sorpresa y arrojóse en sus brazos.

—¡Conde de la Fère! —exclamó—. ¡Caballero de Herblay! ¿De cuándo acá en París?

—¡Rochefort! —dijeron a la vez ambos amigos.

—El mismo. Ya sabréis que llegamos del Vendomois hace cuatro o cinco días, con buenos propósitos de dar que hacer a Mazarino. Creo que siempre seréis de aquéllos que están de nuestra parte.

—Más que nunca. ¿Y el duque?

—Rabiando contra el cardenal. ¿Sabéis los triunfos de nuestro querido duque? Es el verdadero rey de París: no puede salir sin riesgo de que lo sofoquen los abrazos de la muchedumbre.

—¿Sí? Tanto mejor —dijo Aramis—; pero decidme, ¿no acaban de salir de aquí Flamarens y Chatillon?

—Sí, el duque les ha dado audiencia; sin duda vendrán de parte de Mazarino; mas con buen pájaro han venido a tropezar.

—¿Y no podríamos tener el honor de ver a su alteza? —preguntó Athos.

—Ahora mismo. No ignoráis que para vos siempre está visible. Seguidme; reclamo el honor de presentaros.

Echó Rochefort delante, y a su paso y al de sus amigos se abrieron todas las puertas. Hallaron éstos al señor de Beaufort poniéndose a la mesa: las innumerables ocupaciones de aquel día habían retardado su cena hasta aquel momento, pero a pesar de lo grave de las circunstancias, al oír el príncipe los dos nombres que le anunció Rochefort, se levantó de la silla y salió con rapidez a recibir a nuestros amigos.

—¡Oh, caballeros! —exclamó—. Sed bien venidos. Venís a cenar conmigo, ¿no es verdad? Boisjoli, avisad a Noirmont que tengo dos convidados. Ya os acordaréis de Noirmont, señores, mi cocinero, el sucesor del tío Marteau, que tan bien confecciona aquellos exquisitos pasteles… Boisjoli, que nos envíe uno, pero no como el que hizo para La-Ramée. Gracias a Dios, ya no necesitamos escalas, ni puñales, ni mordazas.

—Señor —dijo Athos—, no incomodéis por nosotros a vuestro ilustre cocinero, cuyos numerosos y variados talentos conocemos. Con permiso de Vuestra Alteza esta noche no aceptaremos otro honor que el de saber de su salud y recibir sus órdenes.

—Lo que es mi salud, ya la veis, excelente. Una salud que resiste a cinco años de Bastilla, con acompañamiento de Chavigny, es capaz de todo. En cuanto a mis órdenes, declaro a fe que me vería un poco apurado para dároslas, en atención a que cada uno da aquí las suyas por su lado, y lo que haré yo si sigue así, es no dar ninguna.

—¿Es cierto? —dijo Athos—. Pues yo creía que el Parlamento esperaba mucho de vuestra unión.

—¿De nuestra unión, eh? Buen camino lleva. Con el duque de Bouillon aún puede uno entenderse, porque está con gota y no sale de la cama; pero con el duque de Elbeuf y los elefantes de sus hijos… ¿Sabéis la copla del duque de Elbeuf, señores?

—No, señor.

—¿No?

Y el duque empezó a cantar una canción en que se ridiculizaba a Elbeuf y a sus hijos.

—Creo que con el coadjutor no sucederá lo mismo —repuso Athos.

—Con el coadjutor es peor todavía. Guárdeos Dios de un prelado bulle-bulle, y sobre todo, si lleva coraza sobre los hábitos. En vez de estarse quieto en su obispado cantando Te-Deum sobre Te-Deum por las victorias que no conseguimos o por las victorias en que nos vencen, ¿sabéis lo que hace?

—No lo sé.

—Forma un regimiento y le pone su nombre; el regimiento de Corinto. Nombra tenientes y capitanes ni más ni menos que a un mariscal de Francia, y coroneles como el monarca.

—Sí —dijo Aramis—; pero cuando se estén batiendo no saldrá de su arzobispado.

—No hay tal. Pues ahí está el error, amigo Herblay. Cuando se están batiendo, se bate, de manera que, como por la muerte de su tío, tomado también asiento en el Parlamento, en todas partes se encuentra uno con él; en el Parlamento, en el consejo, en el combate. El príncipe de Conti es general sólo en la apariencia, ¡y vaya una apariencia! ¡Un príncipe jorobado, que es lo mismo que decir un saco de castañas! ¡Ah! ¡Qué mal va esto, señores, qué mal va esto!

—De manera que Vuestra Alteza está descontento, monseñor —dijo Athos echando una ojeada a Aramis.

—¿Descontento, conde? Decid que mi alteza está encolerizada. Mirad, a tal punto he llegado, y esto os lo digo a vos aunque no se lo diría a ningún otro, a tal punto he llegado, que si me diera una satisfacción la reina, si levantase el destierro de mi madre, si me cediese la futura del almirantazgo que pertenece a mi padre, y que para cuando muera me ha ofrecido… entonces no tendría mucha dificultad en ponerme a adiestrar perros y enseñarles a decir que todavía hay en Francia ladrones más grandes que Mazarino.

No fue tan sólo una mirada, sino una mirada y una sonrisa la expresión que animó las facciones de Aramis y Athos; sin ver a Chatillon y Flamarens, hubieran conocido allí las huellas de su paso. Por consiguiente no pronunciaron una palabra acerca de la presencia de Mazarino en París.

—Monseñor —dijo Athos—, quedamos satisfechos. Al venir a estas horas a ver a Vuestra Alteza, sólo teníamos por objeto evidenciaros nuestra adhesión y deciros que estamos a disposición de Vuestra Alteza como sus más leales servidores.

—Como mis más leales amigos, señores, como mis más fieles compañeros: así me lo habéis probado, y si llego a arreglarme con la corte, ya veréis que yo también soy siempre amigo vuestro y de aquellos caballeros… ¿cómo los llamáis? ¿D’Artagnan y Porthan?

—D’Artagnan y Porthos.

—¡Ah! Sí, eso es. Conque ya lo sabéis, conde de la Fère, y vos también, caballero de Herblay. Siempre vuestro.

Inclináronse Athos y Aramis y salieron del cuarto.

—Vive Dios, querido Athos —dijo Aramis—, que creo que no habéis consentido en acompañarme más que para darme una lección.

—Todavía no es tiempo de que lo digáis —respondió Athos—; lo será cuando salgamos de ver al coadjutor.

—Vamos, pues, al arzobispado.

Y los dos se encaminaron a la Cité.

Al acercarse a ésta se hallaron nuevamente con la inundación, y tuvieron que tomar otra barca. Eran más de las once; mas el coadjutor no tenía hora fija para recibir, y su increíble actividad convertía, según lo exigían las circunstancias, la noche en día.

Alzábase el palacio del arzobispo sobre las aguas, y por el número de las barcas que a su alrededor estaban amarradas, cualquiera hubiera creído hallarse, no en París, sino en Venecia. Estas barcas iban, venían y cruzábanse en todas direcciones, entrando en el dédalo de calles de la ciudad, o alejándose en dirección del arsenal o muelle de San Víctor, flotando entonces como sobre un lago. Unas marchaban silenciosas y con misterio, otras con ruido e iluminadas. Deslizáronse los dos amigos por entre aquella muchedumbre de embarcaciones y llegaron a su destino.

Todo el piso bajo del palacio, permanecía lleno de agua, pero de las paredes pendían unas escaleras, y el único cambio que de la inundación había resultado, era que en vez de entrar por las puertas se entraba por las ventanas.

Por este camino llegaron Athos y Aramis a la antecámara del prelado, la cual se encontraba llena con los lacayos y hasta una docena de caballeros que estaban aguardando en la sala.

—Mirad, Athos, mirad —dijo Aramis—. ¿Si intentará ese fatuo de coadjutor darse el gusto de obligarnos a hacerle antesala?

Athos se sonrió.

—Querido amigo —le dijo—, es menester aceptar el trato de la gente con todos los inconvenientes de su posición. El coadjutor es en este momento uno de los siete u ocho reyes de París, y tiene también su corte.

—Sí —contestó Aramis—, pero nosotros no somos cortesanos.

—Por esta razón haremos que pasen recado, y si no nos responden como es debido, le dejaremos entregado a los asuntos de Francia o a los suyos. Busquemos un lacayo y con medio doblón que le demos…

—Justamente —interrumpió Aramis—, si no me engaño… si… no… Si tal… ¡Eh Bazin, venid acá, tunante!

Bazin, que en aquel momento atravesaba majestuosamente la antecámara en traje talar, se volvió frunciendo el ceño para mirar al insolente que de aquel modo le apostrofaba. Mas no bien reconoció a Aramis, el tigre se convirtió en cordero, y acercóse a los caballeros.

—¡Calle! —murmuró— sois vos, señor de Herblay, y vos, señor conde, cabalmente cuando en tanta inquietud nos tenía vuestra ausencia. ¡Oh, cuánto celebro veros, señores!

—Bien, maese Bazin —dijo Aramis—, basta de cumplimientos. Venimos a ver al señor coadjutor, pero tenemos prisa y necesitamos entrar en este instante.

—¿Quién lo duda? —dijo Bazin—. Ahora mismo: personas de vuestra clase no hacen antesalas. Pero el señor coadjutor está ahora en conferencia secreta con un tal Bury.

—¡Bury! —exclamaron a la vez Aramis y Athos.

—Sí, yo le he anunciado y recuerdo perfectamente su nombre. ¿Le conocéis? —repuso Bazin volviéndose a Aramis.

—Creo que sí.

—No puedo yo decir otro tanto —repuso Bazin—, porque iba tan embozado, que no obstante la atención con que le miré, me fue imposible atisbar la más mínima parte de su rostro. Pero entraré a anunciaros y acaso tendré ahora más fortuna.

—Es en vano —dijo Aramis—, renunciamos a ver al señor coadjutor por esta noche; ¿verdad, Athos?

—Como gustéis —respondió el conde.

—Sí, tiene muchos negocios que tratar con el buen Bury.

—¿Le diré que habéis estado en el arzobispado?

—No, no hay para qué —contestó Aramis—; venid Athos.

Y pasando entre ambos amigos por entre la chusma de lacayos, salieron del arzobispado seguidos de Bazin, quien daba a conocer su importancia prodigándoles saludos.

—Vamos —dijo Athos a Aramis luego que estuvieron en la barca—; ¿vais creyendo ahora que hubiésemos hecho una mala obra a esa gente prendiendo a Mazarino?

—Sois la sabiduría en carne humana, Athos —repuso Aramis.

Lo que más sorprendía a ambos amigos era la poca importancia que en la corte de Francia se concedía a los terribles acontecimientos de Inglaterra, que en su sentir debían haber llamado la atención de la Europa toda.

En efecto, excepto una pobre viuda y una huérfana real que lloraban en un rincón del Louvre, nadie daba muestras de saber que hubiese existido un monarca llamado Carlos I y que este rey hubiese muerto en un cadalso.

Se citaron los dos amigos para el otro día a las diez de la mañana, porque aunque ya estaba bastante adelantada la noche cuando llegaron a la posada, Aramis dijo que tenía que hacer algunas visitas de importancia y dejó a Athos que se recogiera solo.

A la hora convenida reuniéronse. Athos había estado fuera de la casa desde las seis de la madrugada.

—¿Traéis alguna noticia que darme? —preguntó el conde.

—Ninguna; nadie ha visto a D’Artagnan ni a Porthos. Y vos, ¿sabéis algo?

—Nada.

—¡Diablo! —murmuró Aramis.

—En efecto, ese retraso no es natural —dijo Athos—; tomaron el camino directo y debían haber llegado antes que nosotros.

—Mucho más —añadió Aramis—, siendo tan vivo D’Artagnan en todas sus cosas que no hubiera perdido una sola hora sabiendo que le esperábamos.

—Si mal no recuerdo, proponíase llegar el día cinco.

—Estamos a nueve. Esta noche expira el plazo.

—¿Qué haréis? —preguntó Athos—, si no sabemos de él esta tarde.

—¡Pardiez! Buscadle.

—Soy de la misma opinión —repuso Athos.

—Pero, ¿y Raúl? —preguntó Aramis.

Una ligera nube oscureció la frente del conde.

—Raúl me tiene muy impacientado —dijo—; ayer recibió un mensaje del príncipe de Condé, marchó a Saint-Cloud y aún no ha dado la vuelta.

—¿Habéis visto a la señora de Chevreuse?

—No se hallaba en casa. ¿Y vos Aramis? Creo que debías visitar a la señora de Longueville.

—He ido en efecto pero…

—¿Qué?

—Tampoco estaba, pero por lo menos ha dejado las señas de su nueva residencia.

—¿Y cuál es?

—A ver si lo acertáis.

—¿Cómo queréis que adivine dónde estaba a media noche, porque supongo que al separaros de mí iríais a visitarla, cómo queréis que yo sepa dónde estaba a medianoche la más hermosa y activa de todas las frondistas?

—En las casas consistoriales.

—¡Cómo! ¿La han nombrado preboste de los mercaderes?

—No; mas ella se ha nombrado reina interina de París, y no atreviéndose a meterse de rondón en el palacio real o en las Tullerías, se ha instalado en la casa de la ciudad, donde se halla muy próxima a dar un heredero o una heredera al buen duque.

—No me habíais participado de eso, Aramis.

—¿No? Habrá sido un olvido; disimulad.

—¿Y qué vamos a hacer esta noche? —preguntó Athos—. Muy desocupados estamos.

—No tal, tenemos mucho que hacer.

—¿Dónde?

—¡En Charenton, pardiez! Pienso reunirme allí, si no falta a su promesa, con un tal Chatillon, persona a quien odio ha largo tiempo.

—¿Y por qué?

—Porque era hermano de un tal Coligny.

—¡Ah! Es verdad, ya no me acordaba… el que aspiró al honor de ser vuestro rival; pero sobradamente pagó su audacia, amigo, y me parece que debierais estar satisfecho.

—Ya, pero ¿qué queréis? no lo estoy. Soy rencoroso. Pero en ninguna manera estáis obligado a seguirme.

—¡Buena es ésa! —dijo Athos—. ¿Os chanceáis?

—Pues si queréis acompañarme, no tenemos tiempo que perder. Ya han sonado los tambores; he visto sacar las piezas de artillería; he visto a los ciudadanos formarse en batalla en la plaza; es seguro que van a batirse a la parte de Charenton, como ayer nos dijo mi adversario.

—Yo creía —repuso Athos—, que las conferencias de esta noche hubieran modificado algo esas belicosas disposiciones.

—No por eso dejarán de batirse, aunque no sea más que por disimular mejor las conferencias.

—¡Desgraciada gente! —dijo Athos—. Se dejarán matar porque Bouillon recobre a Sedán, porque den a Beaufort la futura del almirantazgo y porque el coadjutor sea cardenal.

—Vamos, amigo —dijo Aramis—, confesad que no seríais tan filósofo, si no anduviera Raúl complicado en toda esa barahúnda.

—Puede que tengáis razón, Aramis.

—Ea, partamos al sitio del combate; es el modo más seguro de encontrar a D’Artagnan, a Porthos, y acaso al mismo Raúl.

—¡Ah! —murmuró Athos.

—Querido —repuso Aramis—, ahora que estamos en París, es necesario que perdáis esa costumbre de suspirar a cada paso. ¡Al campo, voto a bríos, al campo, Athos! ¿Ya no sois militar? ¿Os habéis vuelto eclesiástico acaso? Mirad qué tiesos van esos paisanos. ¿Es espectáculo tentador, eh? ¿Y ese capitán? Casi, casi tiene aire marcial.

—Salen de la calle del Mouton.

—Con su banda de tambores a la cabeza como soldados reales. Pero reparad en ese buen hombre; ¡cómo se pavonea, qué tono se da!

—¡Uf! —murmuró Grimaud.

—¿Qué es eso? —preguntó Athos.

—¡Planchet!

—Teniente ayer —dijo Aramis—, hoy capitán, y mañana coronel seguramente; si pasan ocho días, es capaz el uno de llegar a mariscal de Francia.

—Vamos a saber de él algunas noticias —dijo Athos.

Y los dos amigos acercáronse a Planchet, el cual, más satisfecho que nunca de que lo vieran de servicio, se dignó manifestarles que tenía orden de tomar posición en la Plaza Real con doscientos hombres de que se componía la retaguardia general del ejército parisiense, y de dirigirse a Charenton cuanto fuese menester.

Como Athos y Aramis seguían el mismo camino, escoltaron a Planchet hasta la plaza.

Hizo Planchet maniobrar con bastante destreza a su gente, y la escalonó detrás de una larga fila de paisanos que se extendía por la calle y arrabal de San Antonio, esperando la señal de combate.

—Empeñada acción se prepara —dijo Planchet con belicoso tono y dándose importancia.

—Sí —contestó Aramis—; pero el enemigo está algo lejos.

—Ya se estrecharán las distancias, caballero —respondió un cabo. Saludó Aramis, y dirigiéndose a Athos:

—No me hace mucha gracia —le dijo—, acampar en la Plaza Real entre esa gente; ¿queréis que sigamos adelante?

—¿Y Chatillon no vendría a buscaros aquí, eh? Vamos adelante, querido.

—¿Qué, no pensáis decir también dos palabras a Flamarens?

—He resuelto —respondió Athos— no volver a desenvainar la espada si no cuando me vea absolutamente obligado a ello.

—¿Y de cuándo acá?

—Desde que saqué el puñal.

—¡Vaya, otro recuerdo de Mordaunt! No falta más sino que también sintáis remordimiento por haber matado a ése…

—¡Chitón! —dijo el conde, poniéndose un dedo sobre los labios con la melancólica sonrisa que le era peculiar—, no hablemos de Mordaunt, es de mal agüero.

Y Athos se encaminó a Charenton, pasando por el arrabal y por el valle de Fecamp, preñado de ciudadanos armados.

Ocioso es decir que Aramis le seguía a distancia de medio cuerpo de caballo.