Una vez cada dos meses, o así, tengo la misma pesadilla. Vuelvo a estar en el instituto, en alguno de los primeros cursos. Vuelvo a tener cuatro o cinco asignaturas suspendidas. Vuelvo a tener que presentarme a un montón de exámenes sin haber estudiado gran cosa ni tener demasiada idea sobre lo que me preguntan. Vuelvo a estar convencido de que, aunque consiga sacarme dos o tres, jamás conseguiré aprobarlas todas. En mi pesadilla, vuelvo a tener el Latín o las Matemáticas o la Química encima, como una montaña de piedras imposible de evitar. Entonces empiezo a despertarme y es todavía peor, porque el primer pensamiento que se me viene a la cabeza es: «Debería volver al instituto y sacarme las que me quedan». Al final, acabo acordándome de que no es necesario, que conseguí sacar todo el COU a tiempo, hacer una selectividad más que decente, entrar en la universidad y terminarla.
Estoy convencido de que ese sueño recurrente asienta sus bases en el verano de 1986. Encerrado en casa tras apenas estar una semana en la playa, otra vez con cuatro para septiembre y nula capacidad de concentración en los apuntes, a pesar de que no había casi ninguna otra cosa que hacer. Por más codos que hincase, no servía de nada. Estaba convencido de que suspendería, repetiría curso y mi padre cumpliría su amenaza, que esta vez iba muy en serio. Ya no era tan comprensivo hacia las viñetas como hacía apenas un año:
—Cojo todos estos tebeos de mierda y hago una hoguera con ellos.
Justo y Roberto se habían ido a la playa con sus respectivas familias, lo que fue otra manera de romper el vínculo con ese grupete de indeseables que iban por ahí, conduciendo sin carnet, sólo para comprar unos puñeteros tebeos. La ventaja, por llamarlo de alguna manera, es que la doctrina oficial decía que la influencia indeseable era la de Alfredo, que ya había hecho el petate y estaba fuera del mapa.
—Con ese delincuente no te vuelves a juntar.
Los otros, como yo, no eran más que dos inocentes descarriados. No pasaba nada si decidíamos vernos, como finalmente hicimos. Pero, hasta que llegara septiembre, sólo quedaba volver a las calles, con cuarenta grados a la sombra, a la búsqueda y rastreo de quioscos, tratando de no quedarme sin ninguno de los Especiales Vacaciones que había lanzado Forum. En total fueron cuatro, Los Vengadores, La Patrulla-X, Spiderman y Conan, aunque sólo compré los tres primeros por la paupérrima situación económica que me acompañaba. Si había conseguido las 200 pesetazas que costaba cada uno era porque, a pesar de todo, algún familiar se debía haber apiadado de mí, que el verano fue muy duro sin dinero.
Aquellos extras eran toda una novedad, acostumbrados como estábamos al rígido formato de las 32 páginas. La primera sorpresa consistía en que se lanzaban fuera de colección: no tenían número alguno, sólo el indicativo bien grande en portada de «Especial Vacaciones». En su interior, se ofrecían los Annuals americanos, que en aquel entonces eran algo verdaderamente especial: habían publicado alguno, partido en dos, dentro de las series mensuales porque eran muy largos y no cabían en un único tebeo, pero nunca había sido posible disfrutar un Annual de un tirón y, si a eso añadimos que además llevaban posters centrales, ya teníamos montado el único consuelo del verano. El de Vengadores, una historia con Los Inhumanos en la Luna, me decepcionó un poco, pero el de Spiderman, con el Doctor Octopus de villano, El Castigador de invitado especial y Frank Miller de dibujante, se posicionó en la primera lectura entre mis tebeos favoritos, y otro tanto consiguió el de La Patrulla-X, una aventura en la que se enfrentaban, nada menos, que a Drácula. La dibujaba un tal Bill Sienkiewicz, un tipo increíblemente realista del que enseguida deseé ver más cosas. Tardaría más de un año en hacerlo y entonces… había cambiado de estilo hasta hacerse casi irreconocible. Aunque yo también había cambiado de gustos. Me había sofisticado hasta el punto de que empezaba a ver a Marvel con bastante escepticismo, cuando no directamente con cierto disgusto. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.
Agosto debía estar agonizando y Justo había ido a mi casa nada más llegar de vacaciones. Roberto todavía estaba en Almería y allí se quedaría hasta el día antes de los exámenes. De vez en cuando se escapaba a una cabina y me llamaba para contarme que no lo soportaba, que sus padres lo habían metido por la mañana en una academia y por la tarde a estudiar, algo imposible con aquel calor húmedo que se metía hasta los huesos. Me resultaba muy familiar. No dejaba de acordarme de aquella larga saga de Los 4 Fantásticos, que había aparecido cortada en trocitos como complemento del Spiderman de Bruguera. Había tardado mucho en conseguir completarla, dado que se extendía a lo largo de muchos números y siempre faltaba algún hueco. A grandes rasgos, el argumento trataba acerca de la separación del equipo. Reed había perdido sus poderes, tras lo que había dimitido. Sin él para que tirara del carro, ni Ben ni Sue ni Johnny querían seguir adelante. Era el fin de Los 4 fantásticos y ahí estaba El Vigilante para presenciar en silencio aquel momento histórico.
Desde entonces, habré leído cuatro o cinco disgregaciones de Los 4 Fantásticos. Es uno de los tópicos al que recurren los guionistas cuando quieren dar un buen susto a los lectores. Pero aquella fue la primera vez que contemplaba algo así. ¡Si querían provocar mi sorpresa y mi tristeza, desde luego que lo consiguieron! Estaba convencido de que era el final de la serie, que no tenía sentido que siguiera habiendo un tebeo de Los 4 Fantásticos si éstos ya no existían como tales. Hay que ver lo inocentes que llegamos a ser los lectores de cómics cuando estamos todavía descubriendo el mundo y todo parece nuevo y nunca visto. En los siguientes episodios, se estiraba la agonía, igual que se estiraba Mister Fantástico hasta que había dejado de poder hacerlo. Había un cómic en el que La Cosa contaba la historia completa del grupo, que me recordó de inmediato al episodio posterior a la muerte de Fénix: de nuevo, muchas aventuras que nunca había leído y que probablemente nunca haría, ya que formaban parte de la época de Vértice. Tiempo más tarde, encontraría algunas de esas historias en las cajas de tebeos viejos que tenía Alfredo en su casa.
En el segundo número tras la disolución del equipo y mientras cada uno estaba preparando todo para marcharse, un grupo de villanos de segunda atacaba el Edificio Baxter. Juntos conseguían vencerlos, aunque Reed ya no tuviera poderes. Pero, como decía él, eso no cambiaría nada: en la última página los cuatro, con sus ropas de calle, se quedaban mirando el cartel que habían puesto en la puerta:
La viñeta, con sus rostros apesadumbrados, me había impactado de lleno, se me había quedado grabada en la memoria y volvió como un torrente cuando el destino, a través de nuestros padres, disolvió nuestro particular grupo de superhéroes. Alfredo, Roberto, Justo y yo éramos como aquellos 4 Fantásticos, forzados a separarnos por más que no supiéramos hacer casi nada por nuestra cuenta.
Como nosotros, Los 4 Efe, cada uno por su lado, habían intentado salir adelante. Johnny Storm estaba compitiendo en carreras automovilísticas; Ben había recuperado su trabajo como piloto y Sue se fue a vivir a Los Ángeles, a hacer de actriz en Hollywood. Aquello sí que me arañó el alma: no sólo se habían separado como grupo, también parecía que el matrimonio entre Mister Fantástico y la Chica Invisible estaba al borde de la ruptura.
En el tebeo, finalmente, el Doctor Muerte tendía una trampa a Ben, Sue y Johnny hasta conseguir capturarlos. Reed, por su parte, repetía el viaje al espacio en el que todos habían conseguido sus poderes y así recuperaba los suyos. La saga concluía con un épico enfrentamiento en Latveria, tras el que Muerte era derrotado y el grupo volvía a estar completo y en activo.
Bueno, pues a nosotros nos pasó algo parecido. Ya no éramos Los 4 Fantásticos, ya no nos sentíamos un grupo de superhéroes con su propia base de operaciones, pero bastó que desaparecieran las distancias para que volviéramos a juntarnos. Por eso no fue extraño que Justo fuera a mi casa nada más llegar de la playa, con un montón de atrasados que había conseguido encontrar allí. Había cosas más que interesantes en aquella bolsa, pero no era el momento de entusiasmarse por nada. En dos semanas, tocaban los exámenes de recuperación de septiembre. Si queríamos seguir con vida en octubre, teníamos que pasar curso como fuera. La única solución era centrarse y estudiar.
Fue lo que conseguí hacer en esos largos, larguísimos catorce días, que parecía que nunca se iban a acabar. Cuando llegó el momento, no faltaba el miedo escénico, consciente de lo que me jugaba (la idea de contemplar mis tebeos ardiendo en una hoguera venía una y otra vez a mi mente), pero conseguí mi propósito: aprobar al menos dos, lo que me permitiría pasar al siguiente curso, aunque tuviera que estar todo el año con los otros dos suspensos a cuestas y tratando de quitármelos de encima. Justo Manuel tuvo mejor suerte: él sí aprobó las cuatro, lo que en su familia fue un equivalente a enviar al olvido todo el incidente con la Renault y los Extra Superhéroes. En los días de los exámenes estábamos como en una nebulosa, acudiendo al instituto y pasando las dichosas pruebas sin que fuéramos muy conscientes de ello. Fue un papel, pegado con chinchetas en el tablón de anuncios, lo que nos despertó.
Lo primero que vino a mi cerebro fue el recuerdo de Madrid Cómics. Era el paraíso. Podría haberme quedado allí horas y horas, días y días, mirando como un tonto cada uno de los cómics que tenían, pero sólo pude estar unos escasos veinte minutos, durante la visita a Madrid. La simple idea de que encontrara algo parecido en mi propio pueblo me provocó un vuelco al corazón. Los tiempos estaban cambiando: quizás Justo tuviera razón, después de todo. ¿Cómo sería aquella nueva librería? Por supuesto, debía tener todos los tebeos del mes: se acabaría el peregrinaje semanal por todos los quioscos, se acabarían los huecos en las colecciones, se acabaría el miedo a que alguien se hubiera adelantado y ya no estuviera allí el cómic que esperabas. Dejaba correr mi imaginación y soñaba con enormes posters en las paredes y pegatinas de regalo y quizás incluso muñecos de superhéroes. Los de Secret Wars se vendían en alguna juguetería cercana, pero se veían muy pocos y solían ser los más feos: Kang, Magneto y cosas así. Seguro que en El Cobra estaban todos. ¡Hasta podían tener cómics de importación! ¡Podría ojear los números de La Patrulla-X y descubrir qué depararía el futuro! Por fin un sitio donde no te mirasen como un bicho raro cuando pidieras Los Vengadores o Los 4 Fantásticos o Secret Wars o aquellos tebeos de Zinco que tanta ilusión le hacían a Justo. Sería un sitio donde todo el mundo conocería tu nombre.
No podía ser más tonto al esperar todo aquello.
Los exámenes acababan, precisamente, el 7 de septiembre. El día antes nos habíamos encontrado con Roberto, que venía de Almería, donde se había pasado todo el verano delante del libro de Matemáticas. Hasta un cerebrito como él tenía un cate que recuperar. Se había esforzado tanto por hacerlo, se había currado tanto las clases particulares, que creo recordar que sacó un sobresaliente. Yo me conformaba con el aprobado. Por aquel entonces, empecé a esbozar mi filosofía particular alrededor de las asignaturas:
—Todo lo que esté por encima del cinco pelado equivale al tiempo que has echado de más estudiando.
Ocurría que no se me daba demasiado bien calcular cuánto tiempo debía dedicar, y con cuánto esmero, para llegar al cinco pelado. Resultado: la mitad de las veces me quedaba a las puertas. Un genio, eso es lo que estaba hecho. No me extraña que las pesadillas sobre los exámenes todavía me persigan. Yo era de los estudiantes que renqueaban todo el año; Justo el que aprobaba si se esforzaba y, cuando se esforzó de verdad, hasta consiguió sacarse una oposición. Y Roberto, nuestra gran esperanza blanca. Diez, Diez, siempre Diez. Sabíamos, porque lo decían los profesores y porque siempre llevaba la ropa planchadita y oliendo a suavizante, que estaba destinado a la grandeza. Sería un Tony Stark, un Bruce Wayne. Un tío con pasta, pero no porque la hubiera heredado, sino porque era un chico perfecto y todo lo hacía bien y a todo el mundo le caía bien y seguro que se iba a hacer de oro, vete tú a saber cómo. Roberto era un alienígena camuflado entre nosotros, mediocres, cuando no directamente zotes, con quien no se hubiera juntado un chico perfecto como él… sólo que lo había hecho. Menos mal que tienen de amigo a Robertito Garzón, porque algún día montará una gran empresa y les dará trabajo a todos, debían pensar nuestros padres.
Justo y yo habíamos hecho el último examen, el de Matemáticas, nos habíamos ido a comer a nuestra casa, pero luego volveríamos a reunimos. Esa era nuestra primera tarde libre del día en que nuestro pequeño grupo volvía a estar reunido, salvo por la ausencia de Alfredo, y además coincidía con la apertura de una tienda de tebeos en nuestra propia ciudad. Tenía que estar escrito en las estrellas, de verdad que sí.
El Cobra quedaba cerca de la casa de Roberto, pero lejos de la del resto. No importaba: ya estábamos más que hechos a patearnos las calles. Fuimos hasta la dirección que indicaba en los carteles que nos habíamos encontrado en el instituto. Según nos acercábamos, el local nos resultaba familiar.
—Creo que ahí había antes una peluquería muy pequeña. Mi madre me llevó alguna vez.
El comentario de Roberto hizo que se encendiera una pequeña alarma en algún rincón de mi cerebro, pero el entusiasmo que se había apoderado de él la acalló de inmediato. No podía ser. Una librería, y además de tebeos, tenía que estar por fuerza en un local grande.
Y, sin embargo, en el local donde antes había estado una modesta peluquería de barrio es donde se había instalado El Cobra. Cuando recorrimos los diez metros que nos separaban de la fachada, la realidad se fue abriendo camino, dejando atrás la mayor parte de las ilusiones que nos habíamos hecho.
Desde fuera, El Cobra era igual que cualquier otra tienda de barrio. Se podía reconocer como librería por el cartel que estaba situado sobre la puerta de entrada, que reproducía los reclamos con los que nos habían atraído hasta allí:
Pero el escaparate ya daba una muestra real de por dónde iban las intenciones. En primera línea se podían ver unos cuantos libros de bolsillo pertenecientes a una colección que se estaba vendiendo en quioscos ese mismo año, la Biblioteca de Ciencia Ficción. Por el desgaste que presentaban, es probable que fueran de segunda mano. Al lado, había un par de las revistas que le gustaban a Alfredo: Zona 84 y El Víbora. Lo acompañaba un ejemplar de Mortadelo y Filemón de la Colección Olé. Y ya en una esquina, casi escondido, estaba el Conan El Bárbaro de ese mes. Eso era todo.
Quizá creas que, en aquel preciso momento, se debió abrir un abismo entre nuestras expectativas y la cruda realidad que nos alejaría de allí para no volver nunca más. Pero no fue así. Nos habían enseñado a engañarnos a nosotros mismos. La palabra frustración no formaba parte de nuestro vocabulario porque no la usaban a menudo los guionistas, pero la conocíamos, vaya si la conocíamos. Unos años atrás, había pedido por Reyes el Scalextric. Yo no era consciente de que aquél era un juguete que sólo tenían los niños de familia bien. Vamos, que a Roberto sí se lo trajeron los Reyes, con un montón de coches superchulos, pero Justo y yo sólo podríamos haber soñado con él por mucho que lo hubiéramos puesto en la carta a Sus Majestades. En lugar de eso, mis padres me pusieron junto a la chimenea, al loro, la Pista Looping, en la que también se podían hacer carreras, pero que era mucho más cutre, toda de plástico, con piezas desmontables de colores que podías combinar de diferentes maneras y unos cochecitos pequeñitos, ni eléctricos ni nada, que corrían por aquellos circuitos que se retorcían sobre sí mismos. Puedes creer que disfruté tanto aquel juguetito que me hizo olvidar el Scalextric o incluso considerarlo como algo demasiado serio para mí. Así que eso mismo pasó con El Cobra. Nos esperábamos un Scalextric, pero al final no sólo nos conformamos con la Pista Looping, sino que llegamos a pensar que, si nos esforzábamos, seguro que sería algo estupendo y maravilloso. Tras el primer shock, tras quedarnos paralizados sin saber qué hacer, alguno de nosotros, no recuerdo quién, se atrevió a abrazar el discurso del optimista:
—Quizás dentro mejora.
Pero no lo hacía realmente. La tienda consistía en una breve zona central donde estaba la caja y un expositor, a la que se añadía un breve pasillo por el que era difícil no chocarte con otros clientes.
—Buenas tardes, chicos.
Quien nos saludaba desde la mesa detrás de la caja registradora era un tío que estaba fumándose el paquete entero de Celtas, a juzgar por el cenicero a rebosar que tenía delante de él y del que separaba sólo un buen panzón. Llevaba una camisa desgastada y llena de arrugas, por la que se adivinaba un torso peludo. Los pocos pelos que le quedaban en la cabeza estaban peinados al estilo que años más tarde bautizaríamos como Anasagasti, de manera que pareciera que tuviera algunos más, pero sólo conseguía crear la impresión de que lo había lamido una vaca. Estaba recién afeitado, quizás porque aquél era el día que había abierto la tienda al público y tenía que dar buena imagen: fue la primera y la última vez que lo vimos así de elegante.
—Entrad a echar un vistazo, luego os hago socios de la tienda, con vuestra primera compra.
No daba buen rollo, pero habíamos llegado hasta allí y no pensábamos echarnos atrás. Algo interesante encontraríamos. En el expositor que estaba delante de las cajas, estaban las novedades más recientes. En la zona inferior estaba alineada la prensa del día y las revistas de la semana. Un señor leía un artículo de Cambio 16. Era la única persona que en ese momento se encontraba en la tienda, aparte del dueño, y no parecía que estuviera interesado en los tebeos. En la parte superior, habían colocado los lanzamientos del mes, que ya me había comprado en su mayoría, aunque a Roberto le faltaban unos cuantos, por lo que empezó a mirarlos. En una repisa tras el mostrador había dos paquetes de tabaco abiertos, uno de rubio y otro de negro. «Se venden cigarrillos sueltos», promocionaba un cartel escrito a mano. Madre mía.
Mis ojos y los de Justo Manuel empezaron a repasar el resto de la tienda. El pasillo estaba destinado a los atrasados y se había dividido en tres zonas claramente diferenciadas: adultos, con todas las revistas de la época; infantil, con mucho Bruguera y algunos Don Miki, Don Donald y Dumbos; y superhéroes, con cosas de Forum y Zinco, que en su mayoría teníamos, y algunas de Vértice y Bruguera en un estado lamentable y a precios que consiguieron dejarnos con la boca abierta. Los pocos tomitos del volumen 1 estaban etiquetados con un rotundo indicador de cuatrocientas pesetas. Los de Bruguera, los mismos que se podían comprar en los puestos ambulantes en paquetes de diez por quinientas pesetas, estaban a 125 pesetas cada uno, el mismo precio que entonces tenían los cómics de Forum y Zinco. Volví entonces sobre la estantería donde guardaban éstos para comprobar que mis sospechas eran ciertas: los números más antiguos, los que costaban 95, 100, 110 pesetas, tenían modificado el precio hasta llegar al actual. Noté entonces que algunos de ellos eran un poquito más pequeños que los otros. ¿Por qué? La solución al enigma enseguida la puso Justo Manuel, que me cuchicheó al oído:
—¡Mira! Éstos formaban parte de un retapado. Les han quitado las pastas y los ofrecen sueltos. ¡Serán cabritos!
Sólo aquel detalle consiguió que me llevara la peor de las impresiones. ¿La tienda donde habita la imaginación? Más bien donde habita la estafa. Pese a todo, encontré un par de números de Spiderman que me faltaban: con todo el lío de que fuera semanal era muy fácil que se escapara alguno.
Por mucha decepción que nos hubiéramos llevado, en nuestra primera visita al Cobra nos dejaríamos cerca de mil pesetas entre todos. La conclusión que sacó el dueño de la tienda fue que allí tenía tres buenos clientes a los que exprimir como naranjas.
—Si os hacéis socios, tenéis un diez por ciento de descuento en todas vuestras compras.
Era la buena noticia del día, que los cómics nos saldrían más baratos. La única. El resto de las ilusiones que habíamos alimentado desde el momento que supimos que la tienda existía hasta el instante en que entramos en ella habían desaparecido: ni posters ni números americanos ni muñecos ni nada que se le pareciera remotamente. El Cobra no era aquel hogar de acogida para lectores de cómics que esperábamos. No era ni siquiera un sitio en el que pudieras sentirte cómodo. Y mejor que nadie supiera lo que te gustaba, porque quizás podía usar esa información en tu contra. ¿Los motivos? Espera, que te cuento. Tras la primera visita, el dueño, que supimos que se llamaba Íñigo Ledesma, empezó a mostrarnos su verdadero rostro. Un día, cuando ya se había aprendido nuestras caras, nos soltó abiertamente:
—Esto de los superhéroes es una mierda para subnormales. El único tebeo de Marvel que merece la pena es Conan, pero porque es un bárbaro, no un superhéroe, y se va follando a las tías. ¡Creced de una vez y empezad a leer buenos tebeos!
—Pues a mí los únicos tebeos que me interesan son los de superhéroes.
En cuanto le replicamos, nos puso en la lista negra de clientes sospechosos, como si esperase que el día menos pensado le fuéramos a robar algún tebeo o llevarnos la caja registradora. Su política empresarial estaba clara: humíllalos en público y volverán a por más. Se complementaba con otras prácticas abyectas. Un buen día, abrió una sección con «Ediciones de coleccionista». Estábamos ansiosos por saber de qué se trataba porque, en la parte superior de las estanterías, había colocado unos tochazos encuadernados en piel. Abrimos uno al azar y nos encontramos con los 25 primeros números de La Masa de Forum.
—Es una ganga. Son dos tomos por 15.000 pesetas. Te llevas la colección completa. Los 49 números.
Roberto, que había espabilado con las matemáticas, hizo un cálculo rápido. La colección valía una tercera parte de lo que pedía, quizás menos, porque acababa de cerrar por falta de ventas, siguiendo la estela de Daredevil y a la que pronto se sumaría Thor, que también sería cancelada por Forum nada más empezar 1987. Tres de las series con las que habían empezado a publicar Marvel en España habrían mordido el polvo, dejando la sensación de que algo malo estaba ocurriendo. Ya no sólo eran libros caros los que se cancelaban, como los Extra Superhéroes y las Novelas Gráficas. Ahora le tocaba el turno a títulos convencionales, que incluso tenían fama de vender muy bien como el caso de La Masa, los que abandonaban su cita mensual. ¡Se suponía que Hulk era, junto con Spiderman, el personaje más popular de todos! Nadie sabía quién era Lobezno o ninguno de La Patrulla-X, pero cualquier persona reconocía a La Masa, que por algo había tenido una serie de televisión que veía todo el mundo. Pero entonces te dabas cuenta de que ninguno de nosotros compraba ningún tebeo del personaje desde hacía tiempo, que era muy fácil ver montones de retapados y que toda la última etapa, con Hulk completamente salvaje y exiliado a un extraño lugar llamado La Encrucijada, se antojaba demasiado rara para nuestros estándares. Aquél ya no era La Masa que machacaba villanos y peleaba contra el ejército.
15.000 pesetas por la colección era un precio excesivo, pero puede que picara algún incauto y el negocio sería redondo. El dueño de la tienda compraba los tebeos de segunda mano a precios irrisorios, incluso al peso, poniendo anuncios en la prensa o buscando en librerías de viejo. Luego, cuando cerraba a medio día, se dedicaba a ordenar sus piezas por series. Cada vez que completaba una, la encuadernaba él mismo en un taller que se había montado en el garaje de su casa y la colocaba en la sección de «Ediciones de coleccionista». A veces, no le importaba que faltara algún número o que la serie fuera un caos sin sentido alguno, como las que había hecho Bruguera. Burro grande, ande o no ande.
—Total, si mucha gente sólo compra esto porque queda bonito en las estanterías.
Otra de sus tácticas comerciales consistía en lo que dimos en llamar el contrabando de cómics. Si querías un tebeo en concreto, pero no te llegaba el dinero, podías optar por pagar un ochenta por ciento y entregar otros dos tebeos que él escogiera de un buen montón que le ofrecieras. A los pocos días, esos mismos ejemplares acababan en la sección de atrasados a precio de joya. Que nos engañara a nosotros todavía tenía un pase, porque sabíamos que estábamos siendo engañados y lo aceptábamos, si lo que conseguíamos a cambio merecía la pena. Pero que engañase a los pobres chavales que pasaban por allí… eso sí era rastrero. Delante de nuestras narices, más de una vez, vimos cómo llegaba un crío con un buen taco de atrasados jugosísimos y él se los cambiaba por un Mortadelo cochambroso que no valía gran cosa. Nada más salir el chaval, el tío se jactaba de haberlo estafado.
—Otro tontaina que pica el anzuelo.
Con frases como ésa, el librero se ganó a pulso que, entre nosotros, nunca lo llamásemos por su nombre, sino por un apelativo que no podía ser más oportuno y que señalaba su carácter de reptil traicionero, El Cobra: igual que la tienda.
Ya estábamos en invierno cuando Justo Manuel llegó un día a casa. No lo veía tan emocionado desde nuestra misión de caza y captura de los Extra Superhéroes y las Novelas Gráficas. Llevaba encima el último número de Los Nuevos Titanes, recién comprado en El Cobra. A fuerza de tanto insistir, de llegar incluso a aparecer un día con una bolsa que contenía los veinte primeros números, yo había llegado a leerme la serie. Me gustó, porque me encantaban tanto Marv Wolfman, el guionista, de quien tenía buen recuerdo de su paso por Marvel, como George Pérez, que había dibujado algunas de mis aventuras favoritas de Los Vengadores, incluida la batalla contra Korvac, que debía haber releído veinte veces. En mi mente, no dejaban de ser dos autores que esos cerdos de la Distinguida Competencia nos habían robado. Los Nuevos Titanes se podían leer, eran entretenidos, pero… ¿qué importaba? Pudiendo haber estado en Marvel haciendo Los Vengadores o cualquier otra serie de verdad importante, ¿qué pintaban aquellos dos en DC contando las aventurillas de unos chavalitos? Así era más o menos como funcionaba mi cabeza entonces. No sabía que, al cabo de unos meses, mi opinión estaría en el lado opuesto.
La gran novedad de aquel número en concreto de Los Nuevos Titanes que tanto había ilusionado a Justo saltaba a la vista. ¡Era más pequeño! ¡Los tíos de Zinco habían adoptado el tamaño americano que tanto me había chocado en mi primera visita a Madrid Comics! No sabíamos si aquella era la primera vez que lo hacían (luego descubrimos que no, que antes lo habían hecho con Green Lantern), pero el caso es que tenía el mismo formato en que los americanos leían sus tebeos.
—Eso es lo de menos. Mira.
Justo me enseñó la segunda página de cubiertas del cómic. ¡Era un texto! En Zinco nunca incluían textos explicativos. Por más que a nadie consiguieran interesar demasiado, sus cómics no estaban mal hechos. Figuraba la correspondencia con la edición americana, mantenían la portada original, parecían bien traducidos… Pero, salvo por la escasa presentación que habían incluido en el primer número de cada serie, la comunicación con el lector, eso a lo que nos había acostumbrado Forum a través de sus secciones, brillaba por su ausencia. No había absolutamente nada. Parecía que, salvo por alguna publicidad aquí y allá, no tuvieran demasiado interés en vender sus cómics… lo que provocaba que nosotros tampoco tuviéramos interés en comprarlos. Justo se había enganchado a Los Nuevos Titanes, y también había picado con Batman, y con una colección muy bien dibujada y bastante extraña, que se llamaba Camelot 3000. Zinco, en definitiva, parecía una Vértice mejorada o una Forum en pañales. Pero, teniendo cómics de Marvel, ¿para qué vas a querer los de DC? En la sección de Correo de los lectores de Forum nos lo habían machacado, nos lo habían dejado bien clarito y nosotros sabíamos que lo que escribían allí el Doctor Átomos y el Profesor Loki eran los Evangelios revelados al aficionado: Marvel era la número uno. DC sólo iba a remolque. Sus héroes estaban anticuados y eran para niños. Carecían del dramatismo y la intensidad de La Casa de las Ideas. Y, cada vez, que caía en mis manos algún número de Flash o de Superman o de alguna cosa así, no hacían sino confirmármelo. Quizás con diez años podrían haberme hecho gracia, pero no ahora. Bueno, Batman no estaba tampoco mal. Es más: aquellos números dibujados por Don Newton acabarían gustándome bastante, una vez empecé a verlos con otros ojos.
Todo estaba a punto de cambiar. Y fue Justo quien lo supo ver antes que nadie, quien se creyó a pies juntillas lo que decía y, sobre todo, lo que no decía pero dejaba intuir aquel texto editorial de Los Nuevos Titanes n.º 31. Eran dos columnas sin firmar, aunque probablemente fueran de Miguel G. Saavedra, quien se encargaría de la sección de correo a partir del siguiente número. Sí, iban a seguir el camino de Forum… pero había algo ya que los diferenciaba de ellos. Algo que aquel artículo en el que se detallaba el origen editorial de Los Nuevos Titanes daba a entender, sin decirlo siquiera: se lo tomaban en serio. El Profesor Loki y el Doctor Átomos, y los que vinieron después, como el Doc Skull, nos habían acostumbrado a un lenguaje de buen rollito, de colegueo, de inventarse nombres para las cosas que ya lo tienen. La Patrulla-X era La Patrullosa. Los 4 Fantásticos eran Los 4 Fantasiosos. Y Los Vengadores eran Los Vengativos. Además todas las series se despedían con un típico «saludos mutantes» o «saludos arácnidos», o lo que fuera en función del personaje que se trataba. En aquel artículo de Los Nuevos Titanes no había nada de eso. Era serio, increíblemente documentado y muy bien escrito. Estaba plagado de datos y más datos, de nombres de autores, de fechas… Dicho de otra forma, y eso fue lo que consiguió transmitirme: no estaba dirigido a críos. Estaba dirigido a lectores con dos dedos de frente. Como nosotros, hombre, como nosotros. Al menos como nosotros pensábamos que éramos.
Nos pasamos la tarde hablando de la posibilidad de que los de Zinco se hubieran puesto las pilas y trataran de plantar cara a Forum. Lo tenían muy difícil, desde luego, por no decir imposible, pero sólo aquel gesto del artículo consiguió entusiasmar a Justo, que empezó a recordarme lo malos que estaban siendo los últimos números de Spiderman y lo decepcionados que estábamos con Secret Wars II. Al final tenía razón Lorenzo, el de Madrid Cómics: era una mierda de tebeo, aunque yo no me atrevía a decir tal cosa en voz alta. Había algo de Spiderman que exasperaba a todos. Forum había decidido pasarla a semanal, coincidiendo con una época en la que en su interior estaban publicando los estertores de Marvel Team-Up, una serie en la que Spidey compartía cada episodio con un héroe diferente. Eso molaba, pero no era comparable a los cómics que aparecían un poco antes, los de Spidey luchando contra el Duende o los del romance con la Gata Negra. En secreto, había empezado a pensar en dejar de comprar Spiderman. La broma me salía por quinientas pesetas al mes y me estaba aburriendo. Sin embargo, había una buena razón para leer la serie y Justo no dejaba de señalarla. Meses atrás, Daredevil, mi querida Daredevil, había sido cancelada en el n.º 40. ¡Apenas faltaban unos números para la vuelta de Miller y los de Forum la cancelaron! Estaba muy, muy enfadado por eso. Al poco tiempo, la empezaron a publicar como complemento de Spiderman. Es decir, en cada número del trepamuros incluían medio número de Daredevil.
Por tanto, si nada lo remediaba, el regreso de Miller se iba a publicar a cachitos en el patio trasero de las peores aventuras de Spiderman que había leído nunca. Decisiones así, incomprensibles e inexplicables, sumadas a un bajón en la calidad de los cómics de Marvel y a un cambio en el tipo de papel, que cada vez trasparentaba más, estaban haciendo que nos distanciáramos de nuestra afición. Además, desde que Alfredo se había ido, desde que ya no teníamos a nadie que nos aconsejara qué música escuchar, yo había emprendido mi propia búsqueda. Estaba especialmente enganchado a Bruce Springsteen. Por aquel entonces, todavía sonaba en todas partes el Born in the USA, que me había grabado en una cinta y que no paré hasta rayarla. No era suficiente para mí, así que me las apañé para encontrar discos suyos más antiguos. Conseguí tres: Darkness On the Edge of Town, The River y Nebraska. Cada uno tenía su propia personalidad, su propio estilo y su propia razón de ser por lo que, según me encontrara, ponía el Darkness, que contaba que tenías que creer en una tierra prometida que algún día encontrarías, el The River, que era alegre y electrizante, aunque algunas canciones te contaran lo jodida que podía ser la vida, o el Nebraska, que era muy deprimente y te servía para pensar que ahí fuera había gente que lo tenía mucho más jodido que tú. Un día, Justo me dijo:
—Ahora mismo te está gustando más la música y las películas que los tebeos.
Y no supe qué responder. Nuestra pasión había encontrado reflejo en el cuarteto que habíamos formado y, roto el cuarteto, la pasión también amenazaba con desinflarse. Hacer hincapié en otra de mis aficiones había sido la respuesta inconsciente a aquello. Lo que tenía claro es que no era capaz de dejar la mente quieta. Necesitaba tener algo que me obsesionara, algo a lo que darle vueltas, algo que ordenar y de lo que aprender todo. Si no eran los tebeos, que fueran los discos. O los libros. Había descubierto que no se me daba tan mal lo de leer novelas, por muchas páginas que tuvieran. Ya quedaba muy atrás aquella adaptación de los primeros capítulos de V que me habían comprado mis padres en el aeropuerto. Ahora asaltaba la biblioteca familiar, donde descubría cosas que llamaban mi atención, aunque casi todas fueran best-sellers, como Chacal, de Frederick Forsyth o Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari. No me apasionaban, pero sí me entretenían. Hasta que apareció un autor con capacidad pareja a la de los tebeos para engancharme. Había escrito un libro titulado Insólito esplendor, aunque ése no era el nombre por el que se conocía a la película a la que había dado lugar. Su autor respondía por Stephen King. Devoré el relato de aquel hotel que volvía loco a su cuidador, aunque lo que me apasionó de verdad fue la historia del hijo: ¡Tenía poderes mentales! Era como un futuro superhéroe, como si Franklin Richards, en lugar de haber sido el hijo de Mister Fantástico y La Chica Invisible, hubiera sido criado por una pareja normal. ¡Si no había una segunda parte de la novela, con el niño de mayor, ya estaba tardando el tal Stephen King en escribirla! No tardé en descubrir que Plaza & Janés había sacado un montón más de sus obras, en formato bolsillo y por lo tanto asequibles, que además quedaban muy bien en las estanterías. Por entonces echaban una serie de televisión que me había dado miedo como ninguna otra, pero que no había conseguido dejar de mirar. Se llamaba El misterio de Salem’s Lot y también estaba basada en un libro de Stephen King que no tardé en encontrar y aprenderme de memoria. Este tío debería estar escribiendo para Marvel; no dejaba de pensar en ello.
Justo también estaba buscando nuevos refugios bajo la lluvia y aquel número de Los Nuevos Titanes señalaba el camino. Si el texto de presentación lo había entusiasmado y ya estaba pensando en mandar cartas, los anuncios de las próximas series que lanzaría Zinco lo hicieron subir a la estratosfera. Había dos de esos anuncios en las últimas páginas del cómic. El primero era de una serie que se comentaba de vez en cuando, y de pasada, en el Correo de lectores de Forum sólo para decir que era una copia de Secret Wars y que era muy difícil de entender si no eras un gran fan de DC. (Pero ¿hay fans de DC?, me preguntaba). Su título era Crisis en tierras infinitas, que me parecía bastante confuso hasta que, meses más tarde, alguien me explicó que «crisis» no significaba sólo que la economía se estaba hundiendo: también significaba cambio. Un cambio profundo que hace temblar las estructuras de todo.
En el anuncio descubrí que Crisis estaba escrita por Marv Wolfman y dibujada por George Pérez, los mismos de Los Nuevos Titanes, ésos que yo decía que tenían que estar haciendo Los Vengadores. También adivinaba su espectacularidad, porque la ilustración que acompañaba al anuncio era alucinante: infinitas tierras chocando entre ellas y explotando, con un montón de héroes a su alrededor. No conocía a casi ninguno, por lo que empezaba a sospechar que lo mismo los comentarios de Loki y Átomos no estaban desencaminados: aquello podía ser un lío. Pero quería leerlo. Por primera vez en mi vida quería, de verdad y sinceramente, leer un tebeo que no fuera de Marvel.
El segundo anuncio, el de contraportada, sí que era raro, Era una ilustración en blanco y negro, con el nombre de la serie en vertical y en rojo. Se veía a un tipo con sombrero y gabardina saliendo de un callejón donde había alguien tirado. Debajo ponía: «¿Sabes qué es lo que me gustaría? Me gustaría que toda la escoria de la Tierra estuviera en una sola garganta y tener mis manos en torno a ella». Lo firmaba un tal Rorschach. Serían doce números, sólo doce números, y el título no se entendía porque estaba en inglés. ¿Qué significaba Watchmen?
Justo Manuel no pensaba en otra cosa. Quería comprarse todos los nuevos tebeos que sacara Zinco, aunque tuviera que dejar algunas series de Forum, lo cual me parecía un horror porque yo podía leerlas gracias a que él era quien se las hacía. De pronto, deseaba que aquellas Crisis fueran tan malas y confusas como decían en Forum. Por fin, un buen día apareció el primer número, expuesto en la estantería de novedades del Cobra. Justo Manuel se puso a dar saltos de alegría y yo me puse a echarle un ojo. Tenía una pinta alucinante: un montón de superhéroes, Pérez dibujando mejor que nunca, catástrofes mundiales… pero donde mi vista se detuvo fue en un anuncio de Superman. Nunca me había interesado lo más mínimo, aunque me gustase la película que habíamos alquilado un día en el videoclub y que llegamos a ver tres veces durante todo el fin de semana. No, lo llamativo no era el Hombre de Acero, con su sonrisita y su capita. Era las palabras que acompañaban debajo de un dibujo que me resultaba sospechosamente familiar.
Eran ciertos los rumores que corrían por el Correo de Lectores. Byrne se había ido a DC para reinventar Superman desde el principio, como si nunca antes hubiera existido. Como si fuera un personaje de Marvel, decían las malas lenguas. Y además en el número uno venía un distintivo metálico de regalo. Mi radar de tebeos se puso en marcha hasta dar con él en la estantería de novedades. Iba o coleccionarlo, después de todo. Me sentía decepcionado conmigo mismo a la vez que excitado ante la novedad. Era como poner los cuernos a una novia con otra que sabes que te va a gustar menos, aunque no dejas de imaginarte lo que puede ofrecer que no hayas disfrutado hasta entonces. Era pasarse al enemigo en el momento en que tu ejército acababa de recibir una dura derrota, como suponía que uno de sus generales clave, aquel Erwin Rommel que era John Byrne y que lo había sido todo en Marvel, se pasara a la competencia y con él arrastrara a un montón de soldados rasos. Yo entre ellos. Me sentía fatal. Me sentía genial.
En las estanterías también estaban los dos primeros números de aquel tebeo tan raro, Watchmen. Justo Manuel empezó a echarle un vistazo. No había ningún personaje que conociéramos y el dibujo no acababa de convencernos. De momento, allí se quedó.
—Pero ¿por qué una tienda de tebeos, revistas y libros de segunda mano se llama El Cobra?
La pregunta revoloteaba por nuestras cabezas hasta que otro visitante habitual de la tienda, un señor que se llamaba Jesús, nos dio la respuesta. El dueño estaba empeñado en poner a la librería Zona 84 porque estaba loco por aquella revista, y casi por cualquier cosa que publicara Josep Toutain, que era un editor muy importante de la época, una auténtica vaca sagrada para los aficionados que se la daban de cultísimos. Decía que el cómic tenía que ser un arte y mamarrachadas por el estilo. Toutain era famoso por su inquina particular contra Marvel, que destilaba en muchas de sus publicaciones, con comentarios despectivos hacia los superhéroes. El dueño de la tienda recitaba como una letanía todas aquellas barbaridades que decía Toutain sobre Marvel: que si sus cómics eran imperialistas (y fascistas: sobre todo fascistas), que si se producían en una cadena de montaje, que si ningún autor de prestigio trabajaría jamás para ellos… Lo que más lo cabreaba es que, a su juicio, los superhéroes se estaban convirtiendo en una verdadera amenaza para el cómic auténtico, que era el europeo, tan profundo, tan adulto y tan maravilloso que incluso había ayudado a traer la democracia a España, pero que sólo unos pocos elegidos entendían.
Lo suyo por Toutain, y en especial por Zona 84, era devoción, así que había llegado a pagar millonadas por completar la serie, tanto la época moderna, la que conocíamos, como la anterior, cuando se llamaba 1984. Un día, se enteró de que un librero de otra ciudad había bautizado su tienda en honor de alguna de aquellas revistas, así que él quería hacer algo parecido. Llamó El Cobra a su librería en alusión al reptiliano nombre de otra exitosa publicación de la época, que ofrecía cómics bastante underground.
—No voy a coger sin más un nombre que ya existe. Lo que yo voy a hacer es un homenaje.
Todo un alarde de creatividad.
—Ni se os ocurra contar a nadie esta historia o decir que os la he chivado yo, que Iñigo me corta los huevos.
Nos encantaba hablar con don Jesús, que contaba las cosas con bastante sorna e incluso nos había invitado a los tres a una Mirinda en el bar de la esquina y había echado toda la tarde en describirnos la peripecia del Cobra.
—Pero no lo llaméis así, so capullos. Que si se entera de que lo llamáis así se va a enfadar y no os vuelve a dejar entrar en la librería.
Debía contar ya unos cincuenta y bastantes años, lo cual lo situaba en la generación de nuestros padres, pero no se parecía en nada a ellos. Hablaba muy bajito («porque así todos se esfuerzan por escucharte»), estaba encorvado, con los hombros caídos, solía tener la mirada fija en el suelo y se pasaba todo el día metido en El Cobra, hablando de los cómics que a él le gustaban, los que leía cuando tenía nuestra edad.
—El Guerrero del Antifaz, creado por Manuel Gago. Aquello sí que era bueno. Seguro que habrá alguien que os comente que no era más que una copia del Príncipe Valiente de Harold Foster, pero a mí me gustaba mucho. No… no me malinterpretéis, ¿eh? A ver si vais a ir diciendo por ahí que yo hablo mal de Harold Foster. Harold Foster era un genio. ¡El rey de la tira de prensa! Pero el Guerrero del Antifaz era nuestro. ¿Os he contado alguna vez la historia de los Gago?
Le dabas cuerda y se podía estar así horas. No tenía nada que hacer. Don Jesús estaba prejubilado. Le habían dado con la puerta en las narices de no sé qué trabajo que tenía antes. De aquello era de lo único que no quería hablar, y nosotros tampoco insistíamos, porque se ponía muy serio cuando salía el tema y siempre era mucho mejor hablar de tebeos. Parecía que lo sabía todo sobre los cómics de los años treinta y cuarenta, con los que ninguno de nosotros teníamos demasiada relación. Creo que si estuvimos tanto tiempo comprando en El Cobra fue porque allí no sólo estaba el dueño de la tienda, sino también don Jesús.
Justo Manuel vivió algo alucinante relacionado con don Jesús. Algo que todavía recordamos con mucho cariño. Había aparecido el primer número de El señor de la noche. Era una ambiciosa historia que Frank Miller había hecho para DC, ambientada en un futuro en el que Batman, que lleva diez años retirado, tiene que volver a la acción. Fue una de las muchas sorpresas que Zinco nos depararía a lo largo de aquella temporada, pero no sólo por su inmensa calidad, sino también por lo lujoso que era, a medio camino entre el tebeo con grapas de toda la vida y la Novela Gráfica. De los primeros, tomaba prestado el tamaño. De las segundas, el aspecto de producto excepcional y el precio. Nada menos que 390 pesetazas.
—Bueno, 390 pesetas por el Batman de Miller no está mal.
—Es que no es un único tomo. Son cuatro.
Ahí estaba el gran problema. Durante aquellos años, nos habíamos acostumbrado a consumir muchas grapas de algo más de veinte duros. Nuestra medida para delimitar lo que era caro y lo que era barato era el precio de una grapa de 36 páginas. En enero de 1986, se metió en la cabeza una canción de La Trinca que ponían mucho en televisión. «El IVA hecho fácil». Ay que el IVA ya esta aquí, Ay que el IVA ya llegó, decía la canción. Y tanto que había llegado. De costar 110 pesetas, una cifra que se había alcanzado rapidísimamente desde las 95 pesetas que fueran habituales en los comienzos de Forum, los cómics convencionales habían saltado hasta las 125 pesetas a causa del dichoso IVA y, antes de que nos diéramos cuenta, 1987 nos saludó con unas 140 pesetas así de grandes en todos los tebeos.
—Esto es una barbaridad. Cualquier día se ponen en 150 pelas y a ver quién es el guapo que los sigue comprando.
Si aquello ya nos parecía un robo a mano armada, las 390 que pedía Zinco por su señorito de la noche se antojaban como una barbaridad, un imposible. El primer día que vio el cómic, Justo Manuel había ido directo a comprarlo hasta que se dio cuenta del precio brutal que tenía. Entonces, había procedido a hacer un solemne juramento:
—Jamás pagaré 390 pesetas por un tebeo.
Pero, desde entonces, había vuelto varias veces a la tienda y el tomito seguía allí. La primera vez, lo había devuelto sin más a la estantería. La segunda, lo había ojeado con timidez. La tercera, había empezado a fijarse en los detalles.
—Dicen que es lo mejor que ha hecho nunca Miller. Joder, tiene que ser la hostia.
No dejaba de hablar del Dark Knight. No sé por qué, pero nadie lo llamaba El señor de la noche, que era lo que ponía en la portada, todo el mundo prefería usar el nombre en inglés, tal vez porque era así como figuraba en los artículos que se habían publicado en los tebeos de Zinco donde se cantaban todas sus virtudes. Era una muy buena estrategia. Cada número de Crisis en Tierras Infinitas llevaba un montón de reportajes, lo que era una brillante forma de responder a las críticas que sobre la obra vertían desde Forum un mes el Profesor Loki y al siguiente, el Doctor Átomos. Gracias a aquellos larguísimos artículos, todo el mundo que leyera Crisis podía enterarse de quién era quién, por mucho que fuera su primera toma de contacto con los personajes de DC. Pero aquellos reportajes no sólo describían el escenario existente: también avanzaban el que vendría a continuación, con lo que conseguían generar un interés hacia la editorial que nunca antes había existido. Todo ello mientras Marvel seguía descendiendo hacia el ocaso. Hasta yo lo reconocía. ¿Por qué quedarse pillado con Secret Wars II pudiéndolo hacer con una gigantesca macrosaga de verdad espectacular como Crisis?
Aquella colección de artículos se llamaba DC Post-Crisis y bastaba leerlos para que quisieras hacerte con los tebeos sobre los que se trataba en ellos. Justo Manuel debía haberse aprendido de memoria el que venía en el segundo número de Crisis, dedicado a Batman, y el hecho de no tener dinero para comprarse el primer tomo de Dark Knight no servía sino para obsesionarse más por el Hombre Murciélago. Lo que ocurriera en Marvel ya le daba más o menos igual, hasta el punto de que se limitaba a pedirme que le hiciera un resumen en lugar de leerse los tebeos. Era Batman por aquí y Batman por allá. Y, cuando no era Batman, era Superman y, cuando no era Superman, era la Liga de la Justicia, Wonder Woman o incluso auténticos perdedores, como Blue Beetle o Firestorm.
Un día, se presentó muy serio en mi casa.
—Qué cara tienes, tío. ¿Qué te pasa?
—Pues que se ha muerto.
—¿Que se ha muerto? ¿Quién se ha muerto?
—Supergirl. Se ha muerto Supergirl. En el séptimo número de Crisis.
La prima de Superman, hasta entonces, nos la había sudado pero que mucho. Sacamos la peli del videoclub porque ese día no encontrábamos otra cosa que nos apeteciera y nos pareció una chorrada muy grande. Se suponía que salía Superman, pero sólo se le mencionaba. Años más tarde, nos enteraríamos de que Supergirl iba a ser Superman IV, con Superman y su prima en la misma película, pero no sé por qué nunca llegaron a hacerlo, con lo que podía haber molado. Ni siquiera habíamos leído un tebeo en el que saliera ella y menos aún que lo protagonizara. Pero Justo Manuel se tomó su muerte como si fuera la de su prima o casi la de su hermana. Y no veas la que montó un mes más tarde cuando le tocó a Flash. Mientras tanto, y desde el día en que había prometido solemnemente que jamás se gastaría 390 pesetas en un cómic, debíamos haber vuelto cinco veces a la tienda en un plazo de tres semanas Quizás Roberto podía haberlo comprado en su lugar pero, desde el incidente de la furgoneta y el cate de Matemáticas, su padre le había reducido al mínimo el presupuesto para tebeos, por muy pijos que fueran en aquella casa. Además, él era más de Vengadores que de cualquier otra cosa. No faltaba mucho tiempo para que llegase el segundo número del Dark Knight, pero Justo seguía mirando y remirando el primero, sin decidirse.
—No vale leérselo aquí, ¿eh? Si no lo vas a leer, déjalo en su sitio, que alguien querrá llevárselo y se lo va a encontrar todo sobado.
El Cobra estaba hecho un encanto. Mi amigo bajó la cabeza, no dijo nada y se fue de la tienda. Al día siguiente, me cogió en el patio del instituto con el convencimiento al que sólo llegan los hombres cuando han meditado algo durante toda la noche.
—Mira, ¿sabes qué te digo? Que lo voy a comprar. Ahorraré lo que pueda, o lo pediré en casa, pero pienso comprarlo. Si hace falta, vendo otros tebeos al Cobra.
—No, tío, eso no lo hagas.
Sabíamos que el Cobra te tangaba la pasta cuando intentabas colocarle algún tebeo. Te daba auténticas miserias y luego intentaba revendértelos por el doble de su precio oficial. Un mafias de cuidado. Al final, no fue necesario. Mientras estaba en marcha el proceso de ahorro, Justo pasó un día por la tienda para descubrir que el tebeo ya no estaba. Había desaparecido. No podía ser. No podía ser. Se quedaría sin el primer tomo de Dark Knight.
—Hombre, Justo, a ti quería verte hoy.
Era don Jesús, que se lo llevó al bar a que le contara sus penas y a invitarle a una de sus Mirindas. Y, cuando le estaba diciendo que temía que el tebeo se agotara y que acabarían pidiendo barbaridades por él, don Jesús sonrió, sacó algo de la carpeta de piel que llevaba encima y se lo puso en las manos a Justo.
—Toma, para ti.
Era el Dark Knight n.º 1.
—Te lo compré, no fuera que se lo llevara alguien antes. Con las ganas que le tenías…
—Pero don Jesús…
—Ahora me das las gracias, te lo vas a leer tranquilamente a casa y mañana vienes a contarme qué te ha parecido. Oye, ya que había pagado por él, me lo he estado leyendo yo antes. No son las cosas que a mí me gustan, pero reconozco que es bueno. Es muy bueno.
El regreso del señor de la noche colmó todas las expectativas que se había hecho Justo Manuel entorno a él, cuando no las superó. Pero lo más importante es que también nos convenció a Roberto y a mí. Ya estábamos enamorados de lo que hacía la «nueva Zinco», que cada mes rompía un nuevo tabú. Crisis y Superman estaban siendo las series del año, sin lugar a dudas: las que esperábamos con mayor ansiedad y las que más satisfechos nos dejaban. Con toda la espectacularidad, grandeza, dramatismo, giros argumentales y relevancia que ofrecía cada viñeta de Crisis, costaba mirar de nuevo a las ya añejas Secret Wars como algo que no fuera un rudimentario tebeo de buenos, malos y mucha charleta del Todopoderoso. En cuanto a Superman, Byrne lo estaba tratando como si fuera un personaje Marvel. A nadie le hubiera sorprendido si, el mes menos pensado, aparecieran por allí a saludar sus 4 Fantásticos. Por eso mismo, mi última esperanza de redención para mi añorada editorial favorita consistía en que aquellos tíos que estaban llevando DC a la gloria regresaran a casa.
—Byrne, Miller, Wolfman y Pérez lo que tienen que hacer es volver a Marvel y hacer esto mismo allí.
—¿Para qué? Esto es mejor que cualquier cosa que hubieran hecho antes.
Justo Manuel lo tenía muy claro. Después de leer Dark Knight, Batman se había convertido en su personaje favorito. Estaba deseando que Zinco lanzara Año Uno, que era la siguiente historia del Hombre Murciélago que había hecho Miller. Si El regreso del señor de la noche contaba el ocaso del héroe, Año Uno contaría el origen como nunca habíamos visto. Pero, antes de que llegara eso, descubrimos el título que destacaría por encima de todos los demás y que cambiaría nuestras vidas de aficionados, tanto o más que si un día de éstos Superman en carne y hueso hubiera venido a nuestras casas para llevarnos de visita a Metrópolis. La iluminación vino, desde la distancia, de manos de Alfredo. El tío estaba en aquel cuartel de Madrid pelando patatas, haciendo guardias y aburriéndose mortalmente, pero cada vez que podía escaparse al centro de la ciudad, iba a la caza y captura de nuevos tebeos, ya fuera en Madrid Cómics o en alguna de las nuevas librerías que estaban abriendo entonces.
Un día nos llegó un sobre con su nombre en el remite. Eran diez larguísimos folios de letra apretada que ocupaba hasta los márgenes, en los que nos relataba sus últimas peripecias. Era la carta más larga de las cuatro o cinco que ya nos había enviado desde que se fue al Servicio Militar:
«Os mando una foto muy fea que me hizo el otro día Rafita, que es un chaval muy majo de Extremadura que está encantado de estar aquí porque decía que nunca había salido de su casa y gracias a la mili está viendo por fin mundo. De verdad que no entiendo a esta gente: se creen que estar en un cuartel es como estar en un palacio, cuando lo único que hacemos todo el día es el gilipollas. Tíos, de verdad que estoy horrible rapado a cero y a saber cuándo me vuelve a crecer. Todo el mundo me decía que cuando estás en la mili ligas más que nunca, que todas las chicas se pirran por tus huesos. Pues que os enteréis de que eso es mentira. Las tías te miran a la cara y se ríen delante de ti, pasan como de la mierda de los soldaditos y de los uniformes y sólo quieren ligarse a algún macarra que tenga coche. Todos los fines de semana salimos por ahí, a ver qué pillamos, y siempre acabamos de vacío, borrachos como cubas. Es lo único bueno que tiene esto, que hay algunos chavales que son majos. Bueno, eso y poder irte a dejar la pasta en los tebeos. Os mando uno que me ha dejado flipado. Leedlo, por favor. Leedlo y decidme qué os parece. Lo que más echo de menos es hablar de cómics con vosotros. Estoy deseando que llegue el permiso de Navidad y que nos vayamos un rato detrás de la casa de cultura.»
Los viejos tiempos de la casa de cultura. No había pasado ni un año desde aquello, pero parecía una eternidad. ¿Y qué tebeo nos mandaba Alfredo? Pues nada menos que el primer número de Watchmen.
Lo habíamos visto ahí, sabíamos que decían maravillas de él, pero no lo habíamos comprado. En aquel entonces, a la hora de comprar un cómic, todavía primaba más que fuera un protagonista conocido y que te gustara, o que al menos tuviera unos autores que hubieran hecho algo muy, muy importante. Como en la vida habíamos visto a ninguno de aquellos personajes ni sabíamos nada del tal Alan Moore y el tal Dave Gibbons, se acababan quedando fuera de nuestra lista de compras, por muy empeñados que estuvieran Sergio Pradera y Miguel G. Saavedra, los articulistas de Zinco, en que aquello era lo mejor que le había ocurrido jamás al cómic estadounidense a lo largo de su historia.
Pero esta vez era Alfredo quien nos decía que leyéramos ese tebeo. Que era bueno. Que era muy bueno. Que iba a estar en el centro de nuestras próximas conversaciones cuando lo dejaran libre por unos cuantos días y pudiera venir a ver a su abuela, que la echaba un montón de menos. Y encima nos salía gratis. Casi nos peleamos por ser el primero en leerlo y acabamos haciéndolo los tres a la vez.
—¿Puedo pasar la página?
—No, espera, que no he llegado al final.
Y cuando llegamos al final… Bueno, cuesta decirlo. Cuesta recordarlo. Roberto debió decir algo así como:
—No me he enterado de nada, pero me ha encantado.
Mientras que Justo Manuel opinaba que…
—Rorschach da miedo. Es como si Lobezno existiera. Ojalá le den su propia serie. El Búho Nocturno este también es como Batman.
Y yo sólo acertaba a decir…
—Entonces, ¿quién creéis que mató al Comediante?
Porque, a día de hoy, pasados más de veinte años, con Watchmen señalado unánimemente como el cómic más importante jamás publicado y aupado a categoría de leyenda por toda la atención mediática que atrajo la película y las montañas de tomos recopilatorios que llegaron a venderse, es fácil decir que es una obra maestra, que Alan Moore reinventó el género de superhéroes o quizás lo destruyó para que no volviera a levantar cabeza. Que no hay otro cómic que salvaríamos del incendio de una tebeoteca que contuviera todos los cómics que han existido, existen y existirán.
Pero, en aquel momento, después de leer el primer número, Watchmen era, por encima de toda consideración, una acojonante historia acerca de quién había cometido un asesinato. Con toda su ambientación distópica, sus personajes pasados de rosca, su planificación milimétrica, sus incontables detalles, Watchmen, en una primera lectura, lo que te dejaba era preguntándote por la identidad del criminal. Sí, nos habían sorprendido muchas cosas, no sólo que estuviera al margen de cualquier cosmos de ficción conectado, como el de Marvel y el de DC, porque era así como hasta entonces funcionaban los superhéroes: nos llamaban la atención cuestiones formales. No había textos ni publicidad de ningún tipo, sólo aquella página en negro y aquel reloj ensangrentado. Lo que en un primer momento nos había parecido el típico artículo de presentación al que nos habían acostumbrado en Zinco era en realidad un texto que formaba parte de la historia, un fragmento de un libro que existía dentro de la narración que acabábamos de leer y que ampliaba el mundo en el que se movían aquellos superhéroes que habían dejado de serlo porque estaban proscritos, como los mutantes en «Días del Futuro Pasado», pero sin apocalipsis de por medio, sin campos de concentración ni cementerios plagados de tumbas. El fin de los vigilantes había llegado, pero el mundo seguía adelante, aunque estuviera al borde de la guerra nuclear. Lo que en Marvel necesitaban un montón de series para desarrollar, todo un mundo complejo en el que se mueven decenas de héroes y villanos dentro de un contexto coherente, Watchmen lo planteaba en una única serie.
—Bueno, ¿qué decís?
—Que el Cobra tiene los dos siguientes números entre los atrasados y que sólo me quedan 200 pesetas.
A mí me sobraban diez duros, así que juntamos las 250 pesetas necesarias para hacernos con los siguientes números. La colección sería de Justo Manuel, que por algo era el que estaba loco por DC, el que primero se había fijado en Watchmen y al que más habíamos refrenado Roberto y yo para que le diera prioridad a otras apuestas más seguras: puede que en Forum hubieran cancelado unos cuantos títulos, pero otros estaban sustituyéndolos, como Marvel Héroes y Los Nuevos Vengadores. Yo me pillé el primero porque tenía una miniserie de Kitty Pryde y Lobezno y obviamente no me la podía perder. Roberto se apuntó al segundo de inmediato. ¡Una nueva colección de Vengadores! Y encima estaba Ojo de Halcón y Pájaro Burlón, y Iron Man estrenaba nueva armadura. Tenía que ser suya.
Dicho de otra manera: Los mutantes y Los Vengadores eran para Roberto y para mí nuestros respectivos amores, nuestras respectivas esposas, pero estábamos distanciados de ellas. La rutina nos había llevado a un callejón sin salida hasta arrastrarnos a los brazos de una amante. Esa nueva chica tan guapa, tan excitante y tan desinhibida que acabábamos de conocer y que nos volvía locos. Nos escapábamos con ella cuando nadie nos veía y pasábamos una noche de sexo y pasión… pero entonces regresabas al hogar y allí estaba nuestra señora, y recordabas los buenos momentos y dejabas de pensar en las broncas y en las discusiones. Pero ¿cómo me he dejado seducir por la otra? Hasta que la otra, que se llamaba DC, aunque nosotros le habíamos puesto el apelativo cariñoso de Zinco, volvía a llamar, obligándote a salir corriendo porque te prometía esas cosas que no podías encontrar ni en tu casa ni en tu matrimonio.
Nuestra manera de relacionarnos con las editoriales que seguíamos ya era bastante peculiar, pero no lo era menos el amor/odio que habíamos establecido hacia el Cobra. Si por nosotros fuera, después de la tercera o la cuarta putada no habríamos vuelto a pasar por allí. En nuestras cartas, le contábamos a Alfredo las más gordas y él no daba crédito.
«¿Estáis locos? Mandad a la mierda al tío ese. Os trata peor que lo que nos tratan aquí, y aquí nos tratan como si fuéramos menos que una mierda. Si hace falta, yo mismo compro los cómics en Madrid y os los envío.»
Era muy generoso por su parte, pero sabíamos que la situación económica en la que se encontraba no era precisamente buena, aunque su abuela le mandara un poco de dinero de la pensión, lo cual a Alfredo le daba mucha vergüenza y no dejaba de prometer que se lo devolvería cuanto antes. La mujer tiraba para delante sin problemas, pero echaba de menos a su nieto y se sentía sola. Alguna vez nos la habíamos cruzado por la calle y había ido a achucharnos y a besarnos, a decirnos que le lleváramos alguna de esas películas que nos gustaba ver con Alfredo y que ella haría la comida. Quizás lo hubiéramos hecho si no nos pareciera tan raro pasar por allí sin que nuestro amigo estuviera en la casa. Lo que sí hicimos fue preguntarle por el Cobra.
—¿Usted qué sabe de Íñigo, el de la tienda de cómics?
—¿Ése? Menuda pieza está hecho. No sus fiéis de él, que engaña a la gente. Eso le viene de su padre, ¿sabes tú? Lo que pasa es que vosotros sois mu jóvenes y no lo habéis vivido, pero a su padre le metieron en la cárcel porque vendió boletos de lotería que no eran de verdad, que los había hecho él con una imprenta, y entonces fue y tocó la lotería, y la gente quiso cobrar to contenta y no podía, porque esos boletos eran falsos, así que van pallá los de la Guardia Civil y le detienen y le meten en la cárcel y allí que se murió. Y ese era su padre y de eso hace por lo menos treinta años, pero el hijo ha salío al padre. Antes tenía una tienda de esas de chucherías y guarrerías que comen los niños, y la tenía alquilada al Nicolás, el del supermercado. Al principio to muy bien, to estupendo, hasta que un día le deja de pagar un mes, y así otro y así otro, y va pallá el Nicolás y le dice: «Que me debes ya noventa mil pesetas». Y el otro que sí, que se las va pagar, que no tenga prisas… bueno, pos así, dándole largas se estuvo el mu granuja cinco meses, que al final hasta insultaba al Nicolás, que será un señor mu rico, pero es buena persona y no sé yo por qué le tienen que hacer eso, ¿no? Que ya iba ir el juez a echarle y entonces que se va, que lo deja to vacío y hecho un asco, y pone la tienda que ahora tiene, al otro lado del pueblo, que no sé quién será el dueño, pero seguro que es alguno que no le conoce y le hace lo mismo, vais a ver. Un sinvergüenza, eso es lo que es. Mucho cuidaíto con él.
Aquello no hacía sino confirmar nuestras sospechas del Cobra. Que estaba hecho un mafias, vamos. Entonces, ¿por qué volvíamos por allí? Había dos motivos fundamentales. El primero, que era muy cómodo encontrar todos los tebeos del mes en un único sitio. El deambular de un quiosco a otro, la inseguridad de si vas a tener o no tu ejemplar se había terminado de raíz. El segundo, que a pesar del Cobra en la tienda habíamos conocido a una fauna de lo más variopinta e interesante. Estaba don Jesús, allí siempre perenne, pero también un señor con corbata, muy amable, que se llevaba álbumes europeos muy caros y un día nos había recomendado que leyéramos cosas de las que en la vida habíamos oído hablar, como Valerian, Thorgal, y XIII. Hasta nos regaló un tomo de esta última, que estaba muy bien, pero nos daba mucho vértigo.
—Es caro y además esto no es como los tebeos de superhéroes, que se agotan y luego nunca más los ves. Esto lo están reeditando cada dos por tres. ¿No veis que lo de Asterix lo puedes comprar cuando quieras?
Lo decía Justo Manuel y sirvió para autoconvencernos de que no siguiéramos por ahí, que bastante teníamos con lo nuestro como para aficionarnos a otro tipo de cómic. Fue casi lo que le pasó a Roberto, que se empezó a fijar en Silvia, una niña de nuestra edad que era muy mona, más alta que cualquiera de nosotros y que se llevaba los cómics de Esther y Barbie. Se quedó un poco pillado por ella hasta el punto de que empezaron a quedar y él le pasaba tebeos de Los Vengadores y ella le dejaba los de Esther.
—¿De verdad que te gusta eso? ¡Si parece una mierda!
—Que no, que está muy bien dibujado.
Pero ella se acabó echando un novio que no había leído nada que no fuera la etiqueta de la Mahou y el Rober estaba hecho polvo, tanto que ni quería que le devolviera los números que le había dejado, aquéllos tan buenos de Korvac, porque si se los devolvía ya no tendría ninguna excusa para quedar con ella. Así que siguieron pasándose tebeos y él se convirtió en lo peor que se puede ser con una chica.
—Soy su no-novio.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Qué va a ser. Que soy su no-novio.
Yo esa expresión no la había escuchado en la vida. Me recordaba a los no-premios de Marvel que inventó Stan Lee para cuando un lector encontraba un error de continuidad y daba una explicación con la que resolverlo. Le llegaba un envío a casa en el que ponía: «¡Felicidades! ¡Este sobre contiene un genuino NO PREMIO MARVEL que acabas de ganar!». Y claro, estaba vacío. Aún así la gente quería tenerlos. Lo de ser un no-novio debía ser parecido.
—Explícate.
—Pues que tengo todo lo malo que puedes tener con una novia. Tengo que ayudarla con los trabajos de clase, estamos todo el rato discutiendo y ella no hace más que enfadarse por tonterías… pero no tengo nada de lo bueno. Es una gran mierda.
Fue Roberto también quien llevó a la tienda a un primo suyo, Dieguito, que debía tener un año más que él, estaba ya en tercero de BUP y nos sacaba como tres cabezas, pero que se había quedado con lo de Dieguito porque se llamaba igual que su padre y así lo distinguían de él. Nota mental: no llames a tu hijo como tú. Hasta entonces, el tío era de los que le habían regalado las colecciones enteras de Asterix, Tintín y Mortadelo y Filemón pero que en cuanto descubrió a los superhéroes se olvidó de todo eso. Le debían dar 1000 pelas todos los domingos, porque se compraba todo lo que salía de Zinco y de Forum, y gracias a él pudimos leer series que se nos estaban escapando, como Infinity Inc o Green Lantern. Nos sentíamos un poco culpables, porque parecía como si nos estuviéramos aprovechando y luego no lo dejáramos entrar en nuestro círculo cerrado, el que componíamos Justo Manuel, Roberto, Alfredo en la distancia y yo mismo, pero la verdad consistía en que el propio Dieguito pasaba de nosotros y pasaba en general del mundo. Era un tío muy serio y muy callado. Un día nos lo encontramos en la acera de enfrente de donde estaba la tienda. Estaba a punto de echarse a llorar, con todo lo grande que era.
—Ha sido mi padre. Me ha prohibido volver a comprar tebeos. Dice que me voy a volver tonto de tanto leer.
Intentamos razonar con él, decirle que no era para tanto, que si quería seguir leyendo nosotros se los podíamos dejar, que ya se le pasaría el cabreo a su padre y podría volver a engancharse. Pero no sirvió de nada. Pasado un tiempo, Roberto nos contó que se lo había encontrado en una visita familiar. Se había apuntado a Taekwondo, que era como el kárate y el judo, pero en esa época estaba de moda. Le dijo que tenía tres cajas en su casa llenas de tebeos y no los quería para nada, que fuéramos a por ellos. Era la clase de oferta que no podías rechazar, así que no dudamos ni por un momento.
—¿Seguro que no quieres nada de esto?
—Lo podría vender, pero no me hace falta el dinero y pensé que os podrían gustar.
—Entonces, ¿ya no lees nada?
—Nada de nada. Estoy con el Taekwondo y con las clases todo el día y no tengo tiempo para otra cosa. Y, además, esto al final era siempre igual.
Dieguito era una muestra de los que, con el tiempo, acabamos llamando «los provisionales»: alguien que empieza a comprar tebeos de buenas a primeras, que le da muy fuerte durante una temporada, y luego pasa algo, lo que sea, y se olvida por completo, como si nunca hubiera leído nada. Nosotros también habíamos empezado siendo provisionales, pero habíamos aguantado el tiempo suficiente para que se nos metiera el gusanillo en el cuerpo y ya no nos podíamos escapar, aunque hubiéramos querido o por malas que fueran las circunstancias.
Las de Alfredo no eran las más óptimas para un lector de tebeos. La afición no estaba demasiado bien vista en el cuartel, por lo que tenía que esconderlos donde podía. Nos mandaba cartas para desahogarse y nosotros le contábamos nuestras aventuras con el Cobra. Él estaba alucinado con todo aquello. Pensaba que exagerábamos, que el tipo no podía ser tan rastrero, que por algo se dedicaba a vender cómics y si fuera tan hijo de puta se dedicaría a vender otra cosa, como cuchillos suizos o mantelerías.
Hasta que pudo comprobarlo por él mismo.
Fue en uno de sus permisos. Tenía cinco días para pasar por casa. Cinco días en los que el grupo volvería a estar completo. Fue estar Alfredo con nosotros y recuperamos las viejas costumbres de quedar detrás de la casa de cultura, donde llevó una caja llena de sorpresas. Las había ido reuniendo en los meses que llevaba en Madrid y había regalos increíbles para todos. A Justo Manuel le había comprado el cuarto volumen de Dark Knight, que nunca le había llegado al Cobra. No pudo resistir leérselo, aunque no supiera nada de los tres tomos anteriores.
—Es la mejor historia de Batman que existe. Le da de hostias a Superman. ¡A Superman!
—Jo, no me lo destripes.
—Perdón.
Para Roberto tenía algo verdaderamente chulo. Como buen amante de Los Vengadores, había disfrutado horrores leyendo «La Guerra Kree-Skrull» en los tomitos de Vértice que tenía Alfredo en sus cajas. Su blanco y negro y sus viñetas retocadas no habían impedido que se situara en el primer puesto de sus aventuras favoritas de todos los tiempos.
—¡Es mejor todavía que «La saga de Korvac»!
—¿Mejor que Secret Wars?
—¡De largo!
—¿Y que Crisis?
—Bueno, a lo mejor están ahí ahí.
No había cosa que le diera más rabia a Roberto que no tener aquellos tebeos y que además no existiera una edición decente de los mismos. Ni Forum ni mucho menos Zinco reeditaban ningún cómic antiguo. Si alguna vez algún lector incauto cometía el error de preguntar por las primeras aventuras de tal héroe, el Profesor Loki o el Doctor Átomos se apresuraban a comentar que esos tebeos eran muy viejos, que seguro que no vendían nada porque los dibujos de entonces habían envejecido muy mal. Era una negativa que a él, completista al máximo, lo sacaba de quicio.
—¡Que sean los lectores los que decidan! ¡Ni que ellos fueran sacerdotes que todo lo saben!
Su deseo de que algún día las editoriales se atrevieran a recuperar todos aquellos años de tebeos encontró una aceptación inesperada cuando Alfredo nos contó que, en algunas librerías especializadas madrileñas, había visto reediciones de material clásico que habían hecho en Estados Unidos: cosas puntuales de Spiderman, Conan o Los 4 Fantásticos. ¿Quién sabe? Quizás Forum se atreviera a sacarlas en el futuro. De momento, Roberto tendría que conformarse con el gran regalo sorpresa que le había traído Alfredo: ¡nada menos que dos números americanos en los que se reeditaba «La Guerra Kree-Skrull» a tamaño original, a color y con nuevas páginas dibujadas por Walter Simonson! Nada más sacarlos de la bolsa y tenerlos delante, sus ojos se abrieron de par en par y sólo acertó a decir:
—¡Tíoooooo!
¿Y para mí? Bueno, pues algo mejor que todo eso.
—Me he pasado unos cuantos fines de semanas buscando esto, figura. ¿A que no te imaginas qué es?
Lo estaba pensando, pero no me atrevía a pronunciarlo en voz alta. De verdad que no me atrevía.
—Toma.
Era
El
Patrulla-X
N.º 6
De Surco
La muerte de Fénix. Al fin en mis manos. Alucinante. Era una especie de prueba de que Dios existía, y además debía ser un lector de tebeos del copón. Y conseguirlo fue para Alfredo toda una aventura.
—Había un tío que conocí en una librería y lo tenía, pero no me lo quería vender. Decía que ni loco. Me prometió que sacaría una fotocopia, pero no era lo mismo que tener el tebeo en sí. Luego llegué a verlo en otra tienda, que está centrada en la segunda mano y que pedía 5000 pesetas por él, además sin portada ni nada, todo viejo y medio roto. Te quiero mucho, pero no tanto. Total, que un día iba por Vista Alegre, que es un barrio de Carabanchel, cerca de donde está el cuartel, y ahí había un quiosco por el que pasaba de vez en cuando y al que algún día le compraba cosas porque así me ahorraba el viaje hasta el centro, que no veas lo que tarda el autobús. Paso una vez y entonces me parece ver que había un Patrulla-X entre los cómics del quiosco que no me sonaba de nada y que no parecía de Forum. Me acerco a mirar y resulta que era el dichoso n.º 6 de Surco.
—Pero ¿qué hacía allí?
—Eso mismo pensé yo. «Coño, pero si éste es el tebeo que no encontramos por ningún lado y que tiene a éstos sin dormir». No sabía si me estaban tomando el pelo o qué. Pero resulta que no, que era de verdad. Lo cojo, lo ojeo, veo que está perfectamente, mucho mejor que el que habían puesto tan caro. Os juro que me eché a temblar del vértigo que me estaba dando la cosa, no veas. Bueno, pues en esto que voy a pagar al quiosquero y el tío va a decirme algo, y yo ya pensaba que me soltaría que ése no lo vendía, o algo así. Pero no. Va y me dice: «Ese te lo dejo por cincuenta pesetas». Y yo que no me lo creo. «¿Y eso?», le pregunto. «Pues que lo tenía perdido en una caja del almacén y haciendo limpieza me lo he encontrado esta mañana, pero tiene un montón de años, lo mismo es de cuando mandaba Suárez y todo». Yo le explico que sí, que es un poco viejo, y va el tío y me comenta: «Pues como es tan viejo no lo puedo vender por el precio que pone, que es como si te vendo un yogurt caducado. Por eso te lo dejo a diez duros y no se hable más».
Era el tipo de milagros que, a veces, pasaban. En la semana siguiente, creo que leí dos veces al día ese tebeo. Y cada vez era mejor que la anterior. Podía haber cambiado mis gustos, podía estar pendiente de la revolución que se estaba cociendo en DC, pero lo tenía claro: La Patrulla-X de Claremont seguía siendo lo mejor del mundo.
El día que apareció Alfredo y nos trajo aquellos regalos inmejorables lo tengo grabado a fuego en la memoria. Me viene una sonrisa nada más pensarlo. Pero lo que hace que me ría a carcajadas, en la situación más insospechada, es acordarme de la primera visita que hizo con nosotros al Cobra. Él nunca había estado en la tienda, pero se lo sabía casi todo del personaje porque se lo habíamos contado nosotros. Estaba deseando ir y era algo que nos daba un poco de miedo, porque no sabíamos lo que era capaz de soltarle al tipo aquel, que todo el mundo se lo había puesto a parir, empezando por su propia abuela. En prevención de posibles incidentes, le rogamos, por favor, que no le dijera ninguna bordería, que él sólo lo iba a ver una vez, pero que nosotros lo teníamos que aguantar todo el rato, que gracias a esa tienda conseguíamos los tebeos y no era cuestión de irritar a la bestia.
—Joder, parecéis mujeres maltratadas diciendo que su marido les pega lo normal.
Jamás nos habíamos parado a pensarlo. Nos quedamos mudos cuando nos dijo tal cosa. Pensé que tenía razón, pero no me atreví a decírselo en voz alta. Fuimos para la tienda y, mientras estábamos echando un vistazo a las novedades y Alfredo se familiarizaba con todo lo que había allí, presenciamos una de esas típicas escenas a las que ya estábamos acostumbrados. Había entrado un niño de unos ocho años, muy tímido, y se había acercado a decirle algo al Cobra.
—Oiga, señor. ¿Vende usted cuentos de Spiderman?
—¿Cuentos de Spiderman, dices? Pues no sé. Aquí vendemos tebeos. TE-BE-OS. Nada de cuentos. ¿Y tú para qué quieres cuentos de Spiderman? ¿Es que no sabes que los superhéroes americanos son una mierda? Seguro que tienes el cerebro reblandecido de leerlos.
Resultaba que el niño, y esto es algo que el Cobra no sabía, tenía un pequeño retraso mental. Casi no se notaba, si no te fijabas bien, y era evidente que él no lo había hecho. El crío se puso rojo como un tomate y se echó a llorar allí mismo. Lo vimos salir corriendo a abrazarse a su madre, que estaba afuera, hablando con otra mujer. Achuchó al chaval, miró con cara de disgusto a la tienda y se fue en otra dirección.
Alfredo, que había presenciado todo aquello sin poder apartar la vista, se acercó al Cobra y le dijo unas palabras que todavía resuenan en mi cabeza:
—Nunca el nombre de una tienda resultó tan acorde con la personalidad de su dueño.
Creo que el Cobra no asimiló en un primer momento lo que le había dicho, porque se quedó mudo. Cuando su cerebro lo procesó y se puso a soltar tacos, Alfredo ya estaba saliendo por la puerta, y nosotros detrás.
—¡Aquí no volváis, niñatos de mierda!
Salió a gritarnos cuando ya estábamos a diez metros. Hasta mucho más tarde no nos atrevimos a volver por allí. Mientras tanto, nos dedicamos a lo que, unos pocos años más tarde, hubieran tildado poco menos que de terrorismo callejero. Alfredo había aprendido algunas cosas interesantes en la mili, como por ejemplo que no hay mayor putada para un tendero que le pongan silicona en la cerradura, lo que significa que no podrá abrir hasta que no se pase por allí un cerrajero. Por ejemplo, que si no te gustan los superhéroes, no veas cómo debe joder que te encuentres toda la fachada empapelada con fotocopias de portadas de tebeos de Forum y de Zinco. Por ejemplo, que alguien te pinche las cuatro ruedas del coche. Hacíamos todas esas putadas de manera aleatoria, porque Alfredo nos insistía en que el no saber la siguiente que te ibas a encontrar aumentaba la tortura, pero hubo una a la que le cogimos especial cariño, así que la repetimos varias veces.
Nos dedicábamos a pasar en el Vespino que le habían comprado a Roberto, a toda velocidad, y tirábamos petardos dentro. La poca clientela huía asustada y en tropel, y el Cobra corría detrás de nosotros, gritando que éramos unos delincuentes y un peligro para la sociedad y no sé cuántas tonterías más. Puede que no hubiéramos llegado tan lejos como para abrazar la causa criminal, pero sí que nos habíamos convertido en unos gamberros, nosotros que siempre habíamos sido tan tranquilitos y de estar todo el rato leyendo. Pero la culpa era del Cobra, que sacaba a relucir lo peor que teníamos.
Un día, nos encontramos por la calle con don Jesús. Habíamos procurado que nunca estuviera en la tienda cuando hacíamos de las nuestras, pero se lo habían contado todo. No nos invitó a Mirindas En su lugar, nos dijo algo que nos hizo mirar al suelo.
—No seáis tan cabrones, hombre.
Bastó para que lo dejáramos. Ni el tío Ben explicándonos que un gran poder conlleva una gran responsabilidad nos hubiera hecho cambiar. Pero don Jesús sí.
Y así fue como terminó nuestro particular proyecto terror. Al cabo de unos meses, nos encontramos con una pequeña sorpresa: El Cobra se había cambiado de local a otro que estaba unos metros más arriba. Era más grande, lo que le había permitido ampliar el tipo de clientela que buscaba. Ahora tenía también películas de alquiler, refrescos y libros de ocultismo. Todo a la vez. Y ya no vendía cigarrillos sueltos. Los tebeos seguían estando presentes, pero tenían que compartir su espacio con los nuevos productos. Nunca se nos ocurrió llevarnos una de las pelis del Cobra, porque no tardó mucho en extenderse un rumor al respecto: el tío se había comprado un par de vídeos y se dedicaba a duplicar cintas para así no tener que comprarlas a las distribuidoras. Las sucesivas copias cada vez se veían peor o estaban rayadas o a veces incluso a medias, porque la cinta era más corta que la película en sí. Cualquiera se fiaba del Cobra.