Aunque los Pink Floyd se separaron a mediados de los ochenta, los fans siempre tuvimos la esperanza de que volvieran a unirse, que grabaran otro disco y tocaran juntos. En 2008, después de que muriera Rick Wright, el teclista del grupo, supimos que tal cosa sería imposible. Daba igual que Roger Waters y David Gilmour hubieran hecho las paces al día siguiente. Ya eran como los Beatles, o como Stan Lee y Jack Kirby. La magia nunca más se repetiría porque faltaba uno de ellos.
Nosotros llevábamos desde hacía unos cuantos años diciendo que a ver cuándo nos volvíamos a juntar los del club, que siempre que coincidíamos faltaba alguno, no porque estuviéramos cabreados los unos con los otros, que alguna bronca sí que tuvimos, pero sin que llegara a mayores, sino porque es lo que pasa cuando la vida te lleva en una dirección distinta a la que ha conducido al resto de tus amigos del instituto.
Aquel día, ante el ataúd, me di cuenta de que la única reunión posible sería la que estábamos viviendo en ese preciso momento, con uno de nosotros sólo de cuerpo presente metido en una caja de madera. Roberto había muerto y allí estábamos Justo Manuel, Alfredo, Silvia y yo. Antes de la ceremonia su madre, muy anciana, pero todavía viva, nos había pedido que fuéramos nosotros los que cargáramos con el ataúd desde la iglesia hasta el coche fúnebre. Aunque tenía más familia, con primos y tíos lejanos, nosotros éramos sus amigos y nos conocía mejor que a los otros, nos dijo. No sé si era algo que ella tuviera pensado o un ultimo deseo de Roberto. Cuando tienes claro que te vas a morir en poco tiempo, preparas ese tipo de cosas, y Roberto solía ser bastante cuidadoso con algunos detalles.
Antes de pasar al funeral, vino alguien a saludarme. Resultó que era Dieguito, el primo de Roberto, al que llevaba un montón sin ver. Dieguito, te juro que lo seguían llamando así, se había metido a constructor, nada menos, que lo de las pelas era cosa de familia. Se había hecho de oro construyendo chalets adosados a las afueras del pueblo, que se los quitaban de las manos y que no dejaban de subir de precio, hasta que había llegado la crisis. Me contó que había cerrado la constructora, que había tenido que echar a veinte tíos a la calle, que el banco le había embargado las cuentas y que estaba viviendo de su mujer y criando él a los críos.
—Fíjate, las vueltas que da la vida. Si hubiera sido yo el que hubiera montado una tienda de tebeos…
—¿Volviste a leer alguno alguna vez?
—Qué va, tío, eso era cosa del Roberto, pobrecillo.
Era la primera vez que entraba en una iglesia en mucho tiempo. Y daba igual que hubieran pasado tres décadas desde la anterior visita, que seguía sabiéndome de memoria todo cuanto hacía el cura, rezos incluidos. Recuperé entonces la técnica habitual para hacer que aquello se pasara rápido. La había aprendido de crío y desde entonces me había servido para todo tipo de situaciones. Consistía en repasar mentalmente cómo eran las portadas del primer volumen de Spiderman de Forum. Me sabía de memoria las setenta y cinco primeras, y a partir de ahí me costaba más sacar las siguientes, hasta el n.º 100, pero acababa por conseguirlo, lo que era perfecto para distraerse. Antes de llegar al cincuenta, sin embargo, ya cargábamos con la caja sobre los hombros.
Estaba con la mirada perdida en la nada y el semblante circunstancial, tratando de aguantar el peso, cuando una presencia en la última fila me sacó por completo del ensimismamiento. Era un tío muy mayor, con la cara cruzada por mil arrugas aún más exageradas por la delgadez extrema. Llevaba gafas de sol, innecesarias en la penumbra, pero a juego con un traje y una corbata baratos. ¿Sabes eso que pasa cuando te das cuenta de que conoces a alguien, pero no acabas de ubicarlo? Pues eso mismo me ocurrió en ese momento. No sabía decir con seguridad de quién se trataba, pero tenía la convicción de que se encontraba fuera de lugar, como una cafetera en el cuarto de baño, como un Oscar al Mejor Director en casa de Michael Bay. Como el Cobra en el funeral de Roberto.
¡Coño, era el Cobra!
Si en ese momento se hubieran escuchado unos golpecitos dentro del ataúd, mi susto no hubiera sido mayor. Di un traspiés, lo que me hizo perder el equilibrio y que todos los demás lo perdieran conmigo. Que se caen, que se caen, decía una señora que había dejado de golpearse el pecho con un abanico. El ataúd abriéndose, el cuerpo de Roberto saltando fuera como un muñeco de José Luis Moreno, todo el mundo gritando, la madre de Roberto dándome un par de tortazos, que ya sabía ella que aquello no era buena idea, pero para un último capricho que tenía su niño de sobresaliente tampoco se lo iba a negar. Todas esas imágenes pasaron por mi cabeza en unas milésimas de segundo. Ninguna salió de ahí para convertirse en realidad. Me recompuse, con la ayuda de Alfredo. El resto aguantó como pudo, no sin lanzarme una mirada de suspicacia una vez que tuvieron claro que no nos caíamos, ni nosotros ni el muerto, y seguimos adelante, pasando el pórtico de la iglesia hasta el coche fúnebre que se llevaría la caja al cementerio.
No paraba de acordarme del entierro del Comediante, en el segundo número de Watchmen. El Dr. Manhattan no andaba por allí, colocando una bandera estadounidense sobre el féretro, ni había manifestantes esperándonos a la puerta del cementerio pero en todo lo demás era igual. Esos días estaba haciendo bastante más calor del que se supone que debe hacer a principios de mayo y por la mañana teníamos un sol espléndido. Lo que pasaba era que, mientras estábamos en la iglesia, se había nublado el cielo hasta quedarse oscuro como si fuera de noche y se había puesto a llover a cántaros, como en el entierro del Comediante. Me acordé no sólo por la manía de asociar todo lo que me pasa con alguna escena de mis tebeos favoritos, sino por la conversación que habíamos tenido la noche anterior, alrededor de una idea que se le había ocurrido a Alfredo. Antes de que empezaran a echar la tierra, después de que el cura rezase el padrenuestro, nosotros arrojaríamos nuestras chapitas de Watchmen al hoyo, tal y como había hecho Búho Nocturno al final del cómic. Y dejaríamos una corona de rosas rojas, aunque nos quedásemos con una de ellas por cabeza para ponérnosla en el ojal, como había hecho Rorschach. Nos pareció una manera apropiada de despedirnos de nuestro amigo, de decirle que una parte de nosotros se iba con él. Era también una forma de que Silvia le devolviera algo que él le había regalado y que se había arrepentido muchas veces de haber aceptado. No veas la cara que puso todo el mundo cuando lo hicimos.
Antes de que nos diéramos cuenta, todo había acabado. La noche anterior, cuando me había quedado solo en casa, no podía dormir. Pensaba que me iba a echar a llorar durante la ceremonia, que no lo podría evitar. Me había levantado, después de dos horas de dar vueltas en la cama sin conseguir que llegara el sueño, y estaba rebuscando en las estanterías. Me había llevado a Madrid la mayor parte de mi colección, pero allí, en casa de mis padres, todavía quedaban un montón de cómics, sobre todo los más viejos, los que había ido sustituyendo, con el paso del tiempo, por nuevas ediciones. Podría haberlos vendido, que seguro que algún flipado me pagaba una pasta por aquellos amarillentos ejemplares de Forum y Zinco, pero nunca lo hice. Llámalo nostalgia, si quieres, aunque yo pensaba siempre en la precaución como el principal motivo para guardar todo aquello. Si un día se me quemaba la casa hasta los cimientos, y con ella perdía todas mis lujosas ediciones modernas, siempre podía volver allí para releer las antiguas. Mis ojos se pararon en los Extra Superhéroes, los doce colocados junto a las Novelas Gráficas, y entonces vinieron, como un borbotón, todos los recuerdos de aquel viaje en el que los habíamos comprado.
Entonces sí dolió, vaya si dolió, no en el cementerio. Pero dolió de verdad, muchísimo más, cuando salimos de allí, cuando nos despedimos de los conocidos y la familia, y nuestros pasos nos llevaron, como quien no quiere la cosa, hasta detrás de la casa de cultura. Ya sin ninguna mirada ni oído indiscreto fue cuando Silvia y Alfredo, que eran los que lo habían vivido los últimos meses, con aportes de Justo Manuel, que pasaba por allí cada cierto tiempo, me fueron dando los detalles de lo que había pasado.
Yo sabía que Roberto tenía un tumor cerebral. Él mismo me lo había dicho un día que estaba de visita y se me ocurrió pasar por la tienda. Fue en una conversación casual: me lo contó como quien te cuenta que ese día ha comido lentejas con chorizo. Y no supe qué decir.
—Roberto ya estaba bastante jodido entonces, pero no quería que lo notaras.
¿Hasta qué punto jodido? Mucho. Se le empezaba incluso a notar un bulto muy feo en la cabeza. «Mira: mí padre decía que se me iba a secar el cerebro de tanto leer tebeos y tenía razón», comentaba a los más cercanos. Roberto no quería amargar a los demás con lo suyo, que bastante tenía cada uno con sus problemas, y no dejaba de hacer bromas al respecto. Llegaron a tal grado de cachondeo alrededor del tema que en su último cumpleaños le habían regalado una camiseta con la S de Superman, no porque le gustase especialmente, que también, sino porque había un personaje en Los Goonies, Sloth, el hermano de los malos que tenía la frente deforme, y vestía una camiseta igual.
—¿No estás contento? Ya eres clavadito a uno de tus ídolos del cine.
—Y una mierda. Si me crece el coco descontroladamente no es para convertirme en Sloth, joder. ¡Yo quiero ser el Líder! Me pinto de verde si hace falta.
El Líder era uno de los peores enemigos de Hulk, un villano de color verde con un bigotito cutre y un cabezón enorme debido a su inteligencia sobrehumana. El cabezón, no el bigotillo.
—Pues venga. ¡Te saludamos, oh, Líder!
Había pasado un año desde que le diagnosticaran el tumor y, aunque los médicos no se creían todo lo que estaba durando, sabían, y dejaban siempre muy claro, que no iba a ser eterno. Era cuestión de tiempo. Los últimos meses, en los que había perdido veinte kilos y se tenía que mover con silla de ruedas, fueron los peores.
—Lo que no se quitaba era la idea de ir al estreno de Los Vengadores. Decía que por sus cojones que iba a ver la película, aunque le explotara la cabeza. A nosotros nos daba mucho miedo que no aguantara hasta entonces, porque veíamos cómo se estropeaba día a día.
—Entonces, ¿fue a verla?
—Pues claro que fue a verla. Nos pillamos la furgoneta y lo llevamos con la silla de ruedas al Kinépolis.
—Coño, al Kinépolis. ¿Pero por qué no me llamasteis? Sonia estaba de parto pero lo mismo me podía escapar un rato con vosotros.
Alfredo se quedó callado un momento. Me lanzó la mirada de te voy a dar un par de hostias y golpeó con el puño encima de la mesa. Silvia le frotó la espalda disimuladamente, tratando de mimarlo.
—Es que te llamamos, so imbécil.
—¿Me llamasteis?
—Pues sí, te llamamos. Y no nos lo cogiste.
Ni por un momento dejé de creerme lo que me estaba diciendo. En lugar de eso, sólo para confirmar que tenía buenos motivos para avergonzarme, eché un vistazo a las llamadas perdidas del móvil. Allí estaba. El 26 de abril, cuatro perdidas. El 27 de abril. Otras tres. No las había visto antes.
—Vaya, lo siento.
—Ya.
Silvia trató de calmar los ánimos. No quería que me sintiera mal, pero no podía sentirme peor. Fue ella la que me contó cómo había sido ver con él la peli. De principio a fin.
—Cuando se encendieron las luces, lo primero que hice fue mirar a Roberto, porque estaba muy quieto y me preocupaba un poco. Ni te imaginas la cara de felicidad que tenía. Le caían unos lagrimones enormes por las mejillas. Le había encantado. Nosotros también estábamos llorando, pero no por la película. Sabíamos que era la última que veríamos juntos.
—No me llaméis el Líder. Llamadme Phil Coulson —había dicho.
—Y a los cuatro días, ya ves —retomó Alfredo—. Lo estamos enterrando. El muy cabrón ha aguantado hasta el último momento para ver la película. Y ni un minuto más.
No más que decir. Esperaba que volvieran los reproches, que me dijeran que, con parto de por medio o no, siempre estaba demasiado ocupado para volver a casa, que no me veían el pelo ni en Navidad. No abrieron la boca, pero dio igual. Sentía que había fallado a mis amigos.