A los diez minutos dormían los amos; pero no sucedía lo mismo con los criados, aguijoneados por el hambre, y sobre todo por la sed.
Preparábanse Blasois y Mosquetón a hacer su cama, que consistía en una tabla y en una maleta, mientras que sobre una mesa, colgada como la del aposento inmediato, se mecían a merced de las olas un pan, un cacharro con cerveza y tres vasos.
—¡Maldito vaivén! —decía Blasois—. Creo que me voy a marear como a la venida.
—¡Y no tener para resistir el mareo más que pan de cebada y vino de lúpulo!
—¿Pues y la botella de mimbres, señor Mostón? —preguntó Blasois acabando de arreglar su cama y acercándose, no sin trabajo a la mesa, ante la cual permanecía ya sentado Mosquetón, y en cuya operación le imitó—. Y la botella de mimbres, ¿la habéis perdido?
—No —dijo Mosquetón—, pero Parry se quedó con ella. Esos diablos de escoceses siempre tienen sed. Y vos, Grimaud —preguntó a su compañero, el cual acababa de entrar después de acompañar a D’Artagnan en su visita—, ¿sentís sed también?
—Como un escocés —respondió lacónicamente Grimaud.
Y colocándose junto a Blasois y Mosquetón, sacó un cuaderno y se puso a ajustar las cuentas de la compañía, cuyo tesorero era.
—¡Ay! —exclamó Blasois—. Ya me palpita el corazón.
—Siendo así —respondió Mosquetón con tono doctoral—, tomad algún alimento.
—¿Llamáis a esto alimento? —dijo Blasois mostrando con afligido y desdeñoso gesto el pan de cebada y el jarro de cerveza.
—Blasois —repuso Mosquetón—, no olvidéis que el pan es el mejor alimento de los franceses, y que no siempre lo tienen; preguntádselo a Grimaud.
—Sí, pero ¿y la cerveza? —repuso Blasois con una prontitud que hacía honor a su talento—, ¿y la cerveza, es su bebida verdadera?
—Lo que es eso —dijo Mosquetón algo apurado con tal dilema—, debo confesar que no, y que la cerveza nos es tan antipática como el vino a los ingleses.
—¡Cómo, señor Mostón! —dijo Blasois poniendo en duda los profundos conocimientos de Mosquetón, a los cuales profesaba, sin embargo, una completa admiración en las circunstancias ordinarias de la vida—: ¿conque a los ingleses no les gusta el vino?
—Lo aborrecen.
—Pues yo les he visto beberlo.
—Por penitencia; y prueba de ello es —añadió Mostón contoneándose— que un príncipe inglés se murió porque le metieron cierto día en un tonel de malvasía. Se lo he oído contar al señor Herblay.
—¡Necio! —dijo Blasois—. ¡Ojalá estuviera yo en su lugar!
—Puedes estarlo —dijo Grimaud echando una raya por debajo de las cantidades que iba a sumar.
—¡Cómo que puedo! —murmuró Blasois.
—Sí —continuó Grimaud llevando cuatro y pasándolas a otra columna.
—Explicaos, señor Grimaud.
Grimaud prosiguió su cálculo y escribió el total.
—Oporto —dijo entonces apuntando al primer compartimiento que había visitado en compañía de D’Artagnan y del patrón.
—¡Cómo! Esos toneles que he visto por un resquicio de la puerta…
—Oporto —repitió Grimaud empezando otra operación aritmética.
—He oído decir —añadió Blasois dirigiéndose a Mosquetón— que el Oporto es un excelente vino de la Península.
—Excelente —dijo Mosquetón relamiéndose—, excelente. En la bodega del señor barón de Bracieux le hay.
—No sería malo rogar a los ingleses que nos vendieran una botella —añadió el cándido de Blasois.
—¿Vender, eh? —respondió Mosquetón sintiendo reproducirse sus antiguos instintos de merodeo—. Cómo se ve, ¡oh, joven!, que aún no tenéis experiencia en las cosas de la vida. ¿Qué necesidad hay de comprar lo que se puede tener de balde?
—Pero eso es atentar contra la propiedad —dijo Blasois—, y creo que está prohibido.
—¿Dónde? —preguntó Mosquetón.
—No sé si en los Diez Mandamientos de Dios o en los de la Iglesia, mas sé que dice así: «No desearás la mujer del prójimo». «No codiciarás los bienes ajenos».
—Otra razón pueril, señor Blasois —replicó Mosquetón con aire de superioridad—. Sí, pueril, lo repito. ¿En qué paraje de las Escrituras habéis visto que los ingleses sean prójimos?
—Confieso que en ninguno —respondió Blasois—, o al menos no lo recuerdo.
—Razón pueril, vuelvo a decir —prosiguió Mosquetón—. Amigo Blasois, si como Grimaud y yo hubierais hecho diez años la guerra, sabríais la diferencia entre los bienes ajenos y los bienes del enemigo.
No me negaréis que un inglés es un enemigo, y perteneciendo ese vino de Oporto a los ingleses, nos pertenece a nosotros como franceses. ¿No habéis oído explicar jamás lo que es vivir sobre el país?
Esta facundia, reforzada con toda la autoridad que prestaba a Mosquetón su larga experiencia, dejó estupefacto a Blasois. Bajó la cabeza como para meditar, pero levantándola de repente, como armado de un argumento irresistible, dijo:
—¿Y los amos serán de vuestro parecer, Mostón? Mosquetón sonrióse con desprecio.
—No faltaba más —repuso— sino que fuera a turbar el sueño de nuestros ilustres jefes para decirles: «Señores, vuestro criado Mosquetón tiene sed; ¿le permitís que beba?». ¿Qué le importa al señor de Bracieux que yo tenga sed o no?
—Es vino muy caro —objetó Blasois moviendo la cabeza.
—Aunque fuese oro potable, señor Blasois, no se privarían de él nuestros amos. Sabed que sólo el señor barón de Bracieux puede, si quiere, beberse un tonel de Oporto aunque le costara un doblón cada gota. Y siendo cierto que los amos no se privarían —prosiguió cada vez más enaltecido y orgulloso—, no veo por qué razón se han de privar los criados.
Y levantándose Mosquetón cogió el jarro de cerveza, le vació por una cañonera y acercóse majestuosamente a la puerta que comunicaba con el otro compartimiento.
—¡Hola! —dijo—. Está cerrada. ¡Qué desconfiados son estos demonios de ingleses!
—¿Cerrada? —repitió Blasois con no menor desaliento que su amigo—. ¡Vaya un chasco! Y el corazón que me va palpitando cada vez más…
Mosquetón miró a Blasois con rostro tan afligido, que era innegable que sentía el chasco tanto como él.
—¡Cerrada! —volvió a decir.
—Ahora recuerdo —se atrevió a observar Blasois—, haberos oído referir que cuando erais joven mantuvisteis una vez en Chantilly a vuestro amo, y os proporcionasteis alimento para vos mismo atrapando perdices, pescando carpas y cogiendo botellas con un nudo corredizo.
—Es verdad —respondió Mosquetón—, y ahí está Grimaud que no me dejará mentir. Pero la bodega tenía un tragaluz y el vino estaba embotellado. No puedo echar el lazo al través de ese tabique, ni sacar con un pedazo de cuerda un tonel que tal vez pesará dos quintales.
—No, pero sí podéis quitar dos o tres tablas del tabique —dijo Blasois—, y agujerear un tonel con una barrena.
Abrió Mosquetón sus saltones ojos y miró a Blasois con el asombro que causa a un hombre el encontrar en otro cualidades que no le atribuía.
—Cierto —dijo—, bien puede ser; pero ¿dónde hay escoplo a fin de arrancar las tablas y barrena para el tonel?
—El estuche —dijo Grimaud empezando el balance de sus cuentas.
—¡Ah! Sí, el estuche —murmuró Mosquetón—, ¡y que no me acordaba!
En efecto, amén del cargo de tesorero, ejercía Grimaud el de armero de la tropa, y además de su libro de cuentas, tenía su estuche. Y como Grimaud era la precaución en persona, dicho estuche, con cuidado guardado en el fondo de su maleta, iba provisto de todos los instrumentos de primera necesidad.
Contenía, pues, entre ellos una barrena de regulares dimensiones. Mosquetón apoderóse de ella.
En cuanto al escoplo, no tuvo que ir muy lejos a buscarle, pues el puñal que en el cinto llevaba le sustituía con ventajas.
Buscó Mosquetón un lugar en que estuviesen separadas las tablas, e inmediatamente que le encontró se puso a trabajar.
Mirábale Blasois con una admiración en que entraba cierta dosis de impaciencia, arriesgando de vez en cuando ciertas observaciones llenas de inteligencia y lucidez sobre el modo de arrancar un clavo o falsear una tabla.
En un momento levantó Mosquetón tres tablas.
—Está bien —dijo Blasois.
Era Mosquetón al revés de la rana de la fábula que por tan gruesa se tenía; pero desgraciadamente no era su vientre como su nombre, al cual consiguió quitar la tercera parte. Probó a pasar por el boquerón, mas advirtió con dolor que para que le viniera acomodado, aún necesitaba arrancar otras dos o tres tablas.
Dio un suspiro y apartóse para proseguir su trabajo.
Grimaud había concluido entretanto sus cuentas y contemplaba de pie y con gran interés la operación y los inútiles esfuerzos de Mosquetón para llegar a la tierra prometida.
—Yo —dijo Grimaud.
Esta sola palabra equivalía a un soneto, y un soneto ya se sabe que vale tanto como un poema.
Mosquetón volvió la cabeza.
—¿Vos? —preguntó.
—Yo entraré.
—Es verdad —dijo Mosquetón paseando una mirada por el largo y delgado cuerpo de su amigo—; pasaréis y con facilidad.
—Viene bien —dijo Blasois—, pues como ya ha estado en la bodega con el señor D’Artagnan, sabrá cuáles son los toneles llenos y cuáles no. Señor Mostón, dejad pasar al señor Grimaud.
—También hubiese yo entrado —murmuró Mostón algo picado.
—Sí, pero sería más prolijo y yo tengo mucha sed. Me va palpitando el corazón cada vez más.
—Vaya, pasad, Grimaud —dijo Mostón entregándole el jarro y la barrena.
—Enjuaga los vasos —respondió Grimaud.
E hizo una seña a Mosquetón, como pidiéndole perdón por ir a consumar una empresa tan brillantemente comenzada por otro. En seguida se deslizó como una culebra por el boquerón y desapareció.
Blasois permanecía absorto. De todos los prodigios hechos por los hombres extraordinarios a quienes tenía la dicha de servir desde su llegada a Inglaterra, aquel le parecía sin contradicción el más milagroso.
—Ahora veréis —añadió Mosquetón mirándole con una superioridad a que ni siquiera trataba el pobre de sustraerse—, ahora veréis, Blasois, cómo bebemos los soldados viejos cuando tenemos sed.
—La capa —dijo Grimaud desde el fondo de la bodega.
—Es cierto —murmuró Mosquetón.
—¿Qué quiere? —preguntó Blasois:
—Que tapemos el boquerón con una capa.
—¿Para qué?
—¡Inocente! —dijo Mosquetón—, ¿y si entrase alguno?
—¡Ah! Es verdad —exclamó Blasois cada vez más admirado—. Pero así no verá.
—Grimaud ve de día como de noche.
—Fortuna es —dijo Blasois—; yo cuando no tengo luz no puedo dar dos pasos sin caer de bruces.
—Eso es porque no habéis servido —le contestó desde adentro Grimaud—; si no, hubierais aprendido a sacar una aguja de un horno ardiendo. Pero silencio, parece que vienen.
Dio Mosquetón un tenue silbido familiar a los lacayos en su juventud, volvió a sentarse a la mesa e hizo seña a Blasois de que le imitara. Blasois le obedeció.
Abrióse la puerta y penetraron dos embozados.
—¡Hola! —dijo uno—. ¿Son las once y cuarto y aún no están acostados? Eso es una falta contra el reglamento. Cuidado con que dentro de un cuarto de hora no estén todos durmiendo.
Dicho esto, encamináronse entrambos a la bodega en que se hallaba Grimaud, abrieron la puerta, entraron y la volvieron a cerrar.
—¡Ah! —dijo Blasois temblando—. ¡Se ha perdido!
—Muy zorro es Grimaud —murmuró Mosquetón.
Y quedáronse aplicando el oído y conteniendo el aliento. Transcurrieron diez minutos, durante los cuales no se oyó el menor ruido que diera a entender que hubiese sido descubierto Grimaud.
Transcurrido este tiempo, vieron Mosquetón y Blasois abrirse otra vez la puerta, por la cual salieron los embozados, y volviéndola a cerrar con las mismas precauciones que antes, alejáronse repitiendo la orden de acostarse y de apagar las luces.
—¿Obedecemos? —preguntó Blasois—. Mal aspecto presenta esto.
—Dijeron que un cuarto de hora, con que todavía nos quedan cinco minutos.
—Podíamos avisar a los amos.
—Más vale esperar a Grimaud.
—¿Y si le han matado?
—Hubiese dado gritos.
—Ya sabéis que es casi mudo.
—Pero hubiéramos oído el golpe.
—¿Y si no vuelve?
—Aquí está.
Efectivamente, en aquel mismo momento apartaba Grimaud la capa que ocultaba el boquerón, y asomaba una cabeza lívida, cuyos espantados ojos dejaban ver una diminuta pupila en medio de un ancho círculo blanco. Tenía en la mano el jarro de cerveza lleno de sustancia desconocida, y acercándole a la luz que despedía la humeante lámpara murmuró el monosílabo ¡oh! con una expresión de tan profundo terror, que Mosquetón retrocedió estremecido y Blasois estuvo a punto de desmayarse.
Sin embargo, entrambos echaron una curiosa mirada al jarro: estaba lleno de pólvora.
Enterado Grimaud de la índole del cargamento que llevaba el buque, se lanzó a la escotilla, y de un salto llegó a la cámara en que dormían los cuatro amigos. Empujó suavemente la puerta, y al abrirse ésta, despertó D’Artagnan, que permanecía tendido junto a ella.
Así que vio el gascón lo descompuesto del rostro de Grimaud, conoció que sucedía alguna novedad y fue a gritar. Impidióselo el criado con un ademán más rápido que la misma voz, y dando un soplo de que nadie hubiera creído capaz a un cuerpo tan débil, apagó la lamparilla colocada a tres pasos de distancia.
Entonces se recostó D’Artagnan sobre un codo; Grimaud hincó una rodilla en tierra, y alargando el pescuezo murmuró a su oído, lleno de emoción, un relato que realmente era bastante dramático para no necesitar de la acción ni el juego de la fisonomía.
Athos, Porthos y Aramis dormían entretanto como hombres que no lo han hecho en ocho días; Mosquetón atacábase en el entrepuente las agujetas por una medida de precaución, y Blasois procuraba imitarle lleno de horror y con los cabellos erizados.
Había pasado lo siguiente:
Cuando desapareció Grimaud por el boquerón, entrando en el primer compartimiento, empezó su registro y topó con un tonel. Diole un golpe y vio que estaba vacío; pasó a otro y también lo estaba, pero el tercero en que repitió su prueba devolvió un sonido tan seco, que no había lugar a equivocarse. Grimaud se convenció de que estaba lleno.
Fijándose en él comenzó a buscar un sitio a propósito para barrenarle, y al hacerlo advirtió que el tonel tenía espita.
—Bueno —dijo entre sí—; menos trabajo.
Y aproximando el jarro dio vuelta a la llave y sintió pasar suavemente el contenido de un recipiente al otro.
Iba Grimaud, después de tomar la precaución de cerrar de nuevo la llave, a llevarse el jarro a los labios, pues era sobrado concienzudo para ofrecer a sus compañeros un licor de que no les pudiera responder, cuando oyó la voz de alarma que le daba Mosquetón, y suponiendo que viniera alguna ronda nocturna, se deslizó por entre dos toneles y se ocultó tras uno de ellos.
En efecto, poco después se abrió la puerta y volvió a cerrarse, dando paso a los embozados que vimos pasar dos veces por delante de Mosquetón y Blasois, mandándoles que apagaran las luces.
El uno llevaba un farol guarnecido de vidrios, muy bien cerrado y de tal altura, que no llegaba la llama a la parte superior. Los vidrios iban cubiertos con trozos de papel que suavizaban, o más bien que absorbían la luz y el calor.
Aquel hombre era Groslow.
El otro tenía en la mano una cosa larga, flexible y enroscada, igual a una cuerda blancuzca. Ocultaban su rostro las anchas alas de un sombrero. Creyendo Grimaud que uno y otro iban a la bodega movidos de un deseo igual al suyo, y que querían, como él, visitar el vino de Oporto, se acurrucó más y más detrás de su tonel, haciéndose cargó en último caso, de que aunque le descubrieran no era grande su crimen.
Al llegar los dos hombres al tonel, tras el cual se había escondido Grimaud, se detuvieron:
—¿Traéis la mecha? —preguntó el inglés el que llevaba el farol.
—Sí —contestó el otro.
Al oír la voz del último se estremeció Grimaud, sintió penetrar un sudor mortal hasta la médula de sus huesos. Se incorporó lentamente, asomó la cabeza por encima del tonel y vio bajo el ancho sombrero el pálido semblante de Mordaunt.
—¿Cuánto tiempo podrá durar esta mecha? —preguntó éste.
—Unos cinco minutos —contestó el patrón.
Tampoco esta voz era desconocida para Grimaud. Pasó la vista del uno al otro y reconoció a Groslow.
—Entonces —dijo Mordaunt—, avisad a la tripulación que esté dispuesta sin decirle para qué. ¿Sigue la lancha al buque?
—Como un perro a su amo.
—Cuando den las doce y cuarto reunid a la gente y descended sin ruido a la lancha.
—¿Después de prender fuego a la mecha?
—Eso es cosa mía. Quiero estar seguro de mi venganza. ¿Van en la lancha los remos?
—Sí.
—Está bien.
—No hay más que hablar.
Arrodillóse Mordaunt y aseguró un extremo de la mecha a la espita del tonel para que no le quedara otra cosa que hacer sino inflamar el otro extremo.
Terminada esta operación sacó el reloj.
—Ya lo habéis oído. A las doce y cuarto —dijo incorporándose—, esto es, dentro de veinte minutos.
—Perfectamente —respondió Groslow—. Pero debo advertiros por última vez que la misión que os reserváis es de peligro, y que más valdría encargar a un marinero de dar fuego a la mecha.
—Amigo Groslow —dijo Mordaunt—, nadie le sirve a uno tan bien como uno mismo. Es regla que nunca olvido.
Todo lo había oído Grimaud, y aunque no todo lo había entendido, sus ojos suplían bastante la falta de comprensión del idioma; había visto y conocido a los dos enemigos mortales de los mosqueteros; había visto preparar la mecha, y esto era más de lo que su penetración natural necesitaba para ponerle al corriente de todo. Y por si no fuera bastante, tocaba y volvía a tocar el contenido del jarro que en la mano tenía, y en lugar del líquido que Mosquetón y Blasois esperaban, sentía deshacerse entre sus dedos los granos de una materia áspera.
Alejóse Mordaunt con el patrón y se detuvo a escuchar en la puerta.
—¿Oís cómo duermen? —preguntó.
En efecto; a través de las tablas se oían los ronquidos de Porthos.
—¡Dios os lo entrega! —dijo Groslow.
—¡Y ni el demonio podrá salvarlos! —respondió Mordaunt.
Los dos se marcharon.
Esperó Grimaud a que sonase la llave de la puerta, y luego que se cercioró de que estaba solo, exclamó incorporándose y enjugándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente:
—¡Qué fortuna que Mosquetón haya tenido sed!
Y pasó aceleradamente por el boquerón creyendo todavía que soñaba; pero la vista de la pólvora en el jarro de la cerveza le probó que estaba despierto.
Inútil es manifestar que D’Artagnan escuchó todos estos detalles con un interés cada vez mayor. Sin aguardar a que acabase Grimaud, se levantó silenciosamente y aproximando los labios al oído de Aramis, que dormía a su izquierda, y dándole al mismo tiempo un golpecito en el hombro para evitar un movimiento de sorpresa, le dijo:
—Señor de Herblay, levantaos sin hacer ruido.
Despertó Aramis; repitióle D’Artagnan sus palabras apretándole la mano, y Aramis obedeció.
—Puesto que tenéis a Athos a la izquierda, avisadle como yo a vos. Fácil fue a Aramis despertar al conde, cuyo sueño era tan ligero como lo es ordinariamente el de todos los hombres de naturaleza nerviosa y sensibilidad exquisita. Más trabajo costó despertar a Porthos. Al ir éste a preguntar las causas y razones de aquella desagradable interrupción, D’Artagnan tapóle la boca sin decir una palabra.
Adelantó entonces nuestro gascón los brazos, y atrayendo a sí las tres cabezas, las abrazó de modo que casi se tocaban.
—Amigos —les dijo—, vamos al momento a salir de este buque, o de lo contrario somos muertos.
—¡Bah! —dijo Athos—. ¿Por qué?
—¿Sabéis quién dirige el barco?
—No.
—El capitán Groslow.
El sobresalto de los tres mosqueteros dio a entender a D’Artagnan que sus palabras hacían efecto.
—¡Groslow! —repitió Aramis.
—¿Quién es ese Groslow? —preguntó Porthos—. No le tengo presente.
—El que rompió la cabeza al hermano de Parry y se dispone a hacer lo mismo con nosotros.
—¡Hola!
—¿Y sabéis quién es su teniente?
—No le tiene —contestó Athos—; es un falucho tripulado por cuatro hombres, no hay teniente.
—Sí, mas el señor Groslow no es un capitán como otro cualquiera. Trae por teniente nada menos que a Mordaunt.
Al oír esto no fue ya sobresalto lo que sintieron los mosqueteros, sino una fuerte emoción que casi les arrancó un grito. Aquellos hombres invencibles, pero sujetos a la fatídica y misteriosa influencia que sobre ellos ejercía aquel hombre, se estremecieron sólo al oírle pronunciar.
—¿Qué haremos? —dijo Athos.
—Apoderarnos del falucho —respondió Aramis.
—Y matar a esa víbora —repuso Porthos.
—El falucho está cargado de pólvora contenida en esos toneles que yo tomé por vino de Oporto. Cuando se vea Mordaunt descubierto hará que volemos todos, amigos y adversarios, y es muy mala compañía ¡voto a tal! para consentir yo en presentarme con él, ni en el cielo ni en el infierno.
—¿Tenéis algún proyecto? —preguntó Athos.
—Sí.
—¿Cuál?
—¿Confiáis en mí?
—Mandad —dijeron al mismo tiempo los mosqueteros.
—Pues venid.
Marchó D’Artagnan hacia una ventana tan baja como los imbornales de cubierta, mas que bastaba para dar paso a un hombre, y la abrió haciéndola girar sin ruido sobre sus goznes.
—He aquí el camino —dijo.
—¡Diablo! —murmuró Aramis—. Mucho frío hace, amigo.
—Quedaos si queréis, pero en cambio, dentro de poco tendréis mucho calor.
—Es que no podemos llegar a tierra a nado.
—La lancha viene amarrada detrás, iremos hasta ella y cortaremos el cable. Con que vamos señores.
—Un momento —dijo Athos—, ¿y los lacayos?
—Aquí estamos —dijeron Mosquetón y Blasois, a quienes había ido a buscar Grimaud para reconcentrar todas las fuerzas en la cámara. Habían entrado sin que nadie los observara por la escotilla, que estaba muy próxima a la puerta.
Entretanto contemplaban inmóviles los tres amigos el terrible espectáculo que había descubierto D’Artagnan abriendo la ventana, y que divisaban por su pequeño hueco.
Ciertamente que cualquiera que haya visto este espectáculo una sola vez, sabrá que no hay cosa que más profundamente impresione el corazón que una mar agitada, moviendo con murmullos sus negras olas a la pálida luz de una luna de invierno.
—¡Voto a bríos! —dijo D’Artagnan—. Parece que no tenemos resolución. Si vacilamos nosotros, ¿qué han de hacer los lacayos?
—Yo no vacilo —dijo tranquilamente Grimaud.
—Señor —dijo Blasois—, os prevengo que yo no sé nadar más que en ríos.
—Y yo ni en ríos ni en mares —repuso Mosquetón.
Ya en aquel intermedio había salido D’Artagnan por la ventana.
—¿Con que estáis resuelto? —preguntó Athos.
—Sí —respondió el gascón—. Vámonos, Athos; vos que sois un hombre perfecto, mandad al espíritu que domine a la materia. Vos, Aramis, cuidad de los criados. Vos, amigo Porthos, desembarazadnos de cuantos se nos quieran oponer.
Y apretando D’Artagnan la mano de Athos, aprovechó un instante en que el cabeceo del falucho le inclinaba hacia atrás, de manera que no tuvo que hacer más que dejarse llevar del agua, la cual le llegaba ya a la cintura.
Athos siguióle antes que se enderezase el falucho, el cual se levantó después e hizo salir del agua el cable a cuyo extremo iba atada la lancha.
D’Artagnan nadó hacia él, lo cogió y se quedó aguardando, colgado del cable con una mano y con la cabeza a flor de agua.
Un segundo después se le reunió Athos.
A poco asomaron por un costado del buque otras dos cabezas: eran las de Aramis y Grimaud.
—Blasois es el que me da cuidado —dijo Athos—. ¿No le habéis oído decir, D’Artagnan, que no sabe nadar más que en los ríos?
—Si sabe nadar, nadará en todas partes —contestó D’Artagnan—; ¡a la barca!, ¡a la barca!
—Pero, ¿y Porthos? No le veo.
—Ahora vendrá, no hay cuidado: ese puede apostárselas a un cetáceo.
Efectivamente, no aparecía Porthos, porque entre él, Mosquetón y Blasois estaba pasando una escena semiburlesca, semidramática. Aterrados los dos últimos por el ruido del agua, por el silbido del viento y por el aspecto de las olas que en el abismo se agitaban, retrocedían en vez de avanzar.
—¡Vamos, vamos —dijo Porthos—, al agua!
—Pero, señor —contestó Mosquetón—, si yo no sé nadar! Dejadme aquí.
—Y a mí también, señor.
—Creed que os voy a estorbar en ese barquichuelo —repuso Mosquetón.
—Y yo me ahogo de seguro antes de llegar —continuó Blasois.
—¡Oiga! Pues yo os ahogaré a los dos si no salís —dijo Porthos cogiéndoles por el pescuezo—. De frente, Blasois.
Un gemido ahogado por la férrea mano de Porthos fue la única contestación de Blasois, pues asiéndole el gigante por el pescuezo y por los pies le sacó como un tablón por la ventana y le echó al mar cabeza abajo.
—Ahora, Mostón —dijo Porthos—, espero que no abandonéis a vuestro amo.
—¡Ay, señor! —respondió Mosquetón con los ojos preñados en lágrimas—. ¿Por qué habéis vuelto al servicio? ¡Estábamos tan bien en Pierrefonds!
Y sin hacer otra observación, pasivo y obediente ya por verdadera fidelidad, ya por haber escarmentado en el ejemplo de Blasois, Mosquetón se tiró de cabeza al mar.
Mas no era Porthos hombre capaz de abandonar así a su leal compañero. Tan de cerca siguió el amo al criado, que la caída de ambos cuerpos fue simultánea, de suerte que cuando volvió Mosquetón a flor de agua, con los ojos cerrados, hallóse sostenido por la ancha mano de Porthos y pudo, sin hacer ningún esfuerzo, aproximarse a la cuerda con toda la majestad de un dios marino.
En el mismo momento sintió Porthos agitarse algo al alcance de su brazo.
Asió aquel objeto por los cabellos; era Blasois, en cuyo auxilio había salido Athos.
—Iros, conde —dijo Porthos, no os necesito.
Y en efecto, de una vigorosa patada se enderezó como el gigante Adamastor sobre las olas y en tres empujes se reunió con sus amigos. D’Artagnan, Aramis y Grimaud ayudaron a Mosquetón y Blasois a subir; luego llegó su vez a Porthos, el cual al echar una pierna por encima de la borda, estuvo a punto de hacer naufragar la lancha.
—¿Y Athos? —preguntó D’Artagnan.
—Aquí estoy —dijo Athos, el cual semejante a un general que sostiene la retirada, se había quedado fuera cogido de la barca.
—¿Están reunidos todos?
—Todos —respondió D’Artagnan—. ¿Y vos, Athos, tenéis ahí el puñal?
—Lo tengo.
—Pues cortad el cable y venid.
Sacó Athos del cinto un acerado puñal y cortó la cuerda; el falucho se fue alejando y la lancha permaneció estacionada, sin otro movimiento que el balance de las olas.
—Venid, Athos —dijo D’Artagnan.
Y dio la mano al conde de la Fère, que se acomodó a su vez en la débil lancha.
—¡Gracias a Dios! —dijo el gascón—. Ahora veréis un espectáculo curioso.