1988-1989

No sabría muy bien explicar cómo un estudiante terrible, de esos que catean la mitad y llevan cincos pelados en el resto, llegó a convertirse, en tercero de BUP, en un alumno de sobresaliente, pero fue más o menos lo que me pasó. Coincidió en la época en que me dejé de rollos de cuatro días y empecé a salir con Alicia, una chica que no sé muy bien qué vio en mí porque era de las más listas de la clase y, por si fuera poco, bastante guapa. Además de enrollarnos, empezó a echarme una mano con lo de estudiar. Hasta que ella me lo dijo, no me di cuenta de que no tenía mucha idea de cómo hacerlo. Lo único que hacía era ponerme delante de los libros y leerlos una y otra vez hasta que me lo aprendía, como un papagayo. Cuando vio que hacía eso, se llevó las manos a la cabeza.

—Madre mía, ¿pero es que en la vida has hecho un esquema?

—¿Un qué?

Yo sólo quería que me enseñara las tetas y ella me enseñó a hacer resúmenes de texto, a simplificar grandes conceptos en pocas ideas, a seguir reglas para memorizar mejor, a preparar un examen, a distribuir el tiempo e incluso a sortear la ansiedad y los nervios. Y también conseguí lo de las tetas, pero la historia no fue mucho más allá. No acababa de entender que me gustase tanto lo de los tebeos, ella que sólo leía libros científicos y huía de todo lo que pareciera lejanamente fantástico. Recuerdo que, un día que estábamos viendo En busca del arca perdida, me dijo que no le gustaba la película porque esas cosas no pasaban en la realidad. No se refería a la piedra gigante rodando detrás de Indy. Ni siquiera a los espíritus saliendo de la caja.

—Un caballo no puede correr más que un camión. Por mucho que se empeñen. Eso no pasa.

Rompimos antes de acabar el año, para disgusto de mi madre. Ay, con lo maja que era Alicia, dónde vas a encontrar tú una muchacha así, que siempre acabas con la más tonta. Le debía tener mucho cariño porque no le ha dejado de hacer el seguimiento desde entonces. Me cuenta que le va muy bien, que trabaja de doctora en Portugal, se ha casado y tiene dos niños. La tengo en Facebook y veo sus fotos de vez en cuando. Definitivamente, no pegábamos mucho.

La ayuda de Alicia fue importante, pero el espaldarazo definitivo vino del detalle de que, por primera vez en mi vida, había asignaturas que de verdad me interesaban. En segundo había dejado atrás Matemáticas, Física y Química o la dichosa Religión: por fin mi padre había consentido que me pasara a Ética. Toda una mejora no tener que tratar con don Dionisio. A cambio, me encontré con Historia, Filosofía y Literatura. Para sorpresa, tanto mía como de los profesores, estas tres últimas se me daban bastante bien. Combinado ese detalle con mis nuevas habilidades hincando codos, de repente me empecé a encontrar con notables y sobresalientes. Lo que nunca me hubiera esperado. Fue entonces cuando empecé a hacer cuentas. Si me lo curraba, y si mis padres me lo subvencionaban, podía alcanzar la nota necesaria para estudiar Comunicación Audiovisual en Madrid, que era lo más cercano que pude encontrar a director de cine. De repente, la prioridad ya no eran los tebeos. Era subir nota.

Ocurriría entonces algo que supondría un golpe tremendo para nuestro club secreto, que resultó ser no tan secreto. Alfredo se había quedado en el despacho hasta la madrugada, preparando las cajas que tenían que repartir al día siguiente. Esa tarde habíamos estado con él, pero nos fuimos unas horas antes de que echara el cierre. Volvía a casa tranquilamente cuando alguien lo agarró a lo bestia y lo lanzó contra una pared. Creía que era un atracador, pero la sorpresa fue cuando vio el rostro del individuo. Se trataba del Cobra.

—¿Sabes lo que le pasa a los ladrones? ¿Lo sabes, so capullo? ¿Lo sabes?

—Yo no he robado nada, yo no he robado nada.

—¿Que no has robado nada? ¿Que no? ¿Me vas a decir entonces por qué ya no vendo un puto tebeo desde hace meses? ¿Me lo vas a decir?

—Yo no he hecho nada.

—Tú me has robado los clientes, hijo de puta. A ver si te crees que no sé lo que estás haciendo, que me lo ha contado un pajarito.

—¡No es ilegal!

—¿Que no es ilegal? ¡Y una mierda que no! Estás trayendo mercancía y colocándola por debajo del precio de venta al público. ¡Me vas a arruinar el negocio, tú y tus amiguitos de los superhéroes!

Alfredo lo entendió entonces. Por eso estaba tan cabreado. Nunca se había parado a pensar que nuestros pedidos a Madrid pudieran suponer un problema, y menos para el Cobra. Estaba visto que se equivocaba: muchos de sus clientes, hartos de las cabronadas que hacía el sujeto, se habían apuntado a nuestro club en cuanto supieron que existía, con lo que habían dejado de pasar por la tienda. Que él se enterara de que estaba pasando todo aquello era cuestión de tiempo: cualquiera se podía haber ido de la lengua. Incluso puede que no se fuera nadie, que oyera comentarios al respecto. De una forma u otra, Alfredo no tenía muchas opciones: o lo dejaba o el mismo Cobra llamaría a la policía o hablaría con el señor Fuentes, al que probablemente no le haría mucha gracia todo aquel jaleo, y lo mismo hasta lo acababa despidiendo.

La siguiente reunión del club fue poco menos que para certificar su defunción. No sólo estaba la amenaza del Cobra. De repente descubrimos que teníamos una situación financiera que no se sostenía por ninguna parte. Más de uno y más de dos, y no negaré que quizás yo estaba entre ellos, andaba pidiendo muchas cosas, demasiadas incluso, antes de tener el dinero siquiera para pagarlas. Zinco seguía lanzando un montón de cómics interesantes, «que no podías dejar pasar», al tiempo que Forum parecía decidida a ponerse las pilas, aunque fuera siguiendo la estela de su competencia. Por fin había llegado a España Excalibur, que era una especie de Patrulla-X a la europea, muy chula y elegante, y se anunciaba que muy pronto se lanzarían a por Elektra Asesina, aquella obra maestra que parecía que nunca iban a sacar, escrita por Frank Miller y dibujada por Bill Sienkiewicz. Lo más parecido a un cómic experimental dentro del Universo Marvel. Inciso: cuando la sacaron, descubrimos que cada minuto de espera había valido la pena.

De aquella reunión salieron unas cuantas decisiones. La primera, que ya no admitiríamos pedidos que no fueran de nosotros cuatro. Cinco, si Silvia quería algo en concreto. Le diríamos a todo el mundo que el chiringuito había cerrado, que se fueran olvidando. La segunda, que sólo pediríamos aquello que podíamos pagar: pagar de verdad en el momento de recibir el pedido, no varios días, semanas o incluso meses después, mientras el pobre Alfredo nos adelantaba la pasta de su propio sueldo. La tercera, que cada semana trataríamos de recortar nuestra deuda al menos con trescientas pesetas. Y la última, se suspenderían las juergas en el despacho con alcohol y música a tope. Esto último fue lo único que incumplimos.

Después de lo lejos que habíamos llegado con todo aquello, cualquiera podría pensar que salimos deprimidos de allí. Pero en ese momento teníamos otras cosas de qué preocuparnos. Era casi un alivio que un obstáculo en el camino nos hubiera servido para que nos parásemos por un momento a pensar si era buena idea seguir en aquella espiral que iba camino de dejar a Alfredo arruinado. Había que dar una vuelta a todo aquello: racionalizarlo un poquito, si queríamos seguir disfrutando de nuestra afición.

El que más lamentó aquel cambio, y fue eso lo que precipitó todo lo que ocurrió a continuación, fue Roberto. El club era la excusa para quedar con Silvia, para pasarle tebeos y luego volver a verla para que se los devolviera. No había más avances en la relación, por más que él lo quisiera. El chico no se atrevía a dar el salto.

—¿Y si le digo lo que siento y me manda a la mierda?

—Por lo menos saldrías de dudas.

—Sí, pero ¿y si ya no me quiere ver más?

No se atrevía a mojarse porque lo mismo se ahogaba, pero mientras tanto se reconcomía por dentro hasta el punto de que Silvia comenzaba a convertirse en su primera obsesión. Por entonces había pasado algo que ninguno teníamos previsto. ¡Spiderman se casó! Lo había hecho con Mary Jane, una de sus antiguas novias, y Forum había publicado la boda en un especial con una portada muy bonita, en la que se veía a Peter Parker con su traje de superhéroe y a la novia con su vestidito blanco, con héroes y villanos enfrentándose detrás de ellos, y el símbolo arácnido convertido en un corazoncito. Una moñada.

En Forum se habían encargado de destripar el asunto algunos meses antes; primero, tratando de crear una cierta expectación en plan «Spidey se casa, pero no te diremos con quién»; y luego, ofreciendo la respuesta antes siquiera de que nos hubiera dado tiempo a especular, con un dibujo en que ya se veía a la pareja al borde del altar.

—Vaya, al final la elegida es Mary Jane.

Lo cual no dejaba de ser algo inesperado porque, en aquel momento, resultaba altamente improbable. En los tebeos que estábamos leyendo, Spidey seguía liado con la Gata Negra, de forma que Mary Jane sólo era la amiguita que se había enterado de la doble identidad de Peter. ¿Cómo habían saltado de amigos a marido y mujer? La respuesta todavía tardaría en llegar, pero fue imposible que Roberto no se identificara con la situación. Oye, si Spiderman puede, yo también.

—Eso sí es la historia de amor más bonita del mundo, y no la de la canción esa de Bob Dylan que le gusta a Alfredo. Ella descubre que debe estar con él porque es quien de verdad se preocupa, quien la entiende y quien la quiere.

Prometo que decía cosas así. No se lo tengas en cuenta: estaba enamorado hasta los huesos, total e incondicionalmente. Había idealizado a Silvia y había fantaseado con lo perfecta que era como sólo lo puedes hacer cuando tienes diecisiete años y piensas que tu mundo terminará si no te llevas a la chica por la que bebes los vientos. Justo Manuel y yo, que éramos los que solíamos estar con él aquellas tardes en las que contaba con pelos y señales hasta el más mínimo detalle de lo que hacían juntos, estábamos muy sorprendidos con la boda de Spiderman. La primera vez que supimos del tema, llegamos a pensar: «Ey, eso sí que será un cambio radical para el trepamuros. Va a ser muy chulo». Pero entonces leímos la historia. Veníamos de una larga, larguísima aventura en la que por fin el trepamuros descubría la identidad del Duende, el que había sido su gran enemigo desde varios años atrás, casi desde que habíamos empezado a coleccionar sus aventuras. La saga aquella, que había durado lo indecible, nos había dejado con buen sabor de boca, dado que la manera en la que desenmascararon al malo fue muy imaginativa y sorprendente. Era algo que no te esperabas.

Entonces, sin venir a cuento, Peter pasaba de estar dándose el lote con la Gata Negra en una página a querer asentar la cabeza en otra y a que eso significara, por fuerza, que estaba enamorado de Mary Jane y que tenía que casarse con ella. Lo gracioso es que se lo pedía así, sin venir a cuento, de buenas a primeras, y ella soltaba un «¡No!» rotundo, casi histérico, digno de una rubia de tetas grandes de las que mataba Jason o Freddy Krueger. Ya sabíamos cómo terminaba todo y nos encogimos de hombros pensando:

—Los cojones que no.

En apenas un par de episodios más, se nos descubría que Mary Jane tenía un pasado muy duro por culpa de su padre, del que nunca se había sabido nada, y se convencía de que lo mejor que podía hacer era casarse con Peter. Y luego llegó el especial con la boda. La portada prometía mucho, pero en el interior el único villano que salía era Electro, que no le duraba ni medio asalto al trepamuros. El resto, eran un montón de páginas con dudas y preparativos de casamiento que acababa, inevitablemente, con el «¡Os declaro marido y mujer!». Vaya lata de tebeo.

—¿Qué dices? ¡Me ha encantado!

Era Roberto, que no dejaba de ponerse en el lugar de Peter Parker, y a Silvia, en el de Mary Jane. Justo Manuel y yo insistíamos una y otra vez que eso de tener a Spiderman casado no molaba un pijo, que queríamos de vuelta al Peter Parker de siempre. Que se enrollara con tías, como hacíamos nosotros, pero que se dejara de eso de casarse con cualquiera de ellas como si fuera un vejestorio. Aquel hombre araña con traje de bodas simbolizaba lo opuesto a lo que Justo Manuel, Alfredo o yo mismo queríamos hacer con nuestro futuro, pero sí era en lo que a Roberto le habría gustado convertirse. Nuestro amigo se engañaba a sí mismo al pensar que su vida podía parecerse en algo a una maniobra de ventas tan estúpida como hacer del trepamuros un hombre casado. Imaginábamos que aquello, lo de Roberto, y también lo de Spiderman, sólo tenía dos resoluciones posibles: o acababa mal o acababa peor. En ambos casos, acertamos.

Mientras tanto, Alfredo seguía trabajando para el señor Fuentes con las revistas del corazón, los periódicos y los coleccionables de soldaditos de plomo y muñecas de ayer, pero no dejaba de preguntarse una cosa: ¿Qué había sido de los tebeos en el pueblo? Antes de la llegada del Cobra, antes de que nosotros nos montáramos por nuestra cuenta el chiringuito de pedidos a Madrid, la mayoría de ellos llegaban a los quioscos, aunque fuera de mala manera: unas pocas colecciones en el de la Plaza Mayor, esta y aquella serie en la Gran Vía, la de más allá en la librería del Paseo del Príncipe… En aquellos tiempos lejanos, todos los cómics que publicaban Zinco, Forum y alguna que otra editorial pequeña estaban más o menos desperdigados, pero el punto de partida se encontraba centralizado en aquella nave industrial del señor Fuentes. Pasados unos años y, por más que repasaba cajas y albaranes, Alfredo no conseguía encontrar nada que no fueran Mortadelos, Superlópez y cosas así. Parecía como si los cómics que a nosotros nos gustaban se hubieran evaporado. Lo comentamos en una de nuestras reuniones clandestinas y el tema nos dejó bastante mosqueados. ¿Tampoco los tendría el Cobra? Sólo había una manera de descubrirlo y era que el menos llamativo de nosotros tratara de echar un vistazo, sin levantar sospechas. El problema era que el Cobra nos tenía más que calados. Sabía quién era Alfredo, desde luego. No te olvidas de alguien a quien has amenazado con denunciarlo a la policía. Y sabía quiénes éramos Justo Manuel, Roberto y yo: los cabrones que casi me queman la tienda, así es como nos llamaba. Pero en cambio no sabía quién era Silvia, o por lo menos no se acordaba de ella demasiado.

Así que Silvia fue la elegida para aquella misión, que no dudó en aceptar: pasar por el Cobra y enterarse de si él todavía conseguía llevar tebeos a la tienda o si estaba padeciendo la misma hambruna que se había extendido por todo el pueblo.

Los resultados fueron concluyentes. El Cobra había dejado de tener novedades. Sólo conservaba material de segunda mano en las estanterías del fondo. Los expositores de la zona principal estaban ahora copados por la prensa del corazón, el Fotogramas, el Muy Interesante, el Nuevo Vale… Lo más parecido a un cómic era El Jueves. El letrero que acompañaba al nombre de la librería, que antes rezaba «Ciencia ficción. Fantasía. Cómics. Revistas» había cambiado por el de «¿Te atreves a entrar en lo desconocido?», que provocó carcajadas en todos nosotros, pero que venía a insinuar que el público que estaba buscando nuestro querido enemigo ya no eran los frikis sedientos de viñetas, sino a los pirados por el ocultismo, el esoterismo, los ovnis y pamplinas por el estilo.

La fiebre venía de una revista llamada Más allá de la ciencia, que se había convertido en el gran éxito de la temporada. Los quioscos la estaban vendiendo a lo bestia y de ahí que Alfredo tuviera siempre un montón de ejemplares repartidos por toda la nave. Todos nos habíamos llevado alguno para casa porque, ¿cómo resistirse a aquella elegante portada con marco negro, desde la que te vigilaba nada menos que el profesor Jiménez del Oso? Se trataba de un señor que hablaba bajito, como don Jesús, que siempre tenía un montón de libros a su alrededor para hacerse el culto y que salía en reportajes en la tele sobre todas aquellas cosas raras de las que trataba su revista. El primer número prometía revelaciones alucinantes, de ésas que tienes que conocer para moverte por la vida, del estilo de «Qué nos espera después de la muerte», «Colón sabía muy bien a dónde iba» o «USA-URSS & Extraterrestres: Crónica de una confabulación cósmica». Quien más y quien menos dentro del grupo se lo devoró de portada a contraportada. Las reacciones al respecto iban desde qué cuento le echan estos tíos a joder, cómo es posible que el gobierno nos oculte estas cosas, pero en el fondo éramos conscientes de que se trataba de un montón de mierda muy bien empaquetada a la búsqueda de palurdillos.

Los había encontrado todos en el Cobra, que ahora vivía del temita paranormal, con muchos libros de fantasmas, platillos volantes, J. J. Benítez y demás milongas. Aquello vendía tanto que podía haber prescindido de los tebeos, pero no lo hizo: por muy capullo que fuera, y te aseguro que lo era, el Cobra seguía, por encima de todo, siendo un aficionado a la historieta, como nosotros, aunque en una onda diferente. Había desterrado los cómics al fondo de la tienda y sólo disponía ya de sus «ediciones de coleccionista» encuadernadas por él mismo, así como retapados, Vértices, Brugueras y demás producto que compraba de segunda mano y revendía a precio de oro, como en los viejos tiempos. Entonces, ¿qué había sido de las novedades de cada mes?

—Oiga, ¿usted no vende cosas más recientes?

—Es que ya no me las traen, guapa.

Fue toda la respuesta que consiguió sacarle Silvia. El tío no quería entrar en detalles, pero nosotros ya estábamos sobre la pista, de tal manera que fue el señor Fuentes quien contó a Alfredo lo que estaba pasando: El Cobra debía una barbaridad de dinero. No sabría decirte cuánto, pero una barbaridad. Ese era el motivo por el que le habían dejado de servir según qué publicaciones y por el que él solo pedía aquello que sabía que podría vender y darle beneficios. En cuanto a los quioscos normales, no hacían sino devolver los paquetes con los tebeos, algunos sin abrir, por lo que poco a poco habían dejado de tenerlos: no pides aquello que no vas a vender.

—Mira ahí dentro.

El señor Fuentes abrió la puerta de un cuarto pequeño, que estaba al lado de la entrada de carga y descarga, donde los camiones traían las cajas llenas de revistas y luego las furgonetas se llevaban los paquetes para repartirlos por toda la ciudad. Allí, entre revistas y periódicos atrasados, había algunos paquetes con tebeos sueltos de los últimos años. Como los dioses antiguos que ya no tienen quien les rece, se habían quedado perdidos en medio de la nada porque nadie se interesaba por ellos. Alfredo estaba boquiabierto. Era como si le acabaran de explicar quién había matado de verdad a John F. Kennedy. Ahora lo entendía todo. No conozco muy bien los términos de la conversación que mantuvo al respecto con su jefe, pero se tradujo en una llamada urgente al resto del Círculo Interno del club. Tenía algo muy importante que contarnos. Parecía como si le hubieran nombrado el nuevo amo del mundo y fuera a repartírselo con nosotros, y sólo con nosotros.

—Escuchad atentamente. Así van a ser las cosas.

Alfredo nos propuso un trato que no podíamos rechazar: utilizaríamos la propia distribuidora para pedir todos los tebeos que quisiéramos y nos los llevaríamos a casa por un veinte por ciento menos, que era el precio al que se los dejaba el señor Fuentes a los quioscos. A cambio, sólo nos pedía que le echáramos una mano en el almacén cuando tuviera mucho curro y no llegara a tiempo, lo que solía ser una vez a la semana, cuando salían todas las revistas del corazón. Por supuesto, el Cobra no podía saber nada de lo que pasaba con los tebeos ni nada podía llegar a sus oídos por la vía que fuera, así que nos callaríamos como perras. Parecía razonable. Al fin y al cabo, ya nos pasábamos mucho tiempo allí metidos. Sería también nuestra manera de olvidarnos de los mínimos que teníamos que gastarnos en la librería de Madrid para que los gastos de envío nos salieran gratis. Por aquel entonces, ya fuera porque le debíamos una pasta al mismo Alfredo, ya fuera porque las nuevas series que estaban lanzando tanto Forum como Zinco no nos emocionaban tanto como un par de años antes, los paquetes habían adelgazado en tamaño y frecuencia. Hubo alguna ocasión en que tuvimos que juntar los tebeos de dos meses para conseguir los gastos de envío gratis. Con el nuevo sistema, se acabó el problema.

¿Recuerdas el final de En busca del arca perdida? No cuando Indy y Marion salen del congreso, sino esa escena en la que hay un tío guardando la caja con el arca dentro de un almacén gigante, lleno de cajas similares. Pues así es como nos veíamos nosotros. Llegábamos los jueves por la noche, cuando la nave estaba vacía, y empezábamos a abrir paquetes llenos de ejemplares del Hola, el Diez Minutos o el Semana, a contarlos y a repartirlos en lotes más pequeños, cada uno con su destino particular. Dependiendo de la ubicación en la que estuviera el punto de venta, el tamaño que tuviera, si se trataba de un quiosco o una librería, si estaba cerca o lejos de la estación de tren o de alguna cafetería a la que fuera mucha o poca gente, el paquete era más o menos voluminoso. No tardamos en pillarle el truco de tal manera que, entre los cuatro, acabábamos en menos de dos horas, y luego nos zampábamos unas hamburguesas enormes, que salíamos a comprar al Jalomi.

A lo tonto, empezamos a pasar más horas en el almacén de las inicialmente previstas hasta el punto de que íbamos algunos días de más sólo para echar una mano, porque sabíamos que tocaba reparto de fascículos o porque esa mañana llegaban los tebeos y queríamos tenerlos cuanto antes: nada de esperar al jueves. Una noche, estábamos completamente ensimismados en el curro, dividiendo las revistas y preparando los paquetes, cuando apareció el propio señor Fuentes.

—Buenas noches, chicos.

Allí estaba, en la puerta de entrada al almacén. Podrías pensar que una persona con una pierna casi paralizada, que apoyaba exageradamente el bastón para sostenerse en pie, daría una impresión de debilidad. Pero eso es porque no has visto nunca a Anastasio Fuentes. De pie, frente a nosotros, parecía un gigante al que nadie podía derribar. Un gigante al que no convenía enfadar. ¿Qué estaba haciendo en la nave a las once de la noche de un jueves? Por un momento, pensé que habíamos liado alguna bien gorda, que el Cobra se había enterado y nos había vendido, que el señor Fuentes no quería problemas, que nos iba a decir que recogiéramos y nos fuéramos a nuestras casas de inmediato, o le contaría a nuestros padres la que teníamos montada.

Pero no dijo nada de todo eso.

—Seguid, seguid con lo vuestro. Sólo quería pasar a saludaros y a disculparme por no haberos dicho nada antes. Estoy muy contento con vuestro trabajo. Hay unos cuantos libreros y quiosqueros que me han felicitado porque les llegan las remesas mejor que antes. Alfredo, no seas maleducado y preséntame a tus amigos.

Bajó las escaleras que lo separaban de la gran meseta donde preparábamos las cajas con más agilidad de la que hubiéramos imaginado. Fue dándonos un apretón de manos a cada uno, mientras Alfredo nos nombraba. Un apretón firme, de los que sólo te dan las personas mayores e importantes. Qué fuerza tenía el tío.

Estuvo un rato más hablando con nosotros, preguntándonos lo típico: que cuántos años teníamos, que quiénes eran nuestros padres y qué estábamos estudiando. Se despedía ya pero, antes de irse, nos dijo:

—Oye, si al final alguno decide no hacer la Universidad, que me llame, que lo mismo aquí tenemos un hueco para él.

Y, como vino, se fue. Impresionante. Nos estaba ofreciendo un trabajo. No nos lo podíamos creer y fue la comidilla en los días siguientes hasta que, en la siguiente cena en el Jalomi, Roberto dio un paso más allá.

—Lo que tenemos que hacer es montar nuestra propia tienda de cómics.

Dijo aquella frase como quien comenta el partido del domingo o lo buena que estaba María José, la profesora de Literatura, por más que tuviera, por lo menos, cuarenta tacos. Todos nos quedamos callados.

—¿Qué? ¿He dicho algo malo?

—Es una idea cojonuda —respondió Alfredo, tras otro largo silencio.

—Joder que sí lo es —añadí yo.

—Tío, hay que hacerlo —concluyó Justo Manuel.

Todo lo que había pasado en los últimos años, el viaje para conseguir los Extra Superhéroes, las peregrinaciones interminables por los quioscos, el club de pedidos a Madrid, aquello mismo en el almacén del señor Fuentes… conducía allí, así de claro y así de sencillo. De repente, nos dimos cuenta de que, sin saberlo, todo el tiempo nos estábamos preparando para aquel momento en el que volaríamos libres, en el que montásemos nuestra propia librería, que por supuesto sería la librería perfecta: la que siempre habíamos soñado. Estaría en un local céntrico, amplio, limpio y bien iluminado, nada de alquilar un agujero en el casco antiguo; en las paredes pondríamos dibujos gigantes de nuestros personajes favoritos; por supuesto, traeríamos todos los tebeos del mundo, pero no haríamos como el Cobra: también estarían bien expuestos aquéllos que no nos gustasen o simplemente no nos interesaran; montaríamos debates entre aficionados y pondríamos sillones de lectura, y desde luego no insultaríamos a los clientes, sino que los aconsejaríamos, en función de sus gustos, sobre cuál era el tebeo perfecto. Iba a ser la tienda más alucinante que había existido jamás.

A partir de ese día, no dejábamos quieto el tema en ningún momento. Lo teníamos en la cabeza a todas horas. Si pasábamos por una calle que nos gustase y veíamos un negocio que se alquilaba o traspasaba, enseguida empezábamos a darle vueltas a si era el lugar apropiado y el local reunía las condiciones que estábamos buscando. Hacíamos planos con una hipotética distribución de espacios de la futura librería y sobre todo discutíamos cuál sería el nombre apropiado. Secret Crisis se llevaba la palma, porque simbolizaba las dos grandes editoriales que más nos gustaban, hasta que nos acordamos de que ya había un fanzine muy conocido y prestigioso que se titulaba así, y que incluso en Madrid habían abierto una tienda llamada Crisis. La Tebeoteca era la opción más aséptica, la que podría atraer a lectores de todos los tipos, no sólo de superhéroes. Y las grandes ciudades y países imaginarios también estaban en la lista, como Metrópolis, Gotham y Latveria. Y sólo porque a Silvia se le había ocurrido proponer Mordor, por El señor de los anillos, a Roberto le pareció una idea estupenda. La decisión final consistió en que no decidiríamos nada. Cuando llegara la hora de abrir la tienda, ya aparecería el nombre.

Entre unas cosas y otras, los buenos tiempos habían vuelto y parecía que estaban ahí para quedarse. Coincidió con que acababan de reinaugurar los Excelsior, uno de los cines más viejos de la ciudad, que habían estado unos cuantos años en obras. Hasta entonces, los grandes estrenos los veíamos en salas de medio pelo o nos esperábamos a que la película en cuestión saliera en vídeo. Los remozados Excelsior prometían pantallas gigantes, sonido estruendoso y una experiencia cinematográfica como nunca hubiéramos conocido antes. Eso ponía en la publicidad. Lo único que faltaba eran las películas. El invierno se presentaba muy frío, con estrenos que no nos interesaban demasiado, y la primavera tampoco ofreció grandes mejoras. Por cada película chula que veíamos en pantalla grande, había diez igual de buenas que sacábamos del videoclub. Aunque quizás el término «bueno» no era el más apropiado. No se me olvida el día de mi cumpleaños. Se nos ocurrió que la mejor manera de celebrarlo era pillando Superman IV: En busca de la paz. No habíamos tenido oportunidad de verla en cine y, aunque sabíamos que era espantosa, teníamos que descubrirlo por nosotros mismos. Bueno, pues daba igual lo cutre y absurda que fuera. Nos la tragamos cuatro veces durante el fin de semana. La primera, el viernes, nada más sacarla, porque no nos podíamos esperar ni un minuto con aquello en las manos. La segunda, el sábado, el día del cumpleaños. La tercera y la cuarta, el domingo, en el despacho de Alfredo, donde se había instalado un vídeo y nos programamos una sesión doble, durante la que atendíamos más a nuestros comentarios que a la propia película. Lo que no sabía ninguno de mis amigos, porque no me atreví a contarlo entonces y probablemente nunca lo haga, es que yo la vi tres veces más: cada una de aquellas noches, antes de acostarme, cuando la casa estaba en silencio y el salón estaba para mí solo. (Sí, por fin había vídeo en mi casa. Con el paso de los años, lo había en la de cualquiera). Era Superman (IV, pero Superman después de todo) y había que devolverla el lunes. Mejor sacarle todo el partido posible.

Lo importante de la reapertura de los Excelsior no era lo que estaba proyectando en aquellos momentos, y a lo que casi ni prestábamos atención, sino que nos permitirían disfrutar al máximo de los dos grandes acontecimientos del año que llegarían en verano: Indiana Jones y la última cruzada… Y Batman. Sabíamos que Hollywood estaba haciendo Batman, que se lo habían tomado muy en serio hasta el punto de contratar nada menos que a Jack Nicholson para interpretar al Joker. ¡Lo contaban en los artículos de Zinco! No sólo queríamos ver al Hombre Murciélago en carne y hueso, sino también gritar al mundo entero que nosotros teníamos razón y que ellos estaban equivocados. Que los tebeos molaban más que ninguna otra cosa, hasta el punto de que uno de sus mejores personajes, cuando no el mejor, protagonizaría la película del año.

La vuelta de los Excelsior fue programada para que coincidiera con el primer día de las fiestas patronales. Ese día echaban una película que a ninguno nos interesaba lo más mínimo, de ésas con gente todo el rato hablando y hablando, muy profunda y muy aburrida. Ninguno pensábamos verla, claro. Ninguno salvo Silvia, que estaba emocionadísima y que convenció a Roberto para que la acompañara. Todas las alarmas saltaron en nuestras cabezas, no porque pensáramos que Silvia tenía algún interés en Roberto que fuera más allá de disponer de un amigo con el que ir al cine y cotillear si la pantalla y el sonido eran tan buenos como prometían, sino porque Roberto albergaba la esperanza de que aquello era el comienzo de la ansiada nueva fase en su relación. Al día siguiente, estaba muy nervioso, como alguien que anda rumiando algo en su cabeza y sólo le queda dar los últimos toques a un plan maestro.

Me llamó para contarme en qué consistía aquel plan y fue cuando empecé a preocuparme de verdad. La iba a invitar a cenar, ellos dos solos, en el Doblón de oro. Era un restaurante bastante caro, al que sólo iba gente de posibles. A Roberto, como buen niño pijo, lo habían llevado sus padres, por algún cumpleaños o algo así, y le encantaba el sitio. Sería con la excusa de que era el primer día de las fiestas y el Doblón hacía un precio especial. Allí le pediría que se convirtiera en su novia.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—Bueno, tú verás.

Una mariposa debió batir sus alas el día antes de la cena, poniendo en marcha acontecimientos que ninguno de nosotros hubiéramos previsto, que a su vez tendrían consecuencias inimaginables. Tan preocupado estaba Roberto con la respuesta que Silvia le daría a su proposición que se medio olvidó de los exámenes de febrero. Mientras yo había empezado a sacar buenas notas gracias a mis clases particulares con Alicia, él recorría el camino contrario. El antaño niño de sobresaliente se presentaba a los parciales con las asignaturas pilladas con alfileres. Demasiadas tardes que tenía que haber estado estudiando las pasaba preparando paquetes con nosotros. Había cateado Matemáticas, otra vez las dichosas Matemáticas, Historia del Mundo Contemporáneo y Filosofía. Increíble.

Cuando su padre lo supo, se pilló un buen rebote, echándole la culpa a lo de siempre: a los tebeos, a las malas compañías, a esos tontainas con los que vas por ahí. La bronca fue grande, de ésas con gritos, reproches y portazos, como nunca pasaba en aquella casa, hasta el punto de que el recuerdo de lo que había pasado con el primo Dieguito, aquél al que su padre le había prohibido volver a pisar El Cobra, volvió a su memoria, igual que otras historias que nos habían contado en clase de malvados progenitores que rompen todos los tebeos de sus hijos o madres que los regalan a la parroquia o hermanos pequeños que los usan de coloreables. Pero Roberto pertenecía a una familia de bien. Ni le pegaban ni le rompían sus cosas ni nada por el estilo.

A él lo castigaban, como tenía que ser. Un castigo educativo, para que aprendiera y regresara a la buena senda. Un castigo que consistía en que los tebeos se iban al sótano y allí se quedarían hasta el día del último examen de selectividad. La cosa no terminaba ahí. La medida de poner los cómics bajo siete llaves era meramente preventiva: la forma de evitar que el chaval cayera en la tentación de distraerse con aquello que más le gustaba. El verdadero castigo consistía en que se iba a quedar en casa y sin salir a la calle durante todas las fiestas. Le hubiera dado igual, no hubiera significado un gran problema de no ser por su cita con Silvia para cenar. El alma se le cayó a los pies y todavía trataba de reunir los pedazos cuando me llamó por teléfono.

—¿Qué le digo?

—Le cuentas la verdad y le dices que si no le importa que lo dejéis para la semana que viene. Te va a responder que sin problema, hombre.

Y eso fue exactamente lo que le dijo, que qué tontería, que cómo se iba a molestar por aquello, que la culpa no era suya, que era él quien estaba siendo castigado y que cuando pasara esa semana seguro que El Doblón de Oro estaba mucho menos concurrido y podrían cenar mucho más tranquilos.

Pero la historia no acabó ahí. Ocurrió durante las fiestas, aunque ni Justo Manuel ni yo mismo, no digamos ya Roberto, nos enteramos de nada hasta más adelante. Fue Alfredo quien quedó un día con Justo y conmigo para contarnos su gran secreto.

—Tíos, que me he enrollado con la Silvia.

—Venga ya.

—Que sí, de verdad.

—Pero ¿cómo se te ocurre? ¡Con lo que le gusta a Roberto!

—Ya, si lo sé, pero es que a mí también me mola.

—¿Desde cuándo?

—Pues desde siempre, joder. Es una tía, está bastante bien, es maja, le gustan los tebeos, ¿qué quieres? ¡Anda que a ti no te molaría si no estuvieras con la Alicia esa! ¡Y anda que tú no le harías caso si te dijera cualquier tontería!

Justo Manuel agachó la cabeza. Tenía razón; Eramos cuatro tíos quedando con una tía para hacer paquetes de revistas. ¿Cómo no estar un poco pillados con ella? Era nuestra Mujer Invisible, aunque todos la veíamos perfectamente. Era nuestra Jean Grey, de la que estaban enamorados tanto Cíclope como Lobezno. Coloca a una chavala mona entre cuatro chicos de entre diecisiete y diecinueve años y manda a todos a la mierda o acaba habiendo un drama. Te lo digo yo.

—¿Te gusta de verdad o sólo os habéis enrollado?

A fuerza de sacarle las respuestas con cuentagotas, nos fuimos enterando de todo. El primer día de las fiestas, el mismo en que Roberto tenía planeado llevar a Silvia a cenar, Alfredo debía pasarse toda la noche haciendo facturas y rellenando albaranes. Como ella se había quedado sin plan, se le ocurrió pasarse por allí, mientras que Justo Manuel y yo estábamos en el cine, viendo no me acuerdo qué mierda de estreno. Estuvieron toda la noche hablando y como a las cuatro de la mañana ella era la que había dado el paso de enrollarse con él. Le dijo que le gustaba desde que lo había visto, pero que nunca lo pillaba a solas. Supongo que las cervezas y los porros que acompañaron a la noche también ayudaron. Habían vuelto a quedar a la tarde siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente.

—Entonces, ¿es tu novia?

—Si lo quieres llamar así…

—¿Os llamáis por teléfono todos los días?

—Un par de veces.

—¿Llama ella o llamas tú?

—Los dos.

—Entonces, es tu novia.

El asunto iba en serio, más de lo que el propio Alfredo se atrevía a reconocer, y más en serio que iría conforme pasara el tiempo. El problema, el verdadero problema, consistía en cómo se lo iba a tomar Roberto y quién se lo iba a contar, porque alguien tenía que hacerlo. Justo Manuel y yo nos ofrecimos, porque éramos neutrales, confiaba en nosotros y era poco probable que nos saltara a la yugular, como sí podía hacerlo con Alfredo. Pero éste declinó.

—La putada se la he hecho yo, así que se lo tengo que decir yo.

Iba a hacerlo, desde luego que iba a hacerlo, pero no sabía cómo. En esto que Roberto cumplió con su condena, salió a la calle y volvimos a nuestras reuniones, de nuevo clandestinas, no fuera que el padre se enterara de que seguía con los vagos de los tebeos y volviera a armarla. En compensación, le había prometido que estudiaría, que iba a sacarse todo el COU con buena nota y que iría a la selectividad. La idea de nuestra soñada librería especializada en cómics empezaba a difuminarse. Seguía estando ahí presente, pero cada vez hablábamos menos del tema. Nadie quería ser el primero en decir que el proyecto era poco menos que inviable por un motivo tan sencillo como que, a unos meses vista, al menos tres de nosotros estaríamos preparando el petate para ir a la Universidad.

Mientras Alfredo encontraba el momento propicio para contar la verdad, su noviazgo con Silvia siguió adelante. Primero casi en secreto, de manera que ella pasaba por el almacén cuando los demás no estaban, luego de forma evidente: te los podías encontrar juntos por la zona de bares. Daba igual que se soltaran de la mano cuando veían a alguien conocido. Era evidente que salían. No había más que mirarlos. Justo Manuel y yo estábamos, sencillamente, cagados ante la opción de que Roberto se los cruzara un día mientras se daban el lote. Menudo pollo, ¿verdad? Pero no fue lo que ocurrió.

No, al final fue la propia Silvia. Le dijo que quedaran a cenar, que todavía lo tenían pendiente desde las fiestas, pero no en un restaurante de tíos mayores y encorbatados. Mejor en el Jalomi, que hacían unas hamburguesas estupendas. Es más: las siguen haciendo.

—Vamos allí, hombre, que te vas a dejar un pastón si no, y el dinero lo tiene tu padre, no tú.

En las últimas semanas, Silvia había enviado señales a Roberto, algunas delante de nosotros. Cualquiera que supiera mirar con atención, y Justo Manuel, Alfredo y yo lo habíamos hecho, se daría cuenta de aquello que trataba de comunicar, pero los chicos, más todavía los chicos que coleccionamos tebeos, tardamos mucho en captar aquello que una mujer trata de decirnos, sobre todo si se trata de una negativa. La verbalización se hace tan necesaria como dolorosa. Él no sólo no se enteraba de nada, sino que seguía con su plan de pedirle salir. Justo Manuel y yo nos olíamos que allí se armaría la mundial, como si Lobezno y Cíclope se dieran de hostias por Jean Grey.

—Quizá no sea buena idea, tío.

Por más que insistieras, cualquiera lo convencía de lo contrario. Esta vez, la proposición de Roberto estaba precedida por un pequeño pero significativo gesto. Pensaba regalar a Silvia algo bastante personal. Algo que a ella le gustaba y le hacía gracia, aunque no tuviera el mismo significado que para él. Se trataba de la chapa de Watchmen, que a su vez le había regalado Alfredo a él años atrás. Podía parecer una tontería pero, cuando me lo contaba, era lo más parecido que podía haber a un anillo de compromiso.

—¡Gracias, cielo! Me encanta.

Me contó que había dicho ella, sonriendo, y que entonces podría haberla besado. Pero que ella lo miró muy seria y que la verdad salió a borbotones por su boca. Me contó que le había dado un beso en la mejilla y se había ido. Y me contó que, por primera vez en la vida, le habían roto el corazón. «Los tebeos te romperán el corazón», había dicho Jack Kirby. Los tebeos y algunas personas, por supuesto.

En las semanas siguientes, Roberto no pasó por el almacén, como hacía todos los jueves. Alfredo casi lo prefería así. De nuevo, quería hablar con él, pero no sabía cómo. Cuando la pila de tebeos que tenía acumulados fue lo suficientemente grande, fui yo quien quedé con él para dárselos. Aunque el tema de conversación, claro, fue otro.

—¿Sigue Alfredo con Silvia?

—Tío, deja de darle vueltas.

Pero no podía hacer otra cosa. No dejaba de acordarse de lo que le había pasado a La Cosa con la novia de toda la vida, que se la había quitado La Antorcha Humana mientras él estaba, literalmente, en otro planeta.

—Te das cuenta de que no tiene nada que ver, ¿verdad?

—Claro que no. Nosotros no formamos parte de Los 4 Fantásticos.

—No, sí que formamos parte. De nuestros 4 Fantásticos.

—Sí, claro.

—La gran diferencia está, y a ver si te das cuenta de una puñetera vez, en que Alicia Masters era la novia de Ben Grimm. Pero Silvia no es tu novia, ni nada que se le parezca. Y, si eres un poco sincero contigo mismo, te darás cuenta de que no lo iba a ser por mucho que te empeñaras y aunque no estuviera Alfredo por en medio.

—Bueno, quién sabe.

—No, tío. Tú sí que lo sabes.

—Mira, quizás tengas razón. Pero ¿sabes lo que más me jode?

—¿El qué?

—Cuatro putas semanas, macho. Pasaron cuatro putas semanas desde que empezaron a salir. Alfredo no pudo decirme nada. Eso es lo que de verdad me jode.

No supe qué decir. Tenía razón. Pensé que aquello no había quien lo arreglara, que estaba roto para siempre y sin solución posible. Los 4 Fantásticos se habían vuelto a disolver. Aquella tarde aprendí a odiar a Silvia, pero me equivocaba, porque fue ella quien llamó a Roberto, la que le pidió perdón y le rogó que hiciera las paces con Alfredo. No fue fácil y tuvieron que pasar unos cuantos meses, con el fin de curso, la selectividad y todo un verano por delante. Ah, ¿quieres saber qué fue de los exámenes? Justo Manuel y yo aprobamos y conseguimos la nota necesaria para entrar, respectivamente, en Comunicación Audiovisual y Derecho, ambos en la Universidad Complutense… de Madrid. No era Nueva York, pero tampoco Latveria. Mejor que la alternativa de quedarse en casa.

Ambos seguimos quedando con Roberto siempre que podíamos, a la vez que continuábamos con nuestro jueves de almacén, como llamábamos a las horas extra en la distribuidora del señor Fuentes. Ni Roberto preguntaba por Alfredo o Silvia ni nosotros le decíamos nada. Mejor no sacar el tema. Y todavía teníamos mucho que rajar sobre los tebeos que leíamos.

—¿Tú no decías que Spiderman estaba muerto después de casarse? Pues los dibujos que hace este tal McFarlane son la hostia. No he visto un mejor Spiderman en mi vida.

No sé si se juntó la desolación que tenía encima o que volvía a estar más enganchado que nunca a los cómics, aunque tuviera que leerlos a escondidas y cuando sus padres no estaban en casa. Por un motivo o por otro, o simplemente porque tuvo mala suerte, Roberto suspendió un par en julio. No sólo iría a septiembre, sino que se podía olvidar de la selectividad, lo que lo dejaba fuera de unas cuantas carreras. Él ya estaba barajando otros planes.

—Le he dicho a mi padre que esto de estudiar ya no es lo mío. Que en la universidad no habría llegado muy lejos.

—¿Entonces?

—Bueno, está cabreado, pero creo que lo convenceré para que me preste dinero para poner un negocio.

—¿Un negocio? ¿Qué negocio?

—Todavía estoy dándole vueltas al tema. ¿Debe ser muy difícil llevar un videoclub?

—Ni idea, tío. ¿Nos dejarás las pelis más baratas?

—Y una mierda.

El 1 de septiembre de 1989, no podías quedarte en casa para ver una película que hubieras sacado del videoclub. Tenías que ir al cine. Porque el 1 de septiembre de 1989 se estrenaba Indiana Jones y la última cruzada. Justo Manuel, Roberto y yo fuimos por nuestra cuenta, mientras que Silvia y Alfredo lo hicieron por la suya, pero coincidimos en la misma sesión.

—No mires —me dijo Justo— pero ahí tenemos a la parejita…

—Ya, ya sé que están ahí.

Lo sabía porque Silvia me había preguntado a qué sesión iríamos, y ella había sacado a propósito entradas para esa misma hora. Cuando salimos del cine, puede que pareciera un encuentro casual, pero que los cinco acabáramos casi chocándonos por el pasillo respondía al cuidadoso plan que habíamos trazado ella y yo la tarde anterior.

—Da igual que Roberto siga cabreado. Da igual que a Alfredo le dé palo hablar con él. Eso es lo de menos.

—¿Entonces?

La respuesta era evidente, pero ella no los conocía tan bien como los conocía yo.

—Si la película es tan cojonuda como la segunda, si es como mínimo la mitad de buena que la primera, ya tendremos la excusa perfecta para que nos pasemos toda la noche hablando de ella.

Y funcionó. Roberto tenía prisa por escaquearse y Alfredo esperaba que el suelo se lo tragara allí mismo, pero el resto conseguimos sujetarlos y, cuando vimos que no se liaban a tortazos, el resto fue más sencillo.

—Anda, vamos un rato detrás de la casa de cultura, nos tomamos unas birras y comentamos la peli.

No sabría decirte si Roberto le siguió guardando rencor a Alfredo por mucho tiempo. No sabría asegurarte si Silvia se sentía cómoda si alguna vez se quedaba a solas con él. El caso es que, a las dos semanas, no faltó nadie en la reunión de todos los jueves en el almacén. Había muchas cajas que preparar. Justo Manuel y yo éramos conscientes de que apenas nos quedaban un par de jueves más como aquéllos. El 1 de octubre, nos habríamos marchado a buscar piso a Madrid. Y ya nunca más tendríamos problemas para conseguir todos los tebeos que quisiéramos. De repente, aquello del libre acceso a las viñetas por lo que tanto habíamos luchado no parecía tan importante.

—Bueno, entonces, ¿qué coño hacemos con la librería que íbamos a montar?

Preguntaba Alfredo. Justo Manuel y yo sólo podíamos cruzarnos de brazos. Había sido bonito, mientras duró, pero ya no era nuestra batalla. No podía serlo. Y entonces se me ocurrió.

—Ey, Roberto.

—Dime…

—¿Sigues dándole vueltas a lo del videoclub?

—Lo he estado mirando con mi padre, pero es un jaleo. No sabemos ni a dónde llamar para pedir las películas.

—La pena es que te vayas a meter en un fregado así, de una cosa de la que tampoco tienes mucha idea.

—Ya le pillaré el truco.

—Venga, tío. ¿Por qué no te metes en algo que de verdad te apetezca hacer?

—¿El qué?

—Pues la tienda, joder, la tienda de tebeos.

—¿Yo solo? Eso sí que sería un sindiós.

—No, tú solo no. ¡Alfredo!

—Dime.

—¿Quieres a Roberto como socio capitalista y trabajador infatigable? Me han dicho que sabe organizar un almacén de revistas, coleccionables y tebeos.

—Bueeeno…

—Roberto, ¿quieres a Alfredo como socio con cuatro duros ahorrados y trabajador infatigable? El señor Fuentes va por ahí diciendo que, el día menos pensado, deja toda la empresa en sus manos. Yo no me lo pensaría mucho.

—Pueeees…

Al cabo de un rato de marearlos, dijeron que sí.

Recuerdo mi último mes en casa como el de mayor estrés de mi vida. Vale, tanto Justo Manuel como yo nos largaríamos con viento fresco, pero no podíamos dejar a nuestros colegas con aquel marrón entre manos. Montar una librería especializada en cómics no es nada fácil, ¿sabes? Había veinte mil cosas que hacer y un plazo que cumplir. La tienda tendría que estar abierta el 29 de septiembre. A día de hoy, no sé cómo narices conseguimos llegar a tiempo. Creo que Alfredo pidió algún que otro favor al señor Fuentes, que aunque no le hacía ninguna gracia que su empleado más valioso se largara a montar su propia empresa, me consta que llamó a un par de peces gordos del Ayuntamiento para acelerar los permisos. Y allí acabamos todos pintando paredes, mientras la abuela Teodora nos traía un caldito.

No se les podía haber ocurrido mejor fecha: el 29 de septiembre sería, también, el estreno de Batman en toda España. En los meses previos todo el mundo se había convertido en el mayor fan del Hombre Murciélago que hubiera existido jamás. Los mismos tíos que se cachondeaban de nosotros en el instituto por leer tebeos, los mismos que nos llamaban taraos y decían que los cómics eran para críos lucían con orgullo su camiseta negra con el emblema de Batman o llevaban en el coche la banda sonora de Prince a todo trapo. Lo sabían todo sobre el personaje, sobre el Joker o sobre Gotham City. Y claro, no dejaban de soltar paridas.

—Que sí, que te digo yo que hay un tebeo en el que salen Batman, Spiderman y el tío ese de las garras.

—Te digo yo que no.

—Vamos, me lo dirás a mí, que lo he visto.

Con semejante locura a nuestro alrededor, no quedaba otra que llamar a la tienda

A lo tonto, con un grafitti enorme de Batman en la fachada que reproducía el dibujo de portada del Dark Knight n.º 2, las paredes imitando la roca de una auténtica cueva y un montón de camisetas, pegatinas y el libro oficial de la película puestos a la venta, no fue demasiado difícil llenar el día de la apertura. Roberto se empeñó en pedir treinta ejemplares de la recopilación de Dark Knight, que acababa de publicar Zinco. Y lo alucinante es que se vendieron todos. Justo Manuel, que estaba mosca porque un par de cabrones del instituto habían aparecido por allí, pero no para reírse de él, como hacían habitualmente, sino para llevarse dos camisetas, fue el que acabó sacando a relucir la cuestión.

—¿No os molesta un poco esto, como si la gente se hubiera apropiado de algo que antes era nuestro y sólo nuestro?

—¿Qué dices, tío? —le contesté—. Por fin se enteran de que esto mola más que nada en el mundo.

La fiesta de apertura duró hasta las ocho y media, a tiempo para irnos al cine, donde Silvia estaba la primera de la cola guardándonos el sitio. Y sí, fui yo el que se empeñó en volver a verla nada más salir, en la sesión de madrugada.

Dos días más tarde, Justo Manuel y yo nos fuimos a Madrid.