Capítulo LXIXWhite-Hall

Como era de suponer, el parlamento condenó a muerte a Carlos Estuardo. Casi nunca pasan los juicios políticos de ser meras formalidades, porque las mismas pasiones que impelen a acusar, mueven así mismo a condenar. Tal es la espantosa lógica de las revoluciones.

Esta sentencia, aunque ya la esperaban nuestros amigos, les llenó de dolor. D’Artagnan, cuyo espíritu nunca era más fecundo en recursos que en los más críticos trances, juró de nuevo intentar lo imposible para evitar el sangriento desenlace de aquella tragedia. Pero ¿a qué medios había de apelar? Cosa era ésta que sólo entreveía vagamente. Todo dependía de las circunstancias. Mas hasta tanto que se formase un plan completo, urgía impedir a toda costa, para ganar tiempo, que tuviera lugar la ejecución al día siguiente, que era el señalado por los jueces. No había más medio que hacer desaparecer al verdugo de Londres. Faltando éste, no podría ejecutarse la sentencia, y aunque sin duda enviarían a llamar al de la ciudad más inmediata a Londres, se ganaba por lo menos un día, y en un día estribaba quizás en aquel caso la salvación del rey. D’Artagnan encargóse de esa dificilísima obra.

No menos esencial era avisar a Carlos Estuardo de que se iban a hacer tentativas para salvarle, para que secundase en lo posible a sus defensores o no hiciese por lo menos nada que pudiera contrariar sus proyectos. Aramis tomó a su cargo este peligroso paso. Carlos Estuardo tenía pedido que se concediese al obispo Juxon visitarle en su cárcel de White-Hall. Mordaunt había ido aquella misma tarde a casa del obispo para enterarle del religioso deseo expresado por el rey, así como de la autorización de Cromwell. Resolvió Aramis alcanzar del obispo, fuese por miedo o por persuasión, que le dejara penetrar en su lugar y revestido de sus sacerdotales insignias en el palacio de White-Hall.

Athos, por su parte, encargóse de preparar a todo evento lo necesario para salir de Inglaterra, tanto en caso de tener buen resultado la empresa como en el de frustrarse.

Luego que cerró la noche, se citaron en la posada para las once y se pusieron en campaña.

Guardaban el palacio de White-Hall tres regimientos y Cromwell, con incesante inquietud, le visitaba a menudo, o enviaba a sus generales y agentes.

Solo, y en la cámara que solía ocupar, iluminada por dos bujías, el monarca sentenciado a muerte contemplaba melancólicamente el lujo de su pasada grandeza, como se ve en los últimos momentos imagen de la vida más brillante y más dulce que nunca.

Parry, que no se alejó de su amo, no había cesado de llorar desde su condena.

Recostado Carlos Estuardo sobre una mesa, miraba un medallón en que estaban pintados los retratos de su esposa y de su hija. Aguardaba a Juxon, y después de Juxon el martirio.

A veces se detenía su pensamiento en los valientes caballeros franceses, que ya suponía estuviesen a cien leguas de distancia, y que le parecían seres fabulosos, fantásticos, semejantes a esas sombras que se ven en sueños y desaparecen con la luz de la mañana.

Y efectivamente, a menudo se preguntaba a sí mismo Carlos si era aquello un sueño, o por lo menos producto de un delirio febril. Cuando le asaltaba este pensamiento se levantaba, daba algunos pasos para desentorpecerse, e iba hasta la ventana; mas al llegar a ella, veía relucir abajo los mosquetes de los guardias, y tenía precisión de reconocer que estaba despierto, y que su sangriento ensueño era verdadero.

Volvía entonces silenciosamente a su sillón, se recostaba de nuevo en la mesa, apoyaba la cabeza en la palma de la mano y meditaba.

—¡Ah! —decía entre sí—. Si al menos tuviese yo por confesor a una de esas lumbreras de la Iglesia cuya alma ha sondeado todos los misterios de la vida, todas las pequeñeces de la grandeza, quizás ahogaría su acento la lamentable voz que en mi alma se eleva. Pero me darán un sacerdote de espíritu vulgar, a cuya carrera, a cuya fortuna me haya opuesto yo por desgracia. Me hablará de Dios y de la muerte como a cualquier moribundo, sin conocer que este rey, que va a morir, deja su trono a un usurpador y a sus hijos sin pan.

Y acercando el retrato a sus labios balbuceaba uno tras otro los nombres de todos sus hijos.

La noche era nublada y sombría. Sonaban las horas lentamente en la próxima iglesia. La pálida claridad de las dos bujías llenaba la vasta cámara de espectros iluminados por caprichosos reflejos. Eran aquellos fantasmas los ascendientes del rey Carlos, destacándose de sus dorados marcos: eran aquellos reflejos los últimos resplandores, azulados y trémulos, de las ascuas del hogar que se iban apagando.

Apoderóse de Carlos una inmensa tristeza. Ocultó la frente entre sus manos; pensó en el mundo, tan bello cuando le abandonamos, o por mejor decir, cuando nos abandona; en las caricias de los hijos, tan gratas y tan suaves, especialmente cuando están separados de nosotros y no los hemos de volver a ver; en su esposa, noble y animosa criatura que hasta el último momento le había sostenido. Sacó de su pecho la cruz de diamantes y la placa de la Jarretiera que le enviara Enriqueta por conducto de los generosos franceses, y la besó; al pensar después en que su esposa no había de volver a ver aquellos objetos hasta que él yaciese frío y mutilado en una tumba, sintió circular por su cuerpo uno de esos helados escalofríos que envía la muerte por delante cual una mortaja.

Solo, con un pobre criado, cuyo débil espíritu no podía prestar valor a su alma, en aquel aposento que le representaba tantos regios recuerdos, por el que habían pasado tantos cortesanos y tanta adulación, el rey sintió decaer su valor al nivel de aquella flaqueza, de aquellas tinieblas, de aquel frío de invierno, y ¿lo diremos?, aquel monarca, que tan grande se mostró al morir, que marchó admirablemente al cadalso con la sonrisa de la resignación en los labios, enjugó en la oscuridad una lágrima que cayó sobre la mesa, y rodó sobre el tapiz bordado de oro.

De pronto oyéronse pasos en los corredores, abrióse la puerta, iluminaron varias antorchas el aposento con humeante resplandor, y un eclesiástico revestido del traje episcopal entró seguido de dos guardias, a quienes dirigió Carlos un imperioso ademán.

Retiráronse los guardias y el aposento volvió a su primitiva oscuridad.

—¡Juxon! —exclamó Carlos—. ¡Juxon! Gracias, mi buen amigo, llegáis a tiempo.

El obispo miró oblicuamente y con inquietud al hombre que sollozaba junto al hogar.

—Vamos, Parry —añadió el rey—, no llores: Dios viene a vernos.

—Si es Parry —dijo el obispo— nada tengo que temer. Permítame Vuestra Majestad que después de saludarle, le diga quién soy y a qué he venido.

Al ver y escuchar esto, fue a gritar Carlos Estuardo; pero Aramis se puso un dedo sobre los labios y saludó profundamente al rey de Inglaterra.

—¡Caballero! —exclamó Carlos.

—Sí, señor —interrumpió Aramis alzando la voz—; sí, soy el obispo de Juxon, fiel caballero de Cristo que accede a los deseos de Vuestra Majestad.

Carlos juntó asombrado las manos al reconocer a Herblay, quedándose estupefacto, confuso, ante aquellos hombres que siendo extranjeros y sin más móvil que el deber que su propia conciencia les imponía, luchaban de este modo contra la voluntad de un pueblo y contra el destino de un rey.

—¡Vos! —exclamó—. ¡Vos! ¿Cómo habéis podido llegar hasta aquí? ¡Dios mío! Si os conocen estáis perdido.

Parry permanecía de pie, toda su persona revelaba la más cándida y profunda admiración.

—No penséis en mí, señor —dijo Aramis encargando otra vez silencio al rey con un ademán—, pensad sólo en vos; ya veis que vuestros amigos velan; todavía no sé lo que haremos, pero cuatro hombres resueltos pueden mucho. Entretanto no cerréis los ojos esta noche, de nada os extrañéis y esperadlo todo.

Carlos sacudió la cabeza.

—Amigo —respondió—. ¿Sabéis que no tenéis tiempo que perder y que habéis de daros prisa si traéis algo entre manos? ¿Sabéis que debo morir mañana a las diez?

—De ahora a entonces, señor sucederá una circunstancia que imposibilitará la ejecución.

El rey miró a Aramis con sorpresa.

En aquel instante sonó al pie de la ventana un ruido singular como el que haría una carreta de leña al descargarse.

—¿Oís? —preguntó el rey.

A este ruido siguió un grito de dolor.

—Ya oigo —contestó Aramis—, mas no comprendo qué ruido sea ése ni de qué provenga ese grito.

—Ignoro quién haya dado el grito —repuso el rey—, mas os voy a explicar el ruido. ¿Sabéis que debo ser ejecutado al frente de esta ventana? —añadió Carlos alargando la mano hacia la sombría y desierta plaza poblada sólo de soldados y centinelas.

—Sí, señor —dijo Aramis.

—Pues esas maderas son las vigas y los tablones con que se ha de hacer el patíbulo. Sin duda se habrá herido algún operario al descargarlas.

Aramis se estremeció involuntariamente.

—Ya veis —dijo Carlos—, que es vano obstinaros más; estoy condenado, dejadme sufrir mi suerte.

—Señor —repuso Aramis recobrando la calma que un instante le faltara—, podrán alzar el cadalso, mas no encontrarán ejecutor.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el rey.

—Que obligaremos al verdugo, ya por seducción o por fuerza, a no presentarse; y habrán de diferir la ejecución para pasado mañana.

—¿Y entonces?

—Mañana por la noche os sacaremos de este lugar.

—¿Cómo? —exclamó el rey, cuyo rostro se iluminó a su pesar con un relámpago de alegría.

—¡Ay, señor! —exclamó Parry juntando las manos—. ¡El cielo os bendiga a vos y a vuestros amigos!

—¿Cómo? —repitió el rey—. Necesito saberlo para secundaros si es menester.

—Aún no lo sé —dijo Aramis—, pero el más hábil, el más animoso y el más resuelto de nosotros cuatro me ha dicho al separarse de mí: «Decid al rey, caballero, que mañana a las diez de la noche le salvaremos». Cuando lo ha prometido lo hará.

—¿Cómo se llama ese generoso amigo? Nombrádmele y le profesaré un eterno agradecimiento, ora se lleve a cabo su plan, ora se malogre.

—Se llama D’Artagnan, señor, y es el mismo que estuvo a punto de libertaros, cuando llegó tan inopinadamente el coronel Harrison.

—Sois en verdad seres extraordinarios —dijo el rey—. Si me hubiesen contado tales cosas no las hubiera creído…

—Ahora, señor —añadió Aramis—, oídme con atención no olvidéis un solo instante que nos desvelamos por salvaros: espiad y escuchad, comentad el menor gesto, el menor cántico, la menor seña de cuantas personas se os acerquen.

—¡Oh! —murmuró el rey—. ¡Qué podré responderos! Ninguna palabra, aunque saliera de lo más profundo de mi corazón expresaría bien mi agradecimiento. No os diré que salváis a un rey, si me salváis; no, harto mezquina cosa es la corona vista desde donde yo la veo, desde el cadalso; pero conserváis un esposo a su esposa, un padre a sus hijos. Tomad esta mano, caballero Herblay; es la de un amigo que os amará hasta el último suspiro.

Fue Aramis a besar la mano del rey, mas éste cogió la suya y la llevó a su corazón.

En aquel momento entró un hombre sin llamar a la puerta. Quiso Aramis retirar su mano, y el rey le detuvo.

Era el recién venido uno de esos puritanos semisacerdotes, semisoldados, que pululaban en torno de Cromwell.

—¿Qué se ofrece? —preguntó el rey.

—Deseo saber si ha terminado la confesión de Carlos Estuardo.

—¿Qué os importa? —replicó éste—. No somos de la misma religión.

—Todos los hombres son hermanos míos —dijo el puritano—. Va a morir uno y deseo exhortarle a la muerte.

—Basta —interrumpió Parry—, para nada necesita el rey de vuestras exhortaciones.

—Señor —dijo en voz baja Aramis—; no lo exasperéis, indudablemente es un espía.

El rey contestó en vista de esta observación:

—Después de oír al reverendo doctor y obispo, os oiré con gusto, caballero.

Retiróse el puritano mirando torcidamente al supuesto Juxon con una atención que no dejó de advertir Carlos.

—Creo que tenéis razón —dijo luego que volvió a cerrarse la puerta—, y que ese hombre no ha venido aquí con buenas intenciones; cuidad no os suceda alguna desgracia al retiraros.

—Doy gracias a Vuestra Majestad —contestó Aramis—, pero no hay miedo: bajo este traje traigo una cota de malla y un puñal.

—Idos, pues, y que Dios os tenga en su santa guarda, como decía yo cuando era monarca.

Salió Aramis acompañándole Carlos hasta la puerta. A sus bendiciones se inclinaron los guardias, por entre los cuales pasó majestuosamente, y después de atravesar algunas piezas preñadas de soldados, subió al coche, escoltado por dos de éstos, que no se separaron hasta dejarle en el obispado.

Juxon le esperaba con ansiedad.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó al verle.

—Todo ha salido a medida de mi deseo; espías, guardias y satélites me han equivocado con vos, y el rey os bendice esperando que vos le hagáis lo propio.

—Dios os proteja, hijo mío; vuestro ejemplo me infunde a la par esperanza y valor.

Púsose Aramis su vestido y su capa y se marchó, previniendo a Juxon que aún recurriría otra vez a él.

Apenas había andado diez pasos por la calle cuando notó que le seguía un hombre embozado en una ancha capa: echó mano a su puñal y se paró. El hombre marchó en derechura hacia él. Era Porthos.

—¡Amigo Porthos! —dijo Aramis presentándole la mano.

—Ya veis —respondió Porthos—, que cada cual tenía su misión. La mía era el defenderos y para eso os he seguido. ¿Habéis visto al rey?

—Sí, todo marcha bien. ¿Dónde están los amigos?

—Nos hemos citado para las once en la posada.

—Pues no hay que perder tiempo.

Efectivamente, daban las diez y media en la iglesia de San Pablo. Más habiendo apresurado el paso los dos compañeros, llegaron aún antes que los otros.

Athos entró a poco tiempo.

—Todo va bien —dijo sin dar tiempo a sus amigos para interrogarle.

—¿Qué habéis hecho? —dijo Aramis.

—He fletado un falucho, estrecho como una piragua, veloz como una golondrina, el cual debe esperarnos en Greenwich, frente a la isla de los Perros. Le gobiernan un patrón y cuatro hombres que por el precio de cincuenta libras esterlinas estarán a nuestra disposición tres noches consecutivas. Luego que nos encontremos a bordo con el rey, aprovechamos la marea, bajamos por el Támesis y en dos horas estamos en alta mar. Entonces, imitando a los piratas, vamos costeando, tomamos puerto en parajes desiertos, y si vemos libre el mar enderezamos a Boulogne. Si me matan, el patrón se llama el capitán Rogers y el falucho Relámpago. Con estos datos os será fácil encontrarlos. La señal convenida para reconocernos es un pañuelo anudado por las cuatro puntas.

Un instante después entró D’Artagnan y dijo:

—Vaciad esos bolsillos hasta reunir cien libras esterlinas, pues los míos —repuso volviéndolos del revés—, están ya enteramente desocupados.

En un momento se juntó la cantidad pedida: D’Artagnan se marchó y volvió un instante después.

—¡Vaya!, ya está hecho; no sin trabajo por cierto… ¡Uf!

—¿Ha salido de Londres el verdugo? —preguntó Athos.

—No faltaba más: esto no era seguro: podía irse por una puerta y entrar por otra.

—¿Pues dónde está?

—En la cueva.

—¿En cuál?

—En la del huésped. Mosquetón se ha sentado en el umbral y yo tengo aquí la llave.

—¡Bravo! —dijo Aramis—. ¿Y cómo le habéis persuadido?

—Como se convence a todo el mundo; con dinero. Caro me ha costado, pero al fin convino en ello.

—¿Cuánto le habéis dado? —preguntó Athos—. Decidlo, ahora ya somos algo más que unos humildes mosqueteros, y todos los gastos deben ser a escote.

—Le he dado doce mil libras —dijo D’Artagnan.

—¿Doce mil? —repuso Athos—. ¿Poseéis tal vez esa cantidad?

—¿Y el famoso diamante de la reina? —preguntó el gascón dando un suspiro.

—Es cierto —observó Aramis—: me pareció haberos visto otra vez puesta la sortija.

—¿Qué? ¿La rescatasteis de manos del señor Des-Essarts? —interrogó Porthos.

—Sí por Dios —respondió D’Artagnan—, pero está escrito que no he de poder conservarla. ¿Qué queréis? Ya veo que los diamantes tienen simpatías y antipatías como los hombres, y parece que ése no me aprecia.

—Todo eso es muy bueno —dijo Athos—, y nos libra del verdugo; pero no hay verdugo que no tenga un criado, un ayudante.

—También éste lo tenía, pero la suerte nos ayuda.

—¿Pues cómo?

—Cuando yo creía necesario entablar otra negociación, vi penetrar a mi hombre con un muslo roto. Movido por un exceso de celo al acompañar la carreta que condujo hasta las ventanas del rey las vigas y tablones del patíbulo, una de las primeras cayósele encima.

—¡Ya! —dijo Aramis—. Por eso oí yo un grito desde el aposento del rey.

—Probablemente sería por eso —añadió D’Artagnan—; pero el hombre a fuer de prudente, prometió al retirarse enviar en su lugar cuatro operarios diestros para auxiliar a los que ya están trabajando, y al volver a casa de su patrón escribió, aunque herido, en el mismo instante a un carpintero amigo suyo llamado Tom Lowe para que pasase a White-Hall a cumplir su promesa. Aquí está la epístola que enviaba con un mandadero, a quien prometió por esta comisión diez peniques, y que me la ha vendido por un luis.

—¿Y qué diablos deseáis hacer de esa carta? —preguntó Athos.

—¿No lo adivináis? —dijo D’Artagnan, clavando en él sus penetrantes ojos.

—No por mi fe.

—Pues bien, querido Athos; vos que habláis inglés como el mismo John Bull, sois maese Tom Lowe y nosotros somos vuestros tres compañeros; ¿comprendéis ahora?

Athos exhaló un grito de alegría y admiración, corrió a su gabinete y sacó vestidos con que se disfrazaron inmediatamente los cuatro, lo cual hecho salieron de la posada, Athos con una sierra, Porthos con una alzaprima, Aramis con un hacha, y D’Artagnan con un martillo y clavos.

La carta del ayudante del verdugo atestiguaba que ellos eran los mismos que esperaba el maestro carpintero.