El preso que tanto temor causaba al cardenal, y cuyos cuarenta medios de evasión turbaban el sueño de toda la corte, no sospechaba siquiera el terror que inspiraba a sus adversarios.
Veíase tan admirablemente guardado, que reconociendo la inutilidad de cualquier tentativa, reducía toda su venganza a lanzar imprecaciones y ofensas contra Mazarino. También había tratado de hacer versos contra él, pero tuvo que renunciar a esta idea. Efectivamente, Beaufort no sólo no había recibido del cielo el don de hablar en verso, sino que aun en prosa le costaba mucho trabajo expresarse, y acostumbraba decir unas palabras por otras.
El duque de Beaufort era nieto de Enrique IV y de Gabriela d’Estrées, y tan bueno, tan valiente, tan altanero, y sobre todo, tan gascón como su abuelo, pero mucho menos ilustrado. Cuando murió Luis XIII fue por algún tiempo el favorito, el primer personaje de la corte; pero un día se vio obligado a ceder su puesto a Mazarino, y no ocupó más que el segundo lugar; otro día acometió la torpeza de incomodarse por esta transposición y la indiscreción de decirlo, y de resultas la reina le mandó detener y conducir al castillo de Vincennes por el mismo Guitaud que vimos aparecer al principio de esta historia, y a quien tendremos ocasión de encontrar de nuevo. Entiéndase bien, que decir la reina, es decir Mazarino. No sólo se habían descargado así de su persona y de sus pretensiones, sino que ya no se contaba con él, no obstante su carácter de príncipe y de su popularidad. Cinco años hacía que habitaba un aposento muy poco regio en la torre de Vincennes.
Este espacio de tiempo, durante el cual hubiesen madurado las ideas de cualquier otro que no hubiera sido Beaufort, pasó sobre su cabeza sin mudarle en nada. En efecto, otro hubiera reflexionado que a no haber simulado desafiar al cardenal, despreciar a los príncipes y marchar solo, sin más acólitos, como dice el cardenal de Retz, que algunos melancólicos que siempre tenían facha de estar formando castillos en el aire, hubiera alcanzado en aquellos cinco años, o la libertad, o defensores. Probablemente no se presentaron siquiera tales consideraciones a la imaginación del duque, quien no hacía más que afirmarse en su rebeldía con tan larga reclusión, causando sumo desagrado al cardenal con las noticias diarias que de él recibía Su Eminencia.
Perdidos sus esfuerzos poéticos, el señor de Beaufort se había dedicado a la pintura. Dibujaba con carbón las facciones del cardenal, y como su mediano talento no le permitía conseguir una gran semejanza, escribía para que no quedase la menor duda: Ritratto dell Illustrisimo Facchino Mazarini. Noticioso de esto Chavigny, hizo una visita al duque y rogóle que escogiese otra clase de pasatiempos, o cuando menos hiciese retratos sin letreros. Beaufort, semejante en esto a los encarcelados, se parecía a los niños, que sólo se obstinan en hacer lo que se les prohíbe.
M. de Chavigny tuvo noticia de ese aumento de garabatos. Poco seguro el duque de Beaufort de poder pintar una cara de frente, había convertido su cuarto en una verdadera sala de exposición. El gobernador se calló entonces, pero cierto día que estaba Beaufort jugando a la pelota, mandó pasar una esponja por todos los dibujos y pintar el cuarto al temple.
Beaufort dio muchas gracias a Chavigny por haberle preparado nuevamente los lienzos, y dividiendo su habitación en compartimientos, consagró cada uno de ellos a un paso de la vida de Mazarino.
El primero había de representar al ilustrísimo pillo Mazarini recibiendo una gran paliza del cardenal Bentivoglio, del cual había sido criado.
El segundo, al ilustrísimo pillo Mazarini desempeñando el papel de Ignacio de Loyola en la tragedia del mismo nombre.
El tercero, al ilustrísimo pillo Mazarini robando la cartera del primer ministro al señor de Chavigny, que contaba con ella.
El cuarto, al ilustrísimo pillo Mazarini negándose a dar unas sábanas al ayuda de cámara de Luis XIV, y diciendo que a un rey de Francia le basta cambiarse de sábanas de tres en tres meses.
Grandes composiciones eran éstas y excedían sin duda a las fuerzas del prisionero; contentóse, pues, con trazar los marcos y poner las inscripciones.
Pero los marcos y las inscripciones bastaron para despertar la suspicacia de Chavigny, quien envió un recado al señor de Beaufort, diciéndole que si no renunciaba a sus proyectados cuadros, le quitaría todos los medios de ejecución. Beaufort contestó que ya que le habían puesto en el caso de no poder hacerse famoso en la carrera de las armas, deseaba ver si lo conseguía en la de artista, y que no pudiendo ser un Bayardo o un Tribulcio, se proponía ser un Miguel Ángel o un Rafael.
Cierto día que Beaufort fue a pasear al patio, le quitaron su lumbre y con ella los carbones, y con los carbones la ceniza, de modo que cuando volvió no encontró el más pequeño objeto que pudiera convertirse en lápiz.
El señor de Beaufort se desesperó, echó pestes, aturdió el edificio y dijo que le querían matar de frío y humedad, como habían muerto Puy Laurens, el mariscal Ornano y el gran prior de Vendôme. A esto respondió Chavigny que no tenía más que dar su palabra de renunciar al dibujo, o de no hacer cuadros históricos, y que se le proporcionaría leña y todo lo preciso para encenderla. Beaufort no quiso dar palabra, y se pasó sin lumbre el resto del invierno.
A más de esto, durante una ausencia del prisionero, fueron borradas todas las inscripciones y el cuarto quedó blanco y desnudo, sin la menor señal de sus frescos.
El señor de Beaufort compró entonces a uno de sus celadores un perro llamado Alfónsigo, por no existir ley que prohibiese a los presos tener perros. Chavigny dio su autorización para que el cuadrúpedo cambiase de amo, y Beaufort pasaba horas enteras encerrado con su perro. Fácil era conocer que el preso las dedicaba a la educación de Alfónsigo, pero no se sabía cuál fuese ésta. Luego que quedó satisfecho de sus esfuerzos, convidó a Chavigny y a los oficiales de Vincennes a una gran representación en su cuarto. Los convidados se presentaron unos tras otros; la habitación estaba iluminada con todas las luces que había podido proporcionarse Beaufort.
Empezaron los ejercicios.
El preso había trazado en medio del cuarto, con un pedazo de yeso de la pared, una raya blanca que representaba una cuerda. Alfónsigo púsose sobre esta raya a la primera orden de su amo, se empinó sobre sus patas traseras, y con una vara de sacudir ropa entre las delanteras empezó a andar por la raya con todas las contorsiones de un volatinero. Luego que recorrió la línea algunas veces hacia adelante y hacia atrás, volvió la vara a Beaufort, y empezó a hacer los mismos ejercicios sin balancín.
La función estaba dividida en tres partes: terminada la primera, se pasó a la segunda.
Tratábase de saber qué hora era.
El señor de Chavigny enseñó su reloj a Alfónsigo. Eran las seis y media.
Alfónsigo levantó y bajó seis veces la pata, y a la séptima la dejó en el aire. Era imposible ser más claro: un reloj de sol no hubiese contestado mejor, porque sabido es que los relojes de sol no marcan la hora más que cuando es de día y no está nublado.
Después se pasó a saber cuál era entre los presentes el mejor carcelero de Francia.
El perro dio tres vueltas al círculo y fue a tenderse del modo más reverente a los pies de Chavigny.
Este celebró al pronto mucho la ocurrencia y se rio de ella. Luego se mordió los labios y frunció el ceño.
Finalmente, Beaufort propuso a Alfónsigo la difícil cuestión de cuál era el mayor ladrón del mundo conocido.
Entonces Alfónsigo dio una vuelta entera alrededor del aposento, y dirigiéndose a la puerta, se puso a aullar y a escarbar.
—Ya veis, caballeros —dijo el príncipe— que este interesante animal no encuentra aquí lo que le pido y va a buscarlo fuera. Pero tranquilizaos, no nos dejará sin respuesta. Alfónsigo, chiquito —prosiguió el duque—, ven acá.
El perro obedeció.
—¿Quién es el mayor ladrón del mundo conocido? ¿Es el secretario del rey, Le-Camus, que llegó a París con veinte mil libras, y ahora posee seis millones?
El perro movió negativamente la cabeza.
—¿Es —prosiguió el príncipe— el señor superintendente Emery, que ha dado a su hijo Thoré, cuando su matrimonio, trescientas mil libras de renta, y un palacio en cuya comparación las Tullerías es una choza y el Louvre un caserón destartalado?
El perro volvió a sacudir la cabeza negativamente.
—¿Tampoco? —dijo el príncipe—. Vamos a ver, ¿será por ventura el ilustrísimo Facchino Mazarini di Piscina?
El perro hizo desesperadamente señal de que sí, levantando y bajando ocho o diez veces la cabeza.
—Caballeros, ya lo estáis viendo —dijo Beaufort a los presentes, que entonces no se atrevieron a reírse—. El ilustrísimo Facchino Mazarini di Piscina es el mayor ladrón del mundo conocido: al menos así lo dice Alfónsigo.
Luego pasóse al tercer ejercicio, y el duque, aprovechando el profundo silencio que reinaba en la estancia, dijo para exponer el programa de esta última parte de la función.
—Caballeros, os acordaréis de que el señor duque de Guisa enseñó una vez a todos los perros de París a saltar por la señorita de Pons, a la cual había proclamado reina de las hermosas. Pues bien, señores, aquello no valía nada, porque los animales obedecían instintivamente, sin hacer diferencia entre las personas por quienes debían saltar, y las que no tenían derecho a ello. Alfónsigo os va a probar que es muy superior a sus compañeros. Señor de Chavigny, tened la amabilidad de prestarme vuestro bastón.
Chavigny dio su bastón de caña a Beaufort, el cual lo colocó horizontalmente a la altura de un pie.
—Amigo Alfónsigo —continuó el duque—, hazme el favor de saltar por madame de Montbazon.
Todos riéronse, porque era cosa pública que cuando prendieron al duque de Beaufort era amante declarado de aquella dama. Alfónsigo no tuvo la menor dificultad, y saltó alegremente por encima del bastón.
—Eso es —dijo Chavigny—, justamente lo mismo que hacían los demás perros cuando saltaban por la señorita Pons.
—Esperad un poco —dijo el príncipe.
—Amigo Alfónsigo —prosiguió—, salta por la reina. Y levantó el bastón unas seis pulgadas.
El perro saltó respetuosamente.
—Amigo Alfónsigo —continuó el duque levantando el bastón otras seis pulgadas más—, salta por el rey.
El perro tomó carrera, y a pesar de la elevación saltó con limpieza.
—Atención ahora —repuso el duque bajando el bastón casi hasta el suelo—, salta por el ilustrísimo Facchino Mazarini di Piscina.
El perro volvió el cuarto trasero al bastón.
—¡Cómo! ¿Qué es eso? —exclamó Beaufort describiendo un semicírculo de la cola a la cabeza del animal y presentándole de nuevo el bastón—: salta, Alfónsigo.
Pero Alfónsigo giró como antes sobre sí mismo.
El señor de Beaufort repitió la evolución y la orden; mas entonces se apuró la paciencia de Alfónsigo, y arrojándose con furor sobre el bastón, lo arrancó de manos del príncipe y lo rompió con los dientes.
El duque quitóle los dos pedazos de la boca, y con la mayor gravedad los devolvió a Chavigny, pidiéndole mil perdones y diciendo que se había concluido la función; pero que si dentro de tres meses deseaba asistir a otra, Alfónsigo tendría aprendidas más habilidades. Alfónsigo murió envenenado tres días después.
En vano fueron, como era de suponer, todas las diligencias para descubrir al culpable. Beaufort enterró a su perro, poniéndole este epitafio:
«Aquí yace Alfónsigo, uno de los perros más diestros que han existido».
Nada podía objetarse contra este elogio, y el señor de Chavigny hubo de admitirle.
Pero al duque se le ocurrió decir entonces que habían ensayado en su perro la droga que proponíanse usar contra él, y un día se metió en la cama después de comer, gritando que tenía cólico y que Mazarino le había envenenado.
Esta novedad llegó a conocimiento del cardenal y le asustó mucho. La torre de Vincennes pasaba por muy malsana. La señora de Rambouillet había dicho que el aposento en que murieron Puy Laurens, el mariscal Ornano y el ilustre prior de Vendôme, valía lo que pesaba de arsénico, y este dicho pasó con gran aceptación de boca en boca. Mazarino dispuso que el prisionero no comiese de ningún plato sin que otra persona lo probase antes. El oficial La-Ramée fue nombrado entonces catador del vino y los manjares del duque.
El señor de Chavigny no perdonó al duque los insultos que ya expiara el inocente Alfónsigo. Chavigny era hechura del difunto cardenal, y aun algunos le hacían pasar por hijo; de un modo u otro debía entender de tiranía. Para vengarse de Beaufort, quitóle los cuchillos de hierro y los tenedores de plata que hasta entonces había usado, enviándole cuchillos de plata y tenedores de madera. Beaufort se quejó; pero Chavigny le dio por contestación que el cardenal había dicho a la señora de Vendóme, que su hijo estaba en Vincennes por toda su vida, y que temía que el prisionero intentara suicidarse al saber esta desastrosa noticia. Quince días más tarde vio Beaufort en el camino del juego de pelota, dos filas de arbolitos del grueso del dedo meñique; preguntó que significaba aquello, y le contestaron que era para que algún día pudiese pasear a su sombra. Otra mañana fue el jardinero a visitarle, y so pretexto de consolarle, le dijo que iban a plantar en la huerta tablares de espárragos para él. Sabido es que los espárragos, que ahora tardan cuatro años en nacer, tardaban cinco en aquel tiempo en que el cultivo de la jardinería estaba menos adelantado. Esta atención enfureció a Beaufort.
En tan críticas circunstancias creyó el duque que era llegada la hora de recurrir a uno de sus cuarenta medios, y comenzó por el más sencillo, que era el de seducir a La-Ramée; pero La-Ramée, que había dado 1.500 escudos por su empleo de oficial, le tenía mucho cariño. De suerte qué en lugar de entrar en los planes del preso, corrió a avisar al señor de Chavigny, el cual puso inmediatamente ocho hombres en el mismo cuarto del príncipe, dobló los centinelas, y triplicó los retenes. Desde aquel instante el príncipe no pudo dar un paso sin llevar cuatro hombres delante y cuatro detrás, amén de los que iban a sus costados.
Al principio rióse mucho Beaufort de esta severidad, que le servía de distracción. A todas horas repetía: «Esto me distrae, esto me diversica mucho». Beaufort quería decir: esto me divierte, pero ya sabemos que no siempre decía lo que deseaba decir. Después añadía: «Por lo demás, cuando se me antoje sustraerme a los honores que me hacéis, aún me quedan treinta y nueve medios».
Pero por fin esta distracción se convirtió en fastidio. Beaufort se mantuvo firme seis meses por baladronada; mas al terminar el medio año, empezó a fruncir el ceño y a contar los días, viendo siempre a aquellos hombres sentarse cuando se sentaba, levantarse cuando se levantaba, y pararse cuando se paraba.
Esta nueva persecución recrudeció el odio del duque hacia Mazarino. Votaba y juraba sin cesar, y aseguraba que había de hacer un picadillo con orejas mazarinas. ¡Horrible proyecto! El cardenal, al oírlo, se encasquetó involuntariamente el capelo hasta el pescuezo.
Cierto día reunió Beaufort a sus celadores, y a pesar de su proverbial dificultad de elocución, pronunció este discurso, que es preciso confesar tenía preparado de antemano.
—Señores —díjoles—: ¿permitiréis que un nieto del buen rey Enrique IV esté sufriendo tanta ignominia y tantos insultos? ¡Yo he reinado casi en París, sabedlo! ¡He guardado un día entero al rey y a su hermano! La reina me amaba entonces y me llamaba el hombre más de bien del reino. Señores, sacadme de aquí: iré al Louvre, torceré el pescuezo a Mazarino, seréis mis guardias de corps, y os haré oficiales con crecidos sueldos. ¡Voto a tal! ¡De frente, marchen!
Pero la elocuencia del nieto de Enrique IV, aunque tan patética, no conmovió a aquellos corazones de piedra. Viendo que ni uno solo se movía, Beaufort llamólos tunantes a todos, y desde entonces los tuvo por acérrimos enemigos.
Cuando Chavigny pasaba a visitarle, lo cual sucedía dos o tres veces a la semana, el duque aprovechaba la ocasión para amenazarle.
—¿Qué haríais —le decía— si el mejor día vieseis asomar un ejército de parisienses armados de punta en blanco y erizados de mosquetes, que viniese a sacarme de este cautiverio?
—Señor —respondía Chavigny saludando profundamente al príncipe—: tengo veinte piezas de artillería, y pólvora y balas para treinta mil disparos. Los recibiría a cañonazos.
—Sí, mas luego que disparaseis los treinta mil tiros, tomarían el castillo, y una vez tomado, me vería obligado a dejarles que os ahorcasen, lo cual me disgustaría mucho.
Y devolvió su saludo a Chavigny con la mayor política.
—Pero yo, señor —respondía Chavigny—, antes que el primero pasase por las poternas o pusiese el pie en la muralla, tendría muy a mi pesar que mataros por mi propia mano, en razón a que me estáis confiado muy especialmente, y tengo que entregaros muerto o vivo.
Y saludaba nuevamente a su alteza.
—Ya —continuaba el duque—; pero como es probable que esa buena gente no viniese aquí sin haber apretado antes el pescuezo al señor Julio Mazarini, iríais con tiento en esto de ponerme la mano encima, y me dejaríais vivir por no morir descuartizado entre cuatro caballos, lo cual es siempre más duro que morir ahorcado.
Tales tiroteos agridulces duraban diez, quince, veinte minutos, y siempre acababan de este modo:
El señor de Chavigny dirigíase a la puerta, y gritaba:
—¡Hola! ¡La-Ramée!
El oficial entraba.
—La-Ramée —decía Chavigny—, os recomiendo muy especialmente al señor de Beaufort: tratadle con todas las consideraciones debidas a su clase y su nombre, a cuyo fin no le perderéis de vista ni un instante.
En seguida retirábase saludando a Beaufort con una ironía que ponía el colmo a su cólera.
Era, pues, La-Ramée comensal obligado, centinela perpetuo y sombra de los pasos del príncipe; pero debemos manifestar que la compañía de aquel oficial, hombre de buen humor, franco, gran bebedor y no menos consumado jugador de pelota, servía más bien de distracción que de fatiga a Beaufort, el cual no le hallaba otro defecto que el de ser incorruptible.
Por desgracia no sucedía lo mismo a maese La-Ramée, y aunque tuviese en algo el honor de permanecer encerrado con un preso de tanta importancia, el placer de vivir familiarmente con un nieto de Enrique IV no compensaba el de visitar de vez en cuando a su familia. Bien se puede ser oficial del rey al mismo tiempo que buen padre y buen esposo. Maese La-Ramée adoraba a su mujer y a sus hijos, que sólo érale lícito ver desde lo alto de la muralla, cuando iban a pasearse al otro lado del foso, para proporcionarle aquel consuelo paternal y conyugal: y esta era tan poca cosa, que el oficial comprendía que su buen humor (al cual atribuía su excelente salud, sin calcular que probablemente sería, por el contrario, resultado de ella) no resistiría mucho a tal método de vida. Esta convicción subió de punto cuando cesaron las vistas de Chavigny a Beaufort, por haberse exacerbado de día en día sus mutuas relaciones. Entonces conoció La-Ramée que la responsabilidad pesaba más que nunca sobre su cabeza, y como justamente deseaba todo lo contrario, por las razones que hemos dicho, aceptó de buen grado la proposición que le hizo su amigo el administrador del mariscal de Grammont de admitir a Grimaud a sus órdenes, habló de ella inmediatamente a Chavigny, y éste no manifestó oposición, siempre que el sujeto le conviniese.
Consideramos completamente inútil describir física o moralmente a Grimaud; pues si nuestros lectores no han olvidado la primera parte de esta obra, deben conservar una idea bastante clara de este apreciable personaje, quien no había sufrido otra variación que la de tener veinte años más; adquisición que le había hecho todavía más taciturno y silencioso a pesar de que Athos le levantara la prohibición de hablar, observando el cambio que en él se había verificado.
Mas ya en aquella época, hacía doce o quince años que Grimaud callaba, y una costumbre de doce o quince años es una segunda naturaleza.