Andrea, una amiga de California, sirena rolliza, hermosa y siempre de buen humor, dice que pelar calamares es una experiencia sensual. Debe serlo, para quien guste de manipular cadáveres resbalosos. Andrea es capaz de convertir cualquier actividad en una aventura erótica. Tomó un curso para nadar con delfines —inocente experiencia que se ha puesto de moda en esta Nueva Era, porque se supone que las vibraciones espirituales de estos animales curan diversos males—. En una de las piruetas acuáticas la sirena estuvo a punto de ser violada. Sintió una embestida de toro por el trasero, un beso enorme en el cuello, que la lanzó al fondo del estanque, y enseguida algo así como una manguera de bombero convirtiendo en jirones su traje de baño. Dos guardianes la sacaron del agua medio ahogada y mientras el travieso galán daba dos vueltas olímpicas equilibrándose en su cola, ella pataleaba desnuda en una red ante el asombro de los otros participantes en la clase. Eso pasa por bañarse con desconocidos. Mi amiga no se ha recuperado de esa epifanía: el recuerdo de la portentosa masculinidad del delfín, que reduce al ridículo la de cualquier otro mamífero, no la deja dormir.
Los moluscos y crustáceos del mar se consideran del más alto valor afrodisíaco, sobre todo las ostras. La palabra afrodisíaco viene de Afrodita, la diosa griega del amor, nacida del mar, después que Cronos castró a su padre y lanzó los genitales al agua, una forma algo rebuscada de fertilización, pero en ese caso funcionó bien y la hermosa Afrodita fue procreada en la espuma de las olas. En la célebre pintura de Boticelli, El nacimiento de Venus, la diosa emerge del mar sin más vestido que su largo cabello, de pie sobre una concha de ostión o venera. Los mariscos son deliciosos y no requieren complicados ni largos cocinamientos, muchos se sirven crudos con pimienta, limón y un poco de cilantro. Además, como rara vez tienen ojos expresivos y voz audible, parece que carecieran de alma y no da tanta lástima comérselos. En el caso de cangrejos y langostas, que van a parar vivos a la olla de agua hirviendo donde mueren en medio de atroces sufrimientos, el cocinero merece castigo.
Los mariscos, sobre todo los crustáceos, han sido acusados de exceso de colesterol, pero no se preocupe, ésa es otra obsesión norteamericana, el resto del mundo no ha oído hablar de ello; menciónelo a un italiano o un francés y verá la cara que ponen. El mayor inconveniente de los mariscos es que suelen producir reacciones alérgicas y, cuando no están bien frescos envenenan, pero de algo hay que morirse, por último. A veces cuesta sacarlos de las conchas, como las ostras, o padecen de un aspecto algo repugnante, como los pulpos. Los más extraños productos de agua salada los comí en un viaje en barco, que hice por los mares del sur de Chile: choro-zapato, gambas de cola redonda, jaiva mora y jaiva peluda, lapas (el abalón del pobre), culengue, piure y muchos otros. Navegábamos entre islotes abandonados y costas mitológicas, donde nunca cesa de llover y crece una extraordinaria vegetación de selva fría. El barco avanzaba unos días por mar abierto y otros por los canales de un vasto archipiélago, en dirección a uno de los más hermosos glaciares azules del mundo, en la bahía de San Rafael. De vez en cuando divisábamos en las costas abruptas unas aldeas abatidas por la soledad. El barco atracaba en un muelle mísero, sonando las sirenas como saludo, y acudían los habitantes del pueblo a festejar el único contacto con una realidad remota que, habían oído decir, se extendía más allá del horizonte. Los primeros en acercarse al barco eran las autoridades con su ropa de domingo: el alcalde; la enfermera, si la había; el pastor evangélico o un sacristán católico, que ayudaban a las almas, y la maestra orgullosa, con sus escolares de punta en blanco pero llevando los zapatos en la mano, para no ensuciarlos. Los turistas descendíamos por una calle de lodo y al punto nos rodeaban los perros flacos y los niños, al principio tímidos y luego riéndose, pobres, dignos, de rostros inolvidables, los pelos tiesos, las manitas ansiosas y ásperas como dulces insectos, los ojos negros enormes y sabios, las mejillas partidas por la inclemencia de los vientos. Entretanto, los hombres subían a la cubierta llevando sobre la cabeza grandes cestas con mariscos y pescados recién extraídos de las olas. En otras ocasiones el barco interrumpía su navegación en medio de aguas color acero y pronto veíamos salir de la bruma la silueta fantasmal de un bote a remos, que se aproximaba con su cargamento para abastecer la cocina. Con un sistema de cuerdas y canastos subían los mariscos y bajaban el dinero y unas botellas de pisco o de vino, que los pescadores recibían ceremoniosos, con esa inmutable cortesía de los más pobres en Chile. Ese día los turistas nos apiñábamos en la última cubierta, bien abrigados con los toscos ponchos y chalecos de lana bruta comprados por el camino, y devorábamos los mariscos crudos directamente de sus conchas: erizos, machas, ostras. El capitán, un sureño cuadrado y astuto, con nombre de pirata griego, repartía bebidas alcohólicas y nos revelaba los misterios de esos extraños alimentos nunca antes vistos, como el picoroco, que en nada se distingue de una roca sucia. Los conocedores lo identifican por un pico que se asoma de vez en cuando y del cual tiran para descabezar el marisco y extraer la carne, blanca y alargada como un trozo de intestino. Lo comíamos crudo, bañado en limón, entre dos sorbos de vino blanco. Se requiere valor. Y a continuación veamos una lista de los mariscos más afrodisíacos.
Abalón. En Chile llaman loco, tal vez porque lo apalean sin misericordia para ablandarlo, como antes hacían con los pacientes mentales. Vive en una gruesa concha, adherido a las rocas, generalmente en aguas frías. Pescarlo no es faena agradable, es menester sumergirse en el agua helada provisto de una palanca de hierro para zafar al abalón de la roca. Cocinarlo tiene su ciencia y quien no la conoce suele terminar con un pedazo de goma durísimo entre los dientes, pero cuando está bien preparado es delicioso. Se usa mucho en la cocina china y japonesa.
Almeja y mejillón. Son los parientes humildes de las ostras y, como ellas, pueden comerse crudos con limón, pero quedan mejor en sopas, guisos y también horneados brevemente en sus conchas, con queso parmesano rallado, pimienta y unas gotas de vino blanco. Su forma recuerda los órganos femeninos. En Italia lo llama cozza, que también es un nombre para una mujer muy fea.
Ostión. (o venera). La carne, redonda y blanca, normalmente se vende limpia y lista para cocinarla. Si encuentra las conchas, conviene tener algunas para sus cenas amorosas, porque sirven para rellenarlas como las coquilles St. Jacques, tan famosas en Francia.
Calamar y pulpo. Estos animales parecen extraterrestres, pero son una delicia para quienes aprenden a comerlos. En España preparan un guiso de arroz negro con la tinta del calamar, tan erótico, que seria mal visto servirlo a monjas y viudas.
Camarón, langostino, cangrejo, langosta y otros crustáceos. Son sabrosos, decorativos y muy afrodisíacos. También son fáciles de preparar —simplemente hervidos o asados— pero a veces hay que tener corazón de hielo para matarlos. A la langosta, por ejemplo, es necesario atarle las patas y zambullirla de cabeza en agua hirviendo, haciendo oídos sordos a sus tenues gemidos, hasta que la caparazón se vuelve roja. Teniendo en cuenta que algunas son del tamaño de una rata, no es ésta una tarea recomendable para timoratos ni doncellas. Antes de ofrecer crustáceos a un nuevo amante, averigüe si sufre de alergia. Hace muchos años le serví langostinos a un hombre a quien intentaba seducir, pero la cena no condujo al amor, sino al horror. A los cinco minutos de echarse el primer bocado a la boca adquirió el aspecto de un monstruoso ahorcado, se le hinchó la lengua y le colgaba sobre el pecho, mientras se asfixiaba irremisiblemente y un sudor helado corría por sus sienes.
Erizos. El primero que abrió un erizo y se lo puso en la boca debe haber estado muy hambriento. Su aspecto es descorazonador. Se come en Asia y Sudamérica, donde se considera más afrodisíaco que la ostra, pero el resto del mundo lo mira con asco. Es una bola oscura llena de púas; dentro las lenguas —que no son lenguas sino órganos genitales— aparecen carnosas, sensuales, del color de los duraznos. Exhalan un olor intenso a mar profundo y algo más… algo indefinible, pero francamente erótico. El sabor es puro yodo y sal para los no iniciados; es bocado de cardenal para los entendidos. Para mí el erizo se relaciona con una experiencia prohibida. Tenía ocho años y estando sola en la playa, un pescador salió entre las olas y me ofreció un erizo. Más tarde me llevó al bosque… pero esa es otra historia.
Ostras. La hermosa y frívola Paulina Bonaparte fue enviada por su hermano Napoleón en un disimulado exilio a Santo Domingo para acallar los chismes de su escandalosa conducta en París. En esa isla, el calor, la lejanía y el aburrimiento exacerbaron sus sentidos y, buscando alivio para la lujuria y el despecho, se aficionó a los hombres negros. Esa mujer de mala salud, histérica y mimada, que se bañaba en leche, dormía buena parte del día y pasaba el resto del tiempo ocupada de su vestuario y su belleza, solía escapar de noche a revolcarse con esclavos en cuartuchos inmundos y comer de sus bocas entre besos y mordiscos la tosca comida de los pobres, mientras en el comedor de su palacio el general Leclerc, marido cornudo y complaciente, degustaba la refinada cocina y los mejores vinos de Francia. Paulina regresó a Europa con cuatro esclavas africanas para su servicio y un negro guapo y fornido, que cada mañana la transportaba en brazos desnuda a la bañera y le daba su desayuno: ostras frescas y champaña. Las ostras son las reinas de la cocina afrodisíaca, protagonistas de cuanta cena erótica han registrado la literatura o el cine. La mejor manera de comerlas es crudas, después de echarles limón para comprobar que estén vivas, porque añejas son muy tóxicas. Las desdichadas se retuercen con el ácido… La carne debe parecer firme e hinchada, de color cremoso, flotando en un líquido transparente y sin mal olor. Si las compra en sus conchas, le advierto que abrirlas requiere fuerza y destreza. Cómprelas abiertas o cómalas en restaurantes, donde otro se ha dado el trabajo de prepararlas. Son tan apreciadas, que el duque de Lauzun, antes de ser conducido al patíbulo, se hizo servir ostras con vino blanco, que compartió con el verdugo: «Serviros vos también, porque para ejercer semejante oficio hace falta coraje», le dijo.