Capítulo XXVID’Artagnan llega a tiempo

D’Artagnan cobró en Blois la cantidad que había enviado Mazarino a cuenta de sus servicios futuros, deseando verle en París lo antes posible.

Desde Blois a París hay cuatro jornadas regulares. D’Artagnan llegó a la barrera de San Dionisio a las cuatro de la tarde del tercer día. En otro tiempo no hubiese empleado más que dos. Ya hemos visto que Athos salió tres horas más tarde que él y llegó un día antes.

Planchet había perdido la costumbre de aquellas marchas forzadas, y D’Artagnan le acusaba de flojedad, a lo que él contestaba:

—Vamos, señor, que cuarenta leguas en tres días son una cosa más que regular para un vendedor de almendras garrapiñadas.

—Pero, ¿seriamente te has hecho confitero, Planchet, y piensas seguir vegetando en tu tienda después de haberte reunido conmigo?

—¡Ya lo creo! —respondió Planchet—. No todos podemos hacer como vos esa vida activa. Ahí está el señor Athos; ¿quién diría que es el arrojado aventurero a quien conocimos en otro tiempo? Está hecho un verdadero labrador, y hace bien, pues tengo para mí que nada es tan envidiable como una existencia tranquila.

—¡Hipócrita! —dijo D’Artagnan—. Bien se conoce que nos vamos aproximando a París, y que allí te esperan una cuerda y una picota.

En efecto, al llegar a este punto de su conversación, pasaban los dos viajeros por la puerta. Planchet calóse la gorra temiendo ser reconocido, y D’Artagnan se atusó los bigotes, acordándose de que Porthos le esperaba en la calle de Tiquetonne. Iba pensando cómo le haría olvidar su posesión de Bracieux y sus cocinas de Pierrefonds.

Al doblar la esquina de la calle Montmartre, divisó en una de las ventanas de la fonda de Chevrette a Porthos, vestido con una espléndida ropilla azul celeste, bordada de plata, y bostezando de tal modo, que los transeúntes miraban con cierta admiración respetuosa a aquel caballero tan gallardo, tan rico, y que mostrábase tan aburrido de su riqueza y gallardía.

Porthos, por su parte, reconoció a D’Artagnan y Planchet en cuanto asomaron por la calle.

—¡Gracias a Dios! —gritó—. ¿Sois vos, D’Artagnan?

—El mismo, amigo mío —respondió el mosquetero.

No tardó en formarse un corro de curiosos alrededor de los caballos, a los cuales se habían acercado los criados de la fonda, y de los jinetes que hablaban con Porthos desde la calle; pero el entrecejo de D’Artagnan y algunos ademanes significativos de Planchet, comprendidos al punto por los circunstantes, disiparon el grupo, que se hacía tanto más compacto, cuanto que nadie sabía de qué se trataba.

Porthos bajó a la puerta de la fonda.

—¡Ay, amigo! —exclamó—. ¡Qué mal están aquí mis caballos!

—¿De veras? —preguntó D’Artagnan—. Lo siento mucho.

—Y yo también estoy bastante incómodo. Ya me hubiera mudado —prosiguió Porthos, contoneándose y riendo con satisfacción—, a no ser por la patrona, que es bastante amable y sabe seguir una broma.

Durante este diálogo habíase acercado la bella Magdalena, y al oír las palabras de Porthos dio un paso atrás y se puso pálida como la cera, temiendo que se renovase la escena del suizo; pero, con gran admiración suya, D’Artagnan no se dio por entendido, y, en vez de enfadarse, contestó riéndose:

—Comprendo, amigo mío; los aires de la calle de Tiquetonne no son tan buenos como los de Pierrefonds; mas perded cuidado, no tardaré en haceros tomar otros mejores.

—¿Cuándo?

—Creo que muy pronto.

—Tanto mejor.

A esta exclamación de Porthos sucedió un gemido prolongado, que resonó detrás de la puerta. D’Artagnan acababa de apearse y vio destacarse sobre la pared la enorme panza de Mosquetón, cuya afligida boca exhalaba sordos quejidos.

—¿Y vos también, pobre señor Mostón, os encontráis mal en esta posada? —preguntó D’Artagnan, en un tono mitad zumbón y mitad compasivo.

—Dice que la cocina es detestable —contestó Porthos.

—Buen remedio —contestó D’Artagnan—, ¿por qué no dirige vuestra comida como en Chantilly?

—¡Ah, señor conde! Aquí no tenemos los estanques del señor príncipe, en que pescar carpas, ni los bosques de su alteza, donde cazar perdices. En cuanto a la bodega, la he visitado detenidamente y no vale nada.

—Gran lástima me daríais, Mostón —dijo D’Artagnan—, si estuviera más desocupado.

Y llevándose aparte a Porthos, prosiguió:

—Querido Du-Vallon, os hallo completamente vestido y me alegro, porque ahora vamos a ver al cardenal.

—¿Es cierto? —dijo Porthos abriendo los ojos con sorpresa.

—Sí.

—¿Me vais a presentar?

—¿Tenéis miedo?

—No; pero siempre produce alguna emoción.

—Tranquilizaos; ya murió el antiguo cardenal; éste no es para asustar a nadie.

—No importa: la corte…

—Ya no hay corte.

—La reina…

—Estaba por decir que tampoco la hay… En fin, no la veremos.

—¿Y vamos a palacio?

—Sí. Tomaré uno de vuestros caballos para que no nos retrasemos.

—Los cuatro están a vuestra disposición.

—No necesito más que uno.

—¿Llevamos lacayo?

—Que vaya Mosquetón; nunca estará de más. Planchet tiene sus razones para no ir.

—¿Por qué?

—Está a mal con el cardenal.

—Mostón —dijo Porthos—, ensillad a Vulcano y a Payardo.

—¿Y yo montaré en Rustando?

—No, tomad un caballo de lujo, Febo o el Soberbio; vamos de ceremonia.

—¡Ah! —exclamó Mosquetón respirando—; ¿conque sólo se trata de hacer una visita?

—De eso sólo, Mostón. Pero no será malo que pongáis las pistolas en las pistoleras; en mi cuarto están las mías cargadas.

Mostón exhaló un gemido, porque no comprendía las visitas a mano armada.

—Tenéis razón, D’Artagnan —dijo Porthos mirando con complacencia a su lacayo que se alejaba—. Con Mostón basta: tiene muy buen porte.

D’Artagnan sonrió.

—¿Y vos no os vestís? —dijo Porthos.

—Yo voy así.

—Estáis bañado en sudor y cubierto de polvo; tenéis las botas llenas de barro.

—De este modo probaré mi celo por obedecer al cardenal.

En aquel momento volvió Mosquetón con los tres caballeros. D’Artagnan montó con la misma soltura que si hubiera estado descansando ocho días.

—Hola —dijo a Planchet—. Dadme ese estoque largo.

—Yo —dijo Porthos enseñando una espada pequeña de guarnición dorada—, llevo mi espada de corte.

—Llevad la de combate.

—¿Por qué motivo?

—Por nada, pero ponéosla.

—Traedla, Mostón —dijo Porthos.

—Pero, señor, esto es todo un aparato de guerra; ¿vamos a entrar en campaña? Si es así, decidlo y tomaré mis precauciones en consecuencia.

—Ya sabéis, Mostón —repuso D’Artagnan—, que para nosotros nunca están de sobra las precauciones, y que no acostumbramos pasar las noches en bailes ni serenatas.

—¡Ah! Es cierto —dijo Mostón armándose de pies a cabeza—; lo había olvidado.

Partieron con bastante rapidez y llegaron al palacio del cardenal a eso de las siete y cuarto. Las calles estaban llenas de gente por ser día de Pascua, y los transeúntes miraban asombrados aquellos dos caballeros, tan acicalado el uno, que parecía recién sacado de un estuche, y tan lleno de polvo el otro, que se hubiera dicho que acababa de salir de un campo de batalla.

También Mosquetón llamaba la atención de los curiosos, y como entonces estaba en su mayor boga la novela de Cervantes, algunos le comparaban a Sancho Panza, con dos amos en lugar de uno.

La antesala era país conocido de D’Artagnan. Precisamente estaba de guardia su compañía. El mosquetero mandó llamar al ujier y enseñó la carta del cardenal en que éste le prescribía que regresase cuanto antes.

El ujier inclinóse y entró en el gabinete de Su Eminencia. D’Artagnan miró a Porthos y creyó observar en él un ligero temblor. Se sonrió y le dijo al oído:

—¡Valor, valiente amigo! No estéis intimidado; creedme, ya ha cerrado los ojos el águila, y sólo tratamos con el buitre. Teneos tan derecho como el día del baluarte de San Gervasio, y no saludéis con extremada humildad a ese italiano, no sea que conciba una idea baja de vos.

—Bien, bien —respondió Porthos.

El ujier volvió a presentarse y dijo:

—Entrad, caballero. Su Eminencia os espera.

En efecto, Mazarino estaba en su gabinete trabajando en raspar todos los nombres que podía de una lista de pensiones y beneficios. Miró de reojo a D’Artagnan y a Porthos, y aunque el anuncio del ujier habíale llenado de alegría, no demostró la menor alteración.

—Hola, señor teniente —le dijo—. Muy de prisa habéis caminado; sed bien venido.

—Gracias, monseñor; heme aquí a las órdenes de Vuestra Eminencia con mi antiguo amigo el señor de Du-Vallon, que antes ocultaba su nobleza bajo el nombre de Porthos.

Este saludó al cardenal.

—Buena presencia —dijo Mazarino.

Porthos volvió la cabeza a derecha e izquierda y movió los hombros con la mayor dignidad.

—La mejor espada del reino, monseñor —dijo D’Artagnan—; y muchos lo saben, aunque no lo dicen ni pueden decirlo.

Porthos saludó a D’Artagnan.

Casi tanto gustaban a Mazarino los soldados de arrogante presencia como gustaron después a Federico de Prusia. Contempló y admiró las nervudas manos, los anchos hombros y los ojos serenos de Porthos, y le pareció estar viendo ante sí al que había de salvar su ministerio y el reino. Esto recordóle que la antigua asociación de los mosqueteros se componía de cuatro personas.

—¿Y vuestros otros amigos? —preguntó Mazarino.

Creyó Porthos que era tiempo ya de que él dijera algo, e iba a hablar, cuando D’Artagnan le detuvo guiñándole el ojo.

—No pueden venir en este momento; pero más adelante se reunirán a nosotros.

Mazarino tosió y prosiguió.

—¿Y este caballero, más libre que ellos, volverá con gusto al servicio?

—Sí, monseñor, aunque sólo por adhesión a la legítima causa, porque el señor de Bracieux es rico.

—¿Rico? —preguntó Mazarino, en quien causaba una gran sensación esta sola palabra.

—Cincuenta mil libras de renta —dijo Porthos. Eran las primeras palabras que decía.

—¡Por pura adhesión! —repuso entonces Mazarino con su insinuante sonrisa—. ¡Por pura adhesión!

—Acaso no tenga, monseñor, mucha fe en esa palabra —dijo D’Artagnan.

—¿Y vos la tenéis, señor gascón? —preguntó Mazarino poniendo los codos sobre la mesa y la barba sobre los puños.

—Yo —dijo D’Artagnan— creo en la adhesión como en un nombre de bautismo, al cual necesariamente debe acompañar un apellido. Cada uno tiene más o menos adhesión según su naturaleza, pero siempre debe haber alguna otra cosa que la sirva de estímulo.

—¿Y qué es lo que puede estimular a vuestro querido amigo?

—Francamente, señor, mi amigo tiene tres posesiones magníficas: la de Vallon, en Corbeil; la de Bracieux, en el Soissonnais; y la de Pierrefonds, en el Valois. Quisiera que una de ellas fuese erigida en baronia.

—¿Nada más que eso? —preguntó Mazarino, cuyos ojos brillaban de júbilo al ver que podía recompensar la adhesión de Porthos sin dar dinero—. ¿Nada más? Acaso podrá arreglarse el asunto.

—¡Seré barón! —dijo Porthos avanzando un paso.

—Ya os lo tenía yo dicho —repuso D’Artagnan deteniéndole—, y monseñor os lo repite.

—¿Y vos, que deseáis, caballero D’Artagnan?

—Monseñor, hará veinte años por septiembre que el señor cardenal de Richelieu me nombró teniente.

—¿Y quisierais que el cardenal Mazarino os hiciese capitán?

D’Artagnan hizo una reverencia.

—Vaya, no pedís un imposible. Ya veremos, señores ya veremos. Señor Du-Vallon —prosiguió Mazarino—, ¿queréis servir en la corte o en el campo?

Porthos abrió la boca para responder.

—Señor —dijo D’Artagnan—, el señor Du-Vallon es como yo; le gustan los servicios extraordinarios; esas empresas que la generalidad considera como temerarias o imposibles.

No desagradó esta fanfarronada a Mazarino, el cual quedóse pensativo.

—Confieso que os había mandado llamar para daros un destino sedentario. Tengo ciertos motivos de temor… Pero, ¿qué es eso?

So oyó un gran ruido en la antecámara, y casi al mismo tiempo se abrió la puerta del gabinete y se precipitó en él un hombre cubierto de polvo, gritando:

—¡El señor cardenal! ¿Dónde está el señor cardenal?

Parecióle a Mazarino que se trataba de asesinarle y retrocedió derribando su sillón. D’Artagnan y Porthos se interpusieron entre él y el recién llegado.

—¿Qué sucede, señor mío? —dijo Mazarino—. ¿Qué modo de entrar es ése?

—Señor —dijo el oficial a quien se dirigía esta reconvención—, quisiera deciros dos palabras en secreto. Soy el señor de Ponis, oficial de guardias destacado en Vincennes.

Tanta era la palidez del oficial, que Mazarino se convenció de que le llegaba alguna noticia importante, e hizo una señal a D’Artagnan y Porthos para que cediesen su lugar al mensajero.

Los dos amigos retiráronse a un rincón del gabinete.

—Hablad pronto —dijo Mazarino—, ¿qué ocurre?

—Señor —contestó el mensajero—, el duque de Beaufort se acaba de fugar del castillo.

Lanzó Mazarino un grito, y poniéndose aún más pálido que el que le daba esta nueva, cayó sin fuerzas sobre su sillón.

—¡Se ha fugado! —dijo—. ¡Se ha fugado el duque de Beaufort!

—Yo le he visto huir desde la plataforma.

—¿Y no ordenasteis tirar sobre él?

—No estaba a tiro.

—¿Pero qué hacía el señor de Chavigny?

—Se hallaba ausente.

—¿Y La-Ramée?

—Le han hallado atado en el cuarto del prisionero con una mordaza en la boca y un puñal a su lado.

—¿Y su subalterno?

—Era cómplice del duque: se ha fugado con él. Mazarino lanzó un gemido.

—Señor —dijo D’Artagnan, dando un paso hacia el cardenal.

—¿Qué hay? —preguntó el cardenal Mazarino.

—Creo que Vuestra Eminencia está perdiendo un tiempo precioso.

—¿Cómo?

—Si mandara Vuestra Eminencia que se persiguiera al fugitivo, quizá se le alcanzaría. Francia es grande. La frontera más cercana está a sesenta leguas, y, por consiguiente…

—¿Y quién iría tras él? —preguntó Mazarino.

—Yo.

—Sí.

—¿Prenderíais al duque de Beaufort, estando armado?

—Si monseñor me mandara prender al diablo, le cogería por los cuernos y le traería aquí.

—Yo también.

—¿También vos? —preguntó Mazarino, mirando asombrado a aquellos dos hombres—. Pero el duque no se rendirá, estoy seguro, sino después de un encarnizado combate.

—¡Mejor! —dijo D’Artagnan, con los ojos chispeantes—. ¡Un combate! Hace tiempo no nos hemos batido, ¿no es cierto Porthos?

—¡Un combate! —respondió Porthos.

—¿Y creéis alcanzarlo?

—Sí tal, como tengamos mejores caballos que él.

—Pues reunid todos los guardias que están ahí fuera y echad a correr —exclamó el cardenal.

—¿No lo ordena, monseñor?

—Y lo firmo —dijo Mazarino, tomando un papel y escribiendo rápidamente algunos renglones.

—Añadid, monseñor, que podemos apoderarnos de cuantos caballos encontremos en el camino.

—Sí, sí —dijo Mazarino—. ¡Real servicio! Tomad y corred.

—Bien está, señor.

—Señor Du-Vallon —dijo Mazarino—, vuestra baronía está a la grupa del duque de Beaufort: cogedla si podéis. A vos, querido D’Artagnan, ninguna promesa os hago; pero, si me lo traéis muerto o vivo, podéis pedir cuanto gustéis.

—A caballo, Porthos —dijo D’Artagnan, cogiendo de la mano a su amigo.

—Vuestro soy en cuerpo y alma, querido —respondió Porthos, con sublime sangre fría.

Bajaron la escalera principal, llevando tras sí a los guardias que encontraban en el camino y gritando:

—¡A caballo! ¡A caballo!

Reuniéronse unos ocho o diez guardias; D’Artagnan y Porthos montaron en Vulcano y Bayardo, Mosquetón encaramóse sobre Febo.

—¡Seguidme! —gritó D’Artagnan.

—¡En marcha! —dijo Porthos.

Y dando espuelas a sus nobles corceles, partieron como una exhalación por la calle de San Honorato.

—Os prometí que haríais ejercicio, señor barón, y ya veis que cumplo mi palabra —dijo el gascón.

—Sí, mi capitán —contestó Porthos.

Volvieron la cabeza, y vieron a Mosquetón que galopaba a alguna distancia, más bañado en sudor que su caballo. Detrás de Mosquetón iban los diez guardias.

Los habitantes de la ciudad asomáronse asombrados a sus puertas, y una turba de perros seguía ladrando a los jinetes.

En la esquina del cementerio de San Juan atropelló D’Artagnan a un hombre; mas este suceso no merecía detener a gente que llevaba tanta prisa. Los jinetes siguieron galopando como si sus caballos tuvieran alas.

Pero no hay acontecimiento en el mundo que no tenga su importancia. Más adelante veremos que faltó poco para que éste hiciera caer la monarquía.