Cuatro principios fundamentales, grabados a fuego desde la más tierna infancia, sostuvieron mi formación de señorita: siéntese con las piernas juntas, camine derecha, no opine y coma como la gente. Todos los esfuerzos de mi madre, sin embargo, no fueron suficientes para hacer de mí una dama: simplemente carecía de materia prima. Mi familia no se ha repuesto de la decepción. A los diecisiete años, cuando descubrí que abrir las piernas era mucho más interesante que cerrarlas, me dediqué a violar uno a uno los severos preceptos de mi educación y ahora, pasado el medio siglo de vida bien vivida, comprendo que el único que realmente me ha servido es caminar derecha. Y no lo digo en un sentido metafórico; para una mujer de metro cincuenta de altura, una postura erguida y la cabeza en alto es parte de la estrategia de sobrevivencia. Si ando agachada, me pisan. En cuanto a comer como la gente, pronto me di cuenta que eso depende de la latitud y las circunstancias y que, para alguien que disfruta de hacer el amor comiendo y viceversa, el asunto de los modales es muy relativo.
La mayor parte de la humanidad, por razones prácticas, come con los dedos. En India se llevan los alimentos a la boca siempre con la derecha, porque la izquierda se usa para enjuagarse en el excusado; el papel higiénico se considera un asqueroso hábito de europeos. La idea de los cubiertos es relativamente nueva y la de los estrictos modales en la mesa todavía más, ambas corresponden a una cultura que se relaciona con el mundo a través de la vista y tiene una extraña desconfianza por los otros cuatro sentidos, sobre todo el del tacto. Desde pequeños nos enseñan a respetar la distancia física con otras personas y a ignorar nuestro propio cuerpo. Aun antes de aprender a hablar y amarrarnos los zapatos, ya hemos interiorizado la prohibición de explorar cualquier orificio de nuestra propia anatomía y, por supuesto, de los demás. ¡Después se nos van fortunas en terapia para descubrir el poder sanador del tacto! En California, donde vivo, ha comenzado una fiebre de talleres para enseñar lo que cualquier orangután sabe sin clases: tocarse y tocar a los demás. Manipular la comida incorpora el sentido del tacto al placer básico de satisfacer el apetito; comer con las manos permite percibir el alma de los alimentos antes de consumirlos. Me gusta hacer galletas, sentir en los dedos la suavidad de la harina, palpar la áspera textura del azúcar, la escurridiza de la mantequilla y el huevo, juntar la masa, estirarla, cortarla; disfruto del paciente menester de lavar fresas y champiñones, exprimir un limón o hundir el cuchillo en la firme consistencia de una manzana. La única comida que recuerdo es la que he devorado a mano: sandía madura y maíz tierno en el verano chileno, arepas rellenas de Venezuela, un pollo con canela en Marruecos, mangos silvestres en Bali__Al pensar en una comida afrodisíaca descartamos de inmediato la etiqueta: imaginamos una orgía romana al estilo de Fellini, en que los comensales se lanzan frutas y dulces por la cabeza, se limpian las manos en el cabello de los esclavos, fornican con los patos asados y se rascan el paladar con plumas para vaciar el estómago y volver a tragar. O pensamos en aquella inolvidable escena de Tom Jones. Esa simpática comedia inglesa filmada en los años sesenta, en que el héroe y una cortesana, sentados frente a frente ante una mesa estrecha, comparten una cena pantagruélica. La cámara se regocija en las manos destrozando pollos y mariscos, en las bocas sorbiendo, mascando, chupando, riendo, en los jugos chorreando por barbillas y cuellos, como si esas patas de cangrejo y mórbidas peras fueran las caricias que se abstienen de mostrar. Más tarde, cuando descubrimos que la cortesana es en realidad la madre de Tom Jones, la comida se convierte en una burlona metáfora del incesto.
Esas imágenes de abandono y relajo evocan sensualidad, pero a veces los modales correctos resultan, por contraste, excitantes. Las normas de conducta en la mesa son básicamente una serie de prohibiciones que para el amante impaciente nada tienen de erótico, pero funcionan como el índice del Vaticano, que por ser tan estricto produce el efecto contrario. Varios de mis libros han tenido la suerte inmensa de caer en la lista negra de una secta fundamentalista católica, han sido prohibidos en algunas escuelas mormonas y quién sabe por qué otras organizaciones virtuosas, con lo cual ha aumentado notablemente el número de mis lectores. Mi abuelo, hombre de firmes convicciones religiosas, se inquietaba cuando las mujeres de su familia se confesaban porque podía tocarles un cura minucioso que, con santa devoción, las interrogara de acuerdo al manual. En ese manual, un largo repertorio de indecencias que circulaba en el patio del colegio como texto pornográfico, se enumeraban pecados cuya perversidad superaba con creces lo que cualquier persona normal sería capaz de imaginar y mucho menos de cometer. Nada mejor para calentar el vientre y corromper el alma con torcidos deseos que aquellas famosas listas de pecados. En tiempos de la reina Victoria los súbditos del Imperio británico convirtieron las apariencias sociales en una filosofía del honor.
Todo estaba permitido, mientras no se violara la etiqueta. Esos maniáticos de los buenos modales cometían en la sombra innombrables barbaridades y, mientras cultivaban el lenguaje de las flores, proliferaban en la sombra prostíbulos, satanismo y clubes de flagelantes donde se azotaban las nalgas sin misericordia, pero no se las nombraba, se llamaban: donde uno se sienta. No pretendo insinuar que los modales en la mesa conduzcan a tales extremos, por favor. En este caso, como a menudo me ocurre, empiezo a decir algo y se me va la lengua en direcciones inesperadas. Volvamos al tema: se me ocurre que, así como las listas de pecados excitaban a la rebeldía, la constricción impuesta en la mesa puede tener un efecto estimulante. Hay un componente erótico en la formalidad.
¿Dónde si no en la costumbre y ceremonia
nacen la inocencia y la belleza?
—William B. Yeats (1865-1939)
Imaginemos una ocasión especial, tal vez una cena elegante en el comedor de un palacio renacentista convertido en restaurante o en hotel, como tantos en las viejas ciudades de Europa. Lámparas de lágrimas y candelabros con velas imparten una luz tenue, alfombras mullidas protegen las antiguas maderas del piso, gobelinos de trescientos años cubren las paredes y frescos mitológicos decoran los techos. Ante las mesas redondas cubiertas con largos manteles y decoradas con orquídeas, se sientan los comensales, de gala, en sillas de respaldos tallados. Rubí y ámbar en las copas, el sonido apagado de las conversaciones gentiles, el tintineo de la plata contra la porcelana… Danzan los mesoneros, sacerdotes de una misa suntuosa, solícitos, irónicos, llevando y trayendo las fuentes con deliciosos manjares. Una pareja ocupa una de las mesas junto a la ventana. Los pesados cortinajes de brocado están abiertos y a través de los cristales se vislumbran los jardines en sombra, apenas iluminados por una luna tímida. La mujer, espléndida, va toda de terciopelo color sangre, con los hombros desnudos y dos magníficas perlas barrocas en las orejas. El hombre viste de negro, impecable, con botones de oro en la camisa. Mantienen las espaldas rectas y la distancia precisa entre la silla y la mesa, sus gestos son controlados, algo rígidos, como si se movieran en una acartonada coreografía, pero a través de sus gestos estudiados se percibe la atracción mutua como un río turbulento que amenaza con llevarse todo por delante. Bajo el mantel, las rodillas se rozan por azar y ese contacto, casi imperceptible, los golpea como una corriente poderosa; una llamarada iracunda sube por los muslos y enciende los vientres. Nada cambia en sus posturas, pero el deseo es tan intenso, que puede verse, palparse, como una niebla caliente borrando los contornos del mundo circundante. Sólo ellos existen. El mesonero se acerca para escanciar más vino, pero no lo ven. Tiemblan. Ella levanta el tenedor, abre los labios y desde el otro lado de la mesa él adivina el sabor de su saliva y la tibieza de su aliento, siente la lengua de ella moviéndose en su propia boca como un molusco sofocante y terrible. Se le escapa un gemido que, de inmediato, disimula tosiendo con discreción y llevándose la servilleta a la cara. Ella tiene la vista fija en la última ostra del plato de su compañero, una vulva hinchada, palpitante, indecente, mojada de leche oceánica, síntesis de su propio desvarío. Nada revela la turbación de ambos. En silencio cumplen con decoro, paso a paso, los ritos precisos de la etiqueta; pero no oyen las notas del pianista animando la noche desde un rincón del salón palaciego, los aturde el estrepitoso huracán del deseo en sus pechos. Fuerzas primitivas se han desencadenado: tambores y jadeos de guerra, un soplo de selva, de humus, de nardos podridos insinuándose a través del aroma delicado de la comida y el perfume femenino; imágenes de carne desnuda, de abrazos crueles, de lanzas inflamadas y flores carnívoras. Sin tocarse, el hombre y la mujer perciben el olor y el calor del otro, las formas secretas de sus cuerpos en el acto de la entrega y del placer, las texturas de la piel y el cabello aún desconocidas; imaginan caricias nuevas, jamás antes experimentadas por nadie, caricias íntimas y atrevidas que inventarán sólo para ellos. Una fina película de sudor les cubre la frente. No se miran a los ojos, observan las manos del otro, manos cuidadas que sostienen los cubiertos con gracia, van y vienen entre el plato y los labios, como pájaros. Elevan la copa en un brindis cargado de intenciones, por un instante las miradas se cruzan y es como si se besaran. Arden, aterrados ante la furia arrolladora de sus propias emociones, ella húmeda, él enhiesto, contando los minutos de aquella cena eterna y, al mismo tiempo, deseando que aquel suplicio se prolongue hasta que cada fibra de sus cuerpos y cada alucinación de sus almas alcance el límite de lo soportable, calculando cuándo podrán abrazarse, dispuestos a hacerlo allí mismo, sobre la mesa, delante de los mozos danzarines y toda aquella comparsa de fantasmas de gala, ella boca abajo sobre la mesa, las piernas abiertas, sus nalgas de ninfa expuestas a la luz de las lámparas vienesas, clamando obscenidades, él atacándola por detrás entre los pliegues de terciopelo granate, aullando entre platos rotos, manchados de comida, cubiertos de salsa, chorreados de vino, arrancándose la ropa a tirones, las perlas barrocas, los botones de oro, mordiéndose, devorándose. Aquella visión es tan intensa, que los dos oscilan al borde de un abismo, a punto de estallar en un orgasmo cósmico. Y entonces dos mesoneros aparecen junto a la mesa, se inclinan ceremoniosos, colocan ante ellos los platos cubiertos y con gestos idénticos levantan las tapas metálicas. Bon apetit, murmuran.