Pan, Gracia de Dios

No recomiendo hacer pan, puede convertirse en una pasión peligrosa. Hace algunos años compré una máquina sorprendente a la cual por un hueco se le introducía harina, levadura y agua, se le ajustaba un reloj y al día siguiente nos despertaba a la hora exacta la fragancia del pan recién horneado. Cómo sucedía aquella transmutación, es algo que aún permanece en el misterio. Pronto las consecuencias fueron notorias en la cintura de los adultos y el rechazo inconmovible de los niños por alimentarse con proteínas o vegetales, sólo querían roscas, bollos, trenzas y otras delicias. En vista de ello decidimos retirar la máquina de la circulación. Estuvo abandonada en el garaje por varios meses, hasta que Harleigh, mi hijastro, el de los tatuajes mortuorios, tuvo la idea de cambiarle unas piezas, ajustarle un par de tornillos y usarla para convertir marihuana en galletas de chocolate, que vendía con grandes ganancias en la escuela. Ése fue mi único intento de hacer pan. Como la poesía, el pan es una vocación algo melancólica, cuyo primordial requisito es tiempo libre para el alma. El poeta y el panadero son hermanos en la esencial tarea de alimentar al mundo.

Si usted insiste en escribir versos y hacer sus propios panes, sáltese este capítulo, pues no le calza. La gente que necesita experimentar todo, aunque sea una sola vez, tarde o temprano cae en la tentación de hacer pan. En esos casos sugiero compensar la deficiente calidad, natural en un principiante, dándole a los panes un aspecto divertido. Con ese fin le regalé a mi madre un molde en forma de Il Santo Membro, como suelen llamar en Italia al órgano masculino, no sé si por arrogantes o por burlones. Sin embargo, después de hornearlo, el pan resultó demasiado abultado y mi madre no se ha atrevido a servirlo porque teme humillar a los caballeros octogenarios que acuden a su casa a tomar el té. En la cocina erótica el pan es un acompañamiento indispensable —el trigo se considera afrodisíaco y es un símbolo de fertilidad— pero prepararlo consume horas que estarían mejor empleadas en la cama. Aconsejo comprarlo sin culpa en una buena panadería y renunciar drásticamente al arte paciente de amasar, porque no se puede abarcar tanto en esta vida.

En un cuento de Guy de Maupassant, la joven sirvienta de una casa burguesa va con su canasto bajo el brazo a comprar el pan de cada mañana. Por un ventanuco espía al joven panadero amasando y se lleva consigo la imagen de sus anchas espaldas, sus brazos poderosos, la piel brillante de sudor y esas manos sensuales sobando y sobando la masa con determinación de amante, tal como ella quisiera ser tocada. Y como es cuento de amor, su fantasía se cumple con creces. La vista de uno de esos grandes panes campesinos me trae el inevitable recuerdo del panadero de Maupassant y sus manos en la masa y en la carne firme de la muchacha… Hay manos de manos, unas pesadas y torpes, otras pequeñas y fuertes, las hay livianas y temerosas, otras grandes y gentiles, pero para hacer pan y para hacer el amor, lo que importa es la intención que guía a la mano.

En Chile el pan más popular se llama marraqueta y tiene forma de vulva; en Francia, la baguette, fálica de aspecto, no lo es de temperamento: es modesta, confiable y nunca falla. Se consigue en cualquier ciudad civilizada, aunque en ninguna parte resulta la baguette tan crocante por fuera y esponjosa por dentro como en París. Si el menú indica otra variedad, no haga caso, con una baguette siempre queda a salvo su reputación, excepto cuando se requiere un pan maleable para platillos exóticos, de esos que se comen con la mano. Su único inconveniente es que, como no contiene grasa, se pone añeja en cuestión de horas, por eso en Francia las dueñas de casa respetables la compran dos veces al día. Pero a nadie se debe exigir tal dedicación; usted puede resucitar su baguette salpicándola con agua y calentándola en horno convencional por unos minutos. Si está fosilizada, remójela en leche y se la da al perro. No se le ocurra colocarla en el microondas, se le parte el alma y su esencia violada se transforma en caucho.

Esta noche,

como muchas sin amante,

voy a hacer pan

hundiendo mis nudillos

en la masa suave.

—Haiku de Patricia Donegan

Recuerdo la cocina de un convento en Bruselas, donde presencié, reverente, la misteriosa cópula de la levadura, la harina y el agua. Una monja sin hábito, con las espaldas de un cargador de muelles y las manos delicadas de una bailarina, preparaba el pan en moldes redondos y rectangulares, los cubría con un paño blanco mil veces lavado y vuelto a lavar, y los dejaba reposar junto a la ventana, sobre un mesón de madera medieval. Mientras ella trabajaba, en otro extremo de la cocina se producía el sencillo milagro cotidiano de la harina y la poesía, el contenido de los moldes cobraba vida y un proceso lento y sensual se desarrollaba bajo esas blancas servilletas que, como sábanas discretas, cubrían la desnudez de las hogazas. La masa cruda se hinchaba en suspiros secretos, se movía suavemente, palpitaba como cuerpo de mujer en la entrega del amor. El olor ácido de la masa en fermento se mezclaba con el aliento intenso y vigoroso de los panes recién horneados. Y yo, sentada sobre un banquillo de penitente, en un rincón oscuro de esa vasta habitación de piedra, inmersa en el calor y la fragancia de aquel misterioso proceso, lloraba sin saber por qué…