Una noche en Egipto

Mi amiga Tabra, quien inspiró el personaje de Tamar en mi novela El plan infinito, es en la vida real una viajera incansable y valiente. A veces se pierde por semanas y, cuando empiezo a temer que se la tragó la selva amazónica o se desbarrancó en el Himalaya, me llega por correo una manoseada fotografía de una aldea en Iran Jaia. Tabra, vestida de gitana, cubierta de pulseras y collares, aparece rodeada de mujeres desnudas y hombres pintarrajeados enarbolando lanzas, que como única vestimenta llevan calabazas cubriéndoles el pene. Cuando regresa trae grandes bultos marineros repletos de tesoros: telas de los Andes, máscaras de África, flechas de Borneo, cráneos humanos labrados del Tíbet. Trae, sobre todo, inspiración para su trabajo. Los diseños de sus joyas son una verdadera celebración de la fuerza, belleza y valor de las mujeres en remotos rincones de la Tierra: mujeres del desierto de Rajastán en India, de la jungla en Nueva Guinea, de las aldeas indígenas en Sudamérica, todas unidas por la aspiración común de ser bellas y adornarse.

Ésta es una carta que me envió en uno de sus viajes en 1990:

Estoy en alguna parte del bajo Egipto, necesitaría un mapa para saber exactamente dónde… Llegué aquí desde el Cairo porque alguien me dijo que era interesante, pero olvidé por qué, no se qué esperaba encontrar en este lugar, tal vez una pequeña aventura. Ya sabes que no viajo de manera científica, prefiero guiarme por la intuición. Se me olvidan fechas, nombres y lugares, apenas me queda una vaga impresión general, formas y colores que después aparecen en mis diseños. En el aeropuerto se me acercó un hombre joven y se ofreció para guiarme. Moreno, guapo, con una sonrisa luminosa y enormes ojos negros, el tipo de hombre que me atrae a primera vista. En Egipto una mujer no puede andar sola sin un guía, no la dejan en paz; acepté porque ese joven me inspiró confianza. Le expliqué mi oficio y le pedí que me llevara a ver artesanía, piedras preciosas, cuentas para mis joyas. Mahmoud decidió conducirme al único hotel del pueblo para dejar mis maletas y luego llevarme a una pequeña aldea nubia en el límite del desierto. Así lo hicimos y pronto me encontré en un destartalado automóvil rodeada por cuatro parientes de mi guía, que se sumaron a la expedición. Estoy segura que tú no lo habrías aprobado, Isabel… Me pasó por la mente que no era muy buena idea pero ya era tarde para retroceder y esos hombres eran tan amables y parecían tan contentos de practicar su inglés conmigo, que descarté mis temores.

Fue un viaje agotador, al cabo de unas dos horas vislumbramos una pequeña aldea blanca brillando contra la arena infinita. Mahmoud anunció que habíamos llegado a la casa de su abuelo y condujo el coche a un recinto amurallado que se extendía por más de un kilómetro, según me explicó. Dentro de los muros de barro seco pintado de azul y blanco había diversas habitaciones, era evidente que allí vivía una familia numerosa. Una pequeña muchedumbre salió a recibirnos y observarme con curiosidad primos, tíos, hermanas, sobrinos, muchos niños… ¡Qué confusión!

—Bienvenida a nuestra casa. Usted es la primera persona extranjera que pisa esta propiedad —dijo Mahmoud.

Pensé que con un poco de suerte, esa podía ser la aventura que yo deseaba. Las mujeres, vestidas de negro y algo tímidas al principio, me trajeron dátiles y otras frutas en grandes bandejas y me invitaron a sus casas. Una joven me llevó hasta un arcón para mostrarme su ajuar de novia, todo bordado con un diseño de hojas y flores entrelazadas, que había demorado años en hacer. Otra quiso que viera su máquina de coser y una tercera la gran nevera blanca instalada al centro de la sala, el más preciado objeto. Afuera el sol pegaba despiadado, pero entre las paredes de barro el ambiente estaba fresco; una música dulce y melancólica venía de alguna parte y podía oír los cánticos musulmanes de una mezquita cercana. Las mujeres no se cansaban de estudiar mis pulseras y acariciar mis brazos, maravilladas de mi piel blanca y el color de mi cabello, fue inútil tratar de explicarles que es teñido: ellas no hablaban inglés, ni yo árabe. También yo estudiaba sus tatuajes y sus adornos de plata, mientras desde cierta distancia los hombres me miraban insistentes, cuchicheando y riendo sin disimulo. Todos los ojos se clavaron en mí cuando abrí la cartera, saqué un espejo y me pinté los labios. Se instalaron en una sala con rígidos muebles alineados contra la pared y fotografías de casamientos y de antepasados coloreadas a mano; las mujeres sirvieron té y limonada a los hombres y a mí, pero no se sentaron con nosotros. Mi guía me dijo que él tenía amigos poderosos en Egipto: cualquier cosa que yo necesitara él podía conseguirla, mi felicidad era lo único que importaba, deseaba que estuviera contenta en su país y tuviera muchas aventuras ¿no era eso lo que yo buscaba? Se rio y los otros nombres rieron también. Sentí que sus ojos me quemaban; el calor y el cansancio del viaje se hacían sentir, necesitaba un baño; quise volver al pueblo y a mi hotel, pero tampoco podía ofender a mis anfitriones. Me puse de pie con la intención de despedirme. Noté que los hombres intercambiaban señas, pero no supe interpretarlas, y me di cuenta que las mujeres se habían retirado una a una, discretamente, dejándome sola. Me dirigí a la puerta, afuera había caído la tarde y empezaba a refrescar, calculé que antes de media hora sería de noche y que el camino de vuelta al pueblo era largo. Salí con paso decidido, apartando a los hombres que se ponían por delante. Entonces Mahmoud y los demás me siguieron al automóvil y, después de discutir un rato, subieron dos delante y me pusieron atrás, apretada entre los otros dos. Sentía sus alientos en mis mejillas, sus piernas contra las mías, sus manos tocándome los hombros, los codos, la blusa. Crucé los brazos sobre el pecho.

—Es hora de volver a mi hotel —insistí.

—Sí, claro que sí—replicó Mahmoud siempre sonriendo—, pero antes queremos mostrarle las dunas.

La noche se dejó caer de súbito. El perfil del desierto iluminado por la luna era extraordinario. El camino estaba oscuro y conducíamos sin luces; el chofer las encendía cuando sospechaba que venía otro vehículo en dirección contraria, encandilándolo. Tampoco mantenía su canal, íbamos zigzagueando de un lado a otro, pero lo mismo hacían los escasos coches que se nos cruzaron. Tuve la impresión que viajamos por un rato muy larqo y dábamos vueltas en círculos pasando varias veces por el mismo grupo de palmeras y las mismas dunas, pero ya no estaba segura de nada, es fácil perder el rumbo en el desierto.

—Estoy muy cansada, Mahmoud, quiero regresar a mi hotel —dije con toda la firmeza posible.

—¡Pero si no ha comido nada aún! ¿Qué pensará de nuestra hospitalidad? Antes debemos ofrecerle de cenar en mi casa, como es la costumbre.

—No, muchas gracias.

—Insisto. Mi madre ha pasado la tarde preparando comida para usted.

Entonces comprendí que estábamos de nuevo ante el mismo muro de barro pintado de azul y blanco, cruzando el mismo portón, ahora iluminado por dos faroles de aceite. El resto estaba completamente oscuro: se había cortado la electricidad en la aldea, me explicaron. A lo lejos titilaba la luz trémula de otros faroles o pequeñas fogatas. Nos detuvimos ante una de las casas, bajamos y pude por fin estirar las piernas, estaca mojada de transpiración a pesar del aire fresco de la noche. Los cuatro hombres empezaron a hablar al mismo tiempo, discutiendo y gesticulando como si estuvieran enojados, pero no entendí ni una palabra de lo que decían. Por último, tres de ellos desaparecieron y Mahmoud me tomó por un brazo, disculpándose por la falta de luz, y me guio por la casa en sombras. Pasamos de un cuarto a otro, recorrimos pasillos que me parecieron interminables, se cerraban puertas a mi espalda, oía pasos y murmullos, pero no vi a nadie. A veces tropezaba con los dinteles y los muebles, pero mi anfitrión me sostenía con firmeza, aunque también con cierta gracia. Llegamos a una habitación apenas alumbrada por dos velas pequeñas casi consumidas, donde había una mesa y dos sillas, una junto a la otra. En el aire flotaba un aroma sutil de incienso mezclado con el de la comida y las especias.

—¿Dónde está el resto de la familia? —pregunté.

—Ya comieron, estamos solos —replicó Mahmoud retirando la silla para mí. Me senté, oprimida por la angustia.

Sobre la mesa había varias fuentes cuyo contenido era imposible distinguir en la débil luz de las velas, Mahmoud tomó un plato y me sirvió.

—¿Qué es?

—Carne.

—¿Qué clase de carne?

—Hervida.

—¿Qué clase de carne hervida?

Se tocó el estómago y las costillas en un gesto vago. Necesito ver lo que como, especialmente cuando se trata de carne; me gusta examinar todo cuidadosamente antes de metérmelo a la boca, pero estaba muy oscuro. Mahmoud sacó porciones de las otras fuentes y las describía al ponerlas en mi plato: pescado del Nilo, queso de cabra, aceitunas negras, higos maduros, huevos, berenjenas frotas, una pasta de garbanzo, yogur. Me lavé las manos en un tazón de agua con limón y Mahmoud me las secó con un paño, sus gestos eran lentos como caricias. Las retiré con demasiada brusquedad, tal vez lo ofendí. Probé un bocado y me gustó, la carne era de cordero, bien sazonada, tan blanda que se deshacía antes de mascarla. El hombre, sentado tan cerca que su rostro casi tocaba el mío, me observaba comer y comentaba mi gran belleza. Una vez más me aseguró que él era mi amigo en su país, que debía considerarlo mi novio egipcio. Yo nada decía, pero me corría el sudor por la espalda y me temblaban las rodillas. La comida, sin embargo, estaba exquisita y el té —tibio y muy dulce, con un dejo de menta o de jazmín— era refrescante. Mahmoud tomó una aceituna y me la dio en la boca, era un poco amarga, pero deliciosa.

Luego puso queso y pasta de garbanzos en un trozo de pan árabe, comió un poco él y luego me lo pasó, sonriendo encantado cuando lo recibí. El olor del pan recién horneado, aún tibio, mezclado con la fragancia de los guisos, las velas de cera y el incienso era tan intenso que cerré los ojos. Me sentía agobiada, con todos los sentidos exaltados. En voz baja, casi en susurros, él recitaba una letanía comparándome con la luna y las estrellas del desierto; mi piel, dijo, era como marfil, nunca había visto una piel tan suave y blanca.

—Debo regresar a la ciudad…

—¿Tiene un novio en América? ¿Un marido tal vez?

—Sí, tengo un novio muy celoso.

—¿Cómo no serlo? Yo no dejaría que ningún nombre posara sus ojos en usted, viviría para amarla y complacerla ¿Por qué ese novio la deja viajar sola?

—Ya es muy tarde, Mahmoud, por favor lléveme de vuelta a mi hotel.

—Pruebe estos vegetales, son de la huerta de mi madre, cocinados por su propia mano…

Era un guisado de berenjena, distinguí el aroma de nuez moscada y canela, una mezcla exótica. Me serví otra cucharada y algo más de cordero, midiendo por primera vez el tamaño de mi imprudencia. Nadie sabía mi paradero, nadie me había visto salir con esos hombres rumbo al desierto, yo podía desaparecer sin dejar huellas. Mahmoud me escanció más té. El sonido del líquido al caer en el vaso era nítido como notas de un instrumento de cuerda en el inmenso silencio de la casa oscura. Una de las velas terminó de consumirse en un charco de cera derretida.

—¿Ha sido éste un buen día?, ¿un día memorable?, ¿lo ha pasado bien? —Quiso saber mi anfitrión, siempre en mi oído.

—Sí, gracias, pero ahora me voy.

Intenté ponerme de pie, pero me retuvo, casi abrazándome. Una vez más me envolvió con su voz melodiosa describiendo mi belleza, comparándome con las huríes del paraíso de Alá y con estrellas del cine, y asegurándome que no se cansaría nunca de mirarme, que podría pasar su vida entera extasiado ante una mujer como yo. Me estaba tomando el pelo, supongo, pero quise creerle, sus palabras eran balsámicas, nadie me ha dicho nunca esas cosas. Y seguía hablando y hablando, siempre en el mismo tono. ¿Acaso yo no deseaba que él también lo pasara bien?, ¿que éste fuera también para él un día memorable? Su mano se posó en mi cuello y un largo escalofrío me estremeció. Mahmoud insistió que la cena no había terminado, aún faltaban los dulces. Con gran delicadeza deslizó un pastelillo de pistacho y miel en mi boca, sin dejar de acariciarme el cuello, jugueteando con mis collares y aretes, murmurando halagos en su inglés forzado. Pruebe esta delicia turca, suplicó. Era suave, dulce, perfumada a rosas. ¿No le apetece fumar?, ¿un poco de hachís, tal vez? La llama de la última vela vaciló unos instantes y luego se apagó del todo. Por la ventana vi la luna alumbrando la noche egipcia. Tomé otro dulce y lo mordí, voluptuosamente…