El harén

Aunque parezca inimaginable, hubo un tiempo anterior a la televisión. Nací en esa época. Me crie jugando a las casitas con muñecas de trapo y leyendo todo lo que caía en mis manos, especialmente folletines por entregas que mi abuelo abominaba, pero de alguna manera entraban de contrabando a la casa. Así leí novelas clásicas e innumerables historias románticas, la mayoría situadas en épocas pasadas y sitios exóticos. La única que dejó huella en mi memoria fue la tragedia de un noble inglés a quien piratas turcos del Mediterráneo le robaron la novia. El autor se debe haber inspirado en Aimée de Rivery, una muchacha francesa, prima de Josefina Bonaparte, raptada por piratas levantinos en alta mar y vendida como esclava en el harén del sultán Abdul Hamid I, a fines del siglo XVIII. Después de muchas aventuras, el héroe de mi folletín descubrió que su amada había sido comprada para el serrallo del sultán y decidió rescatarla con la complicidad de un comerciante judío, quien gozaba de acceso al patio del palacio para ofrecer sus riquísimas telas, aunque siempre estrechamente vigilado y separado de las mujeres por biombos y cortinas. El noble inglés se afeitó la barba y se vistió de odalisca —un capítulo completo estaba dedicado a la descripción de babuchas recamadas de perlas, cinturón de oro, pantalones de seda, chaleco de brocado, velos y joyas— y contoneando las caderas como una sensual doncella y cubriéndose pudoroso la cara con un velo, logró engañar al gran eunuco negro, máxima autoridad del harén. Una vez dentro del gineceo —otro largo capítulo sobre las fastuosas habitaciones, las mujeres, los baños y jardines— encontró a su novia justo a tiempo para impedir que fuera conducida al lecho del depravado sultán y ambos escaparon saltando murallas y burlando jenízaros, proeza que habría sido imposible en la vida real, pero que me inició en el vicio sin retorno de la exageración y la aventura.

¿Qué hombre no ha tenido la fantasía de poseer un harén? ¿Y qué mujer con dos dedos de frente no lo considera su peor pesadilla? Digo esto desde la perspectiva de mi edad madura, porque a los dieciocho años, cuando trabajaba copiando estadísticas forestales, solía soñar con ser la cuarta esposa de un árabe millonario que apreciara mi trasero y me permitiera pasar la vida comiendo chocolates y leyendo novelas. El feminismo me salvó de las trampas de la imaginación. Grandes pintores, como Ingres y Delacroix, idealizaron en sus telas la belleza exótica y secreta de esas mujeres recluidas, como aves de lujo en jaulas de oro, cuyo único destino era satisfacer los caprichos de un amo y darle hijos varones. A mediados del siglo pasado, cuando se abrieron rutas fáciles hacia el Norte de África y Asia, muchos viajeros regresaron a Europa con cuentos fabulosos que originaron una verdadera obsesión orientalista en la literatura, las artes y la moda. Tanto atrapó la imaginación varonil la idea del harén, que más de un caballero con medios económicos intentó comprar esclavas circasianas y llevarlas a Londres o París para iniciar su propia forma de poligamia.

El gineceo o harén (del árabe, «prohibido» o «protegido») donde las mujeres vivían aisladas física y espiritualmente a cargo de eunucos, ha existido a lo largo de la historia en muchos sitios, especialmente en China, India y países árabes, pero el mejor ejemplo fue el Gran Serrallo del sultán de Turquía, que llegó a tener más de dos mil personas entre sus murallas. Cuando las puertas selladas de aquel suntuoso palacio fueron finalmente abiertas en 1909, a raíz de cambios políticos en ese país, el mundo se enteró que allí habían vivido miles y miles de mujeres durante más de cuatrocientos años. De ellas no quedó registro. Nadie supo sus orígenes ni guardó memoria de sus muertes, es como si jamás hubieran existido.

Alev Lytle Croutier, en su apasionante libro Harem, The World Behind the Veil, explica que el harén es el resultado de varias tradiciones culturales y religiosas. Según judíos y cristianos, Dios creó al hombre a su propia imagen espiritual; pero la mujer es carne y tentación, un animal dominado por la sensualidad que sólo puede elevarse a través de un marido. En el sistema patriarcal los hombres tienen la libertad sexual que niegan a las mujeres. El islam impuso la más estricta separación entre ambos sexos, convirtió a la mujer en prisionera con el argumento de que no se puede confiar en ella: es seductora y promiscua por naturaleza. De este modo se culpa a ella de la lujuria que lo caracteriza a él. El harén no se creó para proteger a las mujeres, como se ha dicho, sino para preservar la moral de los hombres. Un musulmán puede tener cuatro esposas legítimas y número ilimitado de concubinas, según sea su fortuna. La fabulosa riqueza y el poder del sultán de Turquía se reflejaban en el Gran Serrallo. En el harén reinaba la madre del sultán y luego seguían las esposas, las favoritas y finalmente las odaliscas o sirvientas. Las de alto rango tenían sus propios criados, eunucos y habitaciones decoradas con los objetos más exquisitos, el resto vivía en dormitorios, pero siempre en la mayor abundancia. El lujo tal vez no compensaba el cautiverio, pero lo hacía más llevadero. Algunas mujeres nacían en el palacio, pero en general provenían del mercado de esclavos, muchas de ellas raptadas o vendidas en la infancia por sus propios padres.

El mercado de esclavos era uno de los lugares que más frecuentaba. Uno entra a este edificio, situado en el barrio más oscuro, sucio y confuso de El Cairo, por una especie de callejón… Al centro de este patio exponen a los esclavos para la venta, en general en número de treinta a cuarenta, casi todos jóvenes, algunos niños. La escena es por naturaleza repugnante, sin embargo no vi, como esperaba, el abatimiento y dolor que imaginé observando a los amos quitar completamente la ropa a una mujer —un pesado manto tejido— y exponerla a la vista de los espectadores.

—William James Müller (1838)

Una vez comprada, la mujer desaparecía a los ojos del mundo, olvidaba su familia y pasaba a formar parte del intrincado sistema de jerarquías, favoritismos y conspiraciones del harén. No volvía a salir, excepto en raras ocasiones y siempre cubierta de pies a cabeza, incluso con guantes. Su vida transcurría en el ocio y la ignorancia, entretenida con juegos infantiles, títeres, adivinanzas, cuentos y paseos por los jardines, lejos de miradas indiscretas. Si era muy bella, astuta y con suerte, aprendía el arte de agradar a la sultana madre, al gran eunuco y a su amo, engendraba un hijo varón y subía de categoría. Luego pasaba el resto de su corta existencia defendiéndose de los intentos de asesinato y tratando de proteger a su hijo para que alcanzara la edad adulta. Cualquier falta conducía a una ejecución sin juicio: el gran eunuco vigilaba personalmente el proceso de meterla en un saco y lanzarla al fondo del mar. Una práctica similar —ilegal, pero admitida por la sociedad— existe todavía en algunos países, donde un padre o un marido puede matar a la mujer para castigarla si deshonra a la familia. La mayoría de las mujeres en el serrallo, sin embargo, perdía sus días sin pena ni gloria en calidad de odalisca. Se ha especulado mucho sobre estas beldades ocultas tras los velos —las doncellas más hermosas del mercado de esclavos se destinaban al sultán— pero poco se ha dicho de la corta duración de su belleza. Pasaban buena parte del día sentadas de piernas cruzadas, comiendo dulces y fumando opio y tabaco: antes de los veinte años eran gordas, tenían las piernas torcidas y mala dentadura, detalles que no figuran en las fantasías eróticas sobre el harén; pero no se trata aquí de vilipendiar a esas desdichadas, sino de hablar de afrodisíacos.

Fuera del célebre baño turco (haman), donde podía desbocarse la sensualidad femenina, y de las intrigas, que ocupaban buena parte de las vidas de esas mujeres, la comida era la actividad más importante en el harén. Así se inició la tradición culinaria que distingue a Turquía. Cuenta Alev Lytle Croutier que para alimentar esa muchedumbre de mujeres, niños y eunucos había veinte cocinas y ciento cincuenta cocineros encargados de producir una cadena ininterrumpida de guisos de carne y vegetales, que circulaban en bandejas de plata y bronce, café turco, dulces y pastelillos de todas clases. No se bebía alcohol, prohibido por el islam, pero se servían continuamente líquidos refrescantes: limonada, infusiones, agua con azúcar perfumada y «cevosa», una bebida agridulce hecha de cebada. La berenjena se consideraba el mejor afrodisíaco —al sultán se la servían a diario— y todavía hoy en Turquía las buenas esposas se vanaglorian de dominar por lo menos cincuenta recetas de este vegetal. Favoritos de todos eran los sorbetes, que se preparaban con aromas de especias, flores, frutas y hielo traído a lomo de mula desde las cumbres de las montañas, a setenta kilómetros de distancia. A toda hora pasaban de mano en mano los platillos de dulces delicados hechos con una pasta de azúcar, sémola, miel, agua de rosas y nueces que hoy se conocen en todo el mundo con el nombre de Delicias Turcas. Como no había mucho que hacer, cada comida se estiraba por horas mediante una ceremoniosa etiqueta que las odaliscas aprendían desde la infancia. Se comía con los dedos, con elegancia y delicadeza, y después pasaban los criados con garrafas de agua perfumada y toallas bordadas para lavarse las manos. Finalmente las mujeres descansaban reclinadas en divanes y cojines fumando nargilés y cigarrillos, a los cuales eran muy adictas. Los platos del sultán eran probados por un eunuco para evitar que lo envenenaran y lo mismo exigían las más prudentes favoritas del harén.

También en India y China hubo gineceos de gran lujo donde vivían las mujeres prisioneras, en medio del lujo más exorbitante. Los emperadores de la antigua China y los nobles que pudieran costearlas, disponían de numerosas esposas, consortes y concubinas. Hubo un emperador de la dinastía Tang que tuvo dos mil mujeres en su harén y procreó cerca de quinientos hijos. Un trabajo de Hércules… Cada noche, después de la cena, recibía el menú del harén y escogía una o varias compañeras sin que valieran argumentos en contra —nada de distraerse con sus ruiseñores o jugando mahjong— porque la prosperidad de la nación se medía por el número de hijos que concebía: el deber patriótico era ineludible. Para garantizar su entusiasmo y buena disposición, contaba con un equipo de médicos, acupunturistas y expertos en afrodisíacos encargados de estimularlo con cuanto método existiera en esa tradición milenaria. La comida era un componente esencial, no sólo los ingredientes, sino las combinaciones que aumentaban la potencia viril. Más de un cocinero fue decapitado sin preámbulos porque su sopa de nidos de golondrina no surtió el efecto deseado en el emperador. Una vez terminada la cena, ingeridas las yerbas de los médicos, insertadas las agujas del acupunturista de turno y hojeados los «libros de almohada», primorosos manuales en miniatura con explícitas ilustraciones eróticas, aparecía ante el emperador la afortunada —suponemos— esposa o concubina de esa noche. Lo que seguía no era un encuentro privado, sino un asunto de máxima importancia y seguridad para el Imperio, presenciado por varios testigos. Un notario registraba las veladas amorosas, así podían calcular con exactitud los días de la gestación de cada niño. Si las fechas no coincidían con los nueve meses habituales en estos casos, la cabeza de la madre acusada de adulterio iba a reunirse con la del cocinero en el patíbulo. De la misma manera se anotaba cada bocado del emperador en su orden y cantidad. Con tantas mujeres a su disposición, sólo podía atender a cada una, en el mejor de los casos, una vez al año. Las concubinas permanecían al margen de esta preocupación, pero como eran mujeres jóvenes y ociosas no necesitaban alimentos afrodisíacos. ¿En qué otra cosa podían pensar? Se consolaban unas a otras con recursos febriles y la prodigiosa inventiva de los eunucos, capaces de los máximos desafueros y de darles más placer del que el emperador, con todas sus yerbas milagrosas y sus guisos de tortuga, podía ofrecerles. La castración no abolía el deseo y, si bien no podían tener hijos, a los eunucos se les atribuían extraordinarias dotes como amantes. Se creía que después que una mujer probaba un eunuco, ningún hombre completo podía satisfacerla. Esta tradición no ha llegado hasta los hogares occidentales: los eunucos son muy escasos en este lado del mundo. Sin embargo, la sabiduría china de los afrodisíacos y la comida erótica no se ha perdido.