Capítulo LXVIILondres

En cuanto se perdió a los lejos el ruido de los caballos, salió D’Artagnan a la orilla del riachuelo y empezó a correr en dirección a Londres. Siguiéronle en silencio los tres amigos hasta que trazando un ancho semicírculo dejaron la población muy a sus espaldas.

—Ahora sí que creo —dijo D’Artagnan cuando le pareció que se encontraban bastante lejos del punto de partida para pasar del galope al trote—; ahora sí que creo que todo se ha perdido y que lo mejor que podemos hacer es regresar a Francia. ¿Qué decís de la proposición, Athos? ¿No la consideráis juiciosa?

—Sí, amigo mío —respondió Athos—; pero el otro día pronunciasteis una frase, no juiciosa, sino generosa y noble; dijisteis «moriremos aquí», y os recuerdo vuestra palabra.

—¡Diantre! —exclamó Porthos—. La muerte nada vale, no sabiendo lo que es no debe preocuparnos: lo que a mí me atormenta es la idea de una derrota. Según van las cosas, veo que tendremos que dar batalla, a Londres, a las provincias, a toda Inglaterra, y en verdad, no podremos menos de ser vencidos.

—Nuestro deber es presenciar hasta el fin esta gran tragedia —dijo Athos—, y no salir de Inglaterra hasta ver su fin, sea el que quiera. ¿Pensáis como yo Aramis?

—Exactamente, querido conde, y confieso además que no sentiría encontrar por ahí al señor Mordaunt; recuerdo que tenemos una cuenta pendiente y jamás hemos salido de un país sin saldar las de esa clase.

—Esto es otra cosa —dijo D’Artagnan—, tan buena me parece esta razón, que confieso que por encontrar al tal Mordaunt sería capaz de quedarme un año en Londres. Lo que debemos hacer es alojarnos en casa de una persona de confianza y no dar pie a sospechas. Es natural que Cromwell nos mande buscar, y por lo visto, tiene bromas pesadas.

Vos, Athos, sabréis de alguna posada en la ciudad, donde nos den sábanas blancas, rosbif bien cocido y vino que no esté hecho con lúpulo o con ginebra.

—Creo que puedo proporcionaros lo que deseáis —dijo Athos—. Winter nos llevó a casa de un posadero que decía ser español naturalizado en Inglaterra por la gracia de las guineas de sus nuevos compatriotas. ¿Qué decís de esto, Aramis?

—Muy acertado considero el proyecto de ir a casa del señor Pérez. Invocaremos el recuerdo del pobre Winter, a quien profesaba gran veneración; le diremos que vamos movidos de la curiosidad, gastaremos en su posada una guinea cada día por cabeza, y con todas estas precauciones creo que podremos vivir tranquilos.

—Una olvidáis, Aramis, y no de las menos importantes.

—¿Y es?

—La de cambiar de traje.

—¡Bah! —dijo Porthos—. ¿Para qué? ¡Estamos cómodos con éste!

—A fin de que no nos conozcan —respondió D’Artagnan—. Nuestro traje tiene un corte y un color casi uniforme que denuncia a la legua a un frenchman. No estoy yo tan unido al corte de mi ropilla o al color de mis calzones que por amor suyo me exponga a que me cuelguen en Tyburn, o a que me envíen a dar un paseo a las Indias. Compraré un traje color de castaña. He notado que todos esos necios puritanos son muy aficionados a tal color.

—¿Pero, y daréis con ese hombre? —preguntó Aramis.

—Seguramente. Vivía en Green Hall Street, Bedfords Tavern: y en caso necesario puedo andar toda la ciudad con los ojos cerrados.

—Ya quisiera encontrarme allí —dijo D’Artagnan—: opino porque lleguemos a Londres antes del amanecer, aunque reventemos los caballos.

—Vamos, pues —contestó Athos—; si no son errados mis cálculos, no debemos distar de la capital más que ocho o diez leguas.

Espolearon los amigos a sus caballos y llegaron efectivamente a Londres a eso de las cinco de la mañana. En la puerta por donde entraron detúvoles un centinela; pero Athos respondió en excelente inglés que eran emisarios del coronel Harrison para avisar a su colega Mr. Pridge de la próxima llegada del rey. Esta respuesta promovió algunas preguntas respecto a la captura de Carlos Estuardo, y Athos dio detalles tan preciosos y positivos, que si los que guardaban la puerta habían concebido alguna sospecha, la vieron completamente desvanecida. Permitióse, pues, a los cuatro compañeros que pasaran y aun se le hizo objeto de toda especie de congratulaciones puritanas.

No estaba equivocado Athos; marchó en derechura a Bedfords Tavern, y se dio a conocer al huésped, quien celebró tanto volverle a ver en tan buena y numerosa compañía, que mandó preparar en el instante los mejores aposentos.

Encontraron los cuatro viajeros a la ciudad en conmoción, aunque no era todavía día. Desde la víspera habían corrido rumores de que el rey marchaba hacia Londres escoltado por el coronel Harrison, y hubo muchas personas que no se acostaron sospechando que el Estuardo, como le llamaban, llegase por la noche y entrase sin que le vieran.

Ya hemos dicho que el proyecto de cambio de trajes había sido adoptado por unanimidad, salvo la ligera oposición de Porthos. Trataron, por tanto, de llevarle a ejecución. El huésped envió a pedir vestidos de hombre, de todas clases, cual si fuera a renovar su guardarropa. Athos escogió el color negro, que le hacía parecer un buen ciudadano. Aramis, por no separarse de su espada, tomó un traje de color verde oscuro y de corte militar; a Porthos sedujéronle un jubón encarnado y unos calzones verdes; D’Artagnan, que había decidido de antemano el color, sólo tuvo que elegir entre los distintos matices; y con su traje castaño, representaba con alguna exactitud a un comerciante de azúcar retirado del tráfico.

Grimaud y Mosquetón, que no vestían librea, estaban ya disfrazados. Grimaud era el tipo flemático, seco y cariacontecido del inglés circunspecto: Mosquetón el del inglés panzudo, hinchado y de buen humor.

—Ahora —dijo D’Artagnan—, es menester cortar los cabellos para que no nos insulte el populacho. Puesto que dejamos de ser caballeros por la espalda, seamos puritanos por el pelo. No ignoráis que es el punto más importante de cuantos distinguen a un covenantario de un caballero.

Mucho se resistió Aramis a esta proposición: quería conservar a todo trance sus cabellos que eran muy lindos, y que cuidaba con especial esmero, y fue preciso que Athos, a quien eran indiferentes todas estas cuestiones, le diese el ejemplo. Porthos entrego sin dificultad su cabeza a Mosquetón, el cual emboscó su tijera en las espesas melenas que le cubrían. D’Artagnan se trazó por su propia mano una cabeza a capricho, no muy desemejante de las medallas del tiempo de Francisco I o de Carlos IX.

—Estamos horrorosos —dijo Athos.

—Ya me parece que trascendemos a puritanos desde una legua —añadió D’Artagnan.

—¡Qué frío tengo en la cabeza! —repuso Porthos.

—Siento ganas de predicar —dijo Aramis.

—Puesto que ya no nos reconocemos nosotros mismos —prosiguió Athos—, y que por consiguiente no debemos temer que los demás nos reconozcan, vamos a ver la entrada del rey, porque si ha caminado toda la noche, no estará muy lejos de Londres.

En efecto, dos horas después de confundirse nuestros cuatro compañeros con la turba, los gritos y el movimiento de la plebe anunciaron que llegaba Carlos Estuardo. Habían enviado una carroza a recibirle, y el gigantesco Porthos, cuya cabeza elevábase por encima de todas las de la concurrencia, avisó que le veía acercarse; empinóse D’Artagnan sobre la punta de los pies, y Athos y Aramis aplicaron el oído a fin de enterarse de la opinión del pueblo. Pasó el carruaje, y D’Artagnan vio a una portezuela a Hanson y a la otra a Mordaunt. El pueblo, cuyas impresiones estudiaban Athos y Aramis, prorrumpía en espantosas imprecaciones contra el rey.

Athos volvió completamente desesperado a la posada.

—En vano os empeñáis, amigo —le decía D’Artagnan—, os juro que la situación es mala. Yo por mí sólo me intereso en ella por cariño a vos y por cierto interés de artista. Me es grata la política a lo mosquetero. Sería gracioso arrancar su presa y dejar burlada a esa turba de voceadores. Lo pensaré.

Cuando al día siguiente se asomó Athos a la ventana que daba a uno de los barrios más populosos de la City, oyó pregonar el bill del parlamento que llamaba a la barra al ex rey Carlos I, presunto reo de traición y abuso de poder.

D’Artagnan permanecía a su lado. Aramis examinaba un mapa. Porthos saboreaba los restos de un buen almuerzo.

—¡El parlamento! —murmuró Athos—. No es posible que el parlamento haya dado un bill semejante.

—Yo no entiendo muy bien el inglés —dijo D’Artagnan—, pero como no es más que un francés incorrectamente pronunciado, al oír parlament’s bill, sacó en limpio que significa bill del parlamento. Condéneme Dios si no, como aquí dicen.

En aquel instante entró el huésped; Athos le hizo seña de que se acercara.

—¿Es el parlamento el que ha dado ese bill? —le preguntó en inglés.

—Sí, señor, el parlamento puro.

—¡Cómo! Luego hay dos parlamentos.

—Amigo —interrumpió D’Artagnan—, como yo no entiendo el inglés y todos entendemos el español, haced el favor de hablar en ese idioma; siendo el vuestro, debe causaros placer siempre que se os presente ocasión de hablarle.

—Perfectamente —dijo Aramis.

Ya hemos dicho que toda la atención de Porthos se hallaba concentrada en una chuleta, cuya carne se hallaba ocupado en separar del hueso.

—¿Qué deseáis saber? —preguntó el huésped en español.

—Si hay parlamento puro y parlamento impuro —repuso Athos en el mismo idioma.

—¡Cosa más extraña! —dijo Porthos alzando lentamente la cabeza y mirando con asombro a sus amigos, ya entiendo el inglés—; comprendo lo que estáis diciendo.

—Es que hablamos en español —contestó Athos con su acostumbrada flema.

—¡Diantre! —repuso Porthos—. Lo siento mucho: creí saber una lengua más.

—Señor —dijo el huésped—, al decir parlamento puro refiérome al que ha purificado el señor coronel Pridge.

—¡Pues no es poco ingeniosa esa gente! —exclamó D’Artagnan—. Cuando regrese a Francia indicaré ese arbitrio a Mazarino y al coadjutor. El uno purificará en nombre de la corte y el otro en nombre del pueblo, y de este modo nos quedaremos sin parlamento de ninguna clase.

—¿Quién es ese coronel Pridge —preguntó Aramis—, y cómo se ha manejado para hacer tal purificación?

—El coronel Pridge —contestó el español— es un antiguo carretero, hombre de mucho talento, el cual observó una cosa cuando guiaba su carreta; es a saber: que siempre que se encuentra una piedra en el camino, es más fácil quitarla de en medio que empeñarse en hacer pasar la rueda por encima. De los doscientos cincuenta y un miembros de que se componía el parlamento, le estorbaban ciento noventa y uno, y con ellos hubiese podido volcar su carreta política. Los ha cogido como antes cogía las piedras y los ha echado fuera de la Cámara.

—¡Bien! —dijo D’Artagnan, en quien preponderaba el talento, y que por tal razón le apreciaba donde quiera que le veía.

—¿Y eran estuardistas todos? —preguntó Athos.

—Todos; ya conocéis que hubieran podido salvar al rey.

—¡Cómo que formaban mayoría! —dijo majestuosamente Porthos.

—¿Y suponéis —preguntó Aramis— que consienta Carlos en presentarse ante semejante tribunal?

—Tendrá que hacerlo —respondió el español—, y si no consiente, el pueblo sabrá obligarle a ello.

—Gracias, maese Pérez —dijo Athos—; me habéis dicho cuanto necesitaba.

—¿Os persuadís de que es causa perdida —preguntó D’Artagnan—, y de que nada podremos hacer con hombres como Harrison, Joyse, Pridge y Cromwell?

—El tribunal dejará en libertad al rey —contestó Athos—; el mismo silencio de sus partidarios revela un complot…

D’Artagnan se encogió de hombros.

—Y si se atreven a condenarle —repuso Aramis—, no será más que a destierro o encarcelamiento.

D’Artagnan púsose a silbar incrédulamente.

—Allá lo veremos —dijo Athos—, porque no dejaremos de ir a las sesiones.

—Poco tendréis que esperar —observó el patrón—; mañana mismo comienza.

—¡Calle! —respondió Athos—. ¿Luego instruyeron el proceso antes de coger al rey?

—Sí —dijo D’Artagnan—; lo empezaron el día que le compraron.

—Y ya sabéis —repuso Aramis—, que nuestro amigo Mordaunt fue quien lo hizo, si no el trato, al menos las primeras proposiciones de esta negociación.

—Y no ignoráis —contestó D’Artagnan—, que en cualquier parte que caiga por mi banda el amigo Mordaunt, le mato.

—¡Cómo! —exclamó Athos—. ¡A un miserable!

—Justamente le mataré por canalla —repuso D’Artagnan—. Vamos querido amigo, bastante tolerancia con la mía; queráis o no queráis, os declaro que Mordaunt ha de morir a mis manos.

—Y a las mías —repuso Porthos.

—Y a las mías —dijo Aramis.

—¡Feliz unanimidad! —exclamó D’Artagnan—. ¡Y qué bien cuadra a unos pacíficos ciudadanos como nosotros! Vayamos a dar una vuelta por la ciudad: el mismo Mordaunt no nos conocería a cuatro pasos de distancia con la niebla que hace. Vamos a beber un poco de niebla.

—Vamos —dijo Porthos—; no siempre ha de ser cerveza.

En efecto, los cuatro amigos salieron de la casa para tomar, como vulgarmente se dice, el aire de la tierra.