Quesos

El queso es leche con bacteria y todo lo demás es ilusión. La primera vez que vi fabricar queso fue en una hacienda al interior de Venezuela, caliente como el Sáhara, en un galpón insalubre donde seis vacas aguardaban distraídas su turno para ser ordeñadas, rumiando pasto y espantando moscas con el rabo. Parte de la leche, destinada al bien llamado «queso de mano», se mezclaba con cuajo, el calor multiplicaba la bacteria y apenas el líquido se cortaba era filtrado en un gran colador. El suero iba a dar directamente a las cochineras, que quedaban allí mismo, eso explicaba el olor, que no era sólo a caca de vaca. El resto pasaba a bateas redondas donde don Maurizio, un zambo gigantesco con el torso desnudo, sudando y cantando, sumergía el brazo hasta la axila y revolvía a conciencia. Don Maurizio, gran artífice del queso, disponía de una radio a batería sintonizada a una estación donde joropos, salsas y rancheras le indicaban el tiempo para convertir el cuajo en queso; la medida era tan exacta, que siempre el resultado era idéntico. Después me ha tocado visitar queseras industriales computerizadas, donde la higiene es equivalente a la de un quirófano y los establos huelen a bosque de pinos; a las vacas les han puesto tantas hormonas que mugen con voz de soprano y una sola de ellas puede producir suficiente leche como para llenar la célebre bañera de Cleopatra, sin embargo, los quesos no me parecen tan perfectos ni tan sabrosos como aquellos de don Maurizio. El hombre los amoldaba en panes redondos, los dejaba descansar a la sombra y a las pocas horas estaban listos para venta y consumo. Después de extraerles las moscas, que solían venir adheridas a la superficie, lo comíamos con cachapas, unas tortillas calientes de maíz tierno recién salidas del rescoldo. Es uno de mis recuerdos más gratos de ese arduo período de inmigrante en tierra ajena. Y ese «queso de mano» debe haber sido afrodisíaco, porque me basta evocar su sabor delicado y el sudor deslizándose por los fornidos brazos de rey africano de don Maurizio, para sentir impulsos adúlteros.

Hay quesos para todos los gustos, el sabor y la consistencia son casi infinitos, sería imposible enumerarlos todos. Cada región tiene sus favoritos, en Suiza se come el mejor gruyere y emmenthal, en Italia el parmesano y gorgonzola, el gouda en Holanda. En un premeditado acto de glotonería durante su infancia, mi hermano Pancho peló un queso gouda de buen tamaño como si fuera una manzana y lo devoró pacientemente hasta la última migaja; creímos que moriría de indigestión irremediable, pero ha vivido en plena salud por cincuenta años. Pocos recuerdos más coloridos y sensuales tengo que el mercado de los quesos y las flores en la época de los tulipanes en Amsterdam… En Inglaterra es muy popular el cheddar y el stilton, de vetas grises y verdes, que se sirve a cucharadas empezando por el centro del queso, acompañado por un vaso de sherry. En Francia, donde cada provincia produce una variedad importante de quesos deliciosos, ninguna comida que se precie de serlo puede terminar sin una bandeja con varias clases, servidos antes del postre y acompañados por el mejor vino tinto robusto y aromático de la casa. Algunos, como el gruyere tardan tres o cuatro meses en estar a punto y su calidad depende de la distribución regular de sus agujeros. El conocedor escoge el brie del día palpándolo como si se tratara de fruta y el camambert por el olor, que indica su maduración. Este queso fue inventado por una campesina francesa en el siglo XVIII, cuya estatua preside la pequeña aldea de Camambert. Mi abuelo, que adoraba este queso, pero su médico se lo había prohibido, lo compraba sigiloso y lo escondía en el armario de su ropa. A veces el olor era tan nauseabundo que no se podía entrar a su habitación.

Se cree que los quesos secos y de sabor fuerte, como el parmesano, son más estimulantes, pero también algunos suaves, como el de cabra y la mozzarela tienen una reputación similar. A propósito de parmesano y mozzarela, ingredientes esenciales de una buena pizza, es el momento de recomendarlos para quienes deseen las sensuales posaderas de una doncella de Rubens o de Botero. Al comienzo de la década de los setenta en Chile hice una breve incursión en el teatro con un par de comedias musicales. Una de ellas, Los siete espejos, contaba con un cuerpo de ballet de varias mujeres bellas, jóvenes y gordas que, a modo de coro griego, contaban la historia entre bailes y risas. Era la época de Twiggy, esa modelo inglesa con aspecto de sobreviviente de campo de concentración, que aparecía en las tapas de las revistas de moda con sus piernecillas de lástima, sus zapatones ortopédicos y su cara de hambre. Por una de esas aberraciones históricas se convirtió en el ideal femenino de la década y no hubo mujer que no aspirara a ser un gusano andrógino como la famosa Twiggy. Las gordas de Los siete espejos se convirtieron en un desafío a la estética, un canto a la abundancia. Supe de innumerables espectadores que asistieron varias veces al teatro nada más que para aplaudir a aquellas obesas coristas. Esas mujeres, que habían alcanzado su olímpico volumen gracias al buen diente y la vida sedentaria, cada noche debían saltarse la cena y brincar como libélulas durante dos horas sobre el escenario. El resultado fue que comenzaron a bajar de peso de manera alarmante. El director de la compañía salvó la obra del desastre colocando un aviso en el foyer: «Se ruega no traer flores para las gordas. Traigan pizza».

Si consideramos que su único ingrediente es leche, de afrodisíaco nada tiene el queso, pero cuando se acompaña con pan, vino y amable conversación, el efecto es como si lo fuera.