La orgía

Creo haber mencionado en alguna parte de este libro a mi padrastro, el incomparable tío Ramón. Una de las curiosas tradiciones tribales de Chile es que los niños llaman tío y tía a los amigos de sus padres y, en general, a toda persona diez años mayor, siempre que pertenezca a la misma clase social. Cuando mi madre nos presentó a su pretendiente, naturalmente los niños lo recibimos con el título de tío, del cual no pudo desprenderse hasta hoy. Este tío Ramón fue diplomático por sesenta años. En los difíciles comienzos de su carrera, cuando aún no se aplacaba la polvareda del escándalo social provocado por sus amores con mi madre, lo enviaron al Líbano. Allá fue a dar con su nueva mujer y tres niños ajenos, mientras mantenía en Chile a la primera esposa y sus cuatro hijos, todo esto con un módico sueldo de empleado público. De más está aclarar que en nuestro hogar no sobraba dinero y abundaban los inconvenientes, pero el tío Ramón y mi madre estaban determinados a vivir su romance hasta la extenuación.

En Beirut habitábamos un apartamento con pisos embaldosados, donde cualquier ruido se magnificaba por el eco de los corredores y los cuartos semivacíos, muy poco apto para el amor. De vez en cuando, inspirado seguramente por los cuatro tomos encuadernados en cuero rojo con cantos de oro de Las mil y una noches, que ocultaba en su armario bajo llave, o tal vez por los aromas sensuales que subían del mercado y por el viento que soplaba del desierto, el tío Ramón planeaba con gran cuidado una fiesta para mi madre, pobre tal vez, pero íntima y gloriosa. Los niños lo veíamos arrastrar al dormitorio el biombo policromado, las alfombras y los cojines turcos de la sala, enchufar altoparlantes, cubrir la lámpara con pañuelos de seda y preparar misteriosos cócteles con cerezas al marrasquino, acompañados por tostadas con caviar, único lujo que podían ofrecerse. Una vez cerrada la puerta, oíamos los boleros y valses peruanos, cuya finalidad no era sólo animar esa discreta orgía privada, sino sobre todo atenuar las palabras y suspiros de amor. Entonces mi imaginación se disparaba. Yo también leía Las mil y una noches. El tío Ramón, en su infinita inocencia, no sospechaba que yo había hecho una copia de la llave de su armario y leía aquellos textos prohibidos cada vez que él salía, lo cual era muy a menudo. ¿Qué sucedía tras esa puerta cerrada? Visiones de lujuria me asaltaban: jardines de Arabia, fuentes rebosantes de frutas y flores, baños de aguas perfumadas, esclavas, eunucos, odaliscas, atrevidos ladrones y príncipes cornudos, sexo, aventura, intriga y poesía, todo mezclado.

Pasaron años, muchos años, sin que yo olvidara esa puerta cerrada. Secretamente siempre he deseado que algún amante arrastre los muebles por la casa para crear un rincón exótico donde hacer el amor conmigo, pero a ninguno se le ha ocurrido, a pesar de las incontables indirectas salpicadas por aquí y por allá. Una de mis fantasías eróticas más recurrente es la orgía. En un libro sobre el Imperio romano, también bajo llave en el armario del tío Ramón, averigüé que la idea es tan antigua como la humanidad. Con diferentes pretextos, desde fechas religiosas hasta victorias guerreras, las parrandas privadas y las bacanales públicas servían de válvula de escape a las tensiones cotidianas y los pesares del corazón. No existía entonces el problema de la sobrepoblación, por el contrario, se trataba de traer cantidades de niños al mundo; la fertilidad era celebrada por todas las civilizaciones antiguas en festividades orgiásticas. Por unas cuantas horas o días, las reglas y leyes pasaban al olvido y el populacho se volcaba a la calle en alegre mezcolanza de mujeres y hombres, nobles y plebeyos, virtuosos y pecadores. De allí provienen nuestros desteñidos carnavales modernos, que con muy pocas excepciones son tristes simulacros de las bacanales de la antigüedad, cuando el desenfreno se apoderaba de las almas y había permiso para embriagarse y fornicar sin medida.

Antes del triunfo del cristianismo en Europa no existía el concepto de compasión o de amor al prójimo, a nadie se le habría ocurrido tampoco que el sufrimiento físico fuera provechoso para el alma. La idea de negar el placer con el propósito de desarrollar un estado superior de conciencia ya se había formulado, pero no tenía gran aceptación popular. La filosofía espartana basada en la severidad y la disciplina sólo tuvo adeptos entre guerreros. Epicúreo representaba mejor la tendencia de su tiempo: la tierra y lo que contiene fueron creados por los dioses para el uso y goce de los hombres… bueno, a veces también de las mujeres. En las culturas griega y romana el placer era un fin en sí mismo, en ningún caso un vicio que luego fuera necesario expiar. Las clases altas vivían en el ocio, ajenas por completo al sentido de culpa, puesto que el trabajo no era virtud sino fatalidad, indiferentes a la suerte de los menos afortunados y rodeadas de esclavos a los cuales podían atormentar a su antojo. En las fiestas romanas, que solían durar varios días, se derrochaban fortunas en una competencia inacabable por superar las extravagancias de otros anfitriones: desfilaban unos tras otros los platos más exquisitos y novedosos, regados por los mejores vinos; los esclavos cubrían los suelos con capas renovadas de pétalos de flores frescas, rociaban perfumes sobre los comensales, limpiaban los vómitos y ofrecían baños —a veces en tinas de vino espumante— masajes y túnicas limpias; músicos, magos, cómicos y danzarines divertían a los participantes; enanos y monstruos hacían piruetas; animales exóticos se exhibían en jaulas antes de ir a parar a las ollas de los cocineros; gladiadores se batían a muerte entre las mesas y hermosas esclavas drogadas se sometían a toda suerte de infamias. Al final, exhaustos y a menudo enfermos, los invitados regresaban a sus casas a purgarse, sin sospechar que en las cocinas, en los patios, en las calles, en todas partes, los esclavos propagaban en susurros una extraña fe que habría de acabar con el mundo tal como ellos lo concebían. Esa nueva religión se basaba en amor a otros seres, sobre todo a los más pobres y desdichados, simplicidad en las costumbres y negación de todo aspecto placentero de la existencia; los sentidos y los apetitos eran trampas satánicas que conducían las almas al infierno y por lo tanto debían ser dominados con determinación férrea. Imagino la sorpresa burlona de los ricos romanos cuando oyeron las primeras prédicas de los nuevos fanáticos, deben haberlas considerado apenas una vehemente locura y trataron de impedir el contagio con un buen escarmiento de famélicos leones en el Coliseo. Jamás supusieron su repercusión y siguieron riéndose mientras el cristianismo se propagaba entre los pobres como un incendio incontenible, que finalmente los arrasó. Habrían de pasar varios siglos de oscurantismo antes que se asentaran las cenizas, se disolviera la humareda y Europa recuperara el respeto por los sentidos y el gusto por el despilfarro.

Durante la Edad Media el arte, el lujo y la belleza se convirtieron en motivos de sospecha; el deleite pasó a ser fuente de culpa y el propio cuerpo se transformó en enemigo del alma que albergaba. Sufrir en esta vida era la forma más certera de alcanzar eterno regocijo en la próxima. Grandes santos del cristianismo tuvieron como único mérito atormentar sus cuerpos hasta lo inconcebible, como aquellos estilitas que malgastaron sus existencias encaramados sobre una columna sin cambiar de posición, a menudo con las manos empuñadas de modo que las uñas les crecían atravesando la carne y apareciendo en el dorso, alimentados de porquerías, sin hablar con nadie ni lavarse, cubiertos de pústulas y gusanos. Los creyentes, pasmados, se inclinaban ante este espectáculo que supuestamente complacía a Dios. Hubo excepciones, claro está, siempre las hay entre los ricos y los sabios: algunos nobles y prelados de la Iglesia que nunca abdicaron de la buena mesa y las mujeres hermosas; también viajeros que descubrieron las maravillas del Oriente en las Cruzadas y regresaron con el gusto por las especias exóticas, los perfumes, las ciencias y las artes olvidadas desde los tiempos del Imperio romano, pero esos refinamientos quedaron relegados a unos cuantos sibaritas de las clases dominantes. La gran masa humana vivía en la miseria, la ignorancia y el miedo. El hedonismo de los griegos y romanos, quienes consideraban el placer como el fin supremo de la existencia, fue remplazado por la sombría creencia de que el mundo es un lugar de expiación, un valle de lágrimas donde las almas hacen mérito y sufren martirio para ganar un paraíso hipotético. Los antiguos festivales relacionados con la vendimia, la fertilidad, las estaciones o los dioses, pasaron a ser simples comilonas en temporadas de buenas cosechas y las orgías fueron exabruptos brutales de la soldadesca victoriosa a la hora del saqueo. Durante mil años el cristianismo destruyó sistemáticamente a los dioses anteriores, borrando sus huellas con métodos bárbaros, enterrándolos en los sombríos rescoldos de la memoria, transformándolos en demonios y quemando en la hoguera, acusados de herejes y brujas, a quienes tuvieran la mala suerte de recordarlos. Cuando la Iglesia no pudo suprimir del todo las festividades paganas, las asimiló a su propia liturgia. Así es, por ejemplo, cómo los panes fálicos y en forma de genitales femeninos que se usaban en las festividades orgiásticas, tomaron aspecto redondo con una cruz encima y pasaron a llamarse bollos de Corpus Cristi. Pero a veces la deidad destronada no se dejaba avasallar: durante el Carnaval en Trani, Italia, se paseaba por la ciudad una estatua de Príapo y su enorme falo de madera era venerado como Il Santo Membro. Mientras más represión soporta el ser humano, más ideas rebeldes emergen en su imaginación supliciada. Hubo una secta cristiana eslávica, los Khlysti, que celebraban ceremonias orgiásticas donde hombres y mujeres copulaban en representación de la unión divina de Jesús y María, en medio de una borrachera general con cánticos, danzas y flagelaciones. Estos ritos ocurrían después de meses de abstinencia, castidad y ayuno, durante los cuales las parejas casadas dormían en la misma cama sin tocarse. Algunos ritos Khlysti perduraron hasta fines del siglo XVIII; aseguran que Rasputín había oído hablar de ellos y adoptó algunas de sus excentricidades.

Las orgías han existido siempre, gracias a Dios, incluso en tiempos de la Inquisición o de los puritanos, cuando todo el mundo andaba vestido de negro y las paredes se decoraban con lúgubres cruces, pero han sido más brillantes y divertidas en las épocas de la historia en que el placer se cultivó como un arte. La duquesa María Luisa Isabel du Berry, célebre cortesana, quien vivió y amó en Francia durante los comienzos del siglo XVIII, convirtió sus propios excesos en moda y sus orgías en eventos sociales. Se casó a los quince años con el duque du Berry, quien no resistió los ímpetus de su mujer y murió de agotamiento cuatro años más tarde. Era un período galante en que florecieron la conversación en los salones, el refinamiento en el vestuario y el lujo en la decoración; por primera vez después de muchos siglos de oscurantismo, las mujeres de la aristocracia tenían acceso a la educación. La duquesa du Berry, bella, rica y de carácter explosivo, se lanzó en una carrera de amantes de todos los pelajes, parrandas homéricas y escándalos de dinero que andaban en boca de nobles y plebeyos. Nada la intimidaba. Su padre, que llegó a ser regente de Francia y de quien se decía que había tenido amores incestuosos con ella, aplaudía todo lo que la joven viuda ideaba para divertirse. En sus fiestas el vino corría a raudales y los comensales, desnudos como infantes, copulaban con animales cuando se cansaban de hacerlo entre sí. Esta mujer de espíritu rebelde y desenfadado que pasaría a la historia como una depravada, murió a los veinticuatro años.

Pero, en fin, volvamos a mi fantasía erótica. En términos prácticos: ¿cómo sería mi propia orgía?, ¿a quiénes y dónde invitaría?, ¿qué ofrecería en vez de monstruos, fieras y gladiadores? Sé que no podría invitar a nadie conocido y después volver a mirarlo a la cara, no en vano pesan sobre mis hombros varios siglos de temperancia cristiana. Tampoco podría llevarse a cabo en mi casa, demasiados miembros de la familia y amigos tienen llave de la puerta. De esclavos y fenómenos, nada; sería mal visto en California. Como diversión habría que recurrir a vídeos y juegos atrevidos, como el strip-póker de los años sesenta, que obliga a desprenderse de una prenda del vestuario cada vez que alguien pierde. A propósito, me contó Robert Shekter que la inspiración para ciertas de sus ilustraciones proviene de una orgía en Suecia, a la cual asistió hace unos cuantos años. En una noche impenetrable de invierno, con un frío polar, llegó invitado a una casa de campo a dos horas de Estocolmo, donde encontró un grupo de personas en torno a un bar bebiendo alcohol, fumando marihuana y hablando de la influencia de Nietzsche en Ingmar Bergman. No había mucho para comer, salvo pescados crudos ahumados, charcutería y una cesta con huevos de codorniz, pero él es vegetariano. Al poco rato la concurrencia entró en calor y empezaron a quitarse la ropa, manosearse y caer unos sobre otros por los rincones, todo esto con la mayor cortesía y seriedad, respetando los turnos. Después de cada abrazo se metían a un sauna por diez minutos y luego corrían afuera —como expiación, suponemos—, y se revolcaban en la nieve. Robert tenía hambre y frío y empezó a aburrirse, así es que salió a ver si encontraba una cafetería por los alrededores. Cuando regresó estaban todos vestidos en torno al bar bebiendo, fumando marihuana y hablando de la influencia de Schopenhauer en Ingmar Bergman.

¿Qué serviría de comer en mi propia orgía? Si contara con recursos ilimitados, pondría a disposición de los comensales fuentes con mariscos crudos y cocidos, carnes, aves y pescados, ensaladas, dulces y frutas, especialmente uvas, que siempre aparecen en las películas sobre el Imperio romano. Y setas o callampas, por supuesto, que son tan afrodisíacas como las ostras. La célebre envenenadora romana Locusta conocía la popularidad de estos vegetales: por orden de Agripina mató con setas envenenadas al emperador Claudio y después usó la misma receta para despachar a otros. Era relativamente fácil eliminar enemigos con setas en la confusión de una orgía. Nerón, hombre de escasa paciencia, exigió a Locusta un veneno más poderoso y rápido para deshacerse de su madre, pero Agripina había aprendido a desconfiar de la cocina doméstica. Nerón entonces la embarcó en una nave que —curiosa coincidencia— se hundió en la costa de Anzio, pero la madre era un hueso duro de roer y sabía nadar. Al final su hijo debió enviar un soldado a matarla con una espada, método algo más tradicional. El tema de las orgías me distrae, no logro concentrarme…

Al planear la propia orgía se debe pensar que durará toda la noche, por lo tanto un buffet no es buena idea: a las pocas horas todo se pone mustio. Pero sin esclavos tampoco se puede ofrecer un desfile ininterrumpido de viandas exóticas frescas de la cocina, a menos que la dueña de casa se dedique a cocinar en vez de darse gusto y no se trata de eso. En mi caso tal vez deba transarme por una orgía de modestas dimensiones, como las que el tío Ramón preparaba para mi madre en la época lejana del Líbano. En una bacanal digna de tal nombre se requiere una receta contundente, afrodisíaca y flexible, que alcance para un número más o menos indeterminado de participantes —a estas cosas siempre llega gente de sorpresa— y que sobre para reponer fuerzas a media noche. El único plato que se me ocurre es el guiso afrodisíaco de la tía Burgel, una alegre matrona alemana que animó muchas páginas de mi tercera novela, Eva Luna. El origen de ese guiso se remonta a un viaje memorable que hice, hace más de veinte años, a la isla de Pascua.