D’Artagnan empezó a andar hacia el Puente Nuevo, muy contento por haber encontrado a Planchet, pues aunque aparentemente prestaba un servicio amparando a su antiguo criado, en realidad lo recibía de él. En efecto, nada podía serle más útil en aquellos momentos que un criado listo y valiente. Verdad era, que según todas las probabilidades, Planchet no había de estar mucho tiempo a su lado, pero aunque recobrase su posición social de confitero, siempre quedaría reconocido a D’Artagnan por haberle salvado la vida o poco menos; y nuestro gascón creía conveniente tener amigos en las filas del pueblo, cuando éste se preparaba a hacer la guerra a la corte.
Siempre era contar con un punto de apoyo en el campo enemigo, y para un hombre astuto como D’Artagnan no había detalle que fuese insignificante.
Encontrábase, pues, nuestro hombre en buena disposición de ánimo cuando llegó a Nuestra Señora. Subió las gradas, entró en la iglesia, y dirigiéndose a un sacristán que barría una capilla, le preguntó si conocía a Bazin.
—¿El señor Bazin el bedel?
—El mismo.
—Está ayudando a misa en la capilla de la Virgen.
—D’Artagnan sintió gran alegría, pues a pesar de las seguridades de Planchet dudaba mucho de encontrar a Bazin, pero teniendo ya un hilo en la mano confiaba en desenredar toda la madeja.
Para no perder de vista a Bazin, fue a arrodillarse delante de la capilla. La misa era rezada y debía concluir pronto, D’Artagnan, que no era muy devoto, empleó el tiempo en examinar a Bazin.
Llevaba su traje con tal majestad y prosopopeya, que fácilmente se advertía que si no había llegado al colmo de su ambición le faltaba poco, y que la varita de ballena que tenía en la mano le parecía tan honrosa como el bastón de mariscal que Condé arrojó en las filas enemigas en la batalla de Friburgo. Su físico había experimentado un cambio casi tan radical como su traje. Todo su cuerpo se había redondeado, y de su rostro habían desaparecido todas las partes salientes. Es cierto que conservaba la misma nariz, pero sus mejillas se habían abultado tan considerablemente que casi desaparecía entre ellas, la barba se escapaba bajo su garganta, y una carnosidad, que no era gordura, sino cierta hinchazón, tenía sus ojos como en prensa; en cuanto a su frente, los cabellos cortados igual y santamente la cubrían hasta unas tres líneas más allá de las cejas. Apresurémonos a manifestar que la frente de Bazin, aun en los tiempos en que más descubierta se hallaba, no había presentado nunca arriba de pulgada y media de superficie.
El sacerdote terminaba la misa, al mismo tiempo que D’Artagnan su examen: pronunció aquellas palabras sacramentales, y se retiró dando su bendición, con gran asombro de D’Artagnan, individualmente a cada circunstante, que la recibía de rodillas. Pero la admiración de D’Artagnan cesó al punto que reconoció en el celebrante al mismo coadjutor,[3] esto es, el famoso Juan Francisco Gondi, que presintiendo en aquella época el papel que iba a hacer, principiaba a ganarse popularidad, celebraba de vez en cuando una de esas misas matutinas, a las que sólo el pueblo tiene costumbre de asistir.
D’Artagnan prosternóse de rodillas como los demás, recibió también su bendición e hizo la señal de la cruz; pero en el momento en que Bazin pasaba por delante de él con los ojos levantados al cielo y yendo humildemente el último, le tiró de la extremidad del hábito.
Bazin bajó los ojos y dio un salto hacia atrás como si hubiera visto una serpiente.
—¡El señor de D’Artagnan! —exclamó—. ¡Vade retro, Satanás!
—Está bien, amigo Bazin —dijo el oficial riéndose—; ¿de ese modo recibís a un antiguo amigo?
—Señor mío —contestó Bazin—, los verdaderos amigos de un cristiano son los que le ayudan a salvarse, y no los que se lo estorban.
—No os entiendo, Bazin —dijo D’Artagnan—, y no veo en qué puedo haber suscitado obstáculos a vuestra salvación.
—Olvidáis —dijo Bazin—, que estuvisteis a punto de imposibilitar para siempre la de mi pobre amo, y que no ha consistido en vos el que no se condenase prosiguiendo la vida de mosquetero, cuando su vocación le inclinaba tan fervorosamente a la iglesia.
—Querido Bazin —contestó D’Artagnan—, por el sitio en que me halláis podéis conocer que he variado mucho. Con la edad se adquiere juicio, y persuadido de que vuestro amo está en camino de salvación, vengo a que me digáis dónde se encuentra, para que con sus consejos me ayude a salvarme también.
—Decid mejor que venís a llevárosle otra vez al mundo. Afortunadamente —añadió Bazin—, no sé dónde está: no me atrevería a mentir en este sagrado recinto.
—¡Cómo! —exclamó D’Artagnan, a quien se le cayó el alma a los pies con esta respuesta—. ¿No sabéis dónde está Aramis?
—¡Aramis! —dijo Bazin—. Aramis era su nombre de perdición: Aramis es anagrama de Simara, que es como se llama un demonio, y mi señor ha abandonado para siempre ese nombre.
—Por lo tanto —dijo D’Artagnan resuelto a llevar a término su paciencia—, no pregunto por Aramis, sino por el señor Herblay. Ea, pues, amigo Bazin, decidme dónde está.
—¿No habéis oído, caballero, que no lo sé?
—Cierto; pero a eso contesto yo que es imposible.
—Pues es cierto, caballero, la verdad pura, una verdad evangélica.
D’Artagnan vio claramente que no sacaría partido de Bazin; conocía que mentía, pero mentía con tanto empeño, con tanta firmeza, que era fácil conocer que no se retractaría.
—Está bien, Bazin —dijo D’Artagnan—; ya que no sabéis dónde vive vuestro amo, no se hable más palabra; separémonos como amigos y tomad este medio doblón para echar un trago a mi salud.
—No lo gasto, señor —dijo Bazin apartando majestuosamente la mano del oficial—; eso es bueno para los seglares.
—¡Incorruptible! —murmuró D’Artagnan—. ¡Cuidado que soy desgraciado!
Y distraído en sus reflexiones soltó el ropaje de Bazin; éste se aprovechó de la libertad que se le daba para tocar retirada y no paró hasta la sacristía, cuya puerta creyó preciso cerrar para ponerse enteramente a cubierto.
D’Artagnan se había quedado inmóvil, pensativo, y contemplaba con fijeza la puerta, tras la cual se había parapetado Bazin, cuando sintió que le tocaban ligeramente.
Volvió la cabeza, e iba a prorrumpir en una exclamación de admiración, cuando la persona que le había tocado con la extremidad del dedo, llevó el mismo dedo a los labios, imponiéndole silencio.
—¡Vos aquí, amigo Rochefort! —elijo D’Artagnan a media voz.
—¡Silencio! —respondió Rochefort—. ¿Sabíais que estuviese en libertad?
—Por buen conducto.
—¿Por cuál?
—Por Planchet.
—¡Cómo! ¿Por Planchet?
—Justamente; él fue quien os libertó.
—¿Planchet? En efecto, creí reconocerle. Eso prueba, amigo mío, que siempre es útil hacer un favor.
—¿Y qué deseáis hacer aquí? —preguntó D’Artagnan.
—Vengo a dar gracias a Dios por mi feliz excarcelación —dijo Rochefort.
—¿Y a qué más? Porque presumo que no traeréis ese solo objeto.
—A tomar órdenes del coadjutor, para ver si damos un disgusto a Mazarino.
—¡Cuidado no volváis otra vez a la Bastilla!
—Haré todo lo posible por evitarlo. ¡Sabe tan bien el aire libre, que ahora mismo voy a dar un paseo por el campo, a hacer un viaje a las provincias!
Y al decir esto, Rochefort respiraba con toda la potencia de sus pulmones.
—Yo también pienso hacer lo mismo —dijo D’Artagnan.
—¿Es imprudencia preguntaros adónde vais?
—A buscar a mis amigos.
—¿Qué amigos?
—Los mismos por quienes me preguntabais ayer.
—¿Athos, Porthos y Aramis? ¿De modo que los buscáis?
—Sí.
—¿De veras?
—¿Qué tiene de singular?
—Nada. Es chistoso. ¿Y de parte de quién los buscáis?
—¿No lo sospecháis?
—Sí, ciertamente.
—Desgraciadamente, no sé dónde se encuentran.
—Si esperáis ocho días os daré noticias suyas.
—Es mucho tiempo. Los necesito antes de tres días.
—El plazo es breve y Francia es muy grande —dijo Rochefort.
—No importa. La voluntad puede mucho.
—¿Cuándo vais a comenzar vuestras pesquisas?
—Ya he principiado.
—Pues, buena suerte.
—Y a vos, feliz viaje.
—Quizá nos encontraremos por esos caminos.
—No es fácil.
—¿Quién sabe? ¡La casualidad es tan caprichosa!
—Adiós.
—Hasta la vista… ¡Ah! Si Mazarino os habla de mí, decidle de mi parte que pronto le haré saber que no soy tan viejo, ni estoy tan inútil como él piensa.
Rochefort se alejó con una de aquellas sonrisas diabólicas que muchas veces habían estremecido a D’Artagnan en otro tiempo; pero entonces la miró sin zozobra y sonrió a su vez melancólicamente, pensando en los años que habían pasado.
—Anda, diablo —dijo—, haz lo que quieras. Ya nada me importa. No hay otra Constanza en el mundo.
Al volver la cabeza, vio D’Artagnan a Bazin, que habíase despojado de su traje eclesiástico y hablaba con el sacristán, a quien el gascón se había dirigido al entrar en la iglesia. Bazin parecía muy agitado, porque gesticulaba extremadamente, y de sus ademanes dedujo D’Artagnan que encargaba al otro la mayor discreción. El gascón aprovechó aquellos segundos para salir de la catedral, y fue a apostarse en una esquina de la calle de Canettes, de modo que pudiera ver a Bazin sin que él le viese.
Cinco minutos tardó el bedel en presentarse mirando a todos lados para observar si le espiaban, y como D’Artagnan estaba escondido detrás de la esquina no pudo verle. Entonces tomó Bazin la calle de Nuestra Señora, y D’Artagnan siguióle a alguna distancia, viéndole pasar por la calle de la Judería y entrar en una casa de buen aspecto de la plaza de Calandre. Aquella supuso el gascón que era la vivienda de Bazin.
Renunció a pedir informes, pensando que si la casa tenía portero ya estaría prevenido, y si no lo tenía no sabría a quién preguntar. Prefirió entrar en una pobre taberna que había en la misma plaza, esquina a la calle de San Eloy, y pidió un vaso de hipocrás. Para preparar esta bebida se necesitaba por lo menos media hora, y en este tiempo podía, sin provocar sospechas, espiar al bedel.
Había en la taberna un muchacho de doce a quince años, que parecía listo, y a quien D’Artagnan recordaba haber visto antes en la iglesia en traje de niño de coro. Le interrogó, y como el chico no tenía interés en mentir, le dijo que desde las seis hasta las nueve de la mañana ejercía aquellas funciones, y desde las nueve hasta las doce, las de mozo de taberna.
Durante este diálogo llevaron un caballo ensillado a la puerta de casa de Bazin, el cual bajó en seguida.
—¡Hola! —dijo el muchacho—. Ya está de viaje nuestro bedel.
—¿Adónde va? —preguntó D’Artagnan.
—No lo sé.
—Te doy medio doblón si lo averiguas.
—¿Para mí? —dijo el muchacho con alegría—. ¿Por averiguar dónde va el señor Bazin? ¿No me engañáis?
—Palabra de honor. Mira, aquí está el medio doblón.
Y le enseñó, sin dársela, la moneda tentadora.
—Voy a preguntárselo.
—De este modo no lo sabrás —dijo D’Artagnan—; espera a que se marche y luego averigua: ingéniate como puedas, el dinero aquí está.
Y se lo volvió a meter en el bolsillo.
—Ya entiendo —dijo el muchacho con una sonrisa propia de los pillos de París—; está bien, esperaré.
No hubo que aguardar mucho. Cinco minutos después echó a andar Bazin a trote corto, acelerando el paso de su cabalgadura a fuerza de paraguazos.
Era costumbre antigua de Bazin llevar un paraguas en lugar del látigo cuando montaba a caballo.
Cuando dobló la esquina de la calle de la Judería echó a correr el chico tras él como un perro perdiguero.
D’Artagnan volvió a ocupar su asiento en la mesa, plenamente convencido de que antes de diez minutos sabría lo que quería.
En efecto, antes de que transcurrieran, volvió el muchacho.
—¿Qué hay? —dijo D’Artagnan.
—Que ya está averiguado.
—¿Y adónde va?
—¿Por supuesto que el medio doblón es para mí?
—Por supuesto; contesta.
—A ver, prestádmele, no sea falso.
—Ahí está.
—Patrón —dijo el muchacho—, el señor quiere cambio.
El dueño de la taberna, que permanecía en el mostrador, tomó la moneda y dio su equivalencia en piezas de menos valor.
El chico se metió el dinero en el bolsillo.
—Ahora me dirás adónde ha ido —dijo D’Artagnan, que había presenciado toda esta operación con una sonrisa.
—Ha ido a Noisy.
—¿Cómo lo has sabido?
—Con poco trabajo. Conocí el caballo por ser de un carnicero que lo alquila algunas veces al señor Bazin. Me figuré que el carnicero no lo habría prestado sin saber para dónde, a pesar de que el señor Bazin no sea capaz de dar muchos trotes a un caballo.
—Y te ha contestado que el señor Bazin…
—Iba a Noisy. Parece que acostumbraba hacer ese viaje dos o tres veces a la semana.
—¿Sabes tú que pueblo es ése?
—Ya lo creo, como que allí vive mi nodriza.
—¿Hay algún convento?
—¡Y magnífico! Un convento de jesuitas.
—¡Bravo! —exclamó D’Artagnan—. No cabe duda.
—¿Conque estáis satisfecho?
—Sí; ¿cómo te llamas?
—Friquet.
D’Artagnan apuntó en su cartera el nombre del muchacho y las señas de la taberna.
—Decid, caballero —preguntó el chico—, ¿habrá que ganar algún otro dobloncejo?
—Puede ser —contestó D’Artagnan.
Y enterado ya de lo que deseaba averiguar, volvió a la calle de Tiquetonne.