PANCHITA LLONA

Poco a poco, Robert y yo elaboramos una lista de todo aquello que, según nuestra experiencia y los conocimientos acumulados por siglos en diferentes culturas, podría servir para embellecer la vida amorosa y la vida simplemente. Como es natural, la comida encabezaba la lista. Apenas la mencionamos pensé en Panchita Liona, la mejor cocinera que conozco, y de las manos mágicas de Robert surgió una compañera para las ninfas y los sátiros: una bruja con toda su parafernalia de hechicera de la cocina y de los filtros amorosos. Supongo que debo aclarar que Panchita es mi madre, para que no haya malentendidos. Ya que voy a meterme en este embrollo, prefiero hacerlo con alguien de mi confianza. En los muchos años que dura mi amistad con esta espléndida mujer, nunca la he visto servir el mismo plato, a todo le introduce alguna variante y lo adorna con tal originalidad, que en sus manos un vulgar repollo queda transformado en obra de arte, como un ikebana, esos arreglos florales del Japón con dos crisantemos y una rama torcida. Es el triunfo de la estética sobre la escasez. Mi madre tiene un aire elegante, coqueto e irónico que a primera vista puede confundirse con distracción frívola. Nada de eso: es de una lucidez prístina. Cuando un tema le interesa, lo estudia con una concentración de astrónomo, pero sin mayor alarde, dándonos una tremenda sorpresa cuando aparece un día convertida en experta en algo que nadie en la familia sospechaba. Así fue, por ejemplo, con el renacimiento italiano, la pintura impresionista y la literatura del siglo XX. La cocina es uno de sus puntos fuertes. Le basta probar un plato, por elaborado que sea, para saber al punto qué ingredientes contiene y en qué proporción, cuánto rato se cocinó y cómo ella podría mejorarlo. Así elaboró su famosa torta de almendras a partir de una receta que fue secreto de otra familia, guardada como relicario desde los tiempos de la Colonia en Chile. Nada escapa a su olfato, sus papilas gustativas y su instinto de gran cocinera, ni los recónditos misterios de un bacalao a la vizcaína salido de un fogón campesino en Bilbao, ni los confites de almizcle servidos en platillos de nácar en un funeral de Damasco, y mucho menos las ingenuas recetas de la nouvelle cuisine, sobre todo la de California, que ella olisquea con ademán sarcástico. Ir con mi madre a un restaurante suele ser una experiencia bochornosa. Al entrar recorre las mesas observando los platos ajenos, a veces tan de cerca que alarma a los clientes. Lee el menú con desmesurada atención y atormenta al mozo con preguntas maliciosas que lo obligan a viajar a la cocina y regresar con las respuestas escritas. Luego nos induce a todos a pedir algo diferente y cuando llegan las viandas, ella les toma fotos con una máquina Polaroid que siempre lleva en la cartera. Lo demás es fácil, prueba un bocado de cada plato y ya sabe cómo interpretarlo más tarde en su casa. Su arte culinario ha sido un factor determinante en su destino, soy testigo de ello.

Mi madre ha sido la protagonista de un amor de novela. Cuando se enamoró de mi padrastro, el bien ponderado tío Ramón, hace más de medio siglo, nadie daba un centavo por aquella tortuosa relación. Estaban casados con otros cónyuges, entre ambos juntaban siete hijos y vivían en el medio más beato y conservador que es posible imaginar, donde para colmo jamás existió el divorcio. Chile es el único país de la galaxia donde todavía hoy, asomando al año dos mil, las parejas están legalmente atadas por una eternidad. Sin embargo, de alguna manera mi madre y el tío Ramón se las arreglaron para compartir la vida y hacer de esa atracción clandestina un romance legendario que los siete hijos, las lenguas envidiosas y las limitaciones de un sueldo de funcionario público, no pudieron arruinar o corromper. Suponemos que el sólido pilar de esa relación fue el feliz equilibrio entre el erotismo y la buena comida, pero en nuestra familia eso jamás se menciona, preferimos decir que ese par de bisabuelos están unidos por una profunda afinidad espiritual. En todo caso, llamé a mi madre por teléfono a Chile, la invité a formar parte de nuestro proyecto y, tal como yo esperaba, atrapó la idea al vuelo. Me pareció que al mencionar el término «afrodisíaco» hubo una pausa significativa al sur del continente americano, pero ella es demasiado leal para negar un pequeño capricho a su hija.

—¡Qué dirán mis amigas del grupo de oración cuando sepan esto! —suspiró.

—Nunca lo sabrán, madre. De aquí a que terminemos el libro, ya estarán en la tumba.