El espíritu del vino

Néctar de los dioses, consuelo de los mortales, el vino es un maravilloso brebaje que tiene el poder de alejar las preocupaciones y darnos, aunque sea por un instante, la visión del Paraíso. No se puede negar el poder afrodisíaco del vino: en cantidad moderada dilata los vasos sanguíneos, llevando más sangre a los genitales y prolongando la erección, desinhibe, relaja y alegra, tres requisitos fundamentales para una buena ejecución, no sólo en la cama, también en el piano. En mi lejana juventud creía que los vinos blancos se servían de día y los tintos de noche. Más tarde alguien quiso rescatarme de la ignorancia y me ofreció su versión: los vinos blancos son para las mujeres y los tintos para los hombres, herejía capaz de provocar un síncope mortal en un enólogo. Estamos hablando de un arte antiguo y alambicado al cual se han dedicado innumerables volúmenes a lo largo de siglos; sería una blasfemia intentar resumirlo en un par de frases. Me ha costado varias décadas aprender algunos principios mínimos; de partida admito mi ignorancia. En los restaurantes caros suelo oler el corcho, masticar el primer sorbo con expresión de profunda concentración y luego devolver la botella con el pretexto de cierta acidez, eso siempre impresiona al mesonero y me gana algo de respeto. La verdad es que tengo mala cabeza para el alcohol y a la segunda copa me aligero de ropas y salgo dando brincos a la calle. La parte teórica de este capítulo no fue difícil, solicité el consejo de expertos y consulté media docena de libros, pero la parte práctica me costó más de un resfrío. Mis vecinos creen que pertenezco a una secta eufórica y nudista.

Siempre quise disponer de una bodega de vinos. No me refiero a seis botellas al fondo de un closet, como lo que tengo, sino a un sótano frío, oscuro y bordado de telarañas, con una puerta de madera con tres cerraduras cuyas llaves colgaran de mi cintura, donde se guardaran durante años botellas de vinos exquisitos. Imagino la ceremonia de descender con una vela al vientre de la tierra para buscar el complemento perfecto que realce la cena con el amante… bueno, puede ser también con el marido. Esa tradición existió en mi familia. No me refiero a los amantes sino a la bodega. Hubo una en casa de mis abuelos y otra en la de mi madre. Una vez al año se viajaba especialmente a las famosas viñas de Macul y Concha y Toro para adquirir el vino en damajuanas de quince litros, luego se vertía en botellas que mi madre sellaba con cebo de vela derretido y marcaba con un código misterioso antes de guardarlas en el sótano. Allí reposaban en la oscuridad y el silencio; rara vez se abría una que tuviera menos de cinco años. Ése fue el vino diario de mi niñez, pero para las grandes ocasiones se recurría a la producción seleccionada de los mejores viñedos chilenos. En una de las tantas misiones diplomáticas de su marido, mi madre vivió en Turquía. En aquellos tiempos Ankara no era la ciudad cosmopolita que hoy es y resultaba difícil conseguir algunos productos, entre ellos, vino de calidad, pero mi madre siempre ha tenido misteriosos contactos. Un diplomático francés le reveló el secreto mejor guardado de su embajada, algo que horrorizaría a un sommelier, pero que sacó a mi madre de apuro en muchas ocasiones: se vierte el gollete de una botella de vino tinto mediocre y se reemplaza por oporto, se voltea un par de veces, se deja reposar y se sirve en una garrafa de cristal. Para el vino blanco se procede en igual forma usando jerez del más seco. Agregó aquel buen amigo que siempre se sirven los vinos buenos primero y los malos al final, cuando ya nadie nota la diferencia, como indica el Evangelio según san Juan. El primer milagro de Jesús ocurre en Caná de Galilea, durante una boda a la que asiste con su madre y sus discípulos. En la mitad de la fiesta se le acerca María y le dice que se ha terminado el vino, entonces Jesús manda llenar seis tinajas con agua y cuando los sirvientes escancian el líquido en los vasos, descubren que es vino. Y al probarlo, el maestresala dice:

Todo hombre sirve primero el buen vino y cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior, mas tú has reservado el buen vino hasta el final.

Esto es justamente lo que recomiendan los entendidos. En todo caso, no se trata aquí de hacer trampa, sino de dar algunas indicaciones en limpia conciencia, así es que vamos al grano, digo a la uva.

Investigación reciente demuestra que el vino bebido con mesura y regularidad reduce el desgaste del corazón, permitiéndonos así morir de cáncer. El folklore sostiene que «disuelve la grasa de la comida y lava las venas»; verdad comprobada por la medicina moderna: eleva los niveles de HDL y limpia las arterias. En Francia, donde se bebe diez veces más vino que en Estados Unidos y se come cuatro veces más grasa animal y carne roja, el índice de colesterol es notablemente menor y la incidencia de ataques al corazón es una de las más bajas del mundo, después de Japón. Además de vivir mejor, los franceses se dan el gusto de vivir más largo. Este «descubrimiento» —llamado la paradoja francesa— ha producido una nueva generación de consumidores de vino tinto en Estados Unidos, pero hasta ahora no se ven resultados. Tal vez no es el vino solamente lo que prolonga la salud sino la forma de beberlo; los franceses comen sentados, con calma y gozan de cada bocado. Ver a una pareja de burgueses en un bistró de provincia es una lección: lo hacen ritualmente, en silencio, concentrados en sus platos y sus copas, ausentes del resto del universo. Su menú es variado, las porciones pequeñas y no comen a deshora. En la paradoja francesa hay una palabra clave: moderación.

Existen volúmenes completos dedicados a una sola clase de vino, en caso que usted desee profundizar en este tema, pero aquí sólo cabe una pincelada de información general. Todos los vinos son sensuales, incluso el llamado litreado en Chile, un brebaje de ínfima categoría que se vende suelto y que, como único consuelo de los pobres, tiene su equivalente en la mayor parte del mundo. La variedad de vinos es infinita, determinada no sólo por las regiones donde se produce, los tipos de uva y el proceso de fermentación, sino por el año y hasta la hora de la cosecha. La madera del barril, la temperatura, el humor y el amor de quienes lo fabrican, los espíritus que rondan por la noche en las cuevas donde el vino duerme, todo afecta el producto final.

Los vinos realzan el sabor de la comida. Escoger el adecuado para cada plato es una ciencia y un arte, se han creado programas de computación para resolver la duda en menos de un segundo. Las papilas gustativas se aturden con facilidad. No conviene servir cócteles antes de la comida, excepto vermut, champaña, oporto o jerez, porque después es imposible saborear lo que sigue; el vino debe ir precedido y seguido por otros productos de la uva. Antaño sólo los vinos europeos —sobre todo franceses— eran aceptables, pero hoy se puede servir sin bochorno una botella de California, Chile, Sudáfrica, Australia y otras regiones. Las rígidas reglas respecto a qué vino servir con cuál plato también se han ablandado y ya no es obligación acompañar siempre el cordero con un bordeaux francés, a veces también sirve un rioja español o un merlot de California, pero todavía en las mesas elegantes se colocan varias copas porque se ofrece más de un vino, cada uno cuidadosamente escogido según el plato que acompaña. Lo ideal es servir siempre el blanco primero y luego dos o tres variedades de tinto si sus invitados lo merecen. Al seleccionar los tintos conviene que sean del mismo tipo o región, Bordeaux con Bordeaux, por ejemplo. En este caso recomiendan escanciar el vino más joven primero, seguido por el de más edad, o el de mejor calidad. A pesar del consejo de aquel diplomático en Turquía, un buen anfitrión francés reserva siempre para el final de la cena el mejor tinto, que se sirve con los quesos, antes del postre. Pero cuidado con aplicar estas reglas en una cena amorosa porque de tanto libar, el amante fogoso se quedará dormido en la mesa.

Sabemos que usted no es un experto, si lo fuera no leería estas páginas, por eso nos atrevemos a decir que la mayoría de los vinos puede clasificarse en cinco categorías: blancos ligeros, blancos con cuerpo, rosado (rosé), tintos ligeros y tintos robustos. Los productos del mar se sirven con vino blanco —las ostras siempre con chablis— porque, debido a una reacción química que no vale la pena detallar, mezclados con vino tinto dejan un sabor amargo. El vino blanco realza también las aves y los guisos de vegetales, que siendo delicados, por lo general no resisten el impacto del vino tinto, aunque hay excepciones, todo depende de la salsa. Buen ejemplo es el coq au vin, que se prepara y se acompaña con vino rojo burgundy. Las demás carnes rojas quedan bien con vino tinto, la habilidad consiste en elegir el adecuado: mientras más contundente el plato, más robusto el vino, teniendo siempre en cuenta la salsa y la forma de preparación. El misterio consiste en encontrar el equilibrio entre la bebida y la comida: suave con suave, ligero con ligero, fuerte con fuerte, dulce con dulce. He aquí algunos ejemplos grosso modo:

Vino blanco ligero. Pescado y mariscos.

Vino blanco con cuerpo. Aves delicadas, ternera, pescados fuertes como atún o salmón, sesos y otros interiores del animal de textura y sabor suave.

Vino tinto ligero. Cordero, vacuno, cerdo, pasta italiana, interiores de animales como riñón, hígado o tripas, aves fuertes y legumbres.

Vino tinto robusto. Animales de caza como venado, jabalí, liebre e incluso algunas aves como pato silvestre, ciertas carnes rojas más pesadas y estofados contundentes.

Vino tinto con cuerpo de la mejor calidad. Quesos.

Arruinan el gusto de la mayoría de los vinos. Platos picantes como curry.

Vino rosé bien frío. Almuerzos sencillos, picnic, cenas livianas en tardes de verano.

La comida típica de otras regiones conviene servirla lógicamente con la bebida del mismo origen: sake, té, cerveza, etc. Si tiene dudas, pregunte en una licorería al comprar el vino. Hoy existen boutiques del vino donde un experto puede ayudarlo a seleccionar las mejores botellas para su menú.