Dicen que, cuando tienes un hijo, todo cambia. Tienen razón. Nunca me había perdido el estreno de una película de superhéroes de cómic. Fue una tradición que inauguré hace doce millones de años, más o menos: en septiembre de 1989. Como un montón de críos de entonces, conté las semanas, los días y las horas para la llegada de Batman, la primera, la de Tim Burton. Y allí estaba, con el resto de colegas, los primeros de la cola aquel viernes. Confesaré algo: la película nos impactó de tal manera que conseguí convencer a todos de que repitiéramos en la siguiente sesión. Salimos de la primera y otra vez a la cola. ¿Sabes lo que es magia? ¡Que uno de tus héroes favoritos por fin tenga una película y sea la película del año, eso es magia! Ya, ya sé que si ves ahora el Batman de Burton casi da risa. Todo es de cartón piedra. El héroe está metido en un traje de plástico que no lo deja ni mover el cuello. ¿Y te has fijado en la caída del Joker en la escena final? ¡Es un dibujo animado! Pero, en 1989, no nos percatábamos de nada de eso. Nos flipaba, no sólo a nosotros. Le flipaba a todo el mundo. Busqué, como tantos otros, que la magia se repitiera en los años siguientes, aunque reconozco que mi fe empezó a flaquear con las nuevas visitas del Hombre Murciélago a los cines. Aplaudí de nuevo Batman Returns (¡mejor que la primera! Esa Catwoman…), todavía soporté, hasta con cierto agrado, Batman Forever, con todos sus colorines y chistes malos y villanos mal caracterizados, pero Batman & Robin la sentí como una ofensa, un despropósito sin pies ni cabeza. Muchos debieron opinar como yo, porque los superhéroes desaparecieron de los cines durante una buena temporada… Hasta que, con una película tan pequeñita y de la que cabía esperar tan poca cosa como Blade (un secundario de Marvel del que nadie se acordaba) supimos que otro mundo era posible. Y cuando llegó X-Men… cuando llegó X-Men, nos mudamos a ese mundo.
Fue entonces cuando recuperé la tradición de no perderme ni un estreno, aunque ya los años de instituto se hubieran quedado atrás. Quería ser el primero en descubrir si esa vez la habían cagado, pero siempre con la esperanza de que no fuera así, de que presenciara una obra maestra que se quedara grabada en mi cerebro y que volvería a revisitar decenas de veces. El ritual se repetía cada vez más a menudo, conforme los personajes que me habían acompañado desde las páginas de los tebeos cuando era un chaval saltaban a la imagen en movimiento. La increíble aceptación que conseguían aquellas cintas no era más que la forma que tenía el mundo de mandarme un mensaje: «Vosotros teníais razón. El resto estaba equivocado». Narices, me planté en Nueva York para ver X-Men antes que nadie. Iba con la excusa de que estaba de vacaciones, de que había conseguido por fin un trabajo decente y de que tenía dinero para permitírmelo, pero en el fondo sabía muy bien que el motivo esencial no era otro que estar ahí cuando Patrick Stewart empezara a decir eso de «Mutation. It is the key of our evolution…». Me tragué dos sesiones seguidas, algo que no hacía desde que era un crío, desde Batman. Y al día siguiente, de vuelta a casa, feliz como un niño al que los Reyes le han traído un juguete que es todavía mejor de lo que había soñado.
Ya estaba claro que los superhéroes habían vuelto para quedarse. Y yo no podía perderme ninguna. Vi X-Men 2 por la tarde, con los amigos, y luego repetí por la noche, con la que ahora es mi mujer. Peregriné hasta el cine, desde el lecho del dolor en el que me había dejado la peor gripe de mi vida, para contemplar a Spiderman en acción y no me arrepentí lo más mínimo, aunque estuviera a punto de escupir las tripas. Me zampé el primer día de Daredevil y Hulk, en aquel año que iba a ser el mejor de la historia del cine de superhéroes; caí rendido al éxtasis friki que supuso Spiderman 2, quizá la mejor del medio, o la mejor de Marvel; caí desolado ante Spiderman 3 y X-Men 3, que eran malas y fallidas, pero que yo además sentí como rupturas de un acuerdo no escrito entre ellos y nosotros.
DC y Warner se habían puesto las pilas. En 2005, llegó el Batman Begins de Christopher Nolan y fue como subir diez escalones de golpe, como saltar a la estratosfera. Ya no sólo eran producciones espectaculares que a veces conseguían ponernos los pelos de punta a todos los fans. Batman Begins fue la película del año hasta para los críticos más santurrones. «El Padrino de los superhéroes», llegaron a decir algunos. Pues claro que sí, cojones. Claro que sí. No hubo suerte, pese a todas las expectativas que nos hicimos muchos, con el Superman de Bryan Singer. ¡El director de X-Men y X-Men 2 se había pasado a Warner para resucitar al Hombre de Acero! Sólo podía salir una obra maestra, pero la realidad mandó las expectativas al traste. Sí, había cosas que molaban, pero… ¿otra vez Superman contra la especulación urbanística de Lex Luthor? ¿Dónde estaba Brainiac, dónde estaban las grandes batallas que nos habían enseñado que se podían hacer? ¿Dónde? Bueno, siempre nos quedaba Nolan, pensé. Y El caballero oscuro volvió a darme la razón. ¿Sabes que, cada dos o tres semanas, siento el impulso irrefrenable de volver a verla? Si los blu-rays se gastaran, como se gastaba el vinilo, mi copia de El caballero oscuro debería estar más rayada que la del Atom Heart Mother de Pink Floyd, que me regaló un profesor de Historia del Mundo Contemporáneo que tenía en el instituto y que no he dejado de poner desde entonces.
Recuperé la fe hacia Marvel con Iron Man, la mantuve, pese a todo, con Iron Man 2 y la revitalicé con Thor y no digamos ya con Capitán América: madre de Dios, llegué a emocionarme con esa película. Ah, y no me pareció tan mala Green Lantern. Creo que han sido muy injustos con ella. Los que la ponen a parir no han vivido la guerra. No han visto la serie de TV de los ochenta protagonizada por El Increíble Hulk. En uno de los capítulos salía Daredevil, que era un tío con un pañuelo en la cabeza, y salía Thor, que era un tío con un martillo que estaba ansioso por irse de cañas. ¿Quieres saber lo que es cagarse en tus héroes? Entonces, deja de criticar Green Lantern y ponte ese capítulo.
Y siempre, siempre, siempre, estuve allí, como mínimo, el día del estreno. Contra viento y marea. Contra celebraciones, compromisos familiares y contra trabajos de última hora. Estuve allí hasta para ver los truñazos enormes de Elektra y Catwoman, que te quede claro. Y, si Punisher War Zone (que es cojonuda, por si no lo sabes), Man-Thing e incluso Steel se hubieran estrenado en cines, también hubiera estado allí. Bueno, estas dos últimas quizás no.
¿Qué tenía que pasar para que no estuviera allí el día del estreno de Los Vengadores? Viernes, 27 de abril de 2012. Señalé el calendario desde el mismo momento en que lo anunciaron. Los Vengadores era el final de una nueva fase del camino. Era… el Universo Marvel, con su interrelación de personajes, con su continuidad, con su relevancia, llevado al Séptimo Arte. Era además Joss Whedon, y yo sé que Joss Whedon Is My Master Now (lo llevo impreso en una camiseta, a ver qué te piensas). Él había hecho en televisión Spiderman y La Patrulla-X antes de que siquiera pudiéramos soñar con que algún día llegaríamos a verlos en movimiento. Se llamó Buffy cazavampiros, y que me caiga un rayo encima si no sigue siendo la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Que le den a Perdidos y que le den a Galactica y que le den incluso a Juego de tronos y a The Walking Dead. Buffy sigue siendo LA serie. Pero estoy divagando.
27 de abril. Ni un terremoto ni un diluvio ni los alienígenas invadiendo la Tierra me hubieran impedido que yo hubiera estado ese día, a las cuatro y media de la tarde, en la sala de versión original del Kinépolis donde se estrenara Los Vengadores. Pero entonces ocurrió algo más grande que un terremoto, más grande que un diluvio y más grande que Galactus presentándose a mediodía en Plaza de España y pidiendo un cocido para comer.
—Cariño, estamos embarazados.
Era viernes, 19 de agosto de 2011. Imposible olvidarlo. Llevábamos buscándolo dos años, por lo menos. Y entonces ocurrió. El palito mostraba las dos rayitas. Como con un predictor no era suficiente para convencernos por más que juraran y perjuraran que un falso negativo era muy posible pero un falso positivo bastante menos, repetimos la prueba a la mañana siguiente, y otra vez a la siguiente, hasta que no había más vueltas que dar al tema. Sonia y servidor íbamos a tener un mininosotros. Echa cuentas: septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero, marzo, abril y mayo ya son nueve. A principios de mayo, seríamos padres. Bien, ya habría visto diez veces Los Vengadores. A partir de ahí, me podría jubilar del mundo. Ya no tendría que salir de casa. Te juro que es lo primero que pensé, lo primero que se me vino a la cabeza. Y lo segundo fue: joder, qué huevos tengo. Me sentía culpable de estar haciendo esos cálculos en los treinta segundos posteriores a enterarme de que el mundo, nuestro mundo, mi mundo, tal y como lo conocía hasta entonces, iba a cambiar por completo. Pero qué quieres que te diga: también sentí cierto alivio. Todo encajaba, como un plan maestro orquestado por Kang o escrito por Alan Moore.
Pasó el tiempo y, si esto fuera un tebeo independiente de esos tan aburridos de gente hablando, te contaría las sesiones de preparación para el parto, cómo Sonia parecía que se hubiera tragado un balón de baloncesto o lo inaguantable que podía estar cuatro de cada cinco veces. El caso es que mis primeras previsiones habían sido muy optimistas. Hacia febrero, la ginecóloga ya nos dejó caer que nos olvidáramos de principios de mayo: lo más probable era que nuestro muchachuelo (la colita asomaba en la ecografía) saliera del horno a finales de mes. Una profeta estaba hecha la Mari Mar: a mediodía del 26 de abril, Sonia empezó a tener contracciones cada diez minutos, como un reloj, y allá que nos fuimos al Hospital 12 de Octubre. Antes de que se acabara el día, había soltado al bicho, como si tuviera prisa por salir. ¿Hipervelocidad, tal vez? ¿Sería mutante mi hijo? Ey, ¿sabes dónde habíamos estado de vacaciones ese verano? ¿Sabes dónde dábamos por hecho que había sido la concepción? En Tokio, a tiro de piedra de Fukushima. La broma de Godzilla me duró los primeros cuatro meses, hasta que Sonia amenazó con mandarme al sofá la siguiente vez que la hiciera. Y claro, el sofá no es cómodo. Tremendo lo rápido que había sido el parto para una madre primeriza, me decían todos en el hospital. Médicos y enfermeras miraban con admiración a mi señora, como si estuvieran contemplando a George Pérez después de acabar una splash page con doscientos héroes y villanos. Y la verdad es que el nene nos había quedado igual de bien que su mejor página de Crisis en Tierras Infinitas. Ni siquiera estaba arrugado, el jodio. Y pesaba tres kilos cuatrocientos gramos. Y no lloraba nada de nada. Mi cuñado me decía que no me había visto más feliz en mi vida, con mi hijo en brazos.
Nos pasamos los dos todo el día, Sonia y yo, más visitantes que cambiaban según el momento, en la habitación del hospital, embobados mirando lo que habíamos hecho. Estaba vivo, se movía (aunque tampoco mucho), era calvo, minúsculo, con los ojos cerrados, bien apretados, y con tres funciones claramente diferenciadas: dormir, comer y evacuar. Lo mirábamos, como quien mira el primer número de New X-Men de Grant Morrison nada más salir a la venta, sin poder apartar la vista y sin poder cerrar la boca de admiración ante lo que era, sencillamente, imposible pero cierto.
Los temas de conversación eran, por este orden, cómo duerme el niño, cómo come el niño, cómo vais a llamar al niño y vamos a dejarlos un rato tranquilos, que descanse la madre (y al padre que le den). Ahí teníamos un conflicto abierto. Nombres molones de chica hay muchos. Casi tenía convencida a Sonia de que Valeria es un nombre precioso, un nombre de guerrera de la Era Hiboria nada menos. Pero cuando hablábamos de lo que haríamos si fuera un niño… ahí empezaban los problemas. No me interpretéis mal. Igual que en el caso de que si fuera niña no iba a llamarla Sue (porque entonces tendría que tener tres hijos varones más para completar el lote con Reed, Ben y Johnny, o no tendría gracia), tampoco en el caso de que fuera un chico podía hacer la barbaridad de llamarlo Peter Parker, como había hecho Robert Kirkman con su hijo. ¿Cómo puedes hacer eso, por mucho que seas Mr. The Walking Dead? ¿No te das cuenta de la putada que le estás haciendo al crío? ¿Que si lo llamas Peter Parker va a tener toda su vida una mala suerte del copón? No, yo buscaba un nombre que, aunque mantuviera el toque friki, fuera un nombre como es debido.
—Caleb. ¿Qué te parece Caleb? Es muy bonito.
—Una porra. Lo que pasa es que te gusta porque suena como Kal-El.
Así que, durante los dos días siguientes al nacimiento, el tema del nombre mejor no tocarlo. Estamos todavía en ello, a ver si alguien nos regala un libro de ésos de nombres, jijiji, jajaja, a ti no se te ocurra ponerle un nombre raro de ésos de los tebeos, que te conocemos, ¿eh? Y así pasaba la mañana, la tarde y llegaba la noche, en una nebulosa en la que se confundían las horas y se perdía la noción del tiempo, venga a venir conocidos, venga a venir familia, que si el primo cual, que si los tíos de Zamora, que si éste que ni me acuerdo de cómo se llama. Intimidad, poca o ninguna. Mi suegra, que se llama Maricarmen y normalmente es una señora encantadora, calcada a la tía May, que nunca se mete donde no la llaman y siempre te hace un potaje para ponerle una mercería, se había transformado en la Abuela Bondad, la villana del Cuarto Mundo. La existencia de su nieto había alterado algo en su cerebro, te lo puedo asegurar. Se pasaba el rato explicándote todo lo que tenías que hacer y llamando a todas sus amigas para contarles lo guapo que era el nene, y que si te quieres acercar estamos en la 317 de Pediatría del 12 de Octubre, que seguro que a ellos les hace mucha ilusión que vengas, Pepita. Yo, y era algo que nunca antes me había pasado, quería estrangular amistosamente a mi suegra. Pero esa noche, la cuarta desde que entramos en el hospital, casi que acertó cuando me dijo:
—Tú vete a casa a descansar en una cama de verdad, que estás hecho polvo. Esta noche me quedo yo con mi hija y con mi nieto.
Y cualquiera le dice que no. Mejor hacer con milimétrica exactitud lo que manda que ponerte a discutir con ella. De verdad que ésa era mi intención. De verdad que había dormido unos diez minutos en las últimas 96 horas y necesitaba más un sueñecito en nuestra cama de 1,35 de matrimonio cariñoso que Los 4 Fantásticos un guionista cinematográfico como San Jack Kirby manda. De verdad que, nada más montarme en el coche, tenía previsto ir directo a casa y dejarme caer, con ropa y todo, encima de las sábanas y quedarme frito durante al menos las siguientes seis horas. Pero, ay, que uno es como es y no engaña a nadie. Fue salir a la M-30 y allí estaban. Iron Man, Thor, Capitán América, Hulk, la Viuda Negra y Ojo de Halcón me miraban, desafiantes. Te has olvidado de nosotros, galopín, decían desde aquel gigantesco cartel publicitario. Y eso que tenías la entrada comprada. Estreno: 27 de abril de 2012, recordaba la leyenda de la parte inferior. Mierda, pensé. Tienen razón. Me había olvidado por completo de ellos, te prometo que me había olvidado. En fin: dormir está sobrevalorado, qué carajo. Eran las nueve y media de la noche del lunes 30 de abril de 2012 y todavía conseguí pillar la sesión de las diez en el Kinépolis.
A la una de la madrugada, cuando salí del cine, me sentía conmocionado, como sólo se sienten quienes saben que acaban de contemplar un momento histórico, con mayúsculas. Joss lo había echo, Joss lo había hecho, Joss… Joder, Joss lo había hecho.
Mañana lo meditaría. Ahora, a sobar.
Pero, entonces, sonó el teléfono. Como un golpe, volví a la realidad y me olvidé de Los Héroes Más Poderosos de la Tierra para acordarme de Los Disgustos Más Grandes que Puedan Darte. Me olí que fuera del hospital. Algo pasa. Mierda, algo pasa. Pero no, no era del hospital, no pasaba nada con mi hijo o con mi esposa o ni siquiera con mi suegra. No pasaba nada con ninguno de ellos. Era Justo Manuel, un amigo del instituto, también lector apasionado y coleccionista de tebeos, como yo. También flipado del cine, y sobre todo por las adaptaciones de nuestros personajes favoritos, como yo. También soldado en aquella guerra, que duraba más de tres décadas y que no tenía visos de terminar, por conseguir que aquellos tebeos y aquellos personajes y aquellas películas se consideraran como lo que son: algo que había que conocer, sentir y amar. Justo Manuel había estado conmigo en aquel estreno de Batman, y en un montón de pelis más, porque básicamente era lo que hacíamos los viernes: comprar tebeos por la tarde e ir al cine por la noche. Al cabo de los años, cada uno estaba en lo suyo, pero habíamos mantenido el contacto y seguíamos quedando cada vez que yo iba por el pueblo y pasaba por la tienda de cómics. Una de las costumbres que habíamos cogido consistía en que, después de cada peli tocha, él me llamaba nada más salir del cine, entusiasmado o enfurecido (sin término medio), para comentarme lo flipado o lo cabreado que estaba, para darme su primera impresión, que es la que cuenta, porque luego la vas cambiando con el tiempo y la vas amoldando a sucesivas revisiones y reflexiones alrededor de esas revisiones. Se me olvidó entonces que el estreno de Los Vengadores había sido tres días antes y di por sentado que era ese mismo día, que él había ido, como yo, y que llamaba para comentarlo, como siempre. Contesté con una sonrisa en los labios.
—¿Qué pasa, perra? ¿Te ha molado o no te ha molado?
Pero Justo no llamaba para hablar de la película. No estaba ni entusiasmado ni enfurecido, sino hecho una mierda. Llamaba para avisarme de que otro amigo común del pueblo se había muerto esa tarde, y pasado mañana iba a ser el entierro.