La última moda culinaria es la nouvelle cuisine, que de nueva tiene poco, porque son los mismos ingredientes de siempre, pero en combinaciones más étnicas, como me la definió un chef en Nueva York. Supongo que se refería a la influencia asiática y latinoamericana, ignoradas hasta hace poco en la mayor parte de Europa y Norteamérica. También es más ligera, con menos grasa y calorías, y las porciones son más pequeñas, aunque cuestan más caras porque requieren decoración. En los platos muy adornados alguien metió los dedos, dice mi madre. Si sirviéramos nouvelle cuisine en casa, daría la deplorable impresión de que no alcanzó la comida. Desconfío de esos restaurantes modernos donde el mozo —un atleta con aros de pirata en las orejas y tatuajes en las manos— se presenta por su nombre de pila y me trata como si yo quisiera venderle una Biblia. Es seguro que allí me servirán nouvelle cuisine. Si no tengo la opción de escapar, me enfrento a un menú exhaustivo, donde cada plato está descrito en el rebuscado lenguaje de un aspirante a crítico literario. Por lo general elijo lo más barato, con la esperanza de que sea también lo más simple, pero invariablemente me sirven la creación de un sicótico.
Mi humilde pescado viene disfrazado de sombrero y al apartar los flecos de zanahoria, las plumas de apio, los pétalos de flores y el velo de cebolla, queda muy poca trucha. Da lástima desbaratar esa obra de arte y cuando por fin me decido a hincarle el tenedor, todo se desmorona y un rábano en forma de abeja aterriza en mi regazo. Quedo con la sensación de no haber comido suficiente y haber pagado demasiado. No es como los mesones vascos o las taquerías mejicanas, que por un precio discreto aturden por cuatro o cinco días. La nouvelle cuisine puede ser interesante, pero en lo referente a la comida —y también a los hombres— prefiero sabores más robustos y aspectos más sencillos, como un honesto pescado que no se avergüenza de su desnudez. Eso sí: que esté muerto. Me horrorizan los alimentos que se mueven, por eso evito la gelatina y las ostras, pero ésta es una manía que debo combatir: muchos animales del recetario afrodisíaco llegan a la mesa apenas desvanecidos. Una vez, en un restaurante escandinavo, me sirvieron una especie de culebra de mar —anguila, creo que se llamaba la infortunada— que sufrió un breve ataque de epilepsia cuando intenté meterle un cuchillo. Se me escapó un grito y el mozo, quien en ese instante servía el vino, soltó la botella. El ideal es que la comida esté bien muerta, pero que haya superado el rigor mortis. Y nada con ojos, por favor, aunque estén cerrados. Nada hay tan pavoroso como la mirada suplicante de un animal entero sobre una bandeja. Ya que se han dado el trabajo de asesinarlo ¿por qué no lo decapitan también?
Mis objeciones contra los tomates convertidos en rosas, las patatas con apariencia de ruiseñor y otros eufemismos de la nouvelle cuisine, no significan que me incline por los platos con aspecto de mazamorra de preso, como los del colegio inglés donde adquirí el estómago estoico que me caracteriza, o que prefiera las decoraciones brutales de la cocina popular. Esos cochinillos asados en España con una manzana en el hocico y un ramito de perejil en el culo, merecen un réquiem. Bastante pecado es matar a los animales, no hay necesidad de humillarlos además.