Capítulo LEl motín

Serían las once de la noche. Antes de dar Gondi cien pasos por las calle de París advirtió el raro cambio que en ellas se estaba verificando.

Parecía que toda la ciudad hallábase poblada de seres fantásticos; veíanse sombras silenciosas que desempedraban las calles, que arrastraban y volcaban carretas, y que abrían fosos capaces de tragarse escuadrones enteros de caballería. Todos aquellos activos personajes que iban, venían y corrían como demonios, consumando alguna misteriosa obra, eran los pobres de la Corte de los milagros, agentes del repartidor de agua bendita del atrio de San Eustaquio, que estaban preparando las barricadas para el siguiente día.

Miraba Gondi a aquellos hombres de la oscuridad, a aquellos nocturnos trabajadores con cierto temor, y se preguntaba a sí mismo si después de haber sacado de sus cavernas a tan sucias criaturas, podría volverlas a ellas. Siempre que se le acercaba alguno de aquellos seres le daban tentaciones de hacer la señal de la cruz.

Tomó la calle de San Honorato y siguió por ella hacia la de la Ferronerie. Allí cambió el aspecto de las cosas: los mercaderes corrían de tienda en tienda; las puertas parecían estar cerradas, lo mismo que las maderas de las ventanas; pero sólo estaban entornadas y de vez en cuando entreabríanse para dar paso a hombres que ocultaban con cuidado algunos objetos; aquellos hombres eran tenderos de la calle, que llevaban armas a los que no las tenían.

Un quidam iba de puerta en puerta cargado de espadas, arcabuces, mosquetes y armas de toda especie, que iba dejando en las diferentes casas. A la luz de una linterna el coadjutor reconoció a Planchet.

Gondi dirigióse al muelle por la calle de la Monnaie, y en él encontró parados diversos grupos de vecinos con capas negras o pardas, según su clase; de unos grupos a otros se veían pasar algunas personas. Todas las capas, dejaban asomar por detrás la punta de una espada y por delante el cañón de un arcabuz o de un mosquete.

Al llegar al Puente Nuevo, el coadjutor encontró custodiado el puesto. Acercóse un hombre y le dijo:

—¿Quién sois? No os conozco como de los nuestros.

—Es porque ya no conocéis a vuestros amigos, amigo señor Louvieres —dijo el coadjutor alzando algo su sombrero.

Reconocióle Louvieres, e hizo un saludo.

Gondi siguió la ronda y bajó hasta la torre de Nesle. Allí vio una larga fila de personas que se deslizaban silenciosamente arrimadas a la muralla. Iban todos embozados en capas blancas asemejándose a una procesión de fantasmas. Al llegar a cierto sitio iban desapareciendo sucesivamente como si les faltase tierra para pisar. Recostóse Gondi en una esquina y les vio ocultarse desde el primero hasta el penúltimo. El último abrió los ojos indudablemente para cerciorarse de que no eran espiados él ni sus compañeros; y a pesar de la oscuridad divisó a Gondi. Marchó rectamente a él y púsole una pistola en la garganta.

—Alto ahí, señor de Rochefort —dijo Gondi riéndose—, pocas chanzas con armas de fuego.

Rochefort reconoció la voz y dijo:

—¡Ah! ¿Sois vos, monseñor?

—El mismo. ¿Qué gente es ésta que vais metiendo en las entrañas de la tierra?

—Mis cincuenta reclutas del caballero de Humieres. Están destinados a la caballería ligera y hasta ahora no han recibido otra prenda de equipo que las capas blancas.

—¿Y adónde van?

—A casa de un escultor, amigo mío, sólo que bajamos a la cueva en que tiene el depósito de mármol.

—Muy bien —dijo Gondi.

Y apretó la mano de Rochefort, que desapareció por detrás de sus soldados y cerró la trampa por dentro.

El coadjutor volvió a su casa. Era la una de la mañana. Abrió el balcón y asomóse para observar.

Oíase en toda la ciudad un rumor extraño, singular, conocíase que en todas aquellas calles oscuras como abismos pasaba alguna cosa desusada y horrible. De vez en cuando resonaba un ruido semejante al de una tempestad naciente, o al de una oleada al hincharse; pero nada claro, distinto ni explicable se presentaba el espíritu; parecía el rumor subterráneo que precede a los temblores de tierra.

Toda la noche duraron los trabajos del motín. Al despertar París al siguiente día estremecióse a su propio aspecto.

Cualquiera hubiera creído hallarse en una ciudad sitiada. Sobre las barricadas estaban de pie hombres de amenazador aspecto, con el mosquete al hombro, el transeúnte tropezaba a cada paso con consignas, patrullas, arrestos, y hasta ejecuciones. Los que llevaban sombreros de plumas y espadas doradas eran detenidos para hacerles gritar ¡Viva Broussel! ¡Muera Mazarino! y el que se negaba a esta invitación era perseguido por los aullidos del pueblo y golpeado. Aún no se mataba, pero se veía que no era por falta de voluntad.

Hasta cerca del Palacio Real llegaban las barricadas. Desde la casa de Bons Enfants hasta la de la Ferronerie, desde la de Santo Tomás de Louvre hasta el Puente Nuevo, y desde la calle de Richelieu hasta la puerta de San Honorato, había más de diez mil hombres armados. Los más avanzados desafiaban a gritos a los inmóviles centinelas del regimiento de guardias colocados alrededor del Palacio Real, cuyas verjas estaban cerradas, precaución que hacía muy precaria su situación.

En medio de aquel motín circulaban bandadas de ciento, ciento cincuenta y doscientos hombres macilentos, lívidos, andrajosos, con una especie de estandartes, en que se leían estas palabras. ¡Ved la mi seria del pueblo! Por do quiera que pasaban se oían gritos terribles, y como había muchos grupos, el estruendo era general.

Grande fue el asombro de Ana de Austria y Mazarino al saber por la mañana que la ciudad que la noche anterior había quedado tranquila, despertaba frenética y alborotada; ni una ni otro querían creer la noticia, diciendo que sólo darían asenso a sus ojos y sus oídos; pero abrieron un balcón, observaron, oyeron y quedaron convencidos.

Encogióse Mazarino de hombros y aparentó despreciar altamente a aquel populacho; tornóse empero muy pálido y corrió temblando a su gabinete, donde guardó su oro y sus alhajas, y púsose sus más ricas sortijas. La reina, enfurecida y abandonada a su sola voluntad, mandó llamar al mariscal de la Meilleraie, y le dijo que con toda la gente que quisiera fuera a ver qué significaba aquella broma.

Era el mariscal presuntuoso por naturaleza, y de nada dudaba animado de soberano desprecio al populacho que entonces le tenían los militares. Cogió, pues, ciento cincuenta hombres y fue a salir por el puente del Louvre, pero encontró allí a Rochefort con sus cincuenta ligeros, acompañados de más de mil quinientas personas. Era imposible forzar esta barrera. El mariscal no lo intentó siquiera, y siguió su camino por el muelle.

Pero en el Puente Nuevo halló a Louvieres con toda su gente. Aquella vez trató el mariscal de cargar, mas fue recibido a mosquetazos y acribillado a pedradas desde los balcones. Perdió en tal encuentro a tres hombres.

Tocando retirada hacia los mercados, topó en el camino con Planchet y sus alabarderos, quienes le presentaron sus armas con ademán amenazador. El mariscal quiso atropellar a todos aquellos capas-pardas; pero las capas-pardas se mantuvieron firmes y Meilleraie retrocedió hacia la calle de San Honorato, dejando en el campo otros cuatro guardias, muertos muy sencillamente al arma blanca.

Entró entonces en la calle de San Honorato en la cual halló las barricadas del mendigo de San Eustaquio, custodiadas no sólo por hombres armados, sino también por mujeres y niños; maese Friquet, dueño de una pistola y una espada que le diera Louvieres, había organizado una partida de pilluelos y armaba un terrible estrépito.

No dudando el mariscal que aquel era el punto peor guardado, trató de forzarlo y mandó a veinte hombres que se apeasen para abrir la barricada, protegiendo él la operación con el resto de la fuerza. Partieron los soldados en dirección al obstáculo; pero de repente resonó una terrible descarga de fusilería por entre las vigas, las ruedas de los carros y las piedras, a cuyo estrépito asomaron los alabarderos de Planchet por la esquina del cementerio de los Inocentes, y la gente de Louvieres por la calle de la Monnaie.

El mariscal de Meilleraie estaba entre dos fuegos.

El mariscal era valiente y resolvió morir sin retroceder un paso. Comenzó a contestar al fuego y se oyeron en la turba algunos gemidos. Los guardias como más aguerridos tenían mejor puntería; pero el pueblo, como más numeroso, los acribillaba con un diluvio de balas. Caían los soldados en derredor de su jefe, como hubiesen podido caer en Rocroy o en Lérida. El edecán Frontailles tenía roto un brazo y hacía inauditos esfuerzos para contener su caballo, irritado por el dolor de un balazo que había recibido en el pescuezo. En fin, había llegado aquel momento supremo en que el más valiente siente correr por sus venas un escalofrío y por su frente un sudor helado, cuando la turba abrióse por la parte de la calle del Árbol Seco, gritando: ¡viva el coadjutor! y apareció Gondi con su roquete y su muceta, pasando tranquilamente por entre la fusilería y dando bendiciones a derecha e izquierda con la misma calma que si hubiera ido presidiendo la procesión del Corpus.

Todos se arrodillaron.

Reconocióle el mariscal y corrió hacia él.

—Sacadme de este apuro, en nombre del Cielo —le dijo—; o dejo aquí la piel con todos los míos.

En medio del tumulto que reinaba no se hubiese podido oír el ruido de un trueno. Gondi alzó la mano y reclamó el silencio.

Todos callaron.

—Hijos —gritó el coadjutor—, os habéis equivocado respecto a las intenciones del señor mariscal de la Meilleraie aquí presente, el cual se compromete a volver al Louvre y a pedir en vuestro nombre a la reina la libertad de Broussel. ¿Lo prometéis así, mariscal? —preguntó dirigiéndose a la Meilleraie.

—¡Cómo! —exclamó este—. ¡No hay duda que lo prometo! No esperaba salir libre a tan poca costa.

—Os da su palabra de honor —dijo Gondi.

El mariscal levantó la mano en señal de asentimiento.

—¡Viva el coadjutor! —gritó la multitud. Algunas voces añadieron—: ¡Viva el mariscal! —Y todos repitieron a coro—: ¡Muera Mazarino! ¡Abajo Mazarino!

La multitud abrió paso por la calle de San Honorato, que era el camino más corto. Franqueáronse las barricadas, y el mariscal retiróse con los restos de su gente, precedido por Friquet y la suya, dividida en dos secciones: la una hacía que tocaba el tambor, y la otra imitaba los sonidos de la trompeta.

Aquello fue casi una marcha de triunfo; pero detrás de los guardias se volvían a cerrar las barricadas; el mariscal no veía de cólera. Ya hemos dicho que entretanto estaba Mazarino en su aposento arreglando sus asuntos particulares. Había mandado llamar a D’Artagnan, pero no esperaba verle a causa de aquel tumulto, porque no estaba de servicio. Sin embargo, a los diez minutos se presentó en el umbral de la puerta el teniente de mosqueteros, acompañado de su amigo Porthos.

—¡Ah! Venid, venid, M. D’Artagnan —exclamó el cardenal—, y sed bien llegado, lo mismo que vuestro amigo. ¿Qué es lo que sucede en este maldito París?

—¿Qué pasa, monseñor? Nada bueno —contestó D’Artagnan moviendo la cabeza—: la ciudad se encuentra enteramente sublevada, y ahora mismo al atravesar la calle de Mortongueil con el señor Du-Vallon, que me acompaña y desea serviros, a pesar de mi uniforme, o tal vez a causa de él, me han querido hacer gritar viva Broussel y otra cosa que no sé si queréis que la diga.

—Decidla.

—Y ¡abajo Mazarino! Está dicha.

Sonrióse Mazarino, pero se puso pálido.

—¿Y gritasteis?

—No tal —contestó D’Artagnan—, no estaba en voz, y como el señor Du-Vallon está constipado, tampoco gritó. Entonces, monseñor…

—¿Qué? —dijo Mazarino.

—Mirad mi capa y mi sombrero.

Y D’Artagnan enseñó su capa agujereada por cuatro balazos, y el sombrero por dos; Porthos llevaba el traje destrozado por el costado de un golpe de alabarda y la pluma del sombrero partida de un pistoletazo.

—¡Diantre! —murmuró el cardenal pensativo y contemplando a los dos amigos con cándida admiración—. Yo hubiera gritado.

En aquel momento sonaron más cerca las voces. Mazarino enjugóse la frente y miró a su alrededor. No osando asomarse, a pesar de su curiosidad, dijo al mosquetero:

—Mirad qué es eso, señor D’Artagnan.

D’Artagnan se aproximó al balcón con su habitual indiferencia.

—¡Hola! ¡Hola! El mariscal de la Meilleraie sin sombrero, Fontrailles con un brazo vendado, guardias heridos, caballos llenos de sangre… Mas ¿qué hacen los centinelas? Están apuntando… van a tirar…

—Tienen orden de hacerlo —dijo Mazarino— si el pueblo se acerca al Palacio Real.

—Si hacen fuego todo se pierde —dijo D’Artagnan.

—Las verjas nos defienden.

—Las verjas durarán cinco minutos; las verjas serán hechas pedazos o arrancadas de cuajo.

Y abriendo el balcón gritó:

—No tiréis, ¡voto a bríos!

No obstante esta orden, ;que no pudo ser oída a causa del tumulto, sonaron tres o cuatro tiros a que contestó una terrible descarga: las balas se estrellaron contra la fachada del Palacio Real, una de ellas pasó por debajo del brazo de D’Artagnan y dio en un espejo en que Porthos estábase contemplando con delicia.

—¡Ohimé! —exclamó el cardenal—. ¡Una luna de Venecia!

—Eso no es nada, monseñor —dijo D’Artagnan cerrando tranquilamente el balcón—; dentro de una hora no quedará en todo el Palacio Real ni un solo espejo, ni de Venecia ni de París.

—¿Y cuál es vuestro parecer? —preguntó el cardenal temblando.

—Volverles a Broussel, ya que con tanto empeño lo piden. ¿Qué diantres queréis hacer de un consejero del Parlamento?

—¿Y vos qué opináis, señor Du-Vallon? ¿Qué haríais en mi caso?

—Volverles a Broussel —dijo Porthos.

—¡Venid, caballero, venid! —exclamó Mazarino—. Voy a hablar de esto a la reina.

Al llegar al corredor se detuvo y dijo:

—¿Puedo contar con vosotros?

—No somos de los que tienen dos palabras —dijo D’Artagnan—; os hemos dado una; mandad y obedeceremos.

—Bien —contestó Mazarino—. Entrad en ese gabinete y esperadme.

Y dando un rodeo entró en el salón por otra puerta.