CARMEN BALCELLS

Admito que me aterraba la perspectiva de proponer la idea de un libro de afrodisíacos a Carmen Balcells, la más famosa agente literaria del mundo, cuya sola presencia suele causar sudor helado a los editores y arrebatos de zalamería entre los escritores. Esa señora ha invertido mucho esfuerzo en mi supuesta «carrera literaria». Desde el principio, cuando en 1982 le llegó por correo a Barcelona un paquete con el original de mi primera novela, La casa de los espíritus, ella concibió planes ambiciosos para mí y con gran paciencia ha esperado y sigue esperando que, como el vino, yo madure con gracia. Prueba de su enorme fe es que en cada una de mis visitas a Barcelona, ella me prepara el plato más contundente —y afrodisíaco— de su repertorio: el «Cocido de Carmen». Nadie podría narrar con justicia el espectáculo de esta mujer con delantal, pañuelo en la cabeza y una retahíla de juramentos a flor de labios, haciendo malabarismos en su cocina con los cucharones de palo, las ollas de hierro negro, las montañas de ingredientes, los frascos de especias, los ramilletes de hierbas y los chorros generosos del mejor brandy. Es imposible describir los aromas de sus cacerolas, el sabor de ese caldo levanta-muertos, la textura de los trozos de morcilla, del pollo y la carne que se deshace en la boca. En la mesa redonda de Carmen Balcells la vajilla es de fina porcelana, el mantel de lino almidonado, de cabo a rabo bordado en conventos de clausura, las copas de cristal cortado para escanciar el mejor vino de La Rioja, y las cucharas de pesada plata antigua, herencia de remotos antepasados. Y después de varias horas de esforzada labor en la cocina, pasamos a la mesa, donde ella extrae con la debida ceremonia de una sopera barrigona los tesoros de su cazuela para llenarnos los platos… Y comemos hasta que el alma se eleva en suspiros y se renuevan las virtudes más recónditas de nuestras aporreadas humanidades, mientras aquella sopa bendita se nos mete en los huesos, barriendo de un plumazo la fatiga de tantas pérdidas acumuladas en el viaje de la existencia y devolviéndonos la sensualidad incontenible de los veinte años. Pero yo vivo en California, donde todo el mundo se alimenta de kiwi y ricotta y anda trotando por la calle con una concentración demente, así es que no me acordé del cocido cuando llamé a Carmen a Barcelona para comunicarle tímidamente que en vez de la gran novela que de mí espera desde hace quince años, caería sobre su escritorio un atado de divagaciones sobre la sensualidad y recetas de cocina de mi madre.

Déu meu! —exclamó, no sé si en latín o en catalán, con el mismo tono exaltado que habría empleado si Cervantes le hubiera confiado uno de sus manuscritos. Y con esa legendaria generosidad, que la distingue entre los tiburones del mundillo literario, Carmen me ofreció la receta de su extraordinario cocido, como un regalo para los lectores de este libro. Puede encontrarla, naturalmente, en el capítulo sobre las orgías.