La lista de afrodisíacos es mucho más larga de lo que imaginaba cuando comencé a escribir estas páginas y ya empieza a fastidiarme el tema… (De tanto ocuparme de la gula y la lujuria, temo volverme anoréxica y frígida). Me he enterado, por ejemplo, que el regaliz, que chupaba como caramelo en mi infancia, está cargado de estrógeno y la zarzaparrilla, que bebía como refresco, de testosterona. Los indios mejicanos la han usado siempre para restablecer el ardor viril de los deprimidos y desesperados. Después de burlarse por siglos de la sabiduría indígena, hoy los científicos extraen de ella la hormona masculina, no imagino con qué propósito, porque testosterona ya hay demasiada en este mundo. Existen estimulantes de gran renombre en polvo, líquido o cápsulas, desde el popular extracto de avena verde y el famoso ginseng, cuya soberana eficacia para fortalecer el sistema inmunológico, apaciguar los nervios y estimular las hormonas es cosa sabida en la China, hasta la cantárida (Cantharis vesicatoria), una especie de cucaracha pulverizada que produce una arrogante erección inicial, pero también irrita sin piedad las vías urinarias y puede conducir a una agonía sin retorno. Según El libro de los venenos de Antonio Gamoneda:
Sobrevienen grandísimos accidentes a los que toman cantáridas, porgue sienten una gran corrosión en casi todas aquellas partes que desde la boca hasta la vejiga se extienden, y se les representa en el gusto un cierto sabor de pez o de licor de cedro. Padecen muchos desmayos, hastíos y vahídos de cabeza, de suerte que se caen del estrado y desvarían.
Se cuenta que el marqués de Sade fue a parar con sus huesos a la cárcel por dar caramelos con cantáridas a ciertas damas de conducta ligera, invitadas a una de sus orgías. Una de ellas estuvo a punto de morir y las otras se cayeron del estrado y desvariaron.
Los filtros de amor se conocen en todas las culturas desde tiempos antiguos. Cuenta mi amigo acupunturista, el sabio doctor Miki Shima, que en los sucuchos misteriosos del barrio chino en San Francisco o Nueva York, se puede conseguir el reputado polvo de cuerno de rinoceronte, muy apreciado en Asia como infalible afrodisíaco. Esa fama ha costado la vida a millares de esos paquidermos, exterminados sin clemencia para quitarles el cuerno. Aseguran que es tan tóxico para el cerebro humano, que una pizca de ese polvo basta para convertir la memoria en magma y conducir el alma por caminos astrales, de modo que si usted lo toma sin efectos secundarios, seguramente le vendieron otra cosa. Algunos usuarios lo ingieren y otros más atolondrados se pican la piel y frotan una minúscula cantidad, no tanta como para producir la muerte, pero suficiente para que el deseo se derrame por la sangre hasta la última fibra y levante la lujuria, aun de los ancianos. Este método me recuerda el célebre caso, registrado en los anales de la medicina moderna, de un hombre convertido en estatua por la rigidez de sus articulaciones, a quien atacaron cuarenta y siete abejas en el pecho y a la semana andaba a saltos y genuflexiones, sin rastro de la enfermedad. También he sabido que se enderezan las deformidades de los huesos con excremento de murciélago y nidos de avispa, que dicho sea al pasar, también tienen virtudes afrodisíacas. El polvo de rinoceronte ayuda en la técnica llamada kabbazah (del árabe «sujetar»), que algunas mujeres experimentadas utilizan para conducir a su amante al Paraíso de Alá mediante apretones y succión con los músculos de sus partes íntimas. Lenguas maliciosas le atribuían este raro talento a Diana de Poitiers (1499-1566), de quien se enamoró perdidamente el rey Enrique II de Francia, a pesar de que ella tenía veinte años más. Esta sabia mujer, aceptada por todos como la amante oficial, ocupó el lugar de la soberana hasta la muerte del rey y se supone que mantuvo sus músculos genitales firmes y bien entrenados hasta su edad madura. Nada exige el kabbazah del varón, cuyo papel es completamente pasivo, salvo deseo prolongado que si le falta de natura, el cuerno de rinoceronte pulverizado se lo presta.
Los bebedizos para el amor no son sólo resabios de la antigüedad, sino próspero comercio moderno. Recuerdo que en Venezuela mis amigos, algunos de ellos profesionales que trabajaban con las más sofisticadas computadoras, visitaban discretamente las tiendas de santería para adquirir amuletos de buena suerte, protección contra el mal de ojo y pócimas con diferentes propósitos sentimentales. Las hay para curar los celos desmedidos, averiguar la infidelidad, recuperar el favor de los indiferentes, ablandar la resistencia de las mujeres púdicas, alejar al amante que se ha dejado de desear y castigar a quien nuestro corazón ansia, pero nos hace sufrir. En pleno centro, entre los edificios de acero y cristal de las grandes corporaciones, es posible mandar a hacer un trabajo para atraer el amor. Con una prenda de ropa, pelos, uñas cortadas o escritura del puño y letra de la persona que se desea conquistar, el brujo o la bruja fabrican un muñeco que luego someten a diversos encantamientos. Pero debemos concentrarnos en las plantas comunes, no en los ejemplos de fábula. Existen plantas afrodisíacas como el yohimbe (Pausinytalia yohimbe) que se obtiene de la corteza de un árbol en Camerún, en venta en tiendas de herbalistas y artículos pornográficos, con la advertencia de que es veneno y una sobredosis puede provocar vehementes temblores, alucinaciones angustiosas y algunos síntomas digestivos insufribles. La marihuana y el hachís, también estimulantes eróticos, se consideran inocuos en varias partes del mundo, pero en otras están prohibidos porque relajan la moral, inducen a la pereza, desinhiben y vacían el corazón de sus angustias, síntomas que las autoridades no ven con buenos ojos. La marihuana se conocía como estimulante en toda la Europa antigua, desde los griegos hasta los vikingos, y en buena parte de Oriente, sobre todo en China y Arabia, así como entre los indios de América del Norte y del Sur. Hoy es todavía una de las drogas más usadas, incluso —o más bien dicho, sobre todo— en los países donde es ilegal. La cocaína, otra sustancia prohibida, es un alcaloide derivado de las hojas del arbusto de la coca, que también excita la imaginación y los sentidos. Es adictiva y, cuando la acompañan la soledad y la pobreza, tiene consecuencias trágicas para la vida. Las hojas de coca, en cambio, masticadas con paciencia, ayudan a los indios del altiplano de Bolivia y Perú a soportar los rigores de sus destinos y el hambre de cinco siglos.
En los ritos tántricos de la India se usaba una mezcla de hachís con miel y ámbar gris. Este culto, perseguido por más de dos mil años, es anterior al hinduismo y se asemeja al yoga en que ambos ponen énfasis en la respiración y los asanas, pero el Tantra explora también las posibilidades del erotismo como camino hacia la iluminación. La idea es transformar la libido en energía espiritual. Desde el punto de vista de una abuela que aún no renuncia a los pecados de la lujuria y la fantasía, uno de los aspectos más interesantes es la variedad de ejercicios tántricos destinados a prolongar la tensión antes que el hombre alcance el climax, garantizando así el placer de la mujer y la unidad de la pareja. Es una lástima el escaso número de adeptos al Tantra por estos lados… En fin, nada se saca con lamentarse, es preferible hacer como la zorra de Esopo, que cuando no alcanza las uvas, dice que de todos modos no le interesan porque están verdes. Mi experiencia con este tipo de sensualidad se limita a un par de guantes. Una vez, hace muchos años, tuve que comprar guantes en un otoño frío de Venecia. Entré a un sucucho estrecho como un closet, donde se exhibían, en un delicado escaparate de cristal, guantes de la más fina confección. El dependiente —o tal vez el dueño de la tienda— era un hombrecillo relamido, con un bigote de mago y traje oscuro con chaleco. Tomó mis manos en las suyas como si sostuviera una paloma herida, con tan amoroso cuidado que sentí un corrientazo por todas mis fibras y los vellos se me erizaron. Una oleada de perfume dulzón me dio en las narices cuando se inclinó sobre mis manos. Creí que iba a besarlas y tuve un instante de pánico, pero se limitó a mirarlas de cerca, un rato largo, como quien estudia un diamante. Luego las volteó de modo que mis dorsos descansaban en sus palmas, secas y muy calientes, como panes recién horneados. Su índice recorrió, con ligereza y lentitud insoportables las líneas de mi destino, palparon las yemas de mis dedos, trazaron un círculo de fuego en torno a mis muñecas. La sangre se me agolpó en las sienes y él se dio cuenta al instante, porque pudo sentirla palpitando en las venas de mi pulso. Levantó los ojos y me miró sin sonreír. Los dos sabíamos; creo que dejamos de respirar por un tiempo eterno, hasta que yo no pude soportarlo más y desvié la cara, abochornada. Murmuró algo en italiano, que a mis oídos sonó como una declaración de amor, pero pudo haber sido el precio de los guantes. Por fin, reacio, me soltó para buscar en una gaveta un par de guantes de gamuza color sepia, tan suaves como la panza de una ardilla. Y entonces, con deliberada parsimonia comenzó a ponérmelos, dedo a dedo, mirándome a los ojos, deteniéndose en cada articulación, jadeando, con los labios húmedos. Yo tenía veintitrés años y ese caballero debe haber contado con unos sesenta, pero nuestras edades se borraron y ambos entramos en el limbo eterno de los amantes ilusorios. Han pasado treinta años y todavía recuerdo con precisión absoluta lo que viví en aquellos minutos. No he olvidado ni el tono exacto de los guantes, ni el aroma floral de su perfume, ni la suavidad perversa de sus manos acariciando las mías, ni menos, por supuesto, mi terrible excitación. Desde entonces miro mis manos con simpatía, porque las veo con los ojos de ese hombre. Supongo que eso es Tantra.
Existen innumerables plantas cuyos efectos se fundamentan en la magia más que en la ciencia, como la tenebrosa raíz de mandrágora. Era éste uno de los ingredientes más utilizados en los filtros de amor de la Edad Media y el Renacimiento. Debía cosecharse al pie de los patíbulos, porque se creía que brotaba de la tierra a causa del esperma de los ahorcados y de los sometidos al suplicio de la rueda. Decían que gritaba cuando la tocaba el filo de un cuchillo y quien oyera aquel gemido perdía el rumbo por el resto de sus días. En su comedia La mandrágora, Maquiavelo utilizó los mitos sobre esta planta diabólica para desarrollar su teoría:
El origen del movimiento y del cambio de las cosas mundanas parte de los apetitos y de las pasiones.
El argumento es clásico: un anciano casado con una mujer joven desea descendencia, de lo cual se vale un galán para burlar al marido y seducir a la mujer. El joven convence al viejo de que la raíz de la mandrágora, arrancada de noche por un perro negro, asegurará la fertilidad de su mujer, tal como sucedió con una indeterminada reina de Francia. Lo previene, sin embargo, contra el veneno poderoso de la mandrágora: quien primero tenga comercio sexual con la mujer morirá irremisiblemente dentro de ocho días. El marido acepta que ella lo haga primero con el joven, disfrazado de vagabundo, para que éste absorba la ponzoña de la planta, y así salvar su propia vida. El fin justifica los medios, concluye el gran florentino del Renacimiento; todos quedan contentos: el viejo ignora sus cuernos, la mujer descubre el placer y el galán embustero consigue su propósito.
La mayor parte de los estimulantes eróticos de uso popular se venden sin receta médica y son legales, a pesar de que algunos encierran graves peligros, como las cantáridas. En casos desesperados unas cucharadas de ginseng en la sopa o el contenido de un par de cápsulas de hierbas chinas en la ensalada no hacen daño. Muy poca gente se muere a causa de la medicina natural.
Filete de culebra de pantano,
Pon a hervir y cocer en el caldero
Ojo de tritón y dedo de rana,
Lana de murciélago a lengua de perro,
Lengüeta de víbora y aguijó n de lución.
Pata de lagarto y ala de lechuza,
Escama de dragón, diente de lobo,
Momia de bruja, fauces y vor á gine
Del tiburón apresado del mar salado,
Raíz de cicuta arrancada en la noche,
Hígado de judío blasfemante
Bilis de cabra y tiras de tejo
Cortadas durante un eclipse lunar,
Nariz de turco y labios de tártaro,
Dedo de niño estrangulado al nacer,
Parido por una ramera en la cuneta,
Enfríalo con la sangre de un mandril,
Con lo que el maleficio estará firme y seguro.
—Filtro mágico de las brujas de Macbeth, Shakespeare (1606)