Capítulo XEl padre Herblay

A la salida del pueblo torció Planchet a la izquierda, como Aramis habíale dicho, y se detuvo al pie de la ventana iluminada. Aramis se apeó y dio tres palmadas. En el mismo momento se abrió la ventana y cayó una escala de cuerda.

—Amigo —dijo Aramis—, si queréis subir tendré el mayor gusto en recibiros.

—¿Así entráis en vuestra casa? —preguntó D’Artagnan.

—Después de las nueve de la noche no hay otro remedio ¡vive Dios! La consigna del convento es muy severa.

—Dispensad, creo que habéis dicho: ¡vive Dios!

—¿Sí? —contestó Aramis, riéndose—. Puede ser. No podéis suponeros las malas costumbres que se adquieren en estos malditos conventos y lo mal criados que son los clerizontes, entre los que me veo precisado a vivir. Pero ¿no subís?

—Id delante.

—«Para enseñaros el camino», como decía el difunto cardenal al rey difunto.

Aramis puso aceleradamente el pie en la escala y subió.

D’Artagnan subió detrás de él, pero más despacio, porque el camino no le era tan familiar como a su amigo.

—Os pido me perdonéis —dijo Aramis, observando su torpeza—; si hubiese tenido noticia de vuestra visita, hubiese mandado traer la escalera del jardinero. Yo me arreglo con ésta.

—Señor —dijo Planchet cuando vio a D’Artagnan a punto de acabar su ascensión—; así sale del apuro M. Aramis, salís vos y en rigor podría salir yo, pero los caballos no pueden trepar por la escala.

—Conducirlos al cobertizo —dijo Aramis, señalando a Planchet uno que había a poca distancia—. Allí tenéis paja y avena que les podéis dar.

—¿Y para mí? —dijo Planchet.

—Volved a este sitio, dad tres palmadas y os surtiremos de víveres, perded cuidado. ¡Qué diablo! Nadie se muere aquí de hambre.

Y Aramis cerró la ventana, retirando la escala.

D’Artagnan examinaba mientras tanto el cuarto.

Nunca había visto un aposento más guerrero ni más elegante. En los ángulos había trofeos de armas que ofrecían a la vista espadas de distintas clases y cuatro cuadros grandes que representaban al cardenal de Lorena, al cardenal de Richelieu, al cardenal de la Velette y al arzobispo de Burdeos, todos en traje de guerra. Nada demostraba que aquella fuese la habitación de un eclesiástico; las colgaduras eran de damasco, los tapices de las fábricas de Alenzon, y la cama particularmente, con sus guarniciones de encaje y su almohadón bordado, parecía pertenecer más bien a una coqueta que a un hombre que había hecho voto de abstinencia y de mortificación.

—¿Estáis mirando mi tugurio? —preguntó Aramis—. ¿Qué queréis? Estoy alojado como un ermitaño. Pero… ¿qué es lo que andáis buscando?

—Busco á la persona que os ha echado la escala. A nadie veo, y, no obstante, ella no se ha puesto sola.

—Bazin la ha puesto.

—¡Hola!, ¡hola! —dijo D’Artagnan.

—¡Oh! —prosiguió Aramis—. Mi Bazin está muy bien enseñado, y al verme venir con compañía se habrá retirado por discreción. Sentaos y conversemos.

Aramis presentó a D’Artagnan un gran sillón, en el cual se arrellanó éste.

—Por descontado cenaréis conmigo, ¿no es verdad? —preguntó Aramis.

—Como deseéis —dijo D’Artagnan—; y me viene perfectamente, porque la caminata me ha abierto las ganas de comer.

—¡Pobre amigo mío! La cena no será buena, porque no os esperaba.

—¿Tendremos aquí la tortilla de Crevecoeur y los tetrágonos de antaño? ¿No llamabais de este modo en otro tiempo a las espinacas?

—Espero —dijo Aramis— que con la ayuda de Dios y de Bazin encontraremos alguna cosa mejor en la despensa de los dignos padres jesuitas. ¡Bazin! ¡Amigo Bazin! ¡Venid aquí!

Abrióse la puerta, y apareció Bazin; pero al ver a D’Artagnan, soltó una exclamación, parecida a la de un desesperado.

—Amiguito —dijo D’Artagnan—, me admira el aplomo con que mentís, aun dentro de la iglesia.

—Señor —dijo Bazin—, yo he aprendido de los dignos padres jesuitas que es lícito el mentir cuando se hace con buena voluntad.

—Bien, bien, Bazin; D’Artagnan está muerto de hambre y yo también. Dadnos de cenar de lo mejor que haya, y, sobre todo, traed unas cuantas botellas de lo caro.

Bazin inclinóse respetuosamente, y se marchó exhalando un suspiro.

—Ahora que estamos solos, mi querido Aramis —dijo D’Artagnan, apartando los ojos del cuarto y volviéndolos al propietario para acabar por el traje el examen empezado por los muebles—, decidme de dónde diablos veníais cuando caísteis en la grupa del caballo de Planchet.

—¡Diantre! —dijo Aramis—. Claro está; del cielo.

—¡Del cielo! —repuso D’Artagnan, meneando la cabeza—. Tantas trazas tenéis de venir del cielo como de ir a él.

—Amigo —dijo Aramis con un aire de fatuidad que D’Artagnan no había notado en él en todo el tiempo que fue mosquetero—, si no venía del cielo, al menos salía del paraíso, cosas que se parecen mucho.

—He aquí resuelto un arduo problema —repuso D’Artagnan—. Hasta ahora no se ha podido determinar la posición positiva del paraíso: unos colócanle sobre el monte Ararat, otros entre el Tigris y el Éufrates; lo buscaban muy lejos, y según parece le tenemos en casa. El paraíso está en Noisy-le-Sec, en las tierras del palacio del arzobispo de París. Se sale de él, no por la puerta, sino por la ventana, y se baja, no por las escaleras de mármol, sino por las ramas de un tilo. El ángel que le custodia con una espada de fuego parece que ha cambiado su nombre de Gabriel por otro más mundanal de príncipe de Marsillac.

Aramis soltó una carcajada.

—¡Siempre tan jovial! —dijo—. Veo que no habéis perdido vuestro buen humor gascón. Efectivamente, hay algo de lo que decís; pero no vayáis a creer que la señora de Longueville sea objeto de mi amor.

—¡Pardiez! Ya me guardaré yo bien —dijo D’Artagnan—. Después de haber sido tanto tiempo amante de la señora de Chevreuse no faltaba más sino que os fueseis a enamorar de su más acérrima enemiga.

—Es verdad —repuso Aramis con bastante indiferencia—, estuve muy enamorado de la pobre duquesa, y debemos confesar que nos fue sumamente útil; pero ¡qué queréis!, le fue preciso salir de Francia, porque ese condenado cardenal —prosiguió echando una mirada al retrato del antiguo ministro— era mal enemigo; había dado orden de que la prendiesen y la llevasen al castillo de Loches, y era capaz de mandarla degollar como a Chalais, a Montmorency y a Cinq-Mars. Huyó disfrazada de hombre con su doncella, la pobre Ketty, y aún he oído decir que en no sé qué pueblo le sucedió una rara aventura con un cura a quien pidió hospitalidad, y que le ofreció durmiese en su misma habitación, la única que tenía: la tomó por un hombre, porque mi amada María sabía llevar los calzones con increíble soltura. No conozco más que a otra mujer que la iguale en esto. Por eso le compusieron aquellas coplas tan populares.

Y Aramis entonó una canción galante.

—¡Bravo! —dijo D’Artagnan—. Cantáis tan bien como antes, querido Aramis, y ahora veo que las misas no os han echado a perder la voz.

—Amigo —respondió Aramis—, yo siempre soy el mismo. Cuando era mosquetero, montaba las menos guardias que podía; ahora que soy clérigo, celebro las menos misas que puedo. Pero volvamos a la duquesa.

—¿A cuál? ¿A la de Chevreuse o a la de Longueville?

—Ya os he manifestado que no tengo relaciones con la de Longueville; alguna que otra coquetería cuando más. No, hablaba de la duquesa de Chevreuse. ¿La visteis cuando volvió de Bruselas, después de la muerte del rey?

—Sí, y por cierto que aún estaba linda.

—Así es: por aquella época la fui a ver algunas veces y le di buenos consejos, que no ha sabido aprovechar. Me maté en persuadirla de que Mazarino era amante de la reina; pero no me hizo caso, diciendo que conocía a Ana de Austria, y que era demasiado vanidosa para amar a semejante ente. Poco después se metió en la cábala del duque de Beaufort, y el hecho es que el ente envió a una cárcel al duque de Beaufort, y desterró a la señora de Chevreuse.

—No ignoraréis —dijo D’Artagnan— que ha conseguido licencia para volver.

—Y que ha vuelto. No tardará en cometer alguna otra torpeza.

—¡Oh! Ahora es posible que siga vuestros consejos.

—Es que ahora no he ido a verla; ha perdido mucho.

—No ha hecho lo que vos, amigo Aramis, que estáis lo mismo que antes. Siempre con ese hermoso cabello negro, con ese elegante talle y con esas manos de mujer, que son ahora manos de prelado.

—Cierto es —dijo Aramis—: me cuido mucho. Me voy haciendo viejo, pronto cumpliré treinta y siete años.

—A propósito —repuso D’Artagnan, sonriéndose—, ya que nos hemos vuelto a ver, convengamos en la edad que hemos de tener en adelante.

—¡Cómo! —dijo Aramis.

—Sí —dijo D’Artagnan—; antes tenía yo dos o tres años menos que vos, y si no me equivoco paso ya de los cuarenta.

—¿De veras? —dijo Aramis—. Entonces me equivocaré yo, porque vos siempre habéis sido un matemático excelente. ¿Con que por vuestra cuenta tengo cuarenta y tres años? ¡Cáscaras! Amigo, no vayáis a decirlo en el palacio de Ramboúillet, me haríais muy mala obra.

—Perded cuidado —respondió D’Artagnan—, no lo frecuento.

—Pero hablando de otra cosa —interrumpió Aramis—, ¿qué estará haciendo ese bruto de Bazin? Bazin, despachadnos, buena pieza. Estamos rabiando de apetito y de sed.

Bazin, que entraba en aquel instante, levantó al cielo sus manos cargadas cada una con una botella.

—Vamos a ver —dijo Aramis—, ¿está todo dispuesto?

—Sí, señor, ahora mismo —dijo Bazin—; he tardado porque como tenía que subir todas las…

—Porque siempre os parece tener puesta la sotana —interrumpió Aramis—, y perdéis el tiempo leyendo el breviario. Pues os prevengo que si a fuerza de cuidar de la capilla se os olvida el bruñir mi espada, hago una hoguera con vuestras imágenes y os tuesto en ella.

Escandalizado Bazin; hizo la señal de la cruz con la botella que tenía en la mano, y D’Artagnan, asombrado como nunca del proceder del padre Herblay, que tanto contrastaba con el del mosquetero Aramis, le contempló con ojos asombrados.

El bedel cubrió rápidamente la mesa con un mantel adamascado, y sobre él puso una vajilla tan elegante, unos manjares tan apetitosos, que D’Artagnan se quedó deslumbrado con tanta opulencia.

—¿Aguardabais a algún convidado? —le preguntó.

—No; siempre estoy prevenido para un evento; además que ya sabía que me buscabais.

—¿Por quién?

—Por el buen Bazin, a quien le pareció que erais el diablo y vino inmediatamente a avisarme del peligro que me amenazaba si volvía a juntarme con tan mala compañía como un oficial de mosqueteros.

—¡Por Dios, señor! —dijo Bazin juntando las manos en actitud suplicante.

—No soy amigo de hipocresías, Bazin. Mejor haríais en abrir esa ventana y enviar un pan, un pollo y una botella de vino a vuestro amigo Planchet, que se está cansando hace una hora en dar palmadas.

En efecto, Planchet había vuelto al pie de la ventana después de dar pienso a los caballos y había hecho la señal algunas veces.

Bazin obedeció: ató al extremo de una cuerda los tres objetos indicados y se los descolgó a Planchet, el cual, satisfecho con la ración, retiróse al cobertizo.

—Vamos a cenar —dijo Aramis.

Los dos amigos se sentaron a la mesa, y Aramis empezó a trinchar con destreza las aves que su criado había servido.

—No os tratáis mal —dijo D’Artagnan.

—Así, así; el coadjutor me ha conseguido una dispensa para los días de vigilia, a causa del estado de mi salud: tengo por cocinero al que lo fue de Lafollone, ya os acordaréis, aquel antiguo amigo del cardenal que era un famoso gastrónomo, el cual concluía siempre sus comidas con esta oración: «Dios mío haced que digiera bien lo que tan bien he comido».

—Y sin embargo, murió de una indigestión —repuso D’Artagnan.

—¡Qué queréis! Nadie puede sustraerse a su destino —contestó Aramis.

—Voy a haceros una pregunta, y perdonad si soy imprudente.

—Entre nosotros no hay indiscreción posible.

—¿Os habéis hecho rico?

—No, ciertamente. Reúno unas doce mil libras al año, amén de mil escudos de un pequeño beneficio que me dio el príncipe de Condé.

—¿Y de qué ganáis las doce mil libras? ¿De vuestros versos? —preguntó D’Artagnan.

—No; he renunciado a la poesía: compongo alguna canción báquica, algún madrigal, algún epigrama, pero nada más. Me he dedicado a componer sermones.

—¡Sermones!

—De primer orden, según dicen.

—¿Y los predicáis?

—Los vendo.

—¿A quién?

—A mis colegas que aspiran a pasar por grandes oradores.

—¿Y no os ha tentado jamás el amor a la gloria?

—Sí, pero siempre me ha vencido la naturaleza: cuando me hallo en el púlpito y me mira una muchacha de ojos negros, no puedo menos que mirarla también: se sonríe y me sonrío. Entonces se me va el santo al cielo, y en vez de hablar de los tormentos del infierno, hablo de las delicias del paraíso. Un día recuerdo que me sucedió esto en la iglesia de San Luis, en el Marais. Un quídam se echó a reír, y yo interrumpí mi sermón para llamarle irreverente. La gente salió a la calle para coger piedras, y yo aproveché aquel tiempo para dar tal giro a mi discurso, que en vez de apedrearme a mí, le apedrearon a él. Debo agregar que al día siguiente fue a verme, creyendo que trataba con un cura cualquiera…

—¿Y qué resultó de su visita?

—Que nos citamos para la Plaza Real… Pero vos debéis tenerlo presente…

—¿Fue tal vez del lance en que os serví de padrino?

—Sí. ¡Ya visteis cómo le traté!

—¿Y murió?

—Lo ignoro: por si acaso le di la absolución in articulo inortis. Pase que perdiese la vida, ¡pero el alma!…

Bazin hizo un gesto de desesperación como demostrando que aprobaba aquella doctrina, pero no el tono en que la decía su amo.

—Amigo Bazin —le dijo éste—. ¿No habéis observado que os estoy viendo en este espejo, y que os he prohibido de una vez para siempre hacer la menor señal de aprobación o desaprobación? Dadnos vino de España, y retiraos. M. D’Artagnan tiene que hablarme en secreto, ¿no es así?

D’Artagnan movió la cabeza afirmativamente, y Bazin retiróse después de poner sobre la mesa el vino.

Una vez solos los dos amigos guardaron silencio por algunos momentos durante los cuales, Aramis digería la cena y D’Artagnan preparaba su exordio. Uno y otro se miraban de reojo, cuando creían no ser observados.

Finalmente Aramis rompió el silencio.