Cocinando desnudos

A un célebre diseñador de moda le oí decir, mientras ajustaba un insignificante trapo semitransparente de siete mil dólares sobre los huesos de una modelo bulímica, que el mejor atavío de una mujer es una sonrisa radiante. A veces es todo lo que se necesita, pero por desgracia yo lo he descubierto algo tarde, después de malgastar mucha vida rabiando frente a mi closet y a una edad en la que no resulta gracioso andar en cueros.

Todo lo que se cocina para un amante es sensual, pero mucho más lo es si ambos participan en la preparación y aprovechan para ir quitándose la ropa con picardía, mientras pelan cebollas y deshojan alcachofas. Lástima, mi marido es buen cocinero, pero no es coqueto. Sería divertido verlo afanado con sus cacerolas mientras lanza piezas de su vestuario por los aires… Le he contado de los adamitas, una secta cristiana del siglo II, cuyos miembros se desplazaban desnudos con la idea de recuperar la inocencia de Adán anterior al pecado original, pero no es hombre que capte indirectas y hasta ahora no he logrado que se quite los bluyines grasientos con que ejerce su incuestionable autoridad en la cocina. Pocas virtudes más eróticas puede poseer un hombre que la sabiduría culinaria. Lo primero que me atrajo de él fue la increíble historia de su vida —que no tuvo inconveniente en contarme en nuestro primer encuentro y que inspiró mi quinto libro, El plan infinito— pero realmente me enamoré varias horas más tarde, al verlo preparar una cena para mí. Al día siguiente de conocernos me invitó a su casa. En aquel tiempo él vivía con unos monstruos que, después supe, eran sus hijos, y una colección de mascotas detestables, desde unas ratas neuróticas, que pasaban sus míseras existencias enjauladas mordiéndose las colas unas a otras, hasta un perro sin control de esfínteres y un estanque donde flotaban tristes peces agonizantes. Aquel espectáculo habría espantado a cualquier mujer normal, pero yo sólo tuve ojos para ese hombre moviéndose con soltura entre sus cacerolas. Muy pocas mujeres latinoamericanas han tenido una experiencia semejante, porque en general los machos de nuestro continente consideran toda actividad doméstica como un peligro para su siempre amenazada virilidad. Admito: mientras él cocinaba yo lo despojaba mentalmente de sus ropas. Cuando mi anfitrión encendió las brasas de la parrilla y de un cruel hachazo partió un cadáver de pollo por la mitad, sentí una mezcla de pavor vegetariano y primitiva fascinación. Después arrancó del jardín hierbas frescas y seleccionó de un armario varios frascos de especias, entonces comprendí que me encontraba ante un posible candidato con excelente materia prima, a quien unos cuántos años conmigo convertirían en una joya. Y cuando descolgó de la pared una especie de cimitarra y con cuatro pases de samurai transformó una insignificante lechuga en robusta ensalada, me flaquearon las rodillas y se me llenó la cabeza de imágenes obscenas. Todavía me ocurre a menudo. Eso ha mantenido nuestra relación a punto de caramelo.

Las mujeres nos impresionamos con los hombres entendidos en comida, cosa que no ocurre al revés. Un hombre que cocina es sexy, la mujer no, tal vez porque recuerda demasiado el arquetipo doméstico. El contraste y la sorpresa son eróticos: una muchacha vestida de pandillero y acaballada sobre una motocicleta puede resultar excitante, en cambio un hombre en la misma situación es sólo un macho ridículo. Yo jamás admito que sé cocinar, es fatal. Mi amiga Hannah, compositora de esa música de la Nueva Era que se escucha en clínicas de belleza y consultorios dentales, y su último marido, son buen ejemplo de lo que sostengo. Durante un breve tiempo de soltería después de su tercer divorcio, Hannah contestó uno de esos avisos clasificados del periódico para buscar pareja. Por teléfono el hombre parecía perfecto: se ganaba la vida entrenando perros para ciegos y había ido como voluntario a construir escuelas en Guatemala, donde una bala perdida le voló una oreja. Mi amiga, inexperta en avisos personales y algo desesperada, lo invitó a cenar antes de verlo. (Ni se le ocurra: las citas a ciegas son muy peligrosas). Lo apropiado en estos casos es un breve encuentro en un sitio neutro del cual ambos puedan escapar con dignidad, jamás una comida a solas que puede convertirse en un largo martirio. Ella esperaba una versión madura del Che Guevara, pero llegó una réplica de Vincent van Gogh. Nada tiene ella contra la pintura impresionista, a pesar de que prefiere motivos astrológicos para sus paredes, pero aquel desconocido con los pelos color zanahoria y ojos despavoridos fue una desilusión. Se arrepintió apenas lo vio. En fin, ya estaba allí y no era cosa de cerrarle la puerta en las narices por cuestión de una oreja más o menos. Mi amiga no estaba en condiciones de ponerse quisquillosa por menudencias, pero ese hombrecillo era peor de lo imaginado en sus solitarias pesadillas. Había planeado luz de velas y unas lentas sambas del Brasil, pero no quiso provocar iniciativas indeseables en su huésped, de modo que encendió todas las luces y colocó una de sus composiciones musicales de zumbido de viento y aullidos de coyotes, que tienden a producir un letargo hipnótico. Se saltó la copa de vino preliminar y otras cortesías de rigor y lo condujo directamente a la cocina, dispuesta a preparar unos tallarines de última hora, alimentarlo a toda prisa y despedirlo antes de servir el postre. El hombre la siguió manso, sin dar muestras de desencanto, como quien está acostumbrado a recibir un trato más bien brusco, pero una vez en la cocina algo cambió en su actitud, respiró hondo, inflando el pecho, se le enderezó el esqueleto y sus ojillos de liebre recorrieron todo, tomando posesión del terreno, conquistándolo. Permítame, dijo, y sin darle oportunidad a Hannah de contradecirlo, le quitó suavemente el delantal de las manos, se lo amarró en la propia cintura y la instaló a ella en una silla. Veremos qué hay por aquí, anunció, mientras rescataba de la nevera los ingredientes que ella había decidido guardar para el día siguiente y otros en los que no había pensado. Van Gogh echó mano de ollas y sartenes como si hubiera nacido entre esas cuatro paredes. Con gracia y destreza inesperadas hizo bailar los cuchillos partiendo verduras y mariscos para dorarlos con mano liviana en aceite de oliva, lanzó los tallarines al agua hirviendo y preparó en un abrir y cerrar de ojos una salsa traslúcida de cilantro y limón, mientras le contaba a mi amiga sus aventuras en Centroamérica. En pocos minutos aquel hombrecillo patético se transformó: sus pelos de payaso adquirieron la fuerza viril de una melena de león y su aire de náufrago se convirtió en serena concentración, mezcla irresistible para una mujer como Hannah. El aroma que surgía de la sartén y el borboriteo de la olla empezaron a producir en ella una creciente anticipación, sintió que le corrían gotas de sudor por la espalda, empapándole la blusa, que se le humedecían los muslos y se le hacía agua la boca, al tiempo que descubría, sorprendida, las manos elegantes y las espaldas anchas de aquel hombre. Las heroicas anécdotas de Guatemala y de los perros para ciegos le llenaron los ojos de lágrimas; la oreja cortada adquirió para ella el valor de una condecoración de guerra y un deseo irresistible de acariciar la cicatriz la estremeció de la cabeza a los pies. Cuando Van Gogh colocó sobre la mesa una fuente con humeantes tallarines a la pescatore, como los llamó, ella suspiró vencida. Sacó de su escondite la botella de vino francés, que pensaba reservar para otro candidato más meritorio, apagó la luz, encendió las velas y puso en el tocadiscos la samba lenta del Brasil. Espérame un momento, anunció con un ronroneo de gata, voy a ponerme algo más cómodo. Y regresó con su traje de cuero negro y sus botas de domadora…

Los gourmets, capaces de escoger los platos en francés de un menú y discutir sobre vinos con el sommelier, inspiran respeto en las mujeres, respeto que puede transmutarse con facilidad en voraz apetito amoroso. No podemos resistir aquellos que saben cocinar. No me refiero a esos chambones ataviados con un gorro histriónico, que se declaran expertos y con grandes ademanes chamuscan una salchicha en la parrilla del patio, sino a los epicúreos que escogen amorosamente los ingredientes más frescos y sensuales, los preparan con arte y los ofrecen como un regalo para los sentidos y el alma; esos varones con clase para descorchar la botella, olisquear el vino y escanciarlo primero en nuestra copa para dárnoslo a probar, mientras describen los jugos, el color, la suavidad, el aroma y la textura del filet mignon en el tono que, creemos, más tarde emplearán para referirse a nuestros propios encantos. De necesidad, pensamos, esos hombres tienen todos los sentidos afinados, incluso el del humor. Quién sabe… ¡tal vez hasta sean capaces de reírse de sí mismos! Cuando observamos cómo limpian, aliñan y cocinan los camarones, imaginamos esa paciencia y destreza aplicadas a la tarea de darnos un masaje erótico. Si prueban delicadamente un trozo de pescado para verificar su cocción, temblamos anticipando ese sabio mordisco en nuestro cuello. Suponemos que si pueden recordar cuántos minutos en la sartén soporta una rana, con mayor razón podrán recordar cuántos de cosquilleo exige nuestro punto G, aunque eso no siempre es cierto, en la vida real suelen interesarles mucho más las piernas de rana que las nuestras.

Hace poco me llamó Jason, uno de mis hijastros, desde Nueva York para anunciarme que había conocido a la mujer de su vida; ésta sería la número diecisiete, si llevo bien la cuenta. Necesitaba instrucciones urgentes para la primera cita. Su presupuesto es tan limitado como su experiencia, de modo que no servía aconsejarle una buena obra de teatro, un pequeño restaurante marroquí y, para culminar la tarde, un paseo en coche con caballos por el parque y una sesión de jazz en Harlem. Por otra parte, insinuarle que cocinara para ella equivalía a su sentencia de muerte. Entonces me acordé de la torta de chocolate y se me ocurrió que una ocasión como esa justificaba una pequeña trampa; no siempre sirve ser honesto, a veces es preferible ser creativo. La torta de chocolate es demasiado complicada para incluirla en mi agitada vida, por eso cuando recibo visitas importantes la compro en la mejor pastelería de los alrededores, le quito los adornos, la paso a un plato de nuestra vajilla y luego doy dos vueltas a la mesa del comedor saltando, hasta que se desmaye lo suficiente como para parecer preparada en casa. Las tortas compradas, como los peinados de peluquería, tienen el sello indisimulable de la mano profesional, pero después de agitarlos con brincos vigorosos ambos descienden al plano de las chapucerías domésticas.

Le dije a Jason que saliera en busca de comida exótica, pero no tanto como para que resultara sospechosa. La comida china, por ejemplo, es indisimulable. Nadie en su sano juicio pensaría que mi hijastro es capaz de preparar wanton o lumpias, pero un plato árabe, de esos que parecen masticados, puede pasar la prueba, sobre todo si al invitar a la chica anuncia que cocinará para ella con ingredientes afrodisíacos. Una vez fuera de su envoltorio, el falafel o el shish kebab pierden prestancia y se adaptan dócilmente a su nueva situación. Le conté de Hannah y su nuevo marido y le sugerí que decorara la mesa, pusiera buena música y, cuando ella tocara el timbre abriera la puerta con la cacerola en una mano y el cucharón en la otra —la primera impresión suele ser definitiva—, que la instalara en una silla con un vaso de vino bien helado y, mientras él fingía cocinar, le hiciera preguntas para distraerla. Le recordé que se quitara primero los zapatos, como los budistas en California, y enseguida se desabotonara la camisa, para mostrar los músculos; de algo ha de servirle tanto levantar pesas. A diferencia de los hombres, que piensan sólo en el objetivo, las mujeres nos inclinamos hacia los rituales y procesos. Debí explicar a Jason que esa ceremonia previa, aunque fuera un acto de ilusionismo, era seguramente tan excitante para la joven como todas sus acrobacias eróticas posteriores. No la apures, le supliqué, saborea con ella el aroma de las velas, la delicadeza de las flores, cada sorbo de vino y bocado de la comida; habla poco y finge prestar atención a lo que ella dice. A ninguna mujer le interesa realmente lo que hablan los hombres, sólo lo que murmuran. Baila con ella, así puedes abrazarla sin aparecer como un gorila en celo y, cuando creas que ha llegado el momento de conducirla a una posición más cómoda, espera. Y sigue esperando un buen rato más. No se puede apresurar la cocción de un buen estofado. Juega con ella, le dije a Jason, pensando que la risa es un excelente afrodisíaco, cosa que este muchacho con aspiraciones literarias suele olvidar en su desmedido entusiasmo por la tragedia. Y si hay una segunda cita, recuerda que la preparación compartida de los alimentos es un preámbulo del amor. No importa demasiado que las recetas no sean propiamente afrodisíacas —desde el punto de vista científico, me refiero— siempre que los brincos y retozos en la cocina lo sean. Juega en la cama y juega con la comida. Grandes autores, desde Henry Miller en sus Trópicos, hasta Pablo Neruda en infinitas metáforas poéticas, han convertido la comida en inspiración sexual. Recuerda al anciano dictador de la novela de García Márquez, El otoño del patriarca, le dije, quien atraía colegialas a los jardines de su palacio para frotarles las zonas erógenas con los ingredientes de la ensalada y luego… ¡Bueno, lee el libro, hijo, por Dios! Escuché una exclamación de asco en la línea. Jason es demasiado joven para tales sutilezas. Me referí entonces a uno de los textos perdidos por los rincones de mi casa (G. Legman, Oragenitalism), donde se sugiere algo similar con fresas y bananas, así como servir vino dulce en el mismo sitio, pero evidentemente el autor no pensó en la comezón. Esto debiera probarlo en sí mismo quien lo propone. Los galanes de antaño bebían champaña en los botines de las cortesanas y siempre podemos disponer de valles, montes y hendiduras de la anatomía del amante para colocar los bocados más sensuales. (Cuidado con la alfombra y las sábanas, Jason, cuesta quitarles las manchas). Todo esto traté de resumir en una comunicación de larga distancia, pero mi hijastro contestó que ahora ninguna muchacha usa botines, sino botas de combate y que la sonrisa radiante propuesta por el diseñador de moda se vería estúpida en una persona joven.

No quiero dar la impresión, sin embargo, que yo soy una de esas abuelas capaces de enredarse en velos de odalisca para picar cebolla y de servir la mesa en babuchas turcas meneando el ombligo como una danzarina exótica, porque sería una mentira peligrosa. Podría inducir a otras mujeres a una depresión similar a la que me acongoja cuando me comparo con esas amas de casa que figuran en las revistas del hogar, aquellas que usan los restos del guacamole para máscaras faciales y pintan flores en el papel toilet. Si alguna vez lo hice —la danza del vientre, me refiero— fue en mi juventud, tal vez al comienzo de una relación amorosa que entonces creía trascendental y que hoy apenas recuerdo, pero ya no tengo la misma disposición de antes para hacer el ridículo y, tal como dice mi madre, si pierdo el tiempo con disfraces ¿quién va a vigilar el soufflé?