En tanto que fraguaban sus proyectos de evasión el duque de Beaufort y Grimaud, entraban en París por la calle del Faubourg Saint-Marcel dos hombres a caballo, a quienes seguía un lacayo. Estos eran el conde de la Fére y el vizconde de Bragelonne.
Era aquella la primera vez que iba el joven Raúl a París, y Athos no reveló mucho tacto en favor de la capital, su antigua amiga, mostrándosela por aquel lado, pues preciso es declarar que la última aldea de Turena tiene mejor aspecto que París por la parte que mira a Blois. En mengua de la, célebre ciudad, debemos decir, por tanto, que causó muy poco efecto en el joven.
Athos conservaba su porte de indolencia y serenidad.
Llegados a Saint-Medard, Athos, que servía de guía a su compañero de viaje en aquel inmenso laberinto, condújole por varias calles hasta la de Férou, en cuyo promedio se levantaba una casa de mediana apariencia que el conde enseñó sonriéndose a su ahijado.
—Mirad, Raúl —le dijo—, en esta casa he pasado siete años de los más dulces y crueles de mi vida.
El joven se sonrió también, y saludó a la casa. La veneración de Raúl a su protector se manifestaba en todos los actos de su vida.
Por lo que toca a Athos, ya hemos dicho que no era sólo Raúl el centro, sino el único objeto de sus afectos, aparte de sus antiguos recuerdos del ejército; fácil es ver cuán tierna y profundamente le amaría.
Detuviéronse los dos viajeros en la calle du Vieux-Colombier en la posada del Zorro verde, conocida antigua de Athos, quien solía frecuentarla en otro tiempo con sus amigos; pero en el transcurso de veinte años había sufrido la posada muchas variaciones, empezando por sus amos.
Entregaron los viajeros a un mozo sus caballos, encargándole que los cuidara en un todo como a animales de distinguida raza, que no les diese más que paja y avena, y que les lavase el pecho y las piernas con vino caliente. Aquel día habían caminado veinte leguas.
Después de cuidar de sus cabalgaduras, según debe hacer todo buen caballero, pidieron para sí dos aposentos.
—Tenéis que vestiros, Raúl —dijo Athos—; voy a presentaros a una persona.
—¿Hoy? —dijo el joven.
—Dentro de media hora. El joven hizo un saludo.
Menos infatigable que Athos, el cual parecía de hierro, quizá hubiera preferido Raúl meterse en la cama después de darse un baño en el Sena, del que tanto había oído hablar, estando, sin embargo, persuadido de que sería inferior al Loira; pero ya hecha la insinuación del conde de la Fère, tocábale sólo obedecerla.
—Poneos lo mejor vestido que podáis —dijo Athos—; deseo que parezcáis bien.
—Por supuesto —repuso el joven sonriéndose—, que no se tratará de casarme. No ignoráis mis compromisos con Luisa.
Athos volvió a sonreírse.
—Calmaos —dijo—; no hay nada de eso, aunque es cierto que os voy a presentar a una mujer.
—¿A una mujer? —preguntó Raúl.
—Sí, y quiero que la améis por añadidura.
Miró Raúl al conde con cierta inquietud, pero su sonrisa le tranquilizó.
—¿Y qué edad tiene? —preguntó el vizconde de Bragelonne.
—Querido Raúl, sabed para de hoy en adelante que esa pregunta nunca se hace. Cuando en el rostro de una mujer podéis leer su edad, es inútil preguntársela, y cuando no, es indiscreto.
—¿Y es bella?
—Dieciséis años hace que pasaba, no sólo por la más linda, sino también por la más graciosa de Francia.
Esta contestación devolvió al vizconde toda su serenidad, porque Athos no podía pensar en casarle con una mujer que pasaba por la más linda y graciosa de Francia un año antes de que él naciese.
Retiróse, por tanto, a su aposento, y con el coquetismo que tan bien sienta a la juventud, trató de seguir los consejos de Athos, vistiéndose con el mayor esmero posible, con el fin de parecer bien, lo cual era fácil, según lo que le había favorecido la naturaleza.
Cuando volvió a presentarse a Athos, le recibió éste con la cariñosa sonrisa que empleaba antiguamente con D’Artagnan, aunque revestida de una ternura aún más profunda para con Raúl.
Athos examinó sucesivamente sus pies, sus manos y sus cabellos, señales características en cada familia. Caían en rizos sus negros cabellos, elegantemente partidos al uso de aquel tiempo; sus guantes de gamuza gris, en armonía con su gorra de fieltro, dibujaban una mano fina y elegante, mientras que sus botas, del mismo color que los guantes, ceñían un pie parecido al de un niño de diez años.
—Vaya —murmuró—; si no queda contenta de él, será de un gusto muy delicado.
Eran las tres de la tarde, la mejor hora para hacer visitas. Salieron ambos viajeros de su posada, y encaminándose por la calle de Santo Domingo, llegaron a un magnífico edificio situado enfrente de los Jacobinos con el escudo de armas de los Luynes sobre la puerta.
—Aquí es —dijo Athos.
Entró en el palacio con paso firme y seguro, como hombre que tiene derecho a hacerlo así, y después de subir por la escalera principal, preguntó a un lacayo vestido de librea de gala si se hallaba visible la señora duquesa de Chevreuse y si podía recibir al señor conde de la Fère.
Momentos después, volvió el lacayo, diciendo que aunque la señora duquesa no tenía el honor de conocer al señor conde de la Fère, estaba dispuesta a recibirle.
Siguió Athos al lacayo y atravesó tras él una larga serie de habitaciones, deteniéndose por fin delante de una puerta cerrada. Hallábanse en una sala. Athos hizo una seña al vizconde de Bragelonne para que no pasase de allí.
El lacayo abrió la puerta y anunció al señor conde de la Fère.
Madame de Chevreuse, nombrada por nosotros frecuentemente en Los Tres Mosqueteros, sin que hayamos tenido ocasión todavía de ponerla en escena, pasaba todavía por una mujer hermosa; y en efecto, aunque en aquel tiempo podía contar de cuarenta y cuatro a cuarenta y cinco años, apenas representaba treinta y ocho o treinta y nueve. Sus hermosos cabellos se conservaban rubios; todavía tenía sus vivos y penetrantes ojos, tantas veces abiertos para las intrigas, como cerrados por el amor, y su talle de ninfa la hacían parecer aún, vista por detrás, la joven que saltaba con Ana de Austria el foso de las Tullerías, que privó a la corona de Francia de un heredero en 1623.
Por lo demás, era siempre la joven aturdida y extraña, cuyos amores han dado una cierta celebridad a su familia.
Hallábase en un gabinetito cuya ventana caía al jardín y que estaba adornado con colgaduras de damasco azul con flores de color rosa y follaje de oro, según la moda introducida por la señora de Rambouillet. Gran coquetismo revelaba en una mujer de la edad de la señora de Chevreuse el ocupar semejante gabinete, sobre todo en la actitud que en aquel momento tenía, recostada en un sillón y apoyada la cabeza en la colgadura.
En la mano tenía un libro entreabierto, y un almohadón sostenía su brazo.
Al oír el anuncio del lacayo se incorporó y levantó la cabeza con curiosidad.
Athos se presentó.
Iba vestido de terciopelo color de violeta con alamares análogos; los herretes eran de plata y la capa no tenía ningún bordado de oro; sobre su negra gorra campaba solitariamente una pluma de igual color del vestido. Calzaba botas de cuero negro, y de su cinturón pendía la magnífica espada que tantas veces había admirado Porthos en la calle de Ferou, sin que consintiera nunca Athos en prestársela. El cuello de su camisa era de encaje, y sobre la campana de sus botas llevaba una especie de vueltas de igual tejido.
La persona anunciada a la señora de Chevreuse, con un nombre que le era completamente desconocido, respiraba tal aire de nobleza, que aquélla levantóse a medias y le hizo un gracioso ademán para que se sentara a su lado.
Athos obedeció haciendo una cortesía. El lacayo iba a retirarse, mas una seña de Athos le obligó a detenerse.
—Señora —dijo a la duquesa—, he tenido la audacia de presentarme en vuestra casa sin que me conozcáis; audacia coronada con el mejor éxito, pues que os habéis dignado recibirme. Ahora tengo la de suplicaros media hora de conversación.
—Está concedida, caballero —respondió la señora de Chevreuse, con sonrisa en extremo agradable.
—Pero no está dicho todo, señora. ¡Oh! Yo soy muy ambicioso. La conversación que solicito ha de ser a solas; muchísimo desearía que no nos interrumpieran.
—No estoy en casa para nadie —dijo la duquesa de Chevreuse al lacayo—. Despejad.
El lacayo obedeció.
Hubo un momento de silencio, durante el cual se examinaron sin ninguna turbación aquellos dos seres que con tanta perspicacia se habían reconocido desde luego como personas de elevada cuna.
La primera que rompió el silencio fue la duquesa, que dijo afablemente:
—Vamos, caballero, ¿no veis que estoy aguardando con impaciencia?
—Y yo, señora —contestó Athos—, estoy contemplando con admiración.
—Necesito que me perdonéis, porque deseo saber cuanto antes quién sois. Es indudable que pertenecéis a la corte, y sin embargo, nunca os he visto en ella. Acaso acabáis de salir de la Bastilla.
—No, señora —respondió Athos, sonriendo—; pero quizá estoy en camino para entrar en ella.
—¡Ah! En ese caso decid pronto quién sois y marchaos —exclamó la duquesa con su gracia peculiar—, porque ya estoy demasiado comprometida y no quiero comprometerme más.
—¿Quién soy, señora? Ya os han dicho mi nombre: soy el conde de la Fére, pero nunca me habéis oído nombrar. Antes me llamaba de otro modo, que tal vez habréis sabido, pero que, naturalmente, tendréis olvidado.
—¿Cómo os llamabais?
—Athos.
La duquesa quedó sorprendida; se conocía que aquel nombre no se había borrado enteramente de su memoria, aunque se hallase confundido con otros recuerdos.
—¿Athos? —dijo—. Aguardad…
Y apoyó la frente sobre las dos manos, como para obligar a sus fugitivas ideas a detenerse un momento para fijar de una vez el recuerdo que buscaba.
—¿Deseáis que os ayude? —preguntó Athos.
—Sí tal —dijo la duquesa, cansada de esperar—; me haréis un favor.
—Ese Athos estaba relacionado con tres jóvenes mosqueteros llamados D’Artagnan, Porthos y…
Athos se detuvo.
—¿Y Aramis? —dijo rápidamente la duquesa.
—Justamente —respondió Athos—; veo que no habéis olvidado del todo ese nombre.
—No —respondió la duquesa—, no ¡pobre Aramis! Bellísimo sujeto, elegante, discreto y poeta; creo que ha acabado muy mal.
—Sí; se ha hecho clérigo.
—¡Qué desgracia! —dijo con negligencia la duquesa, jugando con su abanico—. Gracias, caballero.
—¿Por qué?
—Por haber evocado este recuerdo, que es uno de los más agradables de mi juventud.
—Entonces, me permitiréis que evoque otro.
—¿Se relaciona con ése?
—Sí y no.
—No tengo inconveniente —dijo madame de Chevreuse—. Con un hombre como vos puede arriesgarse todo.
Athos hizo un saludo.
—Aramis —prosiguió— era amigo de una costurera de Tours.
—¿De Tours? —preguntó la señora de Chevreuse.
—Sí, una prima suya llamada María Michon.
—¡Ah! La conozco —dijo la señora de Chevreuse—; es aquella a quien solía escribir desde el sitio de la Rochela sobre un complot contra el duque de Buckingham.
—La misma —contestó Athos—. ¿Me permitís que os hable de ella?
—Sí, como no la tratéis muy mal.
—Sería muy ingrato —dijo Athos—, y considero la ingratitud, no como un defecto ni como un crimen, sino como un vicio que aun es peor.
—¿Ingrato vos con María Michon? —dijo la duquesa de Chevreuse mirando detenidamente a Athos—. ¿Cómo así? No la conocéis personalmente.
—¿Quién sabe, señora? —respondió Athos—. Suele decirse que sólo las montañas no se encuentran unas con otras.
—¡Oh! Continuad, caballero, continuad —dijo vivamente la duquesa—, porque no podéis figuraros cuánto me entretiene vuestra conversación.
—Con tal permiso voy a proseguir. Esa prima de Aramis, esa María Michon, esa joven costurera, en fin, tenía, a pesar de su humilde condición, las mejores relaciones: llamaba amigas a las damas de la primera nobleza, y la reina dábale el nombre de hermana, a pesar de la altivez que debía inspirarle su doble cualidad de austríaca y española.
—¡Ah! —exclamó madame de Chevreuse, exhalando un ligero suspiro y frunciendo levemente las cejas por un movimiento que le era peculiar—. Mucho han variado las cosas desde entonces.
—Y tenía razón la reina —prosiguió Athos— porque ella le profesaba gran adhesión, tanto que le servía de intermediaria con su hermano el rey de España.
—De lo cual —contestó la duquesa— se la acusa hoy como de un grave crimen.
—Así, pues —prosiguió Athos—, el cardenal, el verdadero cardenal, el otro, resolvió un día mandar prender a la pobre María Michon y llevarla al castillo de Loches. Afortunadamente no se hizo con tanto secreto que no se vislúmbrase algo; se había previsto el caso, disponiendo que si amenazaba algún riesgo a María Michon, la reina haría llegar a sus manos un devocionario encuadernado en terciopelo negro.
—Así es; estáis bien enterado —dijo la duquesa.
—El príncipe de Marsillac llevó cierta mañana el libro a su destino; no había que perder tiempo. Afortunadamente, María Michon y una criada que tenía, llamada Ketty, sabían llevar muy bien el traje de hombre. El príncipe facilitó al ama un traje de caballero y a la criada otro de lacayo, junto con dos excelentes caballos, y entrambas fugitivas salieron rápidamente de Tours con dirección a España, estremeciéndose al menor ruido, caminando siempre por sendas extraviadas y pidiendo hospitalidad cuando no encontraban posada.
—Exactamente así pasó —exclamó madame de Chevreuse—. Sería muy curioso…
Aquí se detuvo la duquesa.
—¿Que siguiese a las fugitivas hasta el fin de su viaje? —dijo Athos—. No, señora, no abusaré de vuestra bondad, y sólo las acompañaremos hasta un villorrio del Limousin, entre Tulle y Angulema, que se llama Roche l’Abeille.
La señora de Chevreuse exhaló un grito de sorpresa, y miró al ex mosquetero con una expresión de asombro que hizo sonreír a Athos.
—Pues lo que falta —prosiguió éste—, es todavía más extraño.
—Debéis de ser mágico, caballero —dijo la señora de Chevreuse—: todo lo espero de vos, pero, al fin y al cabo… no importa, proseguid.
—La jornada había sido penosa, hacía frío, era el 11 de octubre. Aquel villorrio no tenía castillos ni posadas, y las casas de los aldeanos eran humildes y nada limpias. María Michon, persona aristocrática como la reina, su hermana, estaba acostumbrada a perfumes y a sábanas finas. Resolvió, pues, pedir hospitalidad al párroco del pueblo.
Athos hizo una pausa.
—Llamaron los dos viajeros a la puerta, era tarde, y el sacerdote, que estaba acostado, les gritó que entraran. Haciéndolo así, pues la puerta no estaba cerrada con llave: en los pueblos reina la mayor confianza. Una lámpara iluminaba el aposento que ocupaba el cura. María Michon, que parecía el caballero más gallardo del mundo, empujó la puerta, y pidió hospitalidad.
»—Con mucho gusto —respondió el cura—, si os contentáis con los restos de mi cena y la mitad de mi alcoba.
»—Consultaron entre sí las viajeras un momento; el párroco las oyó reírse; después contestó el amo, mejor dicho, el ama:
»—Gracias, señor cura; acepto.
»—Cenad, pues, y haced el menor ruido que podáis —respondió el sacerdote—, porque yo también he andado mucho hoy y tengo ganas de dormir».
La señora de Chevreuse pasaba evidentemente de la sorpresa al asombro y del asombro al estupor; su cara adquirió una expresión difícil de describir mirando a Athos, conocíase que quería hablar, y que sin embargo callaba por no perder una sola palabra de su interlocutor.
—¿Y después? —dijo.
—¿Después? —respondió Athos—. Aquí entra lo difícil…
—Hablad, hablad, hablad. A, mí todo me lo podéis decir. Además, eso no me interesa directamente; son negocios de la señora María Michon.
—¡Ah! Es cierto —dijo Athos—: prosigo. Cenó María con su criada, y después de cenar, aprovechándose del permiso de su huésped, entró en el cuarto en que éste descansaba, mientras se acomodaba Ketty en una poltrona del primer cuarto, que fue precisamente en el mismo que cenaron.
—Como no seáis el demonio en persona —dijo la señora de Chevreuse—, no sé de qué modo podéis estar al corriente de tales pormenores.
—La tal María Michon era una de esas criaturas encantadoras y a la par locas que conciben a cada instante ideas a cual más extravagantes, y que parecen nacidas para nuestra condenación. Y pensando en que su huésped era sacerdote, se le ocurrió a la coqueta que podía añadir uno más a los mil alegres recuerdos que guardaba para su ancianidad condenando a un clérigo.
—Conde —dijo la duquesa—, os aseguro bajo mi palabra que me estáis causando miedo.
—¡Ah! —añadió Athos—. El pobre cura no era ningún San Antonio, y ya he dicho que María Michon era una criatura adorable.
—Caballero —dijo la duquesa, asiendo las manos de Athos—, decidme ahora mismo cómo habéis sabido todos esos pormenores, o mando llamar a un fraile para que os exorcice.
Athos echóse a reír.
—Nada más fácil, señora. Un caballero encargado de una comisión importante había ido una hora antes que vos a pedir hospitalidad al sacerdote a tiempo que éste salía, no sólo de su casa, sino del pueblo, para pasar la noche junto a un moribundo. El bendito sacerdote, lleno de confianza en su huésped, que era además todo un caballero, cedióle su casa, su cena y su cama. Él fue el que realmente recibió a María Michon.
—Y ese caballero, ¿quién era?
—Era yo, el conde de la Fère —dijo Athos, levantándose y saludando respetuosamente a la duquesa de Chevreuse.
Esta se quedó un momento parada; pero luego se echó a reír, diciendo:
—¡Ja, ja! ¡Es gracioso el lance! Vamos, que la loca de María ganó en el cambio. Sentaos, apreciable conde, y proseguid vuestra relación.
—Ahora tengo que acusarme, señora. Ya os he dicho que mi viaje tenía un objeto importante: al amanecer me levanté y salí del cuarto sin despertar a mi encantadora compañera. En el primer cuarto dormía en un sillón la criada, digna en todo de semejante ama. Sorprendido por la gracia de su rostro, me acerqué y reconocí a aquella Ketty que debía su colocación a nuestro amigo Aramis. Así descubrí que la seductora viajera era…
—María Michon —dijo con viveza la señora de Chevreuse.
—Pues… María Michon —contestó Athos—. Salí de la casa, fui a la caballeriza, encontré ensillado mi caballo y listo a mi lacayo y echamos a andar.
—¿Y no habéis vuelto a pasar por aquel pueblo? —preguntó la duquesa.
—Un año después, señora.
—¿Y qué?
—Fui a ver al buen párroco, y lo encontré muy apurado con un suceso cuya significación no comprendía. Ocho días antes le habían enviado un hermoso niño de tres meses con un bolsillo lleno de oro y un papel que sólo contenía estas palabras: «11 de octubre de 1633».
—Era la fecha de aquella extraña aventura.
—Sí, pero nada sacaba en claro el pobre cura, sino que había pasado la noche con un moribundo, porque María Michon se marchó también antes de que él regresara.
—Ya sabréis que cuando María volvió a Francia en 1643 tomó todos los informes que pudo acerca de aquel niño que no había podido conservar a su lado estando fugitiva. Como ya estaba en París, deseaba darle educación a su lado.
—¿Y qué le dijo el cura? —preguntó Athos.
—Que un caballero a quien no conocía tuvo a bien encargarse del niño, respondiendo de su suerte futura y llevándoselo consigo.
—Dijo la verdad.
—Ya lo comprendo. Ese caballero erais vos, era su padre.
—Silencio, señora. No habléis tan alto; está ahí.
—¿Está ahí? —preguntó la duquesa levantándose rápidamente—. ¡Está ahí mi hijo!… ¡El hijo de María Michon!… ¡Ah! Quiero verle al instante.
—Tened presente, señora, que no conoce a su padre ni a su madre —dijo Athos.
—Habéis guardado el secreto y me lo traéis así, persuadido de que me causaréis una inmensa satisfacción. ¡Oh! Gracias, gracias, caballero —exclamó la señora de Chevreuse asiendo su mano y pugnando por llevarla a los labios—. Tenéis un excelente corazón.
—Os le traigo —dijo Athos apartando su mano—, porque ya es tiempo de que hagáis algo por él, señora. Hasta ahora he dirigido solo su educación, y creo que he hecho de él un caballero acabado; pero en estos momentos me veo obligado a volver a la vida aventurera y peligrosa del hombre de partido. Mañana mismo voy a acometer una empresa arriesgada en que puedo ser muerto, en cuyo caso nadie sino vos podrá ampararle en el mundo, donde está llamado a ocupar un lugar distinguido.
—¡Oh! Perded cuidado —exclamó la duquesa—. Desgraciadamente por ahora tengo poco favor, pero el que me queda es para él. Respecto a sus bienes, a su título…
—No os apuréis por eso, señora. He cedido a su favor las tierras de Bragelonne, que me pertenecen por herencia, las cuales danle el título de vizconde y diez mil libras de renta.
—Por vida mía —respondió la duquesa—, que sois un cumplido caballero. Pero estoy intranquila por ver a nuestro joven vizconde. ¿Dónde está?
—En la sala. Le llamaré si lo permitís.
Athos dio un paso hacia la puerta. La señora de Chevreuse detúvole y le preguntó:
—¿Es guapo?
Athos respondió sonriendo:
—Se parece a su madre.
Y al mismo tiempo abrió la puerta e hizo una señal al joven, que se presentó al momento.
La duquesa no pudo contener un grito de alegría al ver su buena presencia, que excedía a todas las esperanzas que la había hecho concebir su orgullo.
—Aproximaos, vizconde —dijo Athos—, la señora duquesa de Chevreuse permite que le beséis la mano.
Acercóse el joven con su admirable sonrisa y con la cabeza descubierta, hincó una rodilla y besó la mano de la duquesa.
—Señor conde —dijo volviéndose a Athos—; ¿me habéis manifestado que esta señora es la duquesa de Chevreuse para alentar mi timidez? ¿No es la reina?
—No, vizconde —dijo la duquesa cogiéndole la mano, haciéndole sentarse a su lado y mirándole con ojos llenos de alegría—. No, desgraciadamente no soy la reina, porque si lo fuera haría al instante por vos todo lo que merecéis; pero vamos a ver —repuso conteniendo con trabajo su deseo de posar los labios sobre aquella purísima frente—; ¿qué carrera queréis abrazar?
Athos estaba en pie y miraba aquel grupo con expresión de inexplicable felicidad.
—Señora —dijo el joven con su dulce a la par que sonora voz—, me parece que para un caballero no hay más carrera que la de las armas. Creo que el señor conde me ha educado con el deseo de que sea soldado, haciéndome concebir la esperanza de que me presentaría en París a una persona que acaso me recomendara al señor príncipe de Condé.
—Sí, sí, entiendo: a un soldado tan joven como vos le sienta bien vestir a las órdenes de un general tan joven como él: personalmente estoy bastante mal con el príncipe, a consecuencia de las desavenencias de mi suegra la señora de Montbazon con la señora de Longueville; pero por medio del príncipe de Marsillac… Eso es, conde, eso es. El príncipe de Marsillac es íntimo amigo mío: puede recomendar a nuestro joven vizconde a la señora de Longueville, y ésta le dará una carta para su hermano el príncipe, que la quiere bastante para negarle algo que le pida.
—Perfectamente —dijo el conde—. Lo único que me atrevo a pediros es que lo hagáis con la mayor agilidad. Tengo motivos para desear que el vizconde no esté mañana por la noche en París.
—¿Queréis que sepan que os interesáis por él, señor conde?
—Quizá convenga más a su porvenir que ignoren hasta que me conoce.
—¡Oh, señor conde! —exclamó el joven.
—Ya sabéis que para todo lo que hago tengo mis razones.
—Sí, señor —contestó el joven—; sé que sois la misma prudencia, y os obedeceré como acostumbro.
—Ahora dejadle conmigo, conde —dijo la duquesa—, voy a enviar a buscar al príncipe de Marsillac, que por fortuna se halla actualmente en París, y no me separaré de él hasta que quede terminado el asunto.
—Está bien, señora duquesa; mil gracias. Yo tengo que andar mucho hoy, y cuando concluya, que será a eso de las seis, aguardaré al vizconde en la posada.
—¿En dónde vais a pasar la noche?
—Iremos a casa del abate Scarron, a quien tengo que presentar una carta. Allí debo ver también a un amigo.
—Está bien —dijo la duquesa—; iré un instante, no os marchéis antes de verme.
Athos hizo una cortesía y dispúsose a salir.
—Y qué, señor conde —dijo la duquesa riendo—; ¿con tanta ceremonia os separáis de vuestros antiguos amigos?
—¡Ah! —exclamó Athos besándole la mano—. ¡Si hubiese sabido antes que María Michon era una criatura tan encantadora!…
Y se retiró dando un suspiro.