SOPA AFRODISÍACA DEL MAESTRO DE ACUPUNTURA

Para dos personas debe colocarse en una bella cazuela de barro, con la debida ceremonia: cuatro trozos de ginseng rojo de Corea, un cuarto de pollo trozado, dos cebollines picados, cuatro rebanadas de jengibre fresco, dos cucharadas de miso rojo o blanco. (En cualquier ciudad más o menos cosmopolita puede conseguir los ingredientes en mercados orientales). Ponga a fuego suave hasta que el pollo se ablande, mientras lee un texto erótico, y al final agregue media taza de sake y seis langostinos crudos, que deberán hervir sólo cinco minutos para que preserven su potencia.

No sólo en Japón pueden las damas ofrecerse el lujo de un amante profesional por hora. Las ejecutivas en viajes de negocios en Europa y Estados Unidos también recurren a ellos, pero de eso no se habla en voz alta. Los datos se pasan en susurros.

Conocí a uno de estos gigolós en un hotel del aeropuerto de Francfort, donde yo aguardaba una de aquellas conexiones de avión a la India que salen a horas furtivas. Supongo que la anécdota sería más sabrosa si hubiera sido un joven chino, con lustrosa cola de caballo negra y ojos rasgados, experto en las prácticas eróticas del Tao, pero no tuve tanta suerte. En mi caso fue un tipo buen mozo, rubio, de edad indefinida, con pantalón vaquero, una mochila a la espalda y una raqueta de tenis. Sus ojos claros y su aire algo tímido me inspiraron confianza instantánea, parecía un joven universitario. Me preguntó en inglés de dónde venía y al oír la palabra California sonrió encantado; enseguida me informó que había nacido en Los Angeles y trabajaba como modelo para pagar sus estudios. Buscamos una mesa y nos instalamos a compartir un café y matar el tiempo charlando. En menos de diez minutos sugirió que tomara una habitación para descansar, ya que aún tenía varias horas por delante antes de la salida del avión, y me ofreció un masaje con aromaterapia y «algo más». Debo haberlo mirado con la blanda expresión de una abuela inocente, porque volvió a encandilarme con otra de sus sonrisas, esta vez sin asomo de timidez, y me aseguró que su tarifa de trescientos dólares era la regular en estos casos. Me mostró sin aspavientos un papel que no alcancé a leer, porque no tenía mis lentes a mano, pero creo que era el resultado de un examen de sangre. No estoy habituada a caricias mercenarias y además me pareció un pecado gastar esa suma de dinero en fines egoístas, habiendo tantísima gente necesitada de caridad en este mundo, así es que decliné su ofrecimiento lo más gentilmente posible y me dispuse, en cambio, a invitarlo a comer. Aproveché la ocasión para interrogarlo, primero con prudencia por temor a ofenderlo, pero después, cuando fue evidente el orgullo que él sentía por su oficio, con más atrevimiento. Mientras yo procuraba hacer durar mi sopa y él devoraba una langosta, me contó que no siempre sus parroquianos eran mujeres. «En los aeropuertos se destapan los gay porque nadie los conoce. No te imaginas cuántos gerentes de corporaciones y padres de familia solicitan mis servicios», presumió. Prefería a las damas, a pesar de que exigían más dedicación y tiempo, dijo, porque le daban buenas propinas.

Me confesó riendo que a menudo ellas no entienden las reglas básicas de este tipo de transacción, olvidan que pagan y se esmeran en causar buena impresión; algunas llegan al extremo de fingir placer para no defraudarlo, engañifa que él debía desenmascarar de inmediato, porque su reputación estaba en juego y no podía permitir que una clienta lo envolviera en ternuras de madre y al final se fuera insatisfecha. Pronto empezó a aburrirse conmigo y a pasear la vista por el comedor buscando alguien con mejor disposición y presupuesto que yo, entonces deslicé con disimulo un billete de veinte dólares sobre la mesa. Lo tomó con tanta elegancia, que me ruboricé por no haberle dado más. Quise saber cómo se las arreglaba cuando le tocaba en suerte una persona desagradable, una de aquellas que no evocan tentación, sino arrepentimiento, y me respondió que cuando posaba como modelo ante las cámaras del fotógrafo hacía su trabajo sin detenerse a analizar sus propias emociones. Esto no era diferente, aclaró, él ofrecía un servicio y la otra persona lo compraba: una simple y limpia operación comercial. ¿Y si un día no te funciona… es decir, no puedes hacerlo?, le pregunté turbada. Me miró de reojo, con abierta sorpresa. Para él era como bailar: una destreza, no un impulso. Como ya entonces andaba yo con la idea de este libro en la mente, quise saber si usaba estimulantes para mantenerse en forma y confesó que todavía no, pero sus colegas de más edad vivían tragando píldoras y conocía uno que se inyectaba una medicina en el miembro, gracias a la cual podía ejecutar proezas de enamorado, aunque a veces la incomodidad era tan aguda que solía olvidar hasta su propio nombre. Me explicó que su método para mantenerse en forma era simple: trotaba y levantaba pesas porque sin flexibilidad y músculos no había futuro en esa profesión, fumaba marihuana pero nada de tabaco porque a muchos clientes americanos les molestaba el olor, no bebía alcohol durante su trabajo, evitaba la tensión y pensaba poco, para no cansarse. O sea, era el compañero perfecto para unas horas en un aeropuerto. ¿Y en cuanto a la comida?, le pregunté. ¿Conocía acaso el poder afrodisíaco de los nidos de golondrina? No supo de qué le estaba hablando. Le mencioné mi infalible sopa de callampas salvajes, que administrada con la debida frecuencia es un afrodisíaco celestial, pero aquel joven no tenía vocación por la cocina y pude ver que el diálogo comenzaba a aburrirlo. Antes que se levantara le pregunté por la raqueta de tenis. «Inspira confianza y si el negocio está flojo cargo mis palos de golf, que son irresistibles», replicó. Saqué la cuenta que entre la langosta y las propinas más me hubiera valido pagar su honorario. Al menos tendría algo escabroso para contar…