Conforme pasaba el tiempo y más familiares se habían hecho nuestras caras para el Cobra, nuestra relación con él y su tienda saltaba del amor/odio al odio profundo, sincero y eterno, como sólo puede ser el odio que sientes hacia el enemigo que te jode una de las cosas que más te gusta en el mundo y no tienes más remedio que ver casi a diario. Alfredo incluso llegó a aborrecer los tebeos europeos, que antes le gustaban tanto, sólo porque eran los favoritos del Cobra. La manía que le habíamos cogido a aquel hombre era tan grande que, casi sin darnos cuenta, empezamos a fijarnos de nuevo en los quioscos que aparecían a nuestro paso. El problema es que, puesto que casi todos los cómics que se vendían lo hacían en la tienda del Cobra, muchos quioscos habían dejado de traerlos, los devolvían sin abrir el paquete o los dejaban en el interior del quiosco y sólo lo sacaban en caso de que se lo pidieras expresamente.
Al cabo de unos meses, Justo Manuel había elaborado un mapa con todos los detalles de qué quiosco vendía cada serie. Tenía un corcho en su habitación en el que había clavado con chinchetas una fotocopia del mapa del pueblo con todas las calles del centro. Sobre él, como si fuera el mapa de Londres de From Hell, y muchos años antes de que éste existiera, señalaba todos los lugares donde había quioscos y a su lado pegaba post-its con las series que llegaban hasta cada uno. Riguroso y detallista, Justo Manuel actualizaba la información todas las semanas, en función de las peripecias que hubiera tenido durante la búsqueda. A pesar de ello, cuando no encontraba algún número en concreto, todavía lo compraba en el Cobra, y yo también lo hacía de vez en cuando. Roberto no. Se había dado cuenta de que era la excusa perfecta para quedar con Silvia, la chica que leía Esther y a la que poco a poco había conseguido aficionarla a otras cosas. Los personajes de Marvel no le entraban, por más que Roberto insistiera y por mucho que le hubiera dejado las que él consideraba sus obras maestras absolutas (mucho Vengadores, pese a que yo le insistía en que lo que le podía gustar a una chica era La Patrulla-X, que por algo estaba llena de personajes femeninos muy bien tratados por papá Claremont). En cambio, Silvia se pirró enseguida por el Batman de Frank Miller, tanto por su versión crepuscular de Dark Knight como por su origen oscuro de Año Uno, y se volvió loca por Watchmen. Decía que era el mejor tebeo que jamás había existido. Se había olvidado de los cómics de chicas y Roberto, quizás por tener madera que echar a la locomotora, quizás porque cada vez estaba más convencido de que donde estuviera la DC innovadora post-Crisis que se fuera al cuerno la Marvel esos últimos años, pasó a hacerse casi todo lo que publicaba Zinco.
Era el mejor momento para hacerlo. Lejos de atenuarse el impulso inicial que habían conseguido con su remodelación total, en Zinco no dejaban de ofrecer tebeos chulos y de enseñar a todo el mundo, tanto a los lectores como a Forum, cómo se tenían que hacer las cosas. A comienzos de año lanzaron Ronin, el primer número, en formato prestigio, con lo nuevo de Frank Miller, que ni siquiera trataba de superhéroes, sino de un samurai sin señor que aparecía en un futuro desquiciado. Tras superar la resistencia inicial, la de un dibujo que era todavía más experimental que el de Dark Knight y la de una historia alrededor de temas que nunca nos habían gustado, Ronin se posicionó alto entre las series que «había que leer» y también entre las que te obligaban a dejarte una pasta cada mes. Daba igual: puede que por lo que costaba un número de Ronin te pudieras comprar tres números de Los Nuevos Vengadores, pero mientras que Ronin te la releías diez veces, Los Nuevos Vengadores no querías ni volverlos a ver después de la primera lectura. «¿Cuántos supervillanos se ocultan en esta cubierta?», decía el n.º 17 de esa colección. A poco que le fijaras, se reconocía un amenazador cactus, un barranco con cara y puños, un tío haciéndose pasar por el sol y una especie de camaleón. En serio: un cactus. Para Justo Manuel, fue la gota que colmó el vaso. Seguiría comprando Los Vengadores, que hacía tiempo que había vuelto por allí John Buscema y las historias que escribía Roger Stern eran alucinantes. Pero que le fueran dando a «Los Nuevos Vengativos».
—Esto es una mierda. Un cómic para críos.
Frente al cactus viviente, Zinco proponía no sólo Ronin, sino Shadow, que era la actualización de un vigilante de los años treinta; Legends, la que vendían como la secuela de Crisis y estaba dibujada por John Byrne (en realidad, se quedó muy lejos del nivel de Byrne) o La Legión de Superhéroes. «Es como La Patrulla-X cuando era la mejor serie de todas», decían Saavedra y Pradera, y Justo Manuel lo repetía, como antes repetía las cosas que afirmaban rotundamente Loki y Átomos. A esas alturas, yo mantenía mi respeto reverencial hacia las dos grandes cabezas visibles de Forum, pero estaba de acuerdo con los de Zinco en que las críticas que les lanzaban eran absurdas, propias de quien no podía soportar que hubiera otro gallo en el corral. Mientras Zinco había adoptado el formato americano, nunca cortaba los números especiales, sino que ese mes aumentaba el número de páginas y estaba diversificando sus productos con miniseries y prestigios, en Forum seguían erre que erre, con sus rígidas 36 páginas de toda la vida, como si no pudieran salirse de esa medida de ninguna de las maneras.
—¿Te imaginas que en Zinco hubieran partido en dos la muerte de Supergirl o el último número? ¡En Forum siguen haciéndolo!
Justo Manuel tenía razón en lo que decía. Pasado un año del renacimiento de Zinco, nos habíamos acostumbrado a su manera de hacer las cosas, y las hacían bien, como debían hacerse. Si antes aceptábamos que nos dividieran los tebeos en dos trozos o que nos pusieran complementos estúpidos en nuestras series favoritas era, sencillamente, porque era lo que se había hecho toda la vida y no imaginábamos que pudiera ser de otra manera. Los de Zinco nos estaban enseñando a tirar los tabúes a la basura.
Las únicas concesiones que hacían en Forum por aquel entonces resultaban cobardes e insuficientes. Por ejemplo, decidieron lanzar algunas series a tamaño original americano y al suculento precio de 100 pesetas, pero optaron por títulos de segunda fila, como una maxiserie de La Visión y La Bruja Escarlata, que trataba sobre el embarazo de ella y estaba dibujada por un tío con dos manos izquierdas, o aquel Nuevo Universo que se le había ocurrido a Jim Shooter, el jefe de Marvel, y que ya estaba echando el cierre cuando a los de Forum se les ocurrió sacarlo en España. Habían incluido nuevas secciones, como fichas de personajes o una página de opinión en la que contraponían dos cartas alrededor de un tema, una a favor y otra en contra. Era como si se dieran cuenta de que los de Zinco los tenían rodeados, pero las soluciones que aplicaban no eran las correctas, como si se hubieran quedado aturdidos. Todavía tenían, sin embargo, muchas cosas interesantes y ese año habían dado en el clavo con dos lanzamientos en concreto: Classic X-Men, donde por fin recuperaban las primeras aventuras de la nueva Patrulla-X, ésa que sólo había publicado Vértice en blanco y negro, y luego Surco; y Clásicos Marvel, que precisamente empezaron con «La Guerra Kree-Skrull» que regalara Alfredo a Justo en una de sus escapadas al pueblo. En cambio, nada se sabía de una miniserie de Elektra, que había escrito Frank Miller y dibujado Bill Sienkiewicz, utilizando el formato prestigio y que Forum no parecía tener interés en sacar. ¿Los Nuevos Vengadores sí, pero Elektra: Asesina, no? ¡Venga ya!
A lo tonto, ya estaba en tercero de BUP aunque, como me había ocurrido durante todo el bachillerato, seguía arrastrando varias asignaturas de cursos anteriores. Estaba un día en casa, leyendo cualquier cosa que hubiera salido esa semana, cuando sonó el teléfono. Era Alfredo. La mili por fin había terminado y ya estaba de vuelta. Teníamos que quedar, claro, pero me dijo que sería mejor que lo hiciéramos en su casa y que llevara al resto de los colegas. Debía contarnos algo muy importante.
Los últimos meses de mili habían sido los peores para Alfredo, que seguía sin callarse lo que pensaba sobre cualquier tema, lo cual sólo le había servido para ponerse en el punto de mira de uno de los capitanes, que le hacía la vida imposible, además de prohibirle tener nada que fuera remotamente agradable. Ni lectura ni tabaco ni el cassette ni nada que le recordara que existía un mundo real más allá del cuartel. Como no lo dejaban guardar tebeos en su taquilla, Alfredo había llegado a un trato con un librero de Arte 9, otra de las tiendas de Madrid, del que se había hecho muy amigo. Consistía en que le metiera todas las colecciones que se hacía en una caja de cartón, que él ya se las llevaría cuando pudiera. A lo tonto, y teniendo en cuenta la cantidad de cómics que en ese momento estaban sacando tanto Zinco como Forum, la caja no había tardado en llenarse. Cuando fue a por ella, contenía más de 10.000 pesetas en tebeos. Con una compra de semejante envergadura, los de la tienda solían hacer algunos regalos, por lo que añadieron varios ejemplares de Marvel Age, que era una revista con las novedades de Marvel y artículos interesantísimos; otros cuantos de Direct Currents, el equivalente en DC, y un par de números de algo que nunca habíamos visto: un fanzine sobre cómic americano llamado Hero, que hacía un tío de Barcelona llamado Juan Carlos Cereza y que tenía un montón de información sobre lo que se cocía en el mercado americano. En la caja también había pegatinas, tarjetitas que repartían las editoriales en el Salón del Cómic de Barcelona y, lo que más le había llamado la atención a Alfredo, una chapa de Watchmen con la carita sonriente y la mancha de sangre del Comediante dibujada encima. Chulísima.
—Me acordé de que estabais todos tontos con Watchmen y os he traído una para cada uno.
Cómo molaba. Nos las pusimos de inmediato y creo recordar que las llevamos puestas casi todos los días de ese curso. Por la calle nos conocían como los sonrisitas. ¿Sabes lo más cachondo de todo? Más o menos por esa época se puso de moda el Acid House, un estilo de música disco cuyo símbolo era, precisamente, el Smiley, aunque sin la mancha. De una forma u otra, fuimos pioneros, porque al cabo de un tiempo todo el mundo llevaba las chapas, las camisetas y las gorras con la cara amarilla de la enorme sonrisa. Tuvimos entonces la sensación de que se habían apropiado de algo que era nuestro, que de repente un símbolo con el que nos identificábamos nosotros, y sólo nosotros, había pasado a pertenecer a todo el mundo, aunque ellos ni siquiera supieran lo que significaba. Y no sería la última vez que nos pasara.
En la tienda se quedaron con un palmo de narices cuando Alfredo les dijo que se volvía a casa y que ya no pasaría más por allá. Pero no iban a perder un cliente tan fiel así, sin más, así que le habían hecho una propuesta interesante.
—Me dicen que me mandan los tebeos a casa todos los meses, sin cobrarme gastos de envío, pero sólo lo hacen si me dejo por lo menos 5000 pesetas por paquete.
Se había puesto a hacer cuentas y, por muchos tebeos que estuviera siguiendo, no llegaba ni de coña a gastarse nada menos que cinco billetes cada mes, que por otra parte ni siquiera tenía. De hecho, le quedaba muy poco dinero del que había podido ir ahorrando y tenía que encontrar un trabajo «de verdad» cuanto antes. Con la pensión de su abuela no llegaban a final de mes ni de coña. Lo que Alfredo quería proponernos consistía en que de la unión hiciéramos la fuerza.
—Si pido yo sólo, son unas 3500 pesetas al mes. Si os apuntáis vosotros también, entre los cuatro lo mismo llegamos a 10.000. Y a partir de 10.000 pesetas no sólo no nos cobran los gastos de envío, sino que además nos regalan el Marvel Age, el Direct Currents y el Hero, siempre que les queden ejemplares.
Mientras nos contaba aquello, todos estábamos con la mirada perdida. Había una buena razón para ello. Dentro de nuestra cabecita, habituada a suspender las matemáticas, no dejábamos de hacer cuentas en plan Calculín. Si aquello salía bien, podíamos librarnos para siempre del Cobra y de los quioscos. Por fin podríamos comprar nuestros tebeos como era debido, y encima nos los llevarían a casa.
—Tengo el Superman n.º 12 esperándome en la salita de estar, tiene una pinta de la hostia, es el final del cruce con Legends y no me lo puedo leer —decía Justo Manuel—. ¿Y sabes por qué? Pues porque me falta el n.º 11. Lo he buscado por todas partes y no lo tienen en ningún quiosco. Y El Cobra tampoco lo tiene. Esto es una mierda muy grande. Pero que muy grande.
—No es ni medio normal. Si a mi padre le dejaran de traer un fascículo de la enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial que se está haciendo, armaría un buen follón. ¿Qué pasa entonces con los tebeos? —añadía Roberto.
—Bueno, entonces, ¿os apuntáis o qué?
—Nos apuntamos —concluí yo. Era la mejor idea de la historia de las buenas ideas. Era demasiado bonita para ser cierta, pero lo era. Sólo teníamos que conseguir que funcionara.
—Lo importante: tenemos que juntar el dinero antes de que llegue el paquete. Si llega el paquete y no lo podemos pagar, lo devuelven a la tienda y no nos sirven tebeos nunca más. En esto tenemos que funcionar como un reloj. Como el puto ejército de los cojones.
Ese día, todos salimos de casa de Alfredo con nuestra chapa del Comediante en el jersey y con el objetivo de afinar nuestras finanzas para que no tuviéramos problemas con los pedidos. Lo sorprendente es que aquello no sólo salió bien. Es que salió rematadamente bien. Demasiado bien.
En el primer paquete que solicitamos llegó nada menos que el último número de Watchmen. Alfredo lo sacó de la caja pero, al contrario que el resto del contenido, ni siquiera le echó un vistazo ya que le parecía poco menos que una ofensa hacia nosotros enterarse de lo que ocurría antes de que lo hiciéramos el resto. Recuerdo que era Navidad, que hacía un frío de cojones y que lo devoramos todos juntos, a los pies de una estufa mientras la abuela Teodora miraba la tele sin importarle demasiado que su nieto, y los amigos locos de su nieto, estuvieran leyendo uno de esos tebeos como si fuera la verdad absoluta revelada a los hombres, de la primera pagina a la última.
Ozymandias, había sido Ozymandias. Lo había hecho para salvar al mundo. Había asesinado a millones de neoyorquinos. Y Rorschach también estaba muerto. No habría más Watchmen. No habría serie regular, ni siquiera para contar las aventuras pasadas de los Minutemen. Aquello había acabado, había cambiado nuestras vidas y nunca volveríamos a regresar a ese mundo, a no ser que releyéramos la historia, cosa que creo que todos seguimos haciendo año tras año. Por cierto, ninguno de nosotros pestañeó con el falso alienígena que destruía el centro de Manhattan. A ninguno de nosotros nos pareció estúpido o inapropiado o fuera de tono, o todas esas tonterías que dijeron cuando cambiaron el final en la película. Nosotros pertenecemos a la cofradía del calamar gigante.
Conforme empezaron a llegar los primeros paquetes, sentimos que entrábamos en una nueva etapa de nuestra afición. Hasta entonces éramos un grupo de amigos con gustos comunes, cuya relación giraba en gran medida alrededor de eso. A partir de entonces, nos transformamos en un club, en una sociedad secreta con sus propias reglas y rituales que debían respetarse. Una vez al mes, cogíamos un cuaderno y apuntábamos cuáles iban a ser las compras del mes siguiente. En un principio podría parecer muy sencillo: al fin y al cabo, cada uno sabía las colecciones que seguía y bastaba con apuntar el siguiente número, pero pronto descubrimos cuán cierto es que el demonio está en los pequeños detalles. Al menos tres o cuatro veces a lo largo del año había números especiales fuera de colección. A eso sumábamos que algunas entregas podían ser más caras, porque ese mes en concreto tuvieran más páginas, y que la parrilla de Zinco nunca se estaba quieta, con constantes nuevas series y miniseries, sumadas a las cancelaciones que se iban produciendo, siempre para hacer hueco a los productos recién llegados, o al menos así lo sospechábamos nosotros.
—Me he fijado en una cosa —saltó un día Roberto—. Cada vez que cierran una colección, sacan otra nueva. Y me parece que los de Forum hacen lo mismo.
Pero no siempre funcionaba así, porque el número de tebeos no dejaba de crecer. Más bien aquello era como Hydra, los villanos de Nick Furia: corta un brazo y dos más crecerán en su lugar, hasta el punto de que había cosas de las que, tras una larga meditación, decidíamos prescindir.
—Entonces, ¿nadie se quiere pedir el Escuadrón Suicida?
—Puede que esté bien, pero a mí ya no me llega.
—A mí tampoco.
—Yo paso.
—Vale, pues nos quedamos sin el Escuadrón Suicida.
—Oye, ¿y si la pillamos entre los cuatro?
—Bueno, venga.
Al tercer o cuarto envío, ya se había corrido la voz de que nos dedicábamos a comprar cómics en Madrid, que nos los mandaban por correo. Éramos «los chicos que coleccionaban tebeos», si caíamos bien a quien hablara de nosotros, o «los pirados esos que seguro que se drogan», en caso contrario. Nosotros, al igual que les pasaba a los pijos, a los rockers, a los moteros y a los gafotas (entre los que también nos encontrábamos unos cuantos de nosotros), habíamos tomado conciencia de grupo, cuando no conciencia de clase. Nosotros frente al mundo que nos odiaba, nos temía y no nos comprendería jamás. Hay que ver cómo se nos iba la pinza. Cada vez nos lo currábamos más y cada vez estábamos más metidos de lleno en el tema. Por aquel entonces yo me enteré, porque debí leerlo en el Marvel Age con mi inglés de bachillerato, que en Estados Unidos iban a dar por fin colección propia a Lobezno.
—Vete tú a saber cuándo saca eso Forum aquí y en qué formato.
No podía ser. Cuando todavía éramos unos críos, podíamos aguantar la espera y dar por hecho que los de Forum «harían lo correcto». Pero ya no. Nunca más. Fue cuando se me encendió la bombilla y me atreví a lanzar la pregunta que alguno ya venía rumiando desde hacía meses.
—¿Y americano? ¿No podemos pedir americano? Aunque sea por probar.
—Pero tío, con el inglés que nos dan, ¿tú te crees que vas a entender un tebeo?
—Oye, pues así practico y saco mejores notas.
Era una excusa como cualquiera otra. Yo quería mi número uno de Lobezno (perdón: Wolverine) antes que nadie. Y punto. Cuando me llegó, estaba loco de contento, pero es verdad que tardé tres días en descifrar lo que decía y tampoco es que me emocionara especialmente. ¿Qué pintaba Logan con un parche en el ojo?
Había más lectores de cómics repartidos por toda la ciudad. A muchos los conocíamos porque nos los habíamos encontrado en el Cobra. A otros no los habíamos visto jamás, tal vez porque todavía estaban en primero de lector de cómics y seguían comprando en los quioscos que tenían más cercanos y a nosotros sólo faltaba que nos dieran un título para colgarlo en la pared. De repente empezaron a acercarse, porque sabían lo que estábamos haciendo. Se lo habíamos contado cualquiera del grupo o se lo había contado alguien a quien se lo habíamos contado nosotros o se lo había dicho el cartero que nos llevaba los paquetones.
—Aquí tienes. Son 12.675 pesetas. Joder, estos pedidos vuestros cada vez pesan más.
En los pueblos todo el mundo se conoce y todo el mundo acaba hablando y sabiendo qué hace el otro. Y el nuestro no había dejado de ser un pueblo, por mucho que nos empeñáramos en lo contrario.
Fue uno de aquellos chavales, que nos miraba poco menos que con admiración cuando aparecíamos con un número de Hero o de Marvel Age o de cualquier cosa que no llegara de ninguna manera allí, el que nos dijo:
—Oye, si yo os pido un tebeo y os doy el dinero, ¿me lo podéis traer?
Ostras.
No se nos pasó por la cabeza, pero era el camino natural. Lo que habíamos montado entre los cuatro podía crecer y crecer hasta ser algo grande. Al principio, no parecía que fuera a suponer mayor problema. El chico ese tan alto de 3.º B quiere que le pidamos tres colecciones: nos las paga por adelantado. El vértigo llegó cuando nos dimos cuenta de que se había unido a la fiesta otro chaval, que vivía en un pueblo a diez kilómetros y que sólo podía pasarse por aquí gracias al autobús del instituto; un señor que antes compraba en El Cobra pero tuvo una bronca con él porque intentó tangarle con unas ediciones encuadernadas de Conan El Bárbaro; un chico que vino a preguntarnos porque se lo contó otro chico que ya estaba llevándose diez series todos los meses. Y lo más sorprendente de todos: un colega de Roberto que estaba en Sevilla y con el que se carteaba porque había visto un anuncio suyo en un tebeo de Zinco. Los paquetes ya no eran de poco más de 5000 pesetas. Llegamos a recibir alguno que tenía un reembolso de cerca de 30.000.
Manejábamos cantidades astronómicas de dinero, aunque no era nuestro, porque nosotros seguíamos estando siempre pelados, salvo por el bueno de Roberto, que seguía estando entre algodones y su padre le soltaba un taleguito todos los domingos. El resto, nos apañábamos como podíamos. El caso más sangrante era el de Alfredo, porque todos los demás estábamos todavía en el instituto y nuestra mayor preocupación era pagarnos los tebeos, alguna escapada al cine, alguna cinta virgen para grabar cosas y poco más. Para Alfredo, en cambio, los tebeos eran una pequeña parte, por mucho que también se dejara su pasta y sus neuronas en ellos. Nunca me dijo lo que pagaban de pensión a su abuela, pero no debía ser mucho, así que él también tenía que contribuir con un poco de dinero para hacer la compra, pagar la luz, el agua y el teléfono. Durante los meses de la mili, había aparcado el problema, pero ahora que había vuelto ya no lo podía dejar más de lado: tenía que encontrar algo.
La ventaja es que la abuela Teodora debía conocer a medio pueblo y un día se había encontrado en la carnicería con la mujer de don Anastasio Fuentes, el desriñonado, que era uno de los señores más importantes de toda la zona, famoso porque se pasó desde los doce años cargando paquetes de libros y revistas para una repartidora local. Cuando cumplió los veinte, había reunido el dinero suficiente para comprar la empresa al dueño. A los treinta, era la mayor distribuidora de la región y a los cuarenta, ya no quedaba empresa que le hiciera la competencia. Decía la leyenda que lo del desriñonado venía de que, poco después de comprar el negocio, se había hecho una lesión en la espalda y el médico le dijo que se dejara de hacer el tonto, que no podía cargar con pesos. Él mismo era el que lo hacía todo: conducía la furgoneta, llevaba las cajas a los clientes, hacía las facturas… Así que no podía permitirse el lujo de parar y menos aún de contratar a un ayudante, porque se había dejado el dinero en pagar al anterior dueño. Total, que siguió currando doce horas todos los días y como consecuencia de eso la espalda se le había puesto como un acordeón, con una herida muy fea que, al cabo de los años, lo obligaría a andar con bastón. El tío además estaba calvo y hacíamos la broma de que era como el Profesor Xavier.
—¿Y Magneto? ¿Quién es entonces Magneto?
—Está claro: Magneto sólo puede ser el Cobra.
Aquel día, mientras encargaba su cuarto y mitad de pollo, va la abuela Teodora y le dice a la señora de don Anastasio que su nieto es muy buen chico, que es muy leído y un auténtico experto en libros y revistas, que se pasa el día metido entre papeles y que seguro que haría carrera en la empresa de su señor marido, que hágame caso, que no se va a arrepentir, que no es porque yo sea su abuela, que el chico de verdad que se lo merece, lo que pasa es que ha tenido muy mala suerte en la vida, el pobre, mira que morirse sus padres en un accidente de tráfico cuando no tenía ni tres añitos, que ella lo había visto crecer y que no había niño más bueno en toda la región.
Llega a oír Alfredo todo aquello y se muere de la vergüenza. Pero debió pillar a la mujer en una etapa sentimental y debió comentar el tema con su marido, que a los dos días estaba llamando a nuestro amigo para que se presentara en el despacho.
—A ver, chico. ¿Tú que sabes hacer?
—Pues lo que haga falta.
—¿Serías capaz de hacer los pedidos de revistas en un almacén y preparar luego las cajas para que se las lleve el repartidor a los quioscos?
—¿Que si sería capaz? Pero si ya lo hago todos los meses con mis colegas. ¿No le han contado la que hemos montado en mi casa?
Don Anastasio no tenía ni idea del paripé que nos traíamos a cuenta de los pedidos de tebeos a Madrid. Se quedó de piedra cuando se lo contó Alfredo con todo detalle. Debió resultarle muy impresionante la manera en que el chaval llevaba las cuentas porque no se le escapaba una y sabía perfectamente quién había pedido qué, quién había pagado cuál y quién debía cuánto. Era como mirarse en un espejo y descubrir un yo más joven pero igual de espabilado, sólo que en la década de los ochenta y con unos pelos que daban miedo, pero un yo más joven e igual de espabilado después de todo. Si Alfredo era capaz de montar aquello, seguro que hacerlo a lo grande y que le pagaran a cambio unas cuantas perrillas no suponía problema.
El trabajo era suyo y consistía fundamentalmente en preparar las cajas con las revistas y los coleccionables que luego el repartidor se llevaría a cada quiosco. La base de operaciones estaba en una nave industrial a las afueras, con un enorme cartel de FUENTES S. L. en la fachada y un calor espantoso en el interior cuando era verano y un frío que se te metía en los huesos cuando llegaba el invierno. Dentro de la nave, había un pequeño despachito con una mesa, cuatro sillas y todo lleno de papeles, de cajas y de trastos, con una radio y una tele pequeñas y medio rotas. Allí Alfredo rellenaba albaranes o se echaba un peta en un rato de descanso. Estaba casi todo el día solo, esperando que llegara el camión, así que no fue demasiado problema que nos pasáramos por allí, un hábito que convertimos en diario. Su despacho acabó siendo también el nuestro.
Las Mirindas habían dejado de mojar nuestro inocente gaznate desde mucho tiempo atrás. Nos habíamos pasado a la cerveza y, cuando había posibles, al güisqui, al ron o a la ginebra. Justo Manuel y yo estábamos ya fumando y nos comprábamos el paquete a medias, mientras que Roberto seguía resistiéndose, aunque eso daba igual, porque el despacho se llenaba de un humo espeso que todos respirábamos, incluido él. Alguien debía colocar la foto de Roberto junto a la definición de «fumador pasivo».
—Tú debes ser más de pipa, como Reed Richards.
Empezó como una broma, pero al cabo de dos semanas, tenía su propia pipa. Y con los años fue una colección completa. Lo cachondo es que nunca se tragó el humo, pero parecía un señor con aquello en la boca.
Había tabaco, había alcohol, Alfredo se llevó su equipo de música, así que había rock and roll, o hard rock a secas, cuando no directamente metal. Nos habíamos ido volviendo cada vez más heavies en nuestros gustos musicales y lo que se oía allí era el The New Order de Testament, el Sonic Temple de The Cult, el State of Euphoria de Anthrax, el And Justice For All de Metallica y cosas así. A Bruce Springsteen, que a mí me había flipado tanto, lo teníamos crucificado desde Tunnel of Love, pero lo habíamos sustituido por otros vecinos de New Jersey: Bon Jovi. Su primer disco, en especial «Bad Medicine», debimos rayarlo.
Lo siguiente que hubo fueron las chicas. No sé si era por el vicio de fumar, el caso es que Justo y yo habíamos adelgazado (él luego volvería a engordar), estábamos medio guapetes y las chavalas nos miraban con otros ojos desde que se enteraron de las juergas que nos montábamos en el almacén. No te creas que arrasáramos, pero teníamos nuestro público. La Conchi, la Zulema, la Sole y alguna más de la que no me acuerdo. Fueron nuestros rollos de entonces, alguno tan duradero que ascendió a categoría de novia, Cuando no venían con uno venían con otro, aunque Alfredo era el que de verdad ligaba de todos, que por algo tenía más edad y un trabajo remunerado. Sus amigas solían tener a su vez amigas, que pasaban a tomarse algo de vez en cuando. El despacho era pequeñito, pero el almacén era gigantesco, con muchos recovecos en los que esconderse, como si fuera la Batcueva. Sólo que nosotros no nos escabullíamos por allí para investigar crímenes. Lo hacíamos para meter mano a la chavala de turno.
Un día, Roberto nos dijo muy bajito, como pidiendo perdón:
—¿Os importa que se venga Silvia? Lo acaba de dejar con el novio y lo está pasando fatal.
¿Dónde estaba el problema en que viniera Silvia, si nos estábamos llevando a otras tías que quisieran ir? Pues que Silvia no se había enrollado con Roberto, sino que era… su no-novia, por utilizar el término que tanta gracia nos hacía a todos menos a él. En el club éramos nosotros cuatro y sólo nosotros cuatro. Ninguna de las chicas con las que salíamos formaban parte de él, sólo estaban de paso. Introducir a Silvia en la ecuación equivalía, en el fondo, a aumentar hasta cinco el número de socios, por eso Roberto nos preguntaba si nos parecía bien. Y claro que nos lo parecía, ¿por qué no nos lo iba a parecer?
—¿La ha dejado el novio? Tío, es tu momento.
—Joder, qué bruto.
—No tío, a por ella.
Roberto se hacía el sensible y el buen amigo pero en el fondo, y le costaba reconocerlo, estaba contento de que la Silvia ya no estuviera con el imbécil aquel de dos metros que no sabía ni dónde estaba Cuenca. Creía que se podía ganar a la chica a fuerza de ser su hombro sobre el que llorar. Y lo consiguió, qué duda cabe. Lo de ser su hombro sobre el que llorar.
Así que Silvia empezó a venir a las reuniones en nuestro cuartel general. Una chica entre los chicos que coleccionaban tebeos, y no para ligar con ella, simplemente para estar con ella. Pensábamos que sería raro de cojones, pero no. También leía cómics y literatura fantástica. Nos ganaba a todos en libros y fue la que nos los acabó dejando. También fumaba, también se tragaba las birras como si fueran agua… ¡En eso se parecía a cualquiera de nosotros! Sólo que era guapa y lista a rabiar. No es que Justo Manuel, Alfredo y yo acabáramos sincera e incondicionalmente enamorados. Es que, cada uno por su cuenta, nos encoñamos platónicamente de ella, en mayor o menor medida, aunque no le diéramos demasiada importancia. A ver si me entiendes: ninguno se enrolló con Silvia ni trató de hacerlo porque sabíamos que le gustaba a Roberto y por lo tanto el tema estaba fuera de discusión.
Roberto era mono, y encima de padres con pasta, y me sé de dos o tres a las que se hubiera llevado detrás de los billares del leo para enrollarse un rato o lo que se terciase. Qué narices, si lo había hecho en el almacén antes de que apareciera nuestra quinta Beatle, nuestra Yoko Ono. A partir de entonces, el corazón de Roberto pero también su cerebro y todas sus vísceras pertenecieron a ella. Ninguno teníamos ni idea de qué pensaba Silvia al respecto, porque era evidente que estaba al loro, aunque se callara. Antes de conocerla, yo daba por hecho que Roberto era el tonto útil con el que llenaba su tiempo y que le hacía unos cuantos favores en plan me ayudas con los exámenes, que tú sacas todo sobresaliente, tío, y eso se cotiza, pero era mucho más complicado. Silvia no era la típica estirada. Era maja, de verdad que sí.
Al despachito de FUENTES S. L. fue donde Alfredo había trasladado toda su infraestructura de pedidos a Madrid. Allí, antes de abrir las cervezas y abrir las puertas a las invitadas, nos poníamos serios y elaborábamos las listas de los tebeos que íbamos a solicitar, recopilábamos los encargos que nos había pasado toda la gente que estaba subida al carro e incluso recogíamos la mercancía. Era mucho más cómodo que mandaran los paquetes a aquella dirección, porque Alfredo estaba siempre y así no se encontraría con la desagradable sorpresa de que fuera su abuela la que abriera la puerta al cartero.
—Pero niño, ¿qué es este paquete tan grande que cuesta dieciocho mil pesetas? ¿Tú en que andas metido?
La pobre mujer debía de pensar que su nieto traficaba con drogas. Y en el fondo, no dejaba de ser así, porque cada vez se enganchaban más y cada vez nuestra vida giraba más sobre aquello, no tanto alrededor de lo que leíamos en los tebeos, sino también de los tebeos que nos comprábamos, hasta llegar a picarnos entre nosotros de manera un poco tonta, a ver quién la tenía más larga. La lista del mes, claro.
—Rober, este mes te llevas veintiuna series.
—Bah, eso no es nada. Yo creo que he contado veintidós.
—Sí, pero yo he pedido tres prestigios. Lo tuyo son grapas a secas.
—Uf, yo sólo había pedido veinte. Déjame repasar la lista, a ver si se me ocurre algo más.
El núcleo duro, el Círculo Interno, como en el Club Fuego Infernal (unos enemigos de La Patrulla-X), estaba formado por nosotros cuatro, más Silvia, que aunque no pedía nada estaba casi siempre en las reuniones y nos aconsejaba sobre algunas colecciones. Ella seguía varios títulos, que le dejábamos cualquiera de nosotros, y nos aconsejaba sobre lo que molaba y lo que no.
—De lo que estoy leyendo ahora, lo que más me gusta es La Cosa del Pantano.
Después de firmar Watchmen, Alan Moore se había convertido en el guionista número uno del que no te podías quedar sin nada de lo que hiciera. Había escrito un tebeo de Superman que era la hostia, en el que veías lo que hubiera pasado si Krypton hubiera seguido existiendo. La Cosa del Pantano era todo un riesgo, puesto que el personaje no interesaba a nadie, pero te la comprabas porque la escribía Moore y no defraudaba lo más mínimo. En uno de los episodios, resulta que La Cosa del Pantano tiene una novia, pero no pueden follar porque él es un monstruo hecho de hierbajos y barro. Entonces va Swampy, como lo llamaban los yanquis, y se saca una especie de patata del estómago y se lo da a comer a ella, que se queda toda colocada. Tienen una especie de polvo, pero sin sexo, Muy raro. Alfredo se quedó muy pillado con aquello.
—Tío, están contando cómo se meten setas alucinógenas o algo así. ¡En un tebeo de superhéroes! El Moore este es la caña.
¿Qué te crees, que Silvia lo cogió por la perspectiva romántica? No, de eso nada. Le entró el morbo de probar las setas. No las cocinadas, sino las otras. Alfredo le siguió el juego y no paró hasta que consiguió unas pocas. Nos las tomamos una tarde de sábado, siguiendo escrupulosamente las instrucciones del tío que se las había vendido, uno muy raro con trenzas y gafitas a lo John Lennon que vivía junto a la gasolinera y nadie sabía si trabajaba en algo. Seguimos todo lo que nos dijo al pie de la letra: que creásemos un ambiente tranquilo, que no nos asustáramos y fuéramos poco a poco y no sé cuántas cosas más, pero no nos colocamos ni siquiera un poquito. Como mucho, a Justo le dio ardor de estómago y a mi me entró más hambre, así que tuve que ir a por unas hamburguesas para todos, y camino del Jalomi iba medio mareado, único síntoma de que había tomado aquello. Lo de navegar por las constelaciones, como en el tebeo de Alan Moore, ni por asomo. Menuda decepción. Antes de que El Castigador o Capa y Puñal se presentaran allí a decirnos lo que pensaban, se acabó lo de las drogas. No molaba.
A Justo y a mí el número aquel del polvo, como acabamos llamándolo, nos dio igual, pero nos acojonaron los siguientes, que conformaban una historia de terror de morirse de buena. Roberto no estoy muy seguro de qué pensaba entonces. Decía que le gustaba, pero no parecía muy entusiasmado. Creo que empezó a pedir muchas cosas de aquéllas, que se salían un tanto de lo que solíamos comprar, sólo porque a Silvia le apetecía leerlas.
Con todo aquel montaje, sólo nos faltaba una cosa: hacer un fanzine. A finales de los ochenta, los lectores de tebeos tarde o temprano acababan haciendo un fanzine o, como mínimo, se lo proponían. Se habían multiplicado exponencialmente al amparo de los anuncios en una sección que se publicaba en los tebeos de Zinco que se llamaba DC Connection. La gente mandaba su fanzine, casi siempre de información sobre cómic americano, aunque los había con otras cosas, y Miguel G. Saavedra hacía un pequeño comentario y daba la dirección a la que había que pedirlo. En las librerías especializadas solían tenerlos también, así que la que nos servía a nosotros nos enviaba algunos de vez en cuando. Ya te he hablado del Hero, pero había un montón. El Plot, el Ragnarok, el Game Over, el Passive Comics, el Secret Crisis… ésos eran los mejores. Los había muy bien hechos, redactados con ordenador y todo, y los había que incluso estaban escritos a mano. ¿Cómo íbamos a dejar nosotros de hacer un fanzine? No, hombre no, teníamos que lanzarnos a la de ya. Y tenía que ser de los buenos. Informativo, pero al mismo tiempo analítico. Riguroso, pero también divertido. Cuanto más pedo estábamos, más desbarrábamos del fanzine.
—Tengo una idea, colegas —decía Alfredo—. Hacemos un titular en portada a lo bestia que ponga «¿Batman en Marvel?», con un dibujo de Batman con Spiderman y Lobezno. Y dentro metemos un artículo en plan: «Pues claro que no. ¿A quién se le ha ocurrido semejante estupidez?».
Cuando nos pusimos manos a la obra, nos dimos cuenta de que era más divertido hablar del fanzine que hacerlo. A todos nos costaba una barbaridad escribir nada que tuviera el menor sentido o fuera siquiera legible. No nos poníamos de acuerdo en qué secciones debíamos incluir y tampoco en el tema de portada, que no iba a ser el de Batman en Marvel, ni en el nombre de nuestro panfletillo, que terminó por llamarse La gaceta de Gotham y El clarín de Latveria, las dos cosas a la vez, para que no pareciera que éramos ni Marvel ni DC, sino tipos equilibrados a los que les gustaba de todo, aunque luego en los artículos ya veías de qué pie cojeaba cada uno. Por un lado tenías una portada, le dabas la vuelta, lo girabas y tenías la otra. Un flip-book, así es como nos enteramos luego que se llamaba aquello. Nos hartamos de escribir, de recortar papelitos y de pegarlos con pegamento, que nosotros no teníamos ordenador ni conocíamos a nadie que nos lo dejara usar. Bueno, Roberto tenía, pero explícale tú a su padre para qué lo queríamos. Una vez terminado de escribir y maquetar, para que quedara bonito, nos propusimos llevarlo a una imprenta, pero en cuanto nos dieron un par de presupuestos optamos por bajar el nivel y recurrir a fotocopias de las de toda la vida. Luego nos tocaría poner las copias en fila, juntar las páginas y graparlas nosotros mismos ejemplar a ejemplar. ¡Menudo palizón!
Terminamos el primer número de La Gaceta de Gotham/El clarín de Latveria, con su tirada de 150 unidades a 200 pesetas cada una. Lo repartimos entre los chavales que pedían cosas por el club y mandamos unos cuantos a la librería de Madrid que nos servía los tebeos. Al cabo de un par de meses nos preguntaron si teníamos más, que se les habían agotado y había gente que los pedía. Así que hicimos otro número y otro después de aquél. Todavía tengo algún ejemplar suelto por casa.
Éramos unos críos juntándonos para hacer un pedido de cómics a Madrid y para escribir cuatro chorradas en unas cuartillas mal fotocopiadas. Pero nos sentíamos como los miembros de una sociedad secreta que algún día salvaría el mundo.