¿Cómo definir un afrodisíaco? Digamos que es cualquier sustancia o actividad que aguijonea el deseo amoroso. Algunos tienen fundamento científico, pero la mayoría actúa por impulso de la imaginación. Cada cultura y cada persona reacciona ante ellos a su manera. Durante miles de años la humanidad ha ensayado diferentes posibilidades en la busca incesante de nuevos alicientes, búsqueda que ha conducido a la pornografía y a la creación del arte erótico, tan antiguo como los albores de la pintura rupestre en cuevas milenarias. La diferencia entre ambas es cuestión de gusto; lo erótico para uno puede ser pornográfico para otro. Para los puritanos el Mal estaba en todas partes: cubrían con fundas las patas de las mesas para evitar malos pensamientos y las señoritas no podían colgar retratos de hombres en las paredes de su cuarto, no fuera a ser cosa que la pintura las espiara cuando se desvestían… Se requería muy poco para excitar a esa buena gente. Algunos afrodisíacos funcionan por analogía, como las ostras en forma de vulva o el espárrago de falo; otros por asociación, porque nos recuerdan algo erótico; también por sugestión, porque creemos que al comer el órgano vital de otro animal —y en algunos casos de otro ser humano, como sucede entre los antropófagos— adquirimos su fuerza. En general cualquier cosa con nombre francés parece afrodisíaca. No es lo mismo servir callampas con ajo que champignons a la provençale, pan con huevos de pescado que croque-monsieur au caviar. El mismo criterio se aplica en las lides del amor. Es bueno disponer de nombres sugerentes para las diferentes posturas, como los sabios manuales eróticos de Asia. No es necesario recordar los auténticos, puede inventarlo y nadie notará la diferencia: Delicada Mariposa en Salto Mortal, Flor de Loto Desmajada en Laguna con Patos y otros por el estilo. Por cierto, no podemos descartar los estimulantes terapéuticos, plantas y hormonas, pero después de probar un buen número de ellos, creo que los sensoriales son los más efectivos: juegos atrevidos, masajes, espectáculos, literatura y arte eróticos.
Las sociedades patriarcales, es decir, casi todas, menos algunas de indios perdidos en las crónicas de olvidados conquistadores, tienen verdadera obsesión con la virilidad y su símbolo: el falo. Se trata de producir hijos, varones, por supuesto, para garantizar la sucesión y preservar el poder de la familia. En toda falocracia los afrodisíacos son muy importantes, dadas las limitaciones del caprichoso apéndice masculino, que suele desmayarse no sólo por debilidad del propietario, sino también por hastío. Desde que los hombres tuvieron la curiosa idea de basar en ese órgano de su anatomía su superioridad sobre las mujeres, comenzaron a tener problemas. Le atribuyen poderes desproporcionados; en realidad es más bien insignificante comparado con un brazo o una pierna. Y en cuanto al tamaño, francamente no se justifican los nombres de armas o instrumentos que suele recibir, puesto que puede colocarse cómodamente en una lata de sardinas, aunque dudo que alguien desee hacerlo. Basta mirar bajo el ombligo de un hombre para calcular cuánta ayuda requiere para mantener la moral en alto, de allí proviene el interés por los afrodisíacos.
Comer y copular dependen menos de los sistemas digestivo y sexual que del cerebro, como casi todo lo que nos acontece, que es sólo sueño, ilusión, engaño. Shakespeare tiene una frase genial sobre esto, pero no pude encontrarla, lo siento; en cambio puedo citar una de Calderón de la Barca:
¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción. Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.
En lo que se refiere a alimentación y sexualidad, la naturaleza exige un mínimo, bastante simple, destinado a la preservación del individuo y de la especie; lo demás son ornamentos o subterfugios inventados por nosotros para festejar la vida. La imaginación es un demonio persistente, el mundo sería en blanco y negro sin ella, viviríamos en un paraíso de militares, fundamentalistas y burócratas, donde la energía hoy invertida en la buena mesa y el buen amor se destinaría a otros fines, como matarnos unos a otros con mayor disciplina. Si nos alimentáramos sólo de frutos silvestres y copuláramos con inocencia de conejos, nos ahorraríamos mucha literatura sobre estos temas, millones de árboles escaparían a la fatalidad de convertirse en pulpa y los siete pecados capitales no incluirían la lujuria y la gula, aumentando así de modo significativo el número de almas en el Paraíso. Pero la naturaleza nos ha dotado —o nos ha maldito— con un cerebro insaciable, capaz de imaginar no sólo toda suerte de guisados estupendos y variantes amorosas, sino también las culpas y castigos correspondientes. Desde que los primeros humanos pusieron sobre las brasas un cadáver de cuervo o de rata y luego celebraron aquel ágape con alegres fornicaciones, la relación entre comida y sexo ha sido un tema constante en todas las culturas. No sabemos si también es así entre los animales, pero observando a los mapaches que roban el alimento de mi gato, he notado que en las noches de luna llena aúllan en los tejados imitando los gritos de amor de los felinos del vecindario. Algo tienen esas latas de repugnante pasta de pescado que alborota las intenciones de gatos y mapaches por igual.
Los afrodisíacos son el puente entre gula y lujuria. En un mundo perfecto, supongo que cualquier alimento natural, sano, fresco, atractivo a la vista, sabroso y liviano —es decir, las mismas virtudes que uno desea en su pareja— sería afrodisíaco, pero la realidad es bastante más enrevesada. En la búsqueda incansable de fortalecer el frágil miembro masculino y curar la indiferencia de las mujeres distraídas, se llega al extremo de tragar polvo de cucarachas. El estudio de las virtudes estimulantes de los alimentos es tan antiguo que se pierde en la noche de civilizaciones enterradas desde hace siglos. Muchas recetas desaparecieron en los vericuetos de la historia, pero algunas han perdurado en la tradición oral. Hace más de dos mil años, hubo un monje taoista en China, cuya esposa transitó por esta vida afinando su espíritu y su don de sanadora mediante la práctica amorosa con innumerables voluntarios, en tanto su marido tomaba nota de aquellas maratones y perfeccionaba una dieta para preservar en su integridad la salud, provocar sueños cristalinos y acrecentar la alegría genital de su mujer. Ella siguió la dieta al pie de la letra, con eximios resultados. El monje fue también autor de un elixir venenoso a base de mercurio, que al ser ingerido después de una vida de meditación y hierbas, iluminaba la mente y enviaba al espíritu en su último viaje astral, dejando el cuerpo inerte, pero invulnerable a la descomposición. Su mujer, discípula fiel, lo tomó también.
Y ya que estamos en la China, no puedo dejar de referirme a Ban Yigui, mencionada en el libro El mono va al Occidente, una sacerdotisa que llegó a ser la más poderosa maestra del Tao. Sostenía esta mujer que la Realidad sólo se alcanzaba a través de éxtasis sexual. Más de mil hombres por año, devotos seguidores, dedicaban sus vidas a la disciplina ritualista para convertir su energía sexual en energía espiritual y alcanzar la Iluminación, pero la mayoría perdía el control ante la belleza de la Maestra, fallaba por el camino y moría de extenuación. Ella absorbía la energía masculina y se mantenía eternamente bella y joven como una muchacha de diecisiete. Cuenta la historia que vivió quinientos años. En otras culturas se recomiendan ayuno y abstinencia para alcanzar la Iluminación. Sin embargo ayuno y abstinencia también son afrodisíacos, aunque resulta penoso llegar a esos extremos. Durante la Edad Media existía en algunas regiones de Europa la tradición de que los novios durmieran tres noches juntos antes de la boda, desnudos y sin tocarse, separados por una espada. En varios textos eróticos se aconseja ayuno total y rigurosa castidad por seis días como mínimo, para incrementar el deseo. ¿Cómo vencen a los demonios de la carne los santos, anacoretas, gurús, faquires, sacerdotes, anoréxicos y otras personas que practican estas excentricidades como virtudes?
Tal como hay métodos para incitar el deseo, se conocen otros que lo matan. Entre los antiafrodisíacos más seguros está el mal aliento (en este caso no caben eufemismos). Antiguamente los problemas dentales eran inevitables; no había doncella ni galán mayor de quince años, por noble y principal que fuese, que no tuviera dientes carcomidos y encías inflamadas. Muchas sustancias consideradas afrodisíacas son sólo aromáticas, astringentes o antisépticas. Otros antiafrodisíacos que vale la pena mencionar son el resfrío común, un hombre desnudo en calcetines, una mujer con rulos para encrespar el pelo, televisión y fatiga común. Hay sustancias que se consideran fatales para la libido: la valeriana, que en dosis pequeñas tiene una larga reputación de estimulante —antes se mezclaba con cerveza y vino para alegrar a los clientes en los prostíbulos— pero en forma desmedida causa pasmo, sueño a destiempo, extravío de las ideas y fastidio en el amor. Los baños de agua helada también son contraproducentes: si se usan para aturdir a los locos, imagínese cómo congelan la vehemencia del deseo. Y la lista sigue con el vinagre, cuyas virtudes medicinales incluyen despertar de los desmayos, pero que también puede causar vómitos, destemplar los dientes y producir impotencia temporal, porque enfría la sangre. Antaño se recurría a la infusión de lechuga bebida al acostarse y a la piedra lumbre bajo las camas para evitar las poluciones nocturnas y los sueños felices de los muchachos en el servicio militar y en internados religiosos. A propósito, mis amigos católicos agregan a esta lista la santa devoción de rezar el rosario en la cama, lo cual suele adormecer al más creyente tanto como al más enamorado. Sobre este tema sobran ideas contradictorias. El pepino, que por su forma se considera erótico en muchas regiones, en otras se utilizaba en los monasterios para apaciguar el ardor viril de los monjes. No sé si lo comían, lo aplicaban en compresas o de otras formas que me excuso de detallar. Ante la duda, abstente, decía mi abuelo.
En estas páginas pretendo ofrecer, como mejor he sabido, una descripción de los afrodisíacos más comunes. Espero que no falten en su cocina y den a su vida unos brochazos de sabor y buen humor, tan añorados en la vorágine del modernismo. Vivimos corriendo para llegar primero a la muerte. Sólo cabe agregar que si tiene suerte y estos excitantes dan el resultado esperado, vivirá y morirá feliz, tal vez de un ataque súbito causado por una combinación de gula y lujuria, únicos pecados capitales donde cabe cierto estilo, los demás son pura malignidad y quebranto.