Vamos a decir lo que había ocurrido, y cuál era la causa que exigía la vuelta de D’Artagnan a París.
Una noche en que Mazarino iba, según acostumbraba, al cuarto de la reina, después de recogerse todos, pasó por delante de la sala de guardias, la cual tenía una puerta que daba a sus antecámaras: oyó voces en ella, y deseando saber de qué hablaban los soldados, se acercó a paso de lobo; empujó la puerta, y asomó la cabeza.
Los guardias tenían una discusión grave.
—Yo aseguro —decía uno— que, si Coysel lo ha profetizado, es tan verdad como si ya hubiese sucedido. No le conozco; pero he oído decir que no sólo es astrólogo, sino mágico.
—Pues mira —dijo otro— si es amigo tuyo, cuidado con lo que dices, porque le estás haciendo un flaco servicio.
—¿Por qué?
—Porque sería muy fácil que le procesaran.
—¡Bah! Ya no queman a los hechiceros.
—¿Que no? Pues no hace tanto tiempo que el difunto cardenal mandó quemar a Urbano Grandier. Como que yo permanecí de piquete junto a la hoguera y le vi asarse.
—Urbano Grandier no era hechicero, sino sabio, lo cual es muy diferente. No profetizaba el porvenir, pero recordaba lo pasado, lo cual es mucho peor a veces.
Mazarino movió la cabeza en señal de aprobación; pero deseando saber de qué predicción se trataba, prosiguió escuchando.
—Yo no digo —respondió el guardia— que Coysel no sea hechicero; pero si publica de antemano sus predicciones, de seguro no se realizan.
—¿Por qué?
—Claro está: si tú y yo nos estamos batiendo, y yo te digo: voy a darte una estocada en tal o cual parte, naturalmente la pararás. Pues bien, si Coysel habla de modo que el cardenal le oiga: antes de tal día se escapará tal preso, es evidente que el cardenal tomará sus precauciones, y el preso no se escapará.
—Pero, caballeros —dijo otro que estaba tendido sobre un banco, y que a pesar de que aparentaba dormir, no perdía una palabra de la conversación—, ¿os parece que el hombre puede librarse de su destino? Si está escrito que el duque de Beaufort se ha de escapar, lo conseguirá, haga lo que quiera el cardenal.
Mazarino palideció: era italiano o lo que es lo mismo supersticioso; presentóse de repente en medio de los guardias, los cuales al verle interrumpieron el diálogo.
—¿Qué decíais, señores? —preguntó con su acento meloso—. ¿No hablabais de que se había escapado el duque de Beaufort?
—¡Oh! No, señor —dijo el soldado incrédulo—; por ahora no hay cuidado. Lo que se decía es que ha de escaparse.
—¿Y quién decía eso?
—Vamos, repetid vuestra relación, Saint-Laurent —dijo el guardia dirigiéndose a su compañero.
—Señor —respondió éste—, estaba contando a estos señores lo que he oído acerca de la predicción de un tal Coysel, el cual supone que por mucho que custodien al señor de Beaufort, se ha de escapar antes de la pascua de Pentecostés.
—¿Y ese Coysel es algún loco? —preguntó el cardenal sonriéndose.
—No, señor —respondió el guardia insistiendo en su credulidad—: ha profetizado muchas cosas que luego se han verificado, como por ejemplo, que la reina daría a luz un hijo; que el señor de Coligny moriría en duelo sostenido con el duque de Guisa, y que el coadjutor sería cardenal. La reina ha dado a luz no sólo un hijo, sino otro más dos años después, y el señor de Coligny murió como había predicho.
—Sí —dijo Mazarino—; pero el coadjutor no es cardenal.
—No, señor —contestó el guardia—; pero lo será.
Mazarino hizo un mohín que significaba: «aún no lo hemos visto». Luego añadió:
—De suerte que, según vuestro parecer, el señor de Beaufort ha de escaparse.
—Y tanto —dijo el soldado—, que si Vuestra Eminencia me ofreciese en este instante el empleo del señor de Chavigny, es decir, ser gobernador del castillo de Vincennes, no lo aceptaría. ¡Oh! Pasada la pascua, otra cosa sería.
Nada es tan claro como una íntima convicción; influye hasta sobre los mismos incrédulos, y ya hemos dicho que Mazarino, lejos de ser incrédulo, era supersticioso. Se retiró muy preocupado.
—¡Avaro! —dijo el guardia que estaba recostado en la pared—. Finge que no cree en vuestro mágico, Saint-Laurent, para no tener que daros un cuarto; pero, apenas vuelva a su cuarto, se utilizará de vuestro aviso.
En efecto, en vez de continuar su camino hacia el aposento de la reina, Mazarino volvió a su despacho, y llamando a Bernouin, prevínole que al amanecer del día siguiente enviase a buscar al oficial encargado de vigilar al señor de Beaufort, y que le despertase apenas llegara.
El guardia había puesto inadvertidamente el dedo en la llama más viva del cardenal. Cinco años hacía que el señor de Beaufort estaba preso, y no pasaba día sin que Mazarino pensase que habría de salir en libertad de un instante a otro. Un nieto de Enrique IV no podía estar preso toda su vida, sobre todo cuando el tal nieto apenas tenía treinta años… Y si salía de su prisión, de cualquiera manera que fuera, ¡cuán terrible no sería el odio que debía haber concebido durante su cautividad contra la persona que, cogiéndole rico, valiente, glorioso, amado de las mujeres y temido de los hombres, había cercenado la mayor parte de su vida, porque vivir encarcelado es morir! Entretanto, Mazarino redoblaba su vigilancia con el señor de Beaufort, aunque, como el avaro de la fábula, no podía dormir junto a su tesoro. Algunas veces despertaba sobresaltado, soñando que le habían robado al señor de Beaufort. Entonces pedía noticias de él, y cada vez que lo hacía, tenía el dolor de oír que el prisionero jugaba, bebía, cantaba, admirablemente; pero que jugando, y bebiendo, y cantando, se interrumpía a menudo para jurar que Mazarino le pagaría caros todos aquellos placeres que le obligaba a disfrutar en Vincennes.
Estos pensamientos habían inquietado al ministro durante su sueño; así que cuando entró Bernouin en su cuarto a las siete de la mañana para llamarle, sus primeras palabras fueron:
—¡Eh! ¿Qué sucede? ¿Se ha escapado el señor de Beaufort?
—Creo que no, monseñor —contestó Bernouin, cuya impasibilidad oficial jamás se desmentía—; pero en todo caso podéis salir de dudas, porque el oficial La-Ramée, a quien fueron a buscar esta mañana a Vincennes, está afuera aguardando órdenes de Vuestra Eminencia.
—Abrid aquí y hacedle entrar —dijo Mazarino, arreglando sus almohadas para recibirle sentado en la cama.
El oficial entró. Era alto y grueso, de abultados carrillos y de buena presencia. Tenía un aire de tranquilidad que no dejó de inquietar a Mazarino.
—Vaya una traza de tonto —murmuró.
El oficial habíase quedado en pie a la puerta sin hablar palabra.
—Acercaos, caballero —dijo Mazarino.
El oficial obedeció.
—¿Sabéis lo que por aquí se cuenta? —continuó el cardenal.
—No, eminentísimo señor.
—Pues cuentan que el señor de Beaufort va a fugarse de Vincennes, si ya no lo ha hecho.
El rostro del oficial expresó el más profundo asombro. Abrió a un tiempo sus pequeños ojos y su desmesurada boca, para saborear mejor la broma que Su Eminencia le hacía el honor de dirigir; pero no pudiendo pensar mucho tiempo con seriedad en semejante suposición, soltó la carcajada con tanta fuerza, que sus rollizos miembros estremeciéronse con aquel arranque de jovialidad, como si padecieran una fiebre violenta.
Mucho agradó a Mazarino este desahogo tan poco reverente; pero, sin embargo, no perdió su gravedad.
Luego que río La-Ramée a sus anchas y que se limpió los ojos, creyó que era tiempo de hablar y decir la causa de su intempestiva alegría.
—¡Fugarse, monseñor, fugarse! Pero, ¿no sabe Vuestra Eminencia dónde está el señor de Beaufort?
—Sí, señor: no ignoro que está en la torre de Vincennes.
—Sí, monseñor, en un cuarto cuyas paredes tienen siete pies de espesor y cuyas ventanas están guarnecidas con barras cruzadas, cada una del grueso de un brazo.
—Caballero —dijo Mazarino—, con paciencia taládranse todas las paredes, y con el resorte de un reloj se puede limar un barrote.
—Pero monseñor ignora, sin duda, que hay ocho guardias destinados a vigilarle, cuatro en su antesala y cuatro en su cuarto, y que estos guardias no le abandonan jamás.
—Pero sale de su cuarto: juega al mallo y a la pelota.
—Señor, son diversiones que se permiten a los presos. Sin embargo, se suprimirán si Vuestra Eminencia lo dispone así.
—No, no —repuso Mazarino, temiendo que si quitaba, esta distracción a su prisionero y si éste llegaba a salir de Vincennes, le profesaría todavía más odio—. Pero desearía saber con qué personas juega.
—Con el oficial de guardia, conmigo o con los demás presos.
—¿Y no se aproxima a las murallas?
—Señor, ¿no sabe Vuestra Eminencia cómo son las murallas? Tienen sesenta pies de elevación, y dudo que el señor de Beaufort esté tan cansado de vivir que se arriesgue a estrellarse, arrojándose por ellas.
—¡Hum! —exclamó el cardenal empezando a tranquilizarse—. ¿Con que decís, querido de La-Ramée…?
—Que como el señor de Beaufort no se convierta en pájaro, respondo de él.
—Mirad que es mucho afirmar —respondió Mazarino—. El señor de Beaufort dijo a los guardias que le llevaron a Vincennes, que había pensado muchas veces en que podía ser preso, y que para este caso tenía cuarenta medios de huir.
—Señor, si entre esos cuarenta medios hubiera uno bueno, ya hace tiempo que el duque de Beaufort lo hubiera utilizado —respondió La-Ramée.
—No es tan tonto como yo pensaba —dijo Mazarino.
—Además, monseñor tendrá presente que el señor de Chavigny es gobernador de Vincennes —continuó La-Ramée— y el señor de Chavigny no es amigo del duque de Beaufort.
—Sí, mas el señor de Chavigny va a ausentarse.
—Quedo yo.
—Sí, pero ¿y cuando os ausentéis vos? —dijo Mazarino.
—Entonces permanecerá en mi lugar otro que aspira a ser oficial de guardias de su majestad, y que le vigila en toda regla. Tres semanas hace que le he tomado a mi servicio, y no le encuentro más falta que tratar al prisionero con extremada dureza.
—¿Quién es ese cancerbero? —preguntó el cardenal.
—Un tal Grimaud.
—¿Qué hacía antes de colocarse en Vincennes?
—Residía en una provincia, según me dijo el que me lo ha recomendado: tuvo no sé qué lío a causa de su mala cabeza, y creo que no sentiría lograr la impunidad bajo el uniforme del rey.
—¿Y quién os lo ha recomendado?
—El administrador del duque de Grammont.
—¿De modo que es hombre de fiar?
—Como yo mismo, señor.
—¿Es hablador?
—¡Jesús! Señor, al principio le creí mudo; no habla ni responde más que por señas; parece que el amo que tuvo anteriormente le enseñó a eso.
—Pues bien, manifestarle, amigo La-Ramée, que si desempeña bien su destino, se le perdonarán su pecadillos pasados, se le dará un uniforme que le haga respetar, y en los bolsillos de ese uniforme se pondrán algunos doblones para que beba a la salud del rey.
Mazarino era muy pródigo de promesas, al contrario del buen Grimaud, de quien tan buen concepto tenía La-Ramée, el cual hablaba poco y hacía mucho.
El cardenal hizo a La-Ramée otras varias preguntas acerca de los alimentos, la habitación y la cama del preso, respondiendo el oficial de un modo tan satisfactorio, que el cardenal le despidió casi del todo tranquilo.
Eran las nueve de la mañana. Mazarino se levantó, se perfumó, se vistió y pasó al cuarto de la reina, para participarle los motivos que le habían detenido en el suyo. La reina, que no temía menos que el cardenal a Beaufort, y que era casi tan supersticiosa como aquél, le hizo repetir literalmente todas las promesas de La-Ramée y todos los elogios que a su subalterno tributaba, y cuando acabó el cardenal, le dijo a media voz:
—¡Ay! ¡Ojalá tuviéramos un Grimaud al lado de cada príncipe!
—¡Paciencia! —dijo Mazarino con su sonrisa italiana—. Quizás un día lo consigamos; pero entretanto…
—¿Qué?
—Voy a tomar medidas de precaución.
Inmediatamente escribió a D’Artagnan que acelerase su vuelta.