Capítulo XXIIIEl abate Scarron

En la calle de Tournelles, había una casa conocida de todos los porta-literas y lacayos de París, a pesar de que no pertenecía a ningún grande ni a ningún capitalista. En ella no se comía, ni se jugaba, ni se bailaba.

Y sin embargo, en ella se citaba la alta sociedad; a ella concurría todo lo más selecto de París.

Era la casa de Scarron.

Tanto se reía en casa de este agudo abate, adquiríanse tantas noticias, y estas noticias eran comentadas, analizadas y transformadas tan pronto unas veces en cuentos y otras en epigramas, que no había quien no fuera a pasar una hora con Scarron, para oír sus dichos y referirlos en otras partes. Muchos había que no paraban hasta soltar también algún chiste, y si tenía oportunidad, era bien recibido.

El abate Scarron, que nada tenía de místico, y que debía su título a un beneficio que poseía, fue en otro tiempo uno de los prebendados más presumidos de la ciudad de Mans, en que residía. Un día de Carnaval ocurriósele la idea de dar un rato de diversión a la buena ciudad cuya alma era, a cuyo fin mandó a su criado que le untase el cuerpo de miel, restregándose inmediatamente en un colchón de plumas que mandó descoser, y quedando convertido con esta operación en el más grotesco volátil que imaginarse puede. En tal desusado traje salió a la calle a visitar a sus íntimos. Los transeúntes le siguieron al principio con estupor y después con silbidos, los pillos le insultaron, los chicos tiráronle piedras, y tuvo por fin que apelar a la fuga para verse libre de los proyectiles. Al verle huir corrieron tras él todos los espectadores, persiguiéndole, azuzándole y cortándole toda retirada: Scarron no tuvo otro remedio que tirarse al río. Nadaba admirablemente, pero el agua estaba helada y el abate sudando: cuando llegó a la otra orilla estaba tullido.

Apelóse a todos los medios conocidos para devolverle el uso de sus miembros, y tanto le hicieron padecer los médicos, que los echó a todos horamala, declarando que más quería la enfermedad que el remedio. En seguida volvió a París, donde ya tenía fama de hombre de talento, y dispuso que le hiciesen una silla que él mismo inventó. Yendo cierto día en ella a visitar a la reina Ana de Austria, quedó ésta tan prendada de sus chistes, que le preguntó si deseaba algún título.

—Sí, señora, hay un título que deseo en extremo —respondió Scarron.

—¿Cuál? —preguntó Ana de Austria.

—El de enfermo vuestro —respondió el abate.

Y Scarron fue nombrado enfermo de la reina con una pensión de mil quinientas libras.

No teniendo que pensar en su porvenir, vivió espléndidamente desde entonces, gastando con profusión.

Un día le dio a entender un emisario del cardenal que hacía mal recibiendo en su casa al coadjutor.

—¿Por qué? —preguntó Scarron—. ¿No es persona bien nacida?

—Ya se ve que sí.

—¿No es afable?

—Sin duda.

—¿No tiene talento?

—Demasiado, por desgracia.

—Pues entonces —contestó Scarron—, ¿por qué queréis que deje de tratarme con él?

—Porque piensa mal.

—¿Es cierto? ¿Y de quién?

—Del cardenal.

—¡Cómo! —dijo Scarron—. ¡Conque me trato con Guilles Despreaux, que piensa mal de mí, y deseáis que no lo haga con el coadjutor, porque piensa mal de otro! ¡Imposible!

No pasó adelante la conversación, y el abate prosiguió tratándose con más intimidad que nunca con Gondi, por espíritu de contradicción.

Mas en la mañana del día a que hemos llegado en nuestra historia, cumplía el trimestre de la pensión de Scarron. Este envió un lacayo con el recibo competente para cobrarle, según costumbre, y recibió la respuesta siguiente:

«Que el Estado no tenía dinero para Scarron».

Cuando regresó el lacayo con el recado estaba con el abate el duque de Longueville, el cual le ofreció una pensión doble de la que Mazarino le suprimía; pero el astuto gotoso guardóse muy bien de aceptarla. De tal modo se manejó, que a las cuatro ya sabía toda la población la negativa del cardenal. Era jueves, día en que recibía el abate; hubo una inmensa concurrencia y se habló con estrépito del asunto en todas las calles.

En la San Honorato halló Athos a dos caballeros desconocidos, que como él iban a caballo, seguidos como él por un lacayo, y llevando su misma dirección. Uno de ellos quitóse el sombrero y dijo:

—¿Creeréis que el bribón de Mazarino ha suspendido su pensión al pobre Scarron?

—¡Vaya una extravagancia! —dijo Athos respondiendo al saludo de los dos caballeros.

—Se conoce que sois de los buenos —respondió el mismo que antes dirigiera la palabra a Athos—; ese Mazarino es un verdadero azote de Francia.

—¡Ah! ¿A quién se lo decís? —preguntó Athos. Y se separaron con muchas cortesías.

—Bien nos viene esto —dijo Athos al vizconde—, esta noche tenemos que ir y felicitaremos al buen hombre.

—¿Pero quién es ese señor que así pone en conmoción a todo París? ¿Es algún ministro caído?

—Nada de eso, vizconde; es un señor de mucho talento que habrá caído en desgracia del cardenal por haber compuesto alguna copla contra él.

—Pues qué, ¿hacen versos los caballeros? —preguntó inocentemente Raúl—. Yo creía que eso era rebajarse.

—Sí tal, querido vizconde —contestó Athos riéndose—, cuando los versos son malos; pero cuando son buenos, les hace todavía más nobles. Ahí tenéis a Rotron. Sin embargo —continuó Athos con tono de hombre que da un consejo provechoso—, creo que es mejor no componerlos.

—Es decir —prosiguió Raúl—, que ese tal Scarron es poeta.

—Sí, ya estáis prevenido, vizconde; proceded con sumo tiento en esta casa; hablad sólo por ademanes, o mejor es que no hagáis más que oír.

—Bien, señor —contestó Raúl.

—Me veréis hablar mucho con un amigo mío, con el padre Herblay, a quien me habéis oído nombrar frecuentemente.

—Sí, señor.

—Acercaos de vez en cuando a nosotros como para hablarnos, pero no despeguéis los labios ni nos escuchéis. Esto tiene por objeto que no nos estorben los curiosos.

—Muy bien: os obedeceré punto por punto.

Athos hizo dos visitas, y a las siete de la noche se dirigió con Raúl a la calle de Tournelles, que se hallaba obstruida por los caballos y los criados. Abrióse paso entre ellos y penetró en la casa seguido por el joven. La primera persona que vio fue a Aramis, instalado junto a un sillón de ruedas, cubierto con una especie de dosel, bajo el cual se agitaba envuelto en una manta de brocado un hombre pequeño, bastante joven, muy risueño, de rostro pálido a veces, pero cuyos ojos nunca cesaban de expresar pensamientos vivos, agudos o graciosos. Era el abate Scarron, que siempre estaba riéndose, chanceándose, diciendo cumplimientos, quejándose y rascándose con una varita.

Agrupábase en derredor de esta especie de tienda ambulante una turba de caballeros y señoras. La sala era preciosa y estaba bien amueblada. Pendían de los balcones grandes colgaduras de seda floreada, cuyos colores vivos en otro tiempo, estaban ya algo ajados. Los tapices eran sencillos pero de buen gusto; dos lacayos, muy corteses, hacían con finura el servicio.

Aramis acercóse a Athos al verle, le cogió la mano y le presentó a Scarron, quien manifestó tanto placer como respeto al recién llegado, y dijo algunas palabras muy agudas al vizconde. Raúl se quedó algún tanto confuso, porque no se había preparado contra la majestad del talento cortesano, pero sin embargo, saludó con mucha gracia. Cumplimentaron inmediatamente a Athos dos o tres caballeros a quienes le presentó Aramis, después de lo cual se fue disipando poco a poco el tumulto producido por su entrada y se generalizó la conversación.

Transcurridos cuatro o cinco minutos, que invirtió Raúl en reponerse y en adquirir un conocimiento topográfico de la asamblea, se abrió la puerta y un lacayo anunció a la señorita Paulet.

Athos dio una palma en el hombro del vizconde, y le dijo:

—Mirad a esa mujer, Raúl; es un personaje histórico; a su casa iba Enrique IV cuando le asesinaron.

Raúl estremecióse: a cada instante de aquellos últimos días se descorría para él un velo que le dejaba ver alguna cosa heroica: aquella mujer, que aún era joven y bella, había conocido a Enrique IV y le había hablado.

Muchos circunstantes dirigiéronse a la recién llegada, que se conservaba a la moda. Era de elevada estatura, de elegante y flexible talle, y tenía una selva de hermosos cabellos como los que prefería Rafael, y como los que ha puesto Ticiano a todas sus Magdalenas. Aquel color, y quizá la superioridad que consiguió sobre las demás mujeres, le granjearon el nombre de la Leona.

Sepan, pues, nuestras bellas contemporáneas que aspiran a semejante título, que no procede de Inglaterra, sino de la bella y aguda señorita Paulet.

Esta marchó directamente hacia Scarron en medio del murmullo causado por su llegada.

—¿De modo que ya sois pobre, querido abate? —le dijo con su tranquila voz—. Esta tarde lo he sabido en casa de la señora de Rambouillet. Grasse nos lo ha dicho.

—Sí, pero el Estado es rico —contestó Scarron—: es necesario saber sacrificarse para el país.

—Su Eminencia tiene mil quinientas libras para pomadas y perfumes —dijo uno, en quien reconoció Athos al caballero de la calle de San Honorato.

—Pero ¿y la musa, qué dirá? —preguntó Aramis—. ¿Qué dirá esa musa que necesita de la dorada medianía?, porque

Si Virgilio puer aut tolerabile decit

Hospitium caderens omne a crinibus hidry.

—Está bien —dijo Scarron presentando la mano a la señorita Paulet—, ya que no tengo mi hidra me queda mi leona.

Todo cuanto habló el abate aquella noche pareció sobresaliente: éste es el privilegio de la persecución. Menage saltaba de entusiasmo.

La señorita Paulet marchó a ocupar su sitio acostumbrado, pero antes de sentarse paseó una mirada de reina por toda la concurrencia y sus ojos se detuvieron en Raúl.

Athos se sonrió.

—Se ha fijado en vos, vizconde —le dijo—; id a saludarla; daos por lo que sois, por forastero, y sobre todo no le habléis de Enrique IV. Acercóse el vizconde a la Leona poniéndose encendido, y confundióse entre los muchos caballeros que rodeaban su silla.

Con esto se formaron dos grupos, el de Menage y el de la señorita Paulet. Scarron iba de uno a otro maniobrando con su poltrona en medio de aquella turba, con tanta habilidad como pudiera hacerlo un experto piloto con su buque en un piélago sembrado de escollos.

—¿Cuándo hablaremos? —dijo Athos a Aramis.

—Más tarde —respondió éste—; aún no hay bastante gente y pudieran observarnos.

En aquel momento abrióse la puerta y fue anunciado el señor coadjutor.

Todos volvieron la cabeza al escuchar aquel nombre, que ya empezaba a hacerse célebre.

Athos hizo lo que todos. No conocía más que de nombre al abate Gondi.

Vio entrar un hombre de pequeña estatura, moreno, no bien formado, miope y torpe para todo, excepto para manejar la espada y la pistola. A los pocos pasos tropezó con una mesa, faltándole poco para derribarla. Su rostro tenía cierta expresión de altanería.

Scarron dio media vuelta y salió a su encuentro sentado en su sillón. La señorita Paulet le saludó con la mano desde el suyo.

—¿De modo que estáis en desgracia? dijo el coadjutor al ver a Scarron, que fue cuando estuvo encima.

Cien veces había oído el paralítico la frase sacramental y estaba en su centésimo chiste sobre el mismo asunto. Se quedó algo parado, pero un esfuerzo de desesperación le salvó.

—El señor cardenal Mazarino ha tenido a bien pensar en mí —dijo.

—¡Sublime! —dijo Menage.

—¿Y qué vais a hacer para continuar recibiéndome? —preguntó el coadjutor—. Si bajan vuestros fondos voy a tener que nombraros canónigo de Nuestra Señora.

—¡Oh! No lo hagáis; no quiero comprometeros.

—Entonces tendréis recursos que no sabemos.

—Pediré prestado a la reina.

—Pero Su Majestad no tiene nada suyo —observó Aramis—. ¿No vive bajo un régimen conventual?

El coadjutor se volvió hacia Aramis, le miró sonriéndose e hízole un saludo amistoso.

—A propósito, querido abate —le dijo—; no estáis de moda; voy a regalaros un cordón para el sombrero.

Los circunstantes miraron al coadjutor, que sacó del bolsillo un cordón de una forma particular.

—Eso es una honda —dijo Scarron.

—Justamente —respondió el coadjutor—. Ahora todo se hace a la Fronda. Señorita Paulet, os guardo un abanico a la Fronda. Herblay, os daré las señas de mi guantero, que hace guantes a la Fronda; y a vos, Scarron, las de mi panadero: sus panes a la Fronda son sabrosos. Aramis tomó el cordón y lo ató alrededor de su sombrero.

Abrióse otra vez la puerta y el lacayo anunció:

—La señora duquesa de Chevreuse.

Se levantaron todos al oír este nombre. Scarron dirigió rápidamente su sillón hacia la puerta. Raúl se sonrojó. Athos hizo una seña a Aramis, el cual colocóse en el alféizar de una ventana.

En medio de los respetuosos saludos con que fue recibida, era fácil observar que la duquesa buscaba alguna cosa o alguna persona. Logró, por fin, descubrir a Raúl, y sus ojos se animaron; vio a Athos, y se puso pensativa; divisó a Aramis, y disimuló con el abanico un movimiento de sorpresa.

—A propósito —dijo, como para desechar las ideas que a pesar suyo la acometían—; ¿cómo sigue el infeliz Voiture? ¿Lo sabéis, Scarron?

—¡Cómo! ¿Está enfermo M. de Voiture? —preguntó el caballero que había hablado con Athos en la calle de San Honorato—. ¿Qué le ha pasado?

—Ha jugado sin prevenir antes a su lacayo que le llevase camisa para mudarse. La que tenía puesta se le enfrió encima, y de resultas está falleciendo.

—¿Dónde fue eso?

—En mi casa —respondió el coadjutor—. El pobre Voiture tenía hecho voto de no volver a jugar. Transcurrieron tres días y ya no podía aguantar más, de manera que vino el arzobispo a que yo le dispensase el voto. Hallábame, por desgracia, en aquel momento en mi cuarto tratando de asuntos muy importantes con el buen consejero Broussel, y Voiture vio en otra pieza al marqués de Luynes, sentado delante de una mesa y esperando quien le acompañase a jugar. Llámale el marqués, contesta Voiture que no puede hasta recibir mi dispensa: oblígase Luynes en mi nombre, toma a su cargo el pecado, se sienta Voiture, pierde cuatrocientos escudos, coge un frío al salir y se mete en cama para no volver a levantarse.

—Qué, ¿tan malo está? —preguntó Aramis, casi ocultó tras la colgadura del balcón.

—¡Ah! —respondió el señor Menage—. Está muy malo, y quizá nos abandone el grande hombre: deseret orbem.

—¡Morir él! —dijo con acritud la señorita Paulet—. No hay cuidado: está rodeado de tantas sultanas como un sultán. La señora de Saintot corrió a su casa y le da los caldos; la de Renaudot le calienta las sábanas, y hasta nuestra amiga la marquesa de Rambouillet le envía tisanas.

—Poco cariño le profesáis, querida Parthenia —dijo Scarron riéndose.

—¡Qué injusticia, querido enfermo mío! Tanto le quiero que con mucho gusto mandaría celebrar misas por su alma.

—Por algo os llaman Leona, querida —dijo la señora de Chevreuse—. ¡Vaya si mordéis!

—Entiendo que tratáis bastante mal a un gran poeta —se aventuró a decir Raúl.

—¡Gran poeta él! Vamos, ya se conoce que habéis llegado de una provincia, como ya me estabais diciendo, y que nunca le habíais visto. ¡Grande él! ¡Pues si apenas tiene cinco pies!

—¡Bravo, muy bien! —dijo un hombre alto, seco y moreno, con poblado bigote y una enorme tizona ceñida al costado—. ¡Bravo, bella Paulet! Tiempo es ya de poner a ese Voiture en el lugar que debe ocupar. Declaro que creo entender algo de poesía, y que las suyas siempre me han parecido detestables.

—¿Quién es ese capitán señor conde? —preguntó Raúl a Athos.

—El señor de Scudery.

—¿El que compuso la Clelia y el Gran Ciro?

—Sí; la compuso a medias con su hermana. Allí la tenéis: es la que está hablando con aquella linda joven, junto al caballero Scarron. Volvió Raúl la cabeza y vio en efecto a dos personas que acababan de entrar; una de ellas era una joven encantadora, delicada y triste, de lindos cabellos negros y párpados aterciopelados, como las bellas flores del pensamiento, entre cuyas hojas brilla un cáliz de oro; la otra parecía ser tutora de ésta, y era alta, seca y amarilla, real imagen de una dueña o una devota.

Hizo Raúl propósito de no salir del salón, sin hablar a la bella joven, la cual acababa de recordarle por un extraño giro del pensamiento, aunque ninguna similitud tenía con ella, a su pobre Luisita, a quien había dejado entregada a su dolor en el castillo de La Vallière, olvidándola por un instante en medio de aquel tumulto.

En ese intermedio acercóse Aramis al coadjutor el cual le dijo algunas palabras, al oído con cara risueña. A pesar de lo bien que sabía dominarse, no pudo Aramis contener un pequeño movimiento.

—Haced que os reís —le dijo el señor de Retz— nos están mirando.

Y se separó de él para ir a hablar a la señora de Chevreuse, que permanecía en medio de un gran corro.

Hizo Aramis que se reía para frustrar la atención de algunos oyentes curiosos, y observando que Athos habíase colocado a su vez en el hueco de un balcón, se dirigió a él sin afectación, diciendo algunas palabras a derecha e izquierda.

Luego que se reunieron, entablaron una conversación acompasada de muchos ademanes.

Raúl se acercó a ellos, conforme le tenía encargado Athos.

—El señor de Herblay —dijo el conde de la Fère en alta voz—, me está recitando una redondilla del señor Voiture, que me parece incomparable.

Pasó Raúl a su lado algunos segundos y después marchó a confundirse en el grupo de la señora de Chevreuse, a la cual se habían acercado la señorita Paulet por una parte y la de Scudery por la otra.

—Pues yo —dijo el coadjutor—, me permito no ser enteramente del parecer del señor de Scudery; creo, por el contrario, que el señor de Voiture es un poeta; pero un verdadero poeta. Carece, enteramente, de ideas políticas…

—¿Conque sí? —dijo Athos.

—Mañana —dijo precipitadamente Aramis.

—¿A qué hora?

—A las seis en punto.

—¿Dónde?

—En Saint-Mandé.

—¿Y quién os lo ha dicho?

—El conde de Rochefort.

Aproximóse un curioso.

—¿Y las ideas filosóficas? De eso sé que carece el pobre Voiture. Yo soy del parecer del señor coadjutor: es puramente poeta.

—Ciertamente que en poesía era prodigio —dijo Menage—; y no obstante, la posterioridad, al paso que le admirará, le acusará de una cosa; de haber introducido una excesiva licencia en la forma de los versos; ha destrozado la poesía sin saberlo.

—Justamente —repitió Scudery—, la ha destrozado.

—Yo por mí —dijo Aramis acercándose al corro y saludando respetuosamente a la señora de Chevreuse, la cual le contestó con un gracioso saludo—, le acusaría también de haberse tomado extremada libertad con los grandes. Se ha propasado a menudo con la princesa, con el mariscal Albret, con el señor de Schomberg y con la misma reina.

—¿Con la reina? —preguntó Scarron poniendo adelante la pierna derecha como para ponerse en guardia—. ¡Diantre! No sabía yo eso. ¿Y cómo se propasó con Su Majestad?

—¿Conocéis su poesía «En qué pienso»?

—No —dijo la señora de Chevreuse.

—Yo tampoco —dijo la señorita de Scudery.

—No —dijo la señorita de Paulet.

—En efecto, creo que la reina la ha enseñado a muy pocas personas.

—¿Os acordáis de ella?

—Me parece que sí.

—Decidla, decidla.

Aramis recitó una poesía en que se censuraba con alguna acritud a, la reina, aludiendo a sus amores con Buckingham.

Todos los circunstantes indignáronse contra la insolencia del poeta, y criticaron su poesía, encontrándola llena de defectos bajo el punto de vista literario.

—Pues yo —dijo la joven de los hermosos ojos—; tengo la desgracia de que me gustan mucho esos versos.

Así pensaba también Raúl, el cual se acercó a Scarron, y díjole sonrojándose.

—Señor Scarron, ¿queréis hacerme el favor de decirme quién es esa señorita que manifiesta una opinión contraria a la de toda esta ilustre asamblea?

—¡Hola, joven vizconde! —dijo Scarron—. ¿Parece que tratáis de hacer con ella una alianza ofensiva y defensiva?

Raúl volvió a sonrojarse, y contestó:

—Confieso que esos versos me parecen excelentes.

—Y lo son, en efecto —dijo Scarron—; pero entre poetas no se dicen esas cosas.

—Pero yo —continuó Raúl—, no tengo el honor de ser poeta, y os preguntaba…

—Sí, quién es esa joven. La linda India.

—Perdonadme, caballero —persistió Raúl— pero no me habéis sacado de dudas. Soy forastero…

—Lo cual quiere significar que no entendéis mucho del galimatías cortesano. Tanto mejor, joven, tanto mejor. No le estudiéis: perderéis el tiempo y cuando lleguéis a entenderlo es probable que ya nadie lo hable.

—Eso quiere decir, que me disimuléis y que tengáis a bien manifestarme cuál es la persona a quien llamáis la bella India.

—Sí tal, es una de las criaturas más encantadoras que existen, y se llama la señorita Francisca d’Auvigné.

—¿Pertenece a la familia del célebre Agripa, el amigo de Enrique IV?

—Es nieta suya: vino de la Martinica y a esa circunstancia debe su sobrenombre.

Abrió Raúl los ojos extraordinariamente, y encontróse con los ojos de la joven, la cual se sonrió:

Continuábase hablando de Voiture.

—Caballero —dijo la señorita d’Auvigné, dirigiéndose a Scarron, como para tomar parte en la conversación de éste con el vizconde—, ¿no os causan admiración los amigos del pobre Voiture? Oíd cómo le destrozan fingiendo alabarle. Uno le niega el buen sentido, otro el numen, otro la originalidad, otro la gracia, otro la independencia, otro… ¡Dios santo! ¿Qué van a dejar a ese ilustre completo, como le llamó la señorita de Scudery?

Echóse a reír Scarron, y Raúl le imitó. La linda India, admirada del efecto que produjera, bajó los ojos y volvió a revestirse con su aire de candidez.

—Mucho talento demuestra esa señorita —dijo Raúl.

Athos continuaba en el hueco de la ventana, dominando toda aquella escena con una sonrisa de desdén.

—Llamad al conde de la Fère, —dijo la señora de Chevreuse al coadjutor—; tengo necesidad de hablar con él.

—Y yo —dijo el coadjutor—, necesito que crean que le hablo. Le quiero y le admiro, porque conozco sus antiguas aventuras, o al menos algunas de ellas, mas no me propongo saludarle hasta pasado mañana.

—¿Por qué? —preguntó la señora de Chevreuse.

—Mañana lo sabréis —dijo el coadjutor.

—Amigo Gondi —repuso la duquesa—, eso y el Apocalipsis son para mí la misma cosa. Señor de Herblay —añadió dirigiéndose a Aramis—, ¿queréis tener la amabilidad de servirme esta noche?

—¡Qué decís, duquesa! —respondió Aramis—. Esta noche, mañana, siempre, podéis disponer de mí.

—Pues bien, idme a buscar al conde de la Fère; he de hablarle. Acercóse Aramis a Athos y volvió con él.

—Señor conde —dijo la duquesa, entregando una carta a Athos—, aquí está lo que os prometí. Nuestro protegido será recibido como se merece.

—Señora —dijo Athos—, gran fortuna es para él deberos algo.

—Nada tenéis que envidiarle por ese concepto, porque yo os debo el conocerle —replicó con malicia la duquesa, con una sonrisa que hizo que Athos y Aramis recordasen a María Michon.

Diciendo esto se levantó y pidió el coche. La señorita Paulet habíase ya marchado, y la señorita Scudery se estaba despidiendo en aquel momento.

—Vizconde —dijo Athos a Raúl—, acompañad a la señora duquesa, ofrecedla la mano para bajar y dadle las gracias.

La hermosa India se acercó a Scarron para despedirse.

—¿Ya os marcháis? —preguntó éste.

—Y soy una de las últimas. Si sabéis algo bueno del señor de Voiture, hacedme la gracia de enviármelo a decir mañana.

—¡Oh! ¡Ahora ya puede morirse! —contestó Scarron.

—¿Por qué? —preguntó la joven.

—Ya tiene hecho el panegírico.

Con esto separáronse riéndose; la joven volvió la cabeza con interés para mirar al pobre paralítico, y éste la siguió amorosamente con la vista.

Poco a poco se aclararon los grupos. Scarron disimuló haber visto que algunos de sus tertulianos se habían hablado misteriosamente, que muchos de ellos habían recibido cartas y que su reunión parecía tener un objeto especial muy ajeno a la literatura, con la cual, sin embargo, hablase hecho tanto ruido. Pero, ¿qué le importaba a Scarron? Ya se podía hacer libremente la guerra a Mazarino en su casa, él mismo había dicho que desde aquella mañana no era enfermo de la reina.

Raúl acompañó efectivamente a la duquesa hasta su carruaje, donde se colocó ella dándole a besar la mano: movida luego por uno de sus alocados caprichos que la hacían tan adorable y a la vez tan peligrosa, cogió repentinamente su cabeza y besóle en la frente, diciéndole:

—Ojalá, vizconde, que mis votos y este beso os hagan feliz. Apartóle al momento y dio orden al cochero de que parase en casa del duque de Luynes. Echó a andar el carruaje: la duquesa saludó nuevamente al vizconde por la portezuela, y Raúl volvió a subir la escalera lleno de confusión.

Athos adivinó lo sucedido y se sonrió.

—Venid, vizconde —le dijo—, ya es hora de retiraros: mañana salís para el ejército y es preciso que durmáis bien la última noche.

—¿Conque seré soldado? —preguntó el joven—. ¡Oh, señor conde, gracias!

—Adiós, conde —dijo Herblay—, vuelvo a mi convento.

—Adiós, Herblay —dijo el coadjutor—; mañana predico y he de consultar veinte textos.

—Adiós, señores —dijo el conde—: yo voy a dormir veinticuatro horas seguidas: me estoy cayendo de cansancio.

Saludáronse y se marcharon después de mirarse intencionadamente.

Siguióles Scarron con la vista y murmuró sonriendo:

—Ninguno hará lo que dice, pero vayan con Dios. ¿Quién sabe si trabajan para que me vuelvan mi pensión? Ellos tienen la ventaja de poder mover los brazos: a mí no me queda más que la lengua: intentaré probar que vale algo. ¡Hola! Champenois, ya son las once; venid a llevarme a la cama… Por cierto que es encantadora esa Francisca d’Auvigné.

Con esto entró el infeliz paralítico en su alcoba, cuya puerta se cerró tras él, y las luces fueron apagándose una tras otra en el salón de la calle de Tournelles.