Capítulo XLVIIIEl pobre de San Eustaquio

Con intención había retrasado D’Artagnan su ida al Palacio Real; en aquel intermedio había tenido tiempo Comminges para anticiparse y contar al cardenal los eminentes servicios que él y su amigo habían prestado aquella mañana al partido de la reina.

Ambos fueron admirablemente recibidos por Mazarino, que los colmó de elogios y les participó que se hallaban a más de la mitad del camino para alcanzar cada cual lo que deseaba, D’Artagnan su empleo de capitán y Porthos su baronía.

Más hubiera querido el gascón algún dinero que aquellas palabras; porque no ignoraba cuán fácilmente prometía Mazarino y con cuánta dificultad cumplía; pero no manifestó su descontento a Porthos por no desanimarle.

Estando los dos amigos en el cuarto del cardenal, envió la reina a llamar a éste. Creyó Mazarino que el celo de sus defensores se aumentaría el doble si S. M. les daba las gracias en persona: les hizo, pues, una seña de que le siguiesen y al mostrarle D’Artagnan y Porthos sus vestidos llenos de polvo y girones, movió la cabeza y dijo:

—Este traje vale más que el de la mayor parte de los cortesanos que encontréis en el cuarto de S. M., porque es de campaña. D’Artagnan y Porthos obedecieron sin replicar.

La corte de Ana de Austria era numerosa y reinaba en ella una estrepitosa alegría, porque, al fin, después de haber vencido a los españoles se acababa de vencer al pueblo. Conducido Broussel fuera de París sin resistencia, debía hallarse a aquellas fechas en los calabozos de San Germán, en tanto que Blancmesnil, cuya prisión había tenido lugar al mismo tiempo, aunque sin ruido ni dificultades, estaba ya en el castillo de Vincennes.

Permanecía Comminges junto a la reina, la cual le interrogaba acerca de su expedición, y los demás cortesanos escuchaban su relato, cuando el narrador avistó en la puerta a D’Artagnan y a Porthos detrás del cardenal.

—Cabalmente, señora —dijo corriendo hacia D’Artagnan—, tiene aquí V. M. a una persona que podrá referirlo todo mejor que yo, porque es quien me ha salvado. Sin su ayuda probablemente estaría a estas horas preso en las redes de Saint-Cloude, pues se trataba nada menos que de tirarme al Sena. Hablad, D’Artagnan, hablad.

Desde que era teniente de mosqueteros tal vez había estado cien veces D’Artagnan en la misma habitación que la reina; pero nunca le había hablado ésta.

—Después de haberme prestado semejante servicio, ¿permaneceréis callado, caballero? —Ana de Austria preguntó.

—Señora —respondió D’Artagnan—, nada tengo que decir sino que mi vida está a disposición de V. M., y que seré feliz el día que la pierda por serviros.

—Ya lo sé, caballero —dijo la reina—, y hace mucho tiempo. Celebro, por tanto, poder daros esta pública muestra de estimación y agradecimiento.

—Permitidme, señora —repuso D’Artagnan—, que pase parte de ella a mi amigo, ex mosquetero de la compañía de Tréville, como yo —y recalcó sobre estas palabras—, el cual se ha portado hoy admirablemente.

—¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la reina.

—En la compañía se llamaba Porthos —la reina estremecióse—, pero su verdadero nombre es Vallon.

—De Bracieux de Pierrefonds —dijo Porthos.

—Muy numerosos son esos apellidos para recordarlos todos, y prefiero atenerme al primero —repuso con agrado la reina.

Porthos hizo un saludo.

D’Artagnan dio dos pasos hacia atrás.

En aquel momento anunciaron al coadjutor.

La asamblea soltó una exclamación de sorpresa. Aunque el coadjutor había predicado aquella misma mañana, no se ignoraba que era partidario de la Fronda, y cuando Mazarino solicitó del arzobispo de París que ocupase su sobrino el púlpito, fue evidentemente con intención de dar al señor de Retz una de esas estocadas a la italiana de que tan amigo era.

Efectivamente, al salir de Nuestra Señora supo el coadjutor lo que ocurrió. Aunque debía considerarse comprometido con los principales frondistas, no lo estaba tanto que no pudiese retirarse si le presentaba la corte la ventajas que ambicionaba, no siendo la coadjutoría más que un medio de conseguirlas. El señor de Retz quería ser arzobispo en sustitución de su tío, y cardenal como Mazarino. Difícilmente podía concederle el partido popular estos favores enteramente regios. Pasaba, pues, a palacio para cumplimentar a la reina por la victoria de Lens, resuelto de antemano a obrar en pro o en contra de la corte, según fuese recibida su felicitación.

Anunciado el coadjutor, entró en la real cámara, y al verle creció la curiosidad de aquella corte triunfante.

El coadjutor tenía él solo tanto talento como todos los que allí se hallaban reunidos para burlarse de él. De modo que desplegó tanta habilidad en su discurso, que por muchos deseos que tuviesen los circunstantes de reírse, no hallaron en qué hincar el diente. Concluyó diciendo que ponía su corta influencia a disposición de S. M.

La reina aparentó escuchar con el mayor gusto la arenga de Gondi ínterin duró, pero al oír la última frase, la sola que daba ocasión a las burlas, Ana de Austria volvió la cabeza y con una ojeada dio a entender a sus favoritos que les abandonaba su presa. Los graciosos de la corte empezaron su tarea. Nogen-Beautin, bufón de la casa, dijo que era una fortuna para la reina al encontrar los auxilios de la religión en semejantes momentos.

Todos riéronse.

El duque de Villeroy dijo que no sabía cómo se había podido tener miedo, estando allí para defender a la corte contra el Parlamento y la villa de París el coadjutor, que con una seña podía poner en pie un ejército de curas, porteros y bedeles.

El mariscal de la Meilleraie añadió que en caso de que llegara a las manos y entrase en acción el señor coadjutor, era sensible que no se le pudiera reconocer en la pelea por un sombrero encarnado, como lo había sido Enrique IV por su pluma blanca en la acción de Ivry.

Gondi sufrió con calma y severo aspecto aquella tormenta, que podía ser mortal para sus autores. Entonces le preguntó la reina si tenía que añadir algo al elocuente discurso que acababa de pronunciar.

—Sí, señora —dijo el coadjutor—; tengo que rogaros que reflexionéis con mucha detención antes de encender una guerra civil en el reino.

Volvióle la reina la espalda y resonaron nuevas risas.

El coadjutor hizo un saludo y salió del palacio dirigiendo al cardenal, que lo contemplaba, una de esas miradas comprensibles sólo entre enemigos mortales. Tan acre fue, que llegó hasta lo más hondo del corazón de Mazarino, el cual, viendo que era una declaración de guerra, asió el brazo de M. D’Artagnan y le dijo en voz muy baja:

—¿Si fuera necesario podríais reconocer a ese hombre que acaba de salir?

—Sí, señor —contestó el gascón.

Y volviéndose a Porthos, añadió:

—¡Diantre! Esto se va echando a perder: no me gustan disputa con gente de iglesia.

Gondi retiróse repartiendo bendiciones a su paso, y dándose la maligna satisfacción de hacer que se le pusieran de rodillas hasta los criados de sus enemigos.

—¡Hola! —murmuraba al atravesar el umbral—. ¡Corte ingrata, corte miserable, corte cobarde! Mañana te enseñaré a reír; pero por otro estilo.

Mas en tanto que en el Palacio Real procuraban todos a fuerza de rarezas ponerse al nivel de la jovialidad de la reina, Mazarino, que era hombre sensato y que además tenía toda la previsión del miedo, no perdía el tiempo en peligrosas chanzonetas, sino que saliendo detrás del coadjutor, arreglaba sus cuentas, guardaba su oro y disponía que algunos operarios leales practicasen escondites en las paredes.

Vuelto a su casa, supo el coadjutor que durante su ausencia había ido a verle un joven y que le estaba esperando: preguntó su nombre y dio un salto de regocijo al saber que era Louvieres.

Dirigióse al momento a su gabinete y encontró, efectivamente, al hijo de Broussel enfurecido y manchado de sangre aún, de resultas de su lucha con los partidarios del rey.

La única precaución que tomó para ir al arzobispado, era la de dejar el arcabuz en casa de un amigo.

Marchó hacia él el coadjutor y le alargó la mano. El joven miróle como si tratase de escudriñar su corazón.

—Creed, querido Louvieres —dijo Gondi—, que me ha afectado en extremo vuestra desgracia.

—¿Es cierto? ¿Habláis seriamente? —preguntó Louvieres.

—De todo corazón.

—En ese caso, señor, ya ha pasado el tiempo de las palabras, y es llegada la hora de entrar en acción: si queréis, mi padre puede estar libre dentro de tres días, y vos ser cardenal de aquí a seis meses.

El coadjutor se estremeció.

—¡Oh! Procedamos francamente —dijo Louvieres—, y a cara descubierta. No se gastan en limosnas por pura caridad treinta mil escudos en medio año como vos lo habéis hecho; sois ambicioso, es muy natural, sois hombre de genio y conocéis vuestro valor. Yo odio a la corte y sólo tengo en este momento un deseo, la venganza. Dadnos el clero y el pueblo, de los cuales disponéis; yo os daré la clase media y el Parlamento; disponiendo de estos cuatro elementos, París es nuestro dentro de ocho días, y creedme, señor coadjutor, la corte dará por miedo lo que no por buena voluntad.

El coadjutor lanzó a Louvieres una penetrante mirada.

—Pero, señor de Louvieres, ¿sabéis que lo que me proponéis es la guerra civil?

—Mucho tiempo hace que la estáis preparando, señor, para que no la tengáis por bien venida.

—No importa —repuso Gondi—, ya conocéis que esas cosas necesitan reflexión.

—¿Y cuántas horas deseáis para reflexionar?

—Doce. No me parece que es mucho.

—Son las doce del día. A medianoche estaré aquí.

—Si no he vuelto, aguardadme.

—Muy bien. Hasta la noche, monseñor.

—Hasta la noche, querido señor de Louvieres.

Luego que se quedó solo, envió Gondi a llamar a todos los sacerdotes con quienes tenía relaciones. Dos horas después se hallaron reunidos en su casa treinta párrocos de los barrios más populosos, y por consiguiente, más bulliciosos de París.

Refirióles Gondi el agravio que acababan de hacerle en el Palacio Real, y repitió los dichos de Beautin, del duque de Villeroy y del mariscal de Meilleraie. Los curas le preguntaron qué debían hacer.

—Es muy sencillo —respondió el coadjutor—; puesto que dirigís las conciencias, destruid esa miserable preocupación del temor y el respeto a los reyes, decid a vuestros feligreses que la reina nos tiraniza, y repetid a todos que las desdichas de Francia provienen de Mazarino, su amante y corruptor. Empezad la obra hoy, ahora mismo, y dentro de tres días volved a darme cuenta del resultado. Si hay quien tenga algún buen consejo que darme, quédese y le escucharé con gusto.

Quedáronse tres curas: el de San Mery, el de San Sulpicio y el de San Eustaquio. Los demás retiráronse.

—¿Creéis poder ayudarme más eficazmente aún que vuestros compañeros? —preguntó Gondi.

—Así lo esperamos —dijeron los sacerdotes.

—Vamos a ver; empezad, señor párroco de San Mery.

—Monseñor, en mi barrio hay un hombre que pudiera seros muy útil.

—¿Quién es?

—Cierto tendero de la calle de Lombardos que tiene la mayor influencia sobre los demás mercaderes del distrito.

—¿Cómo se llama?

—Planchet; hará seis semanas que promovió él solo un motín; pero a consecuencia de él tuvo que huir para no ser ahorcado.

—¿Podréis hallarle?

—Me parece que sí; creo que no le han preso, y como soy confesor de su mujer sabré dónde está si ella lo sabe.

—Muy bien, señor cura, buscad a ese hombre, y si lo encontráis, conducídmelo.

—¿A qué hora, monseñor?

—A las seis, si os acomoda.

—A las seis estaremos aquí, monseñor.

—Id con Dios y Él os ayude en vuestros intentos.

El cura se marchó.

—¿Y vos? —dijo Gondi volviéndose al de San Sulpicio.

—Yo, señor —contestó éste—, conozco a un hombre que ha prestado grandes servicios a un príncipe popular, que sería un excelente jefe de asonadas, y que puedo poner a vuestras órdenes.

—¿Quién es ese hombre?

—El conde de Rochefort.

—Yo también le conozco; desgraciadamente no vive en París.

—Está en la calle Casette.

—¿Desde cuándo?

—Hace tres días.

—¿Y por qué no ha venido a visitarme?

—Porque le han dicho… señor, perdonará o…

—Adelante.

—Que monseñor estaba en vísperas de capitular con la corte. Gondi mordióse los labios y dijo:

—Se han engañado; traédmele a las ocho, señor cura, y Dios os dé su bendición como yo la mía.

El segundo sacerdote hizo una reverencia y se marchó.

—A vos os toca —dijo el coadjutor volviéndose al que quedaba—. ¿Tenéis que proponerme algo que iguale a lo que habéis oído?

—Y que lo supere, señor.

—¡Diantre! ¿Sabéis que os comprometéis a mucho? El uno me ofrece un mercader, el otro un conde; ¿vais a ofrecerme algún príncipe?

—Un pobre.

—Bien —dijo Gondi reflexionando—; tenéis razón, señor cura; un hombre que ponga en movimiento toda esa legión de pobres que llenan las calles de París, y que sepa hacerles gritar de suerte que toda Francia les oiga que Mazarino es quien les ha reducido a pedir limosna.

—Tengo lo que necesitáis.

—¡Muy bien! ¿Y quién es?

—Un mendigo, como ya os he dicho, monseñor, que reparte agua bendita en las gradas de la iglesia de San Eustaquio de unos seis años a esta parte.

—¿Afirmáis que tiene influencia sobre los demás compañeros?

—Ya sabrá, monseñor, que la mendicidad es un cuerpo organizado de los que no tienen contra los que tienen, asociación en que cada uno deposita su cuota y que depende de un jefe.

—Sí, lo he oído todo —dijo el coadjutor.

—Pues bien, el hombre de que os hablo es el síndico general.

—¿Y qué noticias tenéis de él?

—Ninguna; pero creo que debe ser víctima de algunos remordimientos —dijo el cura.

—¿Por qué?

—El día 28 de cada mes se manda celebrar una misa por el alma de una persona que murió de muerte violenta; ayer, sin ir más lejos, la dije.

—¿Y su nombre?

—Maillard; pero no creo que sea su verdadero nombre.

—¿Estará ahora en el atrio?

—Sí, señor.

—Pues vamos a verle, padre cura, y si es tal como lo pintáis, bien podéis decir que habéis encontrado un verdadero tesoro.

Vistióse Gondi de caballero: se puso un gran sombrero con plumas encarnadas, ciñóse una larga espada, calzó botas con espuelas, se envolvió en su ancha capa, y siguió al sacerdote.

Atravesaron el coadjutor y su compañero las calles que separan el arzobispado de la iglesia de San Eustaquio, observando con atención el estado de los ánimos. Estaba el pueblo agitado; pero semejante a un enjambre de abejas asustadas, parecía no saber en qué fijarse, y era indudable que si no encontraba quién le dirigiese, la cosa no pasaría adelante.

Al llegar a la calle de Prouvaires, señaló el cura al atrio de la iglesia y dijo:

—Allí le tenéis, siempre en su puesto.

Gondi miró hacia el lugar indicado por el cura y vio a un pobre sentado en una silla y recostado en una de las esculturas de la iglesia: tenía en la mano un hisopo y al lado un cubo pequeño.

—¿Tiene algún privilegio para ponerse ahí? —preguntó Gondi.

—No, señor —contestó el cura—; ha tomado a su predecesor la plaza de repartidor de agua bendita.

—¿Cómo tomado?

—Sí, estas plazas se compran; creo que a éste le ha costado la suya cien doblones.

—¿Conque es rico?

—Algunos de ellos mueren legando veinte, veinticinco o treinta mil libras de herencia.

—¡Hola! —dijo Gondi riéndose—. No sabía yo que colocaba tan bien mis limosnas.

Llegaron al atrio, y al pisar el cura y el coadjutor la primera grada de la iglesia, el mendigo levantóse y presentó su hisopo.

Era el tal personaje de sesenta y seis a sesenta y ocho años, bajo, bastante grueso, de cabellos canos y de mirar semisalvaje. Advertíase en su semblante la lucha de dos principios opuestos; una naturaleza de malas inclinaciones vencida por la voluntad, o tal vez por el arrepentimiento.

Al ver al caballero que acompañaba al cura, inmutóse ligeramente y le miró con asombro.

El cura y el coadjutor tocaron el hisopo con la punta de los dedos, haciendo la señal de la cruz, y el segundo echó una moneda de plata en el sombrero que se hallaba en el suelo.

—Maillard —dijo el cura—, el señor y yo venimos a hablar con vos un instante.

—¡Conmigo! —exclamó el pobre—. Mucha honra es esa para un repartidor de agua bendita.

No pudo dominar enteramente Maillard, al decir esto, cierto tono de ironía que sorprendió al coadjutor.

—Sí —continuó el cura, el cual parecía estar acostumbrado a aquel acento—; sí, hemos deseado saber lo que pensáis de los acontecimientos actuales, y lo que habéis oído decir a las personas que entran y salen por esta puerta.

El pobre movió la cabeza.

—Muy tristes son los acontecimientos, señor cura, y van, como siempre, a estrellarse en el pobre pueblo. Todo el mundo está descontento, todo el mundo se queja; mas quien dice todo el mundo, dice nadie.

—Explicaos, amigo —dijo el coadjutor.

—Quiero dar a entender que todos esos gritos y maldiciones no producirán más que una tempestad con relámpagos, pero sin rayos mientras no haya un jefe.

—Hábil parecéis, amigo —dijo Gondi; ¿y estaríais dispuesto a tomar parte en una pequeña guerra civil, caso de que ocurriera y a poner a disposición de ese jefe, si le hubiera, vuestro poder personal y la influencia que sobre vuestros compañeros tenéis?

—Sí, señor, con tal de que esa guerra fuese aprobada por la Iglesia, y pudiese, por consiguiente, conducirme al fin que deseo, que es la remisión de mis pecados.

—La Iglesia no sólo la vería con gusto, sino que dirigiría esa guerra.

—Ved, Maillard —dijo el cura—, que yo os he recomendado a este caballero, que es un señor poderoso, y que en cierto modo he respondido de vos.

—Ya sé, señor sacerdote —contestó el mendigo—, que siempre habéis sido muy bueno para mí, y estoy dispuesto a serviros.

—Y el poder que sobre vuestros compañeros ejercéis, ¿es tan grande como me decía hace poco el señor cura?

—Creo que me profesan cierta estimación —respondió el pobre con orgullo—, y que no sólo harán cuanto les mande, sino que me seguirán adonde quiera que vaya.

—¿Y podéis responderme de quinientos hombres resueltos que sean capaces de echar abajo los muros del Palacio Real gritando ¡muera Mazarino! como murieron antiguamente los de Joicó?

—Creo —dijo el mendigo—, que puedo encargarme de cosas más arduas e importantes que esa.

—¿Sí? —dijo Gondi—. ¿Os encargaríais de construir una docena de barricadas en una noche?

—Me encargaría de armar cincuenta y defenderlas al otro día.

—¡Cáscaras! —exclamó Gondi—. Habláis con una seguridad que me agrada, y ya que el señor cura me responde de vos…

—Respondo de él —dijo el sacerdote.

—Aquí hay un saco con quinientos cincuenta doblones en oro; disponedlo todo y decidme dónde podré veros esta noche.

—Desearía fuera en un sitio elevado, para que cualquier seña que en él se hiciese pudiera divisarse desde todos los barrios de París.

—¿Deseáis que os dé una esquelita para el vicario de Saint-Jacques-la-Boucherie? Él os introducirá en uno de los aposentos de la torre —dijo el cura.

—Está bien —contestó el mendigo.

—Pues entonces —añadió el coadjutor—, esta noche a las diez estará a vuestra disposición, si quedo contento de vos, otro saco con quinientos doblones.

Los ojos del mendigo resplandecieron con una expresión de avaricia que reprimió al instante.

—Hasta esta noche —respondió—, y para entonces todo lo tendré dispuesto.

Dicho esto llevó la silla a la iglesia, puso junto a ella el cubo y él hisopo, fue a tomar agua bendita a la pila, como si no tuviera confianza en la suya, y salió de la iglesia.