1 de mayo de 1904
Zacarías Ermo abre siempre muy temprano La Venta, pero yo llevo esperando mucho tiempo. He oído sus pasos, luego cuando quita la tranca de la puerta y luego las vueltas de la llave en la cerradura. Asoma la cabeza y me ve sentado en el peldaño de piedra.
—¡Coño! —dice—. Eres el último hombre que esperaba ver por aquí y menos a la hora de ordeñar las vacas. ¿Te han echado de casa?
—No hables tanto y saca de beber —digo, levantándome.
—¿Beber? ¿Tú? ¿Y tan temprano?
—Aguardiente.
—¿Aguardiente?
—Si no me quieres servir me voy a Algorta.
—¿Quién ha dicho que no te quiero servir?
Entro por delante de él. Zacarías Ermo pasa al mostrador y saca un vaso.
—Es pequeño. Mayor —digo.
Me mira a los ojos con sus ojos de ratón y saca un vaso mayor.
—También puedes arreglarlo tirándote Galea abajo —dice.
Bebo de un trago el aguardiente y me quema. La mueca de Zacarías Ermo debe de ser una sonrisa, pero no estoy seguro.
—Puedes marcharte a tus cosas, me quedo con la botella —le digo.
—Es mucho una botella de aguardiente para uno que no gasta sus codos en mi mostrador —dice.
Saco setenta y cinco céntimos y los pongo sobre la madera. Zacarías Ermo les echa mano y los cuenta.
—No sé si debo dejarte solo con una botella de aguardiente —dice, metiendo las monedas en el cajón.
Me sirvo otro vaso.
—Quieto parao —dice Zacarías Ermo.
Esta vez no me lo bebo de un trago sino de dos.
—No quiero meterme en lo que no me importa, pero a Roque Altube le pasa algo —dice Zacarías Ermo.
Cojo la botella y el vaso y me voy a la mesa de la ventana.
—Bueno, bueno —dice Zacarías Ermo—. Me gusta ayudar a la gente que se deja ayudar.
Pasa mucho tiempo antes de que llegue otro cliente, y es Martín Larreko con su carreta cargada de arena de la playa para las obras. Cuando bajó Fermina, la mujer de Zacarías Ermo, me dijo: «Más temprano que Etxe andas», y siguió con sus cosas. Muy temprano también marchó su hijo Zacarías con el burro a traer suministros, y su otro hijo, Joseba, con un cesto y una redaña a por saborra a la playa para el fuego. Martín Larreko paró sus bueyes frente a La Venta, entró, me saludó con la mano, apoyó el acullu en el mostrador y no tuvo que abrir la boca para que Zacarías Ermo le llenara un vaso de aguardiente. Se lo acabó a pequeños sorbos, sin parar, uno detrás de otro. Etxe y Larreko. Etxe y Larreko.
—Te estás apoyando en una propiedad tuya —digo.
Martín Larreko vuelve del todo la cabeza y Zacarías Ermo levanta la suya.
—¿Eh? —dice Martín Larreko.
—Que esa madera que tienes bajo los codos es tuya y no de quien la tiene —digo.
—¡Hostias! —dice Martín Larreko.
—La vieja historia de siempre —dice Zacarías Ermo.
—¿Qué historia de los cojones? —dice Martín Larreko.
—Algún día alguien vendrá a reclamar esa madera y se la llevará a casa y Zacarías Ermo tendrá que callar la boca. Y a lo mejor ese alguien es Martín Larreko —digo.
—Yo soy Martín Larreko y nunca me llevaría a casa este trasto —dice Martín Larreko riendo.
—Pues entonces será mejor que cuando hablen las leyes digan que su dueño es Etxe, porque él sí que se lo llevará a casa —digo.
Les oigo hablar por lo bajo. Martín Larreko se vuelve y mira mi botella, que está por la mitad, y mueve la cabeza.
—No estoy borracho… todavía. Lo que pasa es que yo tengo buena memoria y otros no. Escucha, Martín Larreko: los bueyes de uno de tu sangre subieron alguna vez esta astilla de la playa —digo.
—Eso dicen —dice Martín Larreko.
—Así que es tuya y alguien te la robó —digo.
Zacarías Ermo semicierra sus ojillos de rata para mirarme.
—Son historias Viejas y podridas del todo —dice—. Es mejor no hablar de ellas.
—Cuentos de los cojones para revolver las cosas —dice Martín Larreko.
—Pero la gente sigue apostando. Siguen haciendo suyas las apuestas que heredaron de sus antiguos, y las aumentan, y saltan nuevas —digo.
—De algo hay que hablar mientras se bebe —dice Martín Larreko.
—Ya ni me acuerdo cuándo oí hablar por última vez a alguien de esa sinsumbaquería —dice Zacarías Ermo.
—¿Sinsumbaquería? —digo—. ¿Sinsumbaquería? Verás cuando un día un Etxe o un Larreko se lleve este mostrador a su casa. Si fuese una sinsumbaquería la gente no estaría esperando que los jauntxos que se sientan en Gernika metan de una vez en el Fuero una ley que diga a quién pertenecen las cosas encontradas en la playa, si al que las ve el primero o al que las sube con sus bueyes. Cuando los jauntxos se pongan de acuerdo y saquen esa ley, sabremos de una vez quiénes ganarán, si los que han apostado por Etxe o por Larreko. Lo único seguro es que Zacarías Ermo no ganará. Y entonces habrá que apostar por la mejor manera de sacar este mostrador a la calle sin romper demasiado La Venta.
—¡Leches, qué perra te ha entrado! —dice Martín Larreko.
—Que hable, que hable, déjale —dice Zacarías Ermo—. Sí, Roque, a ver cuándo tenemos esa ley. ¿Cómo hemos podido vivir tantos años sin ella? A todos nos faltaba algo, y claro, era esa ley. Menos mal que tú estás aquí para arreglarlo todo mejor que esa ley.
—No faltaba yo sino un sindicato. Por eso te robaron, Martín Larreko, y le robaron a Etxe. Estabais sin defensa, sin sindicato —digo.
—¿Qué hostias dices? —dice Martín Larreko.
—Un sindicato está para que los débiles no sean aplastados por los fuertes —digo—. Zacarías Ermo se quedó con vuestro mostrador ante vuestras propias narices.
—Sindicato, sindicato… —dice Zacarías Ermo.
—Sindi… ¿qué? —dice Martín Larreko.
—Te voy a quitar lo que te queda de esa botella para que no sigas diciendo tonterías —dice Zacarías Ermo—. ¿Quieres oír algo? No voy a negar que La Venta, con todo lo que tiene dentro, es del Ayuntamiento, según está en algún papel. Pero los Ermo llevamos tanto tiempo detrás de este mostrador que somos más amos de La Venta que el propio Ayuntamiento, y esto no está en ningún papel, y ya ves que yo también necesito un sindicato que me defienda. En realidad, primero fue el mostrador, luego La venta y luego el Ayuntamiento. Y todo lo hizo un Ermo del tiempo en que un Larreko subió con sus bueyes el mostrador de la playa… No tendríamos Ayuntamiento de no ser por La Venta, y no tendríamos venta de no ser por un Ermo. Cuando alguien trajo el Ayuntamiento, La Venta, con todo lo que tiene dentro, ya era de un Ermo. Y te diré aún más: el Ayuntamiento se estrenó sentándose en las banquetas de La Venta…, el Ayuntamiento fue La Venta. Pero no lo quería decir para que no parezca que tiro hacia mí. Aunque, ya que lo he dicho, diré también que los Ermo lo pusimos todo: mostrador, Venta y Ayuntamiento. Todo esto me lo contaron Ermos de antes. A ver, ¿qué dices ahora de mis derechos?
Me levanto y pongo el puño cerrado en el mostrador.
—¡Nadie engorda como tú sin explotar a los débiles! —digo—. ¡Tu negocio empezó con un robo y yo te obligaré a devolver el mostrador a sus dueños!
—Yo nunca se lo reclamaré —dice Martín Larreko—. Sería como quitarle algo al pueblo.
—¡Él empezó por quitárselo al pueblo! —digo—. Lo que pasa es que nadie te ha hablado de ciertas verdades. ¿Quieres sentarte un rato conmigo?
—Tengo que llevar esa arena de los cojones a Berango y hacer varios viajes más —dice Martín Larreko, apurando su vaso.
—¿Qué bicho te ha picado hoy, Roque? —dice Zacarías Ermo.
—¡No aguanto injusticias a mi alrededor! —digo.
Zacarías Ermo sale del mostrador y enseguida lo tengo a mi lado. Me mira con sus ojillos de rata.
—Nunca me habían echado eso en cara —dice—. Ni a mis padres, ni a mis abuelos, ni a nadie de los míos. Nunca, ¿lo oyes?
—Es que en Getxo a nadie se le había ocurrido poner un sindicato que dijera ciertas verdades —digo.
—¿Qué verdades? —dice Zacarías Ermo.
—Los hombres que están arriba explotan a los que están abajo y éstos se callan —digo.
—¿Y qué más? —dice Zacarías Ermo.
—¿Qué más qué? —digo.
—¿Qué más verdades dice un sindicato? —dice Zacarías Ermo—. ¿Por qué te paras?, ¿es que a un sindicato se le acaban las verdades?
—Hay más verdades, pero déjame que las recuerde —digo.
—Mis bueyes podrían sacar a la Campa del Roble este mostrador de los cojones —dice Martín Larreko.
—¿No te ibas a largar con tu carro de arena? —dice Zacarías Ermo.
—¡Apuesto mi heredad de borona contra la tuya a que no! —dice Anselmo el de Torretxea entrando en La Venta y plantándose delante de Martín Larreko.
—¿Qué dices? ¡Claro que podrían! ¡No hay bueyes con más cojones que los míos! —dice Martín Larreko.
—¡Bah!, ¡bah!, menos palabras y a apostar. Con palabras no se apuesta. ¡Yo pongo encima del mostrador mi heredad de borona! ¿Qué pones tú? —dice Anselmo el de Torretxea.
—¡Yo no tengo que poner ninguna hostia porque cuando saque el mostrador de La Venta ganaré el mostrador! —dice Martín Larreko.
—¡Para que sea tuyo, después tendrías que sacarlo de la Campa! —dice Anselmo el de Torretxea.
—¡Si mis bueyes lo sacan de La Venta también lo sacarán de la Campa! —dice Martín Larreko.
—Y si no lo sacan, ¿qué perderías tú? ¡No perderías nada porque no apuestas nada! —dice Anselmo el de Torretxea.
—¡Perdería el mostrador! ¡La Virgen! —dice Martín Larreko.
—¡Ése ya lo tienes perdido! —dice Anselmo el de Torretxea.
Doy una puñada en el mostrador.
—Aquí hay uno que no necesita apostar para ganar todas las apuestas… ¡Ermo! —digo—. ¿Y sabéis por qué? ¡Porque aquí no hay un sindicato!
—¿Eh? —dice Anselmo el de Torretxea.
—A lo mejor estáis pensando en echar abajo un muro de La Venta para sacar este mostrador. Os recuerdo que La Venta es del Ayuntamiento —dice Zacarías Ermo.
—Pues que el Ayuntamiento se las arregle para devolver el mostrador a Larreko —dice Anselmo el de Torretxea.
—La Venta y el mostrador ya son lo mismo porque el mostrador está desde el principio dentro de La Venta. No se pueden separar —dice Zacarías Ermo.
Se abre la puerta y entra Lander el de Bukuena.
—Se os oye desde París. Apuesto mi vaca Salerosa a que el mostrador no es del Ayuntamiento por muy dentro que esté de La Venta —dice.
—Pongo mi burro junto a su vaca —dice Anselmo el de Torretxea—. ¿Quién pone algo en el otro platillo?
—¡Eh, eh…! Yo digo que el mostrador no es del Ayuntamiento pero que tampoco es de Larreko. Yo digo que el mostrador es de Etxe. No puedo apostar con Anselmo el de Torretxea a que el mostrador no es del Ayuntamiento porque él dice que es de Larreko y yo digo que es de Etxe. ¡Apuesto yo solo mi vaca Salerosa a que el mostrador no es del Ayuntamiento, y apuesto mi escopeta a que el mostrador es de Etxe! —dice Lander el de Bukuena.
—Larreko lo subió de la playa con sus bueyes y es suyo —dice Anselmo el de Torretxea.
—Es de Etxe porque lo vio el primero —dice Lander el de Bukuena.
—Tanto Larreko como Etxe se han quedado sin él porque lo tiene Ermo porque aquí no hay un sindicato —digo.
Zacarías Ermo se acerca a Martín Larreko y le dice:
—Éstos son muy listos: no estuvieron allí pero es como si lo hubiesen visto todo. ¿Quién sabe lo que ocurrió en aquel tiempo?
—Algo sí ocurrió —dice Martín Larreko—. Si no, no se me pondría un ruido en esta oreja cuando oigo hablar de ello.
Zacarías Ermo levanta los brazos sobre su cabeza.
—¿Es que hoy nadie va al trabajo? —dice.
—Sí, no tengo más leches que ir —dice Martín Larreko.
—Ten cuidado que los bueyes de otro no saquen a tus espaldas el mostrador de La Venta —dice Anselmo el de Torretxea.
—¡Allá él! Le daría las gracias, porque el mostrador seguiría siendo mío —dice Martín Larreko.
—Al entrar aquí esta mañana dijiste que no era tuyo y que nunca lo reclamarías —dice Zacarías Ermo.
—No sé qué hostias he dicho esta mañana, pero es que no estoy muy seguro de las cosas viejas que andan por Getxo, y como no estoy muy seguro no sé por qué no voy a decir lo que a lo mejor es verdad, y si uno de mi sangre lo subió de la playa con sus bueyes pues resulta que es mío, y si es mío no me voy a callar que aunque otro lo saque de La Venta sigue siendo mío —dice Martín Larreko.
—Sí, si luego tus bueyes lo pueden sacar de la Campa —dice Anselmo el de Torretxea.
—¡La Virgen! ¡Te dije que si pueden lo uno pueden lo otro! —dice Martín Larreko.
—¿Y qué? ¿Y qué? Estáis gastando más saliva que las babosas —dice Lander el de Bukuena—. Digamos que Martín Larreko saca el mostrador de La Venta y luego de la Campa…, ¿y qué? ¿Vamos a pensar por eso que es suyo? ¿Era suyo cuando lo subió de la playa? Unos decían que sí y otros que no. Otros decían que era de Etxe, que seguía siendo de Etxe por haberlo visto el primero en la playa.
—Pero ¡hostias!, ya no estamos en la playa sino en la Campa del Roble —dice Martín Larreko.
—¿Qué más da la playa que la Campa? —dice Lander el de Bukuena.
—¡Apuesto mis seis cerdos a que no da lo mismo la playa que la Campa del Roble! ¡Te miro a ti, al de Bukuena! —dice Juanón Lecumberri desde la puerta.
—¿Por qué no da lo mismo? —dice Lander el de Bukuena.
—Porque en la Campa del Roble se empieza de nuevo. Es como si la playa nunca hubiera entrado en este asunto. Los bueyes de Larreko subieron el tocho hasta aquí y aquí sigue desde entonces y han pasado muchos años, sí, por cierto… El mostrador ha estado mucho más tiempo en la Campa que en la playa. Podríamos decir que ha estado todo el tiempo en la Campa —dice Juanón Lecumberri.
—¿Quieres decir que Getxo ha perdido el tiempo apostando toda su vida por Etxe o por Larreko? ¿Qué será entonces de las viejas apuestas que se arrastran de abuelos a padres y de padres a hijos? —dice Lander el de Bukuena.
—Pues que se arrastren también hasta la Campa del Roble y santas pascuas —dice Anselmo el de Torretxea.
—Eso es imposible, porque si nos olvidamos de la playa resulta que en la Campa del Roble ya no hay un solo Etxe que haya visto el mostrador el primero sino muchos Etxes y toda la gente que en aquel tiempo miró cómo los bueyes de Larreko subían el mostrador de la playa, de modo que fueron muchos los Etxes que lo vieron los primeros en la Campa del Roble y ya no podría haber apuestas de un Larreko contra un Etxe, porque hay un solo Larreko pero no un solo Etxe, de modo que la Campa del Roble no es sitio para empezar otra vez con la vaina. El sitio es la playa, como hasta ahora —dice Lander el de Bukuena.
—Si Etxe no ha sido el único primero en echarle la vista encima al mostrador en la Campa del Roble, tampoco ningún Larreko ha venido con sus bueyes a sacarlo. ¿Qué más quieres para demostrarte que la Campa del Roble no es la segunda parte de la playa sino que en la Campa del Roble todo empieza de cero? —dice Juanón Lecumberri—. ¿Quién pone contra mis seis cerdos a que la playa no es lo mismo que la Campa del Roble?
—¿Y qué pasará cuando Martín Larreko deje de hacer el vago y se le ocurra venir con sus bueyes a sacar el tocho de la Campa? ¿Cómo va a haber apuestas si no hay un Etxe enfrente diciendo que el mostrador es suyo porque lo ha visto el primero en la Campa del Roble? —dice Lander el de Bukuena.
—La culpa no será de Martín Larreko —dice Martín Larreko—. Allá Etxe si no puede decir que él vio el primero el mostrador y tiene que callar la boca.
—Nos quedaríamos sin apuestas, pero se haría justicia y Larreko se llevaría el tocho —dice Anselmo el de Torretxea.
—Si una vez lo saque de La Venta lo saca también de la Campa… —dice Lander el de Bukuena.
—¿Quién ha dicho justicia? —digo—. Justicia habrá cuando pongamos en Getxo un sindicato como Dios manda que obligue a Zacarías Ermo a devolver el mostrador a Etxe y a Larreko.
—¿A los dos? —dice Anselmo el de Torretxea.
—¡A los dos! —digo—. Y si los de Gernika siguen tardando tanto en sacar esa ley, que digan al menos de quién de los dos es el mostrador, pues la ley se encargará de sacarla el sindicato.
—Yo sigo apostando mi heredad de borona contra la heredad de borona de Martín Larreko a que sus bueyes no pueden sacar el mostrador de la Campa del Roble. Para ganar o perder en esto no hay que esperar a ninguna ley, basta que Martín Larreko pueda sacar o no el mostrador —dice Anselmo el de Torretxea—. Si no lo saca él, no sería de nadie.
—Sería del dueño de otros bueyes que lo sacaran —dice Juanón Lecumberri.
—¡Apuesto mi ternero a que sólo los bueyes de Larreko pueden sacar el mostrador de La Venta! —dice Anselmo el de Torretxea.
—¿Y dónde dejáis a Etxe? ¿Os habéis olvidado de él? Yo no me he olvidado —dice Lander el de Bukuena.
—Ése ya está fuera —dice Anselmo el de Torretxea.
—Ya no estamos en la playa sino en la Campa —dice Juanón Lecumberri.
—Yo nunca saldré de la playa, pero os voy a dar gusto y me pondré en vuestro terreno, sólo para que veáis que Etxe sigue teniendo razón incluso en la Campa del Roble —dice Lander el de Bukuena—. De acuerdo en que aquí arriba Etxe no es el único en haber visto el primero el tocho, pero sí el que lo ha visto… más tiempo.
—¿Más tiempo? —dice Anselmo el de Torretxea.
—Cuentan los viejos que Etxe estuvo varios años sin apartarse de esta madera, durmiendo bajo una mala techumbre. ¡Un año tras otro su espalda contra el mostrador para que los bueyes de Larreko no se lo llevaran! Fue el primero en verlo más tiempo —dice Lander el de Bukuena.
—Más tiempo, más tiempo… La gracia no está en ver una cosa más tiempo sino en verla el primero —dice Juanón Lecumberri.
Ha ido entrando gente a La Venta. Vacían su vaso, pero no se van.
—Pues si tanto te gusta lo de primero, a ver qué te parece esto: Larreko fue el primero en intentar sacar el tocho de la Campa del Roble y no pudo, así que perdió lo de primero. Ahora ya puede venir cualquiera a sacarlo, ¿no? —dice Lander el de Bukuena.
—¿Y las apuestas? ¿Contra qué Etxe íbamos a apostar?, ¿contra el Etxe que no fue el único primero en ver el mostrador en la Campa del Roble? —dice Benito Ibaeta, el lechero de Berango.
—Te digo que la playa debe estar en el arranque de todo si queremos seguir haciendo las cosas con limpieza —dice Lander el de Bukuena.
—¿Con qué limpieza? —dice Anselmo el de Torretxea—. ¡No me jodas!
—Llevamos demasiado tiempo esperando una ley sobre Cosas Encontradas en la Playa y Posteriormente Atascadas a Medio Camino, y ya debe de estar medio hecha en algún sitio, y seguro que el pregonero la leerá cualquier día en la plaza. La ley hablará de Cosas Encontradas en la Playa, no de Cosas Encontradas en la Campa. Si a estas alturas los de Getxo cambiamos de idea y en lugar de una ley sobre Cosas Encontradas en la Playa pedimos una ley sobre Cosas Encontradas en la Campa, se habrán perdido todos estos años de espera y los viejos de Gernika tendrán que empezar otra vez a pensar y sabemos lo que tardan en decidirse desde que se ponen, y sería como volver al tiempo en que el mostrador llegó a la Campa del Roble, es decir, sería como si la espera empezara ahora mismo, y no sólo tendríamos que aguantar por segunda vez la espera pasada sino añadirle la propina de lo que esperaríamos a partir de hoy —dice Lander el de Bukuena.
Entra Xotil el de Bukuena y éste no viene a beber. Es un viejo de más de noventa años. Busca a alguien y yo sé a quién. Aparta a la gente y se para ante su hijo.
—Los trabajos de casa sin hacer y tú aquí —le dice.
—¿Sólo por eso ha venido usted? —dice Lander el de Bukuena.
—¿Te parece poco motivo? Las mujeres haciendo lo tuyo y tú de fiesta —dice Xotil el de Bukuena.
—No estoy de fiesta sino con cosas serias entre manos —dice Lander el de Bukuena. Mira a su alrededor—. ¿No es verdad?
—Es tan verdad como Dios —dice Anselmo el de Torretxea.
—Así es —dice Bertol Sangroniz, el alpargatero.
—He apostado mis seis cerdos a que la Campa del Roble borra para siempre a la playa y que en la Campa hay que empezar otra vez con el mostrador, con Etxe y con Larreko —dice Juanón Lecumberri.
—Ah —dice Xotil el de Bukuena.
—Cosas serias —dice Martín Larreko.
—Sí, pero no para hablarlas en horas de trabajo —dice Xotil el de Bukuena—. La última vez que se habló de esto fue hace un cuarto de siglo, teniendo yo setenta años. Y ahora, después de tanto tiempo, se os ocurre hoy y en día de trabajo…
—Ése empezó —dice Zacarías Ermo, señalándome con el brazo.
—¿Roque Altube?
—Dijo que yo había robado el mostrador —dice Zacarías Ermo.
—Aún está por ver de quién es el mostrador —dice Xotil el de Bukuena.
—¿De quién? ¡Un Ermo levantó La Venta alrededor de una mala madera y la convirtió en mostrador y lo salvó de la lluvia, el viento y las heladas, y si ahora tenéis donde apoyar los codos para beber y soltar mentiras es porque aquel pariente mío lo cuidó y los demás Ermo lo hemos seguido cuidando! ¿Qué hacían Etxe y Larreko mientras tanto? Uno llorar como un niño por la madera, y otro esperar a tener unos bueyes mejores para sacarlo de la Campa —dice Zacarías Ermo.
—¿Quién te dio permiso para rodear con muros mi mostrador? —dice Martín Larreko—. ¿El jodido Etxe te dio permiso? Yo no, que recuerde.
—Nadie protestó entonces, nadie nos vino con reclamaciones. Por el contrario, todo el mundo se sintió muy contento de poder echar unos tragos con más comodidad —dice Zacarías Ermo.
—Con un sindicato no habría ocurrido eso —digo.
—¿Sindicato? —dice Xotil el de Bukuena.
—Habrá más robos mientras no tengamos un sindicato —digo.
—¿Sindicato? —dice Xotil el de Bukuena.
—Con un sindicato, los de arriba no explotarían a los de abajo, Zacarías Ermo no tendría el mostrador y los mineros de las minas no vivirían en barracones mientras los amos de las minas viven en palacios —digo.
—¿Mineros? ¿Qué tenemos que ver nosotros con esos mineros de la hostia? —dice Martín Larreko.
—Tanto los mineros como nosotros estamos abajo y por eso tenemos que unirnos contra los de arriba —digo.
—¿Qué les he hecho yo a los mineros? —dice Zacarías Ermo.
—El mostrador no sólo nos lo has robado a nosotros sino también a ellos —digo.
—Esos muertos de hambre nunca han tenido un mostrador como éste —dice Zacarías Ermo.
—Como si sólo a los muertos de hambre les robaras tú mostradores —digo.
—¡Pues que se queden en su tierra si no quieren que les roben mostradores! —dice Bertol Sangroniz.
—Si nosotros tuviéramos un sindicato, como tienen ellos, nadie nos habría robado el mostrador —digo.
—De modo que a pesar de tener un sindicato les han robado un mostrador —dice Zacarías Ermo.
—Pues si ni siquiera con un sindicato te libras de que te roben mostradores, pues no quiero para nada un sindicato —dice Bertol Sangroniz.
—Debe de ser porque los mineros no sabían que eran dueños de un mostrador. Nosotros sí que lo sabemos y sólo nos falta un sindicato para que nadie nos lo robe —digo.
—¿Tenía yo un mostrador? —dice Bertol Sangroniz.
—¡Claro que tenías un mostrador, todos teníamos un mostrador! Pero como no teníamos un sindicato, pues Zacarías Ermo nos lo robó, y ahora ahí está, usándolo para cobrarnos lo que nos sirve —digo.
—En esto sí que tiene razón Roque Altube. Mi abuelo y mi padre me contaron que, antes, todo el mundo traía comida y bebida a la Campa del Roble y lo dejaba todo sobre la Madera a disposición de los demás, sin cobrar nada, invitando —dice Xotil el de Bukuena.
—Sería en el tiempo de Maricastaña —dice Zacarías Ermo.
—Sí, cuando el mostrador era de todos —dice Xotil el de Bukuena.
—Es de todos. Aquí estáis, encima de él, y luego a limpiarlo yo de vuestras babas —dice Zacarías Ermo.
—Si, al menos, el jodido de Zacarías no cobrara lo que nos sirve… —dice Anselmo el de Torretxea.
—¿Por qué no va a cobrar? —dice Panpili Ermo, que también anda por aquí—. Le cuesta sus dineros lo que coméis y bebéis.
—Ahí está la prueba de que el mostrador es suyo —dice Anselmo el de Torretxea—. ¡Apuesto mi bote de pesca a que Zacarías Ermo no debe cobrar!
—¡Yo, mis herramientas de carpintero a que mi hermano debe cobrar! —dice Panpili Ermo.
—¡Mala memoria tienes, Anselmo! —dice Xotil el de Bukuena—. Un antepasado tuyo tiene apostado un campo de mijo a que Ermo debe cobrar lo que saca al mostrador, y un antepasado mío le cogió la apuesta, y no se diga que los de Torretxea faltáis a vuestra palabra.
—Yo no quiero faltar a nuestra palabra. Y tampoco me he olvidado de esa apuesta heredada del campo de mijo. Pero una cosa es la apuesta y otra lo que Anselmo el de Torretxea piensa hoy sobre el cobro o no cobro de lo que Zacarías Ermo saca al mostrador, y lo que pienso hoy es que no debe cobrarlo, y si pienso esto tengo derecho a apostar en contra de la apuesta de ese antepasado mío que no me consultó —dice Anselmo el de Torretxea.
—Entonces siempre ganarás por un lado lo que pierdes por el otro, y a eso se le llama cubrirse y no habla bien de quien lo hace —dice Xotil el de Bukuena.
—¡Eres la hostia! ¿Y habla bien apostar en contra de lo que se piensa? —dice Anselmo el de Torretxea.
—Sólo te queda una solución: no apostar si no estás de acuerdo con tu antepasado. No es la primera vez que aquí mismo se ha discutido esa cuestión, y hace ya muchos años se ha puesto la costumbre de que nadie apueste al revés que sus mayores, por no complicar las cosas más de lo que ya están —dice Xotil el de Bukuena.
—Bueno, pues, por un lado, pienso que Ermo no debe cobrar lo que sirve, y por otro, no apuesto porque otro de Torretxea ya apostó que sí debe cobrar. Los de Gernika también tendrán que decir algo sobre esto, a ver si de una puta vez se cierran los pleitos viejos y uno puede apostar a sus anchas… ¿Y qué leches pasará si pierdo y debo pagar un campo de mijo?, ¿de dónde saco yo un campo de mijo? —dice Anselmo el de Torretxea.
—Eso es lo que pasa con las viejas apuestas arrastradas —dice Juanón Lecumberri—. ¿Sabéis lo que tengo que pagar si pierdo la apuesta de mi antepasado? ¡Un búfalo! ¿Cómo voy a cazar un búfalo si ni los Baskardo de Sugarkea los encuentran ya por aquí?
—Llegado el caso, se pagaría en borona en vez de mijo, y el búfalo se cambiaría por un par de bueyes —dice Xotil el de Bukuena.
—¡Apuesto mi prado de hierba a que dos búfalos sacarían sin parpadear y del mismo tirón el mostrador de La Venta y de la misma de la Campa del Roble! —dice Pedro Murua.
—¿Queréis los Murua meter vuestro prado de yerba en dos apuestas? —dice Xotil el de Bukuena—. Ya lo tenéis metido cuando en la Campa alguien nombró a Dios y algunos de los presentes se preguntaron si el mostrador era de Etxe, de Larreko o de Dios. «¡Apuesto mi prado de hierba por Dios!», dijo aquel Murua.
—Bueno, pues yo también apuesto mi prado de hierba a que el mostrador es de Dios —dice Pedro Murua.
—¡Y yo apuesto mi caserío contra Dios a que el mostrador es de Etxe! —dice Lander el de Bukuena.
—¡Y yo apuesto también mi caserío contra Dios a que el mostrador es de Larreko! —dice Anselmo el de Torretxea.
—Que venga don Eulogio. Los curas son los que más entienden de Dios —dice Benito Ibaeta, el lechero.
—Yo digo que Dios lo puede casi todo, pero no todo —dice Lander el de Bukuena—. Si Dios lo pudiera todo, habría visto el primero el mostrador en la playa, y no Etxe.
—Y sus bueyes habrían sacado el mostrador de la playa, y no los de Larreko —dice Anselmo el de Torretxea.
—Dios no necesita hacer esas demostraciones —dice Pedro Murua.
—Yo sólo digo que el mostrador sigue metido en La Venta. Yo sólo digo eso —dice Xotil el de Bukuena.
—¿Y qué quieres decir con eso que dices? —dice Pedro Murua.
—Pues que si el jodido mostrador fuera de Dios estaría en la ermita o en la iglesia —dice Xotil el de Bukuena—. Si dejó que se quedara en La Venta es porque no era suyo, porque sabía que Etxe o Larreko le habían ganado la partida.
—¡Mecagüen! ¡Apuesto mis gallinas y mis conejos por Larreko y por Dios contra Etxe! —dice Martín Larreko.
La gente que ya abarrota La Venta abre paso y entra el viejo Gasento Ibaeta, el lechero.
—¿Qué pasa? —dice, plantándose delante de Benito Ibaeta.
—No pasa nada —dice Benito Ibaeta.
No se oyen las risas de la gente porque se las aguantan.
—¿Qué pasa? —dice otra vez Gasento Ibaeta.
—Tenía sed y he entrado —dice Benito Ibaeta.
—Y te ha dado el mediodía y las leches sin repartir y tú dándole a la lengua como si fuera domingo —dice Gasento Ibaeta.
Abre la puerta para que salga su hijo.
—Yo sólo he dicho que a ver contra qué Etxe íbamos a apostar si son muchos los Etxes que han visto los primeros el mostrador en la Campa del Roble y que había que llamar a don Eulogio para que diga la última palabra sobre Dios. Yo sólo he dicho esto, lo demás lo han dicho los demás —dice Benito Ibaeta.
Entra más gente. La Venta está tan llena que los de atrás ni a codazos se pueden acercar al mostrador. La gente va llegando porque oyen por allá fuera que en La Venta se está apostando. La botella de aguardiente me ha durado hasta el mediodía y voy al mostrador a por otra y Zacarías Ermo me mira como queriendo saber si sirviéndome la segunda botella me pondría de su parte en lo del mostrador, y yo le digo: «Cuando haya en Getxo un sindicato te quemará el rabo», y él me dice: «Déjate de sindicatos y vete a dormir la mona», y saco otros tres reales del bolsillo y los pongo en el mostrador y entonces Zacarías Ermo me saca otra botella, y se me acerca Bertol Sangroniz, el alpargatero, y me dice: «Vamos a apostarles tú y yo juntos a ésos a que el mostrador es de quien lo gasta con los codos», y yo le digo: «El mostrador no es de éste ni de aquél, es de todos y no es de nadie, y si ahora sólo es de Zacarías Ermo es porque no tenemos un sindicato». «¿Un qué?», dice Bertol Sangroniz, pegando su vaso vacío junto a mi botella. «¿Quieres que tú y yo fundemos un sindicato?», digo, descorchando la botella. «¿Un sindicato?», dice Bertol Sangroniz. Levanto la botella y digo: «Es el mejor día para fundar un sindicato». Le lleno el vaso y digo: «¿No es el mejor día para fundar un sindicato?». «Sí, creo que es el mejor día», dice Bertol Sangroniz. Se echa dentro el vaso de un trago. «Vamos a esa mesa a fundar un sindicato», digo.
Es de noche y voy hacia la casa de don Estanis Goiburu. Atrás dejo las voces que salen de La Venta. He cogido prestada una pala que Zacarías Ermo tenía apoyada en la pared de fuera. Hoy Zacarías Ermo ha hecho el gran negocio. Apostando, a los hombres les ha llegado la noche sin comer, y como Zacarías Ermo no los eche a todos a escobazos les dará la mañana. Algunas mujeres ya han asomado la cabeza para llevarse a sus hombres, pero como si no, ellos ni caso, emperrados en su toma y daca. Yo también habría apostado, pero por mi cuenta, no como Altube de Altubena, porque ya no soy de Altubena, pero es que tengo la cabeza en otra cosa. Después de fundar el sindicato, cuando Bertol Sangroniz me ha querido seguir, le he dicho: «Es mejor que se quede aquí alguien del sindicato», y se ha quedado.
Don Estanis vive en la casa de dos pisos junto a la estación del tren. Vengo donde él porque no es don Eulogio sino el nuevo coadjutor. A don Eulogio no me atrevería a pedírselo. Le atizo a la aldaba del portal y alguien sale al balcón del segundo piso.
—¿Quién es? —dice la voz de don Estanis.
—Uno del pueblo. Quiero hablar con usted —digo.
—¿Quién se está muriendo? —dice.
—Nadie, que yo sepa —digo.
—¿Qué quieres, entonces? —dice.
—Baje y se lo diré —digo.
Baja. Sin sotana. En pantalones y camisa. No parece el cura don Estanis.
—¿Quién eres? —dice.
—Roque Altube —digo.
—Ya he oído hablar de Altubena —dice.
—Ya no soy de Altubena —digo.
—¿De dónde eres, pues? —dice.
—Tengo que hacer un viaje con usted —digo.
—¿Caza? —dice.
—No —digo.
—Sólo te acompañaría si es para cazar —dice. Mueve su cabezota—. Tengo sueño.
—Le necesito —digo.
—Tu aliento huele a alcohol —dice—. Será mejor que lo dejemos para otro día, sea lo que sea.
Se da la vuelta y se mete en el portal. Lo sigo y lo agarro por la camisa.
—Le necesito —digo.
—Más respeto —dice.
Pero no le suelto. Si he de romperle la camisa para que venga, se la rompo.
—¿Por qué no se lo pides a don Eulogio? Lleva muchos años entre vosotros y os conoce a todos. Yo soy nuevo —dice.
—Don Eulogio ya no está para muchos trotes —digo.
—Dijiste Roque, ¿no? ¿Por qué no buscas a cualquier otro cura para dar trotes de noche, Roque? Yo estoy muy gordo —dice.
—Se dice que anda muy bien por los montes cuando caza —digo.
—Eso es cosa muy distinta. ¿Para qué necesitas a un cura a estas horas? —dice.
—Para enterrar a un muerto —digo.
Se queda tan quieto que suelto mis manos de su camisa. Da un paso atrás.
—¿Has matado a alguien? —dice.
—No, pero esta noche podría matar a un cura —digo.
—¿Lo que quieres hacer lo haces con intención cristiana? —dice.
—Lo que vamos a hacer los dos es de lo más cristiano del mundo —digo.
—¿Lejos? —dice.
—¿Se marea usted en bote? —digo.
Se ha mareado como un trompo al cruzar El Abra hasta Portugalete. Sólo he remado yo. Le he cogido prestado a Anselmo el de Torretxea el bote que tiene en la playa. En el muelle de Portugalete esperé a que a don Estanis se le fuera el mareo. Ahora ya estamos en el cementerio y será la una de la madrugada.
—Esto no me gusta —dice don Estanis—. Parecemos ladrones de tumbas. Me pregunto por qué te hago caso.
—Ustedes los sacerdotes están para enterrar a la gente, ¿no? —digo.
—Pero no de noche y en una parroquia que no es la nuestra —dice—. No doy un paso más sin saber quién es el muerto.
—Se llamaba José —digo.
—¿Dónde está su cadáver? —dice.
—¿No ve que lo estoy buscando? —digo.
—¿Entre las zarzas? ¿Has escondido tu cadáver entre zarzas? —dice.
—No meta ruido —digo.
—Todo esto me huele muy mal. Me vuelvo a casa —dice.
—¿A nado? —digo.
—No sólo me huele a pecado sino a delito. Confié en ti y me has traído a una trampa —dice—. Y además, por lo que veo estamos en un cementerio de los sin Dios.
—Es que al entierro de José no fue ningún cura —digo.
—¿Y tú andas mezclado con esta clase de gente?… ¿Qué dices?, ¿que a ese José ya le hicieron entierro? Yo creí que veníamos a enterrarlo —dice.
—Venimos a enterrarlo —digo.
Esto ha cambiado mucho desde aquel tiempo. Hay más tumbas y todas cubiertas de zarzas. Las tablas hincadas en el suelo que se ven aquí y allá tendrán escrito el nombre de su muerto, pero de noche no se ve nada. Creo que a José ni siquiera se le puso tabla.
—Yo no puedo enterrar a nadie en un cementerio que no es el mío —dice don Estanis.
—No hable tan alto —digo—. No vamos a enterrar a nadie en este cementerio.
—¿Dónde está tu muerto? —dice.
—Por aquí. Aquí —digo.
La tierra es dura, la pala no entra a la primera.
—¿Qué haces? —dice don Estanis.
—Desenterrar a mi amigo —digo.
—¿Pero es que ya está enterrado? ¿No veníamos a enterrarlo nosotros? —dice.
—Para enterrarlo, primero habrá que desenterrarlo, ¿no? —digo.
Tardaré en llegar a la caja más de lo que pensaba.
—¡Por todos los santos!, ¿qué pretendes? ¡Iremos a la cárcel! ¡Me has engañado! —dice.
—Tranquilo. ¿Es que un cura va a negarse a enterrar a mi amigo en tierra cristiana? —digo.
—¿Así lo quería él? —dice.
—Nadie se lo preguntó. Ellos lo enterraron aquí. Como estaba muerto, no dijo ni que sí ni que no —digo.
—¿Quiénes son ellos? —dice.
Es una buena pala ésta de Zacarías Ermo.
—¿Por qué lo haces? —dice don Estanis—. ¿Por qué lo haces?
—Para estas fechas, los que han muerto de ellos habrán visto que hay Dios y les gustará ver que voy a pasar a José a tierra santa —digo.
—¡Tú no estás sólo borracho sino también loco! —dice.
—Ya falta poco —digo.
Don Estanis se aleja y yo no lo pierdo de vista, por si le da por escapar. Pero se sienta a la puerta del cementerio con la cabeza entre las manos. Por fin, la pala toca la madera y limpio de tierra la tapa. Creo que es la misma caja. Tiene que ser la misma. Llamo a don Estanis. Viene. Se asoma al hoyo, mira la caja y se santigua. Salto al fondo y le digo:
—Remánguese la sotana y salte también.
Tiene tanto miedo que, en vez de saltar, se cae al fondo.
—Encima me mataré —dice.
—Pero no pise la caja, ponga los pies a sus costados —digo.
Me he traído un mal ayudante. Yo hago casi todo el trabajo. Los curas creen que por ser curas no tienen que sudar. La caja ya está arriba.
—Agarre de ese lado, que es el que pesa menos —digo.
Pongo la pala sobre la caja. Tanto corpachón de cura y apenas puede sostener una caja que parece vacía. ¿Qué quedará de José aquí dentro? Algo, sí. Poco. Es como si el único peso que cargamos fuera el de la madera mojada y podrida. Salimos del pequeño cementerio y pasamos por una puerta al cementerio grande, más limpio, más cementerio, lleno de mármoles, cruces y losas blancas con nombres de muertos recordando dónde pusieron a cada uno. Otro día traeré una piedra parecida a éstas con el nombre de José y aquel año de su muerte. Dejamos la caja en el suelo, al lado de la última tumba de una fila. Podría ahorrarme el trabajo de abrir una fosa, porque las hay por aquí ya abiertas, pero es lo menos que puedo hacer por José, sin contar con que gastaría una mala jugada al enterrador y luego se vengaría sacando a José de donde yo lo metiera. En cambio, si yo hago todo el trabajo, pues a lo mejor sólo piensa: «No recuerdo haber removido esta tierra, no recuerdo haber abierto ayer esta tumba. Trabajaría estando borracho», y dejará en paz la de José.
Cuando empiezo a darle a la pala don Estanis va a la puerta y se sienta de espaldas. Le llamo más tarde. Bajamos la caja al fondo.
—Le he traído para que ahora diga algo —digo.
—¿Qué voy a decir? —dice.
—Lo que se dice en un entierro —digo.
—Esto no es un entierro, no se parece nada a un entierro. Me arrepentiré el resto de mi vida de haberte acompañado —dice.
—Ahí abajo hay un muerto que está esperando que se le diga algo antes de que le echen tierra encima —digo.
—Bien sabe Dios que no soy ningún santo, pero lo de esta noche… Mi vida de sacerdote había sido limpia hasta hoy —dice.
—Lo que le estoy pidiendo es cosa de sacerdotes —digo.
Don Estanis tose varias veces y se pone al borde de la fosa.
—Antes le has llamado José, ¿no? —dice.
—José —digo—. José.
Don Estanis mueve los labios y echa su bendición. Se aleja, y en la puerta se sienta a esperarme. Lleno de tierra la fosa. Con la pala en la mano salgo del cementerio pasando ante don Estanis, que se levanta y me sigue.
I… si… do… ra.