Susurros

El hombre está más cerca del mono que la mujer, no me cabe la menor duda. Son más peludos, tienen los brazos más largos y en ellos el impulso sexual empieza por la vista, herencia de sus ancestros, los simios, a quienes la hembra llama durante el período de celo con un cambio notable en sus partes íntimas, que se inflaman y adquieren la morbosa apariencia de una granada madura. Por alguna razón, esto es como un semáforo para los machos, en caso que anden distraídos. Entre los humanos el estímulo visual es igualmente irresistible, eso explica el éxito de las revistas con mujeres semidesnudas. Se ha intentado explotar el mismo negocio editorial dirigido al público femenino, pero las imágenes de muchachos bien dotados desplegando sus encantos en páginas a todo color han resultado un fiasco; las compran homosexuales, más que mujeres. Nosotras tenemos el sentido del ridículo más desarrollado y además nuestra sensualidad está ligada a la imaginación y a los nervios auditivos. Posiblemente la única manera de que las mujeres escuchemos es si nos susurran al oído. El punto G está en las orejas, quien ande buscándolo más abajo pierde su tiempo y el nuestro. Los amantes profesionales, y me refiero no sólo a los legendarios, Casanova, Valentino y Julio Iglesias, sino también a cantidades de hombres que coleccionan conquistas amorosas para probar su virilidad por el número, ya que por la calidad es cuestión de suerte, saben que para la mujer el mejor afrodisíaco son las palabras. Los latinos han elevado la lisonja amorosa a la categoría de arte, gracias a la riqueza incomparable de nuestros idiomas y al inagotable repertorio de canciones, poemas, piropos y frases hechas que los pueblos germánicos o anglosajones jamás se atreverían a usar. De allí proviene la fama del amante latino, capaz de infundir tal calor con su labia, que toda resistencia femenina se vuelve cera derretida. Es sabido, sin embargo, que suelen perderse en el entusiasmo de su propia retórica y a la hora de la verdad rara vez saben usar aquellas lenguas de oro para caricias más atrevidas. Cyrano de Bergerac, aquel célebre hombre feo a una nariz pegado, enamoró con la magia de sus versos a una mujer para que otro la disfrutara. El amigo se colocaba bajo la luz de la ventana, mientras desde las sombras Cyrano recitaba las seductoras palabras destinadas a ganar el corazón femenino. Sin embargo, el amor tiende trampas irónicas y el poeta se enamoró de ella tanto como ella del amigo afortunado, a quien el talento de Cyrano vestía con plumaje prestado. Mal juicio el de nuestro héroe. De haber murmurado sus apasionados versos al oído de la muchacha, ella habría apreciado la descomunal nariz como un símbolo erótico. El ritual amoroso se parece a las sorpresas de los cumpleaños infantiles: todo se reduce a aumentar las expectativas. La finalidad es simple, el orgasmo en un caso y un par de chucherías de plástico o de caramelos en la otra, pero para llegar a ese punto ¡cuántos circunloquios se requieren!

Dame mil besos, luego cien, después otros mil, luego cien más, luego mil, después cien; por fin, cuando hayamos sumado muchos miles, embrollaremos la cuenta para no saberla y para que ningún envidioso nos pueda echar mal de ojo cuando sepa que nos hemos dado tantos besos.

—Roma clásica, Carta de amor de Cátulo a Lesbia.

Ah, el vicio de las palabras… Una vez escapadas de la boca no podemos recogerlas. Y cuidado también con la palabra escrita, causa de incontables tragedias que podrían haberse evitado con un mínimo de prudencia. Conozco el caso de una esposa infiel, quien en un viaje escribió dos cartas de amor, una para el marido y otra para el amante. En el apuro de última hora confundió los sobres y las cartas llegaron cambiadas. En su ausencia se tomaron las medidas necesarias y cuando ella regresó había perdido su familia y a su esposo, el único amor verdadero de su vida, el otro era apenas una diversión de los jueves a mediodía. El escándalo fue de tal tamaño, que sin proponérselo terminó casada con el amante para acallar las murmuraciones. Pasó los últimos treinta años de su vida lamentándolo.

A la hora brutal del encuentro amoroso, las mismas palabras que empleadas en cualquier otro momento nos parecen groseras, tienen el efecto de atrevidas caricias. Todo está en murmurarlas. El lenguaje describe, sugiere, excita: las palabras tienen el efecto de un embrujo. En la literatura erótica, cuya finalidad es enardecer la sangre y alborotar los deseos, caben eufemismos, pero no timideces. Nuestra sociedad de consumo ofrece palabras excitantes a través de servicios de sexo por teléfono. Una vecina mía, que pesa ciento diez kilos y tiene dos nietos, se gana la vida en un servicio de éstos. Su trabajo consiste en descifrar las fantasías de los clientes y, desde el otro lado de la línea, satisfacerlas con la intrepidez de sus frases. Se especializa en hacerse pasar por una escolar de doce años, virgen atrevida y curiosa, con quien el cliente puede discutir sus más inconfesables caprichos.

También en la comida el lenguaje es afrodisíaco; comentar los platos, sus sabores y perfumes es un ejercicio sensual para el cual disponemos de un vocabulario vasto, pleno de gracia, metáforas, referencias, humor, juegos de palabras y sutilezas. ¿Por qué lo usamos tan poco? Las mejores páginas de Henry Miller no son eróticas, como se ha pregonado, sino sobre comida. Le sugerí a mi vecina una variante de su oficio: un servicio de gula telefónica que los golosos impenitentes y las personas a dieta, bulímicas o anoréxicas podrían usar. Uno llama y en vez de escuchar los jadeos indecentes de una chiquilla de doce años de nombre Serena o Desirée, recibe la descripción detallada de un buen estofado de cordero. Los franceses, obsesionados con la buena vida, no hablan de dinero o de política en la mesa, aunque tal vez lo hagan en la cama, prefieren opinar sobre los guisos y los vinos o simplemente disfrutar de su cena en silencio. En Francia se come y se hace el amor con parsimonia, saboreando ambos con religiosa gratitud. En Estados Unidos, en cambio, se acuñaron las palabras snack y quickie, prácticamente intraducibles, la primera para definir esa tendencia a devorar cualquier bocado de pie, con la mano y a deshora, y la segunda para el amor apresurado. Ese pueblo todavía padece de cierta premura adolescente, pero no se puede generalizar. Me han contado que los mejores amantes del mundo son los judíos norteamericanos divorciados de Nueva York. De algo ha de servir la obsesión con la madre…

No es lo mismo pelar un camarón y tragárselo sin ceremonia alguna, que quitarle la cáscara con placer sibarita comentando su color, su forma, su delicado aroma y hasta el crujido de la cáscara al mordisquearlo.

El beso debe ser sonoro. Su sonido, ligero y prolongado, se eleva entre la lengua y el borde húmedo del paladar, producido por el movimiento de la lengua en la boca y el desplazamiento de la saliva provocado por la succión.

Un beso dado en la superficie de los labios y acompañado por un sonido como el que hacemos para llamar a un gato, no da ningún placer. Tal beso está bien para los niños, o para las manos. El beso descrito antes, y que pertenece a la copulación, provoca una voluptuosidad deliciosa. Te corresponde aprender la diferencia.

—De El jardín perfumado, traducido al inglés por sir Richard Burton, en 1886.

La descripción se aplica casi textualmente al placer de tomar una sopa afrodisíaca, digamos de mariscos, saturada de aromas y sabores del mar. En una mesa de etiqueta nadie serviría este tipo de plato, porque no se puede atacar con elegancia y sin ruido, como exigen los buenos modales europeos —no así en otras partes del mundo, donde un eructo a tiempo se considera una agradecida expresión de contento— pero es perfecta para los amantes en la intimidad. Esa sopa consagrada merece los mismos sonidos entusiastas de los besos del jeque Nefzawi en El jardín perfumado.

La música también contribuye a hacer de la comida una experiencia sensual, por eso resulta abominable el espectáculo de quienes se sientan a la mesa con el barullo de un partido de fútbol o de las malas noticias por televisión. En los banquetes de antaño no faltaban los cuartetos de cuerda en un balcón animando la cena con sus melodías. ¿Existe realmente la música erótica? Éste es un tema muy subjetivo, en discusión desde hace siglos, pero hay ciertos instrumentos y ritmos sugerentes que invitan al amor. El repertorio es vasto, desde ciertas composiciones españolas, con su inconfundible toque árabe y gitano, sus crescendos y grandes finales que imitan la progresión del encuentro sensual entre dos amantes y el estallido final del orgasmo, hasta la música oriental, con sus profusión de quejidos y murmullos; el jazz, que es caricia y lamento; los ritmos caribeños, las canciones románticas y, para los entendidos, incluso algunas arias de ópera. En cierta ocasión, escuchando a Plácido Domingo en el Metropolitan Opera House una matrona respetable, sentada a mi lado, emitía arrullos de paloma y se retorcía de tal manera, que otro amante del bel canto la hizo callar. La señora recuperó la compostura por unos segundos, pero cuando el célebre tenor lanzó un prolongado do de pecho, ella se puso rígida en su sillón, los ojos se le voltearon, comenzó a darse mordiscos en las manos y a lanzar unos breves chillidos de perdición, ante el bochorno de todos los presentes, incluso algunos miembros de la orquesta. El único inmutable fue Plácido Domingo, quien prosiguió con su interminable do de pecho hasta que la dama en cuestión quedó plenamente satisfecha. El gusto por la música es muy personal y no todos asociamos las mismas piezas musicales con las mismas imágenes o recuerdos. A menudo me he preguntado qué placeres extraordinarios renacían en la memoria de aquella señora en la ópera… ¿un intrépido profesor de canto, tal vez? Frank Harris (1 856-1 931), en Mi vida y mis amores, detalla, con minuciosa precisión de notario, todos los encuentros eróticos de su vida, más de dos mil, según afirma, aunque en este campo la exageración de los interesados suele adquirir proporciones alucinantes. Entre sus experiencias, cuenta una de su temprana adolescencia, cuando aprovechó un descuido del profesor de órgano para explorar con mano atrevida bajo las faldas de su compañera de estudios y descubrir, maravillado, que más arriba del borde de la media había una región caliente y suave:

Mi curiosidad era más fuerte incluso que el deseo y palpé su sexo por todas partes y se me ocurrió la idea de que era como un higo.

Nada muy original; frutas y flores son las metáforas más usadas en la literatura erótica de todos los tiempos para describir esas zonas encantadas.

En el caso de la comida los sonidos también pueden ser afrodisíacos. Tengo pésimo oído, soy incapaz de tararear Cumpleaños feliz, pero puedo evocar sin vacilaciones el chispear del aceite al freír la cebolla; el ritmo sincopado del cuchillo picando verduras; el borboriteo del caldo hirviente donde dentro de un instante caerán los desdichados mariscos; las nueces al partirlas y la paciente canción del mortero moliendo semillas; las notas líquidas del vino al ser escanciado en las copas; el chocar de los cubiertos de plata, el cristal y la porcelana en la mesa; el murmullo melodioso de la conversación de sobremesa, los suspiros satisfechos y el casi imperceptible crepitar de las velas que iluminan el comedor. Estos sonidos tienen para mí un efecto casi tan poderoso como la voz de Plácido Domingo para esa buena señora en la ópera.