Junio de 1907
Aita dice:
—¡A cualquier cosa le llaman cacería estos aldeanos!
Estamos en el balcón Aita y yo solos. Me sonríe y yo le sonrío.
—Dicen que esos animales son llamas… ¡Bah, simples borricos! Contra nuestros leones querríamos verles a estos aldeanos, ¿eh, Jaso? —dice Aita.
—¡Contra nuestros leones! —digo.
Es domingo. Getxo anda revuelto desde anteayer. Dicen que Saturnino Altube ha recibido de América un rebaño de fieras hambrientas… —¿fieras?, ¡ja!…— que se le han escapado y están devorando los sembrados y atacando a las personas. Todos los cazadores de Getxo han salido a cazarlas y les vemos pasar en grupos ante nuestra casa con sus escopetas de perdigones.
—¡Jaso, descuelga nuestra cabeza de león y tráela a que la vean esos valientes de ahí abajo! ¡Y que los criados vengan con baldes de agua para echársela por la cabeza cuando se desmayen! —dice Aita.
Dejo corriendo el balcón.
—¿Adónde vas? —dice Aita.
—Al salón, a descolgar… —digo.
—¿Por qué nunca entiendes una broma, Jaso? Déjalo, sería demasiado para ellos —dice Aita.
—¡Ninguno se atrevería a venir con nosotros a África!, ¿verdad, Aita? —digo.
—¡No están hechos de tu pasta, Jaso! Siempre supe que eras de mi misma pasta, que tú y yo haríamos grandes cosas juntos. ¡Siempre lo supe, maldita sea! Estoy muy orgulloso de ti, hijo. Tú mataste a ese león de abajo, no yo. Convéncete de ello. Disparamos a un tiempo los cuatro, pero fue tu bala la que le abatió, no las nuestras. ¡Un tiro maestro! Pocos conservan el buen pulso ante un gran león macho atacándole a uno. ¡El trofeo del salón te pertenece, hijo! —dice Aita.
Aita me habla sin volverse, apoyadas sus manos en el antepecho del balcón y mirando hacia fuera. Es como si me hubiera hablado su espalda… Veamos: estábamos en un claro de la selva y el león rugió antes de dejarse ver. «¿Qué te pasa, Jaso? ¡Es sólo un león!», dijo Aita. Los negros retrocedieron y nos dejaron solos al cazador blanco, a Román, a Aita y a mí. El cazador blanco recogió del suelo mi fusil y me lo puso en las manos, e incluso puse mi dedo en el gatillo. «Puede apuntar hacia aquellos matorrales, señor. El león saldrá por ahí», dijo al cazador blanco. Y añadió: «Apoye la culata en su hombro, señor, y apunte». «No se preocupe tanto. Mi hijo lo sabe hacer perfectamente. ¿No es verdad, Jaso?», dijo Aita. Se apartaron los matorrales y allí estaba… Como en los dibujos a plumilla de mi zoología… Miré a derecha e izquierda, al cazador blanco y a Aita, y allí estaban también, y Román detrás… «Apunta, Jaso, y espera nuestra orden para disparar», dijo Aita. Pensé en Martxel, en su carta, en los tigres que mata en Ceilán, y deseé tenerle a mi lado. ¡Martxel, Martxel! Pero estaba Aita, mirándome a mí y mirando al león. Y pensé en Martxel, mirando a los tigres y mirándome a mí. ¡Yo también, Martxel, yo también! «¿Qué te pasa, Jaso?», dijo Aita. «¡Apunta y dispara! ¡Apunta y dispara! ¿Qué te pasa, Jaso? ¿Es que vas a disparar de rodillas?». Bueno, y yo también disparé. Estoy seguro. ¿Verdad que disparé, Martxel? El gatillo quedó tan hundido en la carne de mi dedo que luego el cazador blanco no lo podía sacar. Aita y Román me agarraron por los sobacos y me levantaron. «Jaso, ven a ver el león que has matado», dijo Aita. Me sostuvo por la cintura para dar los primeros pasos y luego no sé qué les ocurrió a mis piernas, y el león estaba algo más cerca, muerto. Creo. «¿Qué te pasa, Jaso? ¿Por qué no vienes a tocar al león que has matado?», dijo Aita. Él ya lo estaba tocando, y también el cazador blanco, y también Román. «¿Te duele el hombro, Jaso? Estos rifles nuestros son de gran retroceso. Habrá que mejorarlos en el próximo modelo», dijo Aita. Me toqué el hombro, no me dolía. Tampoco recordaba haber apoyada la culata en él. Sin embargo, si yo maté al león, tuve que disparar, y para disparar hay que apoyar la culata en el hombro. Y no lo recuerdo. Es que era mi primer león. Estoy seguro de que Martxel tampoco se acordará de haber apoyado la culata en su hombro al matar a su primer tigre. «¿Estás contento, Jaso? No te hemos pedido permiso para tocar a tu primer león», dijo Aita. Abro el rifle: sí, he disparado, falta una bala. ¡Yo he matado al león!
«—¿Adónde te llevas a mi hijo? ¿Qué vas a hacer con mi pequeño? —dijo ama.
»—Pregúntale a él qué quiere hacer, al fin, de sí mismo —dijo Aita.
»Estamos en el taller del sótano, engrasando los rifles. Ama está en lo alto de la escalera de piedra, en el último peldaño, tiesa, aunque no tanto como antes de…
»—A veces, allí, la vida depende de una gota de grasa en un rifle —dijo Aita.
»—¡Mi hijo no pertenece a tu mundo de suciedades y asesinatos! —dijo ama.
»—No hay música mejor que la del deslizamiento silencioso de un metal sobre otro —dijo Aita.
»—Sí, sí —dije—, me gusta hacer que resbalen las piezas cubiertas de grasa como los patinetes con los que ella siempre me prohibía jugar en la carretera… ¡Fiu, fiu, fiu…! —Y hago resbalar una pieza sobre otra, y si el roce hace ruido echo más grasa, hasta que ni siquiera se oye un seeeehhhhsssss, hasta que no se oye nada, hasta que todas las piezas del rifle que tengo entre manos parecen de seda. Ella está en lo alto de la escalera esperando de mí que arroje contra la pared los metales del rifle y huya del sótano y me deje conducir por ella a la habitación de mis juguetes de madera, ella siempre me los compraba de madera, mientras que Aita siempre me los compraba de metal. Únicamente con el metal se pueden matar fieras en África, no con la madera. Dice Aita que los negros de África cazan con lanzas y flechas de madera y que siempre mueren varios de ellos antes de cazar su fiera. Martxel también mata tigres con rifle, porque las partes más importantes de los rifles son de metal, y Martxel se encontró en Ceilán con el metal de esos rifles y por eso pudo escribirme aquella carta. Un día se la enseñé a Aita, la leyó y me dijo: «Así se expresan los hombres. Pronto tú también podrás escribir una semejante. Estoy seguro de que la podrás escribir, Jaso. Seguramente, ya podrías hacerlo en este momento». Si le pasé la carta es porque yo podía escribir una igual, siempre que en cada sílaba no dejara de pensar en Martxel.
»—Destrozarás a nuestro hijo. Él es distinto a todos. No le conoces como le conozco yo —dijo ama desde lo alto de la escalera, tiesa, aunque no tanto como antes de…
»—El futuro de la humanidad está en los metales. Los hombres más poderosos serán los que controlen más metales —dijo Aita.
»—No conduce a nada amar a la madera ni que la madera te ame a ti, porque es blanda y débil y llorona como un niño —dije, y ama suspiraba en lo alto de la escalera.
»—Recuerdas mis palabras, ¿eh, Jaso? —dijo Aita.
»—Pero sí tiene sentido amar a los metales y que ellos lleguen a amarte, porque son duros y fuertes se valen por sí mismos y su natural es no amarte, hasta que les demuestras que eres más fuerte y entonces se te doblegan y te aman —dije, y ella seguía en lo alto de la escalera, tiesa, aunque no tanto como antes de…
»—Veo que no perdiste una sola de mis palabras, Jaso, y que calaron muy hondo en ti, lo que habla mucho en favor de tu futuro —dijo Aita.
»—¿Tienes más grasa, Aita? —dije.
»—Sí, en ese anaquel, en ese tarro. La grasa es para los metales como las flores para las mujeres… ¿Por qué enrojeces, Jaso? —dijo Aita».
Miserables escopetas de caza llevan esos aldeanos. Sí, están fabricadas con algo de metal, pero no pueden compararse con nuestros rifles. Y no me refiero al enfrentamiento escopetas-rifles en general, sino a la comparación entre todas las escopetas y nuestros rifles fabricados en la fábrica de Éibar de Aita. «Te contaré un secreto», me dijo un día Aita. «No monté mi fábrica de armas de Éibar para ganar dinero, como sería lo natural, sino para crear un nuevo tipo de rifle. Contraté a dos armeros alemanes, hermanos, los mejores del mundo, y les dije: "Pongo esa fábrica a vuestra disposición. Meteos en ella y conseguidme el mejor rifle que el hombre haya podido soñar. Hasta el último tornillo que se fabrique aquí será para ese rifle". Pero, Jaso, que no lo sepa nadie, que no sepan los otros grandes que puse una empresa para no ganar dinero…, ¡perdería mi prestigio!». Y Aita rió hasta desgañitarse y yo también reí. Nunca vamos a África con los rifles del año anterior, siempre llevamos los últimos modelos que nos entregan nuestros armeros alemanes.
—Mira esas escopetas, Aita, sólo sirven para matar pajaritos. ¿Qué harían esos aldeanos con sus escopetas ante nuestros leones? ¡Echarían a correr con el rabo entre piernas! —digo.
Estoy junto a Aita, ambos apoyando las manos en el pasamanos del balcón, y mi mano derecha roza su mano izquierda.
—¿Acaso me quieres convencer, Jaso, de que tú también echarías a correr con el rabo entre piernas si te enfrentaras a un león con una de esas escopetas? —dice Aita.
—¿Eh? —digo.
—Estoy seguro de que no has querido decir eso, ¿verdad, Jaso? —dice Aita.
—¿Eh? —digo.
—Con rifle o escopeta, tú serías un digno hijo mío —dice Aita.
—¿Se puede matar un león con una escopeta? —digo.
—Es menos importante el arma que el corazón del hombre que la empuña —dice Aita.
—Pero los más fuertes son los metales, más fuertes que el corazón —digo.
—¿No sabes que el corazón puede ser de metal? —dice Aita.
Ahora son las diez y ya no estamos solos Aita y yo en el balcón, porque Aita se había metido otra vez en casa a mudarse de ropa y yo he visto venir a lo lejos un carro con cazadores y he vuelto la cabeza para dar unas voces y no sólo ha venido Aita sino también Fabi y Román. Aita se pone junto a mí, donde antes, y Fabi se me pone al otro lado, y Román junto a Aita, de modo que Aita y yo quedamos en medio, separando a Fabi de Román. Alrededor de ese carro marchan a pie algunos cazadores. Nos llegan, distantes, sus risotadas.
—Buena excusa para pasar un domingo lejos de sus mujeres —dice Román.
—Otros no necesitan de una cacería, o están en cacería perpetua —dice Fabi, y veo sus ojos cuando vuelve la cara hacia la derecha, aunque no me mira a mí, y son unos ojos que están llamando a las lágrimas, aunque están secos.
—Pues ahí veo a uno que no tiene mujer y va en ese carro —dice Aita.
—¡Oh, sí, un cura! ¿Quién es? —dice Román.
—¿Quién va a ser? ¡Don Estanis! No se perdería este julepe aunque lo excomulgaran —dice Aita.
El carro se acerca. Tira de él un caballo. Creo que es Braulio, el carnicero, quien lleva las riendas. En el carro no van sólo personas: hay una báscula y en el fondo un animal grande muerto. El carro se acerca. No van sólo personas. Los otros creo que son Saturnino Altube y su sobrino Juan. No van sólo personas. Va, también, el maldito bastardo. Miro a Aita: también lo ha descubierto. Miro a Fabi y a Román: también lo han descubierto. El maldito bastardo.
—Nunca había visto una llama. Son tan grandes como los burros —dice Aita.
—Pueden acertarlas hasta los ciegos —dice Román.
El maldito bastardo. Estoy seguro de que ya nos ha visto en el balcón, pero no se atreve a levantar la cabeza. Va sentado en el fondo del carro, vestido con un uniforme extraño que a lo mejor es el que usan los diablos en el infierno, el rifle vertical entre sus rodillas levantadas y en medio de cuatro perros.
—¡Pero si es Lingote, mi setter! ¿Cómo demonios ha llegado a manos de…? —dice Aita.
—Se lo habrá prestado el que lo compró —dice Román.
—¡No, maldita sea! ¡Ahora comprendo la sucia jugada del sinvergüenza de Ermo! ¿Qué comisión habrá sacado el muy…? —dice Aita.
Sí, nuestro setter. Aita se desprendió de él hace un mes. No lo vendió; fue más bien un regalo. Bueno, fue una medio compra de Ermo, el de La Venta. Llamó un domingo a la puerta del jardín y pidió hablar con Aita, que en ese momento recorría las caballerizas conmigo. «Usted tiene un setter que no le adorna mucho que digamos y vengo a comprárselo», dijo Ermo. No parecía nervioso, al contrario. No se había quitado la boina para retorcerla entre sus manos, como lo suelen hacer los aldeanos cuando hablan con Aita. Estaba en nuestro jardín y ni siquiera se había quitado la boina. «Mi setter es un buen perro y estoy muy contento con él», dijo Aita. Los ojos de rata de Ermo parpadearon. Aita se había levantado de buen humor y parecía divertirse con Ermo. «¿Por qué dices que no adorna mucho mi setter?», dijo. «Podría adornar a otras familias, pero no a la suya, señor marqués. Un setter siempre será un miserable setter», dijo Ermo. «Mi setter no es cualquier setter. Su pedigrí es perfecto y lo tengo en un marco. Ha ganado un primer premio y dos segundos. Es un buen perro de caza. Que te lo diga Jaso, que se lo lleva con él últimamente», dijo Aita. «Sí, sí», dije yo. «Pero sigue siendo un setter. A ningún rey se le ha visto nunca con un setter a sus pies», dijo Ermo. «¿A cuántos reyes has visto tú con setter o sin setter?», dijo Aita, con ojos chispeantes. «En vivo, a ninguno, todos en fotografía, y tampoco a muchos. Pero ni uno solo tenía trazas de querer un setter a su lado», dijo Ermo. «Me quedaré con él, si no te importa tener en Getxo a un marqués con setter», dijo Aita. «El perro no es para mí, ni siquiera un tonto como yo se interesaría por un setter así. Es que se ha encaprichado de él un niño enfermo», dijo Ermo. «¿Un niño enfermo?», dijo Aita. «Y sin recursos. No quise nombrarlo para que usted no pensara que buscaba enternecerle. Es un niño inválido», dijo Ermo. «¿Inválido?», dijo Aita. «Tiene cinco años y el otro día su padre lo paseó en brazos por esta carretera y vio al perro. El padre me contó en La Venta que el crío se lo pidió con lágrimas en los ojos. Ya sabe usted lo que son los críos cuando se mueren por algo, y más los inválidos. Jamás se me habría ocurrido regalárselo de haberse tratado de un tipo de perro propio de un marqués», dijo Ermo. «¿Qué te parece, Jaso? ¿Podremos vivir sin Lingote? Ya que es para una obra de caridad, te lo vendo barato: veinte duros», dijo Aita. «¡Veinte duros!», dijo Ermo. «Vale diez veces más. Es un perro especial», dijo Aita. «Creo que no es justo que le robe yo a usted toda la obra de caridad. Perderé diez duros de mi obra de caridad y se los paso a la suya. De modo que aquí van mis diez duros», dijo Ermo. Aita tenía un buen día y se echó a reír y ordenó a un criado traer al setter. No lo queríamos especialmente; se colaba por la verja y sólo venía a casa a comer y a dormir. Tampoco nos servía para cazar en África.
—¿Cómo no sospeché que detrás estaba…, estaba…? Deseaba un buen regalo para su niño a su regreso del curso de Oxford… Y no un buen regalo cualquiera sino uno arrebatado a… ¡Maldita persecución! Y, en medio, el sinvergüenza de Ermo sacándome el setter casi gratis y vendiéndoselo a… esa mujer… ¡Y menos mal que se lo vendería a un precio mucho más alto que veinte duros! —dice Aita.
Veo al setter enroscado a los pies del maldito bastardo. No duerme, pero tampoco levanta la cara para mirar a sus antiguos dueños. Parece encontrarse muy a gusto con el maldito bastardo.
—¡Traidor! —digo.
—No merece la pena, Jaso —dice Aita.
—¿Cómo puede estar con… él? —digo.
—¿Por qué no? ¿Acaso sabemos si se sentía querido por nosotros, querido y entendido? ¿Quién nos asegura que no hay otro Lingote tan desgraciado entre nosotros? —dice Fabi.
—¡Mataré a los dos! —digo.
—¡Qué miedo! Sé de alguien que también se iba a comer el mundo. ¡Qué miedo! —dice Fabi.
—No será difícil matar a ese perro de un disparo de casa a casa —dice Román.
—¡Qué miedo! ¿Crees que de esto, al menos, sí serías capaz? ¡Qué miedo! —dice Fabi.
—Nos está haciendo señas don Estanis —dice Román.
—Buenos días, señores —dice don Estanis.
No recibe respuesta. Viaja sobre el carro hombro con hombro con el maldito bastardo y le mira y nos mira a nosotros y tose.
—Martxel también querría matarlo —digo.
—Él tampoco merece la pena, Jaso —dice Aita.
—Por más que cierro los ojos sigo viendo todo lo que me rodea, porque mis párpados son transparentes —dice Fabi.
—¿Quién ha matado la primera llama? —dice Román, y lo dice en voz alta para que les llegue a los del carro.
Silencio. No sólo nadie responde sino que también se corta la palabrería que se traían los cazadores de a pie y la de éstos con los del carro. Hasta que, de pronto, dice un niño:
—¡Fue el hijo de Ella, en La Galea!
—¿Por qué lo he preguntado? —dice Román.
—¡Ah! ¡Ah!
¿Quién ha hablado? Ahí, en la terraza de enfrente, está la maldita mujer, cubierta de puntillas negras hasta el suelo y dándose sombra con la sombrilla, también negra.
—¡Ah! ¡Ah! —dice otra vez.
El maldito bastardo se pone en pie y la saluda con la mano.
—Cuidado —dice la maldita mujer.
A su lado está Madia o Magda con su último crío en brazos y los otros seis a su alrededor, incluidos los gemelos: no se mueven ni hablan. Nunca ha habido críos más silenciosos. Del interior de la casona sale ahora la voz aflautada de Santiago Altube: «¿Son de carne de comer esas llamas?». Pasa el carro, pasan los cazadores de a pie, pero allí se queda la maldita mujer, sin dejar de mirarnos a nosotros desde su terraza.
—¿Adónde vas, Aita? —digo.
Sale silenciosamente del balcón.
—¿No te gustaría ir con ellos a cazar esos bichos, Jaso? —dice Román.
—Aita dice que no es una cacería como las nuestras de África —digo.
—Y tú, ¿qué dices? —dice Román.
—Si esos aldeanos nos vieran por aquí con nuestros rifles creerían que están en una verdadera cacería —digo.
—Sin embargo, no te preocupa lo que piensen los aldeanos cuando salimos con escopetas de perdigones a cazar gorriones y conejos —dice Román.
—Es que a Martxel le gusta que mate cualquier cosa, incluso animales de nuestra tierra. Creo que lo que más le gusta ahora es que mate animales de nuestra tierra —digo.
—Y a ti, ¿qué te gusta, Jaso? —dice Román.
Al marcharse Aita, he quedado entre Fabi y Román. Hace tres años yo me encargaba de pasarles las cartas. ¿Lo haría ahora? ¿Por qué no, si ama se sigue mereciendo todo lo peor que yo haga contra ella? Llevo varios minutos sin hablar, sin moverme, sin hacer nada, para no estorbarles. Sería mejor que vivieran en casas distintas y se escribieran cartas, como antes, para yo seguir pasándoselas. ¿Por qué no se las escriben ahora? La gente no se escribe cartas dentro de una misma casa. O sólo los que, antes de vivir juntos, no se escribían cartas. Porque parece como si Fabi y Román las echaran de menos. Estoy seguro de que si Fabi o Román tuvieran para el otro una carta escrita en su bolsillo y aprovecharan que yo estoy ahora entre ellos para entregármela y así reanudar su comunicación contra ella, volverían a estar unidos. Llevan dos años como atontados, siempre lejos el uno del otro. Es como si no supieran hablarse, o se les hubiera olvidado, o prefirieran las cartas que tan felices les hicieron no hace mucho, gracias a mí. ¿Por qué no se escriben?, ¿quién les impide hacerlo? Saben que podrían contar conmigo, que ella sigue siendo mi enemiga. Porque no hay duda de que es ama la que aún está en el centro de todo. La obligaron a aceptar su boda y no les perdona. Es una bruja y les sigue martirizando, quizá con su sola presencia, su rostro agrio, su tiesura, aunque no tanta como antes de… Ellos saben lo que piensa y no se atreven a ser como quisieran. Incluso la pobre Fabi juega el papel de esposa resentida, confiando en que así ella le perdone mejor. Su única esperanza han de ser las cartas. Sólo podrán ser ellos mismos volviendo a las cartas.
A Martxel también lo destruyó. Martxel también ha vuelto a ser él mismo a través de aquella carta. Y yo también. Seguimos los tres en el balcón, yo en medio de Fabi y de Román. Román silba por lo bajo una habanera, sin mirar ya a los cazadores, que suben a lo lejos hacia Algorta, y ni uno mira hacia la terraza donde está Ella con la sombrilla, ahora sola. Ha hecho huir a Aita, pero no a mí. Sé que algún día la mataré, después de haber matado al maldito bastardo. ¿Lo has oído, Martxel? ¿Qué te parece? Tu hermano Jaso lo habrá arreglado todo para cuando tú regreses. ¿Te sientes orgulloso de mí? Y tampoco te preocupes de la bruja: entre Aita y yo la estamos venciendo; es como una cacería, la mejor de las cacerías… ¡Si vieras cómo la acosamos! ¡La estamos dejando sin terreno! Esta selva ya es toda de Aita y mía. Yo dirijo el salan y Aita es mi ayudante. Tu carta me hizo ver que tengo en mis manos todos los gatillos de esta selva. Soy tan fuerte que hasta el propio Aita me pide debilidad. Como aquel día en que Aita me entregó mi nuevo rifle: «¿Qué te parece, Jaso? Es el mejor de todos. Lleva tus iniciales en la culata de caoba». Me puse tan contento que corrí al jardín a matar todos los gorriones de los árboles, y empecé a disparar antes de haber visto uno, y me llegó la voz de Aita: «¿Olvidas, Jaso, que desde hace mucho tiempo los pájaros ya no se atreven a visitar este jardín?», y vi a ama en su balcón y oí su lamento: «Euskaria, ¿qué están haciendo de ti?», y entré en casa y corrí escaleras arriba y vi a la bruja ante su alcoba y le apunté con mi rifle. «¡Atrás, a tu cueva!», y ella, entre gemidos, se precipitó a encerrarse, y luego Aita me dijo: «No te excedas, Jaso, sigue siendo tu madre».
Descolgué el cuadro de mi dormitorio y encendí una fogata de leña en el salón para quemarlo, y vino Aita y me arrancó el cuadro de las manos. «¿Estás loco?», dijo, y vació una jarra de agua sobre las llamas y llamó a los criados para que las apagasen del todo, y cuando ama vino a por el cuadro, se lo entregó, y yo no hice nada por arrebatárselo, porque fue más terrible para ella que yo lo despreciara.
Por mucho que espero, ni Fabi ni Román hacen otra cosa que estar como estatuas en el balcón. No hablo, no hago ruido, no me muevo. Miro de reojo a uno y a otro, a sus ropas, por ver si descubro las esquinas de alguna carta sobresaliendo de algún bolsillo. Sin embargo, sé que las tendrán escritas.
—Entregádmelas de una vez, que ella no os ve ahora —digo.
—¿Eh? —dice Román.
—Me gustaría volver a oler el perfume de las cartas de Fabi —digo.
—¿Y a quién no? ¡Era un tiempo aún no traicionado! —dice Fabi.
—Sigo siendo el mismo mensajero. Confiad de nuevo en mí —digo.
—Pero, hermano, ¿podrías también restituirme a la Fabi de entonces? —dice Fabi.
—Era un feo animal el que llevaban en el carro —dice Román.
—No permitáis que ella os enmudezca. A ti también te estoy hablando, Román —digo.
—¿Qué? Si te explicaras claro, cuñado —dice Román.
—Os juro que en este momento se encuentra muy lejos de este balcón. La siento debajo de su cama, asustada de mí —digo.
—¿Debajo de la cama? —dice Román.
—¿Cómo me llamo? —dice Fabi.
—Fabi —digo.
—No, yo no soy Fabi —dice Fabi.
—¿Debajo de su cama? —dice Román.
—No os descubriría. Aunque es una bruja, sé que no ve a través de las paredes —digo.
—Las llamas, o como se llamen, son bichos antipáticos. Me ha bastado ver una para… ¿Debajo de la cama? —dice Román.
—No permitiré que ella os venza —digo.
—¿Vencernos? —dice Román.
—¡No permitiré que ella os venza! —digo.
—¿Cómo me llamo? —dice Fabi.
La maldita mujer sigue en su terraza, mirándonos. No la seguiría llamando maldita mujer si no fuera porque ha hecho huir a Aita. Tampoco llamaría maldito bastardo al maldito bastardo si no fuera por la repentina palidez de Aita al verle en el carro, después de todo un invierno sin saber de él. Quiero que sepa la bruja que ya no es por ella por quien los odio a muerte.
—¡Los diablos! ¡Los diablos! ¡Los diablos!
Estos gritos me despiertan.
—¡Los diablos! ¡Los diablos! ¡Los diablos!
No es una pesadilla más de las que me atacan. Estoy en mi dormitorio, sentado en la cama y despierto y sigo oyendo los gritos… ¿de quién?, ¿del jardinero? ¿Y si los gritos y yo en mi dormitorio y sentado en la cama y la luz que ya se filtra por las cortinas y los bultos familiares que me rodean y la insoportable certidumbre de que la bruja me acecha al otro lado del tabique son prolongaciones de la pesadilla de esta noche en la que alguien se reía a carcajadas viéndome atado a la pata de una cama? Pero resulta que no estoy llorando ni tengo miedo, como en otros tiempos. Ahora, al despertar me siento un hombre. Aunque la pesadilla de turno mantuviera el sudor frío sobre mi piel durante mucho tiempo, soy capaz de secarme las lágrimas a manotazos y saltar de la cama y descorrer las cortinas a tirones para mirar el mundo a plena luz, sin miedo, como un hombre.
—¡Los diablos! ¡Los diablos! ¡Los diablos!
Salto de la cama y descorro las cortinas.
—¡Los diablos! ¡Los diablos! ¡Los diablos!
No estoy en la pesadilla. Son las siete. Pego la nariz al cristal y miro. El camino de guijo flanqueado por macizos de rosales desde la puerta del jardín a la principal de la casa, está destrozado, como si un gran carro, demasiado ancho, lo hubiese recorrido. ¿Qué es este ruido bajo mis pies? Es como un trueno que no acaba.
—¡Socorro!
—¡Dios mío!
—¡Moriremos todos!
—¡Sálvese quien pueda!
—¡Es una plaga del Señor!
Esto oigo. El jardín se llena de criados en camisón huyendo despavoridos hacia los arbustos. El trueno bajo mis pies hace temblar la casa. ¿Es que aún no he despertado de la pesadilla de esta noche? Pero mi cama está vacía. Dicen que también se puede dormir de pie… ¿Se pueden tener pesadillas estando de pie? Me doy de cabezadas contra la pared para despertarme. Nada cambia, no se esfuma el trueno bajo mis pies, ni los gritos. Alguien abre la puerta.
—¡Hijo, ven, salvémonos!
Es la bruja. También está en camisón. Quiere tomarme de la mano.
—¡Atrás, falsaria! —digo.
Oh, sí, estoy bien despierto. No saborearía tanto su cara de horror si no lo estuviera.
—¡Ven con tu ama, que nuestro mundo se está hundiendo! —dice.
Pero ahora no se atreve a tocarme. Se ha parado y me habla:
—¡Lo sabía! ¡Lo anuncié! ¡Dios había estado con nosotros hasta ahora!
La puerta sigue abierta y me llega mejor el estruendo de abajo que hace temblar la casa. Llega Aita. Detrás de él pasan corriendo Fabi, Román y las criadas.
—¡Han invadido la casa! ¡Todos al jardín! —dice Aita.
Me saca a empujones del cuarto.
—¿Qué pasa? —digo.
—¡Eso pasa! —dice Aita.
Chocamos con las espaldas de Fabi, Román y las criadas, que se han parado de golpe ante las escaleras. Los gritos de las criadas me ensordecen. Sigo el brazo extendido de Aita y veo, abajo, en el hall, el mar de bestias que lo cruzan y recruzan entrando y saliendo del salón, la biblioteca y el comedor. Lo están destruyendo todo.
—¡Eso es lo que pasa! —dice Aita, aún con el brazo extendido.
—¡Mi casa! —dice ama.
Román se acerca a Fabi y la abraza.
—¡No te separes de mí! —dice.
—¿Cómo ha entrado en mi casa ese rebaño? ¿Quién ha sido el malcriado que lo ha metido? —dice Aita.
De repente, no veo nada.
—¡Arriba, Jaso, no te derrumbes ahora! —dice Aita, rodeándome con sus dos brazos y poniéndome en pie.
—¿Qué pasa? —digo.
—¡Son las bestias de Saturnino Altube! ¿Cómo demonios han entrado en mi casa? ¿Y por qué en mi casa? —dice Aita.
—Dios sabe lo que hace —dice ama.
—¡Cállate, mujer, por una vez! —dice Aita.
—¡Ni a la vista del castigo divino admites tu pecado! —dice ama.
—Esto no es cosa de Dios sino de ese Saturnino Altube —dice Román.
—¿Qué hacemos? ¡No podemos estar aquí parados todo el día! —dice Fabi.
—Estoy pensando —dice Aita.
—¡Nos van a destrozar también a nosotros! —dice Fabi.
—Cálmate, cálmate… —dice Román.
—Tú sí que me calmas —dice Fabi, apartándose de Román. Y dice—: ¡Mirad las fauces de esos monstruos! ¡Nos van a devorar!
Las siete criadas se ponen a dar alaridos de pavor al oír aquello. Las pezuñas de abajo ya han hundido parte del entarimado y parecen buscar algo y no dejan un solo rincón sin husmear y están acabando con armarios, cristalerías, puertas, alfombras, lámparas y todo lo que pillan. Aún no sé si estoy realmente despierto.
—¡Socorro! ¡Socorro!
A una de las criadas le ha dado un ataque y se revuelca en el suelo; otras se tiran de los pelos, y todas gritan. Y es como si las bestias de abajo nos descubrieran ahora, y detienen sus carreras y nos miran levantando sus cabezotas.
—¡Dios mío, son como mil ojos de Satanás! —dice Fabi.
—¡Nuestros…, nuestros…! —digo.
—¿Qué quieres decir, Jaso? —dice Aita.
—¡Nuestros rifles! —digo.
—¿Os dais cuenta qué bien piensa nuestro Jaso? Unos rifles están en el sótano, otros, colgados en el salón… Pero ¿cómo llegar a ellos? —dice Aita.
—¡Retirada! —dice Román.
La bestia más grande está olfateando el primer peldaño y enseguida comienza a subir las escaleras, y el rebaño le sigue. Las criadas se lanzan despavoridas hacia atrás, nos desbordan a Aita, a Fabi, a Román, a ama, a mí, pero vamos tras ellas.
—No tengo miedo, soy inocente —dice ama.
—¡No seas imbécil y corre! —dice Aita.
—¡Nos alcanzarán! —dice Fabi.
—¡Lo cierto es que nos persiguen los malditos! —dice Román.
El estruendo ha cambiado de sonoridad, pues ahora las pezuñas pisan la escalera y no dejarán nada de ella. Todos nos lanzamos como liebres por el corredor.
—¡A esta alcoba! —dice Román.
—¡No, al piso de arriba, hasta el tejado! —dice Aita.
—¿Y cómo bajaríamos?, ¿cómo saldríamos de la casa? —dice Román.
El grupo de criadas ha rebasado la puerta abierta de mi cuarto y Román las alcanza y les corta el paso y las empuja hacia atrás y tiene que repartir algún sopapo para que le obedezcan.
—¡Atrás, rápido! —dice Román.
Entramos y Aita cierra la puerta, y el portazo coincide con el trueno de pezuñas pasando al otro lado.
—¡Sálvennos, señoritos! —dicen las criadas a coro.
—Estáis a salvo, siempre que no oigan vuestros gritos de locas —dice Román.
—Creí que conocía a los animales… ¡Las fieras de África nunca entran en las casas! ¿A qué ley obedecen estas bestias de Saturnino Altube?, dice Aita.
—Mi pobre casa… —dice ama.
Fabi se le acerca y se abrazan.
—Todo lo que ocurre en el mundo tiene una significación. ¿Qué se nos quiere decir con estos animales profanando nuestro hogar? ¿A quién de nosotros va dirigido el mensaje? ¿Quizá a todos, a esta familia que se está equivocando en algo? ¿En qué? —dice Fabi.
—Esto es más que un simple aviso del Señor —dice ama.
—¿Por qué tiene que ser Dios? —dice Fabi.
—¡Estamos a merced de un enemigo y vosotras que si galgos o podencos! —dice Aita.
—Están en el piso de arriba… ¡Aprovechemos para huir! —dice Román.
—¡Si abrimos esa puerta nos matarán! —dice una criada.
—¡Nos matarán, nos matarán! —dicen todas las criadas.
—¡Silencio! —dice Aita.
—No nos salvará el huir, su misterio nos perseguirá —dice Fabi.
—¡Cállate! ¡Que nadie hable ni haga un solo ruido! Necesitamos saber si esas fieras están en el piso de la servidumbre. Y si están todas. Necesitamos estar seguros de ello —dice Aita.
Se callan incluso las siete criadas.
—No hay duda de que ahora patalean sobre nuestras cabezas, se han hecho dueñas del piso de arriba —dice Román.
—¡Se comerán todas nuestras cosas! —dice una criada.
Y vuelven los gritos de todas.
—¡Silencio! —dice Aita.
—Propongo abandonar este cuarto y arriesgarnos a alcanzar el jardín antes de que las fieras recuerden que estamos aquí —dice Román.
—¡Qué poderío el de esos animales! Cuando se nos pase el susto sabremos que son bellos —dice Fabi.
—También podríamos descolgarnos de los balcones —dice Aita.
—Solución para profesionales, no para civiles. El enemigo nos cortaría la retirada. Otearé el terreno —dice Román.
Abre la puerta y saca medio cuerpo.
—¡Siempre vencerán a uno como tú esas potentes criaturas! —dice Fabi.
—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! —dice Román.
Se olvida de la puerta abierta y se dirige a una pared y queda a un palmo de ella, mirándola, de espaldas a nosotros, quieto y en silencio. Luego regresa. Ni Aita ni ama se han movido ni dicho nada. Román coge el picaporte y abre del todo la puerta.
—Yo abriré la marcha —dice.
—¡Vamos, todos! —dice Aita.
Tiene que empujar a las criadas hacia el pasillo.
—Y tú, Jaso, ¿qué haces? —dice Aita.
—Mi hijo sabe que es una señal más del Señor y quiere desvelar su mensaje. ¿Verdad que ya sabes, Jaso, quiénes son los culpables de los males contra nuestro pueblo que han provocado este castigo? —dice ama.
—¡Despierta, Jaso, y corre! —dice Aita.
—¡Seguidme a la carrera! —dice Román.
Todos le seguimos por el corredor hacia las escaleras. Las criadas corren gritando, Román se vuelve a ellas y les hace señas violentas para que se callen.
—¡Maldita sea! —dice Román.
El trueno sobre nuestras cabezas lo tenemos de pronto a la espalda.
—¡Maldita sea! ¡Han descubierto nuestra fuga y ahí las tenemos otra vez! —dice Román.
—Pero… ¿cómo?…, ¿cómo?… ¡Nunca lo comprenderé! ¡Las llamas eran vegetarianas hasta ahora! —dice Aita.
—Quizá nos creamos una cosa y seamos otra —dice Fabi.
¿Por qué hablan tanto con la muerte a un paso? ¿Será esto una pesadilla que nadie se toma en serio excepto yo? Alguien pisa al de delante los faldones del camisón y varios rodamos escaleras abajo. Y ahora ya hemos salido de la casa y estamos en el jardín, aunque no paramos de correr hasta los arbustos. Las fieras no nos han seguido, se han quedado en casa. Nos rodean los criados, todos igualmente en camisón. Salieron al jardín los primeros porque sus habitaciones están en el sótano. Siempre fue así; los criados duermen en el sótano y las criadas en el piso alto. El único que no está en camisón es Aita; estaba vestido y a punto de salir para su trabajo al llegar las fieras.
—¿Se encuentran bien los señores marqueses? —dicen los criados.
—¡Sí, pero no será por vuestra ayuda! —dice Aita.
—Fue todo tan rápido —dicen los criados.
—¿Qué pasó?, ¿qué pasó? ¿Quién abrió las dos puertas, la del jardín y la de casa, para que entrara el maldito rebaño? —dice Aita.
Me llegan risas y carcajadas de algún sitio, y miro, y hay muchas personas al otro lado de las verjas de la puerta y otras subidas en la tapia, mirándonos. Se ríen de nuestros camisones.
—Pronto, tras los arbustos —dice Román.
—¡Tener que esconderse de la gente en la propia casa de uno! —dice Aita.
—Han venido a comprobar que no somos dioses —dice Fabi.
—¿Qué derecho tiene esa gentuza…? ¡Les arrojaré mis perros! —dice Aita.
Nuestros catorce deerhound ladran furiosamente en sus perreras. Huelen a las fieras. Llega el jardinero. Aita y él son los únicos que no están en camisón.
—Yo había abierto la puerta del jardín, señor marqués, para meter una carretilla de estiércol. El setter apareció de pronto y se me coló —dice el jardinero.
—¿El setter? ¿Qué setter? —dice Aita.
—El suyo hasta hace poco, señor marqués —dice el jardinero.
—¡El setter! ¡Maldito Ermo! ¿Quieres decir que el setter había elegido vivir en su antigua casa? —dice Aita.
—Bueno…, más o menos, señor marqués —dice el jardinero.
—¡Habla más claro! —dice Aita.
—Que tenía que refugiarse en algún sitio y se metió aquí, señor marqués. Nunca he visto unos ojos más asustados —dice el jardinero.
—¿Asustados? ¿De qué? —dice Aita.
—Le seguían —dice el jardinero.
—¿Quién le seguía? —dice Aita.
—Los bichos —dice el jardinero.
—¿Esas fieras tras un bocado tan pequeño? ¿Y dónde está ahora? —dice Aita.
—Dentro —dice el jardinero.
—¿Dentro de mi casa? ¡Imposible! Le habríamos visto. ¿Le ha visto alguno de vosotros? ¿Por qué le seguían? ¡Es mi setter quien tenía que seguirles a ellas! Era un buen perro, alguien ha hecho de él una piltrafa —dice Aita.
Todos miramos a la maldita casa de enfrente, a su terraza, aún vacía por ser demasiado temprano. No está Ella riéndose de nuestros camisones. Pero nos estará vigilando oculta tras alguna cortina. Hace frío esta mañana. Me encojo dentro del camisón y veo que los demás también tienen frío. Bueno, la única que no ha mirado a la maldita casa es ama, sólo ha dicho: «Dios mío». El servicio se ha agrupado a varios pasos de nosotros, y Aita dice ahora:
—Pero ¿cómo entraron en mi casa?
El jardinero se encoge de hombros.
—¿Quién les abrió la puerta? —dice Aita.
El jardinero se encoge de hombros y dice:
—El setter conocía el camino. Entró por alguna ventana medio abierta y luego entraron los bichos abriendo la puerta con sus cabezotas.
—Jaso, vete a ver si hay alguna ventana abierta —dice Aita.
—¡No, que mi hijo no se acerque a esos monstruos! —dice ama.
—¿Qué te pasa, Jaso?, ¿por qué no vas? Las bestias andan por los pisos altos…, ¿no las oyes? —dice Aita.
Va Román, caminando de puntillas, y sólo está unos segundos ante la fachada principal. Vuelve a la carrera.
—Sí, abierta una ventana. Reventada la cerradura —dice.
—¡El setter entró por la ventana y las fieras por la puerta! ¡Saben para qué sirven las puertas de las casas! —dice Aita.
—¡Las criaturas del Señor no necesitan llaves para cumplir Sus designios! —dice ama.
—¡Son maravillosas! Estoy segura de que nos quieren decir algo y no sabemos qué —dice Fabi.
—Vamos a coger aquí una pulmonía —dice Román.
Hace una seña a los criados y se dirigen a las caballerizas y vuelven con mantas oscuras de los caballos, que reparten entre todos. Fabi ayuda a ama a echarse la suya por los hombros.
—Es terrible haber llegado a esto, pero, aunque soy inocente, aceptaré humildemente todas las humillaciones que me envíe el Señor —dice ama.
—¿Por qué mi casa? —dice Aita.
Él y ama cruzan sus miradas.
—¿Por qué nuestra casa? —dice Aita.
—¿Por qué nuestra tierra? —dice ama.
—¡Qué hermosas son sus cabezas! —dice Fabi.
Está mirando a dos fachadas de la casa y nosotros también miramos y allí están las fieras, asomándose por balcones y ventanas y desapareciendo para aparecer en otros huecos.
—Excelentes blancos —dice Román.
—¡Ofrezco un lingote de plata a quien entre en la casa a por nuestros rifles! —dice Aita.
Lo ha dicho a voz en grito para que también lo oigan los de las tapias y la puerta de hierro. Nadie se mueve.
—¡Un lingote de oro! —dice Aita.
Lo mismo.
—Los vascos no adoramos el becerro de oro —dice ama.
—¡Mis rifles de Éibar, mis rifles de Éibar! —dice Aita.
Hace una seña a los criados y se le acercan dos y les ordena que preparen el birlocho y viajen a la fábrica de Éibar en busca de ocho rifles africanos. Y que luego vayan a Bilbao a cargar comida y una cocina de campaña.
—Y un depósito de agua, tiendas de lona y catres de hierro. Estamos sitiados, pero convenceremos a las fieras de que son ellas las que están en una trampa —dice Román.
—De momento, aquí estamos como fantoches sin casa —dice Fabi.
—Las abatiremos como a monigotes del pimpampum, ¿eh, Jaso? —dice Aita.
—¡No quedará ni una! —digo.
—Nadie que humille a Camilo Baskardo sobrevivirá para contarlo —dice Aita.
—Pues yo no las odio… ¡Son tan maravillosamente distintas a cuanto he visto hasta hoy! —dice Fabi.
—Las guerras son las guerras —dice Román.
—Te viene ancha la única guerra que tenemos tú y yo en casa y te inventas otra —dice Fabi.
Román se retira unos pasos, pega su cara a los arbustos dándonos la espalda y dice:
—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!
—Fabi, no es el momento. Fabi… —dice Aita.
—¡Observad qué fijamente nos miran! Si pudieran hablar nos comunicarían algo, estoy segura. Han roto los cristales de balcones y ventanas con sus magníficas cabezotas para que las veamos mejor y podamos leer en sus expresiones. Creo que soy yo la que más necesita conocer su mensaje. Como no éramos dignos de esa casa hemos sido desalojados de ella por esas criaturas que nunca engañarán a nadie. Nos miran desde su fascinante secreto. ¡Hablad, habladnos, habladme! —dice Fabi.
Camina hacia la casa. Román la alcanza y la trae de la mano.
—¿Por qué me tocas? ¿Qué quieres demostrarles a ellas? —dice Fabi.
Román suelta la mano de Fabi.
—No dispondremos de nuestros rifles hasta primera hora de la tarde —dice Román.
Aita va hacia las caballerizas.
—¡Aprisa, aprisa! —dice a los criados.
Suenan voces en las tapias: «¡Aquí llega el padre de los diablos!». Un carro se ha detenido al otro lado de la puerta de hierro. Es el mismo carro, el carro del carnicero Braulio, con la misma gente que el domingo, con el maldito bastardo. Aita se vuelve.
—Me va a oír el Saturnino —dice.
Camina hacia la puerta y yo le sigo. Se hace un gran silencio en las tapias. Aita llega ante el carro y yo detrás.
—Buenos días. Así que usted es Saturnino Altube, el dueño de esas fieras. ¡Buena la ha armado! —dice.
Saturnino Altube se había puesto en pie al acercarse Aita, y ahora abre la boca para hablar, pero no le salen las palabras. Aita hace una seña al jardinero, que anda por aquí, y el jardinero abre la puerta. Se hace mayor el silencio en las tapias. Es por la presencia del maldito bastardo en el carro que está a punto de entrar en el jardín de Camilo Baskardo. Aprieto los puños y miro al suelo a ver dónde hay buenas piedras para arrojárselas. Pero el maldito bastardo salta del carro antes de que se muevan las ruedas, y con él saltan dos perros, y los tres se alejan hacia la casa de enfrente. Todo sin que se oiga en el carro ni una sola voz. La espalda del maldito bastardo se está riendo de Aita, de nosotros, de mí. Lo mataré cualquier día, porque ahora ya soy un hombre. El cuerpo de Aita se ha quedado como un poste a partir del momento en que el maldito bastardo empezó a moverse para bajar del carro con los otros dos perros. Y de pronto veo en la terraza alta de la maldita casa de enfrente a Ella con los suyos, desayunando al primer sol de la mañana. Veo a Madia o Magda con sus hijos, a Roque Altube, pero no al Gordo, a quien nunca se le ve en esa terraza. Ella está de costado, fisgando de reojo cuanto pasa aquí abajo. Y cuando el carro se detiene en el jardín, veo que también han cruzado la puerta tres bultos, dos hombres cubiertos de pieles y un chaval. Saltan del carro don Estanis, Braulio Apraiz, Saturnino Altube y su sobrino Juan. Saturnino Altube mira hacia lo alto y manda un saludo con la mano a su otro sobrino, Roque, que se lo devuelve. Pero Juan Altube no hace ninguna seña a su hermano, ni le mira, y tampoco recibe de él ninguna seña ni mirada. ¿Quiénes son esos hombres con pieles y el chaval? ¿Qué hacen aquí? Aita los mira y se estará preguntando lo mismo. Aita y los demás se agrupan junto al gran macizo de geranios de la derecha, según se entra. Los dos hombres cubiertos de pieles suben al carro y se agachan sobre las dos fieras muertas que están en el fondo, una sobre la otra, y las tocan y parece que las acarician, todo en silencio. El chaval está junto a nosotros.
—¡Hay que ser muy irresponsable para permitir que una manada de monstruos ponga en peligro vidas y haciendas de ciudadanos inocentes! —dice Aita.
—Ha sido un accidente…, se escaparon —dice Saturnino Altube.
—Camilo, me gustaría ir a darle los buenos días a Cristina, pero no sé si debo…, está en camisón —dice don Estanis.
—¡Y se ha traído con usted un ejército de escopetas! —dice Aita.
—Yo no he empujado a nadie, los chicos han venido por su cuenta a ayudarme a cazar las llamas. ¡A mí no me hacía ninguna falta un rebaño de llamas! Me lo han enviado de Perú sin yo pedirlo —dice Saturnino Altube.
—Pues quien se lo ha enviado no le quería a usted muy bien —dice Aita.
—Estoy empezando a pensar lo mismo —dice Saturnino Altube.
—No haré valer mi derecho sobre esas bestias por tenerlas ahora en mis tierras —dice Aita.
—¿Eh? —dice Saturnino Altube.
—Sólo me reservaré el derecho de cazarlas. Mi hijo tiene ilusión por acabar con todas con su rifle, ¿eh, Jaso? —dice Aita.
Saturnino Altube me mira de arriba abajo y dice:
—¿Él solo?
—Habrá otros dos tiradores a su lado —dice Aita.
—Las pago a precio de vacuno —dijo Braulio Apraiz.
—¿Y cuándo empiezan? —dice Saturnino Altube.
—A primera hora de la tarde, en cuanto lleguen los rifles de Éibar —dice Aita.
—Son muchas horas. A las llamas se les puede ocurrir darse otro paseo y sería una pena perder la oportunidad de liquidarlas ahí dentro. El pueblo las lleva sufriendo cuatro días y cuatro noches y estoy cansado de recibir reclamaciones por destrozos a los que habré de responder en metálico —dice Saturnino Altube.
Aita y Saturnino Altube se miran.
—Es una cuestión de honor —dice Aita.
—¿Honor? —dice Saturnino Altube.
—Me han humillado y debo vengarme como un hombre. Las llamas son cosa mía. Nuestra —dice Aita.
Aita y Saturnino Altube se miran.
—Escuche ese terremoto que sale de mi casa. Ya no quedará mucho por destruir. Y alguien lo tendrá que pagar. Si usted me permite lavar mi honor, a mí se me olvidará cierta cuenta —dice Aita.
—Pero no seré responsable si salen los bichos y todas esas escopetas que nos rodean se ponen a disparar —dice Saturnino Altube.
—Sí, será responsable —dice Aita.
Nos llega la voz de ama: «Camilo». Aita dice: «Perdonen», y regresa a los arbustos, y yo detrás. «¿Qué estáis resolviendo? Debo saber lo que vais a decidir contra mi casa», dice ama. «Hay que acabar con esas fieras», dice Aita. «¿A tiros?», dice ama. «Tú me dirás», dice Aita. «¿A tiros de tanta escopeta como veo desde aquí? ¡Destrozarán el escudo de los Oiaindia de la fachada!», dice ama. Parece una gitana envuelta en esa manta de caballo. Es agradable que sufra su orgullo mostrándose así a medio pueblo. Mostrándose a Ella y al maldito bastardo. Aunque ni desde la terraza de la maldita casa podrá Ella verla a sus anchas, pues ama cuida de no perder la protección de los arbustos. Todo esto tiene que ser una pesadilla. ¿Se pueden tener pesadillas estando de pie? Ama dice a Aita: «Te lo prohíbo». Aita hace una seña a Román y regresa al grupo de Saturnino Altube, y Román le sigue, y yo también. Nuestros catorce deerhound no cesan de ladrar furiosamente en sus perreras, porque están oliendo a caza, y también a los caballos se les oye piafar, tan nerviosos como los criados que están tardando demasiado en enganchar dos al birlocho.
—Sí, y también será usted responsable de la destrucción de nuestro escudo de la fachada si esos bárbaros de las tapias se atreven a disparar contra la casa. Este punto tiene muy preocupada a mi esposa. Si hay que disparar, yo daré la orden…, mi permiso. Pero la familia sabrá resolver sola este conflicto. Mi yerno, el coronel Pérez de Angulema —dice Aita.
—¿Cómo está Cristina?, ¿valiente? Siempre creí que al cielo se le habían acabado las plagas. Pero Dios nunca abandona del todo a su pueblo y ha metido a esos diablos en una trampa. ¡Vaya aventura que te ha caído del cielo!, ¿eh, Jaso? —dice don Estanis.
Don Estanis es coadjutor desde hace tres años y suele acompañar a don Eulogio del Pesebre a tomar chocolate en casa.
—Cuando empieces a matar fieras con tu estupendo rifle ya dejarás alguna para mí, ¿eh, Jaso? ¡Qué gran ocasión te depara el Señor para que te reconcilies con tu madre! Mira a la pobre, igual que un judío en el Éxodo. ¿No te da pena? Ve a su lado y pídele perdón por estos tres años de hijo desnaturalizado —dice don Estanis.
Miro el carro.
—¿Quiénes son ésos? —digo.
—No es justo que os reservéis las mejores piezas de caza que se hayan visto en Getxo en los tiempos contemporáneos, dejándonos a los pobres las avefrías y las palomas de paso —dice don Estanis.
—¿Decía usted algo? —dice Aita.
—Es la más grande ocasión de caza que vieron los siglos —dice don Estanis.
—¿Quiénes son? —dice Aita.
Yo lo había preguntado antes, pero Aita también está mirando a los del carro.
—Los Baskardo de Sugarkea, los herejes —dice don Estanis.
—Los Baskardo de Sugarkea. Sí, claro —dice Aita.
—Son nuestra otra peste. Pero a ésta no la podemos matar con escopetas —dice don Estanis.
—¿Qué hacen aquí? —dice Aita.
—Lo de siempre en ellos: ir contracorriente. Si todo el pueblo caza a los diablos, pues ellos les ayudan a escapar. Hace sólo unas horas hemos tenido un encuentro en los bosques con esos diablos y los Baskardo y el crío que los acompaña y que no es Baskardo, y Efrén, perdón, ha perdido uno de sus perros ingleses y ha gritado a esos herejes: «Y ustedes, ¿con quién están?». —Dice don Estanis.
—No vuelva usted a pronunciar ese nombre en mi presencia —dice Aita.
—No volverá a ocurrir —dice don Estanis.
—¿Qué te parece, Jaso? No sólo son Baskardo, como nosotros, sino que… Debería de alegrarme de estar ante la raíz viviente de nuestro apellido, pero no me alegro —dice Aita.
—Viven a un tiro de piedra de la iglesia, pero nunca van a misa —dice don Estanis.
Los Baskardo, los Baskardo de Sugarkea. Martxel y yo los hemos visto alguna vez. Recuerdo que les teníamos miedo. Parece que Aita también les tiene miedo. Pero Martxel y yo les teníamos miedo de niños. Si ahora Martxel estuviese aquí no les tendría miedo. ¿Por qué les tiene miedo Aita, si Aita y Martxel son iguales? ¿Es que yo también he de tenerles miedo, como Aita, porque a lo mejor Martxel también les tendría miedo? Recuerdo que la ama de antes también les tenía miedo. Siguen acariciando con sus manazas a las dos llamas, colocando sus patas y sus cabezas en posiciones cómodas para evitar las esquinas de la báscula. ¿Nos miran? No, nunca nos miran. ¿Por qué? Parece que no nos tienen miedo. Estoy seguro de que no nos tienen miedo. Entonces, ¿por qué no nos miran?
—Nunca he sabido cómo son estos Baskardo, pero ahora creo que lo sé. Son como estas llamas. Pero ¿cómo son estas llamas? —dice Aita.
—¿Eh? —dice don Estanis.
Aita se acerca al carro.
—Ustedes también son Baskardo, como yo —dice Aita.
Don Estanis llega a su lado y traduce al euskera para los Baskardo lo que ha dicho Aita. Y habla el más viejo de los Baskardo y don Estanis lo traduce al castellano:
—Dice que no, que eres tú el que también te llamas Baskardo… ¡Su lengua es difícil, es una lengua demasiado vieja, incluso para mí!
Aita se ha quedado mirando y los Baskardo se ponen de pie en el carro y ahora sí que nos miran. Son grandes y con largos pelos, y con las pieles parecen más grandes.
—El tiempo no existe. Uno crea riqueza y poder, piensa que está transformando el mundo, que se ha alejado definitivamente de los orígenes, y de pronto descubre que nada ha cambiado, que el tiempo no existe —dice Aita.
—¡Vaya si existe! Ayer no había diablos en su casa —dice don Estanis.
—Escucha, Baskardo: te compro Sugarkea —dice Aita.
—¿Comprar Sugarkea? —dice don Estanis.
—Dígaselo. Y que diga el precio. Todas las cosas tienen un precio —dice Aita.
—¿Comprar Sugarkea? —dice Saturnino Altube.
Don Estanis habla en euskera a los Baskardo. Los Baskardo sólo hacen que mirar a Aita. Aita habla una y otra vez, ofrece cantidades de duros cada vez más altas y don Estanis las va traduciendo al euskera para los Baskardo. Pero los Baskardo sólo hacen que mirar a Aita. Hasta que a Aita se le va poniendo la cara roja y se ahoga al respirar y lo deja. Y de pronto habla el viejo Baskardo y habla también el chaval, traduciéndolo:
—Pregunta que a cómo sale cada muerto, los tuyos y los de él.
—¿Eh? —dice Aita.
—Bueno…, resulta que bajo el piso de Sugarkea los Baskardo entierran a los suyos desde… desde… ¡desde que las gallinas ponen huevos! —dice Saturnino Altube.
—¿De quién eres tú? —dice don Estanis.
—De Agustina, la de Etxabarri —dice el chaval.
—¿Y qué haces por aquí en compañía de…? —dice don Estanis.
—Preferiría no haber tenido nunca tan cerca a esta gente de Sugarkea —dice Aita.
—Son como animales —dice Román.
—Sí, como las llamas —dice Aita.
—Si me los tropezara en un bosque los mataría tomándolos por fieras. ¿Por qué se puede matar a las llamas y no a los Baskardo? ¿Sólo porque hablan esa lengua que también parece de animales? —dice Román.
—A ti no te han hecho nada —dice Aita.
—No sé por qué los odio. Nada sabía de ellos, pero ahora los veo y los odio. Y a usted, ¿qué le han hecho? —dice Román.
—¿Te parece poco que se llamen como yo? —dice Aita.
—Sé de muchos que darían un ojo de la cara por lucir un apellido tan viejo —dice don Estanis.
—Porque no los han visto de cerca —dice Aita.
—Son como animales —dice Román.
—Las llamas y los Baskardo, los Baskardo y las llamas… ¿Qué dice la Iglesia en casos así? —dice Aita.
—¿Qué casos? —dice don Estanis.
—Y tú, Jaso, ¿qué piensas? —dice Aita.
—Estoy seguro de que Martxel mataría a las llamas y mataría a esos Baskardo —digo.
—¡Por Dios!, ¿qué pimienta te ponen en la salsa últimamente? —dice don Estanis.
—En todo esto hay algo que no comprendo… Que Saturnino Altube nos confiese que sabía que iba a recibir ese rebaño —dice Aita.
—¿Saberlo? ¡No, no! —dice Saturnino Altube.
—Quizá hubo un error, quizá iba destinado a otros —dice Aita.
—En las jaulas que trajo el barco había unas chapitas con estas palabras: «Saturnino Altube. Getxo». No hay duda —dice Saturnino Altube.
—Sin embargo, parece que el rebaño es cosa de ellos. ¿No pondría en las cajas «Baskardo de Sugarkea. Getxo»? —dice Aita.
—¡Imposible! No leo como un marqués, pero sé leer mi nombre —dice Saturnino Altube.
—Tan animales son unos como otros —dice Román.
—Sin embargo, ellos defienden la vida de las llamas por sentirlas como hermanas, como de la familia… Entonces, ¿por qué ellos nunca se han puesto a defender la vida de todos los animales de Getxo que cazamos yo, tú, mi hijo y los otros cazadores? ¿Por qué este rebaño es diferente? —dice Aita.
—Nunca se habían visto llamas por aquí —dice Román.
—Es la más grande ocasión de caza que vieron los siglos —dice don Estanis.
—¡Pero ellos hacen suyo ese rebaño, a pesar de no haber visto nunca animales semejantes! —dice Aita.
—¿Por qué le da miedo a usted pronunciar «Baskardo» y «llamas»? —dice Román.
—¿Me da miedo? ¡Necesito tener cuanto antes los rifles de Éibar! Creo que he estado demasiado cerca de los… Baskardo de Sugarkea, y no podré olvidarlos. Pero tú, pequeño, creo que no eres Baskardo… —dice Aita.
—Es el hijo de Agustina, la de Etxabarri —dice don Eulogio.
—¿Cómo te llamas? —dice Aita.
—Manuel —dice el chaval.
—¿Y qué haces con los… Baskardo de Sugarkea? —dice Aita.
—No sé —dice el chaval.
—¿Qué tienes tú que ver con las… llamas? —dice Aita.
—No sé —dice el chaval.
—¿Por qué ayudas a los… Baskardo de Sugarkea a salvar la vida de las… llamas? —dice Aita.
—No sé —dice el chaval.
—¡Aquí nadie sabe nada, nadie comprende nada, empezando por mí! —dice Aita.
—Manuel querrá decir que no sabe cómo decirlo, porque él sí que sabe algo —dice Román.
Los Baskardo del carro se han vuelto a agachar junto a las llamas muertas. Aita los mira y luego mira al chaval.
—¿Por qué lloras? ¿Con qué derecho comprendes tú más que yo? —dice.
Aquí viene el birlocho con dos criados en el pescante.
—¡No os paréis! ¡Derechos a Éibar! —dice Aita.
Los criados, que iban a detenerse ante Aita, fustigan a los caballos y salen a la carretera y desaparecen entre una nube de polvo. Aita se dirige a los arbustos, y Román le sigue, y yo también. Aita se vuelve un momento.
—¡Que nadie dispare un solo tiro sin mi permiso! —dice.
—No va a ser fácil, Camilo. A todos nos arde la sangre de cazador. Pero yo vigilaré. Mis saludos a Cristina —dice don Estanis.
—¡Nunca he visto animales con mirada tan inteligente! Siento que hemos empezado a entendernos ellos y yo. Les hago señas y me miran muy quietos desde las ventanas. ¡Qué nobles cabezas tienen! —dice Fabi.
—¡Que alguien traiga de cualquier caserío algo para desayunar! —dice Aita.
Dos criadas se ponen en movimiento. Ahora se paran.
—No tenemos dinero —dice una.
—¡No faltaba sino que los marqueses no tuvieran crédito ni en su propio pueblo! ¡Largo, imbéciles! —dice Aita.
—¡Con qué belleza tan potente han tomado posesión de nuestra casa! Quizá tengan más derecho a ella que nosotros —dice Fabi.
—¿Qué tonterías dices? ¿Te has vuelto loca? —dice Aita.
—¡Las metió el maldito bastardo! —digo.
—¿Queréis calmaros los dos? —dice Aita.
—He criado a unos hijos humanos, no como tú. Su resistencia tiene un límite, no como tú —dice ama.
—No agravemos más esta guerra —dice Román.
—Jaso sabe leer en el cielo los terribles avisos del Señor —dice ama.
—¡Esto ha sido cosa del maldito bastardo! ¿No lo ves, Aita? ¡El setter! ¡Él lo puso ante las fieras sabiendo que le seguirían y que el perro se refugiaría en la que siempre fue su casa! ¡El maldito bastardo! ¡Le mataré! —digo.
—Cálmate, cálmate —dice Aita.
—No son fieras, sólo son potentes. Son hermosas. Las amo —dice Fabi.
Miro a todas partes menos a Fabi. Lo que está ocurriendo ha de ser una pesadilla. ¡Qué pena si yo matara al maldito bastardo con el rifle que me traerán de Éibar y luego resultara que todo fue una pesadilla! Fabi sale de los arbustos y echa a andar hacia la casa, pero Román la coge de la mano y la lleva junto a ama y ama la rodea con sus brazos y le dice: «Ven, tú siempre serás mi niña», y Fabi y Román se miran y Román se aleja de ellas y viene donde estamos Aita y yo, y dice: «Nunca había tenido tantas ganas de matar algo».
Ahora nos llegan de las tapias unos gritos de alerta, y broncas y chistes, y momentos después cruza el birlocho la puerta del jardín. Ya tenemos los rifles de Éibar por los que hemos esperado una larga mañana, y ahora verá esa gente que no nos quita ojo quiénes son los verdaderos cazadores de Getxo. Ya hace cuatro horas que hemos desayunado talo con chorizo, manzanas y castañas. Las fieras siguen machacando de arriba abajo el interior de la casa, aparecen sus cabezotas en ventanas y balcones, como preguntando al maldito bastardo: «¿Lo estamos haciendo bien?», y él estará arriba, en su terraza, riéndose, y llevo horas sin levantar la cabeza por no verle y echar a correr a matarle. Y estará Ella.
—¡Los rifles, Aita! ¡Con cada tiro, una abajo! ¿Eh, Aita? —digo.
—Calma, calma —dice Román.
La gente de las tapias calla al coger y desenfundar Aita el primer rifle. Sus metales brillan como diamantes a los rayos del sol.
—Te lo cambio por una misa, señor marqués —dice don Estanis.
—¿Qué dice usted? —dice Saturnino Altube.
—Con don Eulogio como testigo, te lo cambiaría por una misa —dice don Estanis.
Don Estanis se acerca y quiere coger el rifle, pero Aita lo aparta de él y se lo pasa a Román, y luego coge otro y lo desenfunda y me lo pasa a mí, y el tercero se lo queda él.
—Respondéis de los otros cinco con vuestras vidas —dice Aita a los criados.
Los dos criados del birlocho se apresuran a tapar el gran estuche de roble barnizado del que han sacado los tres rifles. Nos entregan las municiones. La gente de las tapias reanuda la algarabía cuando ama sale de los arbustos en camisón.
—Te librarás muy bien de disparar contra mi fachada —dice.
La gente se ríe más. Se ríe en venganza por no tener rifles como los nuestros. Se ríen de la bruja y es lo justo.
—No puedo dejar de hacerlo —dice Aita.
—¡Mi escudo!"—dice ama.
—Somos excelentes tiradores. No le rozará ni una bala —dice Aita.
—¡Prefiero mi escudo a mi casa! —dice ama.
—Hemos sido humillados… ¡Bah!, las mujeres nunca entenderán las razones de los hombres —dice Aita.
—No se preocupe usted, Cristina. Es la única estrategia posible, dadas las circunstancias. Todos los problemas se resuelven a tiros —dice Román.
Fabi se me acerca.
—Suelta esa arma. No hagas sufrir a nuestra madre —dice.
—¿Sufrir? ¿Sufrir? ¿Sufrir? —digo. Y digo—: Martxel también dispararía.
—¡No quiero ser de esta familia de asesinos! —dice Fabi.
—¿Y cómo, si no, me voy a poner mis pantalones? —digo.
Ríe Román y me palmea la espalda.
—¡El honor de un soldado es lo primero! —dice.
Llega corriendo el jardinero.
—¡Señor marqués, señor marqués, quieren hablarle! —dice.
—¿Quién quiere hablarme justamente ahora? —dice Aita.
—Unos del pueblo. Esperan su permiso para entrar. Es sobre las fieras —dice el jardinero.
Aita asiente con la cabeza. El jardinero se vuelve y hace una seña con la mano y entran en el jardín siete hombres jóvenes y vienen hacia nosotros saludando con voces y gestos a los de las tapias, que les responden igual. Creen estar viviendo una de sus tontas romerías. Cada uno trae su escopeta, su pobre escopeta.
—Esto no es ninguna fiesta —dice Aita.
Los siete se ponen serios de golpe.
—No, no es ninguna fiesta —dice el más fuerte, que es rubio, aguantando la risa.
—¡Buena zambra os traéis desde el domingo! —dice Saturnino Altube.
Los siete vuelven a soltar la risa hasta que Aita les habla.
—Escucho —dice Aita.
—Entramos por sorpresa en la casa y las echamos fuera y ustedes acaban con ellas en el jardín y dejan algunas para ésos —dice el rubio fuerte.
—Es una estrategia de niños. Las guerras no son tan simples —dice Román.
—Es una chapuza. Un buen cazador no tira al bulto del rebaño sino pieza a pieza y entre los ojos —dice Aita.
La bruja agarra el brazo de Román.
—¡Que las saquen de ahí como sea! —dice.
Se miran Aita y Román. ¿Por qué no me miran a mí?
—¡Si no entran ellos, entraré yo a sacarlas! —dice la bruja.
Don Estanis se adelanta.
—Que entren. Es lo más justo para todos —dice.
—Esto ocurre en mi casa y soy responsable de las consecuencias, pero las fieras son de Saturnino Altube y él es el gran responsable… ¿Deben entrar o no esos locos? —dice Aita.
—Que el diablo se los lleve —dice Saturnino Altube.
Don Estanis corre al carro y vuelve con su escopeta. Saturnino Altube y su sobrino Juan hacen lo mismo. Braulio Apraiz mira como tonto a unos y a otros. El gentío de las tapias saca bien a la vista sus escopetas que hasta ahora tuvieron medio escondidas. Román empuja a Fabi y a la servidumbre y a la bruja al mismo rincón entre arbustos, y allí los deja y regresa y empieza a situarnos a Aita y a mí y a don Estanis y a Saturnino Altube y a su sobrino Juan en puntos estratégicos del jardín, agachados y ocultos, atentos a la salida de las fieras por la puerta. Los siete locos echan a andar hacia la casa. Aita ya no ha tenido que hablar para que dejen de reír. Amartillan sus escopetas y las levantan y en las tapias estalla más algarabía y, de pronto, se paran los siete, porque ha dejado de oírse el estruendo de las fieras dentro de la casa. Nadie respira tampoco en las tapias. El rubio fuerte y los otros seis vuelven las caras para mirarnos. «Hasta ahora no se han dado cuenta de dónde se metían», dice Aita. Con el brazo les indica que sigan. Uno de los de la carretera coge el pellejo de vino que los siete dejaron a la puerta al llegar y se lo lleva y los siete beben varias rondas. Sus miradas recorren el jardín y las tapias: si medio pueblo no estuviera pendiente de ellos darían la vuelta ahora mismo. Continúan hacia la casa. «¿Por qué se han quedado quietas las fieras?», digo. «Están esperando una visita», dice Aita. Y dice: «Esto tampoco lo hacen nuestras fieras de África». El rubio fuerte lanza un grito y echa a correr, y los seis lanzan gritos y echan a correr. El rubio fuerte empieza a disparar su escopeta, y los seis empiezan a disparar las suyas. Y así, disparando, desaparecen dentro de la casa. Durante un rato se sigue oyendo su estruendo de gritos y disparos. «Es una chapuza, pero la están desarrollando bien», dice Román. «Espero que dejen para nosotros alguna presa…», dice Aita. «No te preocupes, Aita, no tienen nuestros rifles», digo. Y todo vuelve a quedar en silencio. Sólo que ahora con los siete dentro. Silencio. ¿Qué pasa allí? Miro a Aita, a Román, a Saturnino Altube, a su sobrino Juan, a don Estanis, y sus caras no me dicen nada. Silencio. Vuelven los gritos de los siete, pero ahora son gritos de pánico. Las fieras lanzan rugidos en forma de ladridos y vemos cruzar ante ventanas y balcones a los siete perseguidos por las fieras. «¡Dios mío, se los van a comer!», se oyen gritos de mujer en la carretera. «¡Qué lección de poderío nos están dando! ¡Quiero que sepan que soy su amiga!», dice Fabi. Román levanta la cabeza por encima de los arbustos para ver si Fabi corre hacia la casa, pero no la veo: sin duda, la bruja la retiene a su lado.
Y empiezan a aparecer los siete saltando al jardín desde todos los huecos de la fachada. Gritan como niños asustados. A uno le han arrancado el cuero cabelludo; a otro, una mano. Los dos chorrean sangre como cerdos por San Martín. Y ellos y los demás con las ropas destrozadas. «Dios mío», dice Saturnino Altube. Cuando alcanzan la puerta del jardín y la carretera, se oye: «¡No ha salido el hijo de Camisón!». Sí, taita el rubio. «Ya tenemos al cura, sólo falta el médico, que alguien vaya a llamarlo», dice Saturnino Altube. «¡Ahí sacan las fieras a Camisón!», dice Juan. Sí, dos fieras arrastran al Camisón hasta la puerta de la casa, lo zarandean y lo dejan tirado como un trapo. «Estos bichos piensan», dice Aita. «¡Magnífico! ¡Magnífico!», dice Fabi. El Camisón no está muerto: se pone en pie, se tambalea, mira a su alrededor, gime y echa a correr por el jardín llamando a gritos a su madre: «¡Ama, ama, ama!». La gente de las tapias abandona las alturas y enseguida la puerta del jardín queda atascada y surge un griterío de odio: «¡Muerte a esos bichos! ¡Nosotros nos encargaremos de ellos! ¡Nos los comeremos! ¡Verán quiénes somos los de Getxo!». Aita y Román se dirigen a la puerta del jardín y yo les sigo. Aita levanta los brazos. «¡Quietos!», dice. «¡Este asunto es ahora de todo el pueblo!», dice la gente. «¡Este asunto lo llevaré a mi modo! No perdamos la cabeza. Ya veis en qué desastre ha acabado la intervención de atrevidos inexpertos. Nosotros sabemos cómo tratar a esas fieras», dice Aita. «¡Eran nuestros amigos y nos corresponde…!», dicen ellos. «Esto es cosa de profesionales», dice Román.
Aita y Román acarician sus rifles y yo también acaricio el mío. Los ojos de toda la gente se clavan en nuestros rifles, también en el mío. ¡Qué no daría cada uno de ellos por ser el gran Josafat de este momento! «Vamos», dice Aita, y él y Román van hacia la casa y toman posiciones a quince metros de la fachada, entre arbustos. «¿Qué haces ahí, Jaso?», dice Aita. «¡Mataré más fieras que vosotros dos juntos!», digo. «¡Retírate, imbécil!», dice Aita. «Esta vez está en juego el nombre de la familia. Quédate a un lado, observándonos, sin disparar», dice Román. «¿Por qué? Ya no me da miedo disparar», digo. Aita ni siquiera me mira. Llegan don Estanis y Saturnino Altube. «Conozco esos cacharros, he disparado con ellos», dice don Estanis. «Yo también los conozco. En América solían traernos algunos del norte», dice Saturnino Altube. «Seguro que no eran como éstos. Nadie, excepto la familia, ha disparado nunca armas semejantes», dice Aita. «Puede que tengas razón, Camilo. Escucha: soy cazador de toda la vida y en el birlocho han quedado…», dice don Estanis. Llega un criado de los arbustos y dice a Aita algo a la oreja. Aita mira a don Estanis. «Mi esposa me recuerda el escudo de la fachada y yo sólo puedo responder de mi yerno y de mí mismo. Compréndalo», dice Aita. Don Estanis se encoge de hombros. Luego mira hacia los arbustos. «Usted, tranquila, señora marquesa. Dios está con nosotros», dice. Se pone al costado de Aita. «¿Lo has oído, Camilo? Dios está con nosotros. Te lo suplico: un rifle de esos que…», dice don Estanis. «Mi yerno es un profesional de las armas y yo también. Usted sólo sabe matar pajaritos», dice Aita. «No es justo», dice don Estanis. «Apártese un poco», dice Aita, y toma posición y dispara, y al punto dispara Román, y primero se ve caer una fiera detrás de una ventana, y luego otra. La gente de la carretera grita de entusiasmo. Sí, será fácil matar al bastardo. Aquí tengo el rifle cargado, esperándole. Desobedecería a Aita si la terraza de Ella estuviera en el tejado de nuestra casa y yo sólo tuviera que alzar la mira de mi rifle hasta encontrar al bastardo y dispararle como se dispara a una fiera. Pero lo tengo a mi espalda, vigilándonos desde su terraza, no hay duda, y hoy la suerte también le acompaña.
Es de noche. Aita y Román han disparado toda la tarde a tiro seguro. El gentío de la carretera les pedía que› dispararan más, que mataran más fieras, todas las abatidas les parecían pocas, pero Aita marcó a Román el ritmo y no fallaron un solo disparo, ha sido una exhibición de la familia. El gentío quiso entrar en la casa para retirar las piezas muertas, pero Aita les dijo: «¿Queréis que os destrocen como a…? Aún quedan vivas la mitad». Saturnino Altube dijo al carnicero Braulio Apraiz: «Mañana las sacamos, las pesamos y me las pagas a tanto el kilo».
Ahora la gente está en la carretera asando en grandes hogueras las dos fieras que vinieron en el carro. Cantan y beben como energúmenos. Todo esto no había ocurrido nunca. Creería que estoy soñando si no fuera porque las balas que guardo en mi rifle para el bastardo no son ningún sueño. Me acerco a la casa y creo ver en la oscuridad que Fabi hace lo mismo. «Fabi», la llamo. Nada. «Fabi», la llamo. Nada. Me acerco más a ella y resulta que también me acerco a la casa, porque Fabi está yendo hacia la casa. «Fabi», la llamo. Su figura negra sube las escaleras del porche. «¡Amigos, amigos!», dice. Sí, es Fabi. «Fabi», digo. La manta cae de sus hombros. «Fabi», digo. Ahora el camisón queda enrollado a sus pies. «Fabi», digo. Entra desnuda en la casa. «¡Amigos, amigos!», dice. Veo las sombras de las fieras acercándosele a olfatearla. Fabi mueve las manos a un lado y a otro para acariciarlas. «Os quiero, os quiero», dice. Fabi y las fieras desaparecen en las profundidades negras de la casa. Esto no puede estar ocurriendo. Debo salvar a Fabi. Está en medio de las fieras. Debo salvar a Fabi. «¡Fabi! ¡Fabi!», digo. Mis pies no se mueven. Hay en el interior de la casa tal silencio que no le puede estar ocurriendo nada malo a Fabi. «¡Fabi! ¡Fabi!», digo. Lo mejor para Fabi es que las fieras no hagan ningún ruido a su alrededor. «¡Fabi! ¡Fabi!», digo. Mientras las fieras no hagan ningún ruido alrededor de Fabi… «¡Fabi, si me dices en qué parte de la casa estás, entraré a salvarte con mi rifle!», digo.
¿Qué ha sido eso? Algo ha caído sobre el guijo y todo cambia. Me llega de nuevo el estruendo del interior de la casa. El estruendo se acerca a la puerta. Algo pequeño pasa por delante de mis narices. Ahora si me echa encima la gran sombra del rebaño de fieras. Salto a un lado. «¡Aita! ¡Aita!», digo. «¡Jaso!, ¿dónde estás?», dice Aita. «¡Que nadie dispare un solo tiro!», dice Román. Todo se acaba: el estruendo de las pezuñas, los relinchos o lo que sea de las fieras, los ladridos de los perros, los gritos de miedo de la gente. Todo se acaba, todo queda en silencio, excepto la voz de Fabi: «¿Por qué os alejáis de mi protección? ¡Regresad! ¡Ninguno de los que os persiguen es más fuerte que vosotros, pero si no regresáis junto a esta mujercita débil, os destruirán!», dice. Veo su bullo en lo alto del porche. Desnuda. «¡Fabiana!», dice Román. Llega a ella, le cubre con una manta y se la lleva.
Amanece. He dormido en la tienda de Aita. El jardín se ha convertido en un campamento de guerra. Frente a cada tienda hay un fuego encendido y monta guardia un criado con rifle y dos de nuestros deerhound, atados y ladrando.
—Ha llegado el día de la venganza —dice Aita.
Sale de la tienda en calzoncillos.
—No hay duda de que hemos echado de nuestra casa a todas las fieras que quedaron vivas. Si quedara una, yo lo sabría, me llegaría su maldito olor —dice Aita.
—Ellas se lo han buscado, ¿eh, Aita? —digo.
—¡Vístete decentemente! —dice la bruja.
Ha salido también de su tienda.
—¡Safari! —dice Aita.
Llegan varios criados.
—Señor… —dicen los criados.
—¡He dicho safari! —dice Aita.
—Pero hay que entrar en casa a recoger los trastos —dicen los criados.
—¡Los implementos! —dice Aita.
—¿Todos? —dicen los criados.
—Todos, como para ir a África… ¿Qué hacéis ahí parados? ¿Os da miedo pisar nuestra propia casa? Ve con ellos, Jaso, para que no se caguen —dice Aita.
—Les cubriré desde aquí, y en cuanto asome una fiera en un hueco… —digo.
Entro en la tienda por mi rifle.
—¡Hasta la casa! —dice Aita.
Salgo con mi rifle.
—No hace falta ir hasta la casa, nuestros rifles son de larga distancia —digo.
—¡A la casa! —dice Aita.
Los criados se ponen a andar en grupo. Dan pena.
—Sin miedo, que yo os cubro las espaldas —digo.
—¡Jaso, acércate a los perros y cállalos! —dice Aita.
—¡Camilo Baskardo, ponte los pantalones! —dice la bruja.
Está a la puerta de la tienda más alejada, con Fabi. Ahora salen de sus tiendas Román, don Estanis, Braulio Apraiz, Saturnino Altube, pero no su sobrino Juan. Tampoco están los dos Baskardo de Sugarkea ni el chaval.
Ahora estamos pertrechados como en África. Hemos desayunado huevos fritos con jamón, tocino y pan tostado, como desayunan los ingleses en África. Cuando Aita preguntó a los criados: «¿Qué destrozos han hecho en mi casa las fieras?», ninguno se atrevió a responderle y Aita dijo: «¡Maldición! ¡Alguien tendrá que abonarme esta broma!», y Saturnino Altube no se atrevió a mirarle.
Ahora Aita está escribiendo algo en un papel apoyado en la espalda de un criado. Acaba y escribe en otros dos papeles. «Uno, al gobernador. Otro, al cuartel de la Guardia Civil. Otro, a los municipales… ¡Que no se metan en esto ni el Ejército ni los guardias! ¡Es sólo asunto de Camilo Baskardo!», dice Aita. El safari se pone en marcha hacia la carretera.
—¡No! ¿Por qué queréis matar a esas magníficas criaturas? —dice Fabi.
—¡Es el colmo! —dice Aita.
—Esfuérzate por tener la boca cerrada —dice Román.
—¿Tú, tú, tú me pides a mí esfuerzos? ¡Tú, el esposo que no sabe lo que es un solo esfuerzo! —dice Fabi.
—¡Que alguien la calle! —dice Aita.
Voy hasta Fabi.
—Calla —le digo.
—¡No vayas con ellos! Mi pobre hermano Jaso…, ¡tú eres distinto! ¿En qué te han convertido? ¿Qué ha sido de todos nosotros? ¿Qué os han hecho ellas? —dice Fabi.
—Nos humillaron —digo.
—¿También os humillaron los leones de África? Es algo más: es miedo de las cosas realmente vivas… ¡porque quizá nosotros estemos muertos! —dice Fabi.
Echa a correr en camisón hacia los ocho mulos cargados y en un santiamén suelta la correa del último y cae con estrépito la cocina de campaña y la cacharrería. La alcanzo y la sujeto.
—¡No, ayúdame! —dice.
Se suelta de mí y corre a la carretera y nadie la puede detener, y allí está el carro, y ahora Fabi choca contra el maldito bastardo, que está allí. ¡Ha chocado contra el maldito bastardo! Quedan frente a frente, tocándose y mirándose. Tocándose. Jamás nadie de la familia de Camilo Baskardo había tocado antes carne maldita con sangre maldita de Ella. Se miran.
—¿Por qué? —dice Fabi.
Como Fabi no se aparta, es el maldito bastardo quien lo hace. Fabi le mira como si no fuera el maldito bastardo. Es imposible que esto esté sucediendo.
—Sé que acabarán dándome una razón para odiarlas. De momento, ya me han matado un perro —dice el maldito bastardo.
Ha hablado. He oído su voz por primera vez en mi vida. Ha sonado como la vibración de una hoja de sierra. Ahora es Fabi la que se aparta de él.
—¡Monstruos! ¡Monstruos! ¡Cobardes! ¡Cobardes! —dice Fabi.
Llegan las criadas y se la llevan. Nuestro safari se ha detenido en la puerta del jardín. El maldito bastardo acaba de subir al carro de Braulio Apraiz. Don Estanis echa una corta carrera hasta Aita.
—No sabíamos nada, no lo esperábamos, los del carro no contábamos con él —dice don Estanis.
—¿Y qué van a resolver ustedes ahora? —dice Aita.
Don Estanis se vuelve para mirar a Saturnino Altube y a Braulio Apraiz, quienes se encogen de hombros, y don Estanis mira a Aita y se encoge también de hombros.
—¡Pues habrá dos safaris, el de ustedes y el mío! —dice Aita.
—Como usted mande, señor marqués —dice don Estanis.
Llegan los criados con nuestros tres caballos y montamos Aita, Román y yo. Los criados también llevan a los catorce deerhound escoceses. La gente de las tapias ya no está en las tapias, como ayer, sino en la carretera, durmiendo aún alrededor de los rescoldos de las fogatas en que asaron la carne de las dos fieras del carro, durmiendo la hartura y la borrachera. Sólo algunos se medio despiertan para vernos partir.
—¡Gentuza! —dice Aita.
Les miro desde lo alto de mi caballo. Es la gente de la mentira de ama, cuando nos decía a Martxel y a mí que los Baskardo-Oiaindia y ellos éramos iguales porque todos los vascos somos iguales, pero Andrea Altube era de ellos y Martxel la había elegido para esposa y la bruja los separó para siempre. Ella siempre nos mintió en esto y en todo, porque ahora, desde lo alto de mi caballo, veo que ellos están por debajo de mí, que esos vascos no son iguales que yo. Uno de ellos está diciendo: «El setter de Efrén los trajo a la casa y el setter se los llevó». «Y un cojón», dice otro. «Yo vi anoche al perrito salir como un rayo del jardín y con los bichos detrás», dice el primero. El carro viene detrás de nuestro safari. Entre las ruedas del carro van los dos foxhound del maldito bastardo. En el último momento llega Juan Altube de no sé dónde y sube al carro en marcha.
—Buen chichi te has buscado para visitar a la novia todas las noches —dice Saturnino Altube.
—¿Eh? —dice Juan Altube.
Ahora, por fin, al cabo de tres días y tres noches de expedición por montes y valles sin dar alcance a las fieras, nos topamos con los dos Baskardo de Sugarkea y el chaval. Están sentados bajo una techumbre de ramaje y no nos miran, pienso que no se atreven a mirarnos porque están contra nosotros. Aita para su caballo ante ellos.
—Lo que están haciendo no tiene nombre —dice.
—Lo tiene y se llama traición —digo.
—¿Dónde habéis escondido esta noche a las fieras? ¿Por qué, por qué las protegéis? ¿Qué sabéis vosotros que no sepa yo? —dice Aita.
Los dos Baskardo y el chaval cometen la grosería de no mirar siquiera a Aita cuando les habla. Estos Baskardo de Sugarkea son como animales. Visten con pieles, viven en el caserío más viejo y destartalado de Getxo, no acatan ninguna ley que no sea la de ellos, no se relacionan con nadie que no sea de su clan, no van a misa, se dice que destruían por las noches los muros de nuestra iglesia de San Baskardo que levantaban por el día los canteros, no emplean utensilios de metal, nos miran a los demás con desprecio, sus costumbres son de la Edad de Piedra, suele decir Aita que son la vergüenza de nuestra comunidad, pero no hay mejores cazadores y pescadores que ellos.
—¿Qué sabéis vosotros de esas fieras que no sepa yo? —dice Aita.
Ese chaval, ese Manuel, está con ellos sin ser uno de ellos, los tres llevan días alejando a las llamas de nosotros. ¿Por qué? ¿Por qué ese chaval les ayuda no siendo uno de ellos?
Ahora llega el carro. Aita marca la ruta y el carro nos sigue. A distancia. Al menos, Braulio Apraiz, don Estanis y Saturnino Altube y su sobrino tienen la delicadeza de no acercarnos demasiado el maldito bastardo. El carro se ha detenido a siete metros de nuestros mulos.
—¡Acampada! —dice Aita.
—¿Tan cerca de él? ¡No aguanto su olor! —digo.
—¿Cuándo dejarás de ser un niño? —dice Aita.
—¡Lo tengo tan cerca que lo huelo y no lo aguanto! —digo.
—¿Cuándo serás un verdadero cazador, un verdadero soldado? —dice Román.
—Si lo sigo oliendo tan cerca lo tendré que matar —digo.
—No lo matarás… ¡No te atreverías! —dice Aita.
—¿Qué no?, ¿que no me atrevería? ¿Quieres que lo mate ahora mismo para demostrártelo? —digo.
—¡Suelta ese rifle, imbécil! —dice Aita.
—Jaso, tu padre no ha querido llamarte eso —dice Román.
—¡No tienes que demostrarme nada, imbécil! —dice Aita.
—Jaso, esas fieras le han hecho perder los estribos a tu padre —dice Román.
—Es un asunto muerto para mí y también debe estar muerto para ti —dice Aita.
—¡Pero se ha metido en nuestra cacería sabiendo que no soportamos su presencia! —digo.
—¿Y soporta él la nuestra? Quizá esté ahí porque es más cazador que nosotros, porque para cazar a esas fieras no necesita odiarlas como nosotros por haber asaltado nuestra casa —dice Román.
—Las odia —dice Aita. Y dice—: Y no me gusta odiar lo mismo que él odia.
—¿Las odia? —dice Román.
—Ojalá hubieran invadido también su casa… Su odio tendría sentido… Las odia sin una razón —dice Aita.
—Las caza —dice Román.
—Las odia… Ésta es una cacería distinta a todas… y no sé por qué —dice Aita.
—¿Por qué distinta? ¿Quién nos asegura que no odiamos también a nuestros leones africanos? —dice Román.
—Fabi dijo que los odiábamos —digo.
—Y todo el pueblo de Getxo odia también a estas fieras… excepto esos Baskardo y ese chico —dice Aita.
—Y Fabi —digo.
—¿Por qué? —dice Aita. Y dice—: Las hacen viajar de noche y las esconden de día. Y las fieras les obedecen.
—Son brujos —digo.
—Ésta es una caza diferente —dice Aita. Y dice—: Ahí están los tres, esperando la noche para sacar a las fieras de donde las tengan escondidas, en cualquiera de estos valles… ¡Acampada!
Los criados montan las cuatro tiendas y la cocina de campaña y todo lo demás. Encienden antorchas. Cenamos. Los únicos que ocupan las sillas de lona para cenar con nosotros son don Estanis y el alguacil que ha venido a llevarse al chaval por denuncia de su madre.
—¡Magnífico caviar! —dice don Estanis.
—En cuanto devuelva a ese mocoso a su casa, regreso con algún compañero para ayudarle a librarnos de esas fieras, señor marqués —dice el alguacil.
—¡Que no venga nadie, ni siquiera usted! —dice Aita. Y dice—: Jaso, ¿por qué cenas con el rifle sobre tus piernas?
Le miro y le impongo mi mirada y él baja la suya, o la desvía a un lado, como si se ocupara de otra cosa, pero sé que mi mirada le impresiona porque ahora es como la mirada de Martxel. He puesto mi rifle con el cañón apuntando al maldito bastardo, porque siento que está cerca el día esperado desde hace veinticinco años. Allí le veo, al otro extremo del claro, en el bosque, cenando con los del carro. Ellos nos siguen y él va con ellos. No iría si ésta no fuera una cacería diferente, como dice Aita. Es una cacería diferente por el maldito bastardo. Tiene que saber que está cerca el día esperado. Y me pregunto por qué no huye con el rabo entre piernas en vez de seguirnos. Ahora acerco una antorcha a mi silla de lona y me siento y vuelvo a poner mi rifle sobre mis piernas con el cañón apuntándole al pecho, y esta vez no hay duda de que a la luz de la antorcha el maldito bastardo ha de ver el cañón de mi rifle y mi intención de borrarle a él del mundo.
Ahora el maldito bastardo se marcha del campamento con sus dos perros. Mi lenguaje del rifle le ha hablado con suficiente claridad y se ha asustado. Yo le he asustado. He ido demasiado lejos, porque he dejado escapar el gran día que se acercaba. Me levanto con el rifle y echo a andar tras él.
—¿Adónde vas, Jaso? —dice Aita.
—He de hacer bueno el destino que ha dispuesto que esta cacería sea diferente —digo.
—¿Qué? —dice Aita. Y se levanta y viene hasta mí y me dice muy bajito—: ¡Deja de hacer el payaso!
Y me empuja delante de él hasta nuestras sillas. Le estoy asombrando con mi fuerza, estoy desbordándole a él mismo. He de concederle una tregua para que vaya haciéndose a la idea del nuevo hijo que tiene ahora. No me reconoces, ¿eh, Aita? Tu hijo Jaso ha puesto la mira de su rifle en la pieza más alta. ¿Acaso la reservabas para ti y Jaso se te está adelantando?
—Todos los de Getxo soñábamos con una cacería así desde que el Señor nos puso una escopeta en las manos. Acabo de rebelarme contra la disciplina parroquial, pero confío en que don Eulogio lo comprenda —dice don Estanis.
—Le hemos dejado marchar, Aita —digo.
—Volverá —dice Aita.
—Esta cacería ha dejado de ser diferente —digo.
—Sigue siendo tan diferente como antes. ¿Por qué tenemos a esos Baskardo junto a nosotros? —dice Aita.
—Nosotros hemos montado el campamento junto a ellos —digo.
—¡Qué más da, el caso es que están ahí! Si fuera una cacería normal ellos también estarían cazando… y no haciendo todo lo contrario —dice Aita.
—¿Qué haremos ahora? —digo.
—¿Qué traman? —dice Aita.
Como no aparta sus ojos de los Baskardo, yo los miro también. Se han puesto en pie y escuchan. El chaval está a su lado. Escuchan. Aita y Román también escuchan, y lo mismo don Estanis y la gente del carro, y yo, pero escuchamos porque escuchan los Baskardo, sin oír nada. Los Baskardo sí oyen. Ahora estalla algo. Es un trueno. Cuando caigo en la cuenta de que es el mismo trueno ya oído estos días, sé que son las pisadas de las fieras. Nuestros catorce deerhound empiezan a ladrar como locos. También oímos, a lo lejos, a los dos foxhound del maldito bastardo. Suenan tres disparos. La cara del chaval se pone como la de un muerto. De pronto todo es silencio. Regresa el maldito bastardo con sus dos perros. «La caza es para todos», dice don Estanis. «Ustedes me vieron marchar y nadie me acompañó», dice el maldito bastardo. Levanto el rifle, lo apoyo en mi hombro y apunto a su pecho. Alguien me lo tira al suelo de un golpe. Es Aita. «¡Imbécil!», dice. «Ésta es una cacería diferente», digo. «Cambiemos las armas por palas de cavar», dice el maldito bastardo. ¿Por qué le miran todos? Está sentado sobre una piedra en el centro del claro. «Esas llamas han olido un tesoro de plata enterrado en alguna parte y van a su encuentro», dice el maldito bastardo. «¿Llamas?, ¿tesoro?», dice Saturnino Altube. «Cuenta una leyenda americana que a las llamas les gusta lamer la plata como si fuera azúcar o sal y que poseen un instinto especial para localizarla. Nuestras llamas acaban de ponerse en marcha y nos pueden conducir a un gran tesoro. Sólo necesitamos seguirlas», dice el maldito bastardo. Todos le miran, pero yo me río fuerte para que me oigan todos. «Esto no es América sino Getxo», dice Braulio Apraiz. «En Getxo hay también tesoros enterrados, todo el mundo lo sabe», dice don Estanis. «A veces, labrando una huerta salen monedas de oro y de plata», dice el alguacil. «Propongo abandonar la caza de esos animales y seguirlos hasta el lugar que…», dice el maldito bastardo. «¡El rebaño es mío y sólo yo tengo derecho a seguirlo!», dice Saturnino Altube. «Únicamente los bichos muertos son suyos, los vivos son caza para cualquiera. Y esto era una caza hasta ahora. Y escuche: esas fieras no sólo me deben a mí más que a usted sino que las vivas están vivas para mi venganza. ¡Han destrozado mi casa! Lo más justo sería que todos ustedes desaparecieran y me dejaran solo con ellas… Naturalmente, mis deseos de venganza pueden desaparecer si usted me abona el desaguisado que me han hecho», dice Aita. «Se las regalo todas… después de que nos descubran el tesoro», dice Saturnino Altube. «Así está mejor», dice Aita. «¡Pero esto es una cacería, por encima de todo es una cacería!», digo. «Es posible que no sea una cacería diferente, es posible que ni siquiera sea una cacería», dice Aita. «¿Y todo porque a un hijo de puta se le ha ocurrido hablar de un tesoro?», digo. «Calma, calma… Por suerte, no te ha oído», dice don Estanis.
Espero que el silencio que se acaba de hacer sirva para que alguien reaccione contra las pegajosas palabras del maldito bastardo. «Es posible que si no queremos que sea una cacería diferente, nos convenga pensar en el tesoro, en que esto fue una cacería sólo para nosotros, no para los Baskardo, ni para ese chaval, ni para Fabi, ni siquiera para las llamas. Así todo vuelve a encajar de nuevo», dice Aita. «¡A ti también te ha vuelto loco la mentira del hijo puta!», digo. «Tu padre está cansado de sacarle tesoros a este país», dice Aita. «Si estás podrido de dinero, ¿para qué quieres, además, el falso tesoro del hijo puta?», digo. «Si esto no es una cacería diferente, que baje Dios y lo vea, porque al final, Jaso, siempre nos quedarán las fieras», dice Aita. «Hay que pactar con los Baskardo», dice el maldito bastardo. «Desearía que Saturnino Altube le preguntase a qué pacto se refiere», dice Aita. Saturnino Altube mira al maldito bastardo y le dice: «¿A qué pacto se refiere usted?». El maldito bastardo se ha convertido en el centro de todo el asunto, le miran como si fuera Dios. «¡Estamos aquí para cazar a esas fieras y no…!», digo. «Los Baskardo son los únicos capaces de seguir la pista a esas llamas. Y yo diría que no sólo las siguen sino que las guían. Lo cierto es que se complementan mutuamente. Son los únicos que nos pueden conducir al tesoro», dice el maldito bastardo. ¡Y Aita es capaz de escuchar tantas palabras seguidas saliendo de esa maldita boca! Miro a Román y digo: «¡Aita se ha olvidado de que quien habla es el maldito bastardo!». «Tu padre no soporta lo que no entiende y se agarra a cualquier cosa que sirva para que esta cacería no sea diferente», dice Román. «¡Estábamos mejor cuando esta cacería era diferente!», digo. Y digo: «¡Pero esos Baskardo todavía no han dicho lo que piensan!». «Mejor si no lo dicen… ¡porque si les da por decir que quieren toda la plata para ellos solos…!», dice don Estanis. «¡Esto es lo que se traían entre manos los muy zorros!», dice Saturnino Altube. «Lo que era diferente era otra cosa, no la cacería», dice Aita.
Todo el mundo se pone en movimiento hacia los Baskardo. «¡No!», digo. «Ya te compraré otra cacería, hijo», dice Aita. «¡Esta cacería es diferente porque a quien yo voy a matar es a…!», digo. Don Estanis dice al chaval, que acaba de regresar no sé de dónde: «Tu euskera es mejor que el mío porque el de tu madre también lo es, así que di a tus amigos que ya no queremos matar a esos bichos sino que nos lleven al tesoro… Si tus amigos no buscan el tesoro, a cambio se pueden quedar con todas las llamas vivas. Vamos, díselo». El chaval no se mueve ni abre la boca y veo lágrimas en sus ojos. «¿Qué te sucede, hijo?», dice don Estanis. Mira al Baskardo viejo y le habla en euskera, y el Baskardo viejo nos mira a todos como si fuéramos sapos y parece que no va a hablar nunca, pero ahora dice «Bai». Aunque no se levanta sino que se tiende en el suelo de maleza y nos da la espalda, y el otro Baskardo hace lo mismo y finalmente el chaval también. «Ahora él manda», dice el maldito bastardo. «¿Le ha entendido bien a usted?», dice Saturnino Altube a don Estanis. «Me ha entendido perfectamente. ¿No ves con qué tranquilidad se lo toma? Lo que se calló es cuándo iremos tras los animales», dice don Estanis. «¡Los levantaré yo!», dice Aita. «Es gente seria y cumplirá su palabra», dice Braulio Apraiz. «Nadie sabe si son serios o no porque nadie sabe cómo son. Nadie sabe si cumplirán su palabra porque nunca han hecho una promesa a nadie», dice don Estanis. «¿Quiénes son, en realidad?», dice Román. «Los Baskardo de Sugarkea», dice don Estanis. «¿Y qué más?», dice Román. «¿Te parece poco? Desearíamos no tenerlos por vecinos», dice don Estanis. «¿Acabo de oír que es gente seria?», dice Román. «Ciertamente, nadie ha recibido un solo mal de ellos. Pero nunca van a misa. No quieren nada con nosotros, con la gente de Getxo. Viven a su aire. Son distintos y todo lo que tocan lo hacen distinto», dice don Estanis. «Como esta cacería… Pero ¿por qué es distinta?», dice Aita.
Ahora, amanece y nadie ha dormido en el campamento, excepto los Baskardo y el chaval, supongo; aunque el chaval no, pues ahora recuerdo que se lo llevó aquel alguacil, ambos a lomos de un caballo.
Ahora los Baskardo se levantan y echan a andar, sin una palabra ni un gesto, y todos les seguimos, primero nosotros y, a distancia, el carro con el maldito bastardo en él. No me aparto de mi rifle.
Ahora estamos apostados en lo alto de una cañada, con las fieras al fondo. Llevamos días siguiendo a los Baskardo y al chaval, que volvió, y ellos a las fieras, por montes, valles y bosques, cruzando pueblos en los que nos aplauden, nos vitorean y nos ofrecen comida, agua y vino, porque ya nadie más se atreve a enfrentarse a las fieras, la gente ha dejado el problema en nuestras manos, incluso en las manos del maldito bastardo. «Cuando me llegan los aromas de un guiso puedo ir hasta él con los ojos cerrados, pero estos animales no hacen más que dar vueltas y pasamos dos y tres veces por el mismo sitio. O están locos o les falla el olfato… o no hay tal tesoro», dice don Estanis. «¡Claro que no hay tesoro!», digo. El maldito bastardo ofrece un buen blanco. ¿Por qué no levanto el rifle, lo apoyo en mi hombro, apunto y disparo? Caería con un agujero en su maldita frente. «¿Qué te pasa, Jaso? ¿Por qué miras así? ¿En qué estás pensando? Que se te quite esa cosa de la cabeza», dice Aita. Nos miramos. Lo sabe. Está orgulloso de mí, como lo estaría Martxel si me viera. Todos esperamos no sé qué. «¿A qué esperamos, Aita?», digo. «A que los Baskardo… ¡No sé a qué coño esperamos!», dice Aita. «No hay duda de que estamos en una cacería diferente. Ni siquiera nos hacen falta las armas», dice Román. «¡Esto ya no es una cacería, así que ya no puede ser ni igual ni diferente!», dice Aita. «Entonces, entreguemos los rifles a los criados», dice Román. «¡Maldito crío! ¡Maldito crío!», dice el maldito bastardo. Abandona su puesto y corre por entre las peñas hacia el chaval, que se asoma a la garganta y mira hacia abajo. «¡Corred! ¡Salvaos!», dice el chaval, y se lo dice a las fieras. «¡Maldito crío! ¡Maldito crío!», dice el maldito bastardo sin dejar de correr. «¿Qué ocurre aquí?», dice Aita. «¡Seguidme! ¡Ya son nuestras!», dice el maldito bastardo. «¿Eh? ¿Y el tesoro?», dice Saturnino Altube. «¡No existe el tesoro! ¡Sólo hay llamas!», dice el maldito bastardo. Parece que va a descalabrar al chaval, pero le rebasa sin mirarle y se lanza monte abajo. «¡No hay tesoro! ¡No hay tesoro! ¡Sólo hay llamas!», dice el maldito bastardo, y don Estanis, Saturnino Altube y Braulio Apraiz abandonan también sus puestos y van tras él monte abajo.
El rebaño de fieras se ha puesto en movimiento en el fondo de la cañada al oír al chaval. Es la primera vez que veo a los Baskardo con caras de asombro. «¡Huid! ¡Salid de la trampa en que os han metido!», dice el chaval. «¡No hay tesoro! ¡Lo dije! ¡Lo dije!», digo. «¡Pues conmigo no se juega! ¡Ni él!», dice Aita. «¡Él menos que nadie! ¡Aita, déjame que lo mate!», digo. «¡Qué bien nos la ha jugado! Ese tipo llegará lejos», dice Román. «¡No era una caza distinta! ¡Disparad!», dice Aita. «¡Fuego! ¡Acabemos con todas las fieras y todos los hijos de puta!», digo. Aita, Román y yo disparamos contra las fieras, que corren de un lado a otro buscando la salida del barranco. El maldito bastardo sigue corriendo monte abajo. Lo tengo entre las fieras y yo. Cuento las fieras que quedan: nueve. El maldito bastardo no es más que uno y lo tengo más cerca. Si lo sumo a las fieras serán diez las fieras que debo cazar. Disparo mi rifle contra una de las diez fieras. «¡Esperad a que les cerremos la salida!», dice el maldito bastardo. ¿Vamos a dejar de disparar porque lo diga el maldito bastardo? Aita, Román y yo seguimos disparando, sólo que yo disparo a diez fieras y ellos a nueve. En un momento abatimos a tres, pero ninguna es la que yo quiero que caiga. Mis balas pasan rozando la cabeza del maldito bastardo y él no las advierte porque toda su mala sangre está centrada en las otras fieras. Las odia porque son capaces de hacer tanto mal como él mismo, porque fueron ellas y no él quienes destrozaron nuestra casa. Mis balas cada vez vuelan más cerca de la cabezota de esa fiera.
Ahora se nos acercan los Baskardo. «¿Qué desean ustedes?», dice Aita. Un Baskardo arranca a Aita el rifle de sus manos y el otro Baskardo hace lo mismo con el de Román, y ni la resistencia de Aita ni la de Román han podido impedirlo. «¿Cómo se atreven…?», dice Aita. Los Baskardo rompen los rifles de un solo golpe contra las peñas, como si fueran cañas. «¡No tienen derecho, les demandaré!», dice Aita. «¡Son más brutos que esas bestias!», dice Román. ««¿Habéis olvidado quién soy? ¡Soy Camilo Baskardo!», dice Aita. Nuestros criados no mueven un dedo y los catorce deerhound ladran, pero están atados. Los Baskardo me miran. Antes de que puedan hacer lo mismo con mi rifle, echo a correr, aunque no muy lejos: me paro enseguida y sigo disparando hacia abajo. Que no crean que les tengo miedo, ni que lo crean Aita ni Román.
Ahora veo que un Baskardo se acerca al carro de Braulio Apraiz y, tirando de él, lo arrastra fácilmente hasta el borde del barranco, y lo empuja, y el carro cae, y al punto junto a él vuelan por el aire la báscula y las tres fieras muertas que allí estaban y los demás trastos del carro. «¿Por qué la tomáis con nosotros? ¿Acaso sólo vosotros podéis cazar en los bosques de esta tierra?», dice Aita. «Esta cacería vuelve a ser distinta… ¡Mirad lo que hace el otro bruto!», dice Román. Los Baskardo no hablan, sólo hacen. El otro ha hecho fuego con pedernales y prendido malezas que ha arrancado del suelo, y ahora las arroja a la garganta, y pronto un humo blanco cubre el fondo y dejan de verse las fieras. Don Estanis, Saturnino Altube, Braulio Apraiz y el maldito bastardo ya están abajo, cortando la retirada al rebaño, y disparan sin tregua sus escopetas, aunque disparan a ciegas, disparan al humo. Las fieras no están quietas, oigo sus galopadas. Cuando se disipe el humo, serán del todo nuestras. «¡Eh, tú!, ¿adónde vas? ¿Qué pretende ahora este mocoso?», dice el maldito bastardo. Se dirige al chaval, que acaba de pasar corriendo a su lado para meterse en la nube blanca. Los Baskardo siguen arrojando matorrales llameantes. Don Estanis, Saturnino Altube y Braulio Apraiz disparan al humo. «¡Suspended el fuego, que ahí dentro está el mocoso!», dice el maldito bastardo. Pero enseguida es él quien dispara de nuevo. Al setter. En el borde del humo, el setter da una voltereta en el aire y cae muerto. El setter era de Aita y el maldito bastardo ha querido ponerse a la altura de las destructoras fieras. Apunto, contengo el aliento y le disparo. Una, dos, tres veces. «¡Maldito hijo de perra! ¡Me está tirando a mí!», dice el maldito bastardo. Que diga, que diga, que pronto ya no podrá decir nada.
Ahora crece el trueno de las pezuñas de las fieras. El chaval sale del humo y detrás de él las fieras. Es como si el chaval las guiara, pero es imposible que ocurra así. «¡Nunca se ha visto una cacería como ésta!», dice Román. «¡Malditos sean el crío y esos Baskardo, y esos Baskardo y el crío!», dice Aita. Mis balas sacan esquirlas a las peñas cada vez más cerca de la cabeza de mi fiera. La manada está saliendo del humo y don Estanis, Saturnino Altube y Braulio Apraiz disparan sin descanso y las fieras van cayendo una tras otra. Eso creo, porque ahora sólo me ocupo del maldito bastardo, que zigzaguea como una lagartija entre las peñas, esquivando mis balas. Ahora se esconde y dejo de verle. ¡Cobarde! Tiene un arma, pero no se atreve a enfrentárseme. Espero. No asoma su cabezota. Tendré que sacarle de su madriguera. «¡Aita, no te pierdas esto, para que luego se lo cuentes a Martxel!», digo, y desciendo un poco, muy alerta, con el dedo en el gatillo, no vaya a sorprenderme con una jugarreta traidora. «¿Qué haces? ¿Por qué te ríes así? ¿Por qué sueltas esas carcajadas?», dice Aita. «¡Fíjate bien y luego se lo cuentas a Martxel!», digo. «¡Basta, basta!», dice Aita. Me detengo a los pocos pasos. ¿Dónde se ha metido? Disparo a ciegas contra las peñas, y si no asoma su maldita cabezota es porque se esconde muy cerca de donde estallan las balas. Transcurre demasiado tiempo sin dejarse ver. «¿Se lo contarás a Martxel, Aita?», digo. Aita y Román ya están de nuevo disparando, porque los criados les han llevado otros rifles, y están matando llamas y se han olvidado de mí. ¡Oh!, ¡oh!, ahí surge el maldito bastardo… ¿De dónde ha salido?
—¡Prepárate a recibir una buena tunda, Josafat! —dice el maldito bastardo.
Levanto el rifle, pero ni siquiera puedo llevármelo al hombro.
—¡Te enseñaré a luchar como un hombre! —dice el maldito bastardo.
Lo tengo tan cerca que puede arrancarme el rifle de las manos de un golpe con el suyo, y luego él también arroja su rifle al suelo. Su puño cerrado me aplasta la nariz.
—¡Yo también esperaba este momento!, ¿qué te creías? ¡Te odio porque eres Baskardo, pero sobre todo porque eres imbécil! —dice el maldito bastardo.
Un líquido cubre mis labios. Lo toco y, sí, es sangre.
—¡No retrocedas, Josafat Baskardo! —creo que dice el maldito bastardo.
Su puño cae sobre mi cara una y otra vez y yo no puedo pensar.
—¿Quieres que llame a tu padre para que proteja al nene? —dice el maldito bastardo.
Dejo de mirarle y miro a mi alrededor y veo a gente mirándonos. No son ni don Estanis ni Saturnino Altube ni Braulio Apraiz ni Juan Altube ni el alguacil ni los Baskardo ni el chaval ni Aita ni Román: es gente nueva. ¿De dónde han salido? Nos vigilan a distancia, desde los árboles.
Puedo pensar. Y sentir el dolor. Y sentir su carne tocando mi carne.
—¿Para esto querías encontrarte conmigo? —dice el maldito bastardo.
Se ríe. También me llegan las voces de las gentes de los árboles. No sólo nos miran sino que hablan. El maldito bastardo se ríe y me está tocando con su carne. Levanto los brazos y mi carne cae sobre su carne.
—¡Más fuerte, imbécil! —dice el maldito bastardo.
Su carne quema y suena a metal. Jamás la olvidaré mientras viva. Supe de siempre que jamás la olvidaría mientras viviera. Ahora mis puños se cierran y van otra vez al encuentro de esa carne. Me doy cuenta de que he de avanzar para que mis puños al bajar encuentren esa carne, de modo que… ¡está retrocediendo! Ahora nos agarramos y rodamos por el suelo.
—¡Te lo contaré, Martxel! —digo.
Al fin sé lo que hace la gente que nos mira de lejos: está apostando.