2012

A Sonia y al nene les daban el desayuno a las ocho de la mañana, por lo que suponía que ya estarían despiertos. No sabía qué hacer. Típica situación arácnida. Tía May ha tenido un infarto y está en el hospital al borde de la muerte, pero al mismo tiempo ha aparecido mi nuevo Duende Verde en la ciudad. La familia frente al deber. El eterno dilema de Peter Parker. The Amazing Spiderman n.º 178. Mierda, ni siquiera era un buen tebeo.

—Pero si yo estoy estupendamente, y éste se pasa todo el día mamando y durmiendo. No seas tonto, vete.

—Puedo explicarlo. Seguro que lo entienden.

—No, déjate de explicaciones y de escaquearte. Tienes que ir al entierro. Era tu amigo. Sólo van a ser dos días, y aquí tengo ayuda de sobra.

—¿Dónde está tu madre ahora?

—Desayunando, en el bar del hospital.

—Me va a poner fino cuando se entere.

—No, no va a decir nada. Estas cosas pasan. Vete.

Y me fui. Primero a casa, a coger un par de mudas, un traje para el funeral y algo de lectura para por la noche. En la última escapada que había tenido a la librería especializada, antes de que Sonia estuviera en riesgo permanente de ponerse de parto en cualquier momento, me había traído algunas piezas interesantes, entre ellas el segundo tocho de The Ultimates. Tebeos cojonudos, muchas páginas, dibujazos alucinantes y con mucho diálogo. Perfecto para los posibles ratos en blanco que se pudieran presentar y sin riesgo a que se acabara antes de tiempo. Allá que fue.

Estaba saliendo por la puerta cuando sonó el móvil.

—¿Vas a venir al final?

Era Justo Manuel. Iba a llamarlo antes de ponerme en marcha para confirmar mi asistencia, pero con todo el jaleo de ir y volver al hospital se me había olvidado por completo.

—Sí, me pongo ahora de camino. En dos horas estaré allí.

—Yo llegaré por la tarde, que el bus no pasa hasta las seis.

—¿Vas en bus?

—No me queda otra. El coche de mi madre está en el taller.

—Coño, no, espera. Paso por tu casa y te recojo. Si es un desvío de veinte kilómetros. Y así saludo a Aurora, que hace mucho que no la veo.

Justo Manuel vivía en la que había sido casa de su abuela y a la que se había mudado con su madre, en un pueblo que estaba cerca del nuestro. Después de terminar la carrera, consiguió plaza de administrativo en el Ayuntamiento. La había pedido allí a propósito, porque en casa era imposible y el pueblo le gustaba: pasaba todos los veranos cuando era crío. Lo que sucedió entonces es que a su padre le dio un infarto y se quedó allí, en el sitio. Tanto viajar y tanto comer fuera no le habían sentado demasiado bien al hombre. Aurora, la pobre, se había quedado más sola que la una y no tenía nada que hacer, así que se iba a ver a su hijo cada dos por tres, hasta que al final se acabó mudando con él. No porque se empeñara, sino porque el mismo Justo se lo dijo, que para qué iba a estar sin nadie pudiendo estar los dos juntos. Y total, él no tenía novia ni perspectivas de tenerla.

—Si aquí todas las tías son unas estrechas o tienen setenta años, mamá.

—No hables así, hombre. Lo mismo conoces a alguna.

Pero no lo hizo. En cambio, echó la mitad del sueldo en arreglar la casa. Cambiar los techos, las ventanas, las puertas, pintar las paredes. La primera vez que había ido, aquello me pareció la mansión del terror, lleno de rincones oscuros, habitaciones sin ventilación y escaleras que hacían cricri al pasar por ellas. Cuando había vuelto, seguía dando miedo, pero recordaba más al Hotel Overlook, el de El resplandor.

—Para qué me voy a comprar un piso, con lo a gusto que estoy aquí.

Y allí que seguía, quince años después. Cuando yo volvía por el pueblo, lo llamaba y se venía a pasar el fin de semana. Total, mi madre lo trataba como si fuera hijo suyo y a veces parecía que lo quería más que a mí. Es lo que tiene Justo, que todo el mundo quiere adoptarlo.

—Qué suerte tienes, cabrón.

—Y una mierda suerte. Sólo salgo ya con petardas. Todavía no sé cómo te ligaste a una tía tan guay como Sonia.

—Yo tampoco.

—Y encima no te da por culo con los tebeos.

—Bueno, a veces sí.

Sobre las doce de la mañana, cogí el desvío de la autovía. Hacía tiempo que no pasaba por allí y más que no veía a Aurora, aquella madre que me tenía prendadito veinte años atrás. Peinaba unas cuantas canas y le habían salido arrugas de expresión, pero conservaba cierta figura, no se había convertido en una de esas señoras que, al cumplir los sesenta, dejan de tener cintura. La veías y todavía podías reconocer que tenía que haber sido guapa a rabiar.

—¡Pero cuánto tiempo!

—Mucho, Aurora. ¡Estás estupenda! ¿Dónde anda éste?

—Está terminando de vestirse.

La vida del pueblo, donde el estrés consistía en tardar tres minutos andando al trabajo, pero aún así coger el coche, dormir largas siestas de dos horas y estar todo el tiempo tirado en el sofá habían hecho estragos en Justo, que ya en el instituto tenía una peligrosa tendencia a engordar. En los años de universidad, ya se había puesto lo que se dice hermoso y actualmente estaba inmenso, con triple papada y la cabeza a cero y brillante después de que sólo le hubieran quedado cuatro pelos que daban más vergüenza que otra cosa. Se parecía a Kingpin, el malo de Daredevil. Cualquier día de éstos empezaría a usar un bastón y todo, de lo poco que andaba. Lo que no le veía yo es con un traje blanco así todo planchadito, la verdad. Ni tampoco pegándose con ciegos ni contratando jamonas asesinas. Justo era más del tipo chándal del Decathlon, ya sabes, la tienda de deporte donde compran la ropa los que no hacen deporte. La figura de su hijo no era algo que preocupara a Aurora, a tenor de las comidas.

—Hoy he preparado filetes empanados. Tu comida favorita.

—Qué pena, no nos vamos a poder quedar.

—Tonterías. Os quedáis.

Y no había más que discutir. El mismo Justo lo tenía claro.

—No discutas con mi madre, tío.

—Hola, colega.

—Me alegro de que hayas venido.

Me hubiera quedado tan feliz hablando con los dos en la cocina, pero ella nos echó amigablemente de allí, por lo que pasamos al plan B. Cuando estás en casa de uno de los nuestros, hay una obligación protocolaria básica: escrutar su Batcueva, la habitación donde concentra su mundo de tebeos, películas, videojuegos, figuritas de plomo y vete tú a saber qué otras frikadas de las que nos gustan. En lo referente a su casa, los fanboys se dividen en dos modalidades. Están los que viven solos, que han expandido sus múltiples aficiones hasta el último rincón de la vivienda. En la puerta tienen un felpudo de Darth Vader o Spiderman. El recibidor lo adornan con una representación de aquello que más les gusta para que el visitante lo tenga claro desde el principio. He visto posters de Spiderman o de Lobezno a la entrada de una casa, pero eso no es nada. Lo más impresionante que me he llegado a encontrar ha sido un traje completo a tamaño natural de un soldado de La guerra de las galaxias. Sí, como el del apartamento de Barney Stinson, el de Cómo conocí a vuestra madre. ¿Quieres un consejo? Si alguna vez te encuentras uno, ni se te ocurra usarlo como perchero. La cocina cuenta con una nevera atestada de imanes chulos y hay quien apuesta sin complejos por la tostadora, la yogurtera, la fuente de chocolate, el termo, la huevera y la sandwichera del Ratón Miki. He llegado a verlas por separado, pero también todas juntas, en una cocina que además contaba con los muebles en rojo y blanco para que no desentonara con los accesorios. ¿Quién encarga los colores de la cocina en función de los cacharros que va a meter dentro? Gente como nosotros. Si pasas al salón, olvídate del cuadro de la caza, de las figuras de Lladró, de las vajillas expuestas en aparadores y de sevillanas encima del televisor. Seamos serios. En un buen salón, si quieres que de verdad lo sea, si quieres que de salón ascienda a categoría de Sala de Peligro, debes pones una tele de cuarenta pulgadas como mínimo y un home cinema 7.1 de la leche, apoyados por un blu-ray, un disco duro de 2 TB y, al menos, una Playstation 3 o una Xbox 360. La Wii es opcional. Escoltándolo todo, estará tu colección de películas y los posters de tus favoritas. Si no tienes un cuarto dedicado, en exclusiva, a los tebeos, siempre le puedes hacer sitio en tu Sala de Peligro. Una colección digna de alguien que lleve en esto unos veinte años precisa de al menos diez metros de largo de estanterías, con sus respectivos altillos. Por muchas que pongas, nunca son suficientes. Los cómics acaban por tomarlo todo: el cuarto de baño, el dormitorio, los armarios… y, si además de cómics lees libros, es cuando de verdad tienes un problema. Sobre todo cuando son sagas de fantasía heroica con muchos volúmenes de tamaño considerable. Y no digamos ya cuando a todo eso añadimos la nostalgia juguetera (hay quien restaura sus clicks de Famobil y necesita un cuarto para ellos), o el coleccionismo activo de coches en miniatura, soldaditos de plomo, trenes o muñecas de porcelana. De todo hay.

Ése es el tipo de casa que suele tener el aficionado con una cierta capacidad económica que vive solo. Hay pocos que reúnan ambas condiciones, pero te aseguro que más de los que podrías pensar, y sigue creciendo su número. Somos niños grandes que nunca dejamos las cosas que de verdad nos gustaban. Lo llevamos en la sangre, como Rorschach nunca abandonó las calles e igual que Bruce Wayne volvió a ser Batman cuando se hizo viejo, diez años después de haber colgado la capa. Puede que alguien tratara de venderte la moto de que los adultos no leen tebeos ni tienen un pasillo con los carteles de las películas de Steven Spielberg ordenadas cronológicamente. Puede que tú mismo te vendieras esa moto, que un buen día cogerías todos tus cómics y los subirías al desván o los liquidarías por cuatro duros. Es lo que hace la mayoría, los que no se toman esto demasiado en serio, o los que se asustan cuando se dan cuenta de que se lo están tomando demasiado en serio. Nosotros no somos así: con veinte, con treinta, con cuarenta años hemos seguido haciendo lo mismo que nos gustaba cuando teníamos diez, cuando teníamos quince. Y ven tú a decirnos que abandonemos la única constante, lo único que no ha cambiado a lo largo de nuestra vida.

Te contaré un secreto: hay aficionados que los hueles a cien metros y sabes que no tienen mucha vida propia, más allá de esto. Pero la mayoría nos hemos camuflado con el entorno. Hemos encontrado un curro de verdad, con sus pagas extras y su cesta de Navidad, una chica que como mínimo tolera nuestra excentricidad y como máximo incluso la comparte y unos hijos que tienen los padres más guays del colegio, porque hacen cosas y comparten cosas con ellos que jamás comparten los padres de sus compañeros. Ese aficionado suele tener el otro tipo de casa: la casa normal y corriente, sin demasiadas sorpresas frikis repartidas aquí y allá, pero que conserva un espacio reservado, un Sancta Sanctorum como la del Doctor Extraño, donde puedes encontrar todo eso.

La casa de Justo Manuel, que era algo así como la mansión de Charles Xavier estilo manchego, se integraba en la segunda modalidad. Su madre la había decorado con buen gusto. Más o menos como una señora de sesenta años, pero modernilla para su edad, pondría una casa. Dicho de otra manera: no encontrarías allí ni soldados imperiales en el recibidor ni tostadoras con orejas de ratón en la cocina ni el póster de Tiburón en el lugar más destacado del salón. Por no tener, no tenían ni siquiera la Cinemanía en el cuarto de baño. Si has cumplido treinta y cinco años y vives con tu madre, tienes dos posibilidades: o te pasas el día discutiendo o cada uno delimita su territorio. Justo había optado por la segunda opción. Se llevaba condenadamente bien con Aurora y creo que era, precisamente, porque ambos tenían claro cuál era su sitio y que no debían meterse en el del otro. Un pacto de no agresión que debería ser la piedra fundamental sobre la que asentar cualquier relación: familiar, laboral, de pareja o de amistad. Tú no me jodes a mí, yo no te jodo a ti.

Por eso, cuando subías a la planta superior, todo cambiaba. Era el espacio del que se había adueñado Justo y con él, todas sus cosas. Todas. Montañas de tebeos, ordenados en cajas y por colecciones. Películas de importación, muchas de ellas sin abrir, alrededor de una gigantesca pantalla de plasma de 50 pulgadas. Vitrinas atestadas de bustos, estatuas y figuras articuladas de los personajes más inverosímiles.

—¿Te compraste el King Kong en el Empire State que hicieron de la peli de Peter Jackson? ¡Pero si la peli era una mierda!

—La peli sí, pero la figurita está de la leche.

Envidiaba en cierta forma a Justo Manuel, porque yo nunca había tenido la opción de comprar otra cosa que no fueran tebeos o algunas películas. Cuando era niño, porque no tenía dinero y entre comprar todos los meses Spiderman o ahorrar hasta verano para hacerme con una maqueta del Halcón Milenario había optado por lo segundo. Lo más parecido a un muñeco articulado que había tenido de crío eran recortables que yo mismo me construía a partir de un tebeo que tuviera repetido o que ya no me gustase. Pegaba el dibujo en un tablero de madera, lo recortaba con la sierra de marquetería y le añadía una peana. Bueno, ahora que lo pienso, muy articulado no puede decirse que fuera el resultado, pero daba el pego. Ya cuando era mayor y tenía trabajo y por tanto pasta para gastarme, también tenía a Sonia viviendo conmigo. En el salón de casa jamás hubiera entrado una figura de la Gata Negra con unas tetas enormes, pero a ella le gustaban los tebeos. He aquí el motivo por el que me llaman cabrón suertudo y tienen razón. No te pienses que Sonia es de los nuestros: de eso nada. No asocia cada suceso de su vida a una viñeta. Pero, antes incluso de que me conociera, ya había leído From Hell, y algo de Hellboy, y el Maus, y al menos la mitad de Sandman, que es ese tebeo que siempre le dejas a una tía con la que quieres ligar para hacerte el interesante, pero a ella le parece sobrevalorado.

—Este tío sólo se hace el intelectual y el profundo, pero es un cascarón vacío.

Lo decía cuando Gaiman era Dios, antes de que se hubiera desinflado el globo y tuviera que darle la razón. A Sonia me la presentó una amiga que ya desde el principio se olió que nos íbamos a gustar. La muy pillina me ocultó intencionadamente que, de vez en cuando, Sonia leía tebeos. Luego me dijo que mejor que no me contara nada, porque me iba a gustar por eso y había mil razones más por las que me debía gustar. Las tías son así. Tenía razón, ya estaba colgado de ella cuando conocí su cuarto y descubrí, sorpresa, sorpresa, que entre los libros de Isabel Allende y Manuel Rivas había unos cuantos tebeos buenos de verdad. Vi aquello y supe que no saldría de su vida.

Justo debía de gastarse la mitad de su sueldo en llenar el espacio disponible con el que contaba en aquella planta y se había aplicado al máximo. Estaba tan atestado de trastos como pudiera estar la casona de mi tía Encarna en Murcia. Sólo que donde ella tenía vírgenes y santos, Justo había puesto a sus superhéroes favoritos.

—La que tienes montada aquí. ¿Cómo lo haces?

En nuestros tiempos hubiera sido imposible todo aquello o hubiera exigido de constantes viajes a las librerías especializadas de Madrid o Barcelona. Ahora ya no hacía falta. Internet había hecho el mundo más pequeño, sobre todo para los frikis. Justo lo encargaba todo a Estados Unidos, Reino Unido o Francia, a Amazon, Zavvi, a Book Depository, y todo le llegaba por correo, sin gastos de envío, y a precios bastante asequibles.

—Si sabes esperar, te digo que si pagas más de diez euros por una peli en blu-ray es porque quieres.

Aquella facilidad online había tenido como consecuencia que las escapadas al pueblo cada vez se espaciaran más en el tiempo. Ya no tenía que ir a la librería a por las novedades. Y el rito de la película de estreno de todos los viernes se había convertido en esporádicas visitas al cine, sólo cuando mereciera realmente la pena. En lo que iba de año, había ido a ver La Amenaza Fantasma en 3D, la segunda de Motorista Fantasma y Los Vengadores. Ya está. El resto que se hubiera estrenado y le interesara, lo vería en casa.

—Ir al cine es una mierda. Los niños no dejan de chillar, de mandarse mensajitos por el móvil y de jorobarte durante toda la peli. Y encima en casa las puedes ver en versión original.

Ésa era la excusa y podría estar bastante de acuerdo en ella: yo también había convertido la visita semanal en algo mucho más esporádico, en beneficio del cine en casa. Sólo que, al dejar de ir al cine, también había dejado de ver a la mayoría de los colegas. El contacto era fundamentalmente correo electrónico o facebook, casi siempre para mandarnos gilipolleces. Nos llamábamos la noche de los estrenos gordos, o al menos lo hacíamos casi siempre, porque me acababa de acordar de que Justo no me había dado señales de vida tras el de Los Vengadores. Lo había hecho para avisarme del funeral, pero no para comentar la película. Preferí no sacar el tema. Y de repente me vino a la cabeza la frase de Jack Kirby que usaba Dylan Horrocks en Hieksville: «Los cómics te romperán el alma». Tenía que ver con la manera en la que la industria había utilizado, maltratado y tirado a la basura a uno de sus mayores genios, pero se me venía a la cabeza en relación a Justo. ¿Hasta qué punto su vida era así porque se había encerrado en aquella casa y en las cosas que le gustaban? ¿Hasta qué punto todo hubiera sido diferente si no lo hubiera tenido tan fácil para meterse en un cuarto, con sus cómics, con sus películas, con sus figuritas, sin necesitar nada del exterior? Es como quien se construye el perfecto refugio antizombis. Estás a salvo, tienes toda la seguridad, toda la comida e incluso todo el ocio que necesitas. Pero acabas siendo demasiado parecido a los muertos vivientes, porque se te ha olvidado lo que significa estar en contacto con la humanidad. Cuando se ha ido el mundo a la mierda, cuando los difuntos se han levantado del cementerio y se están comiendo por las piernas a los vivos, es justificable que hagas algo así. Cuando lo que hay afuera no es más que el mundo coñazo de cada día, es diferente. «Los cómics te romperán el alma». O te destrozarán la vida, si te descuidas. Ya no me quedaba ni una pizca de envidia y estaba deseando que nos marcháramos.

Durante la comida comprendí porqué mi amigo de la infancia había terminado recubierto por un permanente flotador de grasa gigante alrededor del cuerpo. Aurora no sólo no había perdido facultades culinarias, sino que las había mejorado. Un plato a rebosar de macarrones con lo que debía ser un kilo de carne picada y abundante tomate tuvo su continuación en tres filetes de pollo empanados que cubrían, cada uno de ellos, la mitad de la superficie del plato. Por si íbamos todavía ligeros, el postre consistía en un alucinante arroz con leche, recubierto con caramelo. No me entraba más, pero acepté el café antes de levantarme de la mesa. Con semejante bomba dentro de mi estómago, me iba a costar mantenerme despierto al volante.