1985-1986

Cuentan Gerald Jones y Will Jacobs en The Comic Book Heroes: From The Silver Age To The Present (lo mismo lo puedes conseguir por Amazon. Cómpralo. Es la leche) que 1986 fue «el mejor año de nuestra vida». No puedo estar más de acuerdo, aunque las razones que ellos dan son diferentes a las mías. Ellos alegan que 1986 fue el año de Dark Knight, de Watchmen, del Superman de John Byrne, del Daredevil: Born Again de Frank Miller y David Mazzucchelli o incluso de «La Masacre Mutante». Y es verdad que, si pones todos esos tebeos en el mismo año, ese año tiene que ser grande. Lo que pasa es que la mayoría de ellos no llegaron a España hasta un año más tarde, en el mejor de los casos. Así que 1986 no puede considerarse como el «mejor año» de mi biografía sólo por los tebeos que hubiera podido leer por aquel entonces. Pero 1986 sí fue el mejor año de mi vida. Y lo fue porque fue el año en el que todo empezó.

Fue también el primer año de instituto. Bueno, en realidad había entrado al Federico García Lorca en septiembre del 85, pero las Cosas Verdaderamente Importantes no empezaron a pasar hasta después de la Navidad. A efectos prácticos, en los primeros meses de instituto bastante tenía con enterarme de qué iba aquello y no chocarme con ninguno de COU, esas torres gigantes que estaban a punto de marcharse a la universidad. Hasta ese momento, había sido un niño raro, nada deportista, con pocos amigos y que siempre llevaba tebeos encima.

La afición venía de largo, claro, de mucho tiempo antes del instituto o incluso del colegio. En casa, a mi hermano y a mí nos compraban Mortadelos, Guerreros del Antifaz y cosas así todos los domingos, cuando íbamos con mis padres a misa y después a comprar el periódico. Podéis coger un tebeo, decía mi padre. Uno sólo. Era muy difícil elegir y, como Ramón era el mayor, él era el que acababa decidiendo. A mí me daba un poco igual: por entonces no había oído hablar de Spiderman, Los 4 Fantásticos, Batman o Superman, y muchos menos de Marvel o DC. De hecho, no recuerdo muchos superhéroes en aquel entonces pero es que… ni siquiera me habían enseñado a leer todavía. Me dicen, pero no puedo asegurarlo, que a pesar de no identificar las palabras llegué a aprenderme de memoria el texto completo de uno de esos cuentos troquelados que eran típicos de la época, que tenía forma de trenecito y contaba la historia de un maquinista. En casa vieron que eso de que el niño tuviera tebeos era educativo, que le venía bien para las clases.

El primer cómic que tengo el recuerdo de haber leído es «Patomás mete la pata», un tomo de la colección Dumbo que presentaba a personajes de Disney y estaba francamente bien. Visto en retrospectiva, no me sorprende que fuera precisamente ese tebeo el que se me metiera en la cabeza. El pato Donald es un ciudadano cualquiera, hasta que se convierte en Patomás: héroe local, azote de los Golfos Apandadores y protector de Patoburgo. Tenía un traje genial, un coche genial y un montón de aparatejos con los que hacía de todo, antes de que a esas cosas las llamáramos gadgets. Patomás fue el primer superhéroe que conocí y me fascinaba tanto o más que los macarrones con chorizo de mi madre. Recuerdo que cogía papel de calco, copiaba todas las páginas y luego creaba una nueva aventura cambiando los diálogos. Pero alguien me dijo que para qué hacía eso si había más historias del audaz alter ego del pato Donald y seguro que eran mucho mejores que las que yo pudiera imaginar, y allá que me puse a buscar quien las tuviera. Había visto a Roberto Garzón, un niño pijo del colegio, que tenía otro tomo de Dumbo también protagonizado por Patomás, que se titulaba «La bella dormilona». Conseguí que me dejara ojearlo en el patio del colegio, pero nunca que me lo llevara a casa. Tampoco me invitaba a la suya.

No recuerdo mucho más de entonces, salvo aquello que hizo que me olvidara para siempre de Patomás. Una tarde, encendí la tele y descubrí a Spiderman.

Vale, la animación era acartonada y de derribo, de lo peor que pudieras imaginar. Vale, las historias no había por dónde cogerlas y ni siquiera el traje arácnido estaba terminado de dibujar (le faltaban la mitad de las redes)… pero en esas cosas no te fijas cuando tienes nueve años y la alternativa es un gato idiota persiguiendo a un canario. Aquellos dibujos eran, sencillamente, fascinantes. Nada de lo que había podido ver antes se parecía, ni por ningún asomo, a Spiderman. Explicaba al que me quisiera escuchar que ir de red en red era mucho mejor que volar. Tenía la cabecera de la serie metida en la cabeza. Me pasaba el día cantando el tema musical, con su doblaje latino (Espaidermein, el hombre araña, Espaidermein, que teje la red, Espaidermein, no temes a nadie, Espaidermein, proteges el bien… Menuda estupidez, ¿verdad?) y apuntando a todo el mundo con mis lanzarredes invisibles. Ya entonces no entendía cómo se las apañaba Peter Parker para colocar así los dedos, porque era realmente incómodo y si lo hacías muchas veces, tal y como salía en los dibujos, podía llegar a doler la mano.

Yo entonces pensaba que Spiderman era un personaje de televisión. Ni se me hubiera ocurrido pensar que era, en realidad, el protagonista de un tebeo… hasta que, por arte de magia, uno de esos domingos de ir a comprar el periódico lo encontré allí. Era Spiderman, ¡El Hombre Araña! n.º 26 de Comics Bruguera. Sobre una horrible pelea de criminales se recortaba la figura del trepamuros haciendo una negación con las manos. «¡Estoy harto de todo esto! ¡Que se las arreglen solos!», leyó mi padre.

—Esto es muy violento, niño.

—Pero es Spiderman. Yo lo quiero. ¡Y siempre dejas que sea Ramón el que elija!

—¿A ti te gusta? —dijo volviéndose hacia mi hermano, tres años mayor que yo, al que consideraba una voz adulta y experimentada.

—Es una chulada, papi.

Y así fue como nos llevamos para casa el primer cómic Marvel que llegué a leer, un verdadero clásico con guión de Gerry Conway y dibujos de John Romita, que contenía los Amazing Spiderman n.º 112 y 113 americano. Toda esa información no venía en el tebeo y si te la estoy diciendo ahora es porque la acabo de mirar en Internet. Oye, aquí también pone que la edición de Bruguera salió en 1981, así que yo debía de tener nueve años. Nada de aquello importaba entonces, sólo Spidey luchando contra el Doctor Octopus y Cabeza de Martillo. Lo que más me impresionó de aquel número es que Doc Ock le arrancaba la máscara a Peter Parker y éste tenía que ir a hurtadillas hasta un museo de cera, donde conseguía otra máscara perteneciente a un muñeco. El detalle que se me quedó grabado es que en ese museo había figuras de otros superhéroes, en concreto de Thor, el Capitán América, Iron Man y La Cosa. Además, al final del tebeo, venía la mitad del sexto número de Fantastic Four, donde descubrí a Los 4 Fantásticos, al Doctor Muerte y a Namor, el Hombre Submarino, a los que pronto también contemplé en los dibujos animados que emitía la Segunda Cadena.

El interés infantil por aquellos personajes de colores fue creciendo hasta convertirse en verdadera afición. Un día descubrí que Bruguera ya no publicaba Spiderman ni La Masa, vete tú a saber por qué, pero que una nueva editorial había aparecido y sus tebeos molaban mucho más. Me compraron, en la librería del barrio donde se encargaban los libros de texto o se vendían los juguetes de Navidad, el Spiderman n.º 3 de Forum y leí por primera vez un Correo de Lectores. Aquel Doctor Átomos era un hombre sabio, que respondía las cartas que enviaba uno de Murcia y otro de Alicante y otro de Villarrobledo… ¡Pero si esto esta aquí cerca! Y ese mismo verano, en la playa, cayó en mis manos Los Vengadores n.º 2, también de Forum, con el final de «La trilogía de Nefaria». Y ya no hubo manera de sacarme los tebeos de Marvel de la cabeza. Para entonces, a Ramón los tebeos le daban igual y era yo el que elegía cuál se compraba cada domingo. Casi siempre de Marvel, porque el día que se me ocurrió probar uno de Superman, después de que me hubiera enterado de que tenía una película y que esa película era alucinante, me aburrió mucho y me pareció que aquello era para críos. Además, los tipos esos de Zinco no tenían correos ni artículos de ningún tipo: salvo por la indicación del número americano que llevaba dentro, parecía un tebeo de Bruguera un poco mejor hecho. Debía de ser verdad lo que el Doctor Átomos y el Profesor Loki decían en los Correos. Marvel le daba sopa con ondas a DC. Donde estuviera Spidey, que se quitara el muermo de Superman y el pesado de Batman. No te confundas: ahora no pasaría por un marvelzombie, pero sí entonces. Era joven y fácilmente influenciable, compréndeme. Con esa edad, me creía cualquier cosa que me dijeran los mayores, no digamos si era algo que había escrito el Doctor Átomos o el Profesor Loki. Su palabra era ley. Todavía tendrían que pasar dos años más para romper con la tradición del tebeo de los domingos. Debía de estar ya en los doce, había salido respondón, y un buen día me planté y dije que no quería volver a misa, que aquellas cosas que contaba el cura eran un rollo patatero que no había quien lo aguantara.

—Pero, niño, al infierno que te vas.

—Me da igual. Además, dice Carlos el de Gimnasia que el infierno no existe, que es todo mentira para meternos miedo.

—Pues ya te puedes olvidar de los tebeos. Si no vienes a misa, tampoco te vamos luego a comprar tebeos. Y ya hablaré yo con el hippy ese de Carlos el de Gimnasia.

Aquello era grave. Significaba que, si quería seguir comprando tebeos, debía hacerlo con mi propio dinero: una paga de 100 pesetas semanales, más lo que me dieran los tíos o los abuelos cuando vinieran de visita. Era una gran responsabilidad, pero sería capaz de estar a la altura. Cualquier cosa menos ir a la iglesia. Creo que había aguantado tanto tiempo porque encima de la parroquia había una enorme sala donde se daba Catequesis, pero que también servía de club infantil. Ahí podías jugar al futbolín, al parchís, a las cartas… o leer tebeos. Tenían unos cuantos, no sólo de superhéroes, sino también los típicos Asterix, Tintín y Los Pitufos (o, mejor aún, Johan y Pirluit, que era la serie de la que habían salido Los Pitufos). Los había visto en casa de algún conocido, pero no había tenido opción de leerlos, así que los devoré con esa capacidad de lectura que sólo tienes a los catorce años. Recuerdo que buscaba en ellos cosas que eran propias de los tebeos de superhéroes, pero que no tenían por qué faltar en los europeos. Si te das cuenta, Asterix y Obelix adquirían superpoderes cuando tomaban la poción mágica de Panorámix y en Johan y Pirluit había cierta continuidad… pero todo era mucho más rudimentario que en los cómics americanos. Era como dar un paso atrás y aunque me divertían aquellos personajes nunca llegué a sentir la misma adicción que me ofrecían los tíos en mallas. Salía gratis leerlos y por eso seguí haciéndolo. Un día pasó algo que me hizo ver las cosas de los curas de otra manera. Yo estaba con La cizaña, aquel álbum de Asterix donde un tal Detritus engaña a toda la tribu y hace que se peleen entre ellos, y esa tarde le tocaba vigilarnos a Sor Angelines, una monja que era igual que Batman porque iba toda de negro, aparecía de la nada y te daba un buen susto. A mí me gustaba mucho más que nos vigilara Félix, que era un cura jovencito, con gafas, bien peinado y cara de buena persona, que la mayoría del tiempo estaba jugando al futbolín y le daba un poco igual lo que hiciéramos mientras no armáramos follón. Debía tener el día libre o andaba en un entierro o haciendo cualquier cosa de ésas que hacen los curas cuando no dan misa. Sor Angelines era todo lo contrario que él. Nunca jugaba con nosotros ni al cinquillo y le gustaba mucho cotillear lo que leíamos. A los que estaban con Enid Blyton y Los Cinco les decía que muy bien, que eran historias muy bonitas y educativas, y a los que leíamos casi cualquier otra cosa nos preguntaba que cómo es que nos gustaba algo tan feo, con la cantidad de buenos libros que había en la biblioteca.

—¿De dónde has sacado esto?

—De aquella estantería, señora Angelines.

La conversación entre la monja y un chavalín de los pequeños era un ruido de fondo al que no prestaba atención, hasta que la siguiente retahíla que salió de la boca de ella provocó que levantara la cabeza.

—Este hombre está volando, Pedrito. Y eso no es posible. Solo los santos pueden volar cuando están en gracia de Dios. ¿Es que no te lo han enseñado en la catequesis?

—Es que es un cuento de Superman y…

—Y a callar, que todavía cobras.

Miré hacia el pobre Pedrito, el hijo de Don Pedro, que sería Pedrito toda la vida porque es lo que pasa cuando te llamas igual que tu padre, y el chaval se había encogido, rodeado por la oscuridad del vestido de Sor Angelines. ¿Que los criminales son cobardes y supersticiosos? Por eso dicen que Batman lleva una gigantesca y amenazadora capa. Pero en aquel preciso momento llegué a la conclusión de que había cosas que daban más miedo que un tipo vestido de murciélago. Sor Angelines le arrancó de las manos el tebeo de Superman y lo hizo pedazos delante de todos, que estábamos con la boca abierta.

—No quiero volver a veros leer cuentos chinos de éstos, que son todo mentira y luego os pasa como al niño que saltó de un edificio con un mantel colgado del cuello porque se creía que podía volar.

Aquello debió molestarme mucho, porque le dije algo que llevaba rumiando para mis adentros desde hacía tiempo:

—Pero en la Biblia pasan todo el rato cosas imposibles. ¿También son cuentos chinos?

La monja no dijo nada ni se movió. Parecía una estatua pintada de rojo, porque de ese color se le estaba poniendo la cara. Rojo y negro. Todavía se me aparece en las pesadillas. Al final, estalló.

—A ver, tú, el gordito. Pon la mano.

Y yo que me levanto y me empiezo a echar para atrás porque había sacado la regla de madera para pegarme con ella en la palma abierta, y eso dolía un montón. Me fui escabullendo hasta la puerta y, una vez allí, me marché corriendo y no paré de correr hasta llegar a casa. Si hubiera corrido así siempre, no me hubieran suspendido la Educación Física, que era algo que pasaba bastante a menudo. Y es probable que ni la monja ni nadie me hubieran llamado gordito.

Hasta un par de meses después no volví por el club infantil de la parroquia, siempre asegurándome primero que quien estaba era Félix y no Sor Batman. Seguí leyendo los tebeos que sobrevivieron a la estricta selección que llevaron a cabo después de lo que había pasado. Estuve allí hasta que los acabé todos. Y ni un minuto más. Desde entonces, sólo he vuelto a entrar una vez en una iglesia, aunque hubiera preferido no hacerlo, no por el sitio en sí mismo (cuando pasa la indignación juvenil, te das cuenta de que no es más que un edificio más), sino por el motivo que me llevaría hasta allí.

Sin tebeos de los domingos y sin el club de la parroquia, la única manera de leer cómics era financiármelos yo mismo. En los anuncios de Forum decían que cada primer, segundo, tercer y cuarto viernes de mes salía tal o cual colección, excepto Spiderman, La Masa y Conan, que eran quincenales y un verdadero problema para que cuadraran las cuentas. Al cabo de un tiempo, decidí olvidarme del bárbaro y del monstruo y quedarme con el Hombre Araña, además de Los 4 Fantásticos, Los Vengadores y Daredevil. Cada una tenía su atractivo intrínseco, algo que las hacía diferente a las demás y, por lo tanto, imprescindible. No podías dejar de comprar ninguna de esas series.

Los 4 Fantásticos era, según había contado en alguna ocasión el Doctor Átomos en el Correo de Lectores, la primera serie de Marvel, aquélla con la que Había Empezado Todo. Pero, en el ecuador de la década de los ochenta, era la serie donde estaba John Byrne, dibujando y escribiendo una etapa alucinante. Había visto a Byrne en algunos de los primeros números de Los Vengadores publicados por Forum y, aunque en aquella época no me fijaba demasiado en el nombre de los autores, me quedé con el estilo de aquel tío. Volví a reconocerlo en diferentes cómics: algunos de Vértice en blanco y negro que encontré en tiendas de segunda mano, librerías de viejo en las que, por cinco pesetas, te dejaban cambiar un tebeo por otro y, si pagabas diez duros, podías comprarlo sin más. Su estilo de dibujo en Los 4 Fantásticos era más sucio de lo que estaba acostumbrado, sin esas líneas gruesas que tanto me gustaban, pero daba igual porque seguía siendo espectacular. Lo mejor, con todo, no era eso, sino las historias. ¡Qué historias! Byrne ya llevaba varios números en la serie, pero cuando de verdad me enganchó fue en el n.º 21. Era una aventura de tamaño doble, por lo que la partieron en dos: para leer el final, tenías que esperar a la siguiente entrega. Empezaba con Reed, Sue, Johnny y Ben viviendo una vida normal, en un pueblecito, como si nunca hubieran conseguido sus poderes… hasta que descubrían que algo iba mal: el Doctor Muerte los había engañado, los había conectado a un aparato y en realidad sus consciencias estaban dentro de minúsculas figuras encerradas en una maqueta. Era la primera vez que veía una historia que empezara de una manera tan extraña… ¡Empezaba por la mitad! Te contaban primero algo gordo y a continuación lo que había ocurrido antes. In media res, que dicen los finos. Me quedé sobrecogido y Los 4 Efe se convirtieron, de manera instantánea, en uno de mis favoritos. Los meses siguientes no fueron menos alucinantes: La Cosa cambiaba de aspecto hasta parecerse a como era en los primeros tiempos, algo que yo sólo había visto en los complementos de los tebeos de Spiderman de Bruguera; Los Inhumanos se trasladaban a vivir a la Luna porque no podían soportar la contaminación de la Tierra… ¡Y Rayo Negro arrancaba del suelo su ciudad con sólo pronunciar una palabra! Irrumpía Galactus, el Devorador de Mundos, que estaba a punto de morir, y se llevaba de heraldo a Nova, la novia de La Antorcha Humana. No era el único villano en apuros: un buen día el Doctor Muerte regresaba, pero esta vez para pedir ayuda a sus enemigos. Quería recuperar el trono de Latveria, que estaba al borde de la destrucción por culpa de su nuevo gobernante. Era una manera distinta de enfocar al que ya reconocía como el peor villano de Marvel: podía poner en peligro a la humanidad, pero sus súbditos lo querían y respetaban porque gracias a él vivían bien. Me acordé, de repente, de lo que nos había dicho un día doña Susana, la profesora de Sociales, y que entonces no acababa de entender.

—Yo sé que Franco hizo muchas cosas malas, pero también muchas buenas.

Doña Susana nos explicó que el tal Franco mandaba en España cuando casi ni habíamos nacido. Yo nunca había oído hablar de él. No quería preguntarle a mis padres, que estaban muy moscas con lo de dejar de ir a misa como para sacar al señor ese. Pero sí le pregunté a Carlos, el profesor de Gimnasia, el que decían que era un hippy.

—Oye, Carlos, ¿y el tal Franco quién era?

—Un señor con voz de pito que mataba gente y construía pantanos.

Fue suficiente para entenderlo. Franco era como el Doctor Muerte. Mataba gente, pero no se rebelaban contra él porque podía ser peor, porque estaban cagados de miedo o porque algunos vivían muy a gusto así. Al fin y al cabo, hacía pantanos. Y España era como Latveria, aunque con Seats y Talbots en lugar de carros tirados por caballos, que para el caso poco importaba. Vaya mierda, yo que quería vivir en Nueva York, en plena Quinta Avenida, a poder ser.

Allí era donde estaba la mansión de Los Vengadores, que entonces creo que era de las colecciones más flojas que seguía. Ya no estaba Byrne, ni ese tío que hacía tantos detallitos y que también me gustaba mucho (George Pérez, cuyo nombre acabaría también aprendiéndome). Pero lo que me incomodaba de verdad era que, de la noche a la mañana, Chaqueta Amarilla se había vuelto un cabrón que conspiraba contra sus compañeros y pegaba a su mujer. Aquel Chaqueta Amarilla no se parecía al que yo había leído hasta entonces. Estaba todo muy forzado y el dibujo tampoco molaba. ¿Por qué seguía comprándola? Pues porque eran Los Vengadores y era tener a todos por el precio de uno. Estaba el Capitán América, estaba Thor, estaba Iron Man… ¡un montón de héroes que me gustaban! Además, las cosas pronto empezaron a mejorar.

Con Daredevil me pasaba justo lo contrario que con Los Vengadores: el personaje no me llamaba demasiado la atención y siempre estaba pensando en dejarla, pero lo que me flipaba era todo eso que se había montado Frank Miller. El Doctor Átomos contaba en los correos que el tío era un revolucionario y que nadie ordenaba las viñetas como él, que diseñaba las páginas como un todo y cosas así que no acababas de entender, pero que se te quedaban en la cabeza. A mí el dibujo no me parecía gran cosa: de hecho, pensaba que era muy feo. Pero las aventuras me enganchaban un montón. Daredevil había tenido una novia cuando estaba en la universidad que luego se había vuelto mala. Se llamaba Elektra y ahora mataba gente para Kingpin, pero Daredevil seguía queriéndola. Entonces Bullseye, otro de sus enemigos, la asesinaba. Cogía uno de sus cuchillos, la atravesaba con él y la dejaba agonizar delante de la puerta del héroe. Esas cosas nunca pasaban en los tebeos a los que estaba acostumbrado. Si alguien moría, aunque fuera la novia del héroe, no lo hacía de aquella manera, como en las películas de por la noche. Le disparaban con un rayo o se le rompía el cuello o algo así que no fuera sucio ni pareciera de verdad. Nunca con un cuchillo. En los tebeos que yo leía no había cuchillos, salvo en Daredevil. Por eso no podía dejar de comprar Daredevil, aunque no fuera tan chulo como todos los demás.

El más chulo de todos era Spiderman porque… joder, porque era Spiderman, el superhéroe más molón de todos. Me tenía particularmente enganchado el romance entre el trepamuros y la Gata Negra, porque nunca había visto nada semejante en ningún otro cómic. ¡Spidey se estaba acostando con su compañera de aventuras y sin casarse ni nada parecido! Luego estaba el Doctor Octopus, que quería asesinarla a toda costa, y se pasaron así un montón de números. Parecía que nunca se acabaría aquella saga, pero de hecho yo no quería que lo hiciera… aunque, cuando lo hizo, fue mejor todavía: Spiderman desveló su identidad secreta a la Gata Negra en un tebeo, el n.º 58 de Forum, que me compré en el quiosco de Barajas en la visita que más adelante haría con mis padres a Madrid, cuando ellos pensaron que me encantaría ver los aviones despegar. En aquel quiosco también tenían libros, algo que nunca me había atraído demasiado porque… ey, mucha letra, nada de dibujo. Pero había un libro que sí quería tener sobre todas las cosas, y también se vino a casa. Fue el primero que leí hasta el final y me hizo comprender que no todo tiene que tener dibujos para molar un montón. V, de A. C. Crispin. Era la novela que adaptaba la serie de televisión del mismo título. En 1985, los alienígenas habían invadido España.

Sucedió una tarde de sábado, que estaba en casa distraído, creo que con uno de esos Superhumor tan gordos que de vez en cuando me regalaban. No eran superhéroes, claro, pero te reías un montón, y todavía me gustaba Mortadelo. Solía leer con la tele encendida, por si ponían algo chulo. En la Segunda cadena había deportes y probablemente seguiría así el resto del día, así que salté a la Primera Cadena, donde había una serie, o una película, con gente que hablaba y no parecía especialmente interesante. Se quedó así, en espera de algo mejor. Seguí leyendo, olvidándome de la pantalla, hasta que levanté la vista por casualidad y lo vi.

Era una tía muy guapa. La típica que me hubiera gustado que fuera mi novia. Sólo que se estaba comiendo un ratón enorme. A la mierda el Superhumor, ya no pude quitar la vista de encima. También había naves espaciales y pistolas chulas y gente huyendo y un viejo que dibujaba una V encima de un cartel con aquellos visitantes. ¿En qué narices estaba pensando para no haberme fijado en el principio de aquello? Daba igual, por lo menos había pillado el final.

El lunes, en el colegio no se hablaba de otra cosa. Diana comiéndose ratones. La clase se dividió en tres bandos: los que lo habíamos visto, los que no lo habían visto pero estaban deseando hacerlo y los que, lo hubieran visto o no, estaban cagados ante la idea de verlo.

—Pero si mola mogollón, Ángel Luis. Es lo mejor que han echado por la tele. Es mejor que Galactica, que resultó ser un rollo.

—Es que luego me sueño y tengo miedo.

Los cagones debían de ser pocos: las calles se vaciaban cada sábado por la tarde a la hora de V. No había nadie fuera, literalmente nadie. Lo sé porque iba corriendo a casa, como todos, y la ciudad estaba vacía por completo. Ni coches ni gente, nada. Pronto dejaron de existir los bandos de los que no habían visto V y de los que les daba miedo. Se las apañaron para superarlo. Nos habíamos dividido entre los que estábamos enamorados de Diana y sabíamos que en el fondo la actriz tenía que ser buena chica, pero que le habían escrito el papel de mala y tenía que interpretarlo así, y los que afirmaban con la rotundidad de los ignorantes que Julie estaba mucho más buena. No sabían de lo que hablaban. En los anuncios de la tele, contaron que la Teleindiscreta de esa semana estaba dedicada a V. Tendría un montón de reportajes, y no sólo eso. ¡Pegatinas! ¡Un póster gigante! ¡Y un cómic!

Era febrero. Hacía un frío del carajo, pero salté corriendo al quiosco a por la revista.

—No nos queda. Se ha acabado esta mañana. Pero si quieres te la podemos guardar.

La Teleindiscreta se agotaba en los diez minutos posteriores a romper la cinta de embalaje que rodeaba el paquete. Antes de ir al colegio, media clase se plantaba allí para hacer cola y llevarse su ejemplar. En realidad, no había cómic de V en Teleindiscreta, pero sí una separata de cuatro páginas donde se hacía un resumen ilustrado del capítulo que se había emitido la semana pasada. Fue una sustancial mejora. En casa no había vídeo y, para no olvidar ningún detalle de cada capítulo, cuando acababa de verlos, cogía un cuaderno y escribía todo lo que había pasado, convencido de que jamás llegaría a contar con la suerte de un segundo visionado. Los posters de los lagartos empezaron a invadir mi habitación, como invadieron las habitaciones de todo hijo de vecino. A falta de posters de superhéroes, buenos eran los de los lagartos. Pero lo mejor fueron las pegatinas. Acabaron todas en los cristales de mi ventana. ¿Desde qué otro sitio podrían haberse visto mejor? Al principio era divertido, pero pasadas unas semanas ya no dejaban entrar la luz. Antes de que llegara el siguiente invierno, mi madre me obligó a quitarlas y a limpiar con alcohol los restos que dejaban. Me pasé toda la tarde haciéndolo. Creo que fue la primera vez que limpié algo.

El fenómeno Teleindiscreta duró tanto como el fenómeno V y se empezó a aplacar cuando la serie se convirtió en algo más convencional: después de que Donovan y toda su tropa echaran a lagartos por primera vez, éstos volvieron a por más, pero ya no era lo mismo. Los episodios empezaban y acababan: ya no se continuaban entre ellos. Encima el cambio de peinado que le hicieron a Diana era horrible y ya no quería que se reformara y se convirtiera en mi novia. V seguía vaciando las calles cada sábado a las siete y media, pero poco a poco se empezó a pasar la fiebre.

Mientras tanto, yo había seguido comprando tebeos y, cuando los lagartos dejaron de obsesionarme, volví sobre ellos con más fuerza si cabe. Me animé incluso a escribir por primera vez al correo de lectores. Estuve al menos dos semanas pensando qué podía preguntar, porque la verdad es que no se me ocurría nada. Releí ediciones anteriores para ver qué es lo que habían contestado a otros lectores y así descartar esas cuestiones. Vi que había un patrón que se repetía. Era importante empezar la carta haciéndole la pelota al responsable de la sección, y a ser posible diciéndole que su rival te caía fatal. «Loki, qué grande eres. No como ese sosainas de Átomos». O en su lugar: «Átomos, usted sí que domina la materia. Ojalá le dieran todos los correos que lleva su compañero Loki. Él no está a la altura». Otra duda importante era a qué colección enviarla. Me decidí por Spiderman, que me tenía muy enganchado con aquello de la Gata Negra y lo que se comentaba de que Spidey tendría un nuevo traje. Después de otras dos semanas dándole vueltas a la misiva, la terminé de escribir y pensé entonces que muchos fans enviaban también un dibujo, así que saqué los rotuladores y me puse a hacer algo que me parecía muy original: yo mismo me imaginé cómo podría ser el nuevo traje de Spiderman. Aunque hubiera guardado ese dibujo, me daría una vergüenza terrible enseñarlo, así que te vas a quedar con las ganas, porque era horrible y en nada se parecía a lo que debía ser un traje de Spiderman. Creo que para hacerlo me fijé mucho en las plantillas del juego de dibujo de Superhombres y Monstruos de Geyper, uno de ésos en los que intercambiabas diferentes opciones de piernas, torso y cabeza hasta crear diseños absurdos. Ponías un papel sobre la plantilla en relieve, pasabas un carboncillo por encima y ya tenías el dibujo. Hasta había unos lápices para colorearlo.

Junté el dibujo con la carta que había escrito, que tenía nueve folios y sospecho que muchas faltas de ortografía, y lo envié todo en un sobre de tamaño grande a la dirección que figuraba en los tebeos: SPIDERMAN/EDICIONES FORUM. Córcega, 273-277. 08008 Barcelona. Y a esperar.

Esperé meses. Cada quince días, compraba el siguiente número de Spiderman con la esperanza de encontrar mi carta respondida. Y nada, no había manera. Encontraba nombres que me sonaban, porque pertenecían a lectores a los que Átomos había contestado muchas veces anteriormente. ¿Y por qué a mí no? No me rendí, porque los superhéroes nunca se rinden, y yo no podía ser menos. Volví a intentarlo dos veces más, con idénticos resultados. Para la cuarta, empecé a dar vueltas a si no sería mejor idea escribir a una serie menos importante, como Daredevil, pero tampoco sirvió de nada, así que me resigné. Mi nombre no estaba destinado a convertirse en el de uno de esos habituales de la sección, que para mí habían alcanzado la categoría de famosos.

Estaban mis cuatro colecciones mensuales, que en realidad eran cinco, porque Spiderman salía cada quince días. Aguantaba el ritmo de gasto, incluso después de aquel fatídico día de febrero en el que llegué al quiosco para comprar Los Vengadores n.º 25. Iba pensando que lo mismo harían algo especial porque… ¡Era el n.º 25! No había nada especial. Una portada con manos verdes saliendo del suelo. Lo único que había cambiado era el precio.

—Ahora los tebeos de Forum cuestan 100 pesetas, chaval.

—¿100 pesetas? ¡No puede ser!

—Pues vete acostumbrándote.

Que los cómics que compraba costasen 95 pesetas ya era de por sí bastante duro. Un robo, para algunos chavales del colegio a los que no les llegaba la paga pero, una vez habías entrado en el juego, lo aceptabas como algo establecido, tanto como que tuviera que levantarme todos los días a punta mañana o desayunar Cola-Cao. ¡100 pesetas! Casi no cabía en el pequeño círculo donde se indicaba el precio, junto con el número en cuestión de la serie. Ya no me sobraría un duro de cada tebeo que comprara. Tampoco era tan grave, siempre que no subiera más. El problema es que ese mismo mes anunciaron nuevas colecciones. Capitán América y La Patrulla-X empezarían en marzo. Iron Man y Alpha Flight lo harían en mayo. ¿Qué hacer? A Iron Man y el Capi ya los tenía en Los Vengadores, así que podría vivir sin ellos. No sabía lo que era Alpha Flight y, antes de que pudiera descubrir que lo escribía y dibujaba John Byrne, MI John Byrne de Los 4 Fantásticos, ya me había comprado el primer número de La Patrulla-X, porque en los Correos de Lectores no dejaban de hablar de esa colección. Decían que era la mejor de Marvel, pero que hasta entonces no habían conseguido publicarla y por eso la llamaban «La Maldita-X», Bueno, pues tenían razón. Era el mejor cómic que había leído nunca. Conocía La Patrulla-X original, porque la había visto en algún tebeo viejo, pero nunca había oído hablar de Tormenta, Lobezno, Coloso o Rondador Nocturno. Fue contemplarlos en la portada del n.º 1 y querer saber más de ellos. Sólo había un problema. En el segundo número, terminaba la primera aventura del equipo… y luego pegaban un salto de un montón de episodios para saltar al funeral de Fénix. ¿Fénix? ¿Quién era Fénix? ¿Y cómo había muerto? El tebeo era un gran resumen de la historia del grupo, de cómo habían llegado hasta ahí. Más adelante, en el Correo de los lectores, leí la carta de un tipo que decía que aquella aventura había sido una mierda, con todos en el entierro y Cíclope recordando. Sin peleas, sin nada más. A mí me parecía imposible que alguien pudiera pensar eso. ¡Aquel tebeo era cojonudo! Era una guía por la historia de La Patrulla-X: allí estaba la clave de por qué molaba tanto. Estaba contado en primera persona, algo que no había visto nunca. Estaba dibujado por Byrne, y el Byrne de los buenos, de cuando todavía no se había enguarrado su estilo. Y estaba escrito por un tal Chris Claremont, del que no tuve noticia hasta entonces pero que, como explicaban en la entrevista que le hacían en el primer número, era el único guionista que hacía esa serie. Por las demás, los escritores iban y venían. En cambio, Claremont había escrito La Patrulla-X desde el principio y seguía haciéndolo. ¡Y que nadie se atreviera a quitarlo de ahí, que se la tendría que ver con los lectores! Sí, bueno, estaba La Patrulla-X antigua, que era de Stan Lee y Jack Kirby, como todos los demás personajes de Marvel, pero eso daba un poco igual. Lo verdaderamente importante era la nueva Patrulla-X. La trama era intrincada, los personajes adultos como no lo era ningún otro superhéroe; Tormenta era preciosa, una diosa de verdad, sin necesidad de hablar en plan antiguo, como hacía Thor. Y Kitty Pryde era el tipo de chica que no existía en mi colegio, pero que debía haber en alguna parte, y algún día encontraría una así y me casaría con ella. Ah, y luego estaba Lobezno, que era un asesino y un verdadero hijo de puta. Pero pertenecía al grupo, como si en tu pandilla se metiera el más macarra de la clase y a todo el mundo le pareciera bien. No eran Los 4 Fantásticos, que formaban una familia. No eran Los Vengadores, que componían una especie de club lleno de reglas y de normas un poco estúpidas. Eran unos tíos que vivían juntos porque eran mutantes y los mutantes lo tenían muy jodido, porque no había nadie como ellos en el mundo, y los odiaban por ser diferentes. Pero era guay ser mutante, por mucho que se quejaran; por muy mal que lo pasaran por culpa de sus poderes, era realmente guay. Y entonces me di cuenta de que yo era uno de ellos. Yo también era diferente a todos los demás, yo también me sentía aislado, yo también estaba al margen de casi todos los demás chicos del colegio, no digamos ya de las chicas. Vale, no podía formar parte de La Patrulla-X porque no conocía a otros que también fueran así. Pero al menos podía seguir sus aventuras.

Mientras leía y releía los primeros números de Forum, empece a darme cuenta de que había un gran vacío en mi estantería de tebeos, por no decir en mi corazón y en mi alma. No tenía los tebeos que se habían saltado, entre que el grupo se había unido y la muerte de Fénix. La mayoría de ellos estaban publicados por Vértice, en blanco y negro, mientras que los últimos eran ya de Surco, la sucesora de Vértice, y estaban a color. Todo eso había sido antes de Forum, antes de que yo estuviera allí, pero quedaban rastros de aquella época prehistórica en las librerías de viejo, busqué y rebusqué y me harté de buscar, pero sólo conseguí encontrar dos: los n.º 31 y 32 de Vértice, situados en medio de una saga en la que el grupo se había dividido: la mitad estaba en Japón y la otra mitad en Nueva York. Al final del segundo de ellos, los mutantes acababan en Canadá luchando contra Alpha Flight.

—Ah, éstos son Alpha Flight. Ahora lo entiendo todo.

A pesar del blanco y negro, eran increíbles, mejores aún que los de Forum. ¡Pero sólo tenía dos!

La Patrulla-X fue la quinta colección que compré. Pero las cuentas no salían: eso eran seiscientas pesetas al mes, teniendo en cuenta que Spiderman salía dos veces. Alguna tenía que caer, finalmente, corté el eslabón más débil. Miller ya no estaba en Daredevil y, aunque las historias seguían estando bien, no era lo mismo. Fue la que se quedó fuera de la ecuación. El resto, se salvaba. Poco duró esa decisión porque, mientras agonizaba el curso, añadí una nueva serie que no podía dejar pasar bajo ninguna circunstancia. Se llamaba Secret Wars y reunía a un montón de héroes y villanos de Marvel, que eran llevados hasta una galaxia lejana para que luchasen entre ellos, un capricho de un tío que se llamaba el Todopoderoso y que nunca antes había aparecido. No me paré a pensar si aquello tenía sentido. ¡Estaban todos los personajes que me gustaban! Secret Wars tenía que venirse a casa.

Otras cien pesetas más cada mes, madre mía. Tuve que vender un tebeo de Spiderman para hacerme con el primer número. Fue una aventura en la que salía el Rey Kull. Roberto Garzón, el niño pijo, lo quería tener porque le gustaba mucho Conan y decía que Kull era igual que Conan y hasta lo había creado el mismo autor, un tal Robert E. Howard. A mí lo de los bárbaros no me gustaba y el tebeo tampoco era nada del otro mundo, así que accedí a vendérselo. Al día siguiente comprendí mi error, porque entonces tendría un hueco en la colección. Del n.º 31 saltaría al n.º 33. ¿Cómo era posible que no me diera cuenta? La ansiedad por hacerme con Secret Wars nubló mi juicio. Tardé varios años en recuperar el tebeo de Spiderman, pero ya llegaremos a eso…

Porque tener las colecciones completas era una titánica labor que requería todos tus esfuerzos. Los quioscos no tenían todas las series. El de la esquina de mi calle llevaba tres, otro llevaba una cuarta, otro llevaba sólo Spiderman, y a veces fallaba el reparto y te quedabas sin nada. Me di cuenta de que debía patearme la city de arriba abajo. En caso contrario, algo terrible ocurriría: me quedaba sin algún episodio o el cómic tenía un numerito escrito, porque el quiosquero quería llevar el control de lo que vendía y lo que no o las páginas estaban arrugadas, porque las habían manoseado veinte niños antes de que yo llegara o vete tú a saber qué. Había un único quiosco que llevaba Los 4 Fantásticos y además estaba en la otra punta del pueblo. Tenía que andar como quince o veinte minutos para llegar a él. Aquello era un peregrinaje, no el Camino de Santiago.

Ese sábado, como tantos otros, tocaba caminata. Bastaba acercarse al quiosco para saber si estaban los nuevos tebeos o seguía todo igual que la semana pasada. A más de dos metros, se vislumbraba el tapiz de colores que formaban todos los cómics ordenados en el expositor. Si el tapiz había cambiado, aunque sólo fuera un poquito, significaba buenas noticias. Si seguía igual, de poco servía que te acercaras y lo comprobaras cuidadosamente: era obvio que el camión del reparto todavía no había pasado por allí. Ese día, no sólo los colores eran diferentes, sino que alguien estaba pagando por llevarse una de las piezas que formaban el tapiz Se volvió y mis ojos se fueron automáticamente hasta aquello que había comprado. ¡Era el número de Los 4 Fantásticos de ese mes y encima la portada era chulísima! Ponía ANNUAL en grande. Me acerqué, casi temblando, hasta el quiosco.

—¿Tiene Los 4 Fantásticos?

—Mira a ver si está en este montón. Pero creo que el único que tenía se lo acaba de llevar ése.

¿Quién narices era ése? ¿Otro coleccionista de tebeos? La opción de que existiera un alma gemela en un océano de extraños ni siquiera llegó a pasar por mi mente. ¡Se había quedado MI n.º 32 de Los 4 Fantásticos! A partir de ese día, no sólo tendría que recorrer cada quiosco: también tendría que ser el primero en hacerlo. Llevaba casi un curso de coleccionista, 1984-85, y debía tener un estante lleno de tebeos cuando me dijeron una frase que me ha acompañado toda la vida.

—Hijo, ¿para qué quieres tantos?

No entendía qué quería decir mi madre con aquello. Yo nunca le decía para qué quería ella todas esas vajillas y cuberterías, o esas revistas de ganchillo. ¿Por qué me preguntaba por los tebeos? Era evidente que a mis padres cada vez les preocupaba más mi afición, obsesión lo llamaban ellos, por los dichosos cómics.

—Te pasas todo el día leyendo. Metido en tu mundo de fantasía. No te enteras de nada. Y encima, te vas a quedar ciego.

Decía mi padre, empleado de banca, y además experto oculista, por lo que parecía. La cosa no pasaba de ahí, de comentarios despectivos cargados de incomprensión, hasta que llegaron las malas notas. Estaba en octavo, el último curso de la EGB. Cuando terminara el curso, iría al instituto porque yo era un chaval inteligente y despierto que algún día haría carrera, no como esos borricos que harían la Formación Profesional. Era la moto que les habían vendido a mis padres y que ellos se habían tragado hasta el tubo de escape. Me sé de uno de esos borricos que fueron a la FP para luego meterse a albañil. Hoy es dueño de la mitad de su pueblo. Pero entonces lo del BUP vendía mucho. El niño tiene que hacer el BUP, hombre por Dios. Sólo había un problema: que me habían quedado cuatro para septiembre: Matemáticas, Lengua (tanto leer, ¿para qué?, me preguntaban), Sociales y Religión. Ya te dije que había dejado de ir a misa y además las cosas que decían los curas cada vez me parecían más absurdas y estúpidas. A don Dionisio le debió molestar mucho que en clase me pusiera a discutir sobre la Sagrada Trinidad y la Virgen María, y pensó que necesitaba un escarmiento. En realidad, la Religión no era mucho problema. Le ponía las cuatro chorradas que él quería leer, y aquí paz y después gloria, nunca mejor dicho.

El problema estaba en las otras, sobre todo Matemáticas. Así que ese verano fue un infierno y no sólo porque hiciera un calor horrible, sino porque cada mañana del mes que estuvimos en la playa tuve que ir tres horas a clases particulares de recuperación y luego a estudiar al apartamento. El mar ni lo olía, aunque por la tarde me escapaba y, con cuatro ahorrillos que tenía de lo que me habían dado los abuelos, iba pasando por los quioscos del paseo buscando tebeos que no hubieran llegado a casa y encontrando muchos de los que se me habían escapado. Una noche, mi padre me dijo que me fuera de paseo con ellos. No es que me apeteciera lo más mínimo, pero era eso o las Matemáticas.

—Mujer, no va a pasar nada porque el chico deje una noche de estudiar.

Fue aquella noche cuando descubrí que, a lo largo de todo el paseo marítimo, habían colocado un montón de puestos ambulantes. Los había con ropa, con artesanía de la zona, con radios y despertadores. Y también había unos cuantos que tenían libros y… Tebeos. Tenían montones de tebeos de saldo. Me llamó la atención uno muy grande, de Spiderman, que se titulaba «Enredadera». Me lo puse a ojear y me di cuenta de que era una adaptación de la serie de dibujos animados. Muy feo y encima muy caro: 150 pesetas. No acababa de ver ninguna otra cosa que me gustara y casi estaba dispuesto a pedir el dinero para comprarme el «Enredadera» cuando mi padre me señaló varios montones que no había visto.

Era alucinante. Montones de Spiderman de Bruguera. ¡Te llevabas cinco por trescientas pesetas, y diez por quinientas pesetas! Entonces no sabía que la edición era horrible, que faltaban páginas, que estaban desordenados los episodios o que la rotulación era mecánica. Las portadas eran alucinantes, los interiores todavía más. Vi villanos y secundarios de los que no había sabido nunca, más que por los flashbacks de las ediciones modernas de Forum. Miré a mi padre, esperando que me recordara que había suspendido tres, que las clases particulares ya le estaban saliendo por un ojo de la cara y que, cuando aprobara, ya veríamos. Pero mi padre era mucho mejor tío de lo que ni siquiera yo me daba cuenta.

—Venga, cógete diez, que están tirados de precio.

—Pero ni tocarlos hasta septiembre.

Hasta mi madre debió darse cuenta de la expresión, cercana al éxtasis, que adornaba mi cara y tuvo que ceder. Aquellos diez tebeos tenían aventuras alucinantes. Entre otros, estaba el n.º 31. Spiderman contra la Gata Negra, aunque aquí la llamaran Gato Negro. ¡Era su primera aparición! Había visto cómo acababan en la cama, pero en aquella historia estaban peleados, aunque no entendiera muy bien por qué. El n.º 46, con la primera aparición del Lagarto. Lo más curioso es que aquél era un tebeo verdaderamente antiguo, porque lo dibujaba Steve Ditko, el primer artista que se había encargado de Spiderman y que entonces me parecía demasiado raro, aunque la historia me gustase mucho. El n.º 37. ¡El fin del Tigre Blanco! Contaba cómo se retiraba un héroe de Nueva York, después de ser gravemente herido por un terrorista. El n.º 40. ¡El Doctor Octopus ataca! Increíble: Doc Ock lavaba el cerebro a Spidey, que se unía a él en su carrera criminal. También me llevé el n.º 41, que era la continuación de la historia, aunque no se veía cómo Peter Parker recuperaba la memoria y tardaría unos veinte años en descubrirlo. El n.º 52, ¡En las garras de Kingpin! Se me quedó grabado lo que decía el malo en la cubierta: «Me creías gordo… ¡Pero soy todo músculo!». ¿Eso era verdad? ¿Hay gente que parezca gorda pero que en realidad sean fuertes? ¿Podría yo ser uno de ellos? ¡Al siguiente que me llamara gordo le diría que era todo músculo! Pero, sobre todo, estaba el n.º 28. La muerte de Gwen Stacy. Había leído sobre aquello en los tebeos modernos, pero nunca lo había visto con mis propios ojos. De verdad había sucedido. De verdad El Duende Verde había matado a Gwen.

Me quedé pillado por lo hipnotizante de las historias, pero también por lo bien dibujadas que estaban, tanto que no tenía muy claro si esas aventuras, realizadas en los años sesenta, no se situaban al mismo tiempo que las modernas, de los años ochenta, que estaba leyendo en las ediciones de Forum. Mi amor absoluto por Spiderman se cimentó en esos tebeos, por muy de Bruguera que fueran.

Los tebeos que compré en la playa iban directamente bajo la cama y sólo me atrevía a leerlos cuando mis padres salían a dar el paseo y pensaban que estaba estudiando. Hay que ver lo que se está esforzando el niño para sacar las cuatro que le han quedado. No lo defiendas, que son cuatro, y encima la Religión. Pero ¿quién suspende la Religión? A mi madre lo de las Matemáticas le daba un poco igual, pero que cateara con los curas… En fin, mi padre más o menos le seguía la corriente, aunque sin montar un drama alrededor de aquello.

Fuera como fuera, agosto terminó, volvimos a casa, llegaron los exámenes y me salieron bien. Conseguí aprobar las cuatro y, por tanto, pasaría a BUP. Fue entonces, a mitad de septiembre y, aunque no faltara nada para que empezara el curso, cuando liberado de los libros de texto podía decir que tenía vacaciones. Mis padres tenían que ir a Madrid a una revisión médica. Y no sé si como recompensa por haber aprobado o porque mi hermano estaba de campamento y no tenían con quién dejarme, me dijeron que yo también iría con ellos.

De mi primera visita a Madrid me acuerdo sólo de tres cosas. Primero: estaba deseando comerme una hamburguesa de McDonald’s porque no había probado nada así en toda mi vida, pero no me gustaron los pepinillos. Segundo: fuimos a ver Gremlins a un cine de la Gran Vía con una pantalla gigantesca. Me pareció la mejor película del mundo, aunque pasé bastante miedo con los bichos. Y tercero, y lo más importante de todo: visité, por primera vez, una librería especializada nada más salir de la peli. Era Madrid Comics, que entonces estaba en Gran Vía n.º 55, en un sitio llamado «Los sótanos». Como su nombre indica, había que bajar a una especie de centro comercial subterráneo y allí estaba, entre otras pequeñas tiendas. Como el niño cuando lo tuve en brazos por primera vez, como el primer New X-Men de Grant Morrison, como Parque Jurásico y como el Emule, era increíble pero completamente cierto. Una tienda llena única y exclusivamente de tebeos, con todos los números atrasados que me faltaban. Pero no sólo eso. También había cómics americanos.

—No puede ser. Son más pequeños que los españoles. ¿Por qué son más pequeños?

—Ése es el tamaño que tienen. En realidad, Forum y Zinco lo que hacen es ampliarlos de tamaño.

—¿De verdad?

—De verdad. Toma, llévate éste.

El dependiente de la tienda me estaba tendiendo el Secret Wars II n.º 1 USA.

—¿Sabías que han hecho una segunda parte de Secret Wars?

—Ostia…

Mi madre se empezó a poner nerviosa cuando solté el taco, pero a mí me dio igual. Yo sólo podía mirar aquella portada, con los principales héroes de Marvel, mientras el dependiente me contaba que el Todopoderoso ya no los enviaba a otro planeta, que ahora era él el que visitaba la Tierra. Yo sólo tenía una pregunta en la cabeza.

—¿Cuánto vale?

—Si te llevas diez tebeos españoles, te lo regalo. Nos han mandado un montón. Y además, es una mierda.

Esto último lo dijo más bajito, pero pude oírlo perfectamente, y creo que mis padres también. Daba igual. Me puse a contar los que me llevaba. Cinco de Vengadores, con el final de «La saga de Korvac», que todavía no conocía. Tres de Los 4 Fantásticos, salteados, de antes de la llegada de Byrne, que me faltaban pero que tampoco me preocupaba demasiado. Dos de Daredevil, de los primeros de Miller. ¿Y el Spiderman n.º 32, el del Rey Kull? Jo, no lo tenían. Seguiría sin rellenar ese hueco en mi colección. Bueno, ya estaban los diez. De regalo, mi primer número de las Secret Wars II y unas tarjetitas de publicidad con portadas de Marvel. Alucinante.

—Oye, muchacho. ¿Qué se dice?

—¡Muchas gracias!

—De nada, ¿cómo te llamas?

—Nicolás.

—Yo, Lorenzo. Hasta otra.

Había ido a Madrid, y no sólo eso. Había comido una hamburguesa de McDonald’s. Había visto Gremlins. Y tenía un tebeo en inglés que todavía no había salido en España. En mi primer día de clase, llevaba un cuaderno para tomar notas y el Secret Wars II n.º 1 para presumir, aunque realmente no le importara a nadie. O eso pensaba.

—¿De dónde has sacado este tebeo?

Ni hola ni muy buenas ni soy fulano de tal. Eso fue la primera cosa que me dijo Justo Manuel cuando nos conocimos. Me volví, esperándome encontrar con alguno de los cabritos que me hacían la vida imposible en el colegio y que planeaban continuar con el acoso y derribo en el instituto. Pero entonces me pareció que estaba mirando una mala fotocopia de mí mismo. Le faltaban las gafas de culo de vaso y probablemente le sobraran todavía más kilos que a mí; tenía una camisa a rayas pasada de moda con demasiados lavados a sus espaldas y unos vaqueros rojos desteñidos. Sí, señor. Sabía reconocer a uno de los nuestros nada más verlo. Y Justo Manuel lo era más incluso que yo mismo. Si hasta ahora no me lo había cruzado nunca era porque habíamos ido a colegios distintos. Él vivía en la otra punta del pueblo, en un barrio que estaba por lo menos a veinte minutos andando desde mi casa. Eso era como ir a Roma y volver. Yo sólo pasaba una vez al cabo del mes por allí.

Y era para…

—Ostras, ¿tú compras Los 4 Fantásticos?

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me faltan unos cuantos por tu culpa.

Entonces le conté la historia. Agachó la cabeza, como si le hubiera explicado que era el responsable de la muerte del tío Ben. Se quedó pensando un momento y luego me miró sonriente, mostrando un corrector dental.

—Si me dejas hasta mañana el tebeo de Secret Wars II, te invito a casa a que leas todos los que yo tengo, incluidos los de Los 4 Fantásticos.

Era una difícil decisión. ¿Podía confiar en él? Sólo sabía que se llamaba Justo Manuel, que vivía muy lejos de mi casa y que… Iba a venir todos los días a la misma clase que yo, por lo que tampoco desaparecería como si nunca hubiera existido.

—Está bien, pero cuídalo como oro en paño.

—No te preocupes. Prometo que me lavaré las manos antes de leerlo y que nadie más lo verá.

—Eso.

Haciendo honor a su nombre, Justo cumplió. Al día siguiente, me trajo intacto el primer y único tebeo americano que tenía.

—Está guay, pero no me he enterado de nada. En el colegio daba francés y no me aclaro con el inglés.

—Es el Todopoderoso, que viene a la Tierra y se monta una buena.

—¿Sabes si Forum lo va a sacar?

—¡Ni idea! El otro día me pillé el cuarto de Secret Wars, hasta que lleguen a la segunda parte…

—¿El que Spiderman hace quedar a La Patrulla-X como una panda de idiotas?

—No, el que los villanos les tiran una montaña encima y Hulk la aguanta, pero tienen que cabrearlo más para que no ceda.

—Ah, creo que todavía no lo tengo.

Había un montón de cómics que habíamos comprado los dos, porque nadie en su sano juicio dejaría de hacerse según qué series, como Los Vengadores o Spiderman. Pero había otros que yo tenía, y él no, y viceversa. Él se hacía, por ejemplo, Thor y Alpha Flight. Gracias a eso, pude descubrir a un tal Walter Simonson, que escribía y dibujaba Thor y que había hecho una historia alucinante en la que salía un tío con cara de caballo que podía sostener el martillo. Y no sólo eso. Justo también compraba una colección de Zinco, Los Nuevos Titanes.

—Pero tío, si esto es de DC.

—Sí, pero está muy bien. Lo dibuja George Pérez y es tan chulo como La Patrulla-X, por lo menos.

—¿No decía el profesor Loki que Los Nuevos Titanes son una copia de los mutantes?

—Bah, no tienen nada que ver. A lo mejor lo dice porque sabe que molan y así no se lo compran los que leen Forum. Lo único malo es que no tienen correos de lectores. Ah, tienes que ver esto.

Justo Manuel me enseñó un número que ya tenía de Los Vengadores.

—No, si éste lo tengo y lo he leído mil veces.

—Pero fíjate en esto.

Y ahí estaba, en el Correo de lectores. Un tal Justo Manuel Fernández, del mismo pueblo que yo. Con su parrafito lleno de respuestas a esas grandes dudas que siempre te surgen, como quienes serán los siguientes villanos que lucharán contra el grupo y para cuándo una nueva alineación, que la última ya estaba muy vista. Entonces caí en la cuenta.

—¿Este eres tú?

Respondió orgulloso, con un movimiento afirmativo de cabeza. Cabrón suertudo. ¿Cómo lo había conseguido? Le pregunté si había mandado muchas cartas. Sólo una. Le pregunté si había hecho algo especial, como añadir un dibujo. Me dijo que no. Pero no te pienses que me lo creí demasiado. ¿Por qué él sí y yo no? Cuán injusta es la vida, concluí.

La semana siguiente ya estaba otra vez mandando cartas. Al cabo de unos meses, por fin me contestó Átomos en el Correo de lectores de Los 4 Fantásticos. Había decidido juntar varias cartas mías que le habían llegado, a ésa y otras series, porque así mataba unos cuantos pájaros de un tiro. Y encima mi nombre estaba mal escrito. ¡Pero si siempre lo ponía todo en mayúsculas para que se entendiera mejor! A pesar de todo, ya tenía lo que quería: aparecer en un tebeo de Forum. Me podía dar por rendido, pero volví a escribir unas cuantas veces más y volví a aparecer, con el nombre bien escrito.

Había una serie en concreto, Factor-X, protagonizada por los miembros fundadores de La Patrulla-X, que Forum estaba tardando muchísimo en sacar. ¡Ni te imaginas las ganas que teníamos de leerla! Andábamos tan desesperados todo el día con Factor-X que yo empecé a mandar cartas al Correo de lectores, aunque todavía no hubiera salido el primer número ni se hubiera anunciado ni nada. Justo Manuel se empeñó en que aquello no servía de nada, que lo que teníamos que hacer era enterarnos de una puñetera vez cuándo lanzarían la serie por el método que fuera.

—¿Cómo?

—¿Y si llamamos por teléfono y lo preguntamos sin más?

Nunca se nos había ocurrido, pero era la solución más sencilla de todas. Con suerte hasta conseguiríamos hablar con Loki o Átomos, que seguro que se pasarían allí todo el día. Lo primero era dar con el número: nos pusimos a mirar y nos dimos cuenta de que en los tebeos no lo indicaban, hasta que nos acordamos de un anuncio que habían publicado en el que aparecía La Cosa levantando un baúl enorme y en el que explicaban que la redacción se había mudado. ¡Allí sí estaba el teléfono! 209 80 22, de Barcelona. Lo marcamos con un poquito de miedo. Al segundo tono, respondió una voz masculina que parecía bastante amable, así que nos tranquilizamos.

—Oiga, ¿se puede poner el Profesor Loki o el Doctor Átomos? Es importante.

—Ah, ¿y quién lo llama?

Me quedé parado, sin saber qué contestar. Hasta que dije mi nombre.

—¡Oh, tú eres el que manda tantas cartas! ¡Qué alegría me da conocerte! ¿Sabes que tenía mucha curiosidad? Me leo todas las cartas que llegan a redacción y me gustaría decirte que me acuerdo de ti porque tu caligrafía es de las más bonitas que he visto nunca.

No sabía qué contestar. ¿Mi caligrafía bonita? ¡Pero si escribía fatal! ¿Y quién era esa persona?

—No soy ni Loki ni Átomos, que ahora no están, pero a lo mejor te sirvo de algo. Yo soy Pere, Pere Olivé. Yo me encargo de hacer los letreros de todas las colecciones de Forum, lo que nosotros llamamos logotipos.

Me había quedado mudo, mientras que Justo Manuel no dejaba de decirme en voz baja: «Factor-X, Factor-X, Factor-X».

—¿Qué cuando sale Factor-X? Espera, que lo pregunto. —La voz se alejó del teléfono, pero todavía pude escuchar con claridad: «Aquí hay un chaval que me pregunta por Factor-X. Ah, que en enero, pero que todavía no lo podemos decir. Vale, pues muy bien». Y otra vez que volvía a ponerse al aparato—. Mira, me dicen que todavía no lo tienen claro, pero que pronto lo dirán.

Le di las gracias y colgué. ¡No sólo me había enterado de cuándo saldría Factor-X, sino que había hablado con alguien de Forum! Años más tarde, conocería a Pere en carne y hueso. La persona más amable del mundo. Me dio un abrazo y dijo que se acordaba de mí, de mi llamada y de mi caligrafía, que era la más bonita del mundo.

Las cartas que había enviado surtieron también efecto, de manera que conseguí figurar el primero de todos en el correo de Factor-X n.º 2. «De puro adelanto, se ha pasado», decía Loki. ¡Ey, pero ahí estaba yo! Después de todo, la vida no es tan injusta, si no te rindes.

Era principio de curso, así que no había nada que estudiar y al contrario que en el colegio teníamos todas las tardes libres, así que nuestra rutina consistía en ir a casa de cualquiera de los dos y estar leyendo y hablando de cómics. Mis padres estaban contentos porque por fin me veían con un amigo más o menos fijo, aunque fuera por culpa de los dichosos tebeos. Aurora, la madre de Justo, era muy guapa y se portaba muy bien conmigo: otro motivo más para ir allí todos los días. Creo que estaba un poco colgado por ella. No se parecía a ninguna otra madre que hubiera visto jamás. Bueno, a lo mejor se parecía a Susan Richards, pero su marido no era precisamente Mister Fantástico. El tío no aparecía hasta por la noche y no llegaría a verlo hasta muchos meses después. Cuando lo hice, me quedé de piedra. Era un señor bajito con un barrigón enorme. Ahora entendía a quién había salido Justo, pero… ¿cómo podía haberse casado ella con aquel tío? No, no eran Reed y Sue, sino La Cosa y Alicia Masters.

El señor Fernández estaba todo el día de viaje y siempre traía algún regalo para Justo, que no tardó en aprenderse el truco.

—¿Qué quieres que te compre, hijo?

—No sé. Algún tebeo que no tenga.

—¿Y cuál no tienes? Si tienes un montón.

—Los Extra Superhéroes, las Novelas Gráficas Marvel y los Superconan. Sobre todo si encuentras el 9. Ahí es rey y mola cantidad. Y, si ves un Pocket de Ases, también me vale.

La Colección Extra Superhéroes era un mito que yo sólo conocía por las publicidades que aparecían en los cómics Forum. La editorial lanzaba uno cada dos meses y eran espectaculares: 96 paginazas de historia completa, protagonizadas siempre por personajes muy interesantes. Había uno de Lobezno, otro de Hércules, otro de Ojo de Halcón… Se podían poner en la estantería, como si fueran libros. ¿El único problema? Valían la friolera de 250 pesetas, una auténtica barbaridad. Yo no me lo podía permitir, a no ser que me saltara algunos números de dos o tres colecciones.

Lo de las Novelas Gráficas era peor todavía. Eran álbumes enormes, en tapa dura y papel brillante, como los de Asterix o Tintín… ¡Sólo que eran de Marvel! Había visto anunciados unos cuantos títulos, como Super Boxers o Piratas del Espacio que no me decían gran cosa, aunque tuvieran buena pinta. Pero había dos novelas gráficas por las que suspiraba día y noche, sólo con saber los títulos y haber visto la portada. Una de La Patrulla-X, titulada Dios ama, el hombre mata, y otra que se llamaba La muerte del Capitán Marvel. A este personaje lo había visto en un par de ocasiones, en Los Vengadores. No sabía gran cosa de él, salvo que molaba, y tenía que ser muy triste verlo morir. En la portada, estaba en brazos de un esqueleto vestido con una túnica. Pero lo mejor era que lo rodeaban casi todos los héroes. Yo flipaba con esas historias en las que se juntaban un montón de ellos, así que tenía que tener aquélla, por muy mal rollo que me diera el título.

Y luego estaban los Pocket de Ases. De éstos sí que tenía alguno. Eran unos libros de bolsillo que había publicado Bruguera en sus últimos años, pero que todavía se encontraban con facilidad. Contenían seis o siete aventuras de un personaje concreto, sin que importara demasiado la procedencia. Los había de Spiderman, de La Masa o de Los 4 Fantásticos, pero también de Superman y Batman, o de dos tíos de los que nunca había oído hablar: El Hombre Enmascarado y Mandrake. Lo sabía porque, en la parte de atrás de cada tomo, venía el listado de todos los números, que sólo servía para hacérmelo pasar mal porque… los quería todos, al menos todos los de mis personajes favoritos, y solo tenía un par de Spiderman y uno de La Masa. Contenían historias que nunca había leído, y las de Spidey me gustaban mucho: salían un montón de héroes y había un viaje a la Tierra Salvaje, donde se encontraba con un ejército de dinosaurios que luego atacaban Manhattan. Creo que me flipé con los dinosaurios por culpa de aquel tebeo.

Un día, sin embargo, se me pasó por completo el interés en los Pocket de Ases. Justo tenía un tebeo de Vértice en blanco y negro que llevaba la aventura de Spidey en la Tierra Salvaje. Cuando le eché un vistazo en su casa, descubrí un detalle que nunca me había parado a pensar: los bocadillos tenían mucho más texto que en el Pocket de Ases. Me puse a comparar ambos sólo para descubrir la cruda realidad: para adaptar los diálogos al reducido espacio de aquellos libritos era necesario resumirlos, de manera que las frases llegaban a ser absurdas o no tenían que ver con lo que de verdad ponía. Hasta entonces, no me había importado que el Spiderman de Bruguera estuviera desordenado o se comieran páginas. Era casi divertido tratar de leerlos de la manera correcta. Pero aquello me descolocó. Se me había caído un mito: ya no quería saber nada de los Pocket de Ases.

En cambio, los Extra Superhéroes y las Novelas Gráficas Marvel seguían escalando hasta lo más alto de mi lista de cómics que tenía que tener. Un día, el padre de Justo se presentó en casa con su habitual regalo, un paquete envuelto en papel de colores que contenía el Extra Superhéroes de La Visión y La Bruja Escarlata y la novela gráfica de Star Slammers.

—¿Quiénes son estos tíos raros?

—¿No lo ves? Se los ha inventado Walter Simonson, el de Thor.

Di un respingo cuando me dijo eso. El Thor de Simonson me tenía enganchadísimo. Había metido al Dios del Trueno en una saga épica, que nunca se acababa y en la que un demonio gigantesco, llamado Surtur, se disponía a llevar Asgard hasta el Ragnarok, el apocalipsis de los dioses vikingos. Si aquellos Star Slammers estaban la mitad de bien que Thor, podía ser la leche. Y el Extra Superhéroes… no me llamaba la atención, porque yo el que quería ver era el de Lobezno o el de Patrulla-X y Micronautas, pero entonces vi que salía Magneto, el enemigo de La Patrulla-X, y que le decía a Mercurio y a La Bruja Escarlata que… ¡Él era su padre! ¡Y además la historia acababa así!

—¿Todos los Extra Superhéroes molan tanto?

—Ni idea. Es el único que tengo.

Estábamos maquinando la manera de que el padre de Justo tuviera una lista con los Extra Superhéroes y Novelas Gráficas que tenía que comprar, no fuera que un día se nos plantara delante con Killraven, en lugar de Dios ama, el hombre mata, o trajera La bella y la bestia, en lugar del Lobezno. Pero, antes de que pudiéramos redactarla, ocurrió algo que hizo que nos olvidáramos de ella durante una buena temporada.

Era sábado por la mañana, estábamos en casa de Justo y su madre nos llamó a la cocina.

—Chicos, ésta os la tenéis que saber, ¿verdad?

Estaba escuchando la radio. En el pueblo se cogían las emisoras típicas de Onda Media: La Ser, La Cope, Radio Cadena y, por supuesto, Radio Nacional. Pero también se cogía, y muy bien, Radio Centro, una de las pocas cosas que encontrabas en FM. Era una emisora pirata que ponía todo tipo de música, no sólo lo que se escuchaba en los 40 Principales. A mí no me gustaban Los 40, que sólo se emitían por la tarde en la Cadena Ser. Se pasaban el día gritando y lo mismo te ponían una de Bruce Springsteen o de Madonna que el último éxito de Miguel Bosé. En cambio, en Radio Centro tenían unos locutores estupendos, que hablaban normal, sabían un montón y te contaban cosas de los cantantes, además de que ponían música todo el día de un estilo diferente a cada hora. A mediodía, había un programa que se llamaba «Güisqui con Soda», con música española, pero de la buena. Gabinete Caligari, Siniestro Total, Aviador Dro, Alaska, cosas así. Por la tarde, de cuatro a siete, llamabas por teléfono para pedirles la canción que quisieras y, si conseguías que no comunicara, te la ponían a los veinte minutos como mucho, y hasta podías dedicarla. Los fines de semana tenían «Los sábados de la Centro» y «Los domingos de la Centro», que se podían llamar diferente, pero básicamente eran el mismo programa y en el que hacían un poco de todo. Entre otras cosas, tenían concursos en los que regalaban discos.

—Regalamos el single de «So Far Away», del Brothers In Arms de Dire Straits, al primero que responsa bien a esta pregunta: ¿Quiénes componen Los 4 Fantásticos? Te vamos a dar una pista: son personajes de tebeo, ¿eh?, no los miembros de un grupo de rock. ¡Llama ya! Un single de Dire Straits pueeeede ser tuyo.

¡Un concurso de Los 4 Fantásticos en la radio! Y la respuesta no podía ser más fácil. La madre de Justo estaba marcando una y otra vez, pero comunicaba todo el rato.

—Ya tenemos la primera llamada, ¿cómo te llamas?

—Adrián.

—Adrián, ¿te gusta Dire Straits?

—Mucho. Me encantan.

—¿Y los tebeos? ¿Eres lector de tebeos?

—Bueno, alguno he leído.

—Entonces, dinos. ¿Quiénes son Los 4 Fantásticos?

—Pues… «La Mujer Invisible»…

(mierda)

—«La Antorcha Humana»…

(mierda, éste se lo sabe)

—El Hombre Roca y… El Hombre Llama.

—Uy… ¡Casi, casi, Adrián, pero no es correcto! Gracias por participar. Recuerdo la pregunta, ¿quiénes son los miembros de Los 4 Fantásticos? ¡Te puedes llevar este disco!

Y empezó a sonar el «So Far Away».

—¡Tengo línea! ¡Tengo línea! ¡Ponte tú, Justo!

—Seguimos aquí, en Radio Centro. ¿A quién tenemos al otro lado?

—Hola, sí, ¿soy yo?

—¿Cómo te llamas?

—Un tal Justo Manuel Fernández.

—Hola Justo, gracias por estar en «Los sábados de la Centro». Tú seguro que sí sabes la respuesta. Por lo menos dime que sabes cuántos son Los 4 Fantásticos.

Justo estaba muy nervioso y le sudaban las manos. Parecía que se iba a quedar mudo.

—Son… ¡Son 4!

—¡Correcto! Eso seguro que lo sabe todo el mundo. Ahora, ¿cómo se llama cada uno de esos cuatro?

—Reed Richards, alias Mister Fantástico; Sue Richards, la Mujer Invisible; Johnny Storm, la Antorcha Humana, y Ben Grimm, que es La Cosa.

—Oye, ¿sabes qué?

—¿El qué?

—Ya que estamos, no sabrás dónde viven, ¿verdad?

—En el Edificio Baxter, que está en el n.º 42 de Madison Avenue en New York.

Se hizo un silencio en las ondas.

—Pues Justo, casi mejor que no te pida su teléfono, porque lo mismo hasta me lo das. ¡El premio es tuyo! Tú has leído muchos tebeos, ¿verdad?

—Bueno, sí…

—No cuelgues, que te tomamos nota y sólo tienes que pasarte por la emisora a recoger tu regalo, ¿vale?

Aurora se puso a aplaudir y a dar saltos, como si su hijo hubiera batido el récord de los cien metros lisos en los Juegos Olímpicos. Lo abrazó y le dio un beso, y luego hizo lo mismo conmigo. Me puse más colorado que La Antorcha. Ella decía que Justo había acertado y por eso el premio se lo podía quedar él. Sólo quedaba ir a recogerlo. Por teléfono, nos dieron la dirección y nos dijeron que estaban todo el día, que nos pasáramos cuando quisiéramos, aunque mejor a partir de las doce, que era cuando acababa el programa.

Siempre había imaginado Radio Centro como un lugar enorme, que debía estar en uno de los mejores edificios de la ciudad, con un gran cartel en la puerta, como tenía la Ser y la Cope, y me imaginaba grandes estudios llenos de micrófonos y relojes y discos y cuadros en las paredes con todos los locutores. Acerté en que tenía paredes. En todo lo demás, me equivoqué.

La emisora estaba en el casco antiguo, en una casa antigua de una calle estrecha.

—¿Es esto?

—Obispo Zorita n.º 24. No nos hemos equivocado. Mira, pone Radio Centro.

No era un cartel con el logotipo de la emisora, ni siquiera una de esas placas que se ponen los médicos y los abogados en la fachada de la casa. El nombre sólo lo ponía en el hueco del telefonillo. Estaba escrito con un rotulador, aunque la letra no se entendía bien.

—Ah, pues sí que es aquí.

Era un edificio blanco encalado viejo, viejísimo, que probablemente no había sido rehabilitado nunca, salvo por la fachada, que la habrían pintado alguna vez, aunque ya estaba gris y tenía algunos desconchados. La puerta era grande, de madera, y también las escaleras para subir a la primera planta, que era donde estaba la emisora. Estaba oscuro, pese a la iluminación automática, que era escasa y le daba un toque siniestro al lugar. Llamamos al timbre y no sonó nada, pero sí se encendió una luz roja.

—Debe de ser para que no suene en antena —dije.

Nos abrió un tío que nos sacaba dos cabezas, extremadamente delgado, con el pelo revuelto, ojos de no haber dormido demasiado bien y un cigarro en la mano. No era como los cigarros que fumaba mi padre, sino que estaba arrugado y era oscuro. Nunca había visto un canuto hasta entonces.

—Vosotros sois los del concurso, ¿no? Soy Alfredo, pasad.

Alfredo, Fredo Rosón para los oyentes, nos acompañó hasta una habitación pequeña que estaba cargada de humo donde había una gran mesa de madera que debía haber hecho algún carpintero local. Encima tenía dos tocadiscos, una pletina de cassette Sony, con su amplificador y todo, y una mezcladora, incrustada en el centro en un hueco recortado a medida con un micrófono que salía de ella. La pared estaba cubierta por un enorme magnetófono Revox y una estantería con un montón de discos, aunque muchos de ellos estaban amontonados por todas partes. Tenían lo que sonaba todo el día: estaba el Whitney Houston (que se llamaba igual que ella), Promise de Sade, Wide Awake In America de U2, el single de «We Are The World», el Brother Where You Bound de Supertramp… De música española, sólo reconocí un disco de Duncan Dhu y el de La bola de cristal, porque había visto el programa en la tele. Fue la primera vez que vi el Dibujos animados de Nacha Pop o La mafia del baile, de Loquillo. Pero, si uno de aquellos vinilos amontonados me llamó la atención, ése fue el de Bailaré sobre tu tumba, de Siniestro Total, con su calavera dorada sobre fondo negro.

—Aquí es donde hacemos la magia… ¡Esto es Radio Centro!

—Ah, vale.

El «Ah, vale» era mío. Yo no estaba demasiado impresionado con todo aquello. Una vez, mi padre me había llevado a los estudios de la Ser a ver cómo retransmitían un partido de fútbol y no tenía nada que ver con aquella radio de andar por casa. Lo que me sorprendió, más allá de la precariedad de medios y lo cutre del lugar, fue la política del yo me lo guiso yo me lo como. Una única persona era técnico de sonido, pinchadiscos, productor, locutor y director del programa; y, por si fuera poco, portero, vigilante y señora de la limpieza, aunque de esto, por lo que se podía ver, ejercía más bien poco.

—Vuestro regalo, chicos —dijo, poniendo encima de la mesa aquel pequeño tesoro. Dire Straits sonaba en todas partes a todas horas. Le gustaba absolutamente a todo el mundo. Y «So Far Away» también se había convertido en una de mis canciones favoritas. En la portada del pequeño disco podían verse las cuerdas de la guitarra de Mark Knopfler, aunque era una imagen mucho más cerrada que la que aparecía en el LP, que se titulaba Brothers In Arms. En la estantería había muchos singles de aquéllos. Luego nos enteramos de que las discográficas lo mandaban gratis a la emisora: sólo tenían que pincharlo. A veces, como en ese caso, llegaban varias unidades y las repartían entre los locutores o las sorteaban en antena.

—Oye, ¿cómo es que sabéis tanto de cómics?

Justo trató de hacerse el modesto, pero no le salió, porque lo que él dijo…

—Pero si no es nada. Todo el mundo sabe quiénes son Los 4 fantásticos, cuáles son sus identidades civiles o dónde viven.

No era exactamente una información que se comentara todos los días en el bar.

—¿Y os gustan más tebeos, además de Los 4 Fantásticos?

—Todo lo de Marvel. Los Vengadores, Spiderman, Daredevil…

—Y también algunas cosas de DC —añadió Justo—. Yo soy muy de Nuevos Titanes.

—Vaya par. Mirad, echad un vistazo a esto. Sacó un montón de revistas de un cajón y las puso encima de la mesa. Estaban muy desordenadas y había unos cuantos Muy Interesante. Pero también había un ejemplar de Zona 84, que Alfredo puso delante de nuestras narices.

—¡Esto es porno!

Justo estaba tan nervioso como entusiasmado. En la portada se veía un enorme culo femenino. «Buscamos la belleza estética allí donde se encuentre y la excitación por lo fantástico, aun a riesgo de irritar a mentalidades timoratas. (¿Suena a justificación?…)», leí yo en voz alta cuando se me pasó el tembleque inicial.

—¡Qué va a ser porno! Hay tetas y culos, ¿y qué? Eso son cómics cojonudos. Los de Marvel ya se fueron a la mierda. El capullo de Stan Lee le dio la patada en el culo a Jack Kirby y se quedó con todo, cuando era Kirby el que se había inventado a los personajes. ¿Sabíais que Kirby fue el creador de Spiderman?

—No, no teníamos ni idea.

—Pero también hay cosas de Marvel que molan. La Patrulla-X está de puta madre. ¡El Claremont ese es la leche!

—¡El mejor! —respondí yo, entusiasmado. Bueno, quizás aquel tipo no estuviera tan loco como parecía.

Alfredo tenía diecisiete años, dos y pico más que nosotros. Parecía inconmensurablemente adulto, provocador y sabio. Un genio loco que se pasaba el día en la radio, bebiendo cerveza y fumando porros. Había empezado el instituto, pero decidió dejarlo después de que le quedaran ocho para septiembre el primer año (sólo había aprobado la gimnasia. Él, como yo, pertenecía al club de los que nos suspendían Religión por hacer demasiadas preguntas incómodas al cura). También había intentado hacer el módulo de Electrónica de Formación Profesional, pero se aburría en las clases y tampoco aguantó demasiados meses. El novio de una prima lejana tenía uno de los bares más famosos de todo el pueblo y había montado la emisora pirata, junto con otro socio. Un día, ella llevó a Alfredo a que viera cómo se hacía un programa y ya nunca más salió de allí. No era demasiado bueno con el micrófono, pero ponía música chula y, lo que es más importante, le gustaba tanto aquello como para ir los sábados y domingos por la mañana temprano. Era el único que estaba disponible para abrir a las nueve, porque el resto de los que trabajaban en la emisora salían por la noche y no se levantaban hasta mucho más tarde. No le pagaban un duro por hacer el programa, pero había llegado a un trato con los dueños: si conseguía publicidad, podía quedarse con la mitad de lo que pagaran los anunciantes. El tío se había pateado los barrios, de tienda en tienda, hasta tener una buena cartera de clientes y él mismo les grababa las cuñas. A lo tonto, se sacaba unas diez mil pesetas al mes, que era una auténtica barbaridad para alguien de su edad, que vivía en casa de su abuela porque sus padres se habían muerto cuando era pequeño y tenía los cómics metidos en un desván, en grandes cajas de cartón junto con novelas de a duro, periódicos antiguos y una inmejorable colección de discos. Allí estaba toda la música que sonaba en Radio Centro: mucho pop y mucho rock anglosajón, fundamentalmente. Pero también clásicos de los sesenta y los setenta. Cada día nos ponía una cosa distinta, por lo que en poco tiempo descubrimos el rock progresivo de Pink Floyd, King Crimson y Supertramp, el punk de los Sex Pistols y los Clash o grupos más duros, como AC/DC, Iron Maiden y Scorpions. Estaba ahorrando para cuando los Scorpions vinieran a España, porque no pensaba perdérselo. Y en aquel entonces estaba obsesionado con un concierto de Bob Dylan, At Budokan, que lo pinchaba a todas horas en su casa. Años más tarde, me enteré de que la crítica había puesto a parir aquel concierto diciendo que era uno de los peores que se habían grabado jamás. No me lo podía creer, porque nos encantaba ese concierto. Alfredo, que quería ser de mayor una mezcla entre Dylan y Jim Morrison, a ser posible sin morirse antes de cumplir los treinta, se lo sabía de memoria y había aprendido a chapurrear cosas en inglés sólo por las letras de las canciones. En especial, estaba encabezonado de uno de los temas de Dylan que nunca había sido famoso, «A simple twist of fate». Decía que era la mejor historia de amor de la música, sencilla, trágica y aleatoria, como la vida misma. Sólo que con violines de fondo. La abuela allí no se metía, era el territorio de Alfredo. Con unos colchones cubiertos por mantas de colores, un sillón orejero que debía tener no menos de veinte años (y en el que siempre dejaba sentarnos a cualquiera de nosotros), un equipo de música gigantesco y unas ventanas diminutas como escenario, entrar allí era penetrar en un universo paralelo, donde todo era menos cutre que afuera.

—Mira, ponemos el Dark Side of The Moon y sólo con el olor del porro te quedas tan a gustito.

Ni Justo ni yo fumábamos, aunque una vez lo intentamos y casi nos ahogamos. Yo me pasé una semana con la garganta hecha polvo. No repetí. Pero a ninguno nos molestaba que Alfredo lo hiciera y era cierto que el humo era relajante, aunque lo que de verdad te enviaba a otra dimensión era la música. Nunca había escuchado Pink Floyd, pero llegué a obsesionarme con aquel disco, a aprendérmelo casi de memoria. No sólo lo escuchaba en casa de Alfredo: él me lo grabó en una TDK de las cromo y lo ponía en casa a todas horas. La mayoría de las veces me dormía nada más empezar a escucharlo. Al poco tiempo pegaba un brinco, cuando llegaba la canción de los despertadores. Y, después, volvía a dormirme. Mejor que una nana.

Quizás fuera porque nos viera como alumnos adolescentes de la Escuela del Profesor Xavier a los que convertir en hombres-X hechos y derechos, quizás fuera porque se sentía en el mundo tan solo como nos sentíamos nosotros, Alfredo nos acabó invitando a los pocos días a pasar por su casa, donde había todavía más revistas de culos y tetas, como las llamaba Justo. Mucho Zona 84, pero también Cimoc, Cairo y El Víbora, y una montaña entera de El Jueves («¿Cómo? ¿Que no habéis leído El Jueves en vuestra vida? ¿Pero de qué puto agujero habéis salido vosotros?»). De Marvel, y eso fue lo que hizo que para mí Alfredo se convirtiera en la fuente de sabiduría y su casa en una máquina del tiempo a un pasado glorioso, tenía muchos tebeos de Vértice.

Cuando yo había empezado a comprar tebeos, Forum era la editorial que publicaba Marvel en España. Vértice lo había hecho hasta principios de los ochenta y, durante dos o tres años, Bruguera había sacado unas cuantas colecciones, aunque yo sólo tenía noticia de las de Spiderman y La Masa, a través de los saldos que había comprado en la playa. De Vértice tenía todavía menos cosas: los dos números de La Patrulla-X que guardaba como un tesoro, algún número de Capitán América y Vengadores de su «Línea 84» y uno de Peter Parker: Spiderman, que me daba un poco de miedo porque salía Carroña, un tipo que era un muerto viviente y tenía una babosa gigante. Además, después de Vértice y en los primeros años de Forum, también había existido Surco, una editorial que publicaba las colecciones que no tenía Forum, entre ellas, La Patrulla-X. Por esa época, mis padres habían tenido que volver al médico a Madrid. Esta vez no fueron conmigo porque tenía colegio, pero me trajeron un paquete de diez cómics de Surco que habían comprado en El Corte Inglés por 300 pesetas. Había números de Power Man, Los Micronautas, Star Wars, Rom, Motorista Fantasma y Ka-Zar. Eran tebeos de Marvel, porque salían algunos de los personajes que conocía, pero el estilo me parecía diferente a lo que estaba acostumbrando y había cosas un poco aterradoras. El Motorista Fantasma era un esqueleto en llamas que conducía una moto y luchaba contra fantasmas; Ka-Zar parecía un Tarzán como otro cualquiera, pero se metía en un sitio subterráneo donde había un hombre que no sabía que en realidad era un robot. Lo descubría y se volvía loco. Y Rom luchaba contra un niño que se había convertido en demonio y mataba a sus padres. Fue hojeando esos cómics tan extraños cuando descubrí, gracias a las publicidades que encontré en ellos, que Surco había publicado La Patrulla-X entre Vértice y Forum. Apenas seis números, el último de los cuales contenía la muerte de Fénix. Pero no había tenido oportunidad de llegar a ver ninguno de ellos, mucho menos el sexto.

En definitiva, era consciente de que había existido una Marvel anterior a Forum (¿cómo no serlo, si en el Correo de Lectores se pasaban el día preguntando por la correspondencia de Vértice, Surco y Bruguera con la edición americana?), pero apenas había podido ver unos miserables restos de aquel legado. Alfredo en cambio tenía Vértices para dar y tomar. No sólo los de tamaño normal, que conocía tanto en color como en blanco y negro, sino también unos que eran todavía más antiguos: libritos con las primeras aventuras de los héroes Marvel, en los que habían redibujado las viñetas para que entraran dos por página. Aquello sí que me chocó, mucho más que el niño-demonio de Rom o las revistas de tetas y culos.

—Eran de mi padre. Tenía un montón de series. Seguro que si las vendiese me sacaría una pasta, pero prefiero quedármelos: están de la leche. Las pastas son la polla, parecen pinturas del Goya ese. Mirad esto. Los Vengadores n.º 44. Hay una guerra entre extraterrestres, y Los Vengadores están en medio. Pero lo mejor es cómo dibuja el tío este. Es tan bueno que parece europeo.

Alfredo no nos dejaba llevarnos a nuestras casas ninguno de sus tebeos («se caen a cachos. De aquí no salen», insistía), pero sí que fuéramos allí y los leyéramos. Fue un curso acelerado en cómic clásico. Descubrimos historias de las que sólo habíamos sabido por flashbacks o comentarios del Correo de Lectores. Por ejemplo, la historia esa de Los Vengadores que tanto le gustaba a Alfredo era «La Guerra Kree-Skrull», de Roy Thomas y Neal Adams. Sólo se había publicado así, en pequeñito, y era uno de los mejores cómics que habíamos leído en nuestra vida.

La otra gran novedad que trajo Alfredo a nuestras vidas fue la del VHS. Ni Justo ni yo teníamos nada parecido en casa. O veíamos lo que fuera cuando lo echaban por la tele o nos lo perdíamos para siempre jamás. En el pueblo habían abierto dos videoclubes, uno en cada punta. El más cercano de casa se inauguró en navidades y tenía en el escaparate una televisión enorme donde tuvieron puesto Superman a todas horas y durante todas las fiestas. Siempre había un montón de niños pegados al escaparate, que se podían tragar la película entera, sin sonido ni nada. No hacía falta, porque ellos mismos ponían los diálogos y la música y los efectos especiales. Justo y yo habíamos pasado por allí y nos quedamos a verla hasta que se acabó, porque ninguno de los dos teníamos video en casa ni conocíamos a nadie que lo tuviera, hasta que apareció Alfredo con un montón de películas grabadas. Una vez a la semana al menos nos apañábamos para alquilar alguna cinta o para ver algún VHS pirata que no sabíamos cómo había conseguido. Las cintas pirata se distinguían de las otras porque no se veían tan bien, porque se movía la imagen y porque de repente alguien se levantaba y te dabas cuenta de que lo habían grabado con una videocámara dentro del cine. Solían ser grandes estrenos que nunca llegaban al pueblo o lo hacían mucho más tarde, así que cada vez que aparecía alguna había fiesta en casa de Alfredo. Para que te hagas una idea: así fue como vimos por primera vez El retorno del Jedi. Lo divertido de todo es que la tele no estaba en el desván, sino en el comedor donde también estaba sentada la abuela Teodora. Aquella mujer, vestida de negro de pies a cabeza, delgada como un palo y más arrugada que una pasa, pero con unos ojos verdes que te hacía preguntarte cómo había sido de joven, doscientos años atrás, nunca se movía de allí, por lo que se tragaba con nosotros cualquier peli, ya fuera Terminator, Los Goonies, Regreso al futuro, Rambo II o Rocky IV.

—Pero ¿por qué no saca la metralleta y le pega dos tiros? Tanto puño, tanto puño…

La abuela Teodora no comprendía que John Rambo no tenía nada que ver con Rocky Balboa, aunque el actor fuera el mismo. Es lo que tienen las sesiones dobles. Y no dejaba de meterle prisas a Sarah Connor.

—Pero corre, chacha, que te va pillá el del ojo rojo.

—¡Que te calles, abuela!

—Ay, hijo, una no puede decir ná.

Con las películas pasaba como con los tebeos. Las había que molaban y las había que no. Las había que, de alguna manera que no entendíamos demasiado bien, estaban conectadas con el tipo de cómics que leíamos y nos gustaban. En nuestra cabeza, el futuro apocalíptico que habíamos leído en aquella saga de La Patrulla-X en la que un Centinela mataba a Lobezno era el mismo de los Terminator; Indiana Jones había luchado contra los nazis junto al Capitán América y es probable que Marty McFly viviera en el mismo barrio que Peter Parker. Así que siempre estábamos hablando de lo mismo.

—¿Verdad que sería la hostia que hicieran una película de Spiderman o de La Patrulla-X?

—¿Cómo van a hacerlas, hombre?

—La hicieron de Superman.

—Pero a Superman lo conoce todo el mundo. Nadie sabe quién es Cíclope o Tormenta. Además, tendría que tener unos efectos especiales del copón.

Justo y yo estábamos convencidos de que un mundo mejor era posible, un mundo en el que fueras al cine a ver tus cómics favoritos. Alfredo era mucho más escéptico. Aún así, un día apareció con…

—La hostia. Una película de Spiderman. Se llamaba El desafío del dragón y eran dos episodios pegados de una serie de la tele. Pese a que teníamos quince años, pese a la ilusión que nos hizo ver a aquel tío disfrazado del Hombre Araña, pese a lo que flipamos cuando se subía por las paredes, lo tuvimos claro.

—Pero si esto es una de karatekas. Menuda mierda.

Fuera lo que fuera lo que pudiera ofrecer el cine, siempre era menos de lo que encontrábamos en las viñetas. Nos tragábamos un montón de pelis, a veces dos y tres el mismo día, aprovechando que en el videoclub, si alquilabas el viernes, no era necesario devolverlas hasta el lunes. Había algunas que nos hubiera gustado quedárnoslas.

—¿Cuánto debe de costar una cinta de La guerra de las galaxias?

—Me ha dicho Marce, el del videoclub, que son 20.000 pesetas.

—Pero ¿cómo van a ser 20.000 pesetas? Eso es una barbaridad.

—Pues eso es lo que me ha dicho.

En 1986, entre las pocas pelis que podían competir con lo que ofrecían los cómics estaban las de La guerra de las galaxias y cualquier cosa que hubiera hecho Steven Spielberg, sobre todo En busca del arca perdida. Los dos mundos estaban hermanados, no sólo porque John Williams les pusiera la música a ambos o porque Harrison Ford interpretara nada menos que a sus principales héroes, Han Solo e Indiana Jones, sino porque en nuestra cabeza formaban un todo, como si cualquier tarde Luke Skywalker fuera a perderse en un planeta lleno de ETs o Indy descubriera el día menos pensado un AT-AT enterrado en Egipto. Marvel publicaba tanto los tebeos de La guerra de las galaxias como los de Indiana Jones. Ahí teníamos un encuentro pendiente de contar, pero que en nuestra cabeza ya había ocurrido.

Y luego había otras películas que las hubiéramos quemado al amanecer. Las había que prometían el cielo, con carátulas llenas de monstruos y títulos sugerentes, y luego engañaban miserablemente, hundiendo nuestras esperanzas. ¿Tiburón II? ¡Con lo que molaba la primera! Poco a poco, nos dimos cuenta de que necesitábamos tragarnos como mínimo cinco películas malas para descubrir una que de verdad nos gustara y, cuanto peor fueran las que hubiéramos visto ese fin de semana, con más fervor regresábamos sobre los cómics. Vale, eran de papel, no se movían. Pero no había trampa ni cartón. Las naves surcaban de verdad la galaxia. Spiderman de verdad se balanceaba por Nueva York. Mister Fantástico de verdad se estiraba. Nada de eso, o casi nada que fuera remotamente equivalente, podías encontrar en las pelis.

Cuanto más tiempo pasábamos con Alfredo, más nos abríamos Justo y yo a cómics que en la vida hubiéramos tocado. En aquella época, él estaba loco por Richard Corben, un tipo que dibujaba tías con tetas enormes y dinosaurios. Fue lo segundo lo que me abrió los ojos como platos cuando me enseñó Mundo mutante, un libro en el que el título era más pequeño que el nombre del autor. Otra cosa que nunca esperaba encontrarme, a no ser que fuera algo de Julio Verne o parecido.

—Este tío se lo merece.

El dibujo de Corben conseguía impresionarme. Pero sus cómics no me enganchaban. Podía leerlos, disfrutarlos y olvidarme inmediatamente después de ellos. Eran buenos, incluso muy buenos, pero no los sentía como míos. El ejercicio de inmersión en los gustos ajenos tenía dirección de ida y vuelta. Alfredo no quería saber nada de los tebeos modernos de Spiderman o Los Vengadores, pero se enganchó, y de qué manera, al Daredevil de Frank Miller, al Thor de Walter Simonson, a Los 4 Fantásticos de Byrne («¡Son mejores que los de Kirby!», se atrevía a proclamar, entusiasmado) y, por encima de todas las cosas, a La Patrulla-X de Chris Claremont. Mientras que Justo lo quería saber todo de Los Vengadores y había empezado una febril búsqueda de números atrasados de Iron Man y Capitán América, sólo porque ambos pertenecían al grupo, mis entusiasmos estaban con los mutantes. Era el mejor cómic que pudiera existir, así de sencillo.

En la colección heredada de Alfredo había algunos libritos de Vértice protagonizados por La Patrulla-X original. Me los dejó y salté sobre ellos como quien descubre las Tablas de la Ley pero, nada más leerlos, me di cuenta de que algo no funcionaba: no eran como los tebeos que escribía Claremont. De hecho, eran bastante malos, con una organización llamada Factor 3 intentando hacer la vida imposible a los mutantes, pero no porque los odiara ni nada por el estilo. En realidad, no estaba claro ni siquiera por qué. El dibujo tampoco era gran cosa, y el que las viñetas estuvieran alteradas para encajar dos por página tampoco servía de mucho. Me di cuenta entonces de que, en el episodio del funeral de Fénix, Claremont me había engañado: en esa historia, Cíclope rememoraba su pasado en La Patrulla-X, uniendo las aventuras del viejo grupo con las del nuevo, que eran las que había escrito él. Leyendo tan enorme flashback, se apoderaba de ti el convencimiento de que todas las historias tenían que estar al mismo nivel de profundidad y drama que las de Claremont, incluidas las antiguas. Pero no era así. Acababa de descubrir que no era así.

Cada vez se volvió más evidente que La Patrulla-X que nos interesaba, la que teníamos que tener completa al precio que fuera era la nueva, la de la «Segunda Génesis», la de Chris Claremont como guionista y Dave Cockrum primero y John Byrne después como dibujantes. Y ahí teníamos una asignatura pendiente. Forum tan sólo había publicado el final de aquella época dorada. Nos faltaban todos los demás episodios: desde el n.º 20 al n.º 35 del volumen 3 de Vértice, salvo el n.º 31 y el 32, que eran los dos que había podido conseguir por mi cuenta, y los seis números a color que había llegado a publicar Surco antes de perder los derechos en favor de Forum. El primero lo encontró Justo, con la portada arrancada, en una librería de viejo. Lo compró por 30 pesetas y se lo cambió a Alfredo por uno de Los Vengadores, también de Vértice, que a él no le gustaba. Daba igual que faltara la cubierta… ¡la historia era alucinante, muy del estilo de los dos que ya teníamos en blanco y negro! Era el final del combate con Proteo sobre el que habíamos leído en el flashback del funeral, pero que no habíamos llegado a disfrutar en toda su grandeza. Claremont nunca había escrito mejor, y Byrne nunca había dibujado mejor. Cada nueva página tenía una nueva sorpresa pero, si me hubieran pedido que me quedara con una, ésa era sin duda la paliza entre Cíclope y Lobezno. Había visto a superhéroes pelearse en multitud de ocasiones. Que si Thor contra Hulk, que si Hulk contra La Cosa, que si la propia Patrulla-X contra Spiderman en el tercer número de Secret Wars… pero aquello era distinto. Aquellos dos de verdad parecía que se odiaban y de verdad parecía que quisieran matarse, por mucho que luego dijera Cíclope que era un montaje para que todos se recuperaran de la batalla con el villano y por mucho que Lobezno dijera luego que Cíclope era un buen jefe y hasta un buen hombre.

—¿No te has fijado en esto? Esto es mejor todavía.

Alfredo se había flipado con la escena que venía a continuación de la pelea. Había una chica gordita a la que se le había pinchado la rueda del coche. Se acercaba un policía para ayudarla, pero entonces resultaba ser Proteo, que poseía su cuerpo. En otras historias ya había visto a villanos capaces de meterse dentro de otra persona. Pero Proteo era distinto, porque cuando lo hacía… La persona moría. No había marcha atrás. Y Claremont se aseguraba de que lo tuvieras claro: «Antes de que ella sepa siquiera lo que está pasando, Jennie Banks está muerta. Su cuerpo es sólo una envoltura hueca que Proteo posee, quitándose el cuerpo anterior como si fuera una chaqueta».

—Esto es la hostia. En dos viñetas consigue que te encariñes con ella. Y, a la tercera, la mata.

Me acordé de lo que había pasado con una chica del colegio a la que no conocía ni nada. Tenía mi edad, pero la habían puesto dos cursos por debajo del mío porque decían que era retrasada y que no aprendía nada. Se llamaba Beatriz y era muy alta y muy grande, con unas gafas que la hacían mayor. Nadie quería acercarse a ella en el recreo y a mí me daba un poco de miedo. A Beatriz no la mató ningún villano, pero un día había salido a dar un paseo y por la noche sus padres se fueron a la Guardia Civil porque no volvía. Estuvieron varios días buscándola por el canal, que fue el último sitio donde la habían visto casi de noche. Nunca la encontraron, pero unos meses después un viejo que estaba de paseo vio allí unos pantalones y un jersey llenos de barro y hierba, los llevó al cuartelillo y los padres dijeron que eran los que ella llevaba ese día. Salió en los periódicos y lo mismo te acuerdas. Cuando a mí me contaron lo de la ropa me quedé hecho polvo, no sé muy bien por qué. Nunca había cruzado ni dos palabras con ella, aunque a lo mejor me sentía mal por eso mismo. Miré el dibujo de Jennie Banks y me vino todo aquello a la cabeza, como si Beatriz se hubiera encontrado con Proteo. Como si ahí afuera hubiera villanos de verdad, sueltos. Sabía que no existían ni Ultrón ni el Doctor Octopus ni Galactus. Pero había gente como Proteo. Daba miedo, pero también una profunda necesidad de leer los siguientes números.

Y ahí teníamos un problema: nos faltaban los cinco números que venían después. Y era un problema grave porque, según descubrimos por el Correo de Lectores del Profesor Loki, el sexto era muy difícil de conseguir. Al ser el último que sacaría Vértice, la tirada había sido más pequeña de lo normal y sólo se había distribuido en Grandes Capitales. Nuestro pueblo no estaba entre ellas. Un día, alguien nos dijo que tenía un libro de La Patrulla-X donde salía la Fénix Oscura esa. Estaba claro: era lo que buscábamos, fuimos a su casa, a ver la mercancía, dispuestos a ofrecerle lo que tuviéramos y lo que no tuviéramos con tal de que nos lo vendiera. Y era cierto, tenía un libro con La Patrulla-X de Surco. O, mejor dicho: un retapado. Aquello ya lo habíamos visto, aunque sólo en Forum: consistía en cinco números correlativos de una colección a los que le ponían un cartón alrededor como si fueran las tapas del libro y que vendían más barato al año o así de haber salido los tebeos. Un buen método para recuperar cómics que no te hubieras comprado en su momento. Así fue como estaba completando algunas colecciones de Forum, ya que me faltaban las primeras entregas. Por 250 pesetas, la mitad de lo que valían los cinco tebeos que estaban allí recopilados, te lo llevabas a casa. Otro gasto más. Había quien sólo coleccionaba retapados, porque eran más baratos y quedaban más bonitos en la estantería. Y había quien, después de haber descubierto los retapados, quiso encuadernar su colección de tebeos. Pero de eso hablaremos más tarde.

Aquel retapado de Surco tenía cinco números de La Patrulla-X, incluido el que ya habíamos conseguido. Pero seguía faltando el último. Bueno, al menos ya estábamos más cerca de él. Alfredo acababa de cobrar y le hizo una oferta que no podía rechazar.

—Mil pesetas. Te doy mil pesetas por el libro.

Los meses siguientes tendría que irle devolviendo la mitad de esas mil pesetas. Se me hizo un nudo en la garganta. Iba a ser horrible. Pero no importaba: si el chaval nos hubiera dicho que nos lo cambiaba por un riñon de cada uno, se lo hubiéramos dado igual. ¡Era «La saga de Fénix»! El retapado primero se lo llevó Alfredo, que por algo era el mayor y quien había puesto las mil pesetas. Cuando lo terminó de leer por cuarta vez en dos días, me tocó a mí. Luego pasó por manos de Justo, que nos tuvo que reconocer que aquellos tebeos eran buenos, muy buenos. Por lo menos tan buenos como «La saga de Wundagore» de Los Vengadores, que también la dibujaba Byrne. Finalmente, el tebeo se quedó en casa de Alfredo porque era donde estaba a salvo de madres con afán limpiador. Nuestra pesadilla seguía estando en la última página del tomo, en lo que estaba escrito allí:

El Patrulla-X n.º 6 de Surco. La meca inalcanzable, el tebeo de nuestros sueños. Sabíamos que existía, pero nunca lo habíamos visto ni conocíamos a nadie que lo hubiera visto. Todavía echo de menos aquellos días de eterna búsqueda en los que llegamos a pensar que jamás llegaríamos a leer la muerte de Fénix. No sabía entonces que buscarla era mejor incluso que leerla. Y leerla, te lo aseguro, iba a ser algo alucinante.

Nos habíamos plantado en abril cuando un día cualquiera Roberto Garzón, el niño pijo del colegio que había crecido para convertirse en el niño pijo del instituto, vino un día a clase con algo que nos haría querer ser sus mejores amigos.

—Mirad lo que tengo.

No dábamos crédito. Era el Extra Superhéroes de Lobezno. Casi se lo arranqué de las manos y empecé a hojearlo con mucho cuidado, no sólo por la mirada escrutadora de Roberto, sino también porque tenía entre mis dedos una pieza de coleccionista, un texto sagrado, una obra maestra que todavía no había llegado a saborear, pero que por fin estaba a mi alcance.

—Y tengo cuatro más. El de Ojo de Halcón, el de Patrulla-X y Micronautas, el de…

Roberto empezó a contarnos la historia más alucinante que había oído nunca. Más que la multiplicación de los panes y los peces. Cuando acabó, estábamos tan alucinados que sólo pudimos decir una cosa:

—Esto lo tiene que saber Alfredo.

Así que nos apañamos para convencer a Roberto de que se viniera con nosotros hasta detrás de la casa de cultura, a medio camino entre el instituto y la emisora, donde quedábamos a veces con Alfredo porque cerca había unos futbolines con máquinas recreativas.

—No te asustes, chaval, que no muerdo a nadie. ¿Quieres un porrito?

—No, no, yo no fumo.

—Anda, Roberto, cuéntale lo mismo que nos has contado a nosotros.

Y Roberto volvió a narrar su peripecia, esta vez todavía con más detalles, probablemente consciente de que nos tenía fascinados, de que había conseguido captar la atención de dos personas que hasta entonces casi ni se habían fijado en que existía. Él tampoco era muy bueno haciendo amigos y si antes no se había acercado a nosotros era porque su padre le decía siempre que no se juntara con según que chicos.

Todo había empezado dos días atrás, el sábado. La tita Angelines, la hermana de la madre de Roberto, estaba de visita en casa y se empeñó en llevarse al chaval a Pinilla porque quería regalarle dos jerseys por su cumpleaños, que había sido la semana pasada. Ya sabrás, por el chiste de Gila, que un jersey es lo que se ponen los niños cuando las madres tienen frío. Daba igual que empezara a hacer un calor de padre y muy señor mío, porque había una tienda que tenía unas rebajas de jerseys estupendas, mucho mejores que las del pueblo, donde iba a parar, y no podían perdérselo, que esperar al invierno sería tirar el dinero. A Roberto los jerseys le daban igual, pero la mujer insistió tanto que a su madre también le acabó pareciendo muy bien, y él lo vio como una oportunidad de gastarse las mil pesetazas que le había dado su abuelo, aunque no supiera muy bien en qué. Si esa ciudad era tan genial y maravillosa como decía la tita Angelines, algo encontraría que le gustara.

Saltamos ahora en el tiempo, porque nos da igual que Roberto fuera a aquella tienda y su tía le comprara los jerseys. Él nos lo contó con mucho detalle, pero es algo que ahora da igual. Lo importante vino cuando salió de la tienda y la tita comentó que, ya que estaban ahí, podían acercarse a saludar a su amiga Merceditas, que trabajaba en una droguería que estaba allí cerca.

—Mira, si quieres te puedes quedar mirando los puestos de libros del paseo del parque, que ya están puestos y tienen cosas muy baratas.

Y para allá que se fue. No esperaba encontrar gran cosa, sólo hacer tiempo hasta que volviera la tía, pero estaba muy equivocado. En uno de los puestos tenían sólo tebeos. Junto a los ya habituales saldos de Vértice y retapados de Forum había algo más. Montañas de la Colección Extra Superhéroes y de Novelas Gráficas Marvel, ambas en oferta. Cada Extra Superhéroes costaba 150 pesetas (cien menos que el precio habitual). Pero, si te llevabas cuatro, sólo eran 500 pesetas. Las Novelas Gráficas estaban a 250 pesetas (¡Más de la mitad por debajo del precio de salida!) pero, si te llevabas tres, se ponían en 600 pesetas. Roberto se puso a sudar de inmediato porque se acordó de lo que tenía en su bolsillo, que de repente estaba caliente, al rojo vivo: las 1000 pesetas de su abuelo. Si se gastaba parte de esas 1000 pesetas en un libro de verdad, seguro que sus padres estarían muy satisfechos. Si en cambio las tiraba a la basura para comprarse tebeos, seguro que lo castigarían. Pero eso ya lo arreglaría cuando llegara el momento. No podía dejar de mirar las portadas y los títulos. Debían estar casi todos, los doce Extra Superhéroes que había publicado forum antes de darse cuenta de que no era capaz de venderlos, que en los quioscos sólo le funcionaban las grapas de 100 pesetas como mucho. En el montón se encontró con El Hombre Máquina, La Visión y La Bruja Escarlata, Namor, Ojo de Halcón, Capa y Puñal, La Sota de Corazones, Los Vengadores Costa Oeste

—¿Cuántos quedaban de ése?

—No sé. Yo sólo me llevé uno.

—Justo, no interrumpas, déjalo que acabe.

Entre las Novelas Gráficas estaban todos esos títulos que no nos interesaban lo más mínimo: Elric, Killraven, Superboxers… pero también las dos que deseábamos por encima de todo: X-Men (La Patrulla-X): Dios Ama, el Hombre Mata y La muerte del Capitán Marvel.

Roberto había hecho cuentas y con las 1000 pesetas que tenía en el bolsillo podía llevarse cuatro Extra Superhéroes y dos Novelas Gráficas, o tres Novelas Gráficas y dos Extra Superhéroes. Maldita sea, porque podía haber abierto la hucha y haber cogido cien pesetas más. Si lo hubiera hecho, podría acceder a ambas ofertas y quedarse con cuatro Extra Superhéroes por 500 pesetas y tres Novelas Gráficas por 600. No había tiempo para torturarse por lo que pudiera haber sido, porque la tita podía volver de la droguería de su amiga Mercedes en cualquier momento. Pero no lo hizo, porque Mercedes y la tita eran dos cotillas de cuidado y tenían muchas cosas que contarse.

—Bueno, ¿te decides o qué?

Empezó a insistir el tendero. Y Roberto lo tenía difícil. Había cuatro Extra Superhéroes que le interesaban: Ojo de Halcón, La Patrulla-X y Los Micronautas, Los Vengadores Costa Oeste y, por supuesto, Lobezno. Entre las Novelas Gráficas, había otras tres que le llamaban la atención: las dos imprescindibles, pero también Piratas del espacio.

—No sabéis lo que molan. Son Piratas. Y van por el espacio.

Sacó las 1000 pesetas y se quedó mirándolas, esperando encontrar allí la respuesta, ¿cuál se quedaba en tierra? ¿Cuál?

—¿Te vas a gastar 1000 pesetas?

—Creo que sí.

—A ver qué tienes aquí… cuatro de éstos, tres de éstos… son… 1100 pesetas… Mira, si te lo llevas todo, te lo dejo en 1000 pesetas.

No se lo creía. No podía ser posible. Le puso el billete en las manos antes de que se arrepintiera. El hombre del puesto cogió una bolsa y metió allí aquel tesoro que Roberto había comprado a cambio de un retrato de Don Benito Pérez Galdós, fuera quien fuera aquel señor. Ahora llegaba la parte más complicada: ocultar la mercancía a los ojos de la tita Angelines. No tenía la mochila del colegio, así que no podía meterla allí. El sentimiento de ser un idiota volvió a aparecer. ¿Por qué no podía habérsela llevado? La tita se iba a dar cuenta de que, donde antes había una bolsa, ahora había otra más.

Y allí estaba la respuesta. En la bolsa de Domingo Viste con los dos jerseys de lana de cuello alto, que no se pondría hasta varios meses después, cuando ya estuvieran pasados de moda. Abultaban tanto que nadie notaría unos pocos tebeos entre sus pliegues. Colorado como un tomate ante la perspectiva de que lo descubrieran, Roberto llevó a cabo la operación con éxito. Siguió mirando, como quien no quiere la cosa, antes de que apareciera la tía Angelines.

—Hay que ver lo loca que está Merceditas. Anda, Roberto, vámonos a tomar algo, que te compro un bollo.

Roberto todavía tuvo que ocultar su tesoro una vez llegó a casa, porque su madre se daría cuenta de inmediato de que había siete cómics más en su colección, y encima de los caros. Antes de que la tita pudiera cogerle la bolsa con los jerseys y descubrir la sobrecarga, había corrido al servicio y había escondido los tebeos en un armario. Por la noche se había quedado despierto, esperando que todo el mundo se fuera a la cama. Sólo entonces se atrevió a volver al lugar del crimen, recuperar las pruebas del delito y trasladarlas hasta un altillo de su habitación, desde donde las sacaría poco a poco para leerlas a escondidas y darnos mucha envidia a nosotros tres.

—Nos dejarás alguno, ¿verdad?

Justo había puesto su cara suplicante. Cada vez que la ponía, te entraban ganas de darle lo que necesitara. Yo me hubiera unido a él para entonar un dueto de súplicas y hubiera animado a Alfredo a que se apuntara también, pero él llevaba un rato con la mente ausente, como si no hubiera escuchado la parte final de la historia de Roberto. ¿Es que no tienes sangre en las venas?, estaba a punto de preguntarle. Pero él se adelantó.

—Todavía no me han pagado este mes, pero me sobran mil pelas. ¿Cuánto tenéis vosotros?

—Eh… creo que me quedan trescientas pesetas del cumpleaños.

—Y yo puedo intentar pedir algo en casa, pero no sé si me harán caso.

De momento, parecía suficiente.

—Vale, vosotros conseguid toda la pasta que podáis encontrar. Si hace falta, romped la hucha de la Primera Comunión. Yo voy a ver cómo me las apaño para que me dejen la furgoneta de la emisora.

—¿La furgoneta? ¿Tú sabes conducir? ¡Pero si no tienes todavía 18 años! ¿Y para qué quieres la furgoneta?

—Mañana por la mañana nos vamos a Pinilla.

Era lo más atrevido e ilegal que había hecho en mi vida. Saltarme un día de clase. Me acordaba de que, un par de años atrás, en el colegio, me quedé en casa una tarde, pero aquello era distinto. En la Primera Cadena se les ocurrió poner una película de Tarzán a las cuatro de la tarde, a la hora a la que supuestamente entrábamos. Llevaban anunciándola desde dos semanas atrás, así que todo el colegio sabía que iban a poner la película. Hasta entonces, las películas de Tarzán, las buenas, las que había hecho Johnny Weissmüller, solían ponerlas los sábados o los domingos por la tarde, después de los dibujos animados, pero nunca entre semana. ¿Es que se habían vuelto locos? Además, era nada menos que Tarzán y su compañera. Nadie se la podía perder. Los profesores debieron vernos tan entusiasmados que ni entraron a discutir el tema. Todos daban por hecho que ese día no habría clase por la tarde, así que Don Sebastián, que era nuestro tutor, nos lo dejó muy claro:

—Mañana os podéis quedar en casa viendo Tarzán. Si alguien quiere venir, yo estaré aquí, aunque no daremos clase.

Y así fue como tuvimos medio día de colegio libre porque a un programador de la Primera Cadena se le ocurrió poner una determinada película a la hora en que los niños estaban en clase. No me hubiera sorprendido que la escena se repitiera en toda España.

Pero esto era distinto.

Íbamos a hacer pellas. Con todas las letras. No lo sabrían los profesores. No lo sabrían nuestros padres. Tendríamos, por tanto, que falsificar un justificante.

—En eso no se va a fijar nadie. Vas a ver como os lo preparo yo y ni se coscan.

Y además para el mismo día, a la misma hora, de dos chavales que estaban todo el rato juntos. Bueno, en realidad tres.

—¿Puedo ir con vosotros? Creo que quiero comprar algunos más.

Ese era Roberto que, a fuerza de contarnos sus aventuras clandestinas, se había flipado tanto como nosotros. Es curioso: hasta entonces, nos parecía un idiota vestido de mamarracho, siempre con las cosas caras que no llevábamos ningún otro. Que si los estuches de diseño, que si la mochila último modelo, que si las zapatillas de tal, que si el chándal de cual. Pero, después de pasar una tarde con nosotros, todo aquello estaba olvidado. Ya era uno más del grupo. Entre todos, rompiendo huchas de cerdito que estaban llenas de duros y pesetas y hasta rebuscando debajo de los sofás, conseguimos juntar 2400 pesetas. Hicimos un cálculo previo de que con eso podíamos comprar todos los Extra Superhéroes, y todavía nos sobrarían 600 pesetas para tres Novelas Gráficas. Pero era más complicado de lo que parecía: ¿en casa de quién se quedarían los tebeos? Estábamos de acuerdo en que fueran cómics itinerantes, que pasaran por las manos de los cuatro antes de volver al primero, y así sucesivamente. «Todo es de todos», decía Alfredo, con toda la legitimidad que le daba haber sido el que más dinero invirtiera en nuestra particular sociedad limitada. Y tan limitada. Sin embargo, Justo quería el Extra Superhéroes de Los Vengadores Costa Oeste para él. Nos lo dejaría cuando se lo pidiéramos, pero necesitaba tenerlo en su estantería, y lo mismo para La muerte del Capitán Marvel. En la ficha que venía en las páginas centrales de Los Vengadores n.º 2 decían que el Capitán Marvel era miembro del grupo. A título póstumo, pero miembro en definitiva.

—Vale, pero entonces yo quiero el de Patrulla-X y Los Micronautas y Dios Ama, El Hombre Mata.

Roberto estaba de acuerdo, porque él ya tenía todos esos y sólo estaba interesado en los que le faltaban, aunque la propiedad de los mismos fuera a ser compartida. Es más, dado que los que él había comprado tenían que permanecer ocultos, propuso incluirlos en el trato: hasta que encontrara la manera de colarlos abiertamente en su casa, podríamos tenerlos nosotros. A Alfredo le daba igual no quedarse propiamente con ninguno, pero por eso mismo, y por las mil pelas que había incorporado al bote común, establecimos que su casa era el territorio de nadie: donde podíamos dejarlos después de leerlos y hasta que los reclamara el siguiente. Sabiendo todo eso, y teniendo en cuenta los que ya tenía Roberto en su casa y los dos que le habían regalado a Justo, decidimos hacer una lista con todo lo que queríamos comprar. Saqué una libreta y empecé a apuntar:

EXTRA SUPERHÉROES

La Patrulla-X y los Micronautas (para mí)

Los Vengadores Costa Oeste (para Justo)

Hércules

Capa y Puñal

Jack, la Sota de Corazones

Magik

El Hombre Máquina

La bella y la bestia

—¿Seguro que queremos ése?

—Tú apúntalo y, si luego hay que quitar uno, lo quitamos.

NOVELAS GRÁFICAS MARVEL

X-Men: Dios Ama El Hombre Mata (para mí)

La muerte del Capitán Marvel (para Justo)

Elric: La ciudad de los sueños

Super Boxers

Killraven

El Estandarte del Cuervo

Ocho Extra Superhéroes y seis Novelas Gráficas. En total, 2,200 pesetas. Todavía nos sobraban doscientas. Todo encajaba.

Alfredo estaba muy seguro de sus dotes de falsificador de firmas paternas, pero el único problema no era ése. El verdadero problema, de hecho, consistía en que nos íbamos a meter con él en una furgoneta prestada e íbamos a irnos a un pueblo que estaba a cuarenta kilómetros, donde podríamos encontrarnos con algún conocido que nos preguntara cómo habíamos llegado hasta allí, por no hablar de que Alfredo no tenía carnet de conducir, por mucho que nos dijera que su padre lo había enseñado cuando tenía doce años y de vez en cuando ayudaba a los de la emisora a recoger paquetes. Se sabía la furgoneta como si la llevara todos los días y como era tan alto tenía pinta de mayor. Para nosotros, era como si nos montáramos en el Pájaro Negro de La Patrulla-X. ¿Qué podía salir mal?

Al día siguiente, madrugamos como cualquier otro día y nos pusimos en marcha hacia el colegio con nuestras mochilas. Sólo que estaban vacías, preparadas para acoger los frutos de nuestra escapada. A las ocho y media de la mañana, la hora en que estaría empezando la clase de Historia de la Literatura, Justo, Roberto y un servidor estábamos detrás de la casa de cultura. A los diez minutos, se presentó Alfredo con la furgoneta. Me esperaba algo parecido a la del Equipo A, una serie que no me perdía nunca, por mucho que no le perdonara que fuera la que había sustituido a V. Pero no tenía nada que ver ni en el color (era blanca) ni en el tamaño (era bastante más pequeña) ni en la marca (una Renault un poco vieja). Tampoco se parecía a la nave de La Patrulla-X.

Antes de las nueve, estábamos en marcha y en tres cuartos de hora habíamos llegado al sitio, sólo para encontrarnos algo que no hubiera sido difícil prever: los puestos todavía estaban cerrados, con una tabla recubriendo los expositores. Tuvimos que esperar hasta las diez de la mañana, mientras las prisas y las dudas se acumulaban. A lo mejor ya había vendido los mejores. A lo mejor había retirado la oferta, porque se había dado cuenta de que era demasiado buena. O a lo mejor aquel puesto ya no estaba en la feria. Entre las pellas, el traqueteo de la Renault cochambrosa y los nervios ante la opción de que algo saliera mal, Justo acabó echando la pota en medio del parque. Se puso rojo como un tomate mientras le caían unos lagrimones, no sé si provocados por el vómito o por la vergüenza que le daba sentirse el eslabón más débil del equipo. Pero la anécdota quedó en el olvido en cuanto fue él mismo quien vio que estaban abriendo los puestos. Era muy temprano para que hubiera demasiada gente en el paseo, salvo por algunos jubilados. La mayoría se habría acostado tarde porque el pueblo estaba en fiestas patronales. Así que fuimos los primeros que nos plantamos en la caseta de los cómics.

—Hombre, tú otra vez por aquí.

—¡Y he traído a algunos amigos!

Estaba TODO lo que habíamos apuntado en la lista. No nos lo creíamos. Por si fuera poco, el tendero nos regaló un ejemplar de La Visión y La Bruja Escarlata.

—Pero si ya lo tenemos —saltó Justo.

—Cállate, que ya se nos ocurrirá algo —le dije yo.

No eran ni las diez y media de la mañana y ya estábamos de vuelta en la furgoneta. Yo iba delante, con Alfredo, mientras que Justo y Roberto se habían quedado en el asiento de atrás. Nos íbamos pasando los tebeos entre los tres y estábamos especialmente flipados con el de Hércules. ¡Salía Galactus, el Devorador de Mundos! ¡Y encima Hércules lo emborrachaba! No veía la hora de leerlo.

—Coño, enséñame eso.

La mirada de Alfredo pasó no más de tres segundos por aquella sorprendente imagen de Galactus quitándose el casco (¿Ése es Galactus? ¿Con esos pelos?), tomándose una copa con el León del Olimpo y partiéndose el culo a su costa. Pero fue suficiente para que dejara de fijarse en la carretera y se diera cuenta de que estaba demasiado cerca del camión lleno de troncos que iba delante de nosotros. Mientras yo pegaba un grito, Alfredo empezó a frenar con la intención de separarse del camión, pero no fue suficiente. Oímos un crack que nos pareció estruendoso, aunque no era para tanto. La parte delantera de la furgoneta había chocado con la trasera del camión, lo que provocó que un par de troncos de los que transportaba empezaran a resbalarse. Un volantazo a la derecha y conseguimos esquivarlos, pero nos fuimos contra la cuneta, donde por fin se detuvo la Renault.

—La hostia puta, ¿estáis bien?

—¡Estoy bien, estoy bien!

—Y ahí atrás.

—Sí, sí, estamos bien.

—Y los tebeos están a salvo.

Para cuando comprobamos que, a diferencia de la furgoneta no teníamos ni un rasguño, había un tío muy enfadado y muy rojo pegando golpes al cristal de la ventanilla.

—¡Mecagontó, me habéis jodido el camión, niñatos de mierda!

Nos miramos entre nosotros y no sabíamos qué hacer. Al conductor le daba igual cómo estuviéramos. Sólo le importaba el camión.

—Ya salgo yo, quedaros aquí.

Alfredo se puso a discutir con él mientras nosotros esperábamos dentro. Justo cogió los tebeos y los escondió debajo del asiento del conductor. No se nos ocurrió hacer otra cosa mientras que aquel hombre, con un barrigón gigantesco, una camisa a cuadros y un pantalón vaquero lleno de manchas de grasa no dejaba de gritar a nuestro amigo.

—Bueno, ya vale, ¿no?

Era Roberto. Había salido del coche sin que Justo o yo mismo nos diéramos cuenta y estaba tratando de calmar al tipo.

—A que todavía te pego una hostia, niñato.

Parecía que la cosa no podía ponerse peor. Hasta que se puso: apareció un coche de la Guardia Civil. Durante las fiestas del pueblo, tenían órdenes de que estuvieran atentos porque había más borrachos al volante que de costumbre. Lo que no esperaban encontrarse era cuatro adolescentes que habían ido a comprar tebeos. Los guardias civiles sí consiguieron que el camionero se tranquilizase y dejara de amenazarnos. El problema vino cuando le pidió el carnet de conducir a Alfredo.

—Me lo debo haber dejado en casa.

No coló, claro. Y así fue como los cuatro acabamos en el cuartelillo y nuestros padres se enteraron de nuestra pequeña aventura.

—¡Qué vergüenza! ¡Que me tengan que llamar de la Guardia Civil para recogerte! A casa ahora mismo, y ya hablaremos.

Esto, y variantes de esto, fue lo que nos dijeron a cada uno. La gran diferencia estaba en si la frase incluía tortazo o no. La mía lo tuvo. La de Justo también. La de Roberto, no. Luego me enteré de que se lo habían reservado para cuando llegara a su casa. Y que fue mucho mayor que las que nos dieron a nosotros.

A Alfredo no lo vino a recoger su abuela. Prefirió que no se enterara de nada, pero los agentes dieron con el dueño de la furgoneta, que también era el dueño de Radio Centro, y apareció a las pocas horas. Alfredo estaba despedido y además no cobraría el último mes: ese dinero se lo guardaba el dueño para arreglar la Renault. La Guardia Civil lo tuvo un par de días en el cuartelillo, pero acabó soltándolo sólo con una multa por conducir sin carnet. Sabían que Alfredo era el único familiar al cuidado de una señora mayor a la que todo el mundo conocía en el pueblo.

—Vete a tu casa. Bastante tendrá ella contigo para que encima vayas a juicio.

Quedaba un mes para los exámenes finales y a los tres que estudiábamos nos castigaron sin salir. Nuestros padres debieron hablar entre ellos y se pusieron de acuerdo en algunas cuantas cosas, todas malas noticias para nosotros. Ya andaban lo suficientemente moscas con el trajín que nos traíamos, de tebeos para aquí, tebeos para allá, y estaban convencidos de que suspenderíamos unas cuantas. Nada mejor que cortar por lo sano. Nada de tebeos hasta el verano y, si queríamos volver a leerlos, teníamos que aprobarlas todas.

Era julio, a diez días para que nos fuéramos a la playa. Estaba estudiando, o tratando de hacerlo, cuando Alfredo llamó al timbre. Mi arresto domiciliario ya se había relajado y había pasado a régimen abierto, con su toque de queda. Pero no había vuelto a verle desde entonces.

—Vengo a traerte esto.

Dentro de la bolsa estaban todos los Extra Superhéroes y las Novelas Gráficas que habíamos comprado aquel día. Las había conseguido rescatar de debajo del asiento del piloto de la Renault, que estaba en el taller.

—Pero tío, quedamos que las dejábamos en tu casa… Menos estos dos, que son míos.

—Mejor que te los quedes tú. Estoy sin curro y no creo que consiga nada nuevo en breve.

—¿Y eso qué más da? Ya te saldrá algo.

Alfredo resopló.

—No lo entiendes, macho. Iba a pedir una prórroga de la mili pero, si no tengo curro, no puedo hacerlo.

—Joder.

—Sí.

—¿Tú no quieres ir a la mili, verdad?

—Ni putas ganas tengo.

No podía sacarme de la cabeza que, si no hubiéramos ido a por los tebeos, nada de eso habría pasado. Pero no llegué a decírselo, porque la idea había sido suya. A lo mejor tenían razón nuestros padres, que debíamos de dejarnos de tanta tontería y leer libros de verdad.

—Dame tu dirección, ¿vale?

Alfredo quedó en escribirme desde la mili. Y yo en contestarle. Estaba convencido de que ninguno de los dos lo haríamos. Que probablemente a su vuelta ni nos acordaríamos el uno del otro. Me equivocaba. En el año largo que estuvo en Cuatro Vientos, debimos mandarnos diez cartas como mínimo. Al principio, éramos sólo él y yo, pero luego Justo y Roberto también se apuntaron a la correspondencia. Era mejor que escribir al Doctor Átomos o al Profesor Loki. Aquello no sólo estaba lejos de acabar. No había hecho sino empezar.