Al llegar Mordaunt frente a la casa vio a D’Artagnan a la puerta y a los soldados tendidos sin orden con sus armas sobre el césped del jardín.
—¡Ah de la casa! —gritó con voz sofocada por la precipitación de su carrera—. ¿Permanecen ahí los prisioneros?
—Sí, señor —dijo el sargento levantándose vivamente como los demás soldados, quienes llevaron también como él la mano a la frente.
—Bueno: cuatro hombres para sacarlos y conducirlos a mi alojamiento.
Preparáronse los cuatro hombres.
—¿Qué es eso? —gritó D’Artagnan con el gesto burlón que nuestros lectores han tenido ocasión de observar en él desde que le conocen—: ¿qué hay de nuevo?
—Que he mandado sacar a los prisioneros que hemos hecho esta mañana y llevarlos a mi casa.
—¿Y por qué? —preguntó D’Artagnan—. Dispensad la curiosidad, pero ya conoceréis que me importa enterarme del asunto.
—Porque los prisioneros son míos —respondió Mordaunt con altanería—, y dispongo de ellos como me place.
—Poco a poco, caballerito —dijo D’Artagnan—, estáis un tanto equivocado; regularmente los prisioneros pertenecen a los que los prende y no a los que los miran coger: pudisteis prender a lord de Winter, que según dicen era vuestro tío, y preferisteis matarle, corriente: el señor Du-Vallon y yo pudimos matar a esos dos caballeros y preferimos cogerlos; eso va a gustos.
Los labios de Mordaunt se pusieron blancos como la cera.
D’Artagnan conoció que no podía tardar en variar el aspecto del asunto y comenzó a teclear en la puerta la marcha de los guardias.
Al instante salió Porthos y se colocó al otro lado de la puerta, a cuyo travesaño superior llegaba con la cabeza.
Mordaunt advirtió esta maniobra.
—Caballero —dijo con voz en que se advertía cierta cólera— toda resistencia sería inútil; mi ilustre patrono el general en jefe Oliver Cromwell acaba de hacerme donación de esos prisioneros.
Tales palabras fueron un rayo para D’Artagnan. Agolpóse la sangre a su cabeza, cubriéronse sus ojos con una nube, y comprendiendo la terrible esperanza del joven, llevó instintivamente la mano a la guarnición de la espada.
Porthos miraba al gascón para saber lo que debía hacer y ajustar su conducta a la de su amigo.
Estas miradas asustaron a D’Artagnan en vez de tranquilizarle y empezó a sentir el haber apelado a la fuerza de Porthos, en un asunto que le parecía debía decidirse exclusivamente por la astucia.
—Un acto violento —pensaba— nos perdería a todos; querido D’Artagnan, prueba a esa serpiente que no sólo eres más fuerte que ella, sino también más astuto.
—¡Ah! —dijo haciendo un profundo saludo—. ¿Y por qué no empezasteis diciéndome eso, señor Mordaunt? ¡Cómo! ¿Conque venís en nombre del señor Oliver Cromwell, del capitán más ilustre de los tiempos modernos?
—De él me separo en este momento —contestó Mordaunt apeándose y entregando las riendas de su caballo a un soldado.
—Pues ¿por qué no lo dijisteis antes, querido señor Mordaunt? —continuó D’Artagnan—. Toda la Inglaterra pertenece al señor Cromwell; y sabiendo que me pedís en su nombre los prisioneros, no tengo más que inclinarme y abandonarlos; vuestros son, podéis cogerlos.
Acercóse Mordaunt con ademán radiante; Porthos miraba a D’Artagnan con el más profundo estupor.
Iba a abrir la boca para hablar, cuando el gascón le pisó disimuladamente dándole a entender que todo era un juego.
Mordaunt puso el pie en el primer escalón de la puerta, y se quitó el sombrero para pasar por entre los dos amigos, haciendo ademán a los cuatro soldados de que le siguieran.
—Una palabra —dijo D’Artagnan con la más afable sonrisa y poniendo la mano sobre el hombro del joven—: si el ilustre general Oliver Cromwell ha dispuesto de nuestros prisioneros, indudablemente os habrá entregado por escrito el acta de donación.
Mordaunt quedóse inmóvil.
—Os habrá dado cuatro letras para mí, un pedazo cualquiera de papel, en que certifique que venís en nombre suyo. Hacedme el favor de entregármelo a fin de poder yo justificar con ese pretexto el abandono de mis compatriotas. Si no, ya conocéis que aunque estoy ciertísimo de que el general Cromwell es incapaz de hacerles ningún daño, siempre causaría mal efecto…
Retrocedió Mordaunt algunos pasos y sintiendo el golpe, lanzó una terrible mirada a D’Artagnan, pero éste la sostuvo con la fisonomía más benévola y amistosa que imaginarse puede.
—¿Me hacéis la ofensa de dudar de una cosa que yo digo, caballero? —preguntó Mordaunt.
—Yo —exclamó D’Artagnan—, ¡yo dudar de lo que decís! ¡Líbreme Dios de tal cosa, querido señor Mordaunt! Os tengo por el contrario en el concepto de un caballero en toda la extensión de la palabra; pero, ¿queréis que os hable sin rebozo? —continuó D’Artagnan dando aún más franqueza a la expresión de su semblante.
—Hablad —respondió Mordaunt.
—El señor Du-Vallon es rico, tiene cuarenta mil libras de renta, y por tanto, no es nada apegado al dinero; no hablo, pues, en su nombre sino en el mío.
—Adelante.
—Pues bien, yo no soy rico; lo cual no es ninguna deshonra en Gascuña; allí nadie lo es, y Enrique IV, de gloriosa memoria, rey de las Gascuñas, como Felipe IV lo es de todas las Españas nunca llevaba un cuarto en el bolsillo.
—Terminad —dijo Mordaunt—, ya veo adónde vais a parar, y si es lo que me figuro, se podrá vencer esa dificultad.
—¡Ah! Ya sabía yo que erais joven de talento. Sí, señor, ahí está el quid; ahí es donde me aprieta el zapato, según se dice vulgarmente. Yo no soy más que un soldado de fortuna; no poseo más que lo que produce mi espada, es decir, más golpes que doblones. Por esta razón al coger esta mañana a esos dos franceses, que me parecieron personas de distinción, que son caballeros de la Jarretiera en una palabra, dije para mí: ya he hecho mi suerte. Y digo dos, porque en estas circunstancias siempre me cede el señor Du-Vallon sus prisioneros; como él no lo necesita…
Enteramente engañado Mordaunt por la cándida verbosidad de D’Artagnan, se sonrió como hombre que comprendía perfectamente las razones alegadas, y respondió con más agrado:
—Dentro de pocos segundos tendré la orden firmada y la acompañaré de dos mil doblones, pero entretanto permitid que me lleve a esos hombres.
—No —replicó D’Artagnan—: ¿qué más os da media hora más o menos? Yo soy hombre muy metódico, señor Mordaunt, y me gusta hacer las cosas en regla.
—Sin embargo —repuso Mordaunt—, puedo obligaros a hacerlo; quien manda aquí soy yo.
—¡Válgame Dios! —dijo D’Artagnan sonriéndose agradablemente—. ¡Cómo se echa de ver que aunque el señor Du-Vallon y yo hemos tenido la honra de viajar en vuestra compañía, no nos habéis conocido! Somos caballeros, somos franceses, somos capaces de mataros a vos y a vuestros ocho hombres… ¡Por Dios, señor Mordaunt! No la echéis de obstinado, porque al ver que se obstinan, yo me obstino también y entonces llego a ser terco en demasía; y este caballero —continuó D’Artagnan—, cuando ocurre un caso es aún más terco y más atroz que yo: esto sin contar que somos emisarios del cardenal Mazarino, el cual representa al rey de Francia; de lo que resulta, que en este momento representamos al rey y al cardenal, y en nuestra calidad de emisarios somos inviolables, circunstancia que no dejará de tener presente el señor Oliver Cromwell, que es tan gran político como consumado general. Conque pedidle esa orden; ¿qué os cuesta, señor Mordaunt?
—Esto es, una orden por escrito —dijo Porthos empezando a comprender la intención de D’Artagnan—, no os pedimos más que eso.
Por muchos deseos que tuviera Mordaunt de recurrir a la violencia, era hombre que comprendía muy bien la fuerza de las razones dadas por D’Artagnan. La reputación de éste influía también en su ánimo, y siendo un comprobante de esta reputación lo que le había visto hacer aquella mañana, se detuvo a reflexionar. Como por otra parte ignoraba las relaciones de amistad que existían entre los cuatro franceses, todas sus zozobras habían desaparecido ante el pretexto del rescate, el cual le parecía muy plausible.
Resolvió, por tanto, ir a buscar, no sólo la orden, sino también los dos mil doblones, en cuyo precio había tasado él mismo a los prisioneros. Montó a caballo y encargando mucha vigilancia al sargento volvió grupa y desapareció.
—¡Bien! —exclamó D’Artagnan—. Necesita un cuarto de hora para ir a la tienda del general y otro cuarto de hora para volver; nos sobra tiempo —y volviéndose a Porthos sin alterar en lo más mínimo la expresión de su rostro, a fin de que los ingleses que le rodeaban creyesen que continuaba la misma conversación—: Amigo Porthos —le dijo mirándole cara a cara—, oídme con atención; ante todo os aviso que no digáis una sola palabra a nuestros amigos de lo que aquí ha ocurrido; es inútil que sepan el favor que les hacemos.
—Corriente, os comprendo —contestó Porthos.
—Id a la cuadra, donde estará Mosquetón, ensillad entre los dos los caballos poned las pistolas en los arzones, sacadlos afuera y llevadlos a esa calle de abajo de modo que no falte más que montar en ellos: lo demás me toca a mí.
Porthos no hizo la menor observación y obedeció con la gran confianza que tenía en su amigo.
—Voy allá —dijo—: ¿entro antes en la habitación de los amigos?
—Es en vano.
—Pues hacedme el favor de coger mi bolsillo que he dejado encima de la chimenea.
—Bueno.
Encaminóse Porthos a la caballeriza con su mesurado paso, y atravesando por en medio de los soldados, los cuales, a pesar de su calidad de francés, no pudieron menos de admirar su aventajada estatura y sus vigorosos miembros.
En la esquina de la calle halló a Mosquetón y le mandó que le siguiera.
Entonces entró D’Artagnan en la casa silbando una canción que había empezado al marcharse Porthos.
—Amigo Athos —dijo a su amigo—, he reflexionado sobre lo que me habéis manifestado antes y me he convencido: al fin y al cabo lamento haber tomado cartas en este asunto. Vos lo habéis dicho: Mazarino es un hombre despreciable. Me he resuelto, por lo tanto, a huir con vos; no me presentéis objeciones de ninguna especie, estoy resuelto: vuestras espadas están en aquel rincón, no os olvidéis de ellas; es mueble que puede ser muy útil en las circunstancias en que nos hallamos. Y a propósito, ahora me acuerdo del bolsillo de Porthos. ¡Bien! Aquí está.
D’Artagnan cogió el bolsillo y se lo guardó. Los dos amigos le miraron con estupor.
—¿Os extraña? —preguntó D’Artagnan—. No sé por qué. Antes estaba ciego y ahora me ha abierto Athos los ojos: venid aquí. Obedeciéronle entrambos amigos.
—¿Veis esa calle? —dijo D’Artagnan—. Allí se encontrarán los caballos. Saldréis por la puerta principal, torceréis a la izquierda, montaréis y adelante. No penséis en nada sino en oír bien la seña, que será cuando yo diga: ¡Jesús!
—Mas, ¿nos dais palabra de que vendréis, D’Artagnan? —dijo Athos.
—Lo juro por Dios santo.
—Basta —exclamó Aramis—. Al grito de ¡Jesús! salimos, arrollamos cuanto haya al paso, corremos adonde se hallen los caballos, montamos en ellos y picamos espuelas: ¿no es eso?
—Justamente.
—Ya lo veis, Aramis —dijo Athos—, siempre he afirmado que D’Artagnan era el mejor de todos nosotros.
—Bravo —respondió D’Artagnan—; ¿empezáis a alabarme? Me escapo. Adiós.
—¿Y huiréis con nosotros?
—Ya lo creo. No olvidéis la seña: ¡Jesús!
Y salió del aposento con el mismo paso con que había entrado, volviendo a su canción en el punto en que la interrumpiera.
Los soldados jugaban o dormían, excepto dos que estaban cantando en voz de falsete el salmo: Super flumina Babylonis.
D’Artagnan llamó al sargento y le dijo:
—Querido, el general Cromwell me ha enviado a buscar con el señor Mordaunt, hacedme el favor de vigilar mucho a los prisioneros. El sargento dio a entender por señas que ignoraba el francés. Entonces procuró D’Artagnan hacerle comprender por señas lo que no podía por medio de palabras.
El sargento dijo que estaba bien.
D’Artagnan bajó a la cuadra, donde encontró ensillados los cinco caballos, incluso el suyo.
—Coged cada uno un caballo del diestro —ordenó a Porthos y a Mosquetón—, y torced a la izquierda de modo que puedan veros Athos y Aramis desde la ventana.
—¿Conque van a venir? —preguntó Porthos.
—Dentro de un instante.
—Supongo que habréis tomado mi bolsillo.
—Sí.
—Corriente.
Y Porthos y Mosquetón dirigiéronse con los caballos al sitio designado.
Cuando se vio solo D’Artagnan, echó lumbre, encendió un pedazo de yesca del tamaño de dos lentejas juntas, montó a caballo y fue a colocarse en medio de los soldados frente a la puerta.
En esta posición empezó a acariciar al noble animal y le introdujo disimuladamente la yesca encendida en la oreja.
Era menester ser tan buen jinete como D’Artagnan para arriesgarse a emplear semejante medio, porque apenas sintió el caballo la impresión del fuego, lanzó un rugido de dolor, se encabritó y empezó a dar saltos.
Los soldados huyeron aceleradamente para ponerse fuera de su alcance.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba D’Artagnan—. Deteneos; este caballo está loco.
En efecto; al cabo de un momento se le ensangrentaron los ojos y se cubrió todo de espuma.
—¡Socorro! —seguía gritando D’Artagnan, sin que los soldados se atrevieran a acercarse—. ¡A mí! ¿Dejaréis que me mate? ¡Jesús!
No bien exhaló D’Artagnan este grito, se abrió la puerta y salieron precipitadamente Athos y Aramis espada en mano.
Pero gracias a la estratagema de D’Artagnan el camino estaba libre.
—¡Los prisioneros huyen! ¡Los prisioneros se escapan! —gritó el sargento.
—¡Para! ¡Para! —gritó D’Artagnan soltando la rienda de su furioso caballo, que partió a escape derribando a dos o tres hombres.
—¡Stop! ¡Stop! —gritaron los soldados corriendo a las armas.
Pero ya estaban a caballo los prisioneros, y sin perder un momento se dirigieron a rienda suelta hacia la puerta más próxima.
En medio de la calle encontraron a Grimaud y Blasois, que iban en busca de sus amos.
Una seña de Athos hizo comprender cuanto ocurría a Grimaud, quien echó detrás del grupo con la rapidez del torbellino, como empujado por D’Artagnan que cerraba la marcha.
Atravesaron las puertas como sombras fugitivas, sin que los guardias tuvieran tiempo de pensar siquiera en detenerlos, y salieron a campo raso.
Entretanto los soldados seguían gritando: ¡Stop! ¡Stop! y el sargento, que comenzaba a comprender la estratagema, se arrancaba los cabellos de ira.
En esto viose llegar a un hombre a galope con un papel en la mano.
Era Mordaunt que volvía con la orden.
—¡Vengan los prisioneros! —gritó echando pie a tierra.
El sargento no tuvo ánimo para contestar y le señaló la puerta abierta y el aposento vacío.
En dos saltos subió Mordaunt los escalones y al instante lo comprendió todo. Dio un grito como si le desgarraran las entrañas y cayó desmayado.