Asier Altube

La, digamos, presentación en sociedad del hijo de Ella —el pueblo tardó en llamarle Efrén; lo haría al reconocerle cualidades y logros propios, dignos, al menos, de ser alineados a continuación de los de su madre— tuvo lugar al principio de aquella cacería de llamas, en junio de 1907. Fue cuando, por primera vez, Getxo pudo saborearle a su gusto, a pesar de estar viviendo entre nosotros desde hacía dieciocho años. Hasta entonces, casi lo único que tuvimos de él fue la certidumbre de que existía, y aun ello no en todo momento, pues, siendo niño, transcurrían años sin que nadie le viera, siempre enterrado en la casona o aislado por los altos muros del jardín; y, a partir de sus catorce años, educándose los inviernos en Inglaterra, barnizándose como cualquier alevín de nuestra burguesía. La madre no dejó nada al azar en la formación del hijo; no creó nada nuevo para él, practicó el más vulgar mimetismo para instalarlo en las alturas. Fue tan sagaz como en todo, pues, ¿para qué inventar, si tan felices resultados daba lo trillado?

En los veranos precedentes se le solía ver pasar con fugacidad por uno u otro escenario, pasar como de puntillas, y desaparecer antes de que al afortunado le diera tiempo de tocar con el codo a su vecino: «Mira quién está ahí». No se relacionó con nadie, no tuvo amigos, nunca se le vio con chica alguna. Resultaba un ser aparte de la comunidad.

Y era de agradecer que el hijo no practicara el doble juego de la madre, dejándose ver cuando necesitaba de las personas y encerrándose en su concha el resto del tiempo. Hasta los dieciocho años Efrén nos mostró una sola de sus caras, manifestación —luego lo supimos— de algo más que desprecio por nosotros: ignorancia. Nos ignoraba. Fue sincero en esa fase.

Y ojalá hubiera continuado ignorándonos; se lo habríamos perdonado, sin duda. A nadie se le ocurrió sospechar que sus fugaces apariciones en los últimos veranos obedecían a un estudio del terreno y de sus gentes, especialmente de sus gentes, dónde y con quién se las tendría que ver en breve. De modo que su irrupción, en aquel junio de 1907, pudo entenderse ingenuamente como el final de la ignorancia en que nos tuvo —y muchos así lo creyeron—, su aceptación de nosotros, su humanización; al menos, el despertar de una sana y mínima curiosidad. Y ninguna ocasión mejor que aquella cacería general para situarnos bajo su microscopio. Quizá fuera coincidencia, quizá la magnífica oportunidad que le brindaron las llamas precipitó la segunda fase, la que don Manuel denominaría comienzo de la depredación.

Los cazadores lo encontraron cuando él ya había abatido a la primera llama. Allí le vieron: recto, espigado, observándoles desde su inmovilidad, distinto y distante no sólo por su uniforme inglés de cazador de zorros —que en otro habría resultado ridículo—, una leve sonrisa de suficiencia o desprecio rasgando apenas su rostro de piedra; despertando la primera de todas las alarmas que despertaría a partir de entonces cuando le oyeron pronunciar el nombre de Pedro Murua al explicar la muerte de la llama, y el nombre de Kume Baskardo al ordenarles —todos coincidirían después en que fue una orden— que atravesaran los dominios de Sugarkea para cortar el paso al resto del rebaño. El pensamiento general fue: «Conoce nuestros nombres, no le somos tan extraños. Pero ¿cuándo demonios…?».

La primera alarma, pues. Y luego, la naturalidad con que se coló en la caza al señalarles cuál debería ser el siguiente movimiento, como si llevara sus dieciocho años siendo uno más del pueblo. Y luego su osadía de subir al carro de Braulio Apraiz al ponerse en marcha la partida, un gesto que anunciaba —por si quedaba alguna duda— su definitiva incorporación a la sarracina.

Efrén abrió y cerró el espectáculo de aquellas dos semanas, abatiendo a la primera y a la última llama, es decir, a las últimas supervivientes, con el macho, de la carnicería. Cuando los demás cazadores ya habían dado por finalizada la aventura, Efrén persistió, persiguió —esta vez a caballo— a los tres animales, que eran conducidos a la salvación por un don Manuel de catorce años, y alcanzó y mató a las dos hembras, pero no al macho, que se convertiría en su obsesión a lo largo de los diecisiete años siguientes, y no sólo porque en aquel último lance le arrancó de un mordisco media libra de carne de su hombro, que recogería del suelo el carnicero Braulio Apraiz junto con los cadáveres de las dos llamas y lo vendería todo en su mostrador a precio de res. El don Manuel de catorce años, el único testigo de aquel mordisco, no estaba ya allí para advertir a Braulio del origen de la media libra de carne: en esos momentos conducía al macho hacia la libertad de las cumbres del Gorbea. Jamás habló a nadie —excepto a mí, años después— de aquellos dos o tres filetitos de carne de Efrén que alguien comió en plato con cuchillo y tenedor, cuando el pueblo daba por seguro que fueron devorados por el macho, el monstruo, después de su mordisco, lo que el propio Efrén también creyó.

Un protagonismo, pues, el de Efrén por encima del de cualquier otro cazador, y eso que los hubo significativos, tal Camilo Baskardo y su hijo Josafat, aunque en el caso de éste sólo fuera por haberse enzarzado con él en el primer duelo anual de ambos. Hasta el punto de caer en la tentación de pensar que las 28 llamas viajaron a Getxo desde Perú para proporcionar a Efrén un combate digno —al menos, ruidoso— de su presentación en sociedad, una concentración de pasiones informativas de cómo éramos —suponiendo que sus noticias sobre nosotros necesitaran de un último dato—, una ocasión que nos revelara por anticipado la naturaleza del peligro moldeado por Ella.

El don Manuel de catorce años apenas si había tenido tiempo de sosegar tanta emoción cuando Efrén lo buscó al salir de la clínica en la que no había aguantado ni una semana.

—Lo descubrí desde la ventana acercándose a grandes zancadas por la acera a mi portal —me contaba don Manuel—. Golpeó escandalosamente la aldaba, y bajé, sabiendo que él subiría si no me adelantaba a evitar a la madre la escena. Supe después que Ella lo buscaba en esos momentos en su birlocho por los alrededores de la clínica: se había escapado. Se me enfrentó en el mismo portal respirando como una locomotora lanzada. Estaba en camisa, desnivelado de hombros, el derecho convertido en un amasijo de vendas y, colgando de él, el brazo muerto. Me miró con el mismo odio que en la cacería al descubrir que mis fines eran contrarios a los suyos. Bueno, creo que había aún más odio en sus ojos, como si me culpara también del mordisco. Aunque entonces no supe que ese odio no iba contra mí; yo no podía saber que el ataque del macho fue la expresión más cabal de que el mensaje de las llamas tenía a Efrén como uno de sus depositarios más especiales, y él lo supiera, o simplemente lo sintiera. A todo Getxo le hubiera convenido escuchar aquel mensaje, pero no lo hizo; el único en reparar en él fue Efrén, quizá porque era su antítesis, cuando en los demás era, digamos, incuria. Lo que, por sí sólo, tampoco explicaría el odio en sus ojos, pues ya había concluido todo con el triunfo de la raza de los hombres, la amenaza estaba conjurada, el solitario macho superviviente no volvería a incordiar, acabaría muriendo en cualquier bosque recóndito sin haber procreado ningún descendiente que anunciara un nuevo rebaño devastador. Sólo quedaba la venganza por la media libra de carne arrebatada y, según creía él, devorada. ¿Era venganza lo que le llevó a buscarme cada pocos días a lo largo de diecisiete años, acosándome con una única pregunta: «¿Dónde está?, ¿dónde está?».

«Diecisiete años: demasiados para media libra de carne. No, había algo más, algo referido a un tiempo más largo, un tiempo, incluso, eterno: el mensaje de las llamas persistiendo en el macho, la noticia de la verdadera libertad irreductible agazapada en el más ínfimo pliegue de la corteza de Getxo y presta a atender el contagio, el recuerdo, el simple recuerdo de la cacería de aquel rebaño de llamas de 1907 sirviendo de comentario en tertulias y cocinas con el peligro de que a cualquiera, de pronto, se le ocurriera detener el tiempo que hasta ese momento había discurrido inútil y susurrar: "Aquello existió, nuestras gentes lo vivieron de esta y de la otra forma y resultó ser distinto a cuanto existiera hasta entonces y el odio que despertaron aquellos bichos nunca lo despertó ninguna otra cacería aquí, de modo que tendremos que empezar a darle vueltas a la cosa hasta saber qué fue realmente aquello. Sobre todo, uno de los odios que despertaron resultó muy especial…", con el peligro para Efrén de que, alguna vez, llegara a desentrañarse el contenido del mensaje. Y no sólo se trataba de preservarse un futuro sin obstáculos donde campar a sus anchas, sino del rechazo genético de todo depredador a cuanto huela a libertad de sus víctimas, o a libertad en general, incluido él mismo, el depredador… Algo así leí en la mirada virulenta con que me atacó en el portal, a mí, el cómplice del macho. No perdió tiempo en dedicarme un saludo, un simple gesto, siquiera una pausa muda de intercambio de miradas, bien para aproximarnos o repudiarnos. Sus labios blancos apenas se movieron para labrar las sílabas: "Bien, ¿dónde la habéis metido esta vez?". Temí que su agresividad me descompusiera y, sin desearlo, le revelara el secreto. Hablé cuidadosamente, muy despacio, pensando mil veces cada palabra y preguntándome por qué las pronunciaba, por qué no apretaba los labios y me limitaba a sostenerle la mirada, o ni siquiera eso: simplemente, por qué no rechazaba sus provocaciones y escapaba a la calle para huir del portal, sin importarme si él me perseguía o no. Pero seguí hablando, como si no pudiera hacer otra cosa, incluso moverme; y, retenido ante él, pronunciaba las palabras que iba eligiendo escrupulosamente para no correr el riesgo de que me las eligiera él: "Se… salvó… algo…", dije. Él siguió esperando y a mí me aterrorizaba el estar callado: "Hice… lo… que… había… que… hacer…", dije. Y añadí, con la impresión de que no me fiaba de mí mismo, repitiendo más de una vez cada palabra, asegurándome de que era la mía: "Los… Baskardo… de… Sugarkea… Los Baskardo… de… Sugarkea…". Continué hablando hasta que él me frenó con un gesto: "Bueno, ahora contesta a mi pregunta"».

»Me buscaba una vez por semana y el día más inesperado; no siempre en mi casa (en más de una ocasión rebasó el portal y subió al piso, y debo confesar que nuestros encuentros en el umbral de la vivienda eran más contenidos por su parte, hasta el punto de que a la madre podía sorprenderle la escena a medio camino en el pasillo y luego me preguntaba «qué quería ese muchacho tan elegante». No lo conocía, pocos en Getxo lo conocían, porque pocos lo habían visto. Aunque sus prendas inglesas fueron constituyendo, aun de lejos, una señal de identificación, y su necesidad de verme con tanta frecuencia contribuyó a acelerar su presencia regular entre nosotros. Tiempo después se sospechó que sus impudorosas apariciones semanales compusieron un preámbulo de aquella sorprendente sociedad que aseguraba a sus clientes las pérdidas ocasionadas por las llamas); llegó a asaltarme en la playa, en pleno baño, o cuando pescaba: avanzaba por la arena sin descalzarse ni despojarse de su chaqueta de grueso paño inglés y, si era preciso, pisaba las peñas de la bajamar y las recorría hasta mi encuentro en puntos lejanos de la orilla, para hacerme la pregunta eterna.

En cada repetida exposición del mismo relato no disminuía la capacidad de don Manuel para contagiarse de su carga, lo contaba con la misma excitación de la primera vez:

—Su imperiosa necesidad de localizarme en momentos inoportunos de cualquier día inesperado nos habla de impulsos incontenibles que le asaltaban y había de satisfacer sin demora. Esta fogosidad contrastaba con la frialdad depredadora que exhibiría posteriormente, fogosidad que pudo ser inmadurez retardada manifestándose por última vez, o una alteración de la naturaleza de Efrén ocasionada por la prepotencia excepcional del rebaño de llamas. Recobró su ser medio año después: sus visitas se espaciaron, ya no obedecieron a un arrebato sino a un programa. Aunque nunca se interrumpieron. Transcurrieron los años, trepó mucho en nuestra escala social (la trepó toda), compartió el poder con la media docena de familias que nos poseía, fue uno de los hombres del hierro, pero jamás olvidó la lejana anécdota de las llamas, el macho superviviente, la vieja libertad, traducida en su caso en no libertad.

Durante una semana un muchacho repartió las octavillas por Getxo. Realizó su trabajo a conciencia, introduciéndolas por debajo de todas las puertas, tanto de comercios como de viviendas, apostándose ante los mercados, entregándolas en mano a los viandantes, depositando montoncitos de ellas en mostradores y mesitas de sala de espera de médicos y dentistas, sin que se salvaran los más apartados caseríos de la zona rural. Sería en el octubre que siguió al junio de la cacería. Así fue como Getxo se enteró de la existencia de la compañía aseguradora que indemnizaba a las víctimas del rebaño de fieras…, o esto se creyó entender. La gente leyó varias veces el texto de la octavilla antes de que desapareciera su asombro. Su redacción era clara y escueta, casi telegráfica. No figuraban nombres propios, sólo el de la compañía recién fundada —La Bolsa— y la dirección: Sobre la tienda de Blasa. Barrio de San Baskardo. Como entendiendo que la curiosidad por saber quién estaba detrás del asunto era suficiente gancho, la propaganda no recurría a efectismos tales como dibujos enigmáticos, frases o palabras explosivas con dos o tres admiraciones seguidas, nada que sonara a secuestro del cliente: sólo la hojita volandera inmune a todo desprecio, tan orgullosa como la persona de dieciocho años que los más madrugadores encontraron sentada tras la pequeña mesa de pino en la minúscula habitación del viejo piso. Aquellos primeros en acudir al reclamo extendieron la noticia: les recibió un Efrén pálido y pétreo que no se levantó de su silla, aunque les invitó a sentarse en las otras dos únicas con un gesto de su brazo izquierdo, de modo que, si eran tres los clientes, uno debía quedarse de pie.

Efrén se ahorraba las explicaciones pasándoles, sin más, el contrato por encima de la mesa, una cuartilla impresa por las dos caras con letra casi ilegible de puro chica. «No hay dos clases de párrafos, unos con letra grande, para ser leídos, y otros con letra pequeña, para no ser leídos. Todos tienen letra pequeña», informaban los más entendidos en contratos. No sólo los analfabetos pedían a Efrén que les leyera el texto, sino los miopes o, simplemente, quienes preferían cerrar el trato a la manera tradicional, olvidando los monigotes escritos y tomando al de enfrente su palabra hablada, es decir, leída en este caso. Pero todos, incluso los de buen oído, recogían, en el mejor de los casos, un cuarenta por ciento de la lectura de Efrén, no rápida ni, menos, nerviosa o precipitada, ni expresando la urgencia de concluir para poder atender al nuevo cliente que esperaba en el pasillo, sino fría, con sonido a metal, inhóspita, instalando una atmósfera desapacible. Aunque los visitantes estaban allí para aceptar o no la oferta de Efrén —e incluso a Efrén mismo—, recibían la impresión de lo contrario, de estar siendo sometidos a una prueba, de que era Efrén quien debía aceptarles o no a ellos. Todo se confabulaba para que el contenido del contrato resultara lo menos importante. Firmaron cuantos desfilaron por el cuartito a lo largo de dos semanas y pagaron por adelantado la cuota anual: 22 reales. Con todo, salían con una imagen de Efrén mejorada. En la calle, de pronto, les sorprendía que no hubiera mostrado interés en conocer en cuánto evaluaban las pérdidas causadas por las bestias, pero enseguida lo consideraron un detalle que hablaba en su favor al expresar que estaba dispuesto a pagar, incluso, la indemnización más alta.

El primero en llamar con los nudillos a la puerta apolillada fue mi tío abuelo Saturnino Altube y, en cierto modo, era lógico que fuera el primero en acudir a aquella oficina que existía sólo por sus llamas. Llevaba tres meses abonando a propietarios de Getxo los destrozos del rebaño y parece que su desesperación hizo que propusiera a Efrén ser indemnizado por ello. Efrén ni siquiera se lo negó, limitándose a tomar de encima de la mesa un grueso libro de pastas de cuero y a abrirlo por una página ya señalada con una larga pluma de ave y ponérselo bajo los ojos, diciéndole: «Lea lo que es un seguro». Mi tío abuelo ya sabía lo que era un seguro y no leyó, sin contar con que el libro estaba escrito en inglés. Movió la cabeza y suspiró, susurrando: «Mi caso es único. Soy responsable de unas fieras que no eran mías ni conocía sus costumbres ni sabía qué julepe podían armar, así que cómo iba a venir aquí previamente a asegurarme». «Tampoco habría podido: hace tres meses no existía esta oficina. Por otra parte, el libro no dice nada especial sobre llamas», dijo Efrén. Seguía mostrándose seco y lejano, aunque no despectivo; era la suya una actitud más bien deportiva, pero fuera de competición, en relajado entrenamiento. Añadió, seguramente divertido: «Esas fieras eran suyas. Al menos, cobró por ellas». En efecto, todos sabían que mi tío abuelo había vendido veintisiete cadáveres al carnicero Braulio Apraiz. Mi tío abuelo lo miró con ojos de carnero. «Apenas para cubrir gastos», gruñó, «y sin incluir los destrozos en… en esa mansión». «Si el dueño le pide una indemnización por los destrozos, usted deberá cobrarle el safari que le ha proporcionado con las bestias», dijo Efrén. Mi tío abuelo tardó unos segundos más de lo debido en comprender que acababan de regalarle el argumento para soslayar aquel gasto que no le dejaba dormir, pues en ese instante todos sus sentidos colgaban de los labios rectos del hijo bastardo al que suponía capaz de pronunciar impunemente el nombre Baskardo de un momento a otro. Aguardó, en un silencio lleno de pavor, hasta que se encontró pensando: «¡Qué demonios, es él quien debería temblar y no yo!».

Camilo Baskardo no le reclamaría seriamente ninguna indemnización —si bien jugueteó un poco manteniéndolo varias semanas en la incertidumbre—, pero parece que fue el agradecimiento a Efrén por su consejo gratuito lo que decidió a mi tío abuelo a suscribir un seguro. Contaría después que percibió tan limpiamente su mirada atravesándole, que levantó los ojos cuando aún estaba escribiendo la b y la e de Altube y se enfrentó a unos ojos impregnados de una fiebre repentina. «¿Por qué lo hace? ¿Acaso sabe que se verá en el futuro necesitado de pagar a terceros las consecuencias de otra correría de los monstruos? ¿Significa que sabe que el macho está esperando en su guarida una nueva oportunidad? ¿Dónde lo tiene escondido el maldito mocoso? ¿O es que le van a enviar de América otra legión de diablos?». Fue como una pedrisca cayendo sobre la cabeza de mi tío abuelo, y sólo porque firmaba el contrato. Se puso en pie antes de meter en el bolsillo de su chaqueta la copia firmada por Efrén. Nunca se alegró tanto de marcharse de un sitio.

Un nuevo hecho vino a tranquilizar a los más escépticos: otro de los que visitaron a Efrén fue Camilo Baskardo. En persona. Quienes revoloteaban por los alrededores de la tienda de Blasa cuando ocurrió, dejaron de respirar. Sabían que entre el marqués y su hijo bastardo no existía la menor relación, que la simple proximidad de sus mansiones creaba tal estado de guerra entre las dos familias que sus resonancias se extendían por todo el territorio, y la última había sido el reciente duelo entre Efrén y su hermano de padre Josafat Baskardo. Bueno, pues allí se presentó Camilo en su birlocho con el cochero y otro ocupante. Para alivio de los curiosos, el único en subir al cuartito fue el desconocido, un sujeto totalmente de negro, incluido el sombrero y la cartera, y el pisar cauteloso de los abogados. El cochero había detenido el carruaje a la vuelta de la casa, a un lado de la carretera, entre la fachada lateral sin ventanas, por un lado, y la entrada a La Venta, por el otro; no hay duda de que Camilo lo había ordenado así para evitar el posible espionaje del bastardo desde la ventana. En contrapartida, hubo de soportar la atención de los clientes de La Venta —más numerosos a raíz de la inauguración de la compañía de seguros—, que aprovecharon bien la oportunidad de contemplar al mito viviente. Si había ido hasta allí, ¿por qué no subía? Comprendían que no lo hiciera, pero, entonces, ¿por qué había ido hasta allí? Creyeron explicárselo por su necesidad de conocer al punto el resultado de la entrevista, lo que revelaba una curiosidad —¿o preocupación?— por descubrir qué se escondía en aquel primer negocio de su bastardo, pues a un hombre como él no se le engañaba tan fácilmente en asuntos de esa especie. ¿Y por qué no pensar que se trató de un brumoso orgullo de sangre? Era aún pronto para sospechar siquiera algo así, pero, al conocerse en 1942 su testamento, Getxo se puso a hacer cábalas acerca de si no habría sido aquella su medio visita al cuartito de los seguros el primer aviso de lo que acabaría en desvío hacia su otra sangre.

En cualquier caso, nadie dudó entonces de que también le llevó allí su espíritu fenicio, la ocasión de firmar un contrato por el que se le abonaría el descalabro causado por las bestias en el interior de su vieja mansión. El abogado subió dos veces al cuartito, la primera para recoger el impreso y la segunda para devolverlo firmado por Camilo; esto es lo que se creyó en un principio, antes de conocerse el engaño y de pensar que un fenicio como él no podía haber caído en esa trampa. El abogado sí que bajó la primera vez con la cuartilla del contrato en la mano, pero sólo para dársela a leer a su jefe, sabiendo que no firmaría tal cosa —el hombre, claro, ya la habría leído, y seguramente no en el descansillo o en la escalera, sino ante el propio Efrén—, y la prueba es que no esperó de pie a que firmara, sino que volvió a ocupar su asiento en el birlocho con semblante de cosa acabada. Esto también se dedujo después.

Los curiosos de La Venta —algunos con su contrato firmado en el bolsillo— observaron con detenimiento la reacción de Baskardo y se tranquilizaron al ver que el abogado se ponía otra vez en pie y recogía el papel que le devolvía el marqués y escuchaba su media docena de palabras y descendía del carruaje y viajaba de nuevo al cuartito con el documento en la mano.

—Ya estamos iguales —comentaron los de La Venta.

No todos. Los menos aseguraron que no se estampó ninguna firma, y el tiempo les daría la razón, cuando en el movimiento general de denuncia contra Efrén por supuesto incumplimiento de contrato no figuró el marqués. Fue cuando comprendieron que habían sido unos ingenuos.

—El abogado sólo pudo subir un papel firmado. Si no estaba firmado, ¿para qué lo iba a subir? —argumentaron los más.

—¿Quién ha visto esa firma? O, al menos, ¿quién ha visto que el marqués movía la mano con una pluma? —inquietaban los otros.

Nadie podía asegurar haber visto tal cosa, y si el marqués no había firmado significaba que ellos tampoco debían haber firmado. No obstante, en las tres o cuatro semanas que siguieron se vivió una calma casi completa, al amparo de la pregunta: «¿A quién puede ocurrírsele pensar que el abogado devolvió a Efrén un papel sin firmar?». Incluso cuando hubo que tragar que no existió esa firma, tardó en digerirse el gesto del marqués devolviendo el contrato en blanco. «¿Es que fue hasta allí sólo a sacarle faltas al despacho?». A falta de otra razón mejor, se agarraron a ésta. En alguna ocasión, don Manuel me transmitió su criterio: «Naturalmente, Camilo nunca buscó el dinero de aquel seguro, a pesar de que, por aquellos meses, la familia había dejado su casa de Laparkobaso para que la restauraran los carpinteros y albañiles, sin contar la renovación de gran parte del mobiliario. Nunca buscó ese dinero, aunque, por otra parte, no podía pasar por alto la primera manifestación comercial de su hijo, qué anunciaba, qué influencia se advertía de la madre. Quizá, también, no se personara con miedo sino con orgullo. Quizá, también, fuera el primer gesto de su aún inconsciente intención de traspasar al fruto de su error y de su pecado, a su única sangre digna de merecerlo, toda su chatarra, su cultura de hombre del hierro. Bien: leyó el texto, sacó sus conclusiones —entre ellas, que iba a asistir a una gran rapacería, aunque se lo calló por solidaridad gremial— y lo devolvió. No quiso llevarse aquel papelucho ya inservible —especialmente, que Efrén descubriera que no se lo había llevado—, como si necesitara borrar toda prueba de su paso, que cuando Efrén restara los contratos firmados de las cuartillas impresas y le faltara una, no recordara: "Él estuvo aquí", de modo que quedara bien claro que él no había caído, como los demás, en engaño tan burdo como el de creer que un seguro abonaría los daños causados antes de la firma».

Getxo le concedió a Efrén esas tres o cuatro semanas de tiempo y, una mañana, se presentó un grupo en el cuartito. La entrevista no duró ni quince minutos. Contaron que fue como si les estuviera esperando para ponerles al corriente de lo que, en realidad, habían firmado, dar por concluido el asunto y marcharse —días después se enteraron de que, incluso, ya había desalquilado el piso de Blasa—. Entraron en el cuartito al oír el «Adelante» y encontraron a Efrén sentado a su mesa, como siempre, pero esta vez recogiendo los escasos papeles que tenía encima y metiéndolos en una carpeta de cartón y cerrándola. Se puso en pie antes de pronunciar: «¿Qué desean ustedes?», con la carpeta ya bajo el brazo y mirando la puerta. Ni siquiera ofreció las dos sillas a la docena de hombres que todavía no habían perdido su sonrisa.

—Estamos aquí por las averías terribles que nos han hecho los animales —dijo uno.

No sólo sonó como chiste sino que quien habló le había dado esa intención, pues aquello podía haber sido pronunciado en el momento de la firma del contrato. El grupo estaba allí para cobrar y no disimulaba su satisfacción. La broma derribó los envaramientos.

—Todos los seguros tendrían que ser como éste, a toro pasado —dijo otro.

—Es la única forma de no pasarte la vida pagando tontamente las cuotas —dijo un tercero.

—Sí, rezando para que los bichos te hagan pronto la avería —dijo otro más.

Contarían que Efrén los miró de un modo especial, o ellos lo creyeron así; el mero hecho de que les mirara ya era algo especial. Y entonces supieron que iba a ocurrir algo.

—¿Me están queriendo decir que se atreven a reclamar los desastres que les causaron los demonios en junio? —les preguntó.

Ellos siguieron mirándole, se miraron entre sí y volvieron a mirarle.

—Hemos firmado un contrato y…

—Sí, en octubre —expuso Efrén lentamente. Confesarían que al menos no le notaron qué se ensañara con ellos desde su seguridad. Se sintieron perdidos antes de saber con exactitud qué estaba a punto de caerles encima—. Firmaron la póliza en octubre. En octubre —repitió.

Lo de póliza, palabra que oían por primera vez, les aturdió especialmente.

—El seguro era contra las llamas. Usted nos lo leyó —dijeron.

—El seguro era contra las llamas —confirmó Efrén.

—Y yo estoy aquí porque esas llamas se merendaron mi heredad de maíz recién brotado.

—Y yo porque a mi madre, una anciana, le pasaron por encima, la pisotearon y luego el médico me cobró treinta y dos reales…

—Y yo porque después de comerse todas las hortalizas de mis campos, entraron en la cocina y se comieron todo lo que había blando, azúcar, sal, la tortilla de mi cena…, ¡todo, hasta la salsa de tomate!…, y luego subieron al camarote y acabaron con la cosecha de patatas del año pasado…

—Y yo porque se nos comieron los colchones de mazorcas de todas las camas…

Efrén los fue escuchando en silencio, hasta que acabaron.

—Vayan a quien les firmó la primera póliza —dijo.

—¿Primera? Nosotros sólo hemos firmado una vez, sólo hemos firmado un papel…, ¡el suyo!

—Pues si deseaban cobrar tenían que haber firmado otro, porque mi póliza únicamente responderá de lo que cometan en el futuro los nuevos demonios —dijo Efrén.

—¿Nuevos demonios? —balbucearon ellos—. ¿Es que le van a traer a Saturnino Altube otros bichos de las Américas?

—Los demonios siguen aquí —dijo Efrén. Su boca se endureció.

—Matamos a todos. No hay más. El seguro que firmamos hablaba de llamas y aquí no ha habido otras que aquéllas.

—El macho está vivo. Pregúntenle al maldito crío dónde lo metió. Es el único que conoce el escondite. —Efrén perdió su calma—. Está vivo y procreará. Se hará con otro rebaño. Algún día tendrá que salir de su refugio. Esta vez lo mataré.

—¿Así que no tenemos derecho a cobrar nada? —preguntaron varios a la vez.

—Ustedes lo sabían desde un principio —deletreó secamente Efrén. Aún les miraba al tomar el picaporte. El grupo sabía que tenía que avergonzarse de sí mismo, pero habían depositado tanta ilusión en ese contrato, esa póliza, esperando un milagro, que ahora se resistían a dar marcha atrás. Efrén dejó de mirarles al abrir la puerta y dar el primer paso en el umbral.

—Usted nos engañó al dejar que siguiéramos creyendo… —gruñó uno.

Efrén se detuvo y las palabras parecieron brotar de su espalda:

—Estoy pensando en denunciarles por estafa. Por dos estafas.

—¿Dos estafas?

—Se presentan aquí en grupo para coaccionarme a que les abone lo que no les corresponde por ley y por sentido común. El segundo intento de estafa es que firmaron un contrato cuando ya Saturnino Altube les había indemnizado. ¿Pretenden cobrar dos veces por lo mismo?

El argumento hizo mella. Pero lo que se estaban jugando les hizo saltar por todo.

—Estamos en este negocio por culpa de esos bichos, ¿no es cierto? Y ahora resulta que ya no hay bichos. ¿Qué hacemos con este papel por el que hemos pagado veintidós reales?

—Es una póliza de seguros contra la amenaza del macho superviviente —contestó Efrén, su espalda.

—Es un bicho solo, no es un rebaño, no vale veintidós reales.

—Voy a instituir un premio de doscientos duros a quien me traiga su cadáver —anunció Efrén.

—Creo que doscientos duros son cuatro mil reales. —El grupo se sumió en una inmovilidad muda—. ¿Cuatro mil reales? —repitió—. Si muerto vale cuatro mil reales…

Advirtieron con unos instantes de retraso que Efrén desaparecía escaleras abajo. Se precipitaron tras él. Lo alcanzaron en el portal.

—Eso es darle ventaja al hijo de Agustina, que parece es el único que sabe dónde está.

Efrén se volvió a mirarlos por última vez.

—Él nunca lo matará —dijo, con la boca cerrada.

De nuevo dándoles la espalda, Efrén aún alargó un poco más su paciencia y esperó, aunque luego se comprendió que no fue para recoger alguna última queja sino para informarles de otra ventaja de la póliza. Uno del grupo había dicho un momento antes:

—Los que hemos firmado quedamos fuera de la caza de ese bicho. Iría en contra de nuestros intereses el matarlo y perder toda esperanza de sacarles un beneficio a nuestros veintidós reales…

—Si a Saturnino Altube —le cortó Efrén— le enviaron de Perú un rebaño, nadie puede asegurar que no le enviarán otro. O enviárselo a otros indianos como él. Esta tierra está llena de indianos. Después de lo visto, ¿quién de ellos está libre de recibir un rebaño de demonios? Al término de la nueva cacería y la nueva devastación será inútil firmar una póliza de seguros. Hay que hacerlo antes, ahora, como ustedes lo acaban de hacer. El documento que guardan en sus bolsillos les permitirá dormir tranquilos el resto de sus días… siempre que sigan pagando las cuotas anuales.

Habló también así, de espaldas, y sin una despedida salió a la carretera y tomó la dirección de su casa. Le vieron alejarse muy tieso dentro de su chaqueta y pantalón de grueso paño inglés a cuadros, con su bombín, y les quedó la impresión de que allí acababa todo, no solamente el diálogo que, en realidad, no había aclarado nada, sino el asunto pendiente que tenían con aquel tipo, al que nunca como entonces sintieron tan lejano. Porque se volvía a lo que fue siempre. Inmóviles, contemplaron su retirada hasta perderlo de vista en el único recodo entre La Venta y su mansión y cómo se sumergía en ésta. Con dieciocho años, se había ofrecido a Getxo dos instantes en quince días, entre un junio y un octubre, dos raudas apariciones por intereses estrictamente personales, dos excepciones, incluso dos errores. Pero si antes se encontraba en su derecho de elegir no vernos, ahora no. Nadie fue a él, él vino a nosotros con la trampa de aquella oficina de seguros en la que ya habían caído 97 ingenuos —se obtuvo este número al constituirse, semanas después, el grupo de resistencia— que se preguntaban adónde acudirían con la póliza si el macho o su nuevo rebaño o el segundo rebaño que Saturnino Altube recibiera de las Américas o cualquier rebaño que recibiera cualquier indiano empezaban a hacer de nuevo de las suyas. Con todo, la verdadera alarma no procedía de la desaparición de la oficina —en último extremo, conocían el domicilio del dueño— sino del aire de deserción dejado a sus espaldas, pues no se trataba del cierre de la oficina por salir a un recado o a un viaje de una semana: supieron por Blasa que había alquilado el piso por días y que le pagó veinte y se despidió. En las octavillas de propaganda y en el contrato figuraba una dirección —en la que alguien se había embolsado más de cien duros—, y esta dirección había que respetarla, no era serio un desprecio así a las 97 víctimas. La inquietud se concretó en discusiones en La Venta, llamadas a los dispersos, nuevos encuentros y, finalmente, en una carta de reclamación escrita por don Cayetano, el maestro de Algorta de entonces, y firmada, con nombres o cruces, por los 97. Se le pedía la apertura de aquella oficina o de otra, por lo que pudiera pasar. Esto de por lo que pudiera pasar no era ninguna amenaza, aunque sonara a ello; aludía, simplemente, a un nuevo ataque de las llamas. La carta se redactó meticulosamente en la propia Venta. Alguien propuso citar a Efrén a una entrevista, bien en su ex oficina, en La Venta o incluso a medio camino entre ésta y su mansión, es decir, en tierra de nadie; por abrumadora mayoría se rechazó el nuevo peligro que representaba el tratar directamente con él. «Que lea la carta y no nos envuelva con su palabrería», dijeron. La reacción de Efrén se produjo antes de lo previsto. A dos días del final de aquel octubre volvió a alquilar a Blasa el piso, que esta vez fue habitado por Ángelo Altube, el hijo natural que Saturnino mandó traer de América en 1901 y que ahora tenía diez años. Era un auténtico indio huitoto, sin la nariz vasca de los Altube. Un niño muy vivo, muy despierto, siempre alerta, al que se le echaban tres o cuatro años más. No sólo empezó a vivir en el piso sino que atendía la oficina; al menos, se sentaba en ella. Nadie de Getxo lo había visto hasta entonces, por culpa de Abeliñe, la mujer de Saturnino, la cual seis años atrás se negó a recogerlo en su casa, a pesar de ser ella la razón de su presencia entre nosotros: a ver si se convencía de que la esterilidad del matrimonio no era achacable al marido. Saturnino hubo de confinarlo en un caserío remoto, a cuya familia pasaba una cantidad por la comida y la cama. Lo visitaba de tarde en tarde. A los cuatro años se dio cuenta de que su hijo aportaba con su trabajo a la economía doméstica más valor que sus gastos, pero no suspendió la asignación por seguir cumpliendo como padre ante su propia conciencia. Hasta que, en ese octubre de 1907, el chiquillo huyó del caserío, recorrió medio país y llamó a la puerta de Saturnino, en Algorta. Su infalibilidad quedó como uno de los enigmas más indescifrables de Getxo. En seis años nunca había abandonado aquel caserío en los montes, y la negativa de Abeliñe a recoger al pequeño viajero recién desembarcado no se produjo ya en casa, ni siquiera en Algorta, sino ante el Puente de Vizcaya, cuando su barquilla aún no había ni rozado el muelle de Las Arenas y Saturnino, que llevaba al huitoto de la mano, no dio crédito a la presencia allí de su mujer previniéndole que su hogar no era un hospicio de paganos. De modo que el niño nunca había estado a menos de tres kilómetros de la casa de su padre. Sin embargo, y aun de noche, la encontró. El pequeño milagro se atribuyó a su instinto de criatura selvática, al olor especial de mi tío abuelo que pudo guiarle. Saturnino se apresuró a alejarlo de su casa, llevándolo a la de don Eulogio, el párroco de San Baskardo, donde durmió varias noches en espera de encontrarle un destino. Fue cuando Efrén lo contrató. Mi tío abuelo aún tardaría quince años en ponerle una frutería, convertirlo en autónomo y sentirse liberado de él. De momento, la oferta de Efrén le llegó como agua de mayo. «Además», solía decir, «era casi su obligación. Con sus seguros les estaba sacando jugo a las llamas y pienso que, por muchas semejanzas, Ángelo fue como una llama más, sólo que contra ésta no había que defenderse con ningún seguro. Me lo debía a mí y se lo debía al chico. ¿Por qué? Vino de Perú, como las llamas, y uno y otras me los enviaron a mí, no a unos o a otros, no a varias personas, sino a una sola, a mí. Es demasiada casualidad para pasarla por alto. La cosa debe tener algún sentido, aunque no sé cuál. Todo el asunto me obliga a creer que Ángelo, las llamas y yo somos una misma cosa. A mí me correspondía haber abierto esa oficina de seguros, pero para asegurarme yo mismo, asegurarme contra las llamas y que me dejen en paz los que todavía me vienen con reclamaciones. ¡Yo no pedí las llamas, me las mandaron sin consultarme! ¿Y qué diablos ocurrió? Pues que sacó beneficio de ellas quien puso esa oficina de seguros. De modo que, en contrapartida, era su obligación dar a Ángelo un lugar en el mundo». La reapertura de su oficina sonó a concesión de Efrén, cuando, en todo caso, se trató de una concesión a sí mismo. Temía por algo. Se sospechó que, en ese comienzo, la compañía de seguros era ilegal, bien por no haber solicitado la autorización correspondiente o no habérsela concedido aún. El ruido que empezaban a armar los 97 podría atraer una investigación. Los calmó reabriendo la oficina. Algunos se asomaron a ella a echarle una ojeada y, en vez de a Efrén, encontraron al indio huitoto de diez años sentado muy formalito tras la mesa en disposición de atenderles. Miraba con una expresión tan despierta que se salía de allí con el convencimiento de que dominaba todos los resortes del negocio de seguros. Incluso se veía sobre la mesa el mismo montoncito de contratos en blanco esperando las firmas. «Así está mejor», comentaron las gentes. «Quizá sea lo más serio que nos puede ofrecer, ya no dudaremos de que detrás de nuestros contratos hay una oficina que responde por ellos». El piso era su lugar de trabajo y su vivienda. Se advertía que Efrén le había cargado con toda la responsabilidad, incluida la de la llave, que colgaba con una cuerda de su cinturón, también de cuerda. Abría y cerraba la puerta siguiendo un horario de oficina, siempre se le encontró en su puesto dentro de este horario, y fuera de él se le suponía ocupado en sus cosas personales en el interior de la vivienda. Porque nunca se le vio en la calle durante el primer año. Cuando se le acababa la comida, colgaba un cestillo de su ventana con una cuerda larga y Blasa salía de su tienda y él le pasaba de palabra los artículos que necesitaba y ella los cargaba en el cestillo y Ángelo tiraba de la cuerda hacia arriba. Sabía cocinar, lo hacía en la vieja chapa del piso. Por lo que contaba Blasa y por los olores que se percibían, se supo que se alimentaba, principalmente, de talo de maíz y de un revuelto de verduras cocidas con un trozo de tocino. Como Blasa no le suministraba leña para el fuego —ni él la pedía—, se tuvo por seguro que salía por las noches a proporcionársela en los bosques próximos. Idéntica solución parecía haber encontrado para la fruta. «Nunca me la pide», decía Blasa, «pero le gusta. Veo pepitas y tronchos de manzanas en la carretera frente a la casa». Es decir, la robaba. Algunos dueños de frutales montaron guardia, pero jamás le pillaron. Coincidieron en que era muy cuidadoso; no rompía ramas, no pisaba los sembrados, sólo se llevaba lo justo para un par de días. Llegaron a consentírselo. «A fin de cuentas», decían, «de alguna manera hemos de pagar el tenerle ahí. Es el seguro de nuestra póliza de seguros». Acostumbró a Blasa a cobrar la renta el último día de cada mes, el mismo en que, por la mañana, se presentaba Efrén en su birlocho, subía, entregaba a su empleado las dos cantidades —los 30 reales de la renta y los de su sueldo (nunca se conoció este dato, ni aproximadamente; el único gasto que se le conocía era el importe de la comida que Blasa metía en el cestillo, tan ridículo, que por fuerza había de pensarse en una asignación por encima de él, aun tratándose de un tipo como Efrén. ¿En qué empleaba el sobrante? Lo guardaba. ¿Dónde? ¿Se lo ingresaba su patrón en una cuenta bancaria? ¿O la vivienda y la comida del cestillo —no la fruta que robaba— constituían la única paga? El pueblo se inclinó por esto último a medida que fue conociendo a Efrén y conociendo al propio Ángelo, la clase de escueta sangre india que circulaba por sus venas). Cuando sacó aquel genio para impedir que le llevasen a la escuela, se sospechó que una razón de esa clase sería la que le obligó a huir del caserío de los montes con sólo diez años; demostró agallas, madurez para tomar sus propias decisiones y un intenso anhelo de libertad.

Vivía su segundo año en los seguros cuando don Eulogio cayó en la cuenta de que el pequeño no asistía al catecismo ni a la escuela. Jamás había pisado la mansión de Ella —era el único hogar de la parroquia que no conocía— y entonces tampoco lo hizo. Abordó a Efrén en una de sus visitas mensuales a su oficina. Ángelo asistió a la entrevista en el cuartito. Por lo que se pudo saber, el más nervioso de los tres era don Eulogio, a pesar de sus setenta años y de llevar más de cuarenta y cinco de párroco en San Baskardo. Sólo había visto a Efrén en dos ocasiones: al bautizarlo, en 1889, y en la cacería de llamas, año y medio antes. Al conocer el motivo de la visita, dijo Efrén: «Yo también he pensado en su educación, pero se niega». «Ningún niño quiere ir a la escuela ni al catecismo. Lo único que tiene que hacer usted es dejarle horas libres», dijo don Eulogio. «Éste es distinto. Escaparía del pueblo si se le obligara a hacer algo a la fuerza», dijo Efrén. «¡Tonterías!», exclamó don Eulogio. Entonces Efrén hizo con la mano una seña a Ángelo y éste recitó como un mecanismo: «Si me encierran, volaré de aquí como un pájaro». «¡Tonterías!», volvió a exclamar don Eulogio, añadiendo: «Lo intentaremos. No se atreverá a escapar». «Ya lo ha hecho una vez», le recordó Efrén. «En el último siglo ningún niño se ha fugado de Getxo por obligársele a ir a la escuela o al catecismo», aseguró don Eulogio. «Le he advertido que éste es distinto», dijo Efrén.

El piso era su mundo y, al parecer, en él se sentía libre. Transcurría un mes entero sin recibir una sola orden, y cuando llegaba su patrón tampoco perdía la sensación de libertad; no había nuevas órdenes, Efrén se limitaba a pasarle el dinero y revisar los impresos por si había alguno firmado —en la etapa de Ángelo se cerraron muy pocos contratos por encima de los 97; el número total quedaría en 109—, y a formularle alguna pregunta accidental.

A don Manuel siempre le confundió esa actitud de Efrén, aquella libertad que otorgaba a la pequeña criatura indómita:

—Era como si le bastara tener a Ángelo bajo su control, como si vigilándolo con ojos de amo dejara de representar un peligro… Sabes a lo que me estoy refiriendo: las llamas. No olvides que ellas y Ángelo procedían de la misma tierra. Pero así como se erigió en gran protagonista de la destrucción de todo el rebaño, excepto un ejemplar, ayudó a Ángelo a vivir, incluso a proporcionarle libertad, o sensación de ella, que es lo mismo; lo mejor de la libertad es que también nos permite ser libres sólo sintiéndonos libres. Ángelo se sentía así dentro de aquel piso, casi encerrado en él voluntariamente. La diferencia entre Ángelo y las llamas estribaba en lo que podríamos denominar pujanza contaminadora. Las llamas la poseían y de ahí ese peligro que Efrén intuía que jamás podría controlar. Considera, Asier, que hubo de regresar de su aprendizaje en Inglaterra con mentalidad imperialista. En algún momento de su curiosa relación con el niño empezaría a descubrir su naturaleza. Quizá cuando, según parece, le propuso asistir a la escuela (lo haría con su mejor intención, y esto hay que concedérselo. La oficina de seguros seguiría cumpliendo con su razón de ser aunque el empleado cerrara por las tardes para ir a la escuela; e incluso si cerrara mañana y tarde y colgara un aviso en la puerta advirtiendo dónde estaba) y chocó con su mirada irreductible y escuchó su amenaza: «Si me encierran, volaré de aquí como un pájaro». Y le creyó capaz de cumplirlo al recordar que estaba allí por haber hecho lo mismo en el otro pueblo. Como la rebeldía del niño le llegó tamizada por su condición de subalterno, no sólo no la consideró peligrosa sino que le agradó saberla bajo su control. Así se explica que consintiera aquella libertad a su lado y que, después, le responsabilizara con nuevas funciones, como las del servicio de pompas fúnebres. Y le habría permitido pilotar el César, el mercante de 11 000 toneladas de Josafat Baskardo, pues, ¿cómo no confiar un barco a un niño de trece años que ha sido capaz de adquirirlo para regalárselo a su antiguo patrón? —me decía.

Al diluirse el asombro por la irrupción en Getxo del Efrén de dieciocho años, la gente siguió asombrándose de la humildad de los negocios que emprendía, aquella compañía de seguros cubriendo un solo riesgo y después la funeraria regentada por un niño desde un carro tirado por un caballo sarmentoso, habiendo podido encargarse de la dirección de una, de dos o de todas las empresas de su madre. A mediados de aquella década Ella ya poseía una mina de hierro, un astillero de gabarras, una compañía de pesca con ocho vaporcitos, tres fundiciones, un calero y una parte del territorio de Getxo expresada en los nueve caseríos vaciados de sus inquilinos seculares (ésta era su primera condición al comprarlos. Me decía don Manuel: «¿Qué más pruebas necesitas para convencerte de que era el Mal? Destruía paulatinamente los basamentos de nuestro pueblo, actuaba con odio, su meta era diabólica»). Sin embargo, creo que acertaba al enjuiciar las razones que pudo tener Efrén para hacerse a sí mismo.

—Nos resultaría muy cómodo —pensaba don Manuel— relacionar su dura iniciación con el tipo de poder perfecto que ya había de tener entonces como meta. Se puso en marcha como lo podía intentar un vehículo sin motor en medio de un desierto, sólo confiando ciegamente en sí mismo. La implacable disciplina que se impuso en ese principio no sería la que imprimió a su trayectoria posterior el carácter metálico que la caracterizó. Fue un acto de pureza, una elección ética. O de orgullo, pues también hay una ética en el orgullo.

Pudo perfectamente apoyarse en su madre, en su ya consolidado poder económico. Pudo, al menos, empezar desde abajo en el puesto más sórdido de cualquiera de sus negocios e ir subiendo por méritos propios hasta instalarse en la dirección. Pero partió de cero desde el centro de un desierto. La madre se sentiría orgullosa del hijo que había formado, nadie mejor para comprenderle que una mujer que también había partido de cero, armada, exclusivamente, de odio y orgullo. Tanto le había enseñado a odiar que pareció que el odio se desbordaba de Efrén para odiar también a la madre hasta el punto de despreciarla, incluso, en aquel difícil comienzo. Si don Manuel advertía en mí un asomo de admiración por esa ética, moral heroica o caballeresca o como se llamase, se apresuraba a decirme:

—Era un tipo listo puesto en el brete de aprender bien una profesión. Nada más que eso, o poco más. Se trataba de aprender a dominar las tramas de Getxo, sus achaques, para dominar a Getxo. Bueno, se trataba de aprender también hacia dentro de él mismo. Fue un aprendizaje místico, una interiorización, tanto de sí mismo como de nosotros. Ella llegó a Getxo sabiendo ya todo eso por instinto; Efrén lo llevó a cabo de una manera, digamos, científica. Era muy listo, supo descifrar el mensaje de las llamas, es posible que ellas le mostraran el camino, es decir, su antítesis, el no camino, su camino para cortarnos a nosotros nuestro camino. ¿Te das cuenta de que siempre que los nombramos acabamos hablando de la libertad?

Abrió la funeraria en octubre de 1908, sin duda contando con que a comienzos del invierno crece el número de defunciones. Alquiló a Blasa la lonja vacía de abajo y el pueblo se preguntó qué tendría ahora en la cabeza. En tres días, Ángelo Altube blanqueó las paredes y el techo del local, frotó con un cepillo de alambre las losas ennegrecidas del piso y, al concluir, regresó a su puesto en la oficina. Días después se le vio salir de ella a una hora inhabitual —las cinco de la tarde— y dirigirse carretera abajo hacia el cruce de Laparkobaso. Regresó minutos después llevando de una cuerda cierto animal bastante parecido a un caballo. En mejores tiempos, quizá luciera un color azabache, pero las costras, llagas y desgarrones de su piel daban la impresión de estar construido de piezas sueltas. Le faltaba media oreja, cojeaba de su mano izquierda y caminaba con el cuerpo en ángulo, como si alguna vez hubieran forzado su columna con una palanca para encajarlo en un establo de poco fondo. El niño lo metió en la lonja y cerró la puerta, no sin que antes alguien que pasaba por allí descubriera paja en el suelo de un rincón, un pesebre y un cercado de tablas. Cuando dos semanas después el pueblo volvió a ver al animal, también Ángelo lo llevaba de una cuerda y, bueno, lo que llevaba tenía que ser el mismo caballo, pero muchos lo dudaron: ahora, la mirada podía recorrerlo sin obstáculos, ya no cojeaba y su tronco estaba recto. Seguía sin media oreja, pero un milagro así quedaba fuera incluso de las posibilidades de Ángelo. «El crío tiene mano de santo», comentó la gente. Luego apareció el carro. Llegó un anochecer, tirado por el caballo y con Ángelo en el pescante. Era de cuatro ruedas y alargado. Su aspecto ruinoso no preocupó a la gente. «Si ha sido capaz de dejar presentable un animal como aquél, qué no hará con algo donde se pueden meter clavos». El carro salió a su primer servicio casi finalizando octubre, y para entonces ya tenía todas las tablas en su sitio, sin la más leve rendija entre ellas, y los ejes giraban tan silenciosos como si fueran sólo de grasa. Varias capas de pintura negra cubrían la vejez del vehículo y hacían juego con el caballo.

Naturalmente, el niño era también la cara visible de este segundo proyecto. A lo largo de aquel mes la lonja recibió en media docena de ocasiones la visita de Efrén, se supuso que para inspeccionar los preparativos y dar instrucciones a su empleado. A éste no le quedaba un momento de respiro, como cuando se dedicaba únicamente a los seguros. Hubo apuestas acerca de por qué había abierto Efrén un nuevo negocio, si por su vocación de fenicio o porque no podía ver a su empleado mano sobre mano. Y aún se ignoraba qué les iba a vender.

El primer muerto que transportó el carro al cementerio despejó la incógnita. «¡Demonios, una funeraria en San Baskardo!», se exclamó. «No teníamos ninguna, pero tampoco nos hacía falta». El único servicio de pompas fúnebres que funcionaba por entonces era de un Ermo, Gervasio, y estaba en Algorta, y los muertos de San Baskardo también le pertenecían. Pero ocurrió que los de Bukuena ni siquiera tuvieron necesidad de avisar a nadie del fallecimiento, al nacer, del primer hijo de Kamila Bukua, pues la misma tarde descubrieron el carro negro —al que no habían oído llegar— detenido en el camino al borde de sus huertas portando un féretro de medio metro. «Lo que enterneció a mi hija fue el muñequito vestido de blanco tan quietecito en el pescante», contaría Xotil Bukua. Así era: por alguna razón, Efrén había uniformado a Ángelo con una bata blanca hasta los pies, y contra el negro de carro y caballo su figurita no sólo ofrecía gran contraste sino que a los deudos doloridos les inducía a imaginar el espectro entrañable de un ángel bajado del cielo para hacerse cargo del alma del difunto. Nada más verlo, Kamila Bukua eligió el entierro que le ofrecía la nueva funeraria. Incluso salió de casa a admirar de cerca al cochero y pedirle encarecidamente la cajita para su muertecito. No sonó a irreverencia que el indio se presentara descalzo, como era habitual en él.

Al no saber escribir, se cree que Ángelo pediría a Efrén le escribiera las letras en la tabla de pino claro pulida que había preparado, y así apareció el letrero sobre la puerta de la lonja sólo minutos después de que el carro regresara de su primer servicio. Al acto de colgarlo no asistió Efrén, toda la iniciativa fue de Ángelo. Efrén se presentó en la lonja al día siguiente, muy temprano, con dos de los tres foxhound que trajo de Inglaterra —el tercero fue muerto en la cacería de llamas—, vistiendo el llamativo uniforme de cazador de zorros adquirido allá —donde, se suponía, lo había usado junto a los reyes o personajes de esa altura (y es lo que ayudó a hacer más indescifrable su leyenda) —y el magnífico rifle apoyado en su hombro izquierdo. Aquella mañana había matado cinco palomas y una liebre, que colgaban de su canana. A Getxo le asombró el desinterés del amo por el negocio recién estrenado. ¿Qué significó la hirsuta carcajada que se oyó desde la carretera cuando Efrén y Ángelo dialogaban con la puerta cerrada? Algún punto del informe que Ángelo le pasaba había provocado la hilaridad de Efrén; era muy dueño de reírse, incluso de un entierro nuestro, incluso del entierro de un recién nacido, pero a cosas así ya les había acostumbrado Ella y tenían que esperarlas también de su hijo.

Lo que no dejaba de asombrar era la forma que utilizaba la familia para hacer sus cosas, y en esto sí que don Manuel llevaba razón. La apertura de aquella funeraria en San Baskardo constituyó un pequeño acontecimiento, no por el estreno de una en el barrio —a ello la gente se habría hecho pronto— sino por el niño que Efrén metió dentro, aunque en realidad la funeraria nació ya con él, y muchos sostenían que fue un invento suyo. La sospecha no era descabellada, considerando la distancia a que se mantenía Efrén, dejando toda la responsabilidad al crío.

—No era desprecio por los negocios menores —decía don Manuel—. La prueba es que al principio se involucró de lleno en la ramplona compañía de seguros. Pero, cuando dispuso de Ángelo, vimos que no era un fenicio menor sino de altos vuelos. Necesitaba, sí, ganar dinero en esos sus primeros intentos (aunque sólo fuera por crearse una estimación personal), pero lo que realmente buscaba era sabernos. Su madre le habría hablado de nosotros, de nuestros puntos flacos, de dónde hincarnos mejor el diente, y Efrén también quiso vivir este aprendizaje por sí mismo. No hay duda de que se trató de ética profesional.

De modo que, tras su cacería mañanera, entró en la lonja sobre cuya puerta lucía ya el letrero con la palabra funeraria. Es posible que pensara: «Demonio con el indio», y preguntara a Ángelo: «¿Qué me cuentas de ellos?». El primer servicio a los Bukua le anunciaría la insospechada aceptación que iba a tener el negocio. «Demonio de indio», quizá se repitiera. Porque todo fue logro de Ángelo. Él se enteró del fallecimiento del recién nacido y, en vez de esperar a que le llamaran —llamada que no se habría producido—, se presentó sencillamente en Bukuena. Le impulsaría la urgente necesidad de sacar pronto algún provecho de aquel caballo y aquel carro a los que había dedicado lo mejor de sí. Lo de la bata ha de ponerse aparte; ni siquiera a tal niño se le habría ocurrido vestirse con una y, menos, blanca. ¿Acaso los funerarios de Inglaterra usaban bata blanca? La carita angelical emergiendo del blanco introdujo en el mundo de las pompas fúnebres el complemento que, seguramente, venía requiriendo. Poco a poco, en San Baskardo se empezaron a rechazar los marmóreos rostros de los funerarios de Algorta, con sus penosas ropas negras, y a descubrir que en el barrio se disponía de un servicio que parecía puesto por el propio cielo. El último carruaje del Ermo de Algorta circuló por San Baskardo a finales de 1909. La consolidación definitiva en nuestra pequeña comunidad de la funeraria de Efrén se produjo al empezar a oírse: «¿Por qué traer de fuera si lo tenemos en casa?».

En realidad, lo que se aceptó no fue la funeraria de Efrén sino al niño, quien con sus infantiles y gordezuelos rasgos exóticos de indio incontaminado inventó algo merecedor de ser continuado. No lo hizo Efrén, al perder al indio. Ocurrió teniendo éste unos trece años: abandonó simplemente el trabajo, no sólo el de funerario, también el de los seguros. Se retiró cuando su carita empezaba a dejar de ser la de un niño.

Aunque parece que no hay ángeles de trece años, su continuación no habría afectado al negocio como le afectó el nuevo empleado que hubo de contratar Efrén, un tipo normal, ni siquiera con un especial aire de funerario. A San Baskardo le quedó el consuelo de que sí supo lo que podía perder antes de perderlo.

Hasta que en 1922 mi tío abuelo Saturnino no le puso a su hijo americano la frutería y el pueblo le apodó «Boniato», no se empezó a vislumbrar la razón de fondo de aquella deserción. De ser un empleado de Efrén pasó a serlo de Pelento Belarriko, el de los viveros de Belarrane. A Pelento se le había muerto la madre, y el carro, con su blanco conductor celestial, se detuvo ante la casa. Se vio cómo el indio, aún en el pescante, se ponía en pie y miraba con fijeza hacia un punto, y así permaneció un tiempo excesivo, mientras la familia esperaba. Cuando regresó a medias a lo que le había llevado allí, estaba claro que la cabeza la tenía en otra parte. Una vez la caja en el carro, detrás las dos o tres docenas de acompañantes, y el cura y el monaguillo a la cabeza, no subió al pescante sino que se alejó en otra dirección con la expresión hechizada. Le vieron alcanzar los viveros y adentrarse en ellos. Le tuvo que ir a buscar el monaguillo, quien contaría que lo encontró olisqueando los frutales, pasando sus narices de los cerezos a los ciruelos, de las parras a las manzanas, y de éstas a las higueras y a los perales, como siguiendo un rastro, y que finalmente se tendió boca abajo sobre un cultivo de plantitas de fresa con el rostro hundido entre ellas. Una semana después, Pelento lo empleaba en sus viveros.

Nuestra comunidad se preguntó qué habría acumulado contra Efrén en aquellos tres años. Pero como, por otra parte, se reconocía la libertad que le otorgaba el patrón, incluso en materia de iniciativas, la confusión de la gente era grande. Sólo cuando mi tío abuelo le abrió la frutería se conoció su fervor por la frutología.

—Hasta entonces, yo mismo tuve olvidado que procedía de la tierra de las llamas —decía don Manuel—. Se trataba de la fruta, el alimento más identificable con la libertad.

Efrén reanudó los servicios de la funeraria con otro empleado, pero ya no fue lo mismo. La mayoría de los clientes regresó al Ermo de Algorta —aunque no para siempre— y el resto permaneció fiel por pura comodidad. Nada mejoró Efrén incorporando a un segundo empleado y reemplazando el coche y el animal del tiempo del indio por un auténtico carruaje fúnebre con colgaduras y dos flamantes caballos, sin contar con que, ahora, el féretro era transportado de la casa al coche por sus empleados y no por la familia, como antes. La gente tardó mucho en olvidarse de Ángelo; en realidad, nunca lo olvidaron del todo, no en balde ya había entrado en la leyenda. Efrén tardó dos años en recuperar a los desertores, pero en adelante su funeraria no pasó de ser una más.

Aunque únicamente fuera por el qué dirán, una tarde de sol mi tío abuelo Saturnino se dio una vuelta por Belarrane a ver cómo se las arreglaba su hijo. «Ha nacido para esto», le informó Pelente con entusiasmo. Dormía en el desván y contaría su padre que jamás había visto una expresión tan feliz. «Así que era un indio frutero», sentenció, retirándose con la conciencia tranquila. En los tres años anteriores también le había visitado cuatro veces en los otros dos negocios. «Sólo para vigilar que ésos no me lo coman», explicaba. La verdad es que no sabía qué hacer con él, qué acomodo encontrarle. Suya era la responsabilidad de haberlo trasplantado a Getxo y ahora no podía abandonarlo a su suerte. Se debatía entre su propia conciencia, el juicio de la gente y el orgullo herido de Abeliñe, su esposa. El único inconveniente de que trabajara para Efrén se reducía a que la funeraria estaba en Getxo; no quería a su indio tan cerca. Con el tiempo, Abeliñe se fue acostumbrando a todo y dejó de hacerle la vida imposible a mi tío abuelo.

Otra persona que acudió a ver a Ángelo en el edificio de Blasa fue, sí, Ella. Una sola vez en tres años, sin tener obligación de hacerlo; incluso sobró aquella única visita. No fue una inspección comercial sino una necesidad de conocer a la personita que se encontraba detrás del pequeño doble milagro.

—Al hacerlo nos demostró su sensibilidad a fenómenos semejantes —decía don Manuel—. Me refiero a cuanto supone medro, negocio, habilidad comercial, beneficios económicos y cosas así. Otro mérito de Ángelo fue mostrarse fenicio sin perder su inocencia.

Alguien vio llegar el birlocho del palacio estrafalario —existían en el barrio otros dos birlochos— y detenerse ante la funeraria, y primero descendió Efrén y luego el cochero ayudó a hacerlo a Ella. Desde hacía unos quince años Ella había empezado a vestir como una señora —incluso con joyas y sombrero de flores—; es decir, desde 1895, cuando no sólo abandonó La Venta para instalarse en su palacio sino que dejó atrás la época más desesperada de su ascensión. Getxo la recordaba sirviendo tras el mostrador con un tosco vestido de franela y pañuelo en la cabeza, ambos negros. El vestido que lucía al descender del birlocho ante la funeraria también era negro. El color negro es el único que se le conoció hasta su muerte. No había, en verdad, muchas ocasiones de verla, ni siquiera en el birlocho y en verano, pues en otoño, invierno y parte de la primavera viajaba bajo una capota cerrada por los costados, lo que alimentó la idea de que procedía de una región muy soleada. De pie en la carretera, junto al coche, su mirada recorrió la fachada de la funeraria y de la oficina de seguros, y allí, a un lado de la puerta abierta de la lonja, estaba Ángelo, formando parte de dicha fachada —por lo que se sabía, la mujer tampoco había visto al empleado hasta entonces, como no fuera de pasada, cuando se desplazó a Laparkobaso a recoger el caballo y, en otra ocasión, el carro, ambos adquiridos por Efrén Dios sabe dónde.

Los escasos curiosos que desde La Venta no se perdían uno solo de sus gestos vieron cómo centraba su atención en el indio y salvaba los dos pasos que le separaban de él y se detenía y llevaba su mano abierta a lo alto de su cabeza y la movía imperceptiblemente en algo que algunos jurarían después que fueron caricias. Ella y su hijo permanecieron un par de minutos ante Ángelo, hablando, y algunos también jurarían que sonriendo (¿por qué no?), y enseguida entraron los tres en la lonja.

—Sí, nuestra dama negra necesitaba ver y estudiar por sí misma al prójimo que, a pesar de su edad, apuntaba ya condiciones para prosperar tan eficaces como las de ella misma. ¿Le rozó una brisa de celos? Para ello habría requerido estar construida de una pasta más permeable al molesto fenómeno de la existencia de los demás. ¿Por qué Ángelo tuvo el gran mérito de recabar su atención? Imagino que por tratarse de un mocoso metido en berenjenales de adulto y haciéndolo mejor que la mayoría, mejor, incluso, que su propio hijo. Su asombro no arrancaba del tino y buena mano con que el niño atendía la oficina de seguros y la funeraria; otros, por ejemplo, los Ermo, demostraban con creces sus tretas mercantiles. Lo que la induciría a confusión sería que la prosperidad de esos dos negocios de su hijo procedía de la ingenuidad. Por eso quiso o necesitó conocerlo. Una vez comprobados el orden y la limpieza que imperaban en la lonja, las horas de trabajo que representaron la reconversión del carro y del caballo y la construcción de un establo para éste, y las que necesitaba para atender, al tiempo, la oficina de seguros y la funeraria, se centraría en él, le penetraría hasta el fondo de los ojos y se convencería de que no estaban criando ningún cuervo. «Tenías razón», quizá reconoció ante su hijo. Y Efrén: «Es lo más increíble que he visto en mi vida». Pero quedaba lo otro, la ingenuidad. Es lo que nunca podría desentrañar. Ella, no —decía don Manuel.

Aunque para el gran asombro aún faltaba lo del barco vendido por Josafat Baskardo a Ángelo y regalado por éste a Efrén. Posiblemente, nunca en la historia de barcos se habrá conocido una relación comercial entre uno de 11 000 toneladas y un niño de trece años. Un txo cobrando su pequeño jornal sí que establece una relación comercial con el barco en cuya cocina trabaja pelando patatas y recibiendo coscorrones del cocinero, pero hablo de una gran relación comercial, algo así como la que se establece entre una naviera y sus barcos. Ángelo, aunque por pocos días, llegó a poseer el César, fue su dueño, tuvo en sus manos el documento notarial acreditativo de que era tan suyo que podía hacer con él lo que se le antojase, tal que venderlo o regalarlo. El único impedimento para poder denominar relación comercial a lo que existió entre ese barco y él fue el propio Ángelo, quien en ningún momento gozó de la posesión del César, no lo había conseguido para él sino para Efrén. Una meta tan ingenua quedaba tan lejos de toda lógica que ni siquiera Getxo lo pudo entender, por no mencionar a Ella ni al propio Efrén, tan escéptico al recibir el regalo, que en varias semanas no se decidió a rescatarlo de las peñas de La Galea, dando lugar a que casi lo partieran en dos los primeros temporales del invierno, convencido de que, de un momento a otro, se presentarían los remolcadores de Camilo Baskardo. Para tranquilidad de todos —Getxo, Ella, Efrén y, especialmente, el propio Camilo Baskardo—, el recuerdo de la ingenuidad fue desplazado por la inolvidable concatenación de circunstancias irrepetibles que llevaron al niño a poseer un barco de 11 000 toneladas.

El César, de la Naviera Cantábrica, encalló en junio de 1910 en La Galea, siendo su capitán Josafat Baskardo, extendiéndose en pocas horas por todo Getxo que encalló, precisamente, por eso. A partir de aquella mañana las gentes se acercaron a la costa a contemplar el gran barco descansando sobre las peñas y a hacer cábalas sobre su futuro. Si lo daban por perdido y el seguro lo abonaba a sus propietarios, el barco se echaría para chatarra y su interior sería asaltado por muchas familias de Getxo para vaciarlo de su carga de carbón. Pero la opinión de viejos marinos retirados era que, habiendo encallado en la bajamar y en verano, sobre peñas en rampa, y tratándose del barco más significativo de la compañía, vendrían remolcadores a sacarlo, porque era posible hacerlo. Mala perspectiva ésta para los habitantes de nuestra ribera, recolectores de cuanto carbón arrastraban las corrientes a las playas, bien fuera carbonilla de cock de Altos Hornos o carbón inglés virgen en estuche de barco perdido. Aquel junio fue, pues, un mes lleno de incertidumbres. Empezó julio y todo seguía igual, y se pensó que los viejos marinos retirados se equivocaban, y los asiduos recolectores de carbonilla empezaron a preparar sus burros, sus carros de bueyes, sus sacos remendados y sus ropas de faena (esta vez, no las redañas, reservadas a presas menores como esa saborra).

Pero julio no siguió igual por mucho tiempo, no porque se despejara aquella incertidumbre, sino porque apareció otra. Una mañana se vio salir del puerto a tres remolcadores, y la gente apostada en los altos de La Galea pensó: «Han tardado un mes, pero aquí vienen a sacarlo». «No podrán moverlo ni con la marea alta», opinaron quienes llevaban un mes apostando en contra de los anteriores. Se extendió lo de los remolcadores y el borde del monte se cubrió de más curiosos. La mar estaba como un plato, la maniobra del rescate no ofrecería mayores problemas. Y entonces irrumpió Josafat Baskardo medio ahogado por la carrera. Esgrimía su rifle. Se abrió paso a codazos buscando el arranque del sendero de bajada a las peñas y no lo encontró, y hubo de seguir apartando a gente hasta que alguien adivinó su propósito y lo guió a empujones hasta el sitio. Le vieron descender por la pendiente de cabras como si no hubiera visto a nadie. «¿Adónde va Txirulo?, ¿a pescar mojarras con rifle?», rieron. Al hijo del marqués le colgaba lo de «Txirulo» desde hacía sólo tres o cuatro semanas. El mote fue escuchado por primera vez en boca de Cirilo Sarria, engrasador del César, momentos después de que éste encallara. Le sonó bien a la tripulación, y del barco pasó a tierra y el apodo sobreviviría al propio Josafat.

Recorrió doscientos metros de peñas antes de alcanzar el gran casco y lo hizo con la misma precipitación, tropezando y cayendo varias veces, y hasta lo alto del acantilado llegaban los secos golpetazos del rifle al chocar contra las rocas. Los tres remolcadores aún no habían empezado siquiera a tomar posiciones. «¡Fuera! ¡Fuera!», gritaba ya Josafat mucho antes de alcanzar el barco. «¡Fuera! ¡Fuera!». Desde el remolcador más próximo a la costa salió una voz: «¿Qué pasa?». Josafat vociferó: «¡Fuera de aquí, no les quiero ver junto a mi barco!». «¡Don Camilo nos ha ordenado que…!». «¡El barco es mío! ¿No sabe usted quién soy yo?». «¡Claro que sé muy bien quién es usted! ¡Pero tenemos orden de su padre de…!». «¡Este barco no es de don Camilo Baskardo sino mío, y quiero que este barco siga donde está!», y Josafat agitó en el aire un documento que acababa de sacar de su bolsillo y un instante después ya estaba disparando contra los remolcadores.

Al día siguiente se repitió la misma escena y el número de curiosos en lo alto del monte había aumentado. Vieron llegar a Josafat y le abrieron paso y él no tuvo más que seguir el cauce humano para dar con el sendero de cabras. Llevaba, naturalmente, su rifle. Esta vez los remolcadores se mantenían a mayor distancia de la costa que el día anterior. Llegó Josafat al pie de la gran mole negra y durante no menos de una hora permaneció como una estatua, de pie sobre una peña plana, con la mirada fija en los remolcadores. Luego se sentó allí mismo, con la espalda apoyada en el casco y el rifle horizontal sobre sus rodillas. A media mañana los remolcadores pusieron proa al puerto.

Hubo un tercer día. Ahora el patrón de los remolcadores acudió a la cita con un altavoz. «¡Su padre dice que no importa quién sea el dueño del barco, que hay que sacarlo de ahí!». «¡Este barco es mío y sólo yo decidiré si se saca o no!». «¡Habrá que sacarlo alguna vez, digo yo! ¡Y será mejor hacerlo antes de que se echen encima los temporales!». «¡El barco es mío y nadie lo tocará hasta que yo lo diga!», y Josafat disparó dos tiros al aire sin cambiar de postura. «¿Por qué demonios no arreglan este asunto entre ustedes en casa a la hora de comer?», envió el patrón, dando la orden de zarpar.

Según don Manuel, Josafat se estaba defendiendo de sí mismo: Sin embargo, ignoraría por qué actuaba así. Una vez reflotado el César, su padre lo enviaría de nuevo al puente de mando y él no lo podría evitar, pues, ¿acaso no había elegido él mismo aquella farsa? Ambos tenían que demostrarse algo y demostrárselo a los demás, sobre todo demostrárselo a Cristina. Sucedió como si fueran conscientes de que disponían de poco tiempo, el que tardara Moisés en regresar de Ceilán. Apenas nada para un cambio de piel. ¡Y si al menos hubieran jugado limpio! Porque las pruebas a que Camilo sometía a su hijo nunca fueron tales, sino engañifas. Resulta evidente que admitió su derrota ya al principio de esos seis años. Si realmente hubiese perseguido hacer de Josafat otro hombre o simplemente un hombre, le habría puesto en crudo en el puente de mando del César, a él solo, sin una niñera ejerciendo de verdadero capitán. Toda esperanza había muerto antes del primer movimiento. Entonces, ¿por qué insistió? Es que dejarlo habría significado reconocer el triunfo de la esposa en el colonizaje de los hijos. Camilo no podía desaprovechar la ocasión en que el destino dejaba en sus manos a Josafat, hasta entonces y desde su nacimiento absorbido por la madre… En cuanto al propio Josafat, si mantuvo apartados a los remolcadores fue buscando la destrucción del César, su pesadilla, al mismo tiempo que se enfrentaba a su padre, su nuevo ídolo, la gran piedra de toque contra la que demostrar su hombría.

Incluso los pocos que advirtieron la presencia por allí de Ángelo en esos días, cuando se supo que había entrado en posesión del César, hubieron de hacer un esfuerzo para recordar que, efectivamente, sí lo vieron, y si se concentraban un poco más llegaban a asegurar que le vieron más veces en las peñas que arriba del acantilado. Y descalzo, como siempre, incluso sobre las peñas. En su persistente vigilancia del barco para que no lo salvaran, Josafat no pudo dejar de verlo también cuando las apariciones intempestivas de los remolcadores le obligaban a personarse muy temprano en las peñas, pues Ángelo sólo podía ir en las horas libres que le permitía su trabajo en el invernadero, de modo que su retirada coincidía con la llegada de los curiosos más madrugadores. «Se lo quitaba del sueño», comentó Getxo al término de todo. Y: «Se perdía lo mejor de cada mañana», aludiendo a los duelos Josafat-remolcadores.

Porque hubo bastantes entre junio y agosto. A los tres primeros días sucedió una especie de tregua, para tomar aliento y reponerse del asombro. Me refiero a Camilo. No valoraba en mucho a su hijo, pero nunca esperaría de él una rebelión tan ridícula. Intentaría hablar con él (¿cómo vivieron padre e hijo aquel problema en su hogar?, ¿sostuvieron siquiera una sola conversación serena sobre el carguero? En opinión de don Manuel, no. Al menos, no la que merecía una cuestión de tanto peso como la de un barco de 11 000 toneladas). Josafat se mostraría escurridizo, evitando a Camilo, encerrándose en su habitación. Carecía de razones pronunciables con que justificarse. Aún seguía al lado del padre, no buscaba una ruptura —«¿Con quién iba a ir?», apuntaba don Manuel—, solamente la inclusión de un juego dentro de otro juego. Camilo derrochó una gran paciencia con él. Pudo recurrir a la fuerza, ordenar a los criados que encerraran al hijo en su cuarto durante los días en que los remolcadores reflotaban el César. Pero esperó. Se daría de plazo hasta finales del verano: más allá de agosto llegaba la cita con los temporales. Su paciencia se prolongaría hasta el límite de la seguridad del barco, que, naturalmente, seguía considerando suyo. Nunca imaginó que Moisés regresaría justamente aquel agosto y lo cambiaría todo.

Pocos, pues, repararon en el pequeño Ángelo acudiendo a la costa a lo largo de aquel junio a contemplar el barco encallado, y estos pocos recordarían que estaba más veces en las peñas que arriba, en el monte. Había que alargar mucho el cuello para descubrirlo sentado en la misma base del acantilado, casi oculto a las miradas. Madrugaba más que nadie y se retiraba antes de las ocho de la mañana, hora de empezar a trabajar en el invernadero. Hubo quien sospechó que pasaba allí la noche. Como nunca le vieron llegar, nunca supieron si lo hacía por el sendero de cabras del monte o por las peñas que arrancaban de la playa. En cambio, para retirarse siempre utilizó las peñas. Era como si rehuyera a la gente con que se toparía en lo alto. ¿Qué razón le llevaba allí diariamente? El barco, sí, pero ¿qué más? Al término de la primera semana ya tendría demasiado visto el barco, como les ocurrió a los demás curiosos, que si continuaban yendo era por asistir a los duelos Josafat-remolcadores. Ángelo abandonaba el escenario antes de las ocho, antes de que aparecieran Josafat y los remolcadores. De modo que sólo quedaba el barco.

Estas preguntas se formularon al saberse que el César había cambiado de dueño, que la presencia del indio en las peñas encerraba una significación especial. Cierto día sorprendió a los de arriba saliendo al paso de Josafat a las nueve de la mañana, cuando se le suponía en el invernadero. «Habrá pedido permiso a Pelento», pensaron. Ángelo y Josafat conversaron brevemente junto al casco y a los curiosos les llegó la carcajada del hijo del marqués. Transcurrieron dos o tres semanas antes de que se encontraran de nuevo, también a las nueve de la mañana e, igualmente, por iniciativa del indio. A algo dicho por éste Josafat contestó con otra carcajada.

Los acontecimientos se precipitaron: en agosto fue Josafat quien buscó a Ángelo, se presentó en las peñas antes de las ocho y en esta ocasión no hubo carcajada. Se retiraron juntos de las peñas, subieron el camino de cabras, el grupo de curiosos les abrió paso y desaparecieron. En la primera semana de septiembre llegaron los remolcadores, pero ahora no estaba Josafat esperándoles con su rifle. La tarea de reflote llevó cuatro días y se realizó limpiamente y sin interferencias. Fue controlada de cerca por Efrén —ante el asombro de todos—, tan de cerca que lo hizo desde las mismas peñas, dando órdenes diestras, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que rescatar barcos con remolcadores.

«¡Coño, Efrén!», se pasó exclamando Getxo varios días. Los remolcadores obedecían a Efrén, así que era él quien los había contratado y no el marqués. Pero ¿por qué los había contratado si el barco no era suyo? En este punto, la gente no se atrevió a seguir adelante, aunque llegó un día en que lo tuvo que hacer, no le quedó más remedio que aceptar que el César había pasado a manos del hijo de Ella.

Que yo sepa, fue don Manuel de los primeros en recobrar la serenidad y poder pergeñar alguna teoría.

—Ocurrió en días, incluso en horas, como ocurren los hechos más fantásticos, es decir, los milagros —decía—. Y esta vez no tramaron nada, fueron inocentes. Me refiero a Efrén y a su madre. Alguien trabajó por ellos. Fue como en un cuento de hadas. El gnomo dijo al príncipe: «Moveré la Montaña de las Maravillas hasta ponerla dentro de las fronteras de tu reino». «Te lo agradezco mucho, pero nadie puede mover una montaña», dijo el príncipe. «Yo sí», aseguró el gnomo. Y, simplemente, lo hizo. El milagro está en cómo lo hizo, cómo un niño de trece años pudo llegar a ser dueño de un carguero de 11 000 toneladas, y no por herencia graciosa sino yendo deliberadamente a por él. Escucha, Asier, cómo se puso en marcha el cuento de hadas: el niño se sentía culpable y necesitaba compensar a alguien…

—¿Culpable?, ¿de qué? —exclamé la primera vez.

—Desertó de su trabajo, de sus dos trabajos, el de los seguros y el de la funeraria. Desapareció con demasiada brusquedad, con toda la brusquedad, sin despedirse, sin advertir al patrón que se iba. Sólo después comprendió que lo condenó a bajar las persianas hasta que encontrara un nuevo empleado. Por no hablar de la desatención que no se merecía quien con tanta liberalidad lo había tratado, tanto confió en él. Sentimiento de culpa explicable en una sensibilidad tan delicada… ¿No lo dejaba todo por el reino de las frutas?… Días o semanas después visitaría a Efrén para pedirle perdón. No tengo empacho en decirlo: era la primera persona en este mundo (en esta parte del mundo) que lo había acogido. Veamos: su padre se desprendió de él dos veces; primera, enterrándolo en aquel caserío (del que también hubo de huir; dicho de otro modo, donde tampoco lo acogieron), y luego entregándoselo a don Eulogio, el cual también lo echó de su lado como si quemara. No tenía a donde ir, sufriría muy vivamente el rechazo constante de nuestra sociedad. Junto a Efrén volvería a sentirse persona, o quizá esto nunca había ocurrido antes y se sintió persona por primera vez: le dieron responsabilidad, recibió un trato de ser humano, le permitieron iniciativas, y no sólo le dieron un techo sino la soberanía en su pequeño hogar. Por todas estas razones regresaría a excusarse ante Efrén.

A otra persona le habría bastado. ¿Por qué a él no? Carecía de nuestra medida de las cosas, tenía la suya. ¿Acaso no fue falta de medida el elegir para regalo un barco de 11 000 toneladas? ¿Ingenuo?, ¿tonto? Creo que era, sencillamente, un raro ejemplar de buen salvaje. Quizá llegara a conocer el deseo de Efrén de hacerse algún día con una naviera, que el jefe lo comunicara expresamente al empleado a fin de aclarar que los seguros y las funerarias eran, en su caso, simples escarceos de aprendizaje. O Ángelo lo adivinara. O alcanzara a comprender que a cualquier ciudadano le agrada poseer un barco, cuanto más grande mejor. Bien, el caso es que vio el César sobre las peñas y pensaría: «Algo así le debo a don Efrén». Acudía diariamente, de cinco a ocho de la mañana, a admirar el enorme regalo. Varias semanas así, hasta que tomó la decisión. Fue como si incluso él, el buen salvaje; necesitara de todo ese tiempo para digerir el tamaño de la pieza. Por fin, se acercó a Josafat y le diría: «Se lo compro». Josafat apartaría la vista de los remolcadores y clavaría en el indio su mirada amarilla. «¿Qué has dicho?». «Se lo compro. ¿Cuánto vale?». Desde que se juntaron hasta que se oyó la carcajada transcurrieron demasiados minutos, los que tardó Josafat en descubrir que hablaba en serio. «¿Crees que un mocoso como tú puede tener bastante dinero para comprar un barco como éste?», le replicaría. O: «Un barco es un juguete demasiado grande para ti». Risueño, sin duda, a pesar de que nunca se distinguió por su sentido del humor. Lo que sí podemos jurar es que no le preguntó, por ejemplo: «¿Para qué quieres el barco?», pues Ángelo le habría confesado, inocentemente, a quién se lo iba a regalar, lo que habría abortado de raíz la operación.

Y semanas después, la segunda solicitud de compra de Ángelo y la nueva negativa de Josafat, tras la repetición de la carcajada: «No vendo este barco. ¿No te das cuenta de cómo estoy haciendo valer mis derechos sobre él?», pero que serviría para convencerle del firme propósito de compra por parte del indio y para que se acordara de él cuando, al regreso de Moisés, en agosto, cambió de idea y él mismo se lo ofreció.

Los dos fracasos no bastaron para que el buen salvaje dejara de acudir a su cita diaria con el barco. En el transcurso de aquel verano, Josafat y él por fuerza tuvieron que verse en las peñas. No es impensable que intercambiaran algún saludo, alguna palabra e incluso dialogaran. No para matar el aburrimiento —ninguno de los dos necesitaba matarlo, porque no se aburrían— sino cediendo a la mísera necesidad de comunicación que experimentan dos organismos por el simple hecho de estar demasiado juntos.

Y en los últimos días de aquel agosto, el viraje inesperado de Josafat: «Te lo vendo, te lo doy, llévatelo a tu casa, que él no lo tenga nunca más». Decía don Manuel:

—Cambió porque Moisés regresó cambiado; del mismo modo que, seis años antes, Josafat había renegado abruptamente del mundo de su madre porque Moisés acababa de renegar del mismo mundo. En agosto de 1910 ambos volvieron a ser lo que eran, regresaron a la normalidad.

—Es decir, la nueva locura —no podía yo dejar de insistirle—. Pero, tranquilícese, esta vez no mencionaré lo de normalidad de la locura, sólo diré locura, vulgar locura, cualquiera de las clases de locura con nombres perfectamente psiquiátricos.

Una criatura tan justa como Ángelo le preguntaría: «¿Qué me pide por él?», y Josafat, desquiciado por su última mutación: «¡Cualquier cosa, nada! ¿No has oído que te lo regalo?».

—Era un hombre de la madera despojando a un hombre del hierro de su instrumento de corrupción —comentaba don Manuel.

Lo único que perseguía entonces Josafat era que su padre perdiera el barco, y para ello tenía que perderlo él, Josafat, por haber recuperado su condición de hombre de la madera, porque Moisés había regresado de Ceilán siendo uno de éstos. ¿Qué causa produjo la segunda transformación de Moisés, tan radical y súbita como la primera? ¿Súbita? Dispuso en el destierro de seis largos años para meditar. ¿Sobre qué?, ¿sobre su lejana tierra? ¿El mero hecho de tenerla tan lejos fue suficiente para congraciarse con ella, es decir, con su madre? Cristina y la tierra; la tierra, Cristina y la fe… Hubo de existir algo más. Sí, la locura. ¿Algo más o una misma cosa: Cristina-tierra-fe-locura?

Aquella escena en las peñas, con el barco al fondo como decorado y los dos increíbles personajillos discutiendo la compra-venta-regalo de la mastodóntica pieza, nunca dejó de despertar el asombro de don Manuel cada vez que lo traía a cuento:

—Un criajo indocumentado de trece años proponiendo: «Le compro el barco por ciento veinticinco duros, todo lo que tengo ahorrado», y el otro simple aceptando el cambalache porque necesitaba urgentemente apartar de la familia aquel pecado. ¿Te los imaginas, Asier? Los dos al pie de la gran mole en seco manejando sumas y conceptos de niños ventilando el destino de un güito. Ángelo, el buen salvaje liberado de nuestras medidas, y Josafat, el huérfano irredento sin ni siquiera medidas propias, cerrando ambos un trato desmedido. Ángelo le mostraría sus ciento veinticinco duros y, por un instante, dejaría de ser un buen salvaje al preguntarle: «¿Y si después viene su padre y me lo quita?». Y entonces Josafat sacaría de su bolsillo el arrugado documento de propiedad. El indio lo examinaría, sin tocarlo ni entenderlo, y el dinero y el papel cambiaron de manos. Josafat no sabría qué hacer con el dinero, dónde ponerlo. Su confusión procedía de una falta de familiaridad con semejante artículo, tan lejano de sus preocupaciones habituales que podría decirse que jamás existió criatura humana con menos contacto con dinero ni menos seducida por él. Es posible, incluso, que sintiera repugnancia al metérselo en el bolsillo. De pronto, vería alejarse al indio. «¿Adónde vas?», le preguntaría, alarmado, descubriendo que el barco se quedaba allí, a merced de su padre y que acaso su venta no había solucionado nada. «Tengo que hacer una visita», le respondería Ángelo (la visita era a Efrén, naturalmente). Y entonces, o en otro momento próximo, intervino en el juego Moisés para implantar un poco de seriedad… Se sabe que aprobó la venta del barco. Había vuelto a militar, con su hermano, en la misma causa…

—Yo la llamaría guerra santa —recuerdo que expuse en una ocasión, y él movió la cabeza.

—Así, pues, gracias a Moisés pudo legalizarse la niñería —proseguía don Manuel—. Con el tiempo se fue filtrando algo de lo que ocurrió en el despacho del notario. En poder de Josafat obraban las escrituras que le acreditaban como «dueño del mercante de 11 000 toneladas bautizado César, de la Naviera Cantábrica», aunque en otro documento constaba que el barco navegaba bajo las siglas de esta compañía por una concesión especial de su dueño (el regalo de Camilo no se limitó a un gesto simbólico: el traspaso de poderes se hizo en toda regla, quizá para convencer al hijo de su firme confianza en que llegaría a ser un Baskardo responsable).

De modo que el notario sólo hubo de sobreponerse al asombro para empezar las diligencias. «¿Ciento veinticinco duros, precio de venta?», preguntó dos o tres veces, para asegurarse de que había oído bien, aunque debía de haber esperado cualquier cosa de aquel hombre o muchacho o lo que fuera llamado Josafat Baskardo Oiaindia, con su aire de lelo, y de quien lo acompañaba, aquella figurita cobriza y descalza que no podía ocultar su aire pagano. Éste, de pronto, habló: «No es precio de venta sino de compra». El notario lo miró. «¿De compra? Es indistinto poner…», pero se cortó al chocar con sus ojos negros más que transparentes y demasiado inmóviles, y descubrir que nunca le torcería la voluntad. Mientras tomaba nota del cambio experimentó el apremio por conocer su edad, si bien demoró cuanto pudo la redacción de la escritura por no atreverse a formular la pregunta que le enfrentaría al nuevo conflicto. «Como es menor de edad no puede ser parte de ninguna transacción comercial», dijo entonces Moisés, «así que hay que encontrar otra fórmula. Una donación, un regalo…». «¿Por qué?», preguntaron a una Josafat y Ángelo. El notario había recuperado su profesionalidad. «Exacto. Es justamente lo que yo iba a advertirles. Este señor lo ha dicho: es menor de edad. Lo siento», pero no miraba a Ángelo. «A mi hermano no le importará perder esos ciento veinticinco duros, ¿verdad, Jaso?», dijo Moisés. «No, no me importa», dijo Josafat, sin recoger el chiste. «¿Una donación?, ¿un regalo?», repitió el notario. «Teniendo en cuenta la incapacidad comercial del destinatario, sería antipatriótico, algo así como un sabotaje. Porque, ¿qué destino reserva este bisoño a semejante carguero?, ¿se lo jugará a las canicas con otro mocoso como él?, ¿jugará a piratas sobre su cubierta con la banda de su barrio hasta que las olas lo desguacen?». Moisés avanzó hasta el hombre y lo miró como alguna vez se le oyó decir que miraban los tigres de Ceilán. «Pero él quiere regalárselo», dijo. El notario comprendió que eran los otros los que parecían ser el notario. Suspiró profundamente, mientras recogía de aquí y de allá sus saberes profesionales. «Un tutor», dijo. «Necesita a un tutor. Sea por venta o por regalo, el bien ha de ser puesto a nombre de un tutor». «Pero yo quiero que el barco pase a sus manos», dijo Josafat. «Y pasará, pasará en su día. En tanto, un tutor, un regente, mientras crece el mocoso», dijo el notario.

Alguien recordó por entonces haber visto a Ángelo llamar a la puerta de hierro del jardín de la casa de Ella y entrar, para, poco después, salir con Efrén y encaminarse ambos a La Galea. El indio llevaba en sus manos una abultada carpeta con membrete del notario. Don Manuel caía siempre en el vicio de imaginar las cosas que nadie había visto:

—Se lo comunicaría sin mover un solo músculo de su rostro —aventuraba—: «Quiero hacerle un regalo». Efrén le sonreiría, le caía muy bien el indio. «No tienes por qué. Al contrario, yo soy quien te está agradecido». «Quiero que vea mi regalo», añadiría Ángelo. Y, ya en el borde de La Galea, señalando con el brazo hacia las peñas del fondo: «Ese es mi regalo». Al principio, Efrén no sabría qué pensar. Conocía bien al indio, no era un bromista, nunca le quedó tiempo para fruslerías. «¿Es tuyo ese barco?». «Sí». «¿Cómo ha llegado a tu poder?». Efrén, siguiéndole un poco el juego, escrutando su expresión sin saber todavía a qué carta quedarse. «Lo quise comprar, pero me lo regalaron». «Así que lo querías comprar, ¿eh? ¿Tanto me robaste en el tiempo que estuviste conmigo?». Pero le seguiría sonriendo: «Era una broma… Todo el mundo en Getxo sabe de quién es ese barco». «Oí que el notario le llamaba Josafat Baskardo Oiaindia». «¿El notario?». Entonces Ángelo abriría la carpeta y Efrén podría ver los documentos. «No lo puedo consentir, el barco es tuyo… al menos, si hacemos caso a estos papeles». Efrén, emitiendo con automatismo las palabras que podían esperarse de él en semejante ocasión, mientras trataba de averiguar dónde se escondía la trampa.

»Desde 1907 había sostenido con Josafat cuatro duelos iracundos, el último dos meses atrás, y le resultaría imposible olvidar la cara roja de odio del orgulloso Baskardo, del que esperaba cualquier perrería. Es posible que hubiera puesto remate al episodio agradeciendo al indio su generosidad y retirándose. Era la reacción más prudente ante el supuesto bocado-cebo que le restregaban por las narices procedente de su enemigo. Pero surgió un elemento nuevo. ¿Qué ocurrió, quizá en aquel mismo momento, en La Galea? ¿Qué nuevo pensamiento tuvo o qué de nuevo le reveló Ángelo? Sería algo como esto último lo que desbarató todos sus recelos. Pero ¿qué? No una noticia cualquiera sino la única capaz de eximir a Josafat de toda sospecha: su ignorancia de quién sería el definitivo destinatario del César. ¿Se lo confesó Ángelo?, ¿por qué se lo confesó? Considera, Asier, que, si lo hizo, no se merecería ya ostentar el título de buen salvaje, por la malicia que entrañaba. El buen salvaje lo soltaría como una frase cualquiera: «Josafat Baskardo Oiaindia aún no sabe que el barco es mi regalo para usted», y Efrén empezaría a pensar en su futura naviera.

»Quizá tengamos un concepto erróneo de la ingenuidad, quizá la ingenuidad sea la Gran Ley que rige la Naturaleza. Quizá el indio tampoco dejara de ser un ingenuo en esta ocasión, sino que, simplemente, se comportó como un buen animalito, por ejemplo, un buen zorro. La reacción de Efrén volvería a ser la de rechazar el barco. Acaso le replicara: «Tú lo necesitas más que yo», lo que era falso, y el propio Efrén lo sabía. Pero le resultaba difícil digerir aquel asunto tan excesivo. No obstante, claudicaría en pocos minutos ante la tozudez de Ángelo, la deslumbrante perspectiva de poder registrar una incipiente naviera y el liberar a su selvático empleado de la carga del monstruo de hierro con el que no sabría qué hacer, ahorrando al mundo el consiguiente desperdicio. Pero le diría: «Cuando empiece a sacarle utilidad, y hasta su desguace, te entregaré una cuarta parte de los beneficios que me produzca», o algo así. No parece que Ángelo lo aceptara. Ah, estoy seguro de que Efrén se lo ofreció, no me cabe la menor duda. Cualquiera, bajo un estupor de ese calibre, habría dejado por unos instantes de ser él mismo. Pero Ángelo ya había elegido las medidas de su agradecimiento, que eran las del barco, entero, sin mengua. Efrén lo intentó. Lo intentó. ¿No me oyes? Lo intentó.

Sin haberse repuesto el notario de la primera visita, recibió la segunda: un Ángelo, con seriedad de hombrecito, portando la carpeta de los documentos y guiando al estricto caballero inglés con bombín. Todo Getxo habría dado un brazo por ver la cara del notario al informarle Ángelo de que, ahora, deseaba regalar el barco a Efrén. Entre una y otra visita, el notario había tenido que enfrentarse al propio Camilo Baskardo, quien le exigió la anulación de la locura de su hijo. «Las escrituras de posesión estaban a nombre de Josafat Bas…», pero Camilo le cortó para explicarle cómo era la personalidad de su hijo, y entonces el notario le recriminó el no haberle regalado por su cumpleaños un reloj de oro en vez de un barco. «Al menos, usted no tenía que haber legalizado tanto esa donación», le amonestó. «Una legalización trae consigo otras legalizaciones». «Era mi hijo, ¿no se da cuenta? Era mi hijo…», repitió varias veces Camilo Baskardo. Fue el gran aviso de que acababa de clausurarse la luna de miel de seis años disfrutada con su Jaso.

Parece que Ángelo lo soltó de buenas a primeras: «Se lo regalo a este señor». Y el notario, refunfuñando: «Te advertí, pequeño, que careces de poder tanto para recibir el barco como para regalárselo a otra persona. ¿Por qué no te has traído a un tutor, eh?». Ángelo señaló con su brazo extendido a Efrén. «Éste es mi tutor». «Te entendí que era…». «Lo del regalo viene después de que sea mi tutor». Y entonces intervino Efrén para preguntar: «¿Puede un tutor hacerse una donación a sí mismo? Sí, puede. Me he informado. De manera que empecemos con lo que nos ha traído aquí».

Surgieron más obstáculos a la hora de registrar a quien no podía entregar sus apellidos, sólo su nombre: Efrén. Llevaba veintiún años soportando esa falta ante las ventanillas oficiales. Pero Ella hacía extensible la línea en blanco del libro parroquial de San Baskardo a los demás órdenes de la vida, que igualmente quedaban en blanco de apellidos; nunca quiso sustituirlos por otros, ni siquiera por los del hombre con el que estaba casada y con el que nunca tendría hijos. La situación se prolongaría hasta 1919, año en que el padre, por fin, reconoció al hijo y don Eulogio del Pesebre pudo llenar la línea en blanco. (Quienes desde 1889 aguardaban aquella ocasión de conocer algo más de la madre, siquiera su apellido —por no hablar de su nombre—, se llevaron otro chasco: una vez escrito BASKARDO, don Eulogio levantó la cara y la miró, esperando, y lo único que le concedió Ella —nos concedió a todos— fue el viaje aburrido de su mirada por la sacristía en busca de un objeto apropiado, y pronunció una palabra, PUERTA, y así supimos que lo había encontrado). Pero cuando lo del barco, nueve años antes, Camilo Baskardo aún no había reconocido a Efrén y el notario se agarró a ello para impedir la segunda donación. La defensa que hizo Efrén de sí mismo pudo haber sentado jurisprudencia. Sí la sentó para el notario, que fue vencido por sus razones inéditas, aunque ha de insistirse en que el notario se hallaba ante él, no sólo escuchándole sino recibiendo de frente los dardos metálicos de su voz. Y cedió. Más exactamente, se amparó en una cualquiera de las fórmulas, más o menos retorcidas, a las que suelen acudir los de su profesión. Por añadidura, hizo valer la presencia física en su notaría de un ciudadano que, por evidencias demostrables —entre ellas, los libros parroquiales de la iglesia de San Baskardo—, se llamaba Efrén, era perfectamente identificable por el pueblo de Getxo y, ante su presencia —la del notario—, había sido elegido por el dedo del chiquillo como su tutor. El hombre se tomó una semana antes de estampar su sello final en los papelotes —que, en adelante, serían algo así como la Biblia—, empleándola en consultas solapadas a vecinos del municipio, y todos le juraron que, cuando don Eulogio escribiera el primer apellido, éste sería el de Baskardo.

Lo ventilado en la oficina del notario se filtró gota a gota al exterior, de modo que poco se sabía aún al hacer de nuevo aparición los remolcadores. Se corrió la voz y La Galea volvió a llenarse de curiosos, todos esperando la pleamar. Y, de pronto, se oyó la voz de Efrén dando órdenes desde el puente de uno de los remolcadores. Y nada más. «El que quiera puede quedarse a ver cómo se lo lleva, yo no», dijo uno, expresando la desilusión general. Es que se esperaba una prolongación de los enfrentamientos anteriores. La definitiva operación de rescate se culminó sin rivalidades ni contratiempos naturales. El pueblo supo, así, antes de extenderse las noticias del notario, que todo estaba en regla, por pacto, venta, donación, engaño o maldita la razón que fuera. «Se ha salido otra vez con la suya», se comentó. No obstante, casi todos permanecieron en La Galea contemplando el espectáculo marinero del reflotamiento del César. Salió de aquélla con poco más que rozaduras en el casco, y Efrén lo llevó a reparar al astillero de la familia. Meses después, en enero, circuló que nuestro frenesí industrial contaba con una nueva naviera: la Marítima Bilbao.

—Resultó demasiado sencillo —decía don Manuel—. Ni siquiera lo tenía en su punto de mira. Me refiero al barco. Demasiado sencillo. Su madre pensaría, incluso, que humillante. Todo le vino a las manos, sin esfuerzo, por pura chiripa, y, lo que era peor, sin esperarlo. Nada me extrañaría que alguna vez nos enteráramos de que Efrén se excusó ante ella.

Se encontró dueño de un barco de 11 000 toneladas y siguió medrando a partir de él, pero ahora por una ruta más elevada. Efrén carecía del sentido épico de su madre, quien partió de la pobreza y la sordidez y luchó dramáticamente por un puesto en el mundo. La carne de Efrén no había sido herida. Se limitó a recoger el testigo de una obsesión transmitida por sangre y por ósmosis, que él transformó en espíritu deportivo. Debemos pensar en una influencia británica: el más peligroso antagonista desembarazado de toda moral por no estar compitiendo por odio.

Efrén registró su naviera en enero de 1911, abriendo oficina en la calle Correo, de Bilbao, número 12, piso 3. °, una planta demasiado alta para cualquier sede comercial. Tampoco aquella calle del casco viejo era la más indicada. O sí lo era, tratándose de una naviera con un solo barco. No lo podíamos saber, era el primer caso que se daba. Y luego, la otra originalidad, la pintura del César. No mantuvo el color negro del casco, como era casi de precepto para los barcos matriculados en Bilbao; lo pintó de un añil insoportable y, en sentido longitudinal, una franja rosa de cuarenta centímetros a media altura entre la línea de flotación y la cubierta. El César (enseguida Dover) y los hermanos que le siguieron serían siempre perfectamente identificables antes de descubrirse en la distancia el emblema de la compañía en su chimenea. La prisa de Efrén por sacarle rendimiento se manifestó en el contrato que ofreció a la tripulación estando todavía el barco en el dique. Ni uno de los hombres aceptó a su nuevo dueño. Lo que no indicaba necesariamente fidelidad a Camilo Baskardo. La razón estaba en el propio Efrén, en la madre de la que procedía. No le quedó otra opción que ponerse a buscar nueva gente. La encontró en tres o cuatro meses, justo cuando el César abandonaba el dique con su nuevo nombre. Todo estaba listo para su primer viaje, que sería a Inglaterra con mineral de hierro de la mina de Ella, es decir, de la familia. Sólo entonces salió a la luz el problema de los intestinos que culebreaban por las sentinas del César-Dover, aquella inextricable red de kilómetros de tuberías, válvulas y llaves de paso que constituía el terror de maquinistas, caldereteros y engrasadores de toda la costa cantábrica. Algunos primeros maquinistas habían intentado sacar un plano del laberinto y conseguían alguno que se aproximaba un poco a la realidad, aunque ni siquiera a su creador le resultaba digerible, menos a otros maquinistas, y mucho menos al calderetero, que era quien en la práctica lo tendría que usar, suponiendo que hubiera un solo calderetero que resistiera la visión de cualquier plano sin ponerse enfermo. Porque ellos son una raza con rancho aparte. Pertenecen más al mundo de las tripas de un barco que al de fuera, incluidos el puente y la cubierta. Viejos o avejentados, endurecidos y debilitados, chorreando sudor y grasa negra, recorren su feudo ardiente al ritmo de los cigüeñales y manoseando su único amigo, la bola de cotón secante. Llegan a caldereteros por una mala jugada del destino y odian tanto su profesión que nunca la dejan. Un barco no funciona sin un calderetero loco en sus entrañas. Algunos astilleros los construyen como una pieza más de las máquinas: se decía que éste era el caso del calderetero del César, botado al mismo tiempo que el barco. Sólo él entendía, en un treinta por ciento, aquella maldita maraña de tuberías.

Al probarse las máquinas, se levantaron las planchas de las sentinas y nadie se atrevió a meter mano en lo que apareció debajo. Habían oído rumores, incluso algunos fueron advertidos por parientes o amigos que ya habían trabajado en las máquinas del César, pero lo tomaron por exageraciones de marinos. «¡La hostia!», exclamaron. «Esto sólo lo entiende Lechuga». «¿Quién es Lechuga?», preguntó el primer maquinista. «Jesús Ponposo». «¿Y quién es Jesús Ponposo?». «El calderetero del César». El nuevo capitán llevó a Efrén el informe y Efrén exclamó: «¿Es que he contratado a una tripulación de inútiles?». «Sólo ocurre que las tripas de ese barco son distintas de las tripas de los demás barcos», dijo el capitán. ««¿No hay más que un hombre en el mundo capaz de echar a andar mi barco?», volvió a exclamar Efrén. «Nada más que uno», aseguró el capitán.

Un par de horas después Efrén se personaba en el domicilio de Jesús Ponposo. Tenía sesenta años, vivía en una minúscula casita del Puerto Viejo de Algorta y le llamaban Lechuga porque llevaba sus casi cincuenta años de calderetero repitiendo: «Cuando deje la mar plantaré lechuguitas en mi huerto». Abrió la puerta su esposa y Efrén fue derecho al grano: «Ya sé que tampoco quiso usted seguir en el Dover conmigo, pero le pagaré el doble de lo que le daban antes». «¿Por qué ha venido?, ¡maldita sea!», se supo también que exclamó Ponposo. «No tenía que haber venido, no se le hace esto a un viejo». «Le estoy ofreciendo un puesto con doble paga en el mismo barco», dijo Efrén. «¡Es una oferta hecha por el demonio!», exclamó Ponposo. Parece que Efrén retrocedió un paso y sonrió. «¿Tanto me odia?». «¡No se trata de usted sino de ese barco!». «¿También le tiene miedo, como los otros? Me habían dicho que para usted no tiene secretos lo que hay…». «Mi parienta sabe que me había despedido de ese maldito barco para siempre. Pregúnteselo y sabrá que no miento. Fue mi gran ocasión de retirarme para siempre donde pisa el buey. Y ahora usted viene a decirme que el César me necesita».

El pobre hombre suspendió su retiro feliz apenas iniciado y regresó a su verdadero amor. No aceptó ningún aumento de sueldo. Así son los caldereteros.

La Marítima Bilbao se estrenó con el primer viaje de su único barco, ahora bautizado Dover. Todos los que posteriormente fue adquiriendo Efrén serían bautizados con nombres de la costa de Gran Bretaña. Su salida del puerto despertó expectación por sus insólitos colores. «Lo ha pintado de carnaval porque son las pinturas más baratas que ha encontrado», dijo alguien. A pesar de su creciente prosperidad, al hijo siempre se le consideró tan antipáticamente mezquino como a la madre. A ella también se le descubrió en la punta de La Galea cuando el flamante carguero cruzó rumbo a Inglaterra. Sin bajar de su birlocho, tiesa, vestida de negro, allí permaneció hasta que el Dover fue sólo un puntito en el horizonte.

Un par de años después se enteró Getxo de que Efrén estaba comprando barcos a precio de chatarra, cuando a uno de ellos se le abrió una vía de agua a poco de rebasar los morros del puerto en un primer intento de viaje y hubo de ser remolcado al dique seco hundido hasta la cubierta y con toda la tripulación en lo alto del puente como ratas en un naufragio. Tres meses antes, al ser pintado como el Dover, al barco se le bautizó Cardiff. La tripulación llevó a la Marítima Bilbao a los tribunales por imprudencia temeraria, cargo que impuso el abogado sobre el de intento de asesinato propuesto por las víctimas. La querella no prosperó. El Cardiff fue parcheado en los astilleros familiares y botado con alguna posibilidad de que, esta vez, no se hundiera. Para entonces la tripulación había desertado y, para recuperarla, Efrén hubo de garantizarle el pellejo con una póliza de seguro de vida para cada miembro por un valor de mil duros. La compañía de seguros que lo respaldaba fue La Bolsa, es decir, la de Efrén.

Hasta aquí, nada que objetar, o poco, toda vez que Efrén no sería neutral, sino parte, en cualquier conflicto que surgiera en el futuro. Lo indignante estuvo en que, meses después, los asegurados recibieron sendos recibos por importe de la primera cuota anual. Aunque sorprendidos, la abonaron, pues para entonces el Cardiff ya había cumplido dos o tres viajes a Inglaterra sin hundirse y en la tripulación nació la esperanza de estar enrolada en una naviera normal, por lo que ahora de aquel seguro particular ya no debía responder ésta sino cada uno de los tripulantes, como ocurría en las navieras normales.

No necesitaron, entre viaje y viaje, personarse con el dinero en la oficinita de San Baskardo, pues Efrén ya tenía abierta otra, en Algorta, y en ella liquidaron, excepto los dos o tres que vivían en aquel otro barrio. Con la oficina de Algorta sobraba la de San Baskardo, pero Efrén la mantuvo, y en las mismas condiciones que en un principio, con su aire mísero de empresa incipiente sin capital y el solitario empleado que sustituyó a Boniato. Años más tarde, al trasladar la sede de La Bolsa de Algorta a Bilbao, tampoco levantó la de San Baskardo. Fue como si necesitara de ese punto de referencia para poder establecer la distancia recorrida desde el principio: aquel cuartucho de paredes desportilladas apto apenas para almacenar forraje, al que en los últimos años no acudía ningún cliente, aunque seguía ocasionando los gastos naturales de toda instalación comercial, como renta y sueldo, por mínimos que fuesen. Y lo mismo ocurrió con la funeraria: hacia 1914 abrió un segundo servicio en una lonja de Algorta, que sería la central, quedando la de San Baskardo como segundo punto de referencia. Ni siquiera cuando alcanzó los primeros puestos del poder económico de la provincia, y se casó con Ángela Lapaza Garzea —que ostentaba el título de condesa de Dios por delirio nacionalista de un obispo que creía que los títulos nobiliarios no los concedía el rey de Madrid sino Dios— y en 1919 se trasladó a vivir al Palacio Galeón, la majestuosa residencia construida por Camilo Baskardo en 1879 y que Cristina Oiaindia se negó a habitar, ni siquiera entonces desmanteló la oficina de seguros y la funeraria fundacionales, que persistirían hasta el fin de sus días.

Luego, pues, los mercantes a precio de chatarra —no adquiridos de una sola vez; más exactamente, no pagados de una sola vez sino a medida que los viajes de los primeros generaban ganancias con las que ir liquidando la deuda de los cinco—. A continuación, los otros ocho adquiridos a precio de saldo a Banca Vasca, producto de la quiebra de una naviera. Eran buenos tiempos para los negocios, aunque todavía no marchaban solos; lo que ocurriría pronto, en la guerra del 14. Sin embargo, por muy de saldo que fueran aquellas ocho nuevas unidades de la Marítima Bilbao, Efrén se vio en la necesidad de admitir a su lado algo parecido a un socio. Cuando se sentó con Banca Vasca a negociar una fórmula que evitara el pago al contado, Efrén escuchó la de incorporarla como socio industrial aportando los ocho barcos. A la vista de lo que se acordó finalmente, es posible que Efrén replicara que él sólo quería de Banca Vasca los ocho barcos, no a Banca Vasca. Su contraoferta consistió en que aceptaría los barcos en concepto de depósito fijando un precio de venta y unos intereses o beneficios a favor de Banca Vasca estipulados en un veinte por ciento del importe de los fletes durante el tiempo que la Marítima Bilbao lo considerase conveniente, es decir, hasta el abono de los barcos. Banca Vasca aceptó, a pesar de que Efrén impuso en la redacción del contrato que los barcos figuraran con la calificación de mobiliario. Lo que verdaderamente perseguía el grupo bancario era desprenderse cuanto antes de aquellas naves que le habían caído encima por accidente y no sabía qué hacer con ellas, pues lo suyo no eran las navieras.

Efrén hizo valer su derecho a la interrupción del convenio a los pocos meses del comienzo de la guerra del 14, en cuanto empezó a obtener beneficios desaforados con sus mercantes. Estaba ya en condiciones de liquidar con Banca Vasca y librarse así de aquella sangría del 20% que, en cierto modo, fue el único precio que pagó, pues con el precio real sólo había comprado tiempo hasta conseguir que los ocho barcos se pagaran a sí mismos.

—Sucedió como para obligarnos a pensar que Ella también proporcionó a su hijo, en el instante preciso, aquella guerra europea de cuatro años —decía don Manuel—. Observa, Asier, que no comenzó hasta que Efrén no dispuso de todos sus barcos. Alguien organizó ese baño de sangre para él.

—Para todos nuestros chatarreros —le recordaba yo.

—Dios mío, sí. Se perdió hasta el último gramo de dignidad… Recuas de barcos vascos cargados hasta la chimenea de mineral de hierro para la fabricación de armas asesinas. Caballeros vascos de suaves modales ingleses acudiendo a misa de siete a pedir a Dios perdón por anticipado por los pecados que cometerían a lo largo de la jornada firmando sin tregua las órdenes de zarpar. Ni una voz de denuncia, aunque sólo fuera por guardar las formas. Silencio. Ni de obispo o párroco de pueblo. Silencio. Ningún prohombre abrió la boca, ningún anciano de la tribu. Silencio. Perdimos lo poco que nos quedaba de la vieja inocencia. Nosotros mismos cortamos el cordón umbilical con el pasado de los hombres de la madera. Descubrimos cuál era nuestro precio. Éramos puros porque nada ni nadie nos había tentado hasta entonces. Dimos la bienvenida a lo nuevo sabiendo que el precio a pagar sería el de nuestra destrucción. Al menos, los primeros hombres del hierro no fingieron, no tuvimos que sufrirles ninguna mala representación, pero ¿qué hay de Cristina Oiandia y el resto de los comediantes? ¿Con qué cara se presentarán algún día ante Sabino Arana? Con una mano se daban golpes de pecho clamando por el viejo pueblo y con la otra estampaban sus firmas al pie del becerro de oro. Esto, sencillamente, ocurrió, Asier.

No tuvieron más remedio que empezar a hablar de él en el mundo de los grandes negocios. «¿Y no tiene más que veinticinco años? ¿Qué será de nosotros cuando crezca?». Al principio tomarían las cosas a broma esperando de un momento a otro su descalabro. Pronunciarían «Efrén» con el mismo acento escurridizo con que, años atrás, se pronunciaba Ella. Pero el chorro de oro en que, para ellos, se fue convirtiendo la guerra, lo arrastró todo, incluido a Efrén, y ni siquiera le dedicarían un levantamiento de cejas cuando emergió a su lado en el primer consejo de administración de alguna banca o siderurgia por la adquisición del primer paquete de acciones. Les llegó con el alud de ganancias delirantes, como una partícula más, y al remitir la vorágine tampoco pudieron volver la cabeza para fijarse mejor en él y considerar si les agradaba o no tenerlo en el sillón próximo, pues siguió sin darles tregua, sin permitirles crear o desarrollar su propia opinión —suponiendo que les interesara tenerla—: Sólo un año después del final de la guerra, en 1919, se casó con Ángela Lapaza Garzea, una tiesa muchacha de veinticinco años producto de un cruce de sangres nada original: un Lapaza, capitán de empresa, unido a una Garzea sin más dote que el rancio apellido y el apolillado solar.

Aurelia Garzea, la madre, al cumplir Ángela trece años y convencerse de que su escaso atractivo entorpecería una boda ventajosa, contrató a un historiador de la tierra para que escribiera una crónica encomiástica de la familia. El sonido Garzea arrastraba un pasado principal y documentado, en el que resultaba difícil precisar dónde acababa la leyenda y empezaba la historia. Había sido cabeza del bando que secularmente combatió a los Jaunsolo, sus enemigos. Hasta hacía pocas décadas los Garzea y los Jaunsolo se habían odiado a muerte, dividiendo y arrastrando a las armas a todo un país que, por parentesco o vasallaje, abrazaba la causa de uno u otro apellido. Sabiendo Aurelia que los crímenes y demás salvajadas del pasado quedaban en la historia como expresiones gloriosas de poder y santidad, pidió a su historiador que no se recatara en contarlos todos, y así los antiguos Garzea transmitieron a los nuevos una gloria muy alta. Mandó imprimir tres mil ejemplares del folleto y los envió por correo a tres mil direcciones seleccionadas, entre las que no estaba la de Ella. Pero el amor se saltó las discriminaciones.

—No sólo el amor de ella sino también el de él —hubiera sostenido yo ante don Manuel, pero no hizo falta, porque esto sí se lo concedió a la sangre de Ella.

—En su visita de aquel junio, lo acompañaba Ángela —me contó alguna vez don Manuel—. Desde hacía media docena de años sólo me visitaba en junio, en el aniversario de la cacería de llamas. Una sola vez al año (no como en otro tiempo, que se presentaba todos los meses y, aún antes, todas las semanas, siempre con la pregunta lanzada con ferocidad: «¿Dónde escondiste al último diablo?», en la que introdujo una variante cuando, de pronto, dejó de tutearme, cosa que ocurrió, precisamente el día en que apareció, en 1918, con Ángela. Entonces la pregunta fue: «¿Dónde tiene usted escondido al último diablo?», que sonó más respetuosa, menos directamente acusadora, una pregunta que se la podría haber formulado a cualquier otro del pueblo si hubiera abrigado la más mínima sospecha de que estaba en condiciones de darle la respuesta. Pero sabía que sólo la tenía yo).

»Oh, sí, por aquel tiempo saqué la cuenta de las veces que llamó a mi puerta: unas cien en diez años. Mi pobre madre se cansó de invitarle a pasar y, a partir del segundo año, se limitó a desandar el pasillo para anunciarme: «Aquí tienes a la visita», sin una entonación especial, asumiéndolo como una tormenta de invierno. Y yo salía al umbral y allí estaba Efrén, tieso, duro, mirándome desde antes de que yo apareciera al fondo del pasillo: todo igual que la primera vez, en aquel lejano julio de 1907, recién salido de la clínica (fue su primer movimiento al abandonarla), en la que permaneció un mes curándose de la pérdida de la media libra de carne de su hombro. Ni siquiera a mis catorce años sentí miedo en aquella su primera visita: me duraba la emoción de lo vivido un mes antes, mi dolor por el asesinato del rebaño, mi asombro por el ensañamiento de los cazadores, en particular por el ensañamiento de Efrén. Yo, en aquel momento, aún seguía luchando por la salvación de las llamas, quiero decir que tal era mi estado interior. Lo tuve y lo tendría frente a mí, pálido, desencajado, clavándome sus ojos de acero. Deseé no tener a la madre a mi espalda (sólo se quedaba allí en los primeros meses, hasta que se aburrió de la monotonía), por si era ella la que sostenía mi entereza. Se lo dije todo con la expresión y supe que él recogió mi reto. Le comuniqué, así, que yo tenía al macho a buen recaudo, que jamás le revelaría el refugio, que me sentía feliz mortificándole con ello, que si la ocasión no me hubiera venido a la mano la habría provocado, habría traído las llamas a Getxo y superado la cacería con tal de salvar a la última superviviente del punto de mira de su rifle y luego reír a carcajadas el resto de mis días. Creo que todo esto le comuniqué con mi expresión. Y lo vencí. Me refiero a que le obligué a hablar: «¿Dónde está?, ¿dónde escondiste al último diablo?». La madre me miró y luego volvió a mirar a Efrén. «¿Qué dice?», me preguntó. Él se dio la vuelta (fue como si sólo su brazo en cabestrillo diera la vuelta) y se alejó escaleras abajo. «¿Qué decía de un diablo?», preguntó la madre. «Nada», dije. No sé si entonces empezó a respetar mi secreto o si en ese momento se olvidó de él (como le solía ocurrir) hasta la siguiente visita de Efrén, es decir, hasta la semana siguiente, o pasó de un salto a otro terreno. «Manolo», me dijo, «ten cuidado con esta gente fuerte y mala, no te les pongas delante».

»Bien, pero en junio de 1918 no vino solo. Más exactamente, ella le siguió, sintió curiosidad por saber adónde iba y a qué, entendiendo que fuera lo que fuese se trataba de algo de él. Me refiero a que parecía interesarse por sus cosas hasta el extremo de acercarse a nuestra casa, entrar en el portal, subir las escaleras y soportar durante un tiempo ínfimo a la gente insignificante que saldría a la puerta. Una experiencia absolutamente innecesaria en su vida. Yo tenía entonces veinticinco años y creía entender algo de estos asuntos. Y si de verdad se interesaba por él hasta ese extremo, es que lo amaba. ¿Por qué no? Madia o Magda se casó con tu tío Roque por amor, pues en un principio se enfrentó a su parienta o lo que fuera por seguir a su esposo a Altubena: ya ves que puedo aceptar cosas así en gente… Es que, ¡maldita sea!, Ángela estaba ante mi puerta cuando Efrén me lanzó la pregunta que ya olía, bueno, su variante. Estoy seguro de que él habría preferido no tenerla entonces a su lado: su presencia rompía el estilo de aquellas visitas por primera vez en once años. Se sintió interferido. Limó su pregunta y, escuchándose, se sorprendería de sí mismo, porque me tenía delante y yo nunca dejaría de ser para él el chico de las llamas, el tiempo no transcurría ni para él ni para mí, por no mencionar mi expresión transmitiéndole todo aquello. Acaso, también, descubriera por primera vez que el chico de las llamas tenía ya veinticinco años, es decir, que el tiempo sí había pasado, al menos, para otros. Debilitó la agresividad de la pregunta por concesión a Ángela Lapaza, allí presente, a su noviazgo, a su felicidad, incluso a su amor por ella. Aunque sólo afectó a la piel, quedó así para el futuro: «¿Dónde escondió usted al último diablo?». No dejó de ser un alivio. El resto de Efrén siguió intacto.

»Ángela no perdió un solo latido de la escena. Yo nunca la había tenido tan cerca. Quizá fuera la primera vez que pisaba mi escalera una figura tan exquisitamente compuesta. La recuerdo con sedas blancas, puntillas, sombrero de pamela, un diminuto bolso de cerrada malla metálica y zapatitos de hada. Pero su boca era firme, sus ojos, incoloros, y, a pesar de su atavío celestial irradiaba un seco fulgor de faro lejano. Si alguien me preguntara cómo me miró, tendría que responderle que no recuerdo que lo hiciera; más exactamente, que no esperé que lo hiciera, o que a la escena le convenía que no lo hiciera, incluso que yo no la mirara a ella, pues podría verla, y ella sobraba allí, me refiero a que ella misma se sobraba allí, porque el momento era nuestro, de Efrén y mío, tampoco de la madre, que no se retiró, como lo hacía en los últimos años tras abrir la puerta y avisarme: le retuvo la presencia de Ángela, a la que jamás había podido fisgonear tan a sus anchas.

»Ángela esperó a un paso de la espalda de Efrén, inmóvil, observando, aún levemente divertida, las manos una sobre otra por delante sosteniendo el bolsito a la altura de sus muslos. Se me ocurrió pensar que lo habría seguido hasta allí sin su permiso, en una especie de travesura. Pero Efrén estaba en otra cosa y ella lo entendió así nada más oír su pregunta irrumpiendo brutalmente en la semioscuridad del descansillo. «No entiendo», murmuró Ángela enseguida y, de pronto, se había convertido en otra persona. Efrén y yo proseguimos con nuestra representación. Ángela no pudo sospechar que a su presencia le cabía el gran honor de haber alterado la vieja escena. Comprendí su asombro ante la, aún, ruda pregunta estallando en el vacío, sin palabras previas de presentación o saludo, como un meteorito procedente de la nada golpeando la Tierra. Y luego yo, mudo en el umbral, sin replicarle ni pedirle una explicación, cumpliendo con mi eterno papel de chico de las llamas. Efrén había marcado, once años atrás, cómo debía ser aquello y era el único que lo podía cambiar, porque yo nunca dejaría de ser el voluntarioso chico de catorce años que bastante tenía con enfrentarse al depredador. «¿Qué es esto?, ¿qué ocurre aquí?», exclamó Ángela sin mucha voz. La cuestión, para Efrén, no radicaba tanto en la dificultad de hacer a su novia una segunda concesión, violando nuestras normas, como en la naturaleza refractaria de la escena. Incluso llegué a desear que se desarrollara como las anteriores, pues no sólo era Efrén quien necesitaba probar fortuna con regularidad y verme para convencerse a sí mismo de que la dignidad, la irreductibilidad de la población de Getxo, su libertad, no eran abstracciones, sino que tenían un nombre y éste se ocultaba en algún sitio y, por tanto, eran susceptibles de ser destruidas; y yo necesitaba igualmente de sus visitas para seguir creyendo en el macho de las llamas como en algo más que un sueño.

»Una vez que Efrén leía en mis ojos la ratificación de mi negativa, giraba sobre sus pasos y desaparecía escaleras abajo. (Dos años después, en 1920, y siguientes, a partir de mi estreno como maestro en Algorta, eligió enfrentárseme en la misma escuela, sin importarle la presencia de los niños). Ángela le siguió, no sin antes repetir por segunda vez en el mismo instante de ponerse en movimiento: «¿Qué es esto?, ¿qué ocurre aquí?». En su confusión, sus finos tacones golpearon despiadadamente los peldaños de madera. La recuerdo muy impresionada por lo visto y oído. Y es que había algo más: el descubrimiento de aquella zona oculta de Efrén, de la que ella acababa de ser desterrada recién conocida. Llevaban por entonces unos dos años de relaciones, suficientes para que una mujer enamorada —y despierta— haya podido escarbar hasta en lo más recóndito de su hombre. Es de imaginar su desencanto, las terribles dudas que le asaltarían sobre la naturaleza del amor que le profesaba Efrén. A la madre le faltó tiempo para asomarse a una ventana sobre la calle. «¡Qué elegante va la Lapaza!», exclamó. «No para de hablarle a su novio, y él ni caso». Es posible que Ángela nunca llegara a saber absolutamente nada de aquel misterio. Ninguna ocasión mejor (por no decir la única, no habría otra) que aquélla para contárselo, digamos, en caliente, con ella por testigo del encuentro fugaz en mi descansillo. Pero la perdió.

»Sí, hacían buena pareja. Ahora me refiero a sus figuras. Apenas hay que esforzarse para creer en un enamoramiento mutuo. Hasta entonces a Efrén no se le habían conocido asuntos de faldas, y ya tenía veintiún años. Es como si no hubiera tenido tiempo para frivolidades. Y parece que empezó con Ángela porque ella tomó la iniciativa. En 1916, en plena guerra europea, Efrén era ya una incontenible fuerza ascendente en el mundo de los negocios. De modo que también fue introduciéndose en nuestra llamada buena sociedad. Algún día, alguien tuvo el atrevimiento de proponerle que se hiciera socio del Club Marítimo. Luego, otro, o el mismo, le invitaría a una fiesta. En uno de esos salones, Ángela se fijaría en el impecable y solitario caballerito inglés, pues aquel combate también lo realizó solo. No es que se avergonzara de su madre o no se arriesgara a verla rechazada (Ella nunca dejó de ser especial, incluso para ellos, algo nuevo en materia de bandolerismo y rapiña: intuyeron que lo suyo rebasaba las aceptadas leyes de la lucha de lobos, porque no era deporte sino odio. «¿Se puede saber qué le hemos hecho nosotros?», se preguntarían), sino que entendió aquella fase de asentamiento en nuestra élite como una prolongación de sus comienzos, tan solitarios, tan independientes de toda ayuda materna. No fue en esta segunda fase cuando le sacaron lo de el bastardo de Baskardo, sino en su primera aparición entre nosotros, en 1907, en la cacería de llamas. Pero nada impidió el amor de Ángela por él.

»Ángela Lapaza Garzea estaba en condiciones de elegir lo mejor, y Efrén, carente incluso de apellido, no era lo mejor. Fuertes razones lloverían de los suyos para hacerla desistir. «Le quiero y no es un cualquiera», se defendería. Su gran argumento siempre sería el más irracional: «Le quiero. Le quiero». Pienso que hubo honestidad por parte de Efrén.

Quizá su enamoramiento no alcanzara la altura del de ella. Pero si somos serios y hablamos de amor, Efrén sí que la amó. No la habría elegido sólo por interés. Incluso me atrevo a asegurar que habría considerado esta ayuda como una intromisión en su propósito de hacerse a sí mismo. Le movió otra razón, Asier: el amor… Empezando por el amor de ella… Quiero decir que Efrén sintió sobre él un amor impensado, y lo recogería con el asombro e incluso unción con que se recoge un fenómeno desconocido. Claro que sabía lo que era una madre, de Ella había recibido una atención especial y casi excesiva —a su modo, claro—, hasta conformarlo, con ligeras variantes, a su imagen y semejanza. Quizá el amor de Ángela le haría ver el de su madre como parte de una estrategia en la que él no era más que una pieza…

—Usted es injusto al no despojar a Efrén del estigma de hijo arrebatado por Ella a Camilo Baskardo con el fin de establecer una cabeza de puente —le decía yo.

—Tú lo estás diciendo.

—Pero entre la madre y el hijo habría algo más, hubo algo más, hubo todo. Una madre acosada con un hijo acosado reacciona con amor de tigresa.

—Escucha, Asier: Ángela liberó a Efrén del engranaje metálico para amarlo, digamos, con la tontuna de los quince años. Ningún otro interés le unió a él. Al estar rodeada de lobos, tendría mejores ofertas en las que invertir su amor. Pero no lo hizo. Y Efrén no lo podía ignorar, comprendería que esta vez no entraba a formar parte de ningún engranaje metálico. Se sintió amado y amó.

Al menos, aportó pasión, y Getxo dispuso de la prueba correspondiente: se casaron en 1919, en abril, y Cándido nació cinco meses después, en septiembre. Hubo, pues, pasión. Las viejas sacaron cuentas con los dedos y gruñeron: «Será muy Lapaza, pero ella como las pobres». Todo estuvo marcado por la primera precipitación. Se casaron sin disponer de casa propia y parece que los Lapaza-Garzea no los aceptaron de primeras en la suya. Compraron un chalet en el municipio de Amorebieta, a veinte kilómetros de Bilbao, y en él ocultaron el embarazo. Quizá lo decidieran así desde un principio y nunca se produjo el rechazo de los Lapaza-Garzea. En cualquier caso, a primeros de octubre se instalaron con el recién nacido en la mansión de los padres de Ángela, en Neguri.

En cuanto a la otra familia, la del esposo, quedaba excluida de esta cuestión, como resulta claro que lo hizo el propio Efrén; ni por un instante rondaría por su cabeza la posibilidad de llevar a Ángela al palacio de su madre, aquel asilo de Altubes —como lo calificaba don Manuel— con todo el aire de un cementerio de elefantes: mi tío abuelo Santiago lloriqueando que lo transportaran a La Venta a tomar un trago con sus viejos amigos, habitando en el centro de un enjambre de jaulas de jilgueros y canarios, entregado a su cría como única actividad y esperando las horas de las comidas para seguir engordando con los guisos de su esposa —no se sabe a partir de qué año Ella se descargó del trabajo revelando a una anciana cocinera el secreto de sus recetas—; mi tío Roque, el extranjero en la anacrónica mansión, recluido en una mínima porción de ella, no por voluntad ajena, ni siquiera propia, sino debido a su condición de muerto viviente: una sombra sentada durante horas y horas —las que le dejaba libre el tranvía— en el jardín que él había convertido en huerto trabajándolo casi sin levantarse de una rústica banqueta de cocina, obedeciendo con docilidad las órdenes infantiles sobre siembras, abonos y demás que su tío Santiago le repetía mil veces desde un extremo del gran porche de columnas gruesas retorcidas, tal como si se encontraran aún en Altubena y el tío siguiera en posesión de la primogenitura.

Sin embargo, Roque disponía de un refugio en un momento de cada jornada: su propia esposa. Sí, la insignificante Madia o Magda que, en doce años, ya le había dado ocho hijos; la suave esposa que recogía por las noches los pedazos de mi tío y lo recomponía para un inútil día más, y seguramente sin palabras, como había sido lo más importante entre ellos. No podía decirse lo mismo de mi tío abuelo: no había tenido con Ella un solo hijo, ni siquiera un triste aborto. Quizá nunca siquiera lo intentaron, nunca lo intentó él. ¿Por qué culpar sólo a mi tío abuelo, a la masa de carne que lo arrastraba por otros rumbos, hasta el extremo de llegar a sospecharse que Panpili Ermo y los otros tres que en aquel noviembre de 1890 apoyaron la escalera de mano en la fachada de La Venta para mirar por la ventana y sorprender la intimidad del matrimonio en su noche de bodas no vieron nada? ¿Por qué a él solo y no también a Ella, o solamente a Ella, la mujer que había montado su matrimonio estrictamente como negocio, y su desplazamiento a Bilbao para comprar la cama y su molestia en ir hasta la iglesia a que don Eulogio la casara no fueron ni siquiera brumosas incorporaciones a la boda sino calculadas concesiones a Getxo, algo así como la falsa conversión de los judíos para poder quedarse? Es posible que mi tío abuelo hubiese fracasado —suponiendo que lo intentara— con cualquier otra mujer, pero Ella no le ayudó en el sexo. ¿Por qué no aventurarnos a suponer que cualquier hombre hubiese fracasado con ella? ¿No repetía don Manuel que era distinta, un símbolo, lo más alejado de la condición humana? Empero, había tenido un hijo —por no recordar que ya llegó a Getxo embarazada—, es decir, alguien de entre nosotros deseó su carne. ¿Qué exigencias tuvo mi tío abuelo que no pudiera tener Camilo Baskardo? Es que la cuestión no radicaba en ellos, sino en la mujer, en la diferencia que establecería entre sus horas, digamos, de asueto y las laborales: con Camilo Baskardo trabajó, quiero decir que se trabajó a sí misma, bueno, que se tomó la molestia de operar en ella algún cambio para seducir. ¿Qué cambio? Allí no pesó diferencia de edad, de juventud, puesto que tuvo a Efrén en 1889 y sólo un año después se casaba con mi tío abuelo. ¿Qué cambio? ¿Sabía hacia dónde dirigir ese cambio? ¿Sabía, pues, cómo era ella en estado normal, en estado puro? Metió horas extras para mejorarse, para seducir, aunque sólo lo hizo en honor de Camilo Baskardo a través de intensas horas laborales; a mi tío abuelo lo ignoró en su asueto, quizá reconociendo que ya le entregaba algo más valioso de sí misma como lo eran sus guisos.

Todo —la boda, la elección de casa—, Efrén y Ángela lo llevaron a cabo con excesiva precipitación. Aunque no pudieron elegir otro ritmo. La boda se celebró casi en secreto y la residencia a habitar en ningún caso estuvo a la altura de su rango. A Efrén le hubiera correspondido disponer no sólo de un hogar sino de un templo, una arquitectura con el sello de su personalidad (únicamente los más afortunados poseen el privilegio de crear la vivienda propia a su imagen y semejanza), a tono con su renombre, y cumpliendo nuestras expectativas, las de nuestra comunidad (teníamos ese derecho, simplemente, porque ellos —esa clase, esa élite— nos lo habían concedido o nosotros nos lo habíamos tomado, como una ingenua colonia de monos presumiría de tener por jefe a un orangután), porque de ellos siempre esperábamos, no lo más ejemplar sino lo más grandioso y resonante, algo a lo que poder señalar para decir: «Nos gusten o no, son nuestros».

Efrén, tan calculador, lo habría deseado de otro modo, pero no le dieron tiempo, hubo de adelantar la boda en tres o cuatro años y se quedó sin una mansión a su imagen y semejanza. Nunca la construiría, si bien en la que finalmente se instaló cumplía con creces todos los requerimientos, incluido el de aquella estridente arquitectura que también llevaría en la sangre. Una residencia diseñada por él mismo no habría resultado tan de su gusto. Fue como si Camilo Baskardo, al levantar el Palacio Galeón, cuarenta años antes, hubiera tenido en cuenta su impensado destino final. Sería la mansión más desmedida y suntuosa del territorio, aunque a nadie le pareció excesiva, considerando que el marqués era ya una cumbre, incluso en títulos —entre ellos, el de Padre de la Provincia y Grande de España—, y su poder iba más allá de toda imaginación. Sin embargo, aunque consiguió que estuviera concluida para su boda, en 1879, nunca la habitó, por la negativa de su esposa Cristina a abandonar la vieja casona del cruce de Laparkobaso, en San Baskardo, solar de su apellido. Resultaron inútiles los desesperados esfuerzos de Camilo por quebrar esa voluntad. A lo largo de cuarenta años, el Palacio Galeón permaneció vacío y a modo de monumento a la dilapidación humana. Tuvo muchos compradores, pero, a medida que transcurrían los años sin que su dueño lo vendiera, la gente acabó por comprender que el obstáculo no era una diferencia en el precio sino su decisión de conservarlo así. Cuando, en noviembre de 1919, lo ocupó Ella con su tribu, a Getxo le invadió la zozobra de que el marqués había estado jugando a dos barajas desde el principio.

Sin embargo, lo único cierto es que nada se movió hasta junio de aquel 1919, y la cosa se puso en marcha con el primer duelo en que se enzarzaron Efrén y Josafat, aquel rito que todo Getxo aguardaba con impaciencia para apostar. La pequeña locura empezó en 1907, en plena cacería de las llamas, con un Josafat enardecido por la propia cacería. Nada hizo sospechar que el duelo de 1919 no sería igual que los doce precedentes, pero se le incorporó una variante. Y aquí entra Camilo Baskardo.

Getxo nunca se tomó muy en serio aquellos combates singulares, ni siquiera Camilo, a pesar de ser el padre de ambos contendientes. Ni siquiera Efrén, a quien en principio había que atribuirle la imprescindible carga de odio que le llevaba a acudir puntualmente a la cita en pleno monte. El único que sí se lo tomaba en serio era Josafat. Coincidió en la misma partida de caza con su hermano bastardo, al que nunca antes tuvo tan cerca y casi ni conocía; pero es que en Getxo tampoco nadie empezó a conocer realmente a Efrén hasta 1907. Josafat, que vivía sus grotescos años de agresividad, se creyó obligado a dar la talla y la emprendió a tiros con Efrén, uno arriba y otro abajo de aquella ladera montaraz. No corrió la sangre porque Josafat era mal tirador. Y cuando todos creyeron que allí acabaría todo, un año después, el mismo día de junio, volvieron a encontrarse en el mismo sitio, y se dispararon, hasta que una intencionada bala de Efrén destrozó el rifle de Josafat, y él soltó el suyo, y la segunda parte del duelo se ventiló a puñadas. El único que podía haber causado sangre era Efrén, por su excelente puntería, pero su odio no era tan ciego o no era ésa la manera de expresarlo; al parecer, le bastaban los puñetazos, para lo que había de inutilizar antes la otra arma. Lo repetiría un año tras otro, presentándose a la cita con su rifle únicamente para poder desarmar a Josafat y participar en el duelo incruento.

Más o menos un juego, excepto por los ojos alucinados de Josafat coronando su expresión desolada, y por él mismo, incapaz de cargar siquiera con su boceto de salvajismo y cayendo en la autodefensa de los animales inferiores que intentan aterrorizar con su propio terror. Todo ello quizá lo tomara Efrén como un excitante más en aquel deporte cíclico.

Incluso Getxo convendría en que los duelos se prolongaron demasiados años, aunque nadie movió un dedo para cortarlos. Fueron tema recurrente, y no sólo mientras duraron, es decir, hasta la Guerra. Desprendían demasiado morbo, les envolvían demasiadas incógnitas, por no mencionar la ocasión que proporcionaban de apostar. Se cruzaban apuestas para el siguiente en el momento de concluirse el anterior, y quedaba un largo año por delante para ratificarse o cambiar mil veces de ganador. Hubo ya apostantes en el primer duelo, el no esperado, el que marcaría los siguientes, cuando aún se ignoraba si las carcajadas de Josafat —al tiempo que disparaba su rifle contra Efrén y éste escalaba por la ladera en busca de su agresor— formaban parte del duelo o eran otra cosa: apenas media docena de curiosos, ni siquiera desprendidos fugazmente de su particular cacería sino en plena retirada por puro pánico a las llamas, delegando la defensa del honor y la venganza en la indiscutible primera partida formada por los siete cazadores con cuartel general en el carro del carnicero Braulio; un espectáculo con el que se toparon casualmente en su huida y les obligó a detenerse, a pesar de todo, de modo que les cupo el privilegio de ser los primeros apostantes, si bien no los primeros ganadores o perdedores, pues el resultado de aquel primer duelo quedó sumergido en el magma de apasionado frenesí en que culminó el episodio, y aunque uno de los duelistas, Efrén, acabó en el hospital, no por ello debe entenderse que triunfara el otro, al menos no Josafat, y sí, posiblemente, el macho de las llamas que le arrancó de un bocado los 250 gramos de carne de su hombro, aunque realmente tampoco pudo ser el ganador: para entonces, el rebaño ya había sido exterminado, y él —el macho— hubo de ponerse en manos de un chico de catorce años para que le guiara hasta su refugio en la cumbre más elevada de nuestra tierra.

Getxo nunca dejaría de preguntarse cómo se produjo el segundo duelo —suponiendo que el primero lo fuera y no una partícula inseparable de la cacería, sin entidad propia—; no por qué se produjo, sino de qué medios se valieron Josafat y Efrén para acordar la cita. Vivían en mundos aparte y odiándose mutuamente: era impensable un recado viajando de cualquiera de ellos al otro. Se barajó la idea de la fatalidad, el insoportable antagonismo de sangres generando por sí mismo la chapucera solución de aquellos desafíos a modo de aliviaderos, a fin de contener el estallido hasta que lo designaran los dioses, y comunicando la cita a las partes a través de un sueño. Se pensó en un padre desesperado facilitando aquel único contacto entre sus hijos a falta de otro mejor.

Aseguraban los asiduos al lance anual haber visto al marqués por las inmediaciones, oculto en la vegetación, pero desplazándose con los combatientes, quienes, persiguiéndose a puñetazos, solían cubrir distancias de kilómetros con varios cientos de curiosos detrás, apostando y desapostando según los altibajos del duelo. A partir del segundo, se elaboró una lista de honor de ganadores, y el primer nombre que figuró en ella fue el de Efrén, lo que entonces indujo a pensar que Josafat jamás alcanzaría esa gloria: su fragilidad franciscana no podía competir con la dureza y seguridad en sí mismo de Efrén. Sin embargo, los duelos solían tener un desenlace confuso: podían concluir por agotamiento de los combatientes, ambos caídos en tierra, rotos y ensangrentados. Pero Getxo jamás se resignó a que, tras la impaciencia de un año y con las apuestas listas, el duelo quedara en tablas. No es que se inventara un ganador: los testigos —siempre a distancia prudencial y más bien escondidos— no se retiraban del monte sin haber dado sentencia ateniéndose a ciertas pruebas, cosa que, en un principio, se hacía a la ligera, hasta que en el sexto año se nombró algo parecido a un jurado, diez personas serias encargadas de poner cada junio un nombre sobre el mostrador de La Venta. No siempre resultó fácil dar un veredicto: a veces, después de machacarse durante horas, Efrén y Josafat se alejaban el uno del otro tambaleándose y era preciso situarles discretamente en la buena dirección hacia sus respectivas casas, y, como éstas distaban menos de un tiro de piedra una de otra, realizaban casi juntos el camino de regreso, seguramente sin verse, a causa de los ojos tumefactos, y los testigos detrás, especialmente el jurado, que debería averiguar quién llegaba el primero, es decir, quién de los dos estaba menos averiado; otras, se dispersaban sin dirección y uno buscaba alivio en un caserío y el otro en una fuente, y perdían muchas horas en un vagabundeo de recuperación de fuerzas, y en este caso no servía de medida el regreso a casa, y el jurado había de buscar otra, por ejemplo, los moratones, para declarar ganador al que mostrara menos; en último extremo, se recurría a la ropa desgarrada y a los botones perdidos en el fragor, e incluso a los gemidos dejados escapar por cada uno. Estos equilibrios del jurado parecen expresar que, en ocasiones, si había un ganador se debía a la necesidad de que lo hubiera. Es posible que ni Efrén ni Josafat supieran siempre quién de ellos había vencido. Con todo, hubo años en que jurados, testigos y los propios protagonistas no abrigaron ninguna duda: cuando sólo uno de los dos caía y allí quedaba y el otro desaparecía del escenario; o cuando, habiendo caído los dos, se cortaban las respiraciones en espera de ver cuál se levantaba. Y, sí, Camilo Baskardo allí presente con su rifle, sin faltar un solo año.

—Esperaba un milagro —decía don Manuel.

—Que alguien tomara la decisión por él —decía yo.

—Un milagro. El que se produjo, por fin, en 1919. Necesitaba que la decisión surgiera de una reunión de familia, no de una de las familias sino de las dos, de sus dos familias, y aquellos duelos era lo único que el destino le concedía. Pero no dos familias reunidas artificialmente alrededor de una mesa con manjares y champán (y, en la apoteosis del último brindis, llegando a creer que están tan unidas que ya componen una sola), sino algo más: una misma sangre circulando por las dos familias y sobreponiéndose incluso al odio y a la guerra entre ellas, para poder decir o gritar: «¡No tengo más que una familia y no pecaré si jamás olvido esto!».

Es posible que a los duelos de sus hijos los llamara encuentros, aunque él mismo acudía a ellos con su rifle. Le gustaría pensar que su papel allí era el del padre vigilando el juego un poco ruidoso de sus cachorros. Le conmovería el choque de aquellas carnes, que eran la suya. Pensaría intensamente en ello. Jamás vio a sus hijos tan próximos el uno del otro, jamás antes sus cuerpos se tocaron. «Son mis hijos, mis hijos», se repetiría al verlos atizarse. «¡Eh, eh, malditos los que os ocultáis entre las zarzas como ratones! ¿No los veis? ¡Son mis hijos, son mi familia!», se repetiría.

—Hasta que, al fin —decía don Manuel—, se atrevería a pronunciar estas palabras u otras semejantes: «Josafat es el más niño, el más revoltoso. Efrén es siete años menor que Josafat, pero ya es maduro. Josafat es un irresponsable y ni siquiera se da cuenta de que lleva su juego demasiado lejos al disparar contra Efrén apuntándole muy cerca, sólo para asustarlo. Aunque no repara en que su pulso siempre tiembla, y esto es un peligro. Como nunca habían jugado juntos hasta ahora, pues ahora juegan con rifles de verdad y la madurez de Efrén se manifiesta en su primer y único disparo, que es para desarmar a Josafat inutilizando su rifle. Inteligente comportamiento que le lleva a poder tocar con su carne la carne de la familia, que es lo que deseaba». Y lo pronunciaría: «Josafat es un niño, Efrén es un hombre. Yo no soy eterno, pero la riqueza que he creado sí puede ser eterna, y una cosa así no se puede dejar en manos de un niño». Se atrevería a escuchárselo en sus propias palabras, Asier.

Con todo, es posible que nunca habría dado el paso de testar según le dictaba su conciencia, según lo deseaba, movido exclusivamente por un elemental sentido de la continuidad. Pero llegó 1919 y los acontecimientos le eximieron de pensar.

Después de los primeros duelos, Getxo dejó de preguntarse a qué iba allí el marqués, y casi se olvidó de él al tranquilizarse viendo que su propósito no era el de prohibirlos. Pero quedó la otra pregunta: ¿para qué llevaba el rifle? Se dijo que para justificar su presencia en el monte, a pesar de saberse que despreciaba la menuda caza local. Además, ni siquiera se preocupaba de llevar morral, canana y demás complementos. Bueno, y jamás disparó en esta tierra un solo tiro después de la cacería de llamas; y cuando en 1919 volvió a disparar, no lo hizo contra una presa. Fue un magnífico disparo, más meritorio que cualquiera de los anteriores de Efrén, pues éstos se efectuaban a menor distancia del blanco —el rifle de Josafat— y sin estorbos intermedios. En cambio, Camilo Baskardo ni siquiera disparó desde el palco de los curiosos, la maleza más próxima: se ocultaba de dos peligros, sus hijos y los curiosos, por lo que debía otear desde más lejos y solía elegir los matorrales altos. (Se decía que también había de ocultarse de Moisés, al que algunos aseguraban haber visto alguna vez en la más cerrada espesura, sólo mirando, sin intervenir nunca). E hizo su disparo en medio de una tensión superior a la de los duelos precedentes, porque todos se habían acostumbrado a que, de primeras, Efrén desarmara a Josafat de un buen tiro y los puñetazos sustituyeran a los rifles. Pero en 1919 a Josafat le fue posible apretar varias veces el gatillo, porque Efrén falló y uno de los proyectiles acabó en su muslo y el dolor le hizo encogerse y perder por unos segundos su capacidad de defensa. Todos vieron a Josafat correr hacia él y detenerse a cincuenta metros y apuntar y ahora ni él podría fallar. Un estremecimiento recorrió el ejército de mirones. Por primera vez, el duelo iba a dejar un muerto. Sonó un disparo y Efrén tenía que haber rodado por el suelo. «¡Maldito!», gritó Josafat. Pero no se dirigía a Efrén, pues quien había disparado era su padre. Había salido a la vista de todos, muy tieso y muy seguro, con el cañón aún humeante, contemplando el descalabro de Josafat, cuyo rifle había saltado a varios metros de él. «¡Maldito, maldito!», volvió a gritar, y el suyo pareció un alarido hueco. Inmediatamente se oyó al propio Camilo: «¿Qué pensabas hacer, imbécil?». Se desplazaba de costado hacia la posición de Efrén, sin perder de vista a su otro hijo, como se vigila a un imprevisible rinoceronte. Los tres ocupaban un claro y era como si los espectadores de la maleza rodearan la pista de un circo en plena representación.

Luego, Josafat se movió y en tres zancadas desarmónicas alcanzó su rifle y se agachó y lo cogió y a Camilo no le quedó más remedio que seguir vigilándolo. Josafat examinó su rifle por todos lados. La bala sólo había mellado la estructura de madera del cañón. (No como cuando disparaba Efrén, que inutilizaba el rifle y Josafat había de hacerse con otro para el año siguiente). «¿Qué vas a hacer?», exclamó Camilo, porque Josafat ya estaba apuntando de nuevo. «¿Qué vas a hacer?». Con un último movimiento, el cuerpo de Camilo quedó cubriendo el de Efrén. «No disparará», murmuraron los curiosos. Josafat alzó la cara de la culata del rifle, asombrado más que furioso, y permaneció mirando a su padre, hasta que pudo decir: «Voy a disparar, caiga quien caiga», y luego gritar: «¡Voy a matar a tu bastardo!». El primer impulso de Camilo fue desarmar de nuevo a Josafat de otro disparo. Se le vio empuñar el arma con decisión y buscar ángulo de tiro, pero las posiciones actuales lo hacían imposible: el rifle de Josafat y su pecho ocupaban la misma línea. Efrén seguía arrodillado en el suelo y descartado para cualquier acción, aunque sí era consciente del peligro. Al término de todo hubo quienes se empeñaron en apostar que no se hallaba tan incapacitado —y, menos, aterrorizado— como para no intentar repeler el ataque de algún modo, aunque fuera huyendo, y que si no movió un dedo se debió a la conmovedora novedad de verse protegido por aquel tipo de Getxo que, además, resultaba que era su padre. «¡Quítate de en medio!», gritó Josafat. «¡No seas loco!», gritó Camilo, sin moverse. Contaría después la gente que fue una escena dura o, simplemente, insoportable; en cualquier caso, insospechada, algo así como una subversión de las normas y quizá, incluso, de la historia de nuestra comunidad. En el breve tiempo que duró, a sus testigos les costó asumir la —a pesar de todo— lógica de la defensa de aquel hijo por aquel padre, pero lo consiguieron, o lo habrían conseguido con un poco más de tiempo, si no se hubiese producido una interferencia que distrajo su atención: la sospecha de que el marqués no estaba poniendo todo de su parte por evitar el disparo de Josafat; no podrían decir qué le correspondía hacer además de lo que hacía; sin duda, para un espectador que no fuera de Getxo, cumplía con todos los requisitos que reclamaba una situación así, pero ellos eran de Getxo. Con todo, les habría tranquilizado una sola certeza: saber si esa sospecha brotó allí mismo, en el monte, es decir, antes de conocerse la cesión a Ella y todo su clan del Palacio Galeón por parte de Camilo Baskardo y su ocupación inmediata (más exactamente: fue la ocupación la que anunció la cesión, el pacto habido entre Ella y el marqués), por no mencionar el otro conocimiento, en 1942, el del nombramiento de Cándido, el hijo de Efrén de veintitrés años, como heredero universal de todos sus bienes y, por el accidente de la Guerra, también de los de Cristina; o si esa sospecha brotó después de ser de dominio público todo esto.

El nudo gordiano era, pues, aquel disparo de Josafat que su padre podía o no estar provocando.

Decía don Manuel:

—Era la misma duda tanto en unos como en otros. Me refiero a que Camilo Baskardo no lo tenía más claro que los apostantes del monte. La innombrable solución al problema de la continuidad de su apellido al frente de su imperio le atormentaría desde hacía años, pero no se atrevía a dar el gran paso. Estaba en juego la supervivencia de su repleto cofre pirata. Sus hijos Moisés y Josafat quedaban descartados…

—Por el pecado de infantilismo —decía yo.

—Por exceso de pureza. No sólo no estaban hechos para dirigir el mundo de su padre, sino ni siquiera para vivirlo.

—Y lo mismo para el mundo de su madre. Sólo encajaban en el mundo de la inocencia, es decir, en ningún mundo.

—Escucha, Asier: para que un mundo exista basta con que lo soñemos.

—Pero mientras estamos viviendo en el mundo soñado, ¿dónde vivimos?

—Resultaba en exceso duro para Camilo Baskardo desheredar a unos hijos que ya ni siquiera pertenecían al mundo de Cristina —decía don Manuel—. Su tragedia consistió en que no podía apoyarse en la venganza sino en la necesidad de aplicar una fórmula, digamos, utilitaria. La venganza es la gran justificadora de la mayoría de nuestras acciones, pero Camilo carecía de razones para vengarse de Moisés y de Josafat. Y, aunque sí las tenía contra Cristina, no las usó; para sosiego de su conciencia, no tuvo necesidad de usarlas: simplemente, la descartó, porque en sus manos su imperio perdería el nombre de Baskardo.

De modo que el duelo de 1919 hizo el trabajo por él, le puso en bandeja el gran regalo, alguien o algo le ahorraba tomar la gran decisión. Aquella circunstancia lo colocó en el papel de padre protector, incluso heroico, y él lo representó cuidadosamente, tanto hacia la galería como hacia sí mismo, pues, ¿quién no se pondría de parte del padre que deshereda al hijo que le ha querido matar? Le gritó varias veces que no disparara, le llamó imbécil, y por breves instantes los testigos del monte también se metieron en el pellejo de Josafat cuando apuntaba su rifle al cuerpo de su padre que le impedía apuntar al cuerpo de Efrén. «Lo defiende a él, lo elige a él», pensaría Josafat. «No me deja aprovechar la ocasión que tengo de matarlo. Vuelve la espalda a un hijo y se queda con el otro». De modo que disparó contra la que ya era la otra familia, y tanto le habría dado alojar su bala en Camilo que en el bastardo. Camilo se derrumbó como un fardo y entonces los curiosos del monte reaccionaron y salieron de la maleza y unos asaltaron al loco y lo desarmaron y otros atendieron a los dos heridos.

Llevaron a cabo lo que pareció una ensayada evacuación de guerra, aunque sólo en cuanto a Camilo y a Efrén, pues a Josafat no le trataron como se merecía, como criminal de guerra o, al menos, como prisionero, arrastrándolo a la autoridad más próxima, porque el propio Camilo ordenó que lo dejaran ir y jamás presentaría denuncia. Él y Efrén fueron bajados del monte en una parihuela de ramas hasta la carretera, donde ya les esperaba un carro tirado por caballos. La primera parada se hizo ante la casona de Ella y Efrén fue conducido a su interior, y la propia madre sacó sábanas del armario e hizo la misma cama en la que había dormido su hijo hasta su boda, dos meses antes.

Los hombres lamentarían después haber desaprovechado la ocasión de espiar cómo Ella se movía en su cueva, cómo era ésta por dentro, cómo era el mundo alojado allí, porque la emoción del momento les impidió siquiera echar una fugaz ojeada a lo que tanta curiosidad despertaba en todos los habitantes de Getxo desde 1895. Finalmente, la mujer se detuvo ante ellos y les dirigió una mirada increíblemente quieta. Uno de los hombres la interpretó, si bien más tarde confesaría que cómo pudo él atreverse a pensar que ella les estaba pidiendo un favor, aunque fuera sin palabras. «Ya han ido a avisar al médico», le aseguró. Y salieron todos pronunciando «agur», por lo menos, dos veces cada uno y cerrando la puerta sin haber oído una palabra o siquiera un sonido de agradecimiento, la leve vibración de sus labios al paso, por descuido, de un soplo de aire.

No habría merecido la pena mover el carro únicamente para llevarlo ante la verja del otro lado de la carretera, pero hubo que tener en cuenta el trayecto por el jardín cargados con el pesado cuerpo del marqués —que había perdido el conocimiento—, de modo que alguien tiró de la campanilla y uno de los criados de polainas rojas abrió la puerta de hierro negro y el carro entró y viajó por el camino de guijo hasta el porche. Y allí estaba ya Cristina, de pie, esperando. Los mismos hombres tomaron a Camilo y lo bajaron y miraron a Cristina con la pregunta en los ojos: «¿Dónde lo ponemos?». «¿Está muerto?», preguntó Cristina, sin dejar de mirar la otra casa. «Todavía no», contestó uno de los hombres, y parece que entonces miró Cristina por primera vez a su esposo. «¿Qué ha pasado? Es igual. Tenían que cumplirse los presagios». «Ya está avisado el médico», dijo uno de los hombres. «¿El médico?», repitió Cristina, añadiendo: «Que llamen a don Eulogio». Hizo una seña con la mano y el mismo criado que abriera la puerta del jardín indicó al grupo que le siguiera.

Remontando la escalera interior les salió al paso Fabiola. Acarició con su mano el rostro blanco de su padre y susurró lánguidamente: «Pobre papá», y se apartó para sentarse en un peldaño de la escalera y, encogida, llorar en silencio. Descargaron a Camilo en el lecho de soltero de su dormitorio y contarían los hombres que demoraron un par de minutos la salida por no dejarlo solo. «Estaba más muerto que vivo y no tenía a su lado un solo familiar», contarían.

Cuando bajaban las escaleras interiores se cruzaron con Cristina, que subía. «Muchas gracias por las molestias», les dijo. Se detuvo y los miró a los ojos uno a uno. «¿Ha sido un accidente?». Los hombres bajaron la cabeza. «Bueno…», mormojeó uno. «Pues si no ha sido un accidente me gustaría oír que ha sido cosa de ese asesino hijo suyo bastardo», dijo Cristina. «Bueno…», mormojeó el mismo hombre. Siguieron escaleras abajo y, pisando ya el hall, otro de ellos se detuvo, miró a lo alto y, sintiéndose protegido por la distancia, se atrevió a pedir a la marquesa: «Vaya a su lado. Desnúdelo. No se asuste por la sangre. Acuéstelo. Cúbrale la herida. Quédese a su lado». La única respuesta de Cristina fueron los nombres que pronunció llamando a las criadas.

El hombre aquél se refería a la herida en el pecho de Camilo Baskardo. De ella no murió él sino el futuro que tenía diseñado hasta el momento. La bala le había rozado el pulmón y salido por el otro lado. Necesitó bastantes semanas en cama para reponerse, durante las cuales pudo meditar primero, y diseñar su futuro definitivo después, el futuro de su imperio, el futuro de su mundo de hombre del hierro —según don Manuel—, simplemente, su futuro.

Al cabo de tres meses, en septiembre, en plena convalecencia, nació Cándido, el hijo de Efrén (la herida de éste fue mucho más leve, una herida limpia en el muslo, que sanó en cuatro semanas). Septiembre, pues, la frontera entre sus dos futuros, el clausurado y el que estrenaba la gran decisión tomada no importa por quién para asumir el gran viraje. Coincidían los tiempos: un tiempo razonable de tres meses de meditación y llega Cándido, el empujón que necesitaba para reclamar al notario junto a su sillón de convaleciente; el nieto, la continuidad; y no sólo un nieto, cualquier nieto, sino el de aquella sangre también suya en disposición de colgar del inocente cuellecito del infante las credenciales metálicas garantizando la inversión en él de las esperanzas de un abuelo desertor.

Cuando, ante los atónitos ojos de Getxo, se produjo la ocupación del Palacio Galeón por parte de Ella y su tribu, nadie imaginó lo que realmente había detrás. Aquella mansión llevaba cuarenta años sin estrenarse. Camilo Baskardo la levantó en el último cuarto del siglo pasado para ocuparla de recién casado. Era una masa ciclópea a espaldas de la playa de Ereaga, en la curva de la carretera hacia Neguri y Las Arenas. En aquel tiempo, los embates de la mar alcanzaban el emplazamiento del palacio, cuyo basamento era un murallón a modo de rompeolas, sobre el que un largo corredor, siguiendo la curva, permitía contemplar las olas estrellándose contra su base. Hacia arriba y hacia atrás, se construyó el casón. En 1919 seguía siendo el edificio más pretencioso de la zona. Pero vacío. Aunque el marqués evitaba su deterioro con un mantenimiento regular. «Y todo fue para Ella», se comentó. «No podía aguantarla más delante de sus narices y le regaló el Galeón siempre que se fuera a vivir a él al día siguiente».

Parece que poco se apartó la verdad de esta versión popular, pues sólo cuarenta y ocho horas separaron la visita de Ella a la sacristía de don Eulogio de su partida del barrio de San Baskardo con toda su gente en medio del traslado de muebles y enseres en camionetas, de tal manera que se presentaron en su nuevo hogar antes de llenarla con sus propios trastos. «Como los gitanos», se comentó también. «Pero eso a Ella no le preocupa porque es uno de ellos». A nadie extrañó que el marqués se deshiciera por fin de su presencia, y sí en cambio que hubiera tardado tanto en recurrir a esa solución. «No me convencerán de que no le ha puesto un precio», decían muchos, y así pensaban cuando aún se entendía la ocupación sólo como alquiler o cesión por una temporada. Más tarde empezaron a tenerse noticias de cómo había empezado todo, y las difundió la servidumbre de los marqueses. Un criado de polainas rojas cruzó la carretera, llamó a la casa de enfrente y entregó en mano a la dueña un sobre cerrado. Ella misma había salido al jardín a abrir la puerta, como si hubiera adivinado de qué se trataba. Abrió el sobre delante del mensajero y leyó el breve escrito. El criado estaba muy nervioso, era la primera vez, en veinticinco años, que se producía una comunicación entre las dos mansiones, si exceptuamos las piedras que Ella arrojaba contra la otra casa todos los 25 de diciembre, aniversario de su fecundación por Camilo. Vigilaba a la mujer a distancia prudencial y hubo de esperar demasiado tiempo, el que Ella tardó en deletrear laboriosamente las seis líneas. Luego la vio romper el papel en mil cachitos, mientras hablaba: «Dile que no le creo nada de lo que me pone. Y no me moveré de mi casa si antes no da su apellido al mejor de sus hijos». El criado regresó con la respuesta oral ante el sillón de convaleciente de Camilo y éste ya no se molestó en escribir la segunda comunicación. El criado se concentró para no perder ninguna palabra por el camino: «Dice que se pase usted por la iglesia a que don Eulogio registre en sus libros a Efrén Baskardo. Y que no olvide que debe cambiar de casa en cuarenta y ocho horas», transmitió a la mujer. Menos de una hora después, el birlocho de Ella se detenía ante la iglesia. A través de la ventana de la sacristía el cura la vio descender del carruaje con una precipitación apenas contenida, lo que le infundió la seguridad en sí mismo que siempre le faltó ante ella. Se adelantó a abrirle la puerta.

—Buenas tardes —dijo la mujer.

—El Señor sea contigo —dijo don Eulogio.

—Vengo a que acabe de bautizar a mi hijo.

—Tu hijo ya está bautizado, gracias a Dios.

—Pues a que acabe algo que quedó pendiente hace treinta años.

—Sé a qué vienes —dijo don Eulogio con suficiencia—. Ayer recibí los papeles del Juzgado.

Y entonces la mujer exclamó:

—¿Lo sabe? —sorprendida, traicionando su aplomo habitual, revelando con esa pregunta impulsiva, ese fallo, que había vivido desde 1889 pendiente de la decisión de otra persona. Tampoco pudo reprimir un escalofrío de felicidad. Pero enseguida recobró su ser.

Don Eulogio buscó en un viejo mueble el libro parroquial de hacía treinta años, lo descargó sobre su mesa, se sentó frente a él y lo abrió por la mitad, pero las hojas empezaron a moverse solas hasta detenerse en la página exacta, porque tenía incrustada una ramita de eucalipto con hojas secas y amarillentas. Don Eulogio la retiró ceremoniosamente y la viajó hasta la papelera sin que se desmigara. Mojó la pluma en el tintero de cristal y miró a la mujer.

—¿Qué espera? —dijo Ella—. ¿No le han dicho lo que tiene que hacer?

—Sí, pero me lo tienes que decir tú, que eres la madre.

Se miraron.

—Y tenía que haber traído al interesado.

—Sí, en brazos. Si a usted no se le ha olvidado sumar sabrá que mi hijo ya es un gandul de treinta años.

Don Eulogio, que nunca tuvo sentido del humor y menos en aquella ocasión, endureció su boca. Ni siquiera cuando contó el episodio y alguien exclamó: «¿Dijo eso? ¿Dijo eso?», llegaría a comprender que sus oídos habían disfrutado del privilegio de ser los primeros —y, con el tiempo, se vería que los últimos— en recibir aquella especie de excrecencia de Ella, pues nunca más volvería a tener la mujer un desliz semejante.

—Desliz, no, quítatelo de la cabeza —comentaba don Manuel—. No era algo que guardase, que perteneciera a su persona. Escucha: no es que no prodigara el humor, es que en la fórmula química de los materiales de que estaba hecha a Dios se le olvidó poner aunque fuera la más insignificante partícula de esa alta distinción de los humanos… O no se le olvidó, sino que no quiso ponerla, dejándola así convertida, por una de sus inescrutables decisiones, en criatura única. O, simplemente, Ella se lo pidió y Él aprovechó la ocasión de probar el nuevo modelo.

Pienso que ni siquiera nos mostró la excrecencia para restregarnos su triunfo por las narices. Sencillamente, la noticia tantos años esperada la inundó de felicidad y necesitó de un desahogo, porque, sin duda, ya desesperaba de contar con ella. Hasta el propio don Manuel hubo de admitirme que, al menos, aquello sí había escapado a su control.

Don Eulogio no era un hombre directo y no se atrevió a reclamarle crudamente los apellidos. Empezó a advertir que, de nuevo, estaba perdiendo los papeles ante ella, pues allí la tenía, paralizada por la dicha y como alargando el momento a fin de gozarlo a fondo, silenciosa, buscando, quizá, una normalización total del procedimiento de registro, la repetición de la pregunta del cura anulando los treinta años. A don Eulogio le vino una ráfaga de inspiración, de las pocas que tuvo en su vida. Dijo:

—El nombre del niño será Efrén.

Y bajó la vista para leerlo con la rugosidad de quien lo escribe. Y esperó. Contaría después que un cura prudente no podía hacer otra cosa.

—El apellido del padre del niño es Baskardo —dijo Ella de pronto, pero sin romper la cadencia abierta por el cura.

Durante el primer tercio de los treinta años, don Eulogio se solía atormentar abriendo el libro y contemplando con terror la línea en blanco, vacía de apellidos, en la que ni siquiera se atrevió a escribir Altube cuando Ella se casó, en 1890, con mi tío abuelo Santiago, porque la mujer se lo había prohibido, aunque tenía señalado con una rayita imperceptible la distancia de la n a que arrancaría la B.

Se puso a escribir con el balbuceo con que lo había hecho en la escuela. «No puedo creer que yo haya llegado a verlo», contaría después que pensó en plena tarea. Sin embargo, la suave dicha le abandonó al emprenderla con las d y o últimas y descubrir que, más allá de ellas, se abría un nuevo abismo. Alzó los ojos con resignación y encontró a la mujer recorriendo el cuarto con la mirada.

—Puerta.

—¿Qué? —exclamó don Eulogio.

—Puerta. Ponga Puerta después de Baskardo —señaló Ella, regresando a su actitud inmóvil y vigilante, y, sí, feliz.

—Puerta —repitió don Eulogio—. ¿Desde cuándo te apellidas así? ¡Dios mío, se te acaba de ocurrir! ¡Dios!, ¿has vivido hasta ahora sin preocuparte de tener un apellido? ¿Cómo has podido vivir sin un apellido? Siempre confié en que lo tuvieras, aunque te lo callaras, tú sabrás por qué. Y resulta, ¡Dios mío!, que nunca tuviste uno, cuando todo el mundo puede tener un apellido a poco que lo busque… ¿Y lo acabas de encontrar en este cuarto sólo porque lo necesitabas para esta ocasión? Simplemente, echaste una reojada por aquí y por allá y, ¡pum!, lo primero que te saltó a la vista. ¿No te gustó más ventana?, ¿o cortina? Si te era tan fácil hacerte con un apellido, ¿por qué no…?

Don Eulogio se refugió en su propio silencio y tardó tres o cuatro minutos en calmar su mano para poder escribir. Estando en ello, no advirtió la presencia de la mujer detrás de él hasta que incorporó su cuerpo desde la cintura. Descubrió que los ojos no se apartaban de la línea que acababa de rellenar. «No es toda la línea, el nombre y los dos apellidos, sino sólo uno, Baskardo», pensó. Y en ese instante le asaltó un ataque de tos al recordar los papeles del Juzgado y la nota que Camilo Baskardo había adjuntado a ellos, escrita de su puño y letra: «En adelante ya nunca será Baskardo sino Bascardo». Se apresuró a coger de la mesa el raspador y maniobró sobre la letra hasta dejar sólo un hueco. Entonces tomó la pluma y encajó cuidadosamente la c. Sabía que la mujer seguía todavía a sus espaldas, vigilando sus movimientos, y sonrió sin volverse.

—No te asustes, no borraba todo el apellido, nada más su k. ¿Te has fijado bien? Tu hijo ya no es Baskardo con k, sino Bascardo con c. Él —don Eulogio volvió a toser—, Camilo —nueva tos—, lo quiere así. Se habrá cansado de echar firmas con la k de Baskardo. Me refiero a que es más fácil escribir la c. No lo olvides: Baskardo con c. Te ha durado poco la k.

A Ella le sobraron veinticuatro horas, de las cuarenta y ocho del plazo, para trasladarse al nuevo domicilio. No lo tuvo que pensar: en cuanto comprobó que no era una broma de mal gusto, alquiló seis camionetas con chófer y cargadores, y su tribu fue en el primer viaje repartida en las cabinas, excepto el gordo de mi tío abuelo Santiago, quien hubo de viajar en la caja, sentado en su mecedora empotrada entre un sillón de cuero y una fuente de mármol. En los anteriores cuarenta años, Camilo Baskardo había llevado al Palacio Galeón, ocasionalmente, muebles y ornamentos de valor supuestamente artísticos —adquiridos en subastas y comercios de antigüedades—, pero la mansión era tan inmensa que pasaban inadvertidos. Sus primeros habitantes estrenaron un espacio tan hueco que sus ecos resonaban en los confines de un mundo recién creado. Llegaron, sí, como gitanos, viajando con sus enseres y tomando posesión de una vivienda que no les correspondía. Getxo llevaba esos cuarenta años esperando que Cristina, por fin, accediera a salir de su casa solar y los marqueses ocuparan la mansión no levantada por el esposo sino por el destino, y él —el pueblo, las gentes— pudo experimentar ese confuso orgullo de soñarse parte de esa grandeza y mostrar al mundo —con ese confuso orgullo del viejo esclavo— un universo perfecto, con todas las piezas en su sitio. Por el contrario, fue a Ella a la que vieron abrir aquella puerta y profanar el Olimpo.

—En esta ocasión, también nos insultó con sus formas —decía don Manuel—. Bien que trapicheara para hacerse con esa casona, o que el destino no cumpliera lo que parece nos tenía prometido, o simplemente un golpe de suerte la pusiera en sus manos… Bien, pero ¿por qué nos humilló? Nos arrojó a la cara que no había cambiado, que no le habían hecho mella los más de treinta años viviendo en Getxo. Y sabe Dios que necesitábamos recibir de ella, de vez en cuando, algún indicio de haber sufrido de nosotros aunque fuera la más infinitesimal impregnación, que nos alentaría a seguir esperando sus cambios, por mucho que tardaran en llegar; estábamos resignados a esperarlos, si no en ella misma, en un hijo de la primera generación, o de la segunda; lo único que ya le exigíamos era una esperanza, ese indicio… Por el contrario, se presenta en el Palacio Galeón con el mismo aire de desecho irreductible con que se la vio por primera vez en 1887, y además cambiando el sentido de la impregnación, que ahora era de ella hacia nosotros, pues allí estábamos todos entre los cachivaches que transportaban las camionetas: tu tío abuelo Santiago y tu tío Roque y, ¿por qué no?, los ocho hijos de éste, el rebaño inocente: Cenobia, los gemelos Eladio y Leonardo, Pelayo, Aurelio, Felipe, Poncio y Anastasi…

—Camilo la obligó a hacerlo con excesiva precipitación, sólo le concedió cuarenta y ocho horas… —argumentaba yo—. A nadie le habría exigido tanto. Fue, sin duda, un trato humillante, una discriminación. Simplemente, un abuso.

—Necesitaba quitársela de encima casi sin que Ella se diera cuenta, sin darle tiempo a pensar, no fuera a darle por improvisar un último gesto de los suyos, dejar una funesta señal de despedida. Y también que Cristina apenas advirtiera esa fuga; que de pronto descubriera vacía la casa de enfrente y se tranquilizara no sólo pensando que ya nunca le arrojarían piedras por Navidad sino, incluso, que habían sido un sueño los veinticinco años precedentes de proximidad. Necesitaba (él, Camilo) tener a Cristina en absoluta calma al informarle: «El precio de esta paz ha sido ese inútil palacio que te negaste a habitar». Quizá con alguna vana palabra, quizá con el silencio, Cristina lo aprobaría, porque sólo le mostraban la punta del iceberg. Camilo pediría a don Eulogio que silenciara su reconocimiento de Efrén, aunque es difícil que Cristina no llegara a saberlo antes de 1942, año del cataclismo y de su muerte. No le importaría demasiado: por un lado, todo el mundo estaba en el secreto, y, además, otra mancha y otra vergüenza caerían sobre el adúltero al hacer pública la certificación de su propio pecado… Bueno, pero la gran triunfadora volvió a ser Ella. Y por partida doble. Fue demasiada buena suerte, un botín excesivo incluso para quien tan implacablemente había maniobrado durante tantos años. Fuera de toda medida. Recibió el Olimpo y…

—Sólo el Olimpo. De la herencia desviada no tuvo la menor noticia hasta 1942. Ni ella ni nadie. El secreto quedó entre Camilo y el notario.

—Lo adivinaría, lo presentiría, dispuso de datos suficientemente expresivos: el reconocimiento del hijo y el regalo del Olimpo, que hablaban del repudio de una familia y de la elección de otra… Pero, no, no lo sospecharía.

Se sentía tan feliz que no reparó en la clase de traslado que hizo, en el asombro de Getxo, aunque esto le tendría sin cuidado. Ocurriría como en un sueño: una heroína flotando en un resplandor irreal y disponiendo el viaje de su gente en una alfombra mágica. Al abrir el palacio sería consciente del simbolismo de estar abriendo la última gran puerta por conquistar. Sí, realmente, aquella mansión era excesiva, desbordaba, incluso, la desesperada ambición con que apareciera entre nosotros hacía poco más de treinta años. Durante algún tiempo, Getxo se resistió a aceptar que el Palacio Galeón fuera a ser la residencia definitiva de Ella y los suyos, por entender que era un hecho antinatura. No se trataba de legitimidades sino de buen gusto. Al menos, quedó el consuelo de que sus inesperados habitantes no resultaron insensibles al lugar, pues éste, en gran parte, llegaría a influir con fuerza en sus vidas.

A las tres semanas de ocupación, allí se trasladó Efrén con su esposa e hijo, abandonando para siempre la casa alquilada en Amorebieta. Y enseguida hicieron lo propio los padres de Ángela, Anastasio y Aurelia, abandonando, igualmente para siempre, su mansión negurítica. «Tira mucho el Galeón», comentó Getxo entre sonrisas. No hay duda de que, en el caso de los padres de Ángela, pesaría lo suyo el prestigio de vivir en la que ya llevaba cuarenta años siendo mítica residencia. Los mejor pensantes adujeron la razón de la convivencia con su nieto Cándido, el niño predestinado; pero aun éstos consideraron que acaso la decisión no se habría producido de no estar el Galeón de por medio. Anastasio Lapaza y Aurelia Garzea pertenecían a la aristocracia de la provincia y no necesitaban de más lustre; por las venas de él corría la sangre de los hombres del hierro, era un chatarrero enriquecido por su propia chatarra sublimada y acabada de divinizar por su matrimonio con una descendiente directa de aquellos Garzea que, siglos atrás, guerrearon a muerte contra otros banderizos de la tierra, los Jaunsolo, ambas estirpes las primeras del país y las que más vidas humanas segaron; Aurelia Garzea convertiría las veladas en el Palacio Galeón en cronicones de su rancia familia, aunque nunca traspasaba la época de doña Toda Garzea, la figura de doscientos kilos y ciento treinta años en quien culminó la decadencia del apellido, la mujer que habitaba en el interior del país e incapacitada, por su peso, para viajar, y que al cumplir cien años empezó a pedir ver la mar y murió feliz cuando su hijo Ombecco, de noventa y dos, tres décadas después le trajo de la costa la ballena más grande del mundo oliendo a salitre. A sus casi setenta años, Anastasio Lapaza seguía dirigiendo sus empresas, aunque sin apenas personarse en ellas: lo hacía por teléfono, excepto cuando la orden tenía el rango de secreto de guerra: como no se fiaba de un artefacto que exigía hablar a gritos, utilizaba silenciosas palomas mensajeras. Lo primero que dispuso al establecerse en el Galeón fue un nutrido palomar perdido en uno de los desvanes.

—Acataron vivir en el Olimpo —decía don Manuel.

No se lo entendí la primera vez.

—¿Acatar? ¿Qué y de quién?

—Existía ya el escenario y, en él, el ser predestinado.

—¿Predestinado?

—El pequeño Cándido, de dos meses. Cándido Baskardo, todavía, sí, en quien se cumplirían los augurios.

—¿Augurios?

—El elegido ocupaba ya el escenario para protagonizar la Apoteosis… Por favor, Asier, piénsalo con mayúscula… Todo estaba a punto. Lo menos que podían hacer cuantos habían traído la maldición era componer el coro.

—¿Quiere usted decir que Ella y Efrén y Anastasio y Aurelia y todos los demás habían elegido o consentido vivir bajo el mismo techo…

—En el Olimpo.

—… sabiendo que…, bien, en el Olimpo…, sabiendo que allí iba a ocurrir algo importante para todos. ¿Qué?

—No lo sabían. Actuaron movidos por la fatalidad que ellos mismos habían puesto en marcha. Y ahora, en 1942, se derrama sobre la mezcla el precipitado que da sentido a todo y hará estremecer a los incrédulos…

—¿Qué apoteosis de qué esperaban sin saberlo? No entiendo nada de lo que usted me dice, pero me preocupan aún más esas sonoridades de teatro griego.

Suspiró y echó a andar. Me encontré caminando a su lado al aceptar su invitación a hacerlo, aunque el aire que salió de entre sus labios no fue exactamente una invitación, pero ¿qué otra opción me quedaba si quería mantener alguna esperanza de conocer aquello que le sacaba de quicio? Aún más: me llegó muy vivido que me necesitaba, que si yo hubiera declinado el seguirle, él me habría arrastrado de la ropa. Cruzamos Algorta recorriendo la avenida de Larragoiti en dirección a Las Arenas, luego torció a la derecha, hacia la playa de Ereaga, y sólo entonces supe cuál era nuestro destino.

Había por allí demasiado paseante, incluso para un día festivo. Era, todavía, marzo, habían transcurrido menos de dos semanas del fallecimiento de Camilo Bascardo y de Cristina, Getxo llevaba ese tiempo sin hablar de otra cosa que de la descomunal herencia legada a Cándido Bascardo —ya de veintitrés años— y los alrededores del Palacio Galeón se habían convertido de pronto en una especie de Meca.

—No lo supimos en 1919, ni siquiera lo sospechamos. La propia Cristina tampoco imaginó las dimensiones ocultas del iceberg, lo que explica que su muerte se retrasara veintitrés años. Pero el tiempo estaba corriendo desde entonces —dijo don Manuel.

Contorneábamos la base del murallón que se ceñía a la esquina curva del paseo —o al revés: el paseo se plegaba a la curva del murallón—, pero por la parte más alejada de aquella masa pétrea que parecía cimientos estallando de la tierra. Nos cruzábamos con rostros familiares y nos saludábamos. Por una vez, las miradas no se dirigían al paisaje de la playa y la mar, sino al Galeón.

—El pueblo está muy confuso, no sabe qué pensar, sólo intuye algo —me dijo don Manuel, sin apenas voz y moviendo la cabeza.

—Sólo quiere certificar con sus propios ojos el regreso a la lógica —dije—. Hasta ahora, Ella, Efrén, la tribu inaceptada, ocupaban una mansión inmerecida y ahora se recompone la lógica al entrar por esos balcones una riqueza y un poder inmoderados, a tono con el marco. Pero, seguramente, la realidad es más sencilla. Acaso yo también esté aquí para saber algo más de nuestro nuevo amo.

—Hoy no quiero discutir tu marxismo… ¿Es que no te das cuenta de lo que lleva ya veintitrés años ocurriendo ante nuestras propias narices?

—¿Qué está ocurriendo ante nuestras propias narices? —sonó la voz de la señorita Mercedes. La teníamos a nuestro lado—. Hola —añadió.

—Hola —dije.

—¡Nuestra propia historia está desfilando con sus botazas por encima de nuestros callos y no la sentimos! —exclamó don Manuel arrastrando la frase.

El único indicio de que había advertido la aparición de la señorita Mercedes fue un imperceptible desplazamiento para situarla entre él y yo.

—¿Ocurre algo realmente importante que yo no veo? —preguntó la señorita Mercedes.

—¿Algo? ¿Que no ves? —exclamó don Manuel, pero sus palabras habían dejado de tener plomo. Su mirada se tornó tan viva que saltó una y otra vez sobre la señorita Mercedes, incapaz de detenerse en ella—. ¿Acaso no has venido a encontrar la respuesta, como ellos?

—Soy una pueblerina más, es decir, una chismosa más. Siento un poquito de curiosidad por saber qué está pasando tras los visillos de esa fachada —dijo la señorita Mercedes.

—¿Sólo por eso estás aquí? —exclamó don Manuel—. ¿Necesitamos ver sus caras para saber cómo lo están viviendo desde hace veintitrés años?

—¿Qué puedes esperar de una maestra de pueblo?

Bien, había llegado uno de los momentos en que yo decidía retirarme, desaparecer, dejarles solos, para permitirles resolver algo pendiente sin mi estorbo. Mi bulto entre ambos los condenaba a la viudez, y yo vivía obsesionado por proporcionarles momentos libres de mí. Han transcurrido muchos años, pero aún sigo con la idea de huir a otro continente, o al menos de matarme, y lo haría, creo, si tuviera la certeza de que, sin mi presencia, ellos resolverían su caso. («¿Por qué veintitrés años?», creo que preguntó en ese momento la señorita Mercedes). En 1939 habían clausurado para siempre el noviazgo que duraba doce años, y lo clausuraron con aquel NO que él pronunció arrodillado ante el altar de San Baskardo cuando don Eulogio le preguntó si quería casarse con ella. Yo estaba detrás de él, en el coro, y él lo sabía: mi mirada perforaba su nuca denunciando lo que iba a hacer. ¡Pero entonces yo sólo tenía quince años! («Según tú, ¿qué está ocurriendo ahí desde hace veintitrés años?», creo que preguntó a continuación la señorita Mercedes). Iban a hablar, a intercambiar palabras, no importa cuáles, y alguna vez sucedería que don Manuel bajaría la guardia, comprendería lo ridículo de su postura.

Bien, iban a hablar. Estábamos en 1942. Nuestra santísima trinidad vivía su cuarto año de condena y yo había dejado de tener quince años. Iban a hablar e, independientemente del tema, alguna vez las palabras que intercambiaran dejarían de expresar sólo ideas, e incluso es posible que la Guerra hubiese respetado en don Manuel un resto de pasión —suponiendo que la pasión formara parte de su organismo— y ese último residuo se le escapara por un resquicio y creara un ínfimo territorio de libertad sin memoria y entonces ellos podrían sentirse tan próximos como en los tiempos en que no tenían el estorbo…

—¿Adónde vas?

—Olvidé que tengo que hacer algo en…

—Quédate.

Ni cuando yo era alumno en su escuela me inmovilizó con una orden así. Dimos varios pasos en silencio y cuando don Manuel advirtió que estábamos rebasando el Galeón nos indicó con un gesto de la mano que diéramos la vuelta, y finalmente se sentó en el pretil del paseo y la señorita Mercedes y yo le imitamos. Sin embargo, un instante después exclamaba:

—Lo mejor será regresar. Todos tendremos que hacer algo en casa.

—Aquí se está muy bien —dijo la señorita Mercedes. Volvió la cabeza hacia la playa, a nuestra espalda—. Huele a bajamar.

Gente aislada pasaba lentamente ante nosotros contemplando la mole de la mansión que llevaba allí más de sesenta años, pero que, desde que sabíamos que pertenecía a Cándido Bascardo Lapaza, nos parecía otra. Poco a poco se habían ido encendiendo las luces del interior y de sus azoteas y jardines, hecho que para don Manuel era expresión de una embriaguez exultante.

—No es más que una forma de enviarnos a todos y de repetirse a sí mismos que tienen razones para ser felices —dijo la señorita Mercedes.

Don Manuel se limitó a gruñir sordamente.

—Tienen derecho a ello, ¿no? —insistió la señorita Mercedes—. Parece que a alguien le molesta que la gente sea feliz.

¿Le sorprendí una lágrima? Un poco más y, ante aquel estallido de la crisis interior, quizá se arrancaran con la conversación pendiente entre ellos…

—¿Adónde vas? —preguntó don Manuel.

Volví a sentarme.

—¿Para qué le pides a Asier que se quede si no hablas? —le recriminó la señorita Mercedes.

—No puedo hablar, no encuentro las palabras. Necesitaría ser un Wagner para contaros con música trágica lo que siento.

—No tenemos prisa —dijo la señorita Mercedes, bajando la cabeza. La compadecí con toda mi alma, les compadecí a los dos. La postura de resignación de la señorita Mercedes me recordó que yo nunca me resignaría al sacrificio de ambos. De manera que, de nuevo, me puse en pie con ánimo de eliminar el estorbo, pero en ese momento don Manuel hizo lo mismo y marcó la dirección y los tres reanudamos el paseo, esta vez alejándonos del Galeón hacia el Puerto Viejo de Algorta.

—No es una iluminación de felicidad sino de soberbia… ¿Tenemos ya el Olimpo a nuestra espalda? ¡Qué alivio!… Ahí dentro se está fraguando la apoteosis de los hombres del hierro… ¿He dicho que ahí dentro se está fraguando la apoteosis de los hombres del hierro? ¿Sí? Bueno, pues así están las cosas…

—Fraguando —pronunció lentamente la señorita Mercedes.

—¡Es la palabra! No sólo la mejor palabra para expresarlo, sino la palabra creadora de todo lo demás. Y todo lo demás no es la frase construida a partir de esa palabra, sino la idea construida a partir de esa frase. Porque las ideas no existen en sí mismas, sólo existen en la frase que no existía antes de la idea. Estoy hablando de música. Fraguando. De modo que, por fin, puedo decir que en ese Olimpo se está fraguando la apoteosis de los hombres del hierro.

Estaba tenso. En breves segundos se nos adelantó dos pasos. Se dio cuenta y se detuvo para permitirnos alcanzarlo.

—Lo siento —susurró, pero se refería al tema de la apoteosis.

—Si sigues encontrando nuevas palabras creo que finalmente te entenderemos —dijo la señorita Mercedes.

—Lo siento —repitió él—. Lo siento.

—¿Qué es lo que lleva veintitrés años pasando ante nuestras propias narices? —preguntó la señorita Mercedes—. Casualmente, Cándido Bascardo Lapaza tiene veintitrés años.

—Si sabéis lo que os voy a decir, ¿por qué esperáis que os lo diga?

—Desde hace quince días, en la persona de Cándido Bascardo Lapaza se han reunido la más grande fortuna y el más grande poder que se hayan conocido jamás en nuestra tierra —dijo la señorita Mercedes—. Y el milagro lo ha hecho el hierro.

—La chatarra —precisó don Manuel.

—No es una mala apoteosis para los hombres del hierro, como tú les llamas —dijo la señorita Mercedes.

—Eso es sólo el principio —dijo don Manuel—, pues la verdadera apoteosis está por venir. Ignoro qué forma tomará o cuándo se producirá, pero ya disponemos de datos, para quien quiera ver, que nos anuncian un próximo acontecimiento histórico tan significativo como para marcar el final de un tiempo y, por tanto, el principio de otro.

—Nada más que eso —dijo la señorita Mercedes.

Y don Manuel, una vez más, suspiró:

—Lo siento.

Giró el cuello para echar un vistazo más al Palacio Galeón, fugaz, como si quemara.

—Dios mío —musitó—. Tal sucesión de hechos coincidentes ha de encerrar un propósito muy concreto —añadió—. El producto, el resultado del proceso, la pieza, es Cándido Bascardo Lapaza naciendo en 1919 del chatarrero Efrén Bascardo Puerta y de Ángela Lapaza Garzea, fascinado por la chatarra y naciendo también de un hijo, Josafat Baskardo, que intenta matar a su padre en ese mismo 1919, y de ese padre, Camilo Bascardo, cuando repudia la parte legal de su sangre y se vuelca en el bastardo que no sólo no había intentado matarle sino que heredó su sangre de chatarrero, como lo estaba demostrando con creces levantando de la nada un imperio, de modo que, si en un delicado gesto de escrupulosidad, en 1919 testó en favor de su nieto Cándido, saltándose a Efrén, es que allí maniobraba igualmente la mano del destino con su cadena de conjunciones.

»Se sabe que Efrén llevaba el niño a la casona de Laparkobaso a que lo viera la abuela, visitas en las que no participaba Ángela. Una boda había emparentado a dos familias, pero no decretado que se amaran. Nada más concluida la ceremonia, se produciría la desbandada de parientes. En los ocho meses que mediaron entre la boda y el estreno del Palacio Galeón, nadie pudo sorprender a los consuegros de Ella visitándola. El muro entre las dos familias habría prevalecido hasta el fin de los tiempos si… ¡Ah, sí, prevaleció! ¡Toda esa gente, sin nada en común, sin deseos de tener nada en común, sin un odio especial que justificara su mutuo rechazo, en 1919 se puso a vivir amontonada en el Galeón! ¿Acaso por sus enormes dimensiones, que garantizaban el no tropezarse entre sí, el no verse en siglos si así lo decidían?

—¡Uff! —exclamó la señorita Mercedes.

—Lo siento —dijo don Manuel.

—Es un proceso similar al de la invención de Dios —dije—. Necesitamos ver en las alturas señales de nuestros miedos.

—Cada generación tiene la certeza de ser frontera entre el fin de algo y el principio de otra cosa. Soy muy consciente de ello al asegurar que nuestra generación está viviendo el fin de algo y el principio de otra cosa. Lo sé, sé perfectamente que estoy cayendo en el delirio, pero en verdad os digo que este nuestro tiempo va a contemplar la apoteosis de los malditos hombres del hierro —dijo don Manuel.

—¿Hablaría usted así si no creyera que Ella está detrás de todo esto? —le pregunté.

—¿Cómo sabes que Ella está detrás de todo esto? —saltó don Manuel—. Lo está, sí. En realidad, Cándido Bascardo (con c). Lapaza es obra suya, el hacinamiento de tanto chatarrero en esa mansión es obra suya. No es que esa mujer llegara a Getxo en el momento más propicio para empezar a diseñar esa apoteosis, sino que ella es, en sí misma, el momento más propicio para una cosa así. No hace falta creer en reencarnaciones para imaginarla en los Orígenes (con mayúscula) tramando el primer invento, que pudo ser la incorporación-prolongación de una mano en un garrote, o la colocación de una piedra sobre otra, y luego a la sombra de cada uno de los sucesivos inventos de la Historia del Hombre. Ella es de metal. Esa mujer es el hierro.

Bueno, pero lo cierto es que Efrén se trasladó con su esposa e hijo a la desmedida mansión, ocupada ya por su madre, lo que marcó el asentamiento en ella de los padres de Ángela. Se aceptaran o no las digresiones de don Manuel, aquel hacinamiento se produjo. Desconcertó a las gentes que no se cumpliera lo esperado: que el inquilino hubiera sido Camilo Baskardo, el legítimo. «Al menos, allí tiene a su hijo y a su nieto», se comentó. Fue también el hacinamiento de tres servidumbres, porque Ella disponía igualmente de su servicio, en el que los criados lucían las versallescas polainas rojas copiadas de los criados de Cristina. El problema no radicaría en dónde alojar a tanto fámulo —sumados todos, darían doce hombres y unas quince mujeres—, ninguno aportado por mi tío Roque, sino en la unificación de uniformes: pronto se vería que se impuso el modelo de las polainas rojas, dato indicativo de que, desde el primer momento, Ella dejó sentado quién mandaría en aquella Babilonia. Diecisiete miembros de una familia repartidos, digamos, en tres culturas conviviendo o malviviendo bajo un mismo techo. ¿Por qué? Don Manuel nos había ofrecido su interpretación wagneriana y la señorita Mercedes y yo estábamos acostumbrados a verle perder las formas en cuanto Ella asomaba por algún lado. Pero, con todo, caramba, era la explicación más sencilla al endiablado asunto.

La marcha de mi tío Roque con su prole del Palacio Galeón no representaría un alivio apreciable de las tensiones o, al menos, de las barreras que delimitaban los tres mundos, pues la representación de lo rural la ostentaría en adelante y en solitario mi tío abuelo Santiago; además, su presencia allí pasaría casi desapercibida; me lo imagino ocupando con su familia el ala más recóndita del palacio, sin cruzar apenas los límites de su isla, sin participar de la vida en común —suponiendo que ésta existiera—, tropezándose únicamente con los otros habitantes cuando iba o regresaba de su trabajo en el tranvía; sus ocho hijos se harían más de notar, desde la pequeña, Anastasi, de nueve años, a la mayor, Cenobia, de veintiuno, y, sobre todo, los gemelos, Eladio y Leonardo, de veinte, nerviosos, activos, apuntando desde muy pronto esa codicia afiebrada que impulsaba lo que don Manuel llamaba «el pequeño movimiento continuo de los gemelos»: dos individuos acometiendo, siempre juntos, empresas de las que sacar un beneficio económico; cuatro ojos muy abiertos a la caza de oportunidades, trayendo cambios, o más exactamente ayudando a traerlos, pues mis primos gemelos nunca fueron contemplados por don Manuel como genuinos hombres del hierro; en todo caso, de segunda o tercera división, como lo eran, por ejemplo, los Ermo de La Venta.

La partida no fue una decisión del propio Roque, sino de Cristina, la marquesa, quien le ofreció, a renta, el caserío Basaon que acababa de adquirir, rescatándolo de la demolición. Llevaba años haciéndose con los caseríos más viejos de Getxo ocupados por familias no originarias de ellos, a las que indemnizaba para que los abandonasen, y buscaba, incluso en América y Australia, a sus legítimos propietarios, al descendiente directo del fundador de aquel fuego, el nombre troncal, el de la raíz. En esta santa cruzada de reconstrucción del viejo tiempo le ayudaban Moisés y Josafat. Con Basaon se saltó la norma, pues el tío Roque no procedía de este caserío sino de Altubena. Pero Cristina Oiaindia quiso hacerlo así para rescatarlo de las garras de Ella y reintegrarlo a la tierra. También para dar prestigio a Unión de Obreros Vascos, el desvirtuado sindicato promocionado por industriales nacionalistas como ella.

Unión de Obreros Vascos se fundó en 1911. El propio don Manuel reconoció que «se lo sacaron de la manga para oponerse al sindicalismo que hacía el sindicato socialista». Empezó a funcionar como oficina de colocación y de socorros de enfermedad y fallecimientos, y durante muchos años apenas fue más. Para ingresar en él había que tener vasco, al menos, uno de los cuatro apellidos primeros. Mi tío Roque perteneció a Unión desde sus primeros tiempos y ocupó cargo en la junta. Por haber vivido los conflictos mineros y metalúrgicos de 1890 de la otra margen, se le tenía en Getxo por un entendido en tales asuntos y los obreros del sindicato le votaron. Unión de Obreros Vascos incorporó de pleno el pensamiento nacionalista que negaba el enfrentamiento de clases y depositaba en la fe cristiana la solución de los conflictos sociales. Así, pues, la aportación del tío consistiría en volver del revés su experiencia socialista, es decir, en cómo debe entender un vasco las relaciones patrono-obrero.

El pobre tío ofrecía un reclamo adicional: se le tenía por el primer trabajador de Getxo en mover un dedo por la cosa sindical, fue algo así como el inventor del sindicalismo entre nosotros. No se trataba de su vieja lucha codo a codo con la minera, sino del extravagante sindicato que fundó en 1905 en una tertulia en La Venta con el fin de despojar del mostrador a Zacarías Ermo. Ésta fue la primera acción —fracasada, como todas las demás— de aquel grupito de nunca vistos sindicalistas. Sólo metieron algo de ruido. Parece que Roque entraba en situación sindicalista todos los Primero de Mayo —fue algo así como un ciclo crónico—, de modo que en un Primero de Mayo posterior hubo de inventarse otra reivindicación y fue la exigencia de un real más de jornal y media hora menos de jornada para los trabajadores de la Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta. Incluso se presentaron en la residencia de Cristina Oiaindia para soltarlo de palabra. El pulso se mantuvo hasta 1911, incluyendo ocupaciones de las cocheras e irrupción de la Guardia Civil. Cristina no sólo no cedió a tales presiones sino que, como no podía ser menos, sintió como nadie en su conciencia nacionalista la alarma por la aparición en sus feudos de expresiones de esa lucha de clases que eran el pan de cada día entre los socialistas y cuyo contagio debía cortarse de raíz. Incluso don Manuel entendía que Unión de Obreros Vascos fue la respuesta natural a semejante peligro. «Nació», decía, «como la vacuna en un organismo que necesita de ella para expulsar, purificar o, al menos, arrinconar y ahogar una peste ajena a ese organismo». Unión de Obreros Vascos fue para Roque un balneario de reposo, un rincón de olvido y reconversión. Se dice que la hija de Cristina, Fabiola, lo introdujo en la sede del sindicato vasco —el de Roque, el nacido en La Venta, era mucho más que esto—, de modo que nos gustaría saber si Fabiola actuó por orden o recomendación expresa de su madre; es decir, qué ascendiente tenía Cristina en Unión de Obreros Vascos; es decir, si fue fundadora o sólo figuró en su fundación como simple parte de esa conciencia colectiva vasca suficientemente lúcida como para reclamar un sindicato-barrera, al que ni siquiera llamaron sindicato, porque no lo era ni deseaban tentar al viejo mito de la tierra de que existe todo lo que tiene un nombre.

No fue, pues, un sindicato para sino contra; no un sindicato sino una hermandad, una bolsa de socorros para enfermedades y fallecimientos, un registro de ofertas y demandas de trabajo, de cooperativismo y mutualismo… ¿De quién fue el impulso? ¿De la gran burguesía nacionalista?, ¿de los obreros de sus fábricas?, ¿de ambos? En cualquier caso, hubo entendimiento, hubo complicidad. El sindicato de Roque no sólo no pudo echar raíces en la comunidad nacionalista sino que la puso en guardia, Cristina se alarmó ante lo que ocurría en su Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta; fue un golpe de miedo para poner algo en marcha. Quien llevara a Roque a UOV tenía poder en la organización, y si tal no era el caso de Fabiola, hay que creer que alguien la utilizó, alguien que no podía dar la cara, que ni siquiera ordenó sino sugirió, dejó caer, apuntó lo que era mejor para Roque, y Fabiola lo recogió, fuera lo que fuese. Llegaría a tener un hijo de él.

Cuando se trasladó al palacio Galeón mi tío Roque era ya un dirigente sindical, «pero con la mente en otra parte, cumpliendo como sindicalista sólo para honrar la memoria de alguien», exponía don Manuel. Ahora bien: el Galeón no era vivienda para un sindicalista. Tampoco lo había sido el caserón de Ella; pero éste, al menos, se regía por otras leyes, o es lo que alguien deseaba creer en Getxo; era un escollo, una isla, un territorio que nada tenía que ver con nuestra comunidad, y cuanto en él ocurriese no debía ser analizado con nuestra lógica. Durante veinte años el tío pudo vivir bajo aquel techo sin que a ningún miembro de la UOV se le escapara un asombro. Pero el salto al nuevo hogar cambiaba las cosas, incluso para aquellos vascos con su tipo especial de sindicalismo. Si el tío Roque no encajaba en el Palacio Galeón no era por ser un sindicalista enfrentado laboralmente al señor de esa misma mansión, sino porque nunca se había visto que un pequeño aldeano conviviera en la torre con el alto amo. Cristina tardó más de dos años en depositar a mi tío en Basaon, pero al fin lo hizo. Con el pragmatismo propio de las clases altas, ¿por qué no pensar que era ella la que no podía digerir a un sindicalista de suelas sucias pringando los mármoles del Galeón?

Por lo que se filtraba al exterior pudo conocerse en Getxo que nunca un niño se crió con tan enfermiza solicitud como Cándido. Se supo, por ejemplo, que empezaron a llamarle de «don» desde sus primeras semanas; su abuela Aurelia lo llamaba don Candito, y la otra abuela, Ella, don Cándido a secas; una diferencia de sonido apenas perceptible, pero que, en opinión de don Manuel, encerraba una significación apabullante:

—No hay referencias acerca de a cuál de las familias se le ocurrió aplicarle el don, pero yo señalo, sin vacilar, a la abuela bastarda. El día en que levantó al niño por encima de su cabeza impulsada por sentimientos tales como el amor (oh, sí, amor, ¿por qué no?), pero sobre todo el orgullo y la venganza, y viendo en el niño el trofeo legítimamente ganado, y sabiendo que ya estaba todo hecho, que era cuestión de esperar un poco más a que llegara la inevitable apoteosis, entonces exclamaría o gritaría con la exaltación deportiva que pudo emplear el mismo Dios en el día de descanso de su Creación: «¡Don Cándido! ¡Don Cándido!». Y por allí andaría la otra abuela, la legal, pero que no le llegaba a la otra ni a la suela del zapato, tomando también al niño o, simplemente, inclinándose sobre la cuna para hacerle carantoñas, y sonriendo o quizá gruñendo: «Don Cándido…, ¡qué ocurrencia! ¡Pobre angelito mío! ¿Qué te dicen? ¡Si tú sólo eres Candito, mi muñequito Candito!». Quizá interviniera el abuelo Anastasio: «¿Por qué mi nieto no puede ser don?, ¿porque a ningún niño se le ha llamado hasta ahora de don?, ¿pero es que mi nieto no es distinto a todos, no es el mejor?». Y Ella, allí, pareciendo ausente, pero exponiendo con su natural determinación de rodillo: «Voy a cambiarle de pañales a don Cándido». Una gracia, una broma, un rasgo de humor, aunque sólo para empezar, en tanto la excentricidad enraizaba en la familia a medida que la atmósfera del caserón iba implantando la verdad de aquel destino.

Era posible creer en la teoría de don Manuel a poco que se necesitase creer en ella. Porque todo ocurrió allí de modo inusual a lo largo de demasiados años, de siempre. Estoy escribiendo todo esto en 1968-1969 y nada ha cambiado desde 1919, nada hace presagiar que cambiará, moriremos los viejos testigos y el proceso continuará hasta ese último acto de paroxismo anunciado por don Manuel. Si esto, la apoteosis, estaba condenada a ser cierta, las cosas no habrían ocurrido de otro modo dentro del Palacio Galeón: un diminuto Cándido Bascardo Lapaza impregnándose día a día y biberón a biberón de las esperanzas de aquella gente que rodeaba su cuna, para acabar siendo la exaltación de su imagen y semejanza; una criatura a quien los mimos y arrumacos no iban haciendo de él un vulgar déspota infantil sino un lejano y silencioso bulto cuyo despotismo se expresaba en indiferencia, en un no reparar en nadie que a nadie dolía, como si todos se hallaran en el secreto de su destino inapelable.

—La verdad es que sí debió de ser un gurrumino bastante raro —admitía yo.

—¿Raro? —exclamaba don Manuel—. ¿Bastante raro?

Apenas salía del palacio. Es decir, no lo sacaban. Se llegó a decir que no vio la calle en sus diez primeros años —lo que no era verdad—, ni siquiera por los estudios, pues se los servían a domicilio. Se supuso que no fueron los jesuitas los únicos en formarlo: a sus dos años tuvo algunos profesores particulares, aunque esta versión la extenderían, seguramente, los propios jesuitas por no quedar ante la Historia como únicos responsables de la maldita apoteosis de los hombres del hierro. Y si finalmente, a sus diez años, abandonó de manera apreciable el Galeón, fue por su viaje a Inglaterra, «al encuentro del mito de la superioridad blanca colonial y patronal explotando por igual a indios y a obreros que no merecían ser blancos, al encuentro de la barbarie industrial, como se venía cumpliendo desde hacía décadas con la exportación pasajera de nuestros más blancos alevines con la excusa de que aprendieran a sostener debidamente la taza de té», decía don Manuel. En cualquier caso, un viaje de estudios a Inglaterra a edad prematura, lo que quizá avalara la opinión de que lo suyo no se trató de un simple aprendizaje sino de una ósmosis en una sola dirección a través de su tierna piel, «casi una mutación genética o un segundo nacimiento en la placenta de los modernos hombres del hierro». Y añadía don Manuel: «Sin duda, fuertes trabajos de los dioses para conformar un alto destino».

El pequeño Cándido no fue a Inglaterra solo. No era la primera vez que se movía en distancias más cortas: muy de tarde en tarde bajaba a la playa de Ereaga —no era el palacio el que estaba detrás de la playa, sino ésta la que pareció creada para adorno del palacio— para tomar un baño en posición vertical, y nunca lo hizo sin la protección de más de un criado. Con los años, sus salidas a la playa quedarían como odiosas ostentaciones de poder, y se contaba que primero pisaba la arena el mayordomo haciendo sonar una campanilla para que los intrusos la desalojaran, y luego llegaba él en el centro de una escolta uniformada de húsar. Con el paso del tiempo se endosarían a Cándido cosas semejantes tan difíciles de creer, pero que todo el mundo creía. Desde un principio, todo fue en él un misterio y él mismo se convertiría pronto en leyenda.

El viaje a Inglaterra lo hizo acompañado de una institutriz francesa, de un tutor o lo que fuera Aurelio, el hijo del tío Roque, y dos o tres criados de los de polainas rojas, y todos permanecieron allí cinco años, así que Cándido tenía quince cuando regresó por última vez, se dijo también que revestido del título de lord. No era posible, o quién sabe si sí era posible, y en tal caso el milagro habría que atribuírselo a Ella, a sus tentáculos para pulsar los más imposibles resortes. Según don Manuel, a esa mujer se debieron los hábitos subidos de tono que imperaron en el Palacio Galeón, las excentricidades. Cándido llegaría a lucir el título de lord, pero sería años después. Si hasta su partida a Inglaterra Getxo apenas lo había visto —lejanía que gestó fundamentalmente su leyenda—, tras los cinco años lo vería aún menos. Del largo enclaustramiento, a los jesuitas les correspondió buena parte de responsabilidad. Al principio se les veía entrar y salir cargados con librotes y legajos, y cuando se interrumpió este trajinar se supo que se alojaban en la mansión, es decir, que habían montado en ella una sección de su universidad de Deusto. Nadie se asombró demasiado: la institución jesuítica siempre había sido un vivero de políticos y financieros destinados a ser élite dirigente, y el hecho de que se entregaran con tanta vehemencia a Cándido Bascardo Lapaza revela su perspicaz visión de futuro, «no sólo su convencimiento del desmedido poder que llegaría a acumular en su persona, sino también de lo otro, su destino wagneriano: los jesuitas no podían resignarse a quedar al margen de aquel tránsito de épocas», decía don Manuel. Le infundieron el espíritu religioso más gélido, la más afilada religiosidad para sojuzgar amorosamente a las clases menestrales más amadas por Cristo, y la más ensoberbecida fe en la imitación de la soledad de los santos como llave para hablar con la única criatura de este mundo merecedora de atención: Dios.

Lo curioso es que todos ellos —Anastasio y Aurelia, Ángela y Efrén, Ella y los jesuitas— actuaron con Cándido como si ya entonces supieran que su abuelo Camilo acabaría testando a su favor. Llegado a este punto, me he negado sistemáticamente a intercalar: «¡Me niego a creer en el fatum aireado por don Manuel!», por si el hecho de negarlo ya le estuviese otorgando alguna posibilidad de existencia.

Bien, ¿y qué pensaba el padre, Efrén, de este secuestro de su hijo? ¿Participaba, con más o menos entusiasmo, de él, o, al menos, lo consentía? Suponiendo que sus empresas le dejaran un tiempo ínfimo para echar de tarde en tarde una ojeada al interior de su hogar, le llegaría la felicidad de su madre —la auténtica y casi absoluta abuela— depositando en aquel nieto el cumplimiento de las metas con que pisó Getxo en 1887 y que eran las mismas de Efrén. Aquella crianza esperpéntica la tendría por una manifestación más de la borrachera de buena suerte que se ensañaba con él. Cuando en 1924 ocurrió el accidente mortal de su tercer hijo, Rómulo, de un año, nada cambió; es decir, no dio muestras Efrén de haber creído supersticiosamente en la irremediable tragedia que ha de seguir a todo exceso de dicha. Tres años antes, en 1921, había nacido su hija Elisenda, quien no sólo no tendría nada que ver con su hermano Cándido, sino que a sus veintitrés años repudiaría cuanto era y representaba, acabaría siendo su antítesis, al huir, desnuda y a pleno día, abominando de todo, del Palacio Galeón con su hijo de seis años en brazos, también desnudo, para sentarse en el pescante del carro junto al soldado que siete años atrás la había violado en la playa y venía a buscarla, junto a las semillas que aún escondían el milagro de un regreso a los orígenes, y nunca más se supo de ella ni de su hijo.

De modo que si los hados preservaban al pequeño Cándido de toda acechanza, y no a sus hermanos, es que la buena suerte era sólo para él, que las desgracias de su entorno no le tocaban. Es así como pudo Efrén poner, a un lado, a Cándido con su buena suerte y, a otro, a Elisenda y a Rómulo, los no elegidos, con sus infortunios. Al comentar todo esto con don Manuel, yo no podía dejar de denunciar el comportamiento metálico del padre, y don Manuel me decía: «Viviendo en el Galeón ni siquiera él podía zafarse de pensar como pensaba».

Además, estaba lo que podríamos denominar su síndrome de las llamas. Lo mejor que pudo ocurrir fue que Elisenda le abandonara. Perdió una hija, pero las circunstancias de la huida le descubrieron por qué nunca la sintió próxima a lo largo de veintitrés años de convivencia. En realidad, se negaría a ver la verdad, por no admitir que las malditas llamas surgían de nuevo, ahora para interponerse entre su hija y él. Con Cándido jamás tuvo el menor conflicto. Elisenda y Cándido. O Elisenda contra Cándido. Todo venía a apoyar la teoría de la buena suerte y de la mala. Por fuerza había de pensar que llamas y mala suerte eran lo mismo, pues, para empezar, nunca podría olvidar la media libra de carne arrancada por una de ellas de su hombro. Pero la cacería de llamas de 1907 la inició él abatiendo a la primera, y ello ocurrió antes del mordisco del macho, de modo que existía algo más. Y en esto yo siempre coincidía con don Manuel: así como resulta impensable que su odio a las llamas naciera con el mordisco, la evidencia de aquellos dos mundos antitéticos en que militaban sus dos hijos no arrancaría de la fugaz estancia del híbrido Cristóbal en el Palacio Galeón, en 1924, con un Cándido que se ponía a gritar de horror sólo con oler al animal a distancia y, por el contrario, una Elisenda de tres años que jugaba con él en el jardín, cuando a nadie más permitía acercársele. Todo encajaba, la mayor coherencia delimitando afinidades y repudios, un anacrónico rebaño de 28 bestias selváticas irrumpiendo con su soplo de libertad en el ya avanzado tejer de cadenas de hierro de Efrén e instalándole el síndrome de las llamas.

Llegó 1924 y pareció que para él no había transcurrido ningún tiempo, y menos diecisiete años, pues el primer reclamante que acudió a la primitiva y semiolvidada oficina de seguros La Bolsa lo encontró allí, esperándolo, y contaría que el primer sonido que se produjo en la habitación fueron las preguntas de Efrén desde el otro lado de la mesa: «¿Por dónde anda el demonio?, ¿dónde tiene usted sus campos?», pues ni siquiera le había dado tiempo a cerrar la puerta. Desde hacía un par de semanas venían produciéndose destrozos en los sembrados de la zona, pero hubo de transcurrir casi una semana antes de que alguien se atreviera a relacionarlos con la peste que diecisiete años atrás asolara la región. La comunidad se estremeció y se dijo que no era posible. «¡Matamos a todo el rebaño!», se repetían unos a otros mirándose a los ojos por ver si se convencían de que así había ocurrido.

Era, también, junio. El primer plato que eligió Cristóbal fue un cuarto de heredad de tierno maíz. Regresó las tres noches siguientes, hasta devorarlo todo. En estas poco alarmantes consumiciones se apoyó la gente para rechazar la sospecha de nuevas llamas, a las que siempre relacionaron con un gran rebaño devastador. Durante demasiados días, las huellas de las pezuñas de Cristóbal no fueron razón suficiente para que no se culpara a otros bichos: cerdos salvajes, jabalíes, algún burro descarriado; la versión del burro es la que más duró, por el parentesco de huellas. Se acudió a viejas leyendas de la tierra para resucitar cualquier pequeño dragón o trasgo demoníaco perdidos en el tiempo, y cierto leído dibujó a Erensuge… Cualquier cosa, antes que admitir el regreso de las llamas. En todo el territorio sólo hubo una excepción: Efrén. Aquel primer aldeano que se presentó en la oficina de seguros lo encontró ya allí, pero llevaba dos semanas, desde el instante en que empezó a circular por Getxo la noticia del primer desaguisado, es decir, que fue el primero en comprender que aquello era cosa de las llamas. El aldeano hizo especial hincapié en que lo estaba esperando.

Al cabo de catorce años sin verlo por allí —el empleado de la oficina le presentaba semanalmente en su domicilio el casi nulo movimientos de cuentas—, quienes aquella mañana de junio se encontraban en La Venta lo vieron llegar a las nueve en punto en la brillante limusina, aparcarla ante el portal del edificio de Blasa y desaparecer en él, aunque ninguno relacionó su presencia con las llamas, a pesar de que vestía el uniforme inglés de cazador de zorros con que se le viera en la legendaria cacería, rifle y perros incluidos. Sin embargo, era evidente, como no tardarían en tener que aceptarlo. Hubieron, por un lado, de vencer su miedo, y sobre todo actualizar el acontecimiento, extraerlo de la leyenda en que dormía. En cambio, Efrén no necesitó incorporar ningún pasado, porque las llamas llevaban diecisiete años sin salir de los glóbulos de su sangre.

Permaneció esas dos semanas en su propia oficina cumpliendo el horario laboral, abandonándola sólo por las noches: bajaba con el rifle, subía a la limusina y tomaba la ruta de su casa, hasta el día siguiente. Sabía que de un momento a otro empezarían a llamar a su puerta las nuevas víctimas, muchos de los asegurados que llevaban pagando los 22 reales anuales todos esos años por un seguro exclusivamente contra las llamas, que era, más que un seguro, un certificado de valor personal, pues eran los únicos en atreverse a desear el ataque de un segundo rebaño, único caso —según les precisó Efrén— en que recuperarían el valor de todas o parte de las cuotas. La presencia allí de Efrén no obedeció a un deseo de atender personalmente a sus clientes; por el contrario, ellos le servirían a él. Las preguntas que dirigió al primero así lo indicaban: «¿Por dónde anda el demonio?, ¿dónde tiene usted sus campos?». Y también indicaban que sabía más que ellos, porque su pregunta la formuló en singular, refiriéndose, sin duda, al macho inolvidable salvado por el chico don Manuel, y acaso fue su único error, pues Cristóbal era sólo un descendiente, un híbrido tenido con cualquier hembra del territorio no demasiado alejada genéticamente de él.

Esperó los informes de los siniestrados para lanzarse a la caza de la bestia. Entonces se supo que, cuando ya el resto de los habitantes había olvidado a las llamas, Efrén llevaba diecisiete años esperando aquel momento. Y se sospechó, asimismo, que el mantenimiento del misérrimo cuartucho —las verdaderas oficinas de seguros La Bolsa funcionaban, desde hacía diez años, en Bilbao y lo lógico habría sido que engulleran a la primitiva, sobre todo teniendo en cuenta que sólo se ocupaba de siniestros causados no por llamas de incendio sino por unos animales que casualmente se llamaban llamas (Efrén tuvo sumo cuidado en aclarar esto en la redacción de los contratos de 1907)—, tanto o más que para enorgullecerse de sus difíciles comienzos, fue para no cortar el cordón umbilical que le unía a la cuestión pendiente. Con los informes que fueron llegando al cuartito sobre los destrozos del animal, elaboró un plano de sus desplazamientos, pero los hechos se precipitaron cuando los faros de la camioneta del chatarrero León Esnarriaga deslumbraron a Cristóbal en un viejo camino.

Lo que creyó ver León fue un burrito asustado y bajó de su vehículo con una cuerda y lo ató a la trasera y así se lo llevó a su destartalado garaje, y sólo al día siguiente descubrió que era uno de los viejos demonios, más bien lo presintió, pues su tamaño era menor y no se parecía a ellos, al menos no en todas sus partes, sólo en la cabeza y en el cuello que eran de auténtica llama, siendo el resto de mulo. Don Manuel —que fue el primero en precipitarse a verle— descubrió en el corralito a un animal más bien inofensivo, y no porque su parte de mulo, en centímetros cuadrados, superara a la otra: era su actitud, increíblemente pacífica para la situación en que se encontraba, como si aún no hubiera perdido la inocencia. «Sí, de acuerdo», me contaría don Manuel, «era una cría de menos de un año, pero lo suyo no era sólo bisoñez, ausencia de roce con el mal, es decir, con los hombres. Simplemente, era así, alguien le había hecho así, tan fuerte como para despreciar o ignorar a sus enemigos. Y aquí entra él». La emoción de don Manuel al tener ante sí al híbrido procedía de que su presencia le hablaba del macho aún vivo o, al menos, que lo estuvo hasta hacía cosa de un año. «Fue como retroceder a aquel junio de 1907, con el chico de las llamas enfilando al macho hacia el gran monte. Siempre sospeché que lo pudo hacer solo, que no me necesitaba, que él sabía dónde estaba su única salvación, pero eligió lo otro, me eligió a mí, concedió a los hombres la oportunidad de intervenir en su salvación, que era también la nuestra».

De modo que, por la razón que fuera —que nosotros sepamos, no lo había hecho en diecisiete años—, bajó del Gorbea a procrear y elegiría una burra y, más o menos, la raptaría. No se supo de ningún aldeano que, por esa época, echara en falta una burra, aunque sólo fuera por unos meses, pues es de suponer que regresaría a su cuadra después de la aventura, sola o con su hijo, que bien pudo quedarse arriba, con el padre. Han transcurrido demasiados años para que hoy nos quede alguna esperanza de saber de dónde venía el pequeño Cristóbal al ser descubierto por León Esnarriaga. León quiso desprenderse de él inmediatamente, pero no lo podía hacer a pleno día, es decir, nadie debería saber que había soltado irresponsablemente a la bestia para que siguiera asolando plantíos y luego creciera y acabara liderando su propio rebaño y se reprodujera la vieja peste. Getxo no debía saber la verdad. Así, pues, se sentó a esperar la llegada de la noche, y al día siguiente haría correr la voz de que había partido la cadena de un mordisco.

Nada afectó a este proyecto la llegada de don Manuel a primera hora de la tarde, pero sí la de Efrén tres o cuatro horas después. Don Manuel contrastó el rostro aterrado de León Esnarriaga con el silencioso entendimiento entre el híbrido, Perico Orejas, sobrino de cinco años de León, y Pachín Arana, el simple de más de veinte años que vivía con ellos; no jugaban con el animal ni le tocaban, aunque lo tenían a dos palmos, los tres dentro del pequeño cercado de tablas, los tres pares de ojos a la misma altura. León dijo que llevaban así todo el día, que no había modo de apartarles del peligro ni con un palo. Durante largo tiempo, don Manuel asistió, casi sin respirar, al intercambio de miradas, y recordó al macho y se recordó a sí mismo y, por unos momentos, deseó tener aquella edad. Presintió que Perico y Pachín estaban a punto de pasar a los contactos. Cristóbal —pasarían meses antes de que un ingenioso le bautizara así— parecía encontrarse muy a gusto con ellos. «¿Qué vas a hacer con este bicho?», preguntó don Manuel a León Esnarriaga. «¿Eh?», exclamó León, y era claro que creyó le habían adivinado sus intenciones. «No confíes en cargarle algún día con tu chatarra. No lo esperes. Nunca lo consentiría. Él es de otra clase», dijo don Manuel. «¿Quién espera algo de él?», exclamó León. «¿Sabes lo único que espero? ¡Perderlo de vista! ¿Crees que lo tengo aquí por gusto? ¿Qué harías tú en mi caso?». «Pasárselo a alguien que lo aceptara», dijo don Manuel. «¿Quién va a querer llevarse un demonio que tiene el mismo cuello y la misma cara que…?». Don Manuel esperó a la noche para recogerlo y poder llevar a cabo sin testigos el reintegro de Cristóbal al refugio de su padre. Lo mismo que intentaría hacer Efrén al día siguiente, aunque con opuesta intención. Porque el animal ya durmió aquella noche en las cocheras del Palacio Galeón. Don Manuel se enteró de la venta cuando su madre le transmitió lo que había empezado a correr por el pueblo al oscurecer. Regresó a casa de León y lo agarró de la camisa. «¡Hicimos un trato! ¿Por qué no lo has respetado?». «¿Trato?», gruñó León. «Yo no te he vendido a ti nada».

Curiosamente, fue el primer viaje que hacía Efrén en la limusina negra que acababa de recibir de Francia. La operación se cerró en un soplo, el tiempo que tardó Efrén en informar a León de su intención de comprarle la bestia, aunque habría bastado, simplemente, el llevársela, sin pago alguno, pues León se habría ahorrado las horas de tenerla hasta la llegada de don Manuel. Una cifra más ridícula tampoco habría supuesto impedimento, pero Efrén nombró una a la altura de su obsesión: 2000 pesetas. Y entonces intervinieron Perico y Pachín, cuando el chófer de Efrén se adelantó a tomar la cadena que León —muy excitado a causa del inesperado dinero que se iba a embolsar— no acertaba a soltar de la argolla de la pared; al menos, se hicieron notar ruidosamente: se interpusieron entre el híbrido y el chófer y apartaron a éste a patadas. «¡Quietos, quietos…!», gritaba León, tratando de dividirse entre sus sobrinos —para el pueblo, también Pachín Arana lo era— y la cadena. Le habían tomado al animal un cariño desmedido, si bien solía decir don Manuel que no se trataba de cariño sino de algo más profundo: la hermandad de inocencias entre un cachorro de llama y burro, un cachorro de hombre y un ejemplar de veintitantos años que nunca dejaría de ser un cachorro de hombre. «¿Queréis estar quietos?, ¿habéis comido ortigas?», proseguía León, más por calmarse a sí mismo que para contener a los enloquecidos. Al fin, arrojó el cabo de la cadena sobre el chófer y éste la recogió y tiró de ella para sacar a Cristóbal del recinto, y entonces Perico y Pachín abrazaron al híbrido, más bien se colgaron de él, y los tres resistieron al chófer, y entretanto Efrén ponía en la mano de León los veinte billetes de cien y León los contaba y los hundía en el bolsillo de su pantalón y entonces se le vio enfrentarse seriamente al problema que ahora, de pronto, necesitaba una solución urgente como negocio.

Se puso detrás de Perico, le rodeó el cuerpo con sus brazos y logró arrancarlo del bicho y levantarlo, retrocediendo con él dos pasos, pero nada cambió, pues Pachín Arana continuaba en solitario la batalla contra el chófer, algo que desconcertó a León, quien había esperado que desistiera al faltarle su pequeño amigo-mentor, sin el que no daba un paso (ello hizo que don Manuel, cuando lo supo, insistiera en el carácter distinto de aquella fidelidad). «No le ocurrirá nada, no me lo llevo para matarle», dijo Efrén. «¿No?», exclamó León. Estaba seguro de habérselo vendido para su venganza, como más tarde lo creerían todos, recordando la media libra de carne de su hombro. «Estará en mi casa, podréis ir a verle», añadió Efrén. No fueron sus palabras las que calmaron a Perico y a Pachín; al menos, no la mera promesa contenida en ellas. Se miraron y no hay duda de que pensaron lo mismo, me refiero a un plan no incluido por Efrén en sus palabras, pero fraguado al oírlas. Sólo así se explica que abandonaran el combate: días después, llevarían a cabo limpiamente el robo de Cristóbal.

Efrén dio una orden y entre el chófer y León dieron con el híbrido en tierra. Nadie sabe cómo apareció en las manos de Efrén una cadena con la que ató por pares las patas del animal con maneras innecesariamente violentas.

Al día siguiente corrió desde muy temprano que empezaba otra cacería de llamas. Getxo se estremeció y un tipo como don Manuel no pudo dejar de comprobar que nadie había olvidado la primera, por más que llevasen diecisiete años sin mentarla. «El problema no era ni es ahogar su recuerdo, sino ignorar su mensaje», decía, «pero sólo engañándose creyendo que han olvidado a las llamas, incluso que nunca existieron, les es posible seguir soportando su triste condición». Los primeros en descubrir al alba a Efrén con su antiguo uniforme de cazador de zorros en Inglaterra, sus botas altas, su rifle y sus perros (no los sacaba nunca porque ya no cazaba, Getxo los veía por primera vez, y no hay duda de que mantenía o renovaba los primitivos foxhound desde 1907 en espera de otra carnicería; sería la última vez que en el Galeón habría perros), detrás del chófer sosteniendo la cadena de Cristóbal, extendieron la alarma, nacida más de la imaginación que de la realidad que tenían a la vista, aquel Efrén en actitud de enfrentarse a una segunda horda de demonios y no a simples conejos o palomas, como lo indicaba la cría extraviada que llevaba a su lado como reclamo. Reconocieron su heroísmo, sería un solo rifle contra todo un rebaño vengativo lanzándose a rescatar al de su sangre, pues tuvieron por cierta la existencia de un buen número de llamas merodeando por los contornos y muchos creyeron volver a oír sus legendarios ladridos-rugidos-relinchos. Y la deducción era lógica, pues aquel horrible cachorro habría salido de algún sitio y, como él, habría muchos más, y no todos tan engañosamente inofensivos, sino adultos llenos de fuerza, malicia y maldad, semejantes a los primeros, tan poderosamente temibles que no había bastado con matarlos, pues allí aparecía ahora su descendencia, y lo más escalofriante no era esa muestra que tenían delante sino cómo pudo originarse, cómo pudieron nacer los cientos o miles que ya les estarían rodeando por todas partes, porque en Getxo sí se sabía que los hijos podían nacer de padres muertos, incluso de madres muertas, siempre que no hubiera transcurrido demasiado tiempo, y el cachorro actual apenas contaría un año y la invasión de sus padres ocurrió la friolera de diecisiete años atrás.

La fantasmal aparición de Efrén en la niebla del nuevo día puso a Getxo en pie de guerra aun antes de saberse qué significaba aquello realmente, y los viejos protagonistas de la anterior cacería tomaron de nuevo las armas: mi tío abuelo Saturnino Altube, el carnicero Braulio Apraiz y el cura don Estanis, venido de otra parroquia (faltaba mi padre, muerto dos años antes), los tres en el mismo carro, aunque con otro caballo; Camilo Baskardo, el marqués, no sólo con su hijo Josafat sino esta vez también con el otro, Moisés, y su yerno Román, formando igualmente safari con su cohorte de criados de polainas rojas; tampoco faltó, naturalmente, el chico don Manuel, ni los más bravos de nuestra comunidad, que resultaron ser los más jóvenes, muchos de los que eran niños cuando el terror o fueron paridos prematuramente entonces por madres demasiado impresionables. Los grandes ausentes fueron los Baskardo de Sugarkea, pero en esta ocasión el chico don Manuel no acudió a reclamar su ayuda para salvar el rebaño porque todo iba a ser diferente, empezando porque no había rebaño.

Fue cualquier cosa menos una cacería. No hubo un solo disparo. Se trató de un enfermizo rastreo por todo el territorio, con un Efrén caminando incansable tras el híbrido en jornadas de veinte horas, él mismo llevando la cadena y situando al animal en los enclaves más propicios, las rutas hacia montes, bosques o valles, y obligándole a bajar su hocico hasta el suelo para que recuperara el rastro perdido del viejo macho, esperando advertir en él un especial temblor por seguir esa pista. Había de detenerse algún tiempo en mitad de cada noche para no reventar al animal y, especialmente, al chófer, que cargaba con la mochila de los alimentos; al cuarto día lo envió medio muerto a casa y él siguió solo tres días más, ignorando o despreciando a los grupos que le seguían y vigilaban a prudente distancia esperando que, de un instante a otro, se produjera la irrupción del rebaño, el estallido de la segunda carnicería, temiéndola, pero arrastrados por la corriente que creaba Efrén a su espalda, fascinados por la obsesión que se desprendía de sus ojos y de su cuerpo tenso, asustados de su propia temeridad, incapaces de faltar a la última escena de la pesadilla para luego poder gritar a coro: «Se acabó. No había empezado, pero se acabó».

Sin embargo, no hubo ningún final, o el aparente final fue la retirada de Efrén llevándose al híbrido de la cadena. Que aquél no fue el final sólo lo sabían Efrén y el viejo chico de las llamas, pues mientras los demás atribuían la existencia de Cristóbal a la misma imposibilidad de que existiera, ellos se atrevían a afrontar la realidad de la que procedía, y si esta realidad era tan perdurable aún se podía seguir temiendo o simplemente deseando la nueva resurrección.

Getxo permaneció una semana más a la expectativa, pero distendió sus músculos y fue abandonando la empresa a medida que transcurrían los días sin que Efrén se dejara ver para reanudar la cacería o lo que hubiese sido aquello. Se supo que había ordenado construir una holgada jaula con barrotes de hierro que instaló en los jardines del Palacio Galeón, y en ella encerró al híbrido «para que Cándido», según don Manuel, «creciera estudiando los hábitos de aquella raza a la que algún día tendría que cazar y destruir». Pero la criatura no resistió a Cristóbal, desde el primer momento le inspiró un horror que expresaba en alaridos, reclusiones en su habitación y pesadillas nocturnas que ninguno de su familia de adoradores consiguió desterrar. «Era algo más que primeros sustos o simple miedo infantil», decía don Manuel. «Con sólo cinco años, ni siquiera él, el culminador, pudo resistir la visión de lo otro. Pero, crecería, oh, sí, crecería». Efrén cambió el emplazamiento de la jaula varias veces, probando en los rincones más apartados del exterior del palacio, incluso la rodeó por los cuatro lados de una alta mampara de madera; pero fue inútil, pues Cándido olía al monstruo y era lo mismo. Es posible que Ángela y sus padres exigieran su sacrificio sin que Efrén los atendiera. «Se sentiría orgulloso de aquel hijo que tan prematuramente demostraba haber heredado su particular sangre», comentaba don Manuel.

Todo empuja a pensar, no obstante, que quizá resultara un alivio para Efrén el robo del híbrido por Perico Orejas y Pachín Arana. Se lo llevaron una noche, dos o tres semanas después, sin ruido, sin escándalo: el animal se alegraría de recuperar el contacto con sus amigos. Éstos, simplemente, escalaron el muro, descorrieron el cerrojo de la jaula y se las ingeniaron para izar a Cristóbal y depositarlo al otro lado con una cuerda gruesa. Una operación movida por el amor. Al día siguiente, Efrén se personó en casa de León Esnarriaga esgrimiendo el documento notarial que le otorgaba la posesión de la criatura.

—Lléveselo cuando quiera. Es suyo —se adelantó a decir León—. No necesitaba haber traído ningún papel.

—No he venido a llevármelo —dijo Efrén.

El chatarrero palideció.

—Quiere la devolución del dinero… —musitó.

—Quiero la garantía de que permanecerá con usted hasta que yo decida llevármelo de nuevo —y Efrén desdobló un segundo documento.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó León.

—Meses. Años. No sé, no depende de mí.

León Esnarriaga no se atrevió a preguntarle de quién dependía. Efrén le leyó lo que iba a firmar: alojaría y alimentaría a la bestia (seguía una detallada descripción de su monstruosa anatomía) hasta que su legítimo dueño la reclamara, y dando cuenta inmediata a este dueño de las novedades que se produjeran, tal como la presencia de algún ser extraño con cierta semejanza con la criatura objeto de este contrato. La singularidad de esta condición hizo que León memorizara la frase entera y pudiera luego deletrearla con exactitud cuantas veces refirió los pormenores de la visita que le hizo Efrén Bascardo.

—¿Qué saco yo teniendo conmigo al bicho? —quiso saber.

—Librarse de la denuncia que yo le pondría a cada robo del demonio —dijo Efrén.

León se sentía cada vez más metido en una trampa.

—Usted sabe que es un peligro.

Efrén extrajo del bolsillo un tercer documento. León lo reconoció: era un impreso del contrato de seguros que le había mostrado más de uno de Getxo.

—Asegúrese a todo riesgo en mi compañía —dijo Efrén.

—¿Y quién pagará la comida que se trague esta fiera hasta el día del Juicio? ¿Quién nos asegura que no come carne, la nuestra?

Contaría León estar convencido de haber encontrado el gran argumento para quitarse de encima al animal o, al menos, para recibir una compensación por encima de las 2000 pesetas ya cobradas y que ni siquiera habían servido para perderle de vista. Pero Efrén le desbarató el tinglado.

—Exhíbalo y cobre la entrada —le dijo.

León no habría suscrito el contrato de seguros de no habérselo puesto el propio Efrén en la mano mirándole al mismo tiempo de aquella forma: no iba a pagarle 22 reales al año sólo por brindarle gratis una idea, por buena que fuese. León nunca dejó de reconocer que era buena, su instinto de chatarrero se lo dijo así desde el momento en que Efrén se la mencionó; el negocio cubriría con creces la alimentación de Cristóbal, por mucho que tragara, porque incluso su estómago tendría un tope. León le dio muchas vueltas a la cabeza en los escasos minutos en que tuvo enfrente al bastardo. Al estampar la cruz al pie del contrato seguía sin encontrar una verdadera razón para hacerlo sin arrepentirse luego demasiado. Devolvió a Efrén su estilográfica y aún seguía buscando el pretexto; necesitaba uno bueno para no despreciarse a sí mismo. «¿Por qué he firmado?», se preguntó, aprovechando un instante en que no miraba a Efrén, pues eran sus ojos los que le habían obligado a firmar y, al mismo tiempo, le decían que era lo sensato. Nunca sabría si lo que por fin encontró fue un pretexto o una razón. No hubo de salirse del tema de la alimentación de Cristóbal; quizá no tuviera un tope, porque un niño devorado seguiría siendo para Cristóbal alimentación, pero para los hombres, es decir, para Efrén tendría que ser un tema de seguros, de su seguro.

De modo que no había sido idea de León Esnarriaga instalar, a un lado de su casa, el recinto de troncos, cubierto con un tejadillo de uralita, en que metió a Cristóbal para ser contemplado por cuantos curiosos abonaran un real. El espectáculo despertó mucha expectación, primero en el pueblo y pronto en Bilbao y la provincia. Para unos, sólo fue un número de feria; otros lo tuvieron por un elemento cultural de primer orden: incluso algún científico observó muy de cerca su proceso de crecimiento para sostener que se trataba nada menos que de la mutación de una especie a la vista de todos. A lo largo de diez años León recogió un goteo de beneficios nada despreciable y pronto empezó a eliminar de las sucesivas versiones de su relato el papel impulsor de Efrén, atribuyéndose a sí mismo todo el mérito del invento.

Mi amigo Perico Orejas (yo tenía entonces dos años y él cinco y no éramos aún amigos) y Pachín Arana no tuvieron nada que objetar: su protegido no sólo había alcanzado fama sino que era alimentado como un rey gracias a las habas, alfalfa y mazorcas de maíz con que León le mantenía lustroso y presentable, y a las zanahorias y moras silvestres y algún que otro bizcocho casero que el público le arrojaba al suelo (excepto Perico y Pachín, nunca nadie se atrevió a dar de comer en la boca al híbrido). Hacia la mitad de esos diez años, Getxo se olvidó de Cristóbal, o lo conservaba también en la repisa de las leyendas, de donde sólo regresaba fugazmente cuando algún forastero, un grupo de turistas o un colegio de niños preguntaba por él y se le indicaba el camino a la casa de León.

El único que no lo olvidó fue don Manuel. No transcurría un trimestre sin que acudiera a saber de él. «Se le veía crecer y desarrollarse, y, sobre todo, ir adquiriendo la mirada indómita del macho al que tuve que enfrentarme en el huerto de lechugas. También acabó heredando de su padre la altivez de su cabeza, las chispas de irreductible libertad que saltaban de cada milímetro cuadrado de su piel, de cada una de sus cerdas. ¿Cómo soportó aquella cárcel durante tanto tiempo sin siquiera intentar la huida ni una sola vez? Me he hecho mil veces esta pregunta y sólo encuentro una respuesta: el amor que recibía de Perico y de Pachín. Habría que empezar a pensar que quizá el amor sea otra forma de libertad. ¿Lo aprenderemos algún día, Asier? Pero el suyo no se trataba de un amor sumisamente fiel, pues allí estaban sus coces nocturnas contra los troncos del recinto, y los ladridos-rugidos-relinchos que inundaban el barrio de pesadillas. Pero no se movió en diez años de aquel agujero. No, no lo hizo… Y el macho: ¿por qué no bajó del Gorbea a rescatar a su sangre? ¿Es que ya no estaba allí, ha dejado de existir, es su hijo la última esperanza que nos queda? Bueno, me resultaba muy doloroso verle en cautividad. Y, luego, Efrén al acecho, esperando siempre la llamada de León Esnarriaga para anunciarle la aparición de un ser extraño con cierta semejanza con la criatura objeto de este contrato. Al menos, conservaría a Cristóbal mientras le creyera útil. Pero acabaría por cansarse de esperar y advertiría a León: «Prepáremelo. Mañana me lo llevo». «¿Preparárselo?», habría exclamado León. Porque ni él se atrevía a entrar en el recinto de la bestia que ya tenía el tamaño de un burro. De modo que Efrén se habría personado con el chófer —aunque sin rifle, pues de otro modo no podría haber ocultado a Perico y a Pachín sus verdaderas intenciones— y habría tratado de llevárselo, o simplemente habría desistido al descubrir el tamaño que ya tenía el demonio, y habría tramado regresar una noche con el rifle y dispararle allí mismo. Todo esto pudo haber sucedido al entender que el macho ya no le amenazaba desde ninguna parte, es decir, que estaba muerto, y el único peligro era Cristóbal… «Con pesadillas semejantes viví durante esos diez años», me contaba don Manuel.

Sea como fuere, Efrén despertó bruscamente de su duermevela de diez años cuando Perico Orejas y Pachín Arana sacaron a Cristóbal de su zoo y se pusieron a zascandilear con él de aquí para allá y todos volvieron a tener delante de sus narices una prueba más de la existencia de aquellas llamas. La pequeña revolución que convulsionó a Getxo se produjo cuando apareció el cadáver de Antonio Menchaca en las peñas de la ribera, y como todo el pueblo culpara del asesinato a Vicente Sáez, el forastero —el ocasional delantero centro del Getxo Fútbol Club que metió el gol inolvidable—, y como yo me había hecho repentinamente amigo de Vicente, pues también tomé parte en aquel asunto —viajando en mi silla de ruedas— para demostrar que él no podía haber hecho algo así, con esa fogosa ingenuidad de los doce años. Al final del torbellino, inesperadamente, Efrén reclamó notarialmente al híbrido. «Y sería el fin», decía don Manuel que pensó, «porque su intención era destruirlo, en vista del fracaso de su utilización como cebo. Mi madre me comunicó la novedad por la mañana y aquella misma noche me deslicé hasta la casa de León. También me había contado mi madre en qué grado de excitación habían sorprendido algunos vecinos a Perico y a Pachín, de manera que encontré lo que esperaba: ambos me detuvieron a dos metros de la tejavana y en la oscuridad creí ver sus miradas sanguinarias y la crispación con que esgrimían sendas sardas.

»—¡Fuera! —gimió Pachín dolorosamente.

»—Un momento, un momento… —les pedí, porque las puntas de las sardas estaban a un palmo de mi estómago—. ¿Veis mi cara? Soy Manuel, el hijo de Agustina.

»Me reconocieron, supieron quién era, pero aquellas puntas seguían presionando mi jersey.

»—Sólo una persona quiere llevárselo y sabéis que no soy yo —dije—. Está claro que no tenéis un plan para salvarle. Vuestras sardas no detendrán mañana a esa persona. Puedo ayudaros.

»Me había hecho a la oscuridad y vi perfectamente sus rostros y, como clavados a ellos, sus miradas petrificadas. De pronto, también había dejado de llegarme el ronquido de la respiración arrastrándose por los endebles pulmones de Pachín Arana.

»—¿Eh? —gimió Perico.

»—Me estoy viendo en vosotros. ¿Nunca os habéis preguntado cómo ha llegado hasta aquí? Es diferente, ningún animal de Getxo es como él.

»—Está bien aquí —dijo Pachín Arana con el primer chorro de aire que controlaban sus pulmones.

»—Gracias —pude decir.

»—¿Eh? —gimió Perico.

»—Mataremos al que… —empezó a decir Pachín Arana, y se detuvo sin que nadie le cortara.

»—¿Eh? —gimió Perico Orejas—. ¿Ayudarnos?

»—¿Os ha hablado alguien de las llamas que le enviaron de América a Saturnino Altube hace mucho tiempo? Eran veintiocho magníficos animales, un rebaño dirigido por un macho. También los quisieron destruir, y lo consiguieron. Excepto al macho: hubo gente en Getxo que se preocupó de salvarle. Cristóbal es hijo de ese macho.

»Me miraron fijamente. Bueno, fue Perico quien lo hizo, pues el otro no me miraba a mí sino a Perico, esperando su reacción para saber a qué atenerse. Soporté el interminable escrutinio, el asombro, más bien, que no acababa de desprenderse del par de ojos.

»—Es que en aquel tiempo yo también fui un chico como vosotros. Hoy me veis como lo que soy, un adulto de cuarenta años. Os pido un esfuerzo para imaginarme entonces como un chico igual que vosotros. Porque lo fui, os lo juro.

»Perico bajó las puntas de su sarda hasta el suelo y Pachín le imitó. El largo silencio que siguió sólo fue una forma de pregunta.

»—Le mostré el camino al Gorbea —dije—. Seguía vivo, engendró a Cristóbal.

»—¿El Gorbea? —dijo Perico.

»Creí advertir en él una repentina impaciencia. Esperé algo durante dos o tres minutos interminables, pero nada. Únicamente me llegó su impaciencia. También estuve tentado de preguntarles: «¿Por qué lo hacéis? ¿Por qué le salváis a cambio de perderlo vosotros?», pero no importaba, el caso es que lo hacían. Su mérito era mayor que el mío, pues yo dispuse del encuentro con el macho en mi huerto de lechugas, del diáfano mensaje que recogí de su mirada, y dispuse, igualmente, de la compañía de Kume Baskardo y de su hijo Gain, tan afines al macho de las llamas, tan próximos a extinguirse o ser destruidos que algún día alguien deberá llevarles al refugio del Gorbea. En cambio, Perico y Pachín sólo contaron con su instinto, con su amor.

»No dormí en toda la noche. Asomado a la ventana de mi cuarto, me los imaginé a los tres por la misma ruta que el macho y yo recorrimos aquella otra noche de 1907. Nada había cambiado desde entonces, excepto que ahora el enemigo no era sólo Efrén, pues Cándido, con sus quince años, bien pudo haber tomado el relevo y ser él, en vez de su padre, quien reclamara notarialmente a Cristóbal. Tampoco en 1907 intervino Ella en la cacería en lugar de su hijo, o a su lado, aunque no hizo falta, como tampoco ver a Cándido solo o junto a su padre, pues cualquiera de ellos servía para recordarnos el metal abominable que circulaba por su sangre, que era su sangre. Y a tanta amenaza se sumó la angustiosa sospecha de que quizá no me correspondía ya vivir el papel que acababa de representar ante Perico y Pachín, anacrónico a mi edad, porque recuerdo que me dije en aquella ventana: «Ni por un momento les pasó por la cabeza la idea de que les acompañara, de dirigirme la más convencional invitación…».

»He podido vivir hasta hoy, Asier, en una comunidad a la que desprecio. Pero a la que quiero. El balance da un alto grado de cobardía. En cambio… ¡la admirable Elisenda Baskardo Lapaza! Fue una flor fragorosamente exótica en el Palacio Galeón. Ella sí que pudo gritar que se ahogaba, y no yo, porque huyó: sencillamente, huyó. Desnuda. Desnuda. Únicamente se llevó lo que era inequívocamente suyo: su propio cuerpo y el del hijo de siete años producto de su violación por el soldado desconocido que luego regresaría con el carro repleto de enseres domésticos y agrícolas… ¿Quién otro iba a ser? En 1937, la Guerra, la retirada del ejército vasco, un soldado que se desvía hacia la mar y viola a una muchacha en la playa y ella conserva durante años el recuerdo de aquel encuentro de dos cuerpos que le habló, al menos, de un mundo auténtico e incontaminado, lo más cercano a la libertad de lo que conoció hasta sus dieciséis años en el Galeón. Todo ocurriría sin palabras, y en este superior lenguaje quedó sellado algo intransferible: la rebelión de los sentidos revelando que era posible la libertad aun en las más adversas circunstancias de esclavitud, derrota y desesperanza, la comunión de sueños entre dos criaturas, el agradecimiento asombrado de sus carnes, la promesa de no prometerse nada… ¿Te das cuenta, Asier? Justo treinta años antes el macho me había revelado algo semejante en aquel huerto. De modo que lo supe, lo sé, y aquí sigo, sin huir. Elisenda Baskardo Lapaza lo supo cuando el soldado sin nombre, al que esperaba, llegó en su carro. No sabía su nombre, pero sabía todo de él. Le vio breves minutos —y quizá ni eso—, pero ninguno de los dos tendría necesidad de preguntar al otro: «¿Cómo se llama usted?» al reunirse en el pescante, porque en el futuro, que les esperaba incluso les habría de estorbar el viejo nombre.