Asier Altube

Por muchos esfuerzos que hizo Camilo Baskardo (en 1910 aún era Baskardo con k) por encubrir la realidad, ni él pudo evitar que un acontecimiento tan sonado como el encallamiento de un barco en Punta Galea dejara de registrarse entre nosotros en lugar preferente. Y más tratándose de un barco de la Naviera Cantábrica. Y no de cualquier barco de esa compañía sino del César, el de mayor tonelaje y, sobre todo, el que Camilo había regalado a su hijo Josafat por su cumpleaños un año antes. Por no mencionar que lo capitaneaba el propio Josafat. Demasiadas circunstancias reunidas en un solo episodio como para que el pueblo lo pasara por alto.

Ocurrió en junio, una madrugada con fuerte viento, mar rizada y niebla transparente, de regreso con carbón de un viaje a Inglaterra llevando mineral de hierro. Se supo que Josafat había montado un buen drama una singladura antes de avistar El Abra. Sostenía discusiones casi diarias en el puente con el primer oficial por cuestiones de rumbo. Todos en el César sabían por qué el primer oficial se atrevía a enfrentarse e, incluso, salir airoso en todas las disputas: el marqués le había nombrado algo así como tutor marítimo de su hijo, con plenos poderes para dirigir el barco por encima de las ineptitudes del capitán pelele. En los dos anteriores regresos a Bilbao —Josafat había recibido su bautismo de mar en marzo, que fue, al mismo tiempo, su bautismo como capitán; es decir, no cumplió los preceptivos viajes de prácticas como agregado, primero, ni como primer oficial, después: su padre movió hilos para que los de la Escuela de Náutica le eximieran de ellos, y, en cuanto a los exámenes de los textos, los catedráticos fueron también en exceso benévolos; lo que Camilo no consiguió es que pasara con sobresaliente. Comentaba don Manuel que, en el fondo, estaba Cristina, la necesidad del esposo de mostrar a la madre un hijo viril, modelado por él a su imagen y semejanza—, Josafat tampoco se había salido con la suya en su propósito de empuñar él mismo el timón para entrar en el puerto, por habérselo impedido el primer oficial con la ayuda del segundo y del telegrafista, que lo sacaron del puente y cerraron la puerta.

Al conocer Camilo Baskardo lo sucedido, se encogió de hombros y dijo al primer oficial: «Para cosas así le pago a usted el sueldo de capitán». En el tercer viaje, ellos quedaron fuera del puente y Josafat dentro, pues en la víspera de aquella madrugada Josafat irrumpió en el puente con su rifle y ordenó salir a todos. Le advirtieron en los ojos una debilidad tan enloquecida que no se atrevieron a llevarle la contraria. Los sacó a punta de cañón y echó el pestillo por dentro. Se aferró a la rueda del timón y dirigió el barco durante aquella singladura hasta la madrugada. «La proa se le iba a babor y a estribor como una veleta», contaría el primer oficial, «y habríamos necesitado una mar diez veces más ancha para estar tranquilos. Tardó el triple en recorrer aquellas ochenta millas». Una vez que la versión del primer oficial hubo transitado por tertulias, mostradores y cocinas, y finalmente desinflada y más próxima a la realidad, lo que quedó fue lo siguiente: media tripulación pegó su nariz a los cristales del puente por ver al loco timonear sin soltar su rifle, más alarmados a medida que se acercaban a puerto. Pensaron en romper el cristal de la puerta, meter la mano y descorrer el pestillo, pero no se atrevieron, convencidos de que al loco le daría tiempo de disparar contra ellos; la duda no era si dispararía o no, sino cuántas veces lo podría hacer antes de ser reducido. «Tendrá que ordenar parar para que suba el práctico», dijo el calderetero. «Suponiendo que recuerde cómo se hace», dijo el primer oficial. «Y si sube el práctico, querrá entrar en el puente y él tendrá que abrirle», dijo el calderetero. «No sé por qué le va a abrir a él si no nos abre a nosotros», dijo el telegrafista. El primer oficial habría dado orden de parar las máquinas, pero el peligro de ser arrastrados por el viento contra la costa habría sido mayor.

Alcanzaron la frontera de El Abra bajo esa niebla diáfana que permitía ver los destellos del faro de La Galea, aunque no la costa. Josafat enfiló el barco hacia la luz. «¿Qué hace usted?», le gritó el primer oficial. «Para pasar por entre los morros he de localizar primero la luz del segundo morro», dijo Josafat. «¡Esa luz no es de ningún morro sino del faro de La Galea!», gritó el primer oficial. Lo de menos fue que Josafat creyera que la luz de uno de los morros de entrada al puerto quedaba por la proa, pues muchos de Getxo sostendrían que no fue su propio criterio sino los gritos del primer oficial los que endurecieron su postura. Cuando surgió el acantilado al otro lado de la niebla, la tripulación empezó a romper los cristales, pero Josafat disparó por dos veces por encima de las cabezas, aunque algunos asegurarían siempre que tiró a matar. «¡Todo a babor!», gritó el primer oficial. Y la tripulación: «¡Todo a babor!». El encallamiento resultaba inaudito: la mar, el tiempo eran casi mediterráneos y el barco no iba averiado. «Naturalmente, el hijo del jefe viró a estribor», contaría el primer oficial. No lo podían creer, parecía un juego sólo un poco pesado, sin consecuencias. El encuentro del casco y las peñas no fue realmente un choque. Para entonces, el primer oficial ya había parado las máquinas. El barco quedó oscilando y sin una sola vía de agua. «Ese txirulo sabe hacer las cosas», dijo Cirilo Sarria, el engrasador. Alrededor del puente se encontraba ya toda la tripulación, contemplando a Josafat para ver su cara tras el desaguisado. Le vieron empinarse para mejor mirar hacia proa, por encima de la rueda del timón, levantar las cejas sin excesivo asombro, colgarse el rifle del hombro, sacudirse una mano contra la otra y dirigirse a la puerta. Corrió el pestillo y salió. No miró a nadie, suponiendo que les viera. «¿Le parece bonito lo que ha hecho? ¿Qué dirá su padre?», le preguntó el primer oficial. «Llevo toda la vida en barcos y nunca había visto un encallamiento tan chulo. ¡Sin tempestad, sin viento y con los ángeles dándose un baño en la piscina!», dijo el calderetero. «El barco es mío, ¿no?», dijo Josafat, pasando de largo. Solía decir don Manuel que, a veces, el destino nos ayuda corriendo el velo del olvido sobre hechos que es mejor olvidar. «¿Quién podría sospechar hoy que la genealogía de Camilo Baskardo hunde sus raíces en Sugarkea? ¿No es de agradecer que lo hayamos olvidado?», decía. Dábamos por sentado que ningún viejo techo podía competir con Sugarkea como solar del apellido —nombre, en el lejano Principio—. Baskardo, de todos los Baskardo que circulaban por ahí. Había en Getxo y otros municipios casas antiquísimas levantadas por sangre de Baskardo, y de no existir Sugarkea, entre ellas se disputarían el ser la originaria de la estirpe. Todas fueron construidas por líneas colaterales de la familia, parientes desgajados del tronco central («cuenta la leyenda», decía don Manuel, «que por falta de espacio en Sugarkea, aunque habría algo más: un desacuerdo con la filosofía que imperaba bajo aquel techo, una rebelión contra aquellas leyes del Principio, con mayúscula, que padres, abuelos, bisabuelos y más —allí era raro que no murieran centenarios— defendían, irreductibles… Supongo que en Sugarkea no siempre se quedaría el primogénito, el mayorazgo: no seré yo quien atribuya a la irreductibilidad de esos Baskardo un proceso milenario tan perfecto. A veces el testigo de la irreductibilidad sería recogido por el segundo, el tercero, el séptimo hijo, abandonando los demás paulatinamente el nido, el agujero, el chamizo, el cobertizo, el caserío, el fuego… Pero tampoco quiero imaginar que habría un predestinado, o un hijo más dócil que, sencillamente, aceptara sumisamente aquella dura tradición —a los vascos que hoy reclaman honestamente tradición, yo les diría: «¿Queréis tradición? Ahí la tenéis, la de esa gente de Sugarkea, mantenida intacta desde los Orígenes, con mayúscula, y con la que nada tiene que ver la bastarda tradición que reclamáis hoy. No os conforméis con menos»— porque aquella filosofía estaba en la casa, ni siquiera en la sangre: era la casa. De modo que bastaría una casualidad, un descuido…, un hijo que se adelanta a sus hermanos en tomar mujer y la lleva a Sugarkea porque en la vivienda de ella hay goteras, o carece de medios para levantar una nueva; o todos los hijos, menos uno, tomando mujer y marchándose, quedando ese uno; o hijos aventureros o insanamente ambiciosos alistándose en guerras extrañas, o, ya en la actualidad, metiéndose a conquistar América… Ese uno miraría a su alrededor, suspiraría, se encogería de hombros y se diría: «Bueno, pues aquí», y no sólo quedaba para la casa sino poseído pronto y definitivamente por ella, hasta acabar siendo «Sugarkea») para tomar su propio rumbo.

La casa solar —por llamarla de algún modo— de Camilo Baskardo está en el Duranguesado y data del siglo XVII: no es más que un pobre caserío en cuya fachada Camilo se precipitó a colgar una placa de piedra con el escudo labrado de la familia. ¿Quién carece de genealogía? Todo nacido la tiene. Sólo hay que preocuparse de rastrearla y ennoblecerla con alguna hazaña, por ejemplo, una carnicería entre parientes, o un solo crimen, si no hay otra cosa a mano. Esto ocurrió al iniciar Camilo su gran andadura aportando capital a la siderurgia que ya funcionaba en las proximidades de Bilbao, la fábrica Virgen de Begoña, propiedad de algunos apellidos que empezaban a ser míticos. Fue su primer contacto con la gran burguesía bilbaína. De bien poco le sirvió el oportunista escudo nobiliario: era un socio, pero no un igual. Pretendió, inútilmente, casarse con una hija de cualquiera de aquellos grandes. «¿Por qué no?», se preguntaría. Había heredado de su padre importantes bienes, tierras, minas y ferrerías. Era uno de ellos, un hombre del hierro, como denominaba don Manuel a la nueva raza surgida de entre nosotros mismos. Dejó, por fin, de ser un advenedizo al matrimoniar con la nobiliaria Oiaindia, Cristina.

Camilo había llegado incluso a restregar en las narices de aquellos grandes apellidos Baskardo, no el de su casa del Duranguesado sino el de Sugarkea, a ver si se consolaban de antigüedad. Aquel habitáculo no ocupaba ni el más mínimo espacio en la memoria colectiva de Getxo. Habría que preguntarse cómo pudo recordar Camilo su existencia, o más bien cómo pudo saber que existía. «Ocurriría como en esa parte de la leyenda que dice que a lo largo de la historia los vascos siempre acudieron a los de Sugarkea en los momentos graves», decía don Manuel. Y añadía: «Para entender esto hay que conocerles, saber cómo son o, al menos, creer saber cómo son y lo que defienden. Y nadie lo sabe. Es decir, todos lo saben y su conciencia les ordena olvidarlo. Yo lo supe en 1907, cuando tu tío Saturnino recibió del Perú aquel rebaño de veintiocho llamas y Getxo se alzó en armas contra ellas. No pudo hacer otra cosa para ser coherente. Fue el macho quien me hizo saber cómo era aquella gente de Sugarkea. O al revés: fueron aquellos Baskardo los que me descubrieron el mensaje que nos traían el macho y su rebaño. Yo tenía catorce años… Lo supe, lo sé desde entonces, pero ¿qué he hecho?, ¿qué sigo haciendo? Supongo que ahora yo también las destruiría».

—No —le dije—. Usted es especialista en sostener hasta el delirio que las personas se estancan en una determinada edad. Usted sigue teniendo aquellos catorce años. No las mataría.

—¿De qué me sirve tenerlos? Nunca podré abandonar la… la…

—La fe —dije.

—¿Eh?… Bueno… Fe… Fe en mi pueblo…, aunque ya nada tengamos que ver con aquellos vascos que…, ¡Dios mío!, ¿por qué vascos?, ¿por qué no, simplemente, hombres? ¿Fueron los Baskardo de Sugarkea, a pesar de todo, vascos alguna vez?, ¿o sólo vascos?, ¿o menos vascos que otra cosa?, ¿o más vascos que otra cosa?… El mensaje que nos trajo aquel rebaño de llamas estaba por encima de estas menudencias. El macho no me eligió porque yo era un vasco de catorce años, sino un hombre de catorce años… Pero ¿es preciso mencionar estas evidencias? —dijo don Manuel.

—Sí, es preciso —dije—. Es preciso mencionarlas.

—Claro, claro…

—Es preciso mencionarlas.

—Hasta a nosotros mismos nos resulta difícil entendernos.

—Es preciso mencionar esas evidencias.

—Sí, es preciso, maldita sea —suspiró don Manuel.

Camilo Baskardo, pues, procedía de Sugarkea y es lo que convenía olvidar. No importaba en qué siglo la nueva línea bastarda abandonó el techo irreductible, no para inaugurar una línea más de las bastardas, sino quizá la más bastarda de todas. Porque no cabe imaginar un precedente más redondo de la culminación de la maldita era del hierro que las ferrerías que brotaron de las colinas a modo de excrecencias del subsuelo. Un ascendiente de Camilo montó una que heredó su sucesor, y éste se hizo con otra, pasando luego las dos a sus herederos, y cuando le tocó a Camilo el turno de heredar recibió ya siete, según parece. Y sobre todo heredó una tradición y un orgullo, lo que don Manuel llegó a denominar la roja peste metálica. A Camilo le iba a corresponder ser el eslabón entre la vieja fabricación del hierro y la nueva, aquellos hornos de la fábrica Virgen de Begoña, arranque del despegue industrial que estremeció a la provincia y en el que Camilo se constituyó en una de sus cabezas. El calificativo de chatarreros con que finalmente se conoció a aquellos desaforados fenicios lo inventó, posiblemente, don Manuel, y pronunciado por él no encerraba nada despectivo: pienso que nadie con más razones para aunar desgarro e ironía, por no hablar de precisión lingüística. Los principales méritos para ganarse ese título los sumaron en la época en que, a algunos de ellos, les dio por meterse a navieros y adquirieron a precio de chatarra viejos barcos que aún se mantenían a flote. Esta nueva y precipitada —todo el proceso industrial fue demasiado precipitado, algo así como una guerra ciega que había que ganar pronto y a costa de lo que fuera— creación de tinglados para la obtención de más y más beneficios se produjo a primeros de siglo, en los años jóvenes de don Manuel, en su época de descubrimiento y fijación e incluso toma de conciencia de lo que todo aquello estaba significando, pues también coincidió por entonces el episodio revelador de las llamas. Una de las nuevas navieras fue la Naviera Cantábrica, de Camilo Baskardo, que bautizó a sus barcos con nombres de personajes históricos que ostentaron gran poder: Napoleón, Alejandro Magno, Nerón, César… El César no era el mejor barco de la compañía, sólo el mayor, y fue el regalo de Camilo a su hijo Josafat por su vigesimoquinto cumpleaños, en 1907.

Decía don Manuel que la coincidencia era demasiado ostensible como para no pensar que se trató de un reconocimiento de su auténtica mayoría de edad, pues Josafat nació en agosto y dos meses antes del regalo había tenido lugar su esperado duelo con Efrén, el primero de los trece que seguirían —uno por verano— hasta 1919, es decir, hasta que Ella abandonó su amazacotada casona de Getxo y se trasladó, con todos los suyos, al Palacio Galeón, sin estrenar, de Camilo, y la paz volvió al cruce de Laparkobaso y cesó el lanzamiento de piedras de una casa a otra por parte de Ella todos los 25 de diciembre —aniversario de la procreación de Efrén, según las cuentas que sacaba el pueblo— y las amenazas de muerte proferidas, también de casa a casa, por Josafat a partir de 1904, meses después de la partida de Moisés a Ceilán.

A pesar de sus 11 000 toneladas de desplazamiento y de que regresaba cargado de carbón, no resultó difícil reflotar el César. Había encallado en plena bajamar, en peñas llanas que se alejaban del acantilado en forma de pista, y bastaron los tres remolcadores del puerto y la propia pleamar para recuperarlo. Las innombrables circunstancias que rodearon a aquel embarrancamiento quizá constituyeran la gota que desbordó el vaso, no sólo de la paciencia del padre sino de sus esperanzas de sacar algún provecho de semejante hijo. El episodio fue el hazmerreír de Getxo —había intervenido en él demasiada gente para pretender silenciarlo—. Decía don Manuel: «Quizá entonces empezara a pensar seriamente en su otra sangre». Y añadía: «Transcurrieron años antes de que Camilo pudiera tomar las riendas de la familia. Hasta 1904 las había llevado ella, Cristina. Caeríamos en la tentación de pensar que el poder político y el económico de que Camilo gozaba los buscó como sustitutos del que carecía en su hogar si no supiéramos que ya los poseía antes de su matrimonio. 1904 fue en la familia un año de cambios. Hasta ese momento, Moisés y Josafat habían sido meros objetos de barro moldeados por Cristina a lo largo de más de veinte años, convirtiéndolos en una prolongación de su pensamiento frente al de Camilo… Bien, y entonces llega 1904 y toda la obra se tambalea. Nunca debió suceder».

Le decía yo:

—¿Se refiere usted a que los dos hijos tenían que haber superado la contradicción de la madre?

—Fue Moisés quien arrastró a su hermano.

—Aquello les afectaba a los dos. No se debe hacer creer a nadie que la utopía vive entre nosotros y, de pronto, romperla en pedazos.

—Fue distinto. Se trataba de la figura de la madre, de aquella madre.

—¿Pretende usted decir que en cualquier otro caso habrían superado aquello?

—No se trataba de superar o no algo. Simplemente, no tenía que haberse producido esa reacción. Pero, claro, estaba ella…

—Y el amor.

—Sí, sí, claro, el amor.

—Aquel amor de Moisés. Andrea era su primer amor… No pudo superarlo: la pérdida de la madre y la pérdida del amor. O la pérdida de la madre por la pérdida del amor. Fue demasiado.

Don Manuel me escuchaba con los ojos vueltos hacia dentro.

—Usted no cree en nada de esto —le decía yo—. No sólo no cree en mis palabras sino ni siquiera en las suyas, pero tiene que hacer como si creyera en unas y en otras, porque el hecho está ahí, ante nuestras narices, sobre todo ante las suyas. No lo superaron. En 1904 se resquebrajó su fe.

El golpe de suerte que le devolvió a Josafat no fue fruto de los intentos que, sin duda, realizaba Camilo por recuperar a sus hijos. De un lado, sufría su desamor, y luego estaba la inquietud por no ver en ellos a sus sucesores en la dirección de su imperio. Tras la huida de Moisés a Ceilán, lo descartaría. Quedaba Josafat. Y fue entonces cuando, inesperadamente, lo recuperó.

—Aunque no definitivamente, no lo olvides —decía don Manuel.

—Seis años sin fe, hasta el regreso de su hermano, en 1910. Seis largos años sin fe.

—Sin madre.

—Sin fe.

—Su fe era la madre.

—Su madre y el nacionalismo sabiniano eran lo mismo.

—Enloqueció, como había enloquecido Moisés. Seis años después, ambos recobraron la cordura y regresaron a la madre.

—¿Regresaron? En cualquier caso, ¿regresaron a la misma madre?

—Hay, al menos, dos modos de entender el nacionalismo. Cristina pasó por los dos. Te doy a elegir a qué madre regresaron, si a la primera o a la segunda.

—A la primera, sólo que ya no existía, había cambiado.

—No, ya no existía, había dejado de ser como fue —admitía don Manuel mirándome con fijeza a los ojos.

—Entonces, ¿qué fue de ellos?, ¿a qué regresaron? —Y le repetía yo—: ¿A qué regresaron? —Y concluía—: A la locura. El comportamiento de los dos a partir de entonces, ¿no debe ser apreciado como…?

El «no» de don Manuel brotaba lentamente de un interior que lo había elaborado con ahínco.

—¿Quieres que utilice tu propio lenguaje? —decía—. Bien: recobraron la fe. Perdieron a la primera madre, pero les quedó la fe que ella les transmitió. Recuperaron esta fe incluso a pesar de la segunda madre. A estas alturas no me importa hablar de fe, o no tengo más remedio que hacerlo…

—¿Tan desesperado se siente usted que debe recurrir a lo que sea para evitar la calificación de locura? ¿Por qué se esfuerza tan patéticamente? ¿Acaso locura y fe no son lo mismo?

Luego, veintidós años después, en 1933, recibió la que sería la segunda visita de la marquesa. «Nunca, nunca imaginé que alguna vez se repetiría», decía don Manuel. «Fue un día de noviembre, a las cuatro de la tarde.

»—Es el birlocho de Cristina Oiaindia —oí a mi lado a la señorita Mercedes.

»Estábamos en el patio de la escuela. Miré y, en efecto, no sólo estaba su coche, parado, sino ella dentro. También me miraba. Estábamos aún en el recreo y quedaba una hora de clase:

»—¿A quién espera? —dije.

»—¿O con quién quiere hablar? —dijo la señorita Mercedes—. Contigo. Eres al único al que mira. Pero acaba de descubrir que ha llegado pronto y está esperando a que termines.

»—No te inventes lo que no es —dije—. Cristina es la última mujer del mundo que puede tener interés en hablar conmigo. Se halla tan lejos de mis cosas que, mírala, ni sabe la hora a que terminan las clases en las escuelas de Getxo.

»—Debes ir a atenderla.

»—Y decirle: «Señora marquesa, sé que vuelve a este rincón del pueblo buscándome a mí. ¿Qué tripa quiere que le arregle esta vez?». No tengo prisa por averiguar si me está haciendo ese gran honor.

»Concluyó el recreo, di la última clase y a las cinco y diez minutos pisaba la acera, es decir, pasaba ante el birlocho, que seguía allí. Intentaba moverme con la mayor naturalidad. Por supuesto, no miré hacia el coche.

»—Perdone, don Manuel…

»Era una voz demasiado cansada, incluso para sus más de setenta años.

»—¿En qué puedo servirle?

»—¿Le importaría subir y sentarse? Necesito hablar con usted.

»Pisé el estribo del birlocho, subí y me senté junto a Cristina. Descubrí a la señorita Mercedes atisbando tras las cortinas del aula de las niñas.

»—No le robaré mucho tiempo. ¿Paseamos?

»Dio una orden al cochero. Durante largos minutos me centré únicamente en que no hablaba, hasta advertir que ya marchábamos por el camino de La Galea alejándonos de Algorta.

»—Tuve que hacerlo.

»Su voz sonó como un estallido dentro del coche.

»—Tuve que hacerlo —repitió.

»Rebasamos lentamente Sugarkea, dejándolo a nuestra derecha. Yo no sólo ignoraba qué palabras se esperaban de mí en aquella ocasión, esperaba ella, sino siquiera qué me correspondía pensar de aquel encuentro. Me sumergí en su frase, sin resultado. ¿De qué se justificaba, y por qué ante mí?

»—Usted ha de tener una opinión sobre el asunto. Sé que la tiene. Usted no tiene decisión sobre nada de lo que está ocurriendo en nuestra tierra, no participa de nada, sólo es testigo, sólo lo siente. Usted y yo tenemos la misma ideología, la misma fe…

»—¿Fe? —dije.

»—Tuve que hacerlo —dijo Cristina por tercera vez—. En cierta ocasión leí en un cuento que una mujer lejía su propia vida para que no se la tejieran los demás, ellos… Tuve que hacerlo, don Manuel.

»Llegó a resultar humillante aquel desprecio por mi ignorancia de lo que realmente la atormentaba. Sin embargo, Cristina no me había elegido sólo como oyente, quería mi opinión. La necesitaba. Me removí en mi asiento al empezar a sospechar que no era ella sino yo quien estaba haciendo difícil la entrevista por empeñarme en calificarla de insólita cuando quizá no lo fuera, pues ella daba por supuesto que nadie necesitaba de una aclaración sobre algo tan evidente, y menos uno de Getxo. Y entonces empecé a ver.

»—¿Cuánto tiempo hace que no veía Sugarkea? ¿Lo ha visto siquiera hace un momento? No ha desviado su mirada —dije.

»—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Cristina.

»—En realidad, me lo preguntaba a mí mismo.

»—Prefiero no recordar a ningún Baskardo. Mi marido lo es.

»—Al menos, Camilo Baskardo no le ha hecho olvidar que procede de Sugarkea.

»—¿Piensa el apellido con k? Ahora es con c, lo que ya es algo. Camilo Bascardo, sin k. Se la quitó él mismo en 1919, pero tenía que haberlo hecho mucho antes.

»—Usted no tiene ese problema, no tiene k en su apellido —dije.

»Por primera vez, volvió del todo hacia mí su rostro largo y blanco, y su expresión era de terror.

»—Piensa que pude haber evitado el hacerlo —dijo—. Lo piensa, ¿verdad?

»—El pasado de todos nosotros está lleno de profanaciones —dije.

»—Yo no hablo de los hombres sino de los vascos —dijo Cristina.

»—Piensa vascos con k de Baskardo, con k de Sugarkea.

»—Sí —dijo Cristina.

»—Sin embargo, lo hizo, tuvo que hacerlo. Lo hizo.

»Ya estábamos hablando el mismo lenguaje, utilizando los mismos despreciables códigos. Cristina y yo flotábamos entonces en una misma atmósfera y resultaba intrascendente que yo aún siguiera ignorando qué pecado concreto, de entre los infinitos que compartíamos ella y yo, le había traído a mí.

»—Era la única solución para que el futuro de los vascos no lo siguieran tejiendo ellos. He tenido la desgracia de vivir la industrialización desde una posición de poder que me cargaba de responsabilidades. Tuve que hacerlo —dijo Cristina.

»—Claro, la industrialización. De modo que era eso —dije. Y añadí—: Y, ahora, ¿qué espera?, ¿qué le entregue las palabras que le permitan dormir de noche?

»—¡Y en qué circunstancias…! Sola… Sin Martxel ni Jaso… Y siendo mujer… Pero lo hice, porque tuve que hacerlo —dijo Cristina.

»—¿Tuvo que hacerlo?

»—Y debiendo apoyarme en el único miembro de la familia que no era vasco, mi yerno. Se lo expliqué durante años a mis hijos, pero no me entendieron.

»—Ellos, pues, han quedado como los únicos limpios.

»Alcanzamos el faro en completo silencio. Cristina había acudido a mí para que la justificara, pero me negué a caer en la trampa común. Compartíamos tantos pecados que ella y yo seguíamos siendo una misma cosa, a pesar de que en la maldita industrialización ella fuera la activa y yo el pasivo.

»—Tuve que hacerlo, don Manuel —dijo Cristina.

»—¡Cállese, por favor! ¿No comprende que ni siquiera puedo asumir mis propias contradicciones? ¿Por qué ha venido a desahogarse conmigo?

»—De pronto me sorprendí necesitando su comprensión —dijo Cristina—. Le aseguro que hace unas horas, esta misma mañana, no sospechaba que ahora me encontraría aquí. Conozco a personas de las que habría recibido el consuelo que ellas mismas necesitan recibir de otro. ¿Sabe por qué lo elegí a usted? Porque no le entiendo. Sé de usted no más que de cualquier vecino de Getxo. ¿Recuerda en cuántas ocasiones nos hemos cruzado en alguna calle o camino a lo largo de los años? ¿No? Yo sí: en cuatro. Y lo recuerdo a usted por su aire de infelicidad. Usted lee libros, y aquí pocos leen, yo tampoco. A usted se le tiene por un buen nacionalista vasco. Usted piensa. Su expresión amarga le viene de que piensa. Yo necesitaba el consuelo de alguien que fuera nacionalista vasco, leyera, pensara y tuviera cara triste… Y no se preocupe por mí: puede lanzarme la más dura de sus críticas. Porque dentro de media hora ya habré olvidado este encuentro. Lo habré olvidado definitivamente. Y usted lo sabe. He venido a usted, pero nunca más se repetirá.

»—Será como si no hubiera venido.

»—Pero ya es tarde para marcharme sin sus palabras de comprensión —dijo Cristina.

»—¿Por qué no recurre, como hasta ahora, a las propias? Olvídese de que ha tenido este descuido.

»—Eso ocurrirá cuando me vaya. Aún no ha transcurrido la media hora —dijo Cristina.

»—Le advertí que ni siquiera yo tengo asumidas mis propias contradicciones… ¿Cómo espera que justifique las suyas? Además, lo que está en juego es algo tan innoble como el poder.

»—Tenía que hacerlo —dijo Cristina.

»—Tenía que hacerlo… Eso es lo malo, que tenía que hacerlo.

»—Al menos Dios mío, maldígame». Me contó don Manuel que lo vio por primera vez la mañana de un domingo, a sus diecisiete años, es decir, en 1910; es decir, al poco de su regreso de Ceilán, posiblemente el mismo día. Porque la imagen que siempre conservaría de él fue la de un hombre con la mirada devoradora de los que regresan y un aire desmayado en el resto del cuerpo. Vestía atuendo hindú, una túnica blanca que era un estallido, y tan descuidada que producía igualmente la impresión de acabar de salvarse de un naufragio. E iba descalzo. Por añadidura, le acompañaba su hermano. Y, bueno, decía don Manuel que aquello fue como tener ante los ojos la portada de un libro, todavía sin abrir, prometiéndonos una historia que resultaría ser exactamente la que anunciaba la cubierta.

Allí estaban los dos hermanos —parece que a su llegada Moisés sólo buscó a Josafat y que don Manuel los vio después de que hubieran pasado por Altubena a pedir la mano de Andrea, casada con Anselmo Delatorre más de un año antes—, muy juntos, el brazo de Josafat rozando el de Moisés, como queriendo convencerse de que le había recuperado, sin apartar los ojos de él, de modo que era Moisés quien guiaba los pasos de ambos. Josafat hablaba y el otro se limitaba a responder con monosílabos, e incluso esto daba la impresión de constituir un exceso por su parte, pues toda su vida se concentraba en sus ojos afiebrados que parecían perseguir ansiosamente algo en el horizonte.

Entonces nadie lo podía saber, pero la aparición de Moisés y de Josafat en 1910 en las calles de Algorta fue, sí, como la proyección de la primera escena de un inacabable drama que el pueblo contemplaría a lo largo de los veinte años siguientes: los dos hermanos viajando de aquí para allá, no sólo por Getxo sino por todo el país, en pos de lo imposible, aquel sueño a que finalmente quedaron reducidas —o sublimadas— sus existencias. Y si aquella escena fue la primera de la película, la que nos daría noticia fiel de su argumento fue la que se desarrolló inmediatamente en el portalón de Altubena.

—Regresó con la idea fija de reanudar el discurso sobre su amor. Suponiendo que recordara su propia ausencia de seis años —le decía yo a don Manuel.

—Sólo quiso saber si ella le había esperado. En realidad, no se atrevería a esperar de ella…

—No, partía de cero. Para él, nada había ocurrido desde la última vez que la vio. Acudió como si se hubiera despedido de ella el domingo anterior.

Se supo que no se presentaron directamente en el caserío; antes desaparecieron en el cañaveral del riachuelo. Y cuando alguien contaba el episodio se ahorraba el puntualizar que ocurrió en domingo, porque nadie olvidaba que, durante su noviazgo, aquel cañaveral era el punto de encuentro de los domingos de Moisés Baskardo y Andrea Altube. Mi familia los vio, supo que estaban allí, y no pudo realizar un solo trabajo en las dos horas siguientes, preguntándose qué buscaban. La razón sería Andrea, pero ¿qué más? Desde hacía más de un año ella no vivía en Altubena, aunque, por ser domingo, estaba allí de visita con su pequeña Roleta, de meses. Y estaba encinta de Calixto y León, los gemelos, que ya abultaban lo suyo. Andrea quiso huir, pero no era fácil abandonar el caserío sin ser vista por los del cañaveral, a no ser saltando por una ventana lateral, y ella no estaba para esos trotes.

Al cabo, los vieron salir y acercarse subiendo el sendero entre los maizales de agosto. El abuelo y el padre metieron a las mujeres en casa y se enfrentaron a ellos en el portalón.

—Buenos días —dijo Moisés.

—Buenos —dijo el abuelo.

—Cuando les explique a qué vengo comprenderán mi atrevimiento y me perdonarán —dijo Moisés.

A pesar de su actitud respetuosa, algo había en su expresión que no encajaba en el momento, cierto fuego interior que implantaba una alarma en lo que tenía que haber sido nada más que un encuentro apenas incómodo.

—Acaso haya sido mejor que Andrea no acudiera a nuestra cita en el cañaveral, pues así la novia no está presente.

El abuelo y el padre le miraban sin entender nada, aunque tampoco tomaban la iniciativa; simplemente, le soltaban estacha a ver en qué acababa aquello. Coincidirían ambos después en que bien pudo no existir la palabra novia, que ellos hubieran oído mal.

—Vengo a pedirles la mano de Andrea. Ella ya me aceptó hace mucho tiempo —soltó Moisés.

El asombro del abuelo y del padre se vio desbordado por la cara de mármol que se le quedó a Josafat. «¿Qué?», gritó Josafat, y contarían el abuelo y el padre que las piernas no le sostenían y que fue el único sonido que logró pronunciar durante el tiempo que permanecieron en Altubena los dos hermanos.

—¿Qué me contestan ustedes? —preguntó Moisés. Su tono era muy seguro. Saltaba a la vista su convencimiento de la acogida favorable que merecería su petición—. ¿Por qué no me contestan? ¿Es que hubiera tenido que venir también mi madre? ¿Siempre han de hacerse así estas cosas? A fin de cuentas, yo soy el que se casa con Andrea. Siento como si llevara años sin verla.

No hay duda de que fue sincero. ¿Cómo no iba a sentir que llevaba años sin verla si llevaba años sin verla? Si lo sentía así es porque no creía en esos años de ausencia, no existieron. «Regresó loco», exponía yo. Y don Manuel: «Me nombraste el amor. Amaba a Andrea. La amaba por encima de todas las cosas. Por encima, incluso, de las frases. Parece mentira que seamos de una misma tierra y no acabes de entender esto. Lo nuestro no puede ser explicado con palabras». Y yo: «Tampoco la fe o la locura. Él estaba loco. Siento como si llevara años sin verla no tiene más que una interpretación». «Sencillamente, Asier, la amaba. ¿Acaso tu generación ha perdido los valores? ¿Puedes entender todavía lo que es un gran amor?». Al reponerse del susto, el abuelo y el padre le dijeron (no importa quién de ellos hablara e incluso que hablaran los dos): «Ha pasado un año desde que Andrea se casó». Moisés movió la cabeza, sonrió y dijo: «¿Cómo iba a olvidar mi boda con Andrea?». Los míos habrían tomado todo aquello como una imperdonable broma de no tener a la vista el rostro atónito de Josafat. «Que salga, sácala», ordenó entonces el abuelo al padre. Y mi padre entró y tardó en salir con Andrea y con la abuela y la madre detrás de ambas. La madre estaba encinta de mi hermano Esteban y llevaba de la mano a mi otro hermano, Marcos, de dos años. No le resultó fácil al padre convencer a Andrea para que se dejara conducir al portalón, en el que apareció con los ojos enrojecidos. Moisés no vio —o no quiso ver— ni la criatura en brazos de su novia ni su montañosa preñez; pronunció «Andrea» con una dulzura que conmovió a todos y fue hasta ella, la tomó por los hombros y la miró, pero no encontró la otra mirada. No obstante, la abrazó por encima de la criatura, en un gesto tan absurdo y aparatoso que dejó un sabor de boca casi insoportable.

—¿Qué hace usted? —exclamó la abuela, y lo apartó, metiéndose pesadamente entre los dos cuerpos. Hubo en su desplazamiento, en su expresión y, sobre todo, en su voz la punzante carga de dramatismo que suelen implantar las mujeres en situaciones aún sin definir.

—Lléveselo usted —dijo el padre a Josafat. Y Josafat miró a todos con cara de alelado y el padre hubo de repetir—: Lléveselo usted —para que Josafat se acercara a Moisés y le tomara del brazo.

—Ella no ha cambiado nada, ¿verdad, Jaso? —dijo Moisés.

—Tenemos que irnos —dijo Josafat.

—Siento como si no la hubiera hablado en años —dijo Moisés.

—Tenemos que irnos —dijo Josafat.

—¿Por qué tenemos que irnos? —exclamó Moisés. Miró en rededor y algo percibiría, pues añadió—: Lo he hecho mal. ¿Cómo me he atrevido a saltarme nuestras costumbres? Jaso, ¿por qué no me recordaste cómo debe ser una petición de mano? —Volvió a tomar a Andrea por los hombros y esta vez ni siquiera la abuela acertó a moverse—. Al menos, Andrea, ya sabes lo que he venido a pedirles a los tuyos. Volveré, pero con ama. —Al retirarse, se detuvo ante la abuela—. He estado irrespetuoso. Perdóneme usted —concluyó.

El principio, pues, del escándalo sin fin de los sucesivos escándalos. Fueron cinco los más sonados: en 1910, 1922, 1930, 1936 y 1955. Por no mencionar la primera petición de mano, la que no se produjo, la de 1904, a la que le correspondía haber sido la más acabada (nada estaba pervertido aún) y la que pudo servir de modelo a todas las demás; en ella no hubo ocasión para el no; digamos, el no oficial, puesto que tampoco respetó las normas, no hubo una madre —o unos padres— recibiendo el no de la otra madre —o de los otros padres—, ni siquiera un miembro de la familia peticionaria se personó en el hogar de la novia para cumplir, al menos, con algo parecido a un formulismo. La presencia anticipada de Cristina en Altubena fue para todo lo contrario. Además, el no que recibió Moisés no procedió de los padres de la novia sino de la propia Andrea, y ni siquiera en el escenario debido. De modo que jamás existió un modelo que marcara alguna pauta; no se trató de una ceremonia deficiente: simplemente, no hubo ceremonia. Y fue como si quedara algo pendiente y las posteriores apariciones de Moisés en Altubena a lo largo de los siguientes cincuenta años sólo buscaran una legalización de la fatalidad, el no emanando de una ceremonia como Dios manda.

Y siempre su hermano junto a él, no como simple acompañante sino participando de la misma locura; no de la locura de Moisés sino de la que él mismo padecía. Porque eran dos locuras en una, o una misma para ambos, con la única diferencia de sus manifestaciones, y aun éstas tenían una inspiración tan idéntica que el mejor criterio llegaría a ser el de admitirlas como una sola. Pues si Moisés perseguía a la Andrea eterna, Josafat perseguía a la modelo de aquel cuadro del pintor Aurken que era, también, eterna. Dos eternidades, dos sueños, pero una misma demencia. Dos —una— incesantes, ridículas y patéticas persecuciones durante más de medio siglo: Moisés y Josafat visitando Altubena cada cierto tiempo para pedir a Andrea en matrimonio y, en las pausas, acechando a la Andrea de turno en crecimiento, en espera de que alcanzara la edad debida y entonces provocar en el portalón de Altubena el siguiente escándalo; pasando inadvertidamente de una generación a otra, de una Andrea a otra (aunque no siempre Andrea se llamaría Andrea: en 1910 y 1922 no sólo se llamaron así sino que en las dos ocasiones fue la misma; pero en 1930 su nombre ya era María Antonia, su hija; y en 1936 Mirena, su nieta; y en 1955 otra nieta, de nombre otra vez Andrea), un movimiento caleidoscópico cerrado sobre sí mismo; ni siquiera dos trayectorias paralelas en ciego avance sin la más mínima esperanza de encontrarse, sino una dispersión, un irremediable alejamiento sin retorno, el fracaso absoluto del delirio del loco, pues mientras Moisés mantenía estancada a Andrea en sus veinte años, no utilizaba consigo mismo ninguna fórmula contra el tiempo, ni siquiera la única conocida, es decir, la reproducción de la especie: el mismo conjunto de células envejeciendo al paso de las generaciones, aceptando las primeras arrugas, la erosión de los dientes, la aparición de la primera cana, la flojedad de las rodillas, el vencimiento de la espalda, el debilitamiento de los ojos, la agonía del corazón…

En un principio, el pueblo se limitó a asombrarse, porque aún estábamos en 1910 y las extravagancias de Moisés todavía podían entenderse como un exceso de amor, incluso la de 1922, con una Andrea ya de cuarenta años. Fue poco después cuando se le sorprendió rondando a María Antonia, de nueve años. «La vio en Altubena al pedir en matrimonio a Andrea y le gustó más la hija que la madre», se dijo el pueblo. Pero sabían que no se trataba de eso. Nunca se atrevieron a rozar siquiera el motor de todo aquello, y don Manuel, naturalmente, procedió igual, por mucho que yo le presionara a admitir la verdad. Lo que me ratificó en la idea de que los otros tampoco eran libres para pensar. El pueblo asistió con demasiada pasividad al desagradable espectáculo de un hombre —dos— y luego un viejo —dos— persiguiendo a niñas en plena calle. La esperaba a la salida de la escuela y se le acercaba con caramelos o flores —según la edad de «Andrea»—, pero ella le huía, echaba a correr a casa, y él detrás, llamándola, y Josafat detrás de él, con ojos despavoridos y sin acertar a pronunciar nunca las palabras disuasorias que aleteaban en sus labios, concentrando su energía en aquel mudo brazo extendido hacia el hermano en sorda llamada a la sensatez. Sí que hubo denuncias a los municipales y algún encaramiento por parte de media docena de padres. Y un intento de linchamiento, la confabulación de un grupo de chiquiteros a las doce de la noche de un sábado en La Venta. Apenas nada. Se le permitió ejercer de perseguidor de niñas durante ese montón de años a la vista de todo el mundo. El pueblo siempre pareció disponer de alguna explicación: que sólo buscaba mirarlas, que nunca pasaba a mayores, que sólo le interesaba aquella Altube, de modo que eran los Altube de Altubena los que deberían entendérselas con él. Sin embargo, se pasó como sobre ascuas por sus apellidos, pesaron lo suyo en el trato especial que recibió: a ningún otro, ni de dentro ni de fuera, se le habrían permitido semejantes escándalos. (¿O sí? Porque ocurría que Moisés y Josafat no eran de fuera sino de dentro, y ¿acaso sus escándalos no eran expresión del delirio colectivo?). Se buscaron justificaciones y, más o menos sólidas, se encontraron.

Con todo, por supuesto, hubo demasiada pasividad. Y es que conocían la naturaleza del escalofrío que les recorría, así como que lo demás eran juegos para no tocar lo intocable. Sabían de aquella llamita interior común. Lo sabían, claro, a su modo, es decir, no sabiéndolo del todo, sólo sintiéndolo. Incluso a mí me resulta difícil explicar con palabras esa nebulosidad. Podría empezar diciendo: «La madre, Cristina, traicionó la fe nacionalista que ella misma les había inculcado, primero repudiando a Andrea, encarnación de lo vasco —o vasko—, y luego poniéndose a la cabeza de la maldita industrialización, aniquiladora de las viejas esencias. Así actuó. Cuando el destino la puso a prueba, lo hizo. La mítica Andrea quedó relegada al lugar que le correspondía en la inflexible escala social, y en cuanto a la maldita industrialización, dejó de ser patrimonio de la gran burguesía vasca españolista. A Moisés y a Josafat, las víctimas de todo ello, no les quedó más que plegarse a la cruda realidad o, si elegían la postura incorruptible, hundirse en la locura». Y continuar: «Sobrevivieron. No sólo a pesar de la impensable traición sino de haber sido cometida por la ostentadora de la fe, cuya transmisión empezó ya en el mismo vientre, algo así como si la propia fe se hubiera traicionado a sí misma. Pero sobrevivieron, constituyéndose ante el pueblo en vivas imágenes palpables de…, en sagrados, ridículos, deleznables míticos, vociferantes silenciosos de…, en floración escandalosa de…, en tótems temidos. Porque, con la fe, todos ellos recibían igualmente el gran pudor para poder convivir con lo gran inexplicable». En alguna ocasión se lo lancé a don Manuel: «Eran tótems temidos», y su rostro se cubrió del gran pudor. «¿Eh?», susurró. Eran como espejos en los que el pueblo se veía a sí mismo. Y tales situaciones nunca resultan digeribles, porque ¿cómo soportar la caricatura que queda al esfumarse el misterio? Les perdonaron todo porque fue como perdonarse a sí mismos.

De acuerdo, pero ¿dónde encontrar las palabras que necesitaba un hereje como yo para explicarlo hacia fuera o explicárselo a sí mismo? ¿Existían siquiera? ¿Tenía razón don Manuel? Era mi eterna inferioridad con respecto a ellos. ¡Y si, al menos, no les comprendiera! Los respetaba. No creía en lo que creían, pero les creía a ellos. Don Manuel nunca lo supo, pero era él quien siempre salía ganador en nuestros duelos. Con el lubricante de la fe, el universo de ellos era perfecto. A mí, al hereje, sólo le quedaba la vana razón.

Y la otra persecución paralela y persistente, la del hermano en pos del segundo ídolo vivo, aquella modelo del cuadro, aunque en su caso en esos veinte años nada produjo alarma en las gentes. Si bien cabía la pregunta: ¿qué hará con la muchachita, la mujer o la vieja cuando la encuentre? Pienso que el interrogante lo despertaba Moisés, siempre junto a Josafat, impregnándolo de su propio ser más que compartiendo sus vidas un mismo destino; viviendo ambos una misma vida; de modo que, cuando apareciese la modelo, pertenecería menos a Josafat que a su hermano. Entonces la pregunta había de ser: ¿qué haría Moisés con ella cuando la encontrase Josafat? No todos aceptaban una duda tan inquietante; los había, menos crudos, que envolvían a los dos hermanos en una aureola inofensiva, rosácea. El paso de los años fue consolidando esta apreciación y ganando adeptos; quizá fuera una mujer la primera en atreverse a teñir de leve romanticismo la tozudez de los dos hijos de la marquesa, es decir, la primera en expresarlo con palabras. Había, pues, dos líneas, la dura y la blanda; la primera circulaba más en lugares como La Venta; la segunda, en patios y cocinas.

Y entretanto la madre ejerciendo su traición a la vista, incluso, de sus hijos, como diciéndoles: «Lo hago para demostraros que, aun haciéndolo, todo sigue igual entre nosotros». Había que ser un tipo muy especial, como don Manuel, para no hacer distinción entre la carrera industrial de Cristina y la del resto de los capitanes de empresa, incluido su esposo, o principalmente él. Pues la parte más tradicional de nuestro pueblo desde el principio vio con agrado, incluso orgullo, el que vascos como ellos triunfaran en aquel combate por la riqueza. No es que pensaran: «Ya que ha de ser así, que sean buenos vascos los que nos exploten», sino que no advertían tal explotación en industrias en las que amos y criados fueran vascos. Cristina no les inspiraba ningún recelo, no sólo era de la tierra sino del Partido Nacionalista Vasco, es decir, era de la mejor clase de vasca. Si esa parte de nuestro pueblo repudió la industrialización no fue por miedo a los cambios sino a un solo cambio, al cambio de manos del poder político, que pasaría de la burguesía rural a la industrial. Cristina, tan sensible a los atentados a su causa, fue de las primeras en hacer algo más que lamentarse, quizá por tener demasiado cerca, en su propio hogar, al enemigo. Lo que revela que no lo tenía por tal en 1879, cuando se casó con él; entonces, sencillamente, hizo lo que se estilaba entre la nobleza rural: unir el declive económico a ferrones enriquecidos, a hombres del hierro, como decía don Manuel que decían los Baskardo de Sugarkea. «Aunque», añadía, «ello no significa que Cristina y los de su clase fueran la antítesis, es decir, hombres de la madera —según, también, el viejo lenguaje de esos Baskardo—, pues en esto unos y otros se debatían en la misma prostitución. Pero aún se conserva algo de lo que fuimos en un principio —o en el Principio—, en el mejor de los casos, la memoria, el recuerdo, el dolor de los que aún pueden intuir lo perdido». «Usted lo supo a través de aquellas llamas de mi tío abuelo», le dije. «En 1907 lo pudo saber cualquiera de nosotros». «Cualquiera que sólo tuviera catorce años». Y él: «Entonces pareció también que yo era el único con catorce años en nuestro pueblo».

Pero ni siquiera Cristina se encontraba en el mejor de los casos; me refiero a que ni a ella le quedaba la memoria, el recuerdo, el dolor por lo perdido: se limitaba a defender lo único que había heredado y conocía. Había dejado de existir el viejo pueblo de los hombres de la madera, ocupando su lugar el nuevo pueblo de los hombres del hierro, más virulentos que nunca por presentir que, al cabo de tantos milenios de predestinación, se hallaba próxima la edad de su apoteosis. Hombres como Camilo Baskardo se habían quedado sin enemigo, de modo que hubo que reinventar una caricatura del perdido mundo de los hombres de la madera para tratar de frenar a los hombres del hierro. Fue la misión de Sabino Arana. Una cruzada, dirigida más contra algo que por algo; tan cargada de fe como todo nacionalismo acosado. Decía don Manuel: «Pero teníamos, tenemos derecho a defender lo nuestro, lo vasco». Y yo: «Lo poco o nada que queda de ello, y usted sabe a lo que me refiero». «Pero ¡Dios mío!, aquello existió. Y si ahora lo queremos desenterrar…». Yo le cortaba: «Posiblemente sólo usted lo podría hacer, por haber recibido de aquel rebaño la revelación de cómo fue antes todo esto. Usted y los de Sugarkea, que siguen viviendo en lo de antes y, por tanto, no necesitan desenterrar nada». «¡Queremos salvar lo salvable!». «¿Ese triste residuo?». Y él se encendía: «¿Por qué te ensañas, si todos los pueblos del mundo han perdido lo mismo que nosotros?». «¿Acaso lo saben?». «Tampoco lo sabe nuestro pueblo». «Pero usted sí lo sabe. Usted sabe que los suyos luchan por casi nada. Su último pecado fue la matanza de aquel rebaño de llamas». «Pecadores o no, necesitamos salvar lo salvable». «Ni siquiera eso. Su conflicto es el de los viejos pueblos que no saben evolucionar, que aceptan lo nuevo sin dejar de pregonar que pertenecen a lo viejo. Es jugar a dos barajas, engañarse con una coartada. Todos ustedes se inventan a sí mismos, Cristina se inventa a sí misma, cuando la verdad es que son ya hombres del hierro. ¿Tanto les cuesta desprenderse de esa fe? Cristina tuvo conciencia de su felonía. ¿Por qué, si no, le buscó a usted para pedirle perdón?». Sus diarios desplazamientos a Bilbao comenzaron hacia 1904. Getxo la veía pasar muy de mañana en su birlocho tirado por un caballo y el cochero de polainas rojas al pescante, y al principio se preguntó qué compras del demonio tendría que hacer tan temprano y con esa frecuencia; y si no eran compras sino visitas, aún resultaba menos explicable. Oía la misa de ocho de don Eulogio en San Baskardo y a las ocho y media ya rebasaba La Venta en dirección a Bilbao. «Ahí va la marquesa a barrer las calles de la capital», o cosas parecidas, decían las gentes. Hasta que se cayó en la cuenta de que ahora la familia disponía de dos birlochos. La culpa de que se tardara tanto en descubrirlo fue de Camilo, quien, al parecer, evitaba que su birlocho coincidiera en sus viajes con el de ella, y lo consiguió durante varias semanas. Habría cambiado de misa de haber sido su costumbre oír la de don Eulogio; tampoco tuvo que cambiar de iglesia, pues ya en la última década del siglo acudía a la de San Ignacio, en Algorta, huyendo de aquel cura que había hecho causa común con su esposa. Con el tiempo, el pueblo empezó a contrastar las noticias de quienes habían visto el birlocho de los Baskardo-Oiaindia a la puerta de San Ignacio con los que lo habían visto, a la misma hora, en San Baskardo; o las de quienes lo habían visto camino de Bilbao a las 8:45, con Cristina dentro, con los que lo habían visto, camino de Bilbao, a las 8:55, con Camilo. La gente se tomó en serio el asunto y, al fin, no necesitó ver juntos los dos birlochos para establecer la duplicidad. «Coño», dijeron, «ya no se aguantan ni dentro del mismo txintxorro». Pero, exprimida la anécdota, quedaba la cuestión principal: ¿por qué dos birlochos? El único existente hasta entonces era de uso casi exclusivo de Camilo, muy pocas veces lo necesitaba Cristina, sólo para ir a misa los domingos —el resto de la semana iba a pie— con toda la familia, incluido su esposo, o realizar algún viaje excepcional; era una vasca de su etxe, sus ocupaciones se centraban en el hogar. En cambio, él era un voraz trotamundos de la geografía local, viajes breves pero intensos, no dando tregua al birlocho desde primera hora de cada jornada laboral, pasando de uno a otro despacho de su poder para tomar decisiones que revulsionaban la vida de su pueblo. En muchos años la familia no necesitó dos birlochos. Saltaba a la vista que el cambio lo había traído Cristina. «Es ella la que ha traído el segundo birlocho», concluyó la gente.

Cuando Getxo descubrió esto se preguntó por las razones que la llevaban diariamente a Bilbao. Se descartó la de un amante (no habría sido descabellado a sus cuarenta y siete años, o quizá por ellos; más de uno aprovechó la oportunidad para comentar por qué había esperado tanto padeciendo un matrimonio como el suyo), por no vérsela en ese papel. Se empezó a sospechar la verdad cuando se celebraron en su casa las primeras reuniones industriales, a las que acudían prohombres del mundo nacionalista e ingenieros ingleses, la fusión dinero-técnica que tan buenos resultados estaba" dando en las últimas décadas. Cónclaves así no eran ajenos a aquella casa, pero hasta entonces sólo auspiciados por Camilo. El pueblo entendió pronto que la marquesa se estaba saliendo del tiesto.

El segundo birlocho, pues, delatando algo más que un capricho: un reto, un duelo, una rebelión y el estreno de un comportamiento insólito —en nuestra tierra en aquel tiempo— en una mujer, por muy marquesa que fuera. Al cabo de varios meses del descubrimiento de los dos birlochos, hubo la certidumbre de que, al menos, sus horarios eran compatibles, tanto a la ida como a la vuelta. Además, los marqueses habían cuidado siempre de ofrecer a Getxo una imagen de familia unida yendo toda junta a misa los domingos en el primer birlocho. La aparición del segundo sólo podía ser reflejo de una guerra abierta. Porque con frecuencia —especialmente, en el viaje de ida— los vehículos se encontraban y a veces habrían chocado de no mediar la pericia de sus respectivos cocheros, pues los esposos no desviaban un ápice sus miradas, dirigidas al frente como inmovilizadas por pernos. De modo que vino a recaer sobre los cocheros la responsabilidad no sólo de desviarse de la catastrófica línea recta que les marcaban inapelables los ojos a sus espaldas, sino también de simular que no se habían visto entre sí. Igualmente, en tales ocasiones los cocheros no se saludaban, aunque lo habían hecho poco antes en el jardín mientras esperaban a sus señores dando el último lustre a los metales. Sólo en los dos o tres primeros encuentros hubo vacilaciones por su parte, cuando aún no habían establecido las normas por las que se regirían en lo sucesivo; y las acordarían sin palabras ni, posiblemente, sin miradas ni gestos, extrayéndolas de las propias exigencias de la situación; ensayándolas unilateralmente, sin atreverse siquiera a comprobar si coincidían con las normas del otro, pero sabiendo que sería así. Se vieron tan atrapados por la novedad de la comedia que se contagiaron de la particularidad de sus protagonistas, llevando su celo más allá de su obligación de simples cocheros.

—Estaban asustados —oí comentar alguna vez a don Manuel—. Se veían en el centro de un drama que desbordaba la vulgaridad de unos simples esposos irreconciliables.

—¿Estamos pensando usted y yo en el mismo drama? —le dije yo.

—¿Puede pensarse en otro que no sea el de aquella mujer lanzándose como una walkiria a la defensa de su pueblo?

—El mío es un drama dentro de otro drama. Es un drama por el que alguien tuvo que pedir perdón a alguien.

Cristina y Camilo anegaban su casona de una atmósfera irrespirable, a pesar de ellos mismos; se trataba de encubrir con malos parches —como el de mostrarse la familia unida en la misa del domingo— la verdad de su profunda ruptura; y lo hacían, en gran parte, por las lenguas de la servidumbre, y ésta, la servidumbre, sabía que era así, como también que se esperaba de ella que chismorreara. Pero estos convencionalismos saltaban por los aires en la carretera al encontrarse los birlochos, al desentenderse los señores de sus mirones, despreciando incluso a sus cocheros, instalándoles abruptamente en una situación insoportable y sobre todo nunca imaginada. Porque una cosa era poner a caldo a unos amos que incitaban a ello intentando ocultarles la verdad —o jugando a ese juego—, y otra recibir de pronto de esos amos una confianza tan extrema que hasta desnudaban crudamente ante ellos sus miserias, y una actitud así era capaz de transformar de raíz a los desprevenidos. En el primer estupor, los cocheros clausurarían sus lenguas y se sentirían orgullosos de sí mismos, sin saber exactamente por qué. No intercambiarían un solo comentario, asombrándoles el poco esfuerzo que les costó conseguirlo. Es posible que esa satisfacción personal la disfrutaran ya con lucidez a partir de las preguntas lacerantes de los otros servidores de la casona acerca del comportamiento de los birlochos, y cuando los cocheros descubrieran el desconocido placer de callar.

Pero sólo era una parte. Luego vino el descubrimiento de que los señores se les habían entregado sin condiciones, que eran ahora como niños desvalidos a los que era preciso salvar de su propia ciénaga, que esperaban de sus cocheros un lubricante que hiciera mínimamente viable la colisión entre los dos orgullos, algo así como una ley de tráfico para birlochos. No se trató de servilismo sino de piedad. El pueblo se preguntaba en qué momento de cada jornada empezarían los cocheros a aplicar su normativa, si al emprender el viaje o esperarían al encuentro —que no siempre se producía— en la carretera, y finalmente se inclinó por esta opción, dado que los birlochos tomaban rutas diferentes ya ante la misma puerta exterior de la finca (el de Cristina, hacia la iglesia de San Baskardo, y el de Camilo, hacia la de San Ignacio), de modo que lo que ocurriera antes importaba poco por ocurrir en el jardín, pertenecía al régimen interior de la casa, es decir, a la servidumbre en general y no sólo a los cocheros. La responsabilidad de éstos se ponía en marcha al término de la misa, o incluso minutos antes, cuando debían hacer cálculos acerca de la velocidad laboral de los oficiantes, para averiguar en cuánto tiempo concluía su misa cada uno y el respectivo birlocho tomaba la salida. Don Eulogio del Pesebre solía ser el más lento, excepto si había cambio de cura en San Ignacio y al viejo le daba aquel día por madrugar y relevaba al joven y su misa se prolongaba aún más que la de San Baskardo. Así, pues, resultaba posible saber con cierta antelación qué birlocho alcanzaría el primero la carretera general, o cuándo confluirían en ella casi al mismo tiempo, incluso tan al mismo tiempo que se rozaban los morros de los caballos. Era, claro, una incitación a las apuestas, y durante varios años las mañanas contaron con un motivo de excitante evasión que aliviaba un poco el comienzo dramático de cada jornada de trabajo. Siempre había algún vecino que pasaba por allí y podía hacer de juez ocasional. Las apuestas para cada carrera empezaban a cruzarse la víspera ante los mostradores de poteo, y se cerraban cuando las dos misas iban por los ofertorios, o sólo la más retrasada, dando entonces pie a las ventajas.

Durante algún tiempo, las gentes no cayeron en la cuenta de que el desenlace de la carrera se producía ya en el mismo Getxo, que sobraban los restantes trece kilómetros hasta Bilbao; se producía cuando el primer birlocho, o los dos, pisaba la carretera general; el ganador en Getxo —siempre lo había: incluso en una competición o guerra o destrucción o lo que fuera como aquélla, imperaba la lógica— lo sería igualmente en Bilbao; el birlocho que tomaba la cabeza no la perdía hasta el final, y se empezó a sospechar la verdad al advertir que ni siquiera había de esforzarse para ello. Algún tiempo más de observación reveló la existencia de aquella ley de tráfico que se sacaron de la manga los dos cocheros, por la que no sólo no se adelantaban jamás el uno al otro sino que mantenían una distancia constante de los vehículos a lo largo de todo el viaje, imponiendo algo así como una tierra de nadie o una garantía de incontaminación. La chispa que convertía cada centímetro de la carrera en materia apostable era la ocasional detención del birlocho que iba en cabeza —era indistinto que fuera el de la marquesa o el del marqués—, bien para cruzar unas palabras con alguien o para resolver cualquier gestión; o la no menos ocasional desviación por una ruta secundaria para lo mismo. Estos imprevistos proporcionaban a las apuestas un incentivo adicional.

Hasta que un día el birlocho de la marquesa apareció ocupado por dos viajeros. Fue hacia 1906, es decir, dos años después del comienzo de sus viajes. Resultó un alivio ver a Román sentado junto a su suegra, suavizando la imagen de una mujer metida en cosas de hombres. Porque se tuvo la seguridad de que algo iba a cambiar. Antes de un año viajaba ya Román solo en el birlocho.

«Así está mejor», suspiró Getxo.

Quedó claro que Cristina había delegado en su hijo político la dirección de sus empresas: los altos hornos, el astillero, el banco, la naviera y las minas que ya poseía con otros nacionalistas; si no la dirección, al menos su representación. Sus socios también se tranquilizarían viendo que así terminaba su salida del tiesto. Al fin, pues, la propia Cristina lo comprendió, supo que no sólo su esposo le acusaba de vestir pantalones, y recurrió a Román. No disponía de otro hombre en la familia: Josafat no sólo era, cuando menos, incompetente, sino que había desertado de ella y abrazado la causa del padre; y Moisés —en quien, sin duda, tanto el padre como la madre depositaron durante años sus esperanzas— vivía su destierro en Ceilán. Román vino a solucionarle a Cristina su problema. Aunque sólo a última hora se acordaría de él, la verdad es que resultó un camuflaje para su pecado de industrialización, como decía don Manuel; la cortina de humo que trata de ocultar lo que salta a la vista, o siquiera nublar los contornos de la contradicción, y así pudo parecer que, al final, quedaba a salvo lo único que importaba. Me refiero a que sobre los hombros de Román Pérez de Angulema, «el Roto», el maketo, cayó justicieramente el estigma de aquel nuevo atentado a nuestra tierra, esta vez traído de la mano de una ostentadora de la pureza vasca, dando opción, a quien necesitara eximirla de pecado, a que lo hiciese.

—Quieres decir que fue como si cada cosa retornara a su sitio en nuestra repisa, ¿no? —decía don Manuel.

—Así sería, en el supuesto de que ninguno de ustedes ignorara la verdad, quién estaba detrás del pelele. Y entonces, ¿cómo…?

Nos mirábamos. Y yo, una vez más, había de salir de mi asombro perpetuo y repetirme: «Cuándo me convenceré de que si un adulto se distingue por el uso que hace de su razón, ellos no…». En ocasiones como ésta era él quien acudía en mi ayuda:

—Debes comprender también que nos sobraba Román.

Se adivinaba, incluso, un asomo de reto en su tono.

—No me lo jure —decía yo—. Ustedes están construidos a prueba de rayos.

—Cristina nos favoreció con ese regalo tranquilizador. No lo necesitábamos, ni siquiera era justo que se lo agradeciéramos, pero nos lo entregó, lo tuvimos.

—Y ella, ¿lo necesitaba?

—Hubo un momento, un día, la tarde de aquel día, en que sí, lo necesitó, pero el bache pasó pronto. Se trató de un mero decaimiento. Se encontraría, de pronto, desnuda ante sí misma y se asustó. Si entonces vino a la puerta de la escuela a solicitar un perdón fue porque el camuflaje de Román se le reveló vano. En realidad, no se había dispuesto para ella.

—Me cuesta creer que me esté hablando en serio.

—¿En serio?

—Usted me está contando una situación de cuento de hadas.

—¿De cuento de hadas?

—¿Por qué repite mis palabras si ni siquiera le asombran?

Don Manuel añadió pacientemente:

—No necesitamos de ningún camuflaje y nos indigna que alguien piense que lo necesitamos. Si prolongo el juego es únicamente por ti, por vosotros.

—Entonces, si el juego con Román no se montó para ella, ¿para quién se montó?

—Nadie lo montó, nadie lo necesitó, surgió por sí solo. Nadie lo necesitó, excepto vosotros. Para que os tranquilicéis pensando que nuestro orgullo tiene fisuras.

Todo hace suponer que Román tardó menos de un año en dominar las interioridades de las empresas de su suegra y en que los otros socios asumieran al que desvirtuaba el espíritu que animaba todo el tinglado. Me imagino que Cristina hubo de mostrar cierta firmeza —quizá le bastara la naturalidad— para vencer la resistencia del grupo a la presencia del maketo; resistencia que no se expresaría en palabras, ni siquiera en gestos o actitudes. Se trataba de la misma firmeza —o naturalidad— que hubo de emplear antes contra ella misma, al sentirse huérfana de apoyo masculino y fijar su atención en el único pariente aprovechable y luego decidir elegirlo. Era la segunda intrusión de Román en el reducto sagrado. La primera fue su forzado matrimonio con Fabiola tras el escándalo de la pareja sorprendida durmiendo en la ermita del Ángel.

De modo que únicamente Román. Decía don Manuel: «Por suerte para ella, Cristina no podía pensar, le rodeaban tantos destrozos que sólo la movía el instinto de supervivencia». Si hubiera sido una mujer con sentido del humor, habría soltado la carcajada al anunciarle a su yerno: «Mañana iremos y te presentaré a todos», y, transcurrida aquella noche sin una sola de las carcajadas que se merecía el momento, realizaron juntos el primer viaje en el birlocho.

Ya que no su sentido del humor, Cristina pondría en juego toda su entereza y toda la carga de digno y contenido dramatismo. El sarcasmo perdió una buena oportunidad de suavizar lo irremediable, y fue ella quien salió perdiendo, pues agarró en crudo y con ambas manos su propia decisión y se encararía —don Manuel se negaba a sustituir esta expresión por otra más consoladora para él y para mí. «¿Acaso no demostró valor enfrentándose a lo que tenía toda la apariencia de un suicidio?», protestaba— a su pariente y le diría: «No sólo te he tratado siempre con respeto sino que he llegado a quererte, y me enorgullezco de ello. Hoy necesito que tomes a tu cargo, como hombre, una de las dos mitades de esta familia que no tiene hombre».

Pero ahora su problema era más amplio, desbordaba el mero ámbito familiar para alcanzar abstracciones tales como patria, destino e identidad de un pueblo, raza y cosas así. Estoy hablando de la especie de caballo de Troya que iba a introducir en aquel proyecto salvador de empresas vascas con amos vascos y obreros vascos, en el que a Román no le asignaba un irresponsable puesto de obrero sino de director, de ejecutor, de amo. Era la apoteosis del sarcasmo. «Pero no debemos verlo como derrota sino como rectificación. No habría dado ese paso sin la experiencia que le precedió, la forzada convivencia con ese hombre, que derivó en presencia soportable y acabó en buen entendimiento. Rectificación que le honra. El siguiente paso ya fue más fácil», decía don Manuel. Y si yo le apuntaba que el análisis del segundo protagonismo de Román no debía ser liquidado de manera tan simple, que lo que allí se hallaba en juego era nada menos que la reconquista del poder económico del país, es decir, del poder, y que Cristina no vaciló en echar mano de lo que fuera, incluso de lo más despreciado hasta entonces, él replicaba: «No le quedaba otra opción, y lo prueba que aquello tuviera un aire de suicidio». «Más bien, simulacro de suicidio», decía yo. «Un simulacro montado para impresionar a creyentes como usted, porque ni ella ni sus cosas corrían ningún riesgo. No le resultó cómodo, admito que temblaría su mala conciencia, pero lo hizo, como hizo lo otro. Ambos actos pertenecían a la misma desesperación. No pierda usted la esperanza de verla cualquier tarde, por segunda vez, a la puerta de la escuela. Lo hizo y basta. Se alió con el diablo, se sirvió de él». «Ya no era diablo, comían a la misma mesa, se entendían». «No fue decisión suya el meterlo en su hogar, pero sí lo fue el convertirlo en profanador de aquella guerra santa. ¿No ve la diferencia? ¿O es que aquella guerra no era tan santa?». Y lo mismo el grupo de industriales protovascos pretendiendo convencerse y convencer a los demás de que iban a traer una industrialización distinta, sólo porque sería vasca, en la línea de la fe que otorga diferenciación a cuanto toca: la vieja aristocracia del país estremeciéndose ante la pérdida de sus privilegios, su hegemonía política y moral, su papel de centinelas de la tradición, altos valores todos ellos dependientes de algo tan inicuo como el poder del dinero; la mentalidad rural de los míticos jauntxos precipitándose a tapar aquel agujero por el que se colaba la modernidad de los nuevos bárbaros, aquellos hombres del hierro —como decía don Manuel que decían los Baskardo de Sugarkea— a quienes los hombres de la madera sólo podrían vencer si se convertían, a su vez, en hombres del hierro, con todas sus consecuencias. Cristina llegó hasta ellos conduciendo a su yerno de la mano. El grupo miraría al intruso de arriba abajo en el gran despacho de noble roble con paredes tachonadas de pinturas y fotografías de hornos altos, escenas mineras y barcos de la Vasca de Navegación. «¿Román Pérez de Angulema? ¿Pérez ha dicho?», silbarían. «Es mi yerno», diría Cristina. «¡Oh, sí!», volverían a silbar ellos. Sabrían desde el primer momento que lo acabarían aceptando. Entonces lo hacían por Cristina, mañana, quizá, Cristina lo haría por ellos. Bueno, y aquel Pérez era de su familia. «Con todo», pensarían, «ojalá no existiera, ¡maldita sea!, ojalá a Cristina no se le hubiera ocurrido sacarlo de Getxo. No fue lo pactado. Lo pactado fue sin salirse de nuestra gente. Aunque, ¡maldita sea!, ¿cuándo dejaremos de ser aldeanos para ser realistas? Tampoco fue lo pactado que Cristina siguiera metiendo las narices como el primer día, pues ni uno solo de nosotros dejó de creer que regresaría a su cocina en cuanto su idea estuviera en marcha (la idea fue suya, nadie le quitará eso; quizá lo único que hizo fue adelantarse a lo que los demás pensábamos hacer de un momento a otro, pero fue la primera en hablar, de ello no hay duda, aunque no vamos a levantarle una estatua por ello; puestos a decirlo todo, era esperable que fuera la primera en soltar su lengua, tratándose de una mujer, y en esto sí que nos llevaba ventaja), en vez de andar refiteleando a nuestro alrededor, sin faltar a un solo consejo y, ¡maldita sea!, sentándose siempre en el sillón de la presidencia y paseando su mirada de etxekoandre industrial, financiera, naviera y demás por todos nosotros como si fuera una maestra vigilando que sus alumnos no se metan los dedos en las narices. Y sostenemos entre nosotros que una etxekoandre nunca podrá ser una capitana de empresa como es debido. Sería terrible, ¡maldita sea!, que quedara en la gran historia que entre los hombres elegidos por Dios para salvar a los vascos había metida una mujer».

Lo hicieron, también. Se revistieron de las mismas maldiciones que atribuían al enemigo y cerraron los ojos para cometer el mismo estropicio. Como cualquier bárbaro, caminaron por la ruta de la destrucción de la vieja herencia recibida y sus nombres —vascos, todo lo vascos que era ya posible— serían entronizados al advenimiento de la apoteosis de la Edad del Hierro. Su coartada fue la mayor de las coartadas: el propio sentimiento convertido en fe, golpes de pecho al ritmo de la respiración de los altos hornos para advertir al resto de los creyentes que lo que veían no era otro exceso de otros bárbaros ellos; sino la guerra santa en defensa de la fe en la patria común. «Nosotros lo guisaremos y nosotros nos lo comeremos», dijeron. «Todo quedará en casa. Nada cambiará, todo seguirá igual. Lo que veis no es lo que veis. Nosotros no somos ellos». En las fiestas patronales de las aldeas viajaban hasta las plazas disfrazados con kaikus y abarkas y bailaban a lo suelto al son del txistu y el tamboril y alternaban con las gentes sencillas, apostaban en las pruebas de bueyes y en la pelota, empapándose de lo rural hasta la otra fiesta. «Nuestro pueblo es inmortal», se consolaban. Lo hicieron, pues, también, y a mí me corresponde gritar por don Manuel, por si él ni siquiera a escondidas lo ha gritado nunca: ¡Malditos seáis! ¡Malditos! ¡Malditos!

De momento, parte del pueblo se entregó a la ilusión de la variante en las apuestas que representaba la aparición de el Roto en el birlocho, sentado junto a su suegra; la otra parte, es decir, las mujeres, fueron al grano, como siempre, se enzarzaron en conjeturas a media voz y pusieron en marcha los rumores. Porque no era lo mismo que cada mañana de día laborable —aunque no era raro verles a la misma hora siendo festivo, a uno solo e incluso a los dos, y la gente decía: «Los pobres como ellos no pueden perder un día de jornal si quieren comer patatas»— disputaran la carrera de rigor ambos birlochos con sendos ocupantes, a que de pronto uno de ellos empezara a viajar con dos. A las apuestas de un birlocho contra otro se añadieron las de un solo birlocho, cuánto tardaría el Roto en volver a quedarse en casa, es decir, en ser rechazado por los socios de Cristina; la persistencia de suegra y yerno, mañana tras mañana en el birlocho a lo largo de un año, trajo el decaimiento de estas apuestas y su olvido, hasta que empezó a faltar Cristina, al principio un día sí y otro no, y acabando por desaparecer, cediendo a Román todo el carruaje. La gente dijo: «Ahora sí que ha entrado en la familia», y las apuestas volvieron a la monotonía de los dos birlochos con un solo ocupante.

Sí, lo hicieron. Ella también. Ella, Cristina, principalmente. Cristina Oiaindia Kordaberatz. Cometieron la traición sin que se alterara un solo músculo de sus rostros. Los muy malditos lo hicieron. Ella no fue una excepción.