Asier Altube

Don Manuel había entrado en el siglo con siete años y yo nací en 1921, así que me llevaba veintiocho; no muchos, no demasiada ventaja en cuanto a acopio de información sobre nuestra comunidad. Yo, además, disponía de una fuente privilegiada, capaz de contrarrestar con creces esa ventaja de veintiocho años: mi propia cocina de Altubena, considerando que fueron los Altube parte importante de esta historia. La hegemonía de don Manuel no procedía, pues, de la cantidad sino del ahínco, esa su enfermiza obsesión por considerar a los Altube víctimas de Ella, la intrusa; y a esta pequeña historia, expresión de la gran historia de la persecución de nuestro pueblo. Esta perenne actitud tensa suya obraba en mí como recordatorio de ese cúmulo de hechos viejos que no convenía arrumbar. ¿Y quién pretendía condenarlos al olvido? En todo caso, ¿era esto posible, viviendo no menos de cuatro horas diarias en una cocina donde los abuelos y la madre ponían el tema sobre la mesa con una regularidad marcada por algún nuevo y último suceso, como la visita ocasional de un pariente que se enzarzaba con los míos en una polémica de fechas y nombres, o por la vuelta atrás de la memoria inspirada por cualquier boda o fallecimiento ocurridos a nuestro alrededor, o una galerna, una lluvia pertinaz, un mal año de maíz o la superflua subasta regular de La Venta?

Y luego, el propio don Manuel saliéndome al paso en cualquier sitio y preguntándome sin darle tiempo al saludo: «¿Te has enterado de…?», y yo me olvidaba de la manipulación que él imprimiría al acontecimiento, fuera el que fuese, y me dejaba arrastrar por la maldita vocación de cronista que se le supone a todo miembro de cualquier pequeña comunidad. Pero era su ahínco el que no sólo imprimía un carácter apocalíptico a los que, seguramente, no eran más que triviales avatares, sino que me obligaba a vivir alerta contra su alerta, como un médico ha de estar pendiente de las evoluciones de una enfermedad, cuidando, al mismo tiempo, de no contagiarse; peligro éste que me hacía sospechar que don Manuel y yo no éramos tan distintos, que nuestras diferencias sólo eran de fe, es decir, que apenas había diferencias.

—Tu propia madre sorprendió a la pareja dentro de la ermita del Ángel… ¡en el quince de mayo, fiesta de San Baskardo! Allí estaban, en un rincón, sobre unas pajas: Román Pérez de Angulema abrazando a Fabiola Baskardo, como Ella, sin duda, también se lo había indicado —me recordó don Manuel fervorosamente. Estábamos en los altos de la playa de Arrigúnaga, en el que llamamos monte de Alicante, sentados en uno de los bancos de madera pintada de verde que el Ayuntamiento, por fin, acababa de colocar, algo que los nativos habíamos de agradecer a los veraneantes. Era un atardecer de aquel mes de marzo de 1942, una semana después del fallecimiento de Camilo Baskardo y de Cristina Oiaindia. Como si la mar tampoco se hubiera repuesto del asombro, besaba la arena con olitas tan muertas que no parecían sino las leves ondulaciones producidas por una piedrecilla en un estanque—. Entonces recordaron que Ella conservaba una de las llaves de la vieja cerradura de la ermita. ¿Seguirás negando que fue la artífice de aquella boda y de la destrucción del noviazgo entre Moisés y Andrea? Porque el episodio de la ermita no fue más que la punta del iceberg…

Tuve que concederle lo de la ermita (mi propia madre me había contado el incidente, que no sólo coincidía con la versión de don Manuel sino que un relato de primera mano pasó, íntegro, a constituirse en crónica), e incluso la razonable sospecha de que las manipulaciones de Ella se extendieran al hijo mayor de Cristina. Aunque de todo ello ya habíamos hablado muchas veces, siempre nos sonaba a nuevo.

—En 1905 yo sólo tenía doce años —prosiguió él—, pero la parte adulta del pueblo empezó a removerse, inquieta, en sus camas y asientos, y a mirarse unos a otros sin atreverse a establecer lo que pensaban: que Ella trabajaba como una profesional de…, de…, ¿qué importa el nombre?, de aquello en que parecía haberse convertido su afán de medrar. Yo, a pesar de mis doce años, creo que ya pensaba lo mismo. ¿Recuerdas, Asier, tu tiempo de las películas de buenos y malos? Pues aquello era mi película de buenos y malos.

—Como hoy.

—¿Acaso no lo es para ti? Recuerda: aún no ha aparecido en la pantalla la palabra FIN y Ella sólo tiene setenta y dos años…

Mari Benita, mi madre, no había visto la llave de la ermita desde 1893, es decir, dos años antes de que Ella abandonara La Venta para estrenar su palacio. Esa llave era la que, desde hacía dos siglos, venían usando las mujeres para entrar a limpiar la ermita, y se guardaba en La Venta. Había una segunda en casa del párroco don Eulogio —hasta entonces, los párrocos habrían guardado las dos—, pero La Venta estaba más cerca, y ésta sería la razón de que, en algún momento de aquellos dos siglos, alguna mujer propusiera guardar una en algún lugar más a mano. La primera misa celebrada en nuestra iglesia, en 1693, señaló el final de las que, hasta entonces, se celebraban en la ermita, el Santo Grial cambió de altar (un dolmen no comparable con el mostrador de La Venta, y dicen que aquel párroco del siglo XVII luchó denodadamente por arrancarlo del emplazamiento pagano para depositarlo en el que, según él, le correspondía, quizá recordando lo que aseguró aquel obispo de un tiempo aún anterior: que se trataba del auténtico altar de San Pedro de Roma, varado en la playa de Arrigúnaga por un error de Dios) y de recinto, y en la ermita ya sólo hubo misas menores y cada vez más espaciadas, hasta que prácticamente no hubo, excepto en el día grande de San Baskardo, los 15 de mayo, o después de la Guerra en el recibimiento a Kongobeltza, el pariente negro de los Murua. Por tanto, el arreglo interior y limpieza de la ermita apenas suponían preocupación; parece que, al establecerse el ritmo mensual, hace muchos años, algunas viejas protestaron, lo que indicaría que, en un principio, las mujeres se lo tomaron más en serio. Había un turno riguroso que se repetía cada cuatro años, pues no todas las familias del barrio de San Baskardo disfrutaban del privilegio de entregar una mujer suya al servicio de la ermita, sino sólo cuarenta y ocho, las señaladas por la leyenda como Fundadoras —don Manuel siempre pronunciaba la palabra con mayúscula—, aunque en realidad la rotación no se producía exactamente cada cuatro años, sino cada cuarenta y siete meses, pues los Baskardo de Sugarkea siempre hicieron vida aparte de la comunidad, sin contar con que nadie se hubiera atrevido a ir a ellos con el recado de que tenían que adecentar la casa del nuevo invento.

La madre no abrió la ermita como Altube en 1893, sino como Ibarrola, pues aún no se había casado con el padre, sólo tenía once años; la abuela la llevó consigo para iniciarla o, simplemente, a que le ayudara: fue la primera y única vez que la madre vio esa llave y, sobre todo, vio cómo era recogida de La Venta. Cuarenta y siete meses después, en 1897, pudo haber descubierto que ya no estaba allí, pero en esa ocasión la abuela hizo sola el trabajo; y lo mismo en 1901. Finalmente, en aquel mayo de 1905, la familia la envió y la madre se presentó en La Venta por la llave. Zacarías Ermo solía tener abierta su lonja ya a las cinco de la mañana, con más razón el día de la fiesta del pueblo; se le oía decir que no podía soportar que alguien con alguna necesidad encontrara cerrada su puerta. La madre la empujó con una mano, pues con la otra sostenía la escoba, los trapos, el balde con agua y el jabón. Saludó y pidió la llave. Tan naturales sonaron sus palabras que, en un principio, Zacarías Ermo se volvió, dando la espalda al mostrador y a la madre, y levantó el brazo para alcanzar el clavo en la pared del que colgara la llave a lo largo de todo un siglo hasta hacía sólo diez años. Cuenta la madre que Zacarías Ermo reaccionó antes de que sus dedos rozaran el clavo. «¿En qué mundo vives, Mari Benita Ibarrola?», exclamó, volviéndose y perforando a la madre con sus ojillos vivos —demasiado vivos, a juicio de muchos—, a los que era difícil escapara algo. «¿Aún no sabes que Ella se llevó esta llave y que la otra la tiene don Eulogio?». De manera que yo siempre supe de primera mano que en 1905 Ella estaba en posesión de una de las dos llaves.

—No cometeré la insensatez de asegurar que la robó sabiendo que habría de utilizarla diez años después al entregársela a Román Pérez de Angulema diciéndole: «Ve y abre la maldita ermita y que, al día siguiente, todos sepan que habéis dormido juntos». —Dijo don Manuel—. Es posible que ella misma se sorprendiera al encontrarla entre los cachivaches transportados, o la recogiera como un recuerdo —¡no, no, nunca caería en semejante flaqueza!—, o Madia o Magda se encaprichara de la pieza; aunque me inclino por su accidental inclusión en el botín procedente de la liquidación de La Venta, igual que Jim Hawkins al huir de la posada del almirante Benbow con el mapa de la Isla del Tesoro ignorando qué había cogido… Bueno, la tenía y la usó. Sin duda, el descubrimiento de la llave olvidada en algún mueble del palacio le inspiraría la trama, y nada más contundente que aquel golpe de efecto para doblegar la resistencia de Cristina a la boda de su hija con el militar maketo. —Don Manuel me miraba fijamente a los ojos—. Para entonces, ya lo sabía…

—Sí, claro que lo sabía, pero…

—Admitido que lo sabía, ¿estamos? ¿Y cómo lo supo? A su llegada, nadie conocía nada de Román Pérez de Angulema, y menos en Getxo: si tenía parientes en algún lugar del mundo, si ya estaba casado…, ¿por qué no?, ¿por qué no iba a estar casado? En 1905 tendría algo más de treinta y cinco años, y no le habría resultado fácil mantenerse soltero hasta entonces a un hombre cuya natural apostura quedaba realzada por el uniforme de oficial de la guerra de Cuba. Porque su propósito de casarse con un buen partido quedó claro al enamorar a la romántica y propicia Fabiola Baskardo. Lo único que se sabía de él era lo que quiso contar: que venía de esa guerra y había recibido una herida en combate, sin que tampoco revelara la naturaleza de esa herida. Fue lo único que nos entregó. La herida secreta pareció despertar en Fabiola su instinto maternal y se enamoró de él como una tonta. La pobre ignoraba que iba a ser de por vida hembra insatisfecha y madre frustrada. ¿No empiezas a presentir la mano de Ella, Asier?

Sin embargo, su primera intervención en el asunto de Román fue tratar de expulsarlo de nuestra tierra. Aunque el tío Roque Altube había traicionado a Altubena y vivía en aquel palacio, en mi cocina seguía preocupando su persona, había una rebeldía contra el destino que enfrentó a una sangre contra sí misma. Quiero decir que en mi cocina no se repudió o renegó de Roque, por mucho que las relaciones pareciesen rotas. De tarde en tarde, Andrea tiraba de la campanilla de la puerta del jardín del palacio y salía él. Hablaban. Roque y Andrea habían estado muy unidos desde niños. Ella le llevaba en un cestillo fresas, manzanas o uvas y, para cuando se despedían, Roque ya había dado buena cuenta del regalo, allí mismo, durante la charla con su hermana, en un rito absolutamente íntimo. Los abuelos y el padre aprobaban mudamente aquellos encuentros, y a través de ellos se supo en mi cocina que Roque había actuado de embajador de Ella para presionar a Román con dinero. Así ocurrió y es preciso aceptarlo, para complacencia de don Manuel. ¿Qué se proponía Ella? «No atacar a Cristina», decía don Manuel, «pues Cristina tampoco deseaba aquella boda. ¿Y no resulta curioso que, por una vez, las dos mujeres persiguieran lo mismo?».

En 1903, a primeros de noviembre, Ella envió a Roque a la pensión de Artecalle, en Bilbao, a hacerle la oferta a Román y, días después, Cristina encerraba a su hija en un convento de monjas, alarmadas ambas mujeres de aquellas relaciones comenzadas meses antes en la fiesta de puesta de largo en el Club Bilbao. «Resulta explicable el comportamiento de Cristina, pero ¿qué razones movieron a la otra?», comentaba don Manuel. «Le tenía que importar un higo que Fabiola Baskardo contrajera matrimonio o no; aunque, bueno, establezcamos que alejaba a Román para que Fabiola no se casase…, ¿no se casase con Román o no se casase en absoluto?; y a la inversa: ¿no se casase Román con Fabiola o no se casase en absoluto? Establezcamos eso, pero entonces, ¿por qué el cambio apenas días después? Y no ya sólo despreocupación, indiferencia ante la boda, sino deseo feroz de que se consumase. Pregúntamelo tú, Asier, pregúntame esto: "¿Por qué, don Manuel, por qué?", pues yo no necesito preguntármelo, sé la respuesta».

Pienso que para mi tío Roque no representaría gran esfuerzo el aceptar la… ¿orden?, ¿insinuación?, ¿ruego?… de Ella: la gestión se encaminaba a la proscripción de una boda entre una vasca y un maketo. Una vez embarcado en la cosa, mi tío se refugiaría en esta consideración, por muy rebajada que tuviera entonces su propia identidad. De modo que allá se fue con la bolsa de monedas que Ella le pondría en la mano y supongo que también algún documento en el que Román debería estampar su firma. No recordaba Andrea qué suma se le ofreció al novio para que tomase el tren; cualquiera que fuese, una ridiculez comparada con el suculento premio extraordinario si ingresaba en la familia del gran Baskardo. Me imagino a mi tío, grande y sombrío —a partir de su abandono de la muchacha de las minas nadie le volvería a ver ni siquiera sonreír—, debatiéndose en las calles de la ciudad y luego pronunciando el nombre y apellidos ante la mujer de la pensión que le abrió la puerta y avanzando por el pasillo a zancadas aldeanas y deteniéndose ante la puerta interior y a Román abriéndola desde dentro y a mi tío recitando: «Dice mi suegra que te diga que si coges la maleta…». Ella pensaría que mi tío no supo explicarse y le enviaría de nuevo y acaso más de dos o tres veces, pero siempre recibiendo del mensajero la misma respuesta: «Que no quiere», hasta que resolvió encargarse personalmente.

—Nos encontramos en la primera fase, aún no se había operado el cambio —dijo don Manuel—. El «porqué» total debe pidirse en dos «porqués», y el primero es éste: «¿Por qué ahuyentaba al militar?». Respuesta: porque se había grabado a fuego a sí misma condenar a Fabiola a la soltería, porque la quería estéril, porque Camilo Baskardo no debería tener más que un nieto, el suyo, es decir, el hijo de Efrén… El Mal, Asier, el Mal. ¿Cuándo la aceptarás tal como es? Y luego, el cambio, el segundo porqué: «¿Por qué dio, en horas, vía libre al matrimonio?». Respuesta: porque descubrió su esterilidad en algún momento de aquellos breves días…

—¡Magnífico! A él le faltaría tiempo para confesarle: «Señora, estoy castrado, la herida de Cuba…».

—Calla, Asier… Lo supo porque lo descubrió por sí misma. ¿Cuándo la aceptarás tal como es? No pudo ocurrir de otra manera. ¡Si quedara alguna duda de si ella visitó o no aquella pensión…! Pero tu propio tío se lo confesó a Andrea… ¿Te la imaginas en aquel cuartucho actuando como una vulgar meretriz? —y allí, sentados en el alto de Alicante, volvió a vengarse de la mujer y me refirió, una vez más, la escena que ni él ni nadie había visto—: Su carruaje no entró en el casco viejo bilbaíno, el cochero recibió la orden de dejarlo en sus inmediaciones, quizá en la Ribera de San Antón…

—Quizá no entró, ¿no?… Quizá ordenara, ¿no?… —Mi persistencia en corregir su agresivo convencimiento sobrevivía a todas nuestras reposiciones.

—Entró… Ordenó… —mantenía siempre don Manuel—. Llegó a pie a la pensión de Artecalle y se enfrentó al semen que amenazaba su Proyecto —y la palabra también sonaba, inequívocamente, con mayúscula—. «¿Se lo ha sabido explicar bien?», le espetó. «Perfectamente», aseguró Román. «Quiero que usted se marche lejos para siempre», puntualizó Ella. «Sí, me lo dijo con toda claridad», volvió a asegurar Román, y aquí concedo la duda de una posible sonrisa en aquel rostro que, en los años siguientes, tuvimos ocasión de observar con más calma: una belleza varonil revistiendo un armazón tosco; un contorno de líneas angulosas en función de un espeso bigote negro excesivamente seguro de sí mismo, bajo unos ojos juntos y más bien pequeños que miraban de frente no con la naturalidad de los sinceros sino con la audacia de los escasamente ingenuos, y un bronceado de mestizo —aunque Fabiola lo conoció cinco años después de que dejase de recibir el sol de Cuba— que le otorgaba un exotismo que él acentuaba con un sombrero jipi-jipi (¿se llaman así?) caído sobre el ojo izquierdo, y unos modales lentos, cansinamente calurosos, una dulzona voz de mando, mezcla de efebo y de soldado, que cualquier mente descompuesta por todo lo anterior podría atribuírsela a un héroe griego… Bueno, un ejemplar casi irresistible para una muchacha pueblerina. A lo largo de esos cinco años habían fracasado varios intentos suyos de seducir a apetitosas herederas, de ser admitido en la buena sociedad bilbaína (nunca perdió ocasión de lucir el uniforme que llegó de Cuba ya bastante deteriorado y que él mimaba, cepillándolo a diario, plegándolo cuidadosamente bajo el colchón, enviándolo a lavar con disciplina cuartelera). Y así como su uniforme era su mejor credencial, Fabiola representaba su última esperanza. Su no a Ella fue claro e irreversible, quizá, sí, acompañado de una sonrisa burlona. Ella no se inmutó. Extrajo de su bolso la bolsa de las monedas. «¿Era poco? Esta vez será el doble», emitió, en ese su tono metálico característico y que tan bien le iba a la escena. Román movió negativamente la cabeza tres veces…

—Tres veces… ¡Oh, sí, tres veces!…

—Sí, sí… Una por orgullo, al poder rechazar la oferta. Otra por hastío ante tanta insistencia. La tercera sería propiamente la respuesta… Y aún cabría otra cuarta, la de la sonrisa burlona… No me mires así: llevo treinta años asistiendo a esta entrevista… Convendría que te detuvieras más en los modos y maneras de la mujer, esa bolsa de monedas danzando de un lado a otro con la más burda indelicadeza…

—Era la hora del regateo —dije—. ¿A cuánto subió la oferta?

—No es que no me atreva a pronunciar una cifra, es que pronto dejó de interesar allí ese punto… Ella fue la primera en desecharlo, por inútil. «Comprendo», dijo a Román. «Usted no lo quiere en una sola entrega. Pero sepa que la mujer del Baskardo no lo consentirá nunca. Piénselo: lo mío es en mano y ahora». Y entonces él quiso saber por qué lo hacía, y ella se lo dijo. La carcajada de Román se oyó en toda la casa. «¿Eso?, ¿eso?», repetía. «¿Por qué se ríe?», preguntó Ella. «Porque habría sido un despilfarro por su parte pagar cualquier precio por nada». Ella no le entendió, naturalmente. «No tendré hijos», amplió Román. Y Ella: «¿Quiere usted decir que ha elegido no tenerlos?». Entonces Román se lo confesó… Pero esto nada tiene que ver con tu chiste de antes, Asier, fue como si nada le hubiese confesado, porque Ella no le creyó. «Ahora sí que se está burlando de mí», le dijo, lo que resulta demostrativo de que existió la sonrisa burlona. «¿Tanto desea que salga de este cuarto y le deje en paz?». Al principio, Ella le observó sólo atentamente, aún sin desvestirlo con la mirada. Eso vino después, enseguida, cuando el tosco rostro mestizo expresó que podía no estar mintiendo. «¿Por qué me revela una cosa así?», preguntó Ella. «He de defenderme de usted, señora». «¿Defenderse de mí?». «Acabo de conocerla, pero sé que sería capaz de salirse con la suya y arrojarme de aquí. Usted no mueve los labios al hablar. Usted sería capaz de obligarme a hacer lo que no quiero. Estuve en una guerra donde aprendí a guardarme de las emboscadas», dijo Román. «Le creería a usted si no fuera militar», murmuró Ella, aunque ya había empezado a vislumbrar el carácter definitivo de la insospechada posibilidad. Así, pues, le empezó a desnudar con la mirada. «Puede usted creerme, señora. Un militar no jugaría con una cosa así, no hablaría de ello si no fuera verdad. Mire usted: sólo quiero que me permita llevar adelante mi boda. Le juro por mi honor que no debe temer nada». Ella le seguía desnudando con la mirada y había resuelto averiguarlo. Se le acercó dos pasos y se quitó el sombrero. «Tómeme», le dijo mientras se descolgaba el bolso y, juntamente con el sombrero, lo dejaba sobre una silla. Luego se despojó del abrigo y buscó con la mirada el armario y lo colgó fríamente de un perchero. Finalmente, regresó frente a Román y se desabrochó tres botones de la blusa…

—Tres botones… —sonreí.

—Sí, tres —subrayó don Manuel—, los estipulados para esta clase de escenas. Tenía treinta y tres años…

—Nadie supo jamás su edad. Acumuló años sobre la incógnita de los que parecía tener cuando su aparición en Getxo…

—Treinta y tres años. En aquella visita a la pensión de Artecalle tenía treinta y tres años. Ignoro los que tuviera antes o tendría después, pero en aquel día de 1903 Ella tenía treinta y tres años… Una edad de mujer absolutamente presentable, así que la prueba a Román, la oferta, se realizó en las mejores condiciones de la mercancía. «¿Qué hace usted?». Román no esperaba aquello y, por supuesto, no lo deseó, independientemente de su incapacidad: no lo habría deseado en ningún caso. Había descubierto, tan pronto, que era una mujer temible. «¿Qué hace usted?». «Tómeme. Tanto si es usted hombre como si no lo es. Necesito comprobarlo por mí misma». —¿Tenía la blusa más de tres botones? —pregunté—. Estábamos en el tercero…

—Ella se desabrochó un par de botones más y Román retrocedió un paso. «¿No le importa que lo sepa la gente?». «Escuche: si es usted un hombre, nadie sabrá de nuestro encuentro, porque yo me las arreglaré para que usted se vaya al otro extremo del mundo. Si no lo es, no podrá consumarse nada entre nosotros. Lo entiende, ¿verdad? Vamos a la cama, que hace frío». Ella se quitó los zapatos y las medias y se libró de lo más embarazoso de su vestido, dejándolo en otra silla, mostrándose en ropa interior los breves instantes que tardó en refugiarse bajo las mantas. Román vio un cuerpo que se movía con lo que le pudo parecer, aún, frescura juvenil, pero que sólo era ausencia de carne sobre un esqueleto exiguo con las articulaciones siempre engrasadas para abalanzarse sobre algo, fuera animal, vegetal o mineral. Ya en la cama, se sentó para quitarse las prendas superiores y vio Román que no usaba sostén y enseguida descubrió que no lo necesitaba: tenía un hijo de catorce años, pero sus pechos parecían de gata, e incluso se diría que estaban allí para cumplir con una formalidad. Creyó Román encontrarse ante una especie de criatura nueva y no repetible…

—No siga, no se ensañe, no se haga daño a sí mismo, recuerde que está moviéndose en la irrealidad…

—¿Irrealidad? ¿Ha de ser real sólo lo que vemos? —suspiró don Manuel—. Con todo, había formas en aquel cuerpo capaces de encender a un varón… siempre que no advirtiera que el blanco y la firmeza de aquel sólido eran trapacerías para simular que era carne y, precisamente, carne humana… Bien, bien, como quieras… Aunque Román no corría ningún peligro. Y si accedió a compartir el lecho con la mujer no fue por el sexo, ni siquiera por cualquier aberración adquirida al no poder realizar la función natural, sino por obtener la garantía de poder continuar con sus planes de boda: no le quedó otra opción que entregarle la prueba palpable. Y Ella sí palpó el pingajo de pene huérfano que dejó la bomba cubana… ¡No pudo ocurrir de otra manera, Asier! ¡Llevas toda la vida buscando otra explicación a su increíble y súbito cambio en aquellos breves días! Vamos, sigo esperando esa explicación…

—Nunca nadie pudo acusarle de ningún escándalo en materia de moral sexual, porque su hijo procedió de la seducción de Camilo, ella sólo tendría diecisiete años… —dije.

—Lo importante es su apinable desprecio por algo tan fundamental para nosotros, esa su indiferencia ante el hecho de ser decente o prostituta. Recurrió al sexo siempre que lo necesitó, se habría comportado como una ninfómana si… En fin… Y, de hecho, fueron cuatro las ocasiones en que usó su cuerpo, nos escandalizó por partida cuádruple: sedujo a Camilo Baskardo para tener un hijo de él; empleó malas artes para arrastrar al altar a tu tío abuelo Santiago…

—Si viéramos como pecado el ser buena cocinera y ganar al hombre por el estómago, las más ejemplares de nuestras mujeres acabarían en la hoguera…

—¡La suya era cocina erótica!… Sabes bien que el pobre Santiago durmió, soltero, demasiadas noches en aquel cuartucho de La Venta —adujo don Manuel sin apenas separar los labios.

—Las tendría por un tributo a tanta satisfacción gastronómica. Significaron para él menos que un grano de maíz y usted lo sabe…

—Tu tío Roque fue otra víctima de la proximidad de su carne…

—¡De la carne de la otra!

—¿Qué más da? Ambas eran Ella… Y, finalmente, Román Pérez de Angulema. Sigo esperando tu explicación… Negarías la escena en la pensión aunque hubiera sido testigo de ella tu propia madre. ¿Acaso tampoco crees en la otra, la que vio y contó Mari Benita, la de la ermita? Advierte la coherencia entre una y otra, el principio y el final de su nueva trayectoria, el descubrimiento que provoca su cambio de actitud y el remate apoteósico. Todo lo que ocurre entre una escena y otra está en función de ambas: el jardinero del convento prestándose a llevar las cartas de amor de la pareja, el misionero providencial ofreciendo al desesperado Moisés la huida a Ceilán… Dio un giro completo y, de pronto, no sólo consintió sino que supo que aquel hombre había de ser para Fabiola, porque además de cerrar el paso a los demás pretendientes, la eliminaría como madre. Se lanzó a conseguir su emparejamiento. Compró al jardinero de las monjas para que hiciera de mensajero. ¿Qué importa cómo lo consiguió? ¿Y para qué saberlo, si tampoco lo ibas a aceptar? Pero alguien, alguna vez, oyó decir a Fabiola que aquel jardinero de las monjas se compadeció de ella… Luego, la apoteosis final en la ermita. El encuentro con la llave le proporcionaría la solución. El jardinero colaboró en el rapto de Fabiola: una deslealtad más, y no grave, puesto que toda una señora con palacio bendecía aquel romance folletinesco… ¿Tampoco aceptas que fuera el coche de Ella el que trajera a Getxo a la pareja dadas ya las doce de la noche? Años después, el propio cochero lo contaría en La Venta. Ella misma introdujo la llave en la cerradura de la ermita y empujó a su interior a la asustada pareja (no nos asombre de la pudibunda Fabiola; pero también Román, desbordado, temiendo que aquella violencia se volviera contra él, pues había empezado a sospechar que estaba loca). Ella buscó en el interior de la ermita un rincón bien visible y lo encontró al costado del altarcillo, pero echó en falta algo imprescindible y ordenó al cochero traer un buen brazado de paja y el hombre la robó de alguna cuadra próxima. Los acostó. Les dijo, les ordenó: «No os mováis hasta que alguien abra de nuevo esa puerta». ¿Dedicó entonces a Fabiola alguna palabra tranquilizadora?

—¿No lo sabe usted? ¡Es lo último que le queda por imaginar! —exclamé.

—Cabe que le susurrara: «No temas, no temas, es el hombre al que quieres, ¿no?». No se lo concedo. No está construida así. Ni siquiera cuando Fabiola creyó sentirse obligada a agradecérselo y musitó: «Gracias por todo. No sé por qué lo hace, pero gracias». Ni siquiera cuando un alborozo irreprimible le hizo pensar: «La tonta está asustada, pero todo saldrá bien». ¡No tenía más que verter en sonido su pensamiento!… No, no cayó en esa debilidad. Absolutamente, no. No. Les ordenó que se tendieran. Y si no les ordenó que se desnudaran y realizaran el acto cuantas veces les apeteciera, no fue por pudor sino porque sobraba, porque, desnudos o no, nadie creería a la mañana siguiente que no lo habían cometido…

—¿Qué ocurrió realmente? No me interesa saberlo, no es más que curiosidad por saber cómo lo supo usted.

—Si a Ella no le importó es que era menos que una menudencia y, por tanto, a nosotros tampoco nos debe preocupar.

—Y entonces mi madre abrió la puerta… Dígalo, necesito pisar terreno firme.

—Sí, entre las cinco y las seis de aquel gran día de San Baskardo tu madre abrió la puerta. La abrió con la llave que acababa de recoger de casa de don Eulogio. La abrió, hizo funcionar la cerradura. Es decir, Ella había encerrado a los novios. Siguieron varios minutos de mutua contemplación estupefacta, tu madre desde el centro de la ermita, Fabiola y Román desde su lecho del pecado, hasta que tu madre corrió a contar al párroco la novedad y adelantándosela a las personas con las que se cruzó en el trayecto, y Getxo, ya excitado por la festividad, recibió el escándalo como el número más apetitoso que le ofrecía San Baskardo y se precipitó a la ermita, y, para cuando llegó don Eulogio a sacar a los profanadores, habíase ya formado una pequeña calle humana, y Fabiola y Román, cogidos de la mano, con la culpa en sus rostros, pasaron ante medio pueblo, empujados por el cura, quien de pronto agarró con vehemencia el brazo del violador para que no escapara, y así los presentó a Cristina. Era mayo de 1905. Se casaron dos meses después.

La subida de la marea no trajo mayores olas, sino la impresión de que las partes de océano más próximas a la orilla se adensaban dentro del mismo espacio, como si la arena no hubiera cedido nada. La mar producía el efecto de hallarse encajonada en una piscina de límites estrictos y, al no haber olas, no había ruido.

—No le podemos negar imaginación —comenté.

—¿Y por qué no, también, elegancia? —Don Manuel era la única cosa desazonada que habitaba aquel escenario semivelado por el anochecer—. Quizá no se concibe una imaginación sin elegancia. Y como nada de lo suyo fue jamás elegante, tampoco era imaginación.

—Si el traernos al garete desde que se estableció entre nosotros, hace cincuenta y cinco años, no puede llamarse…

—¿Fue imaginación el enviar a Román a la puerta de Cristina a revelarle que Moisés salía con tu tía Andrea? Un retrasado mental lo habría hecho mejor. Se supo que ocurrió así por el propio mayordomo que abrió la puerta. Y de nuevo topamos con sus maneras burdas. Y no argumentes que resultaron eficaces: fue la eficacia de la violencia. ¡Tengo derecho a acusarla de sucia! ¡Cuánto le hubiéramos agradecido unos mínimos gramos de pulcritud y sutileza! Ni siquiera eso nos concedió… En realidad, no lo hizo por desvelar aquello ante Cristina (tenía que saber que todo Getxo estaba al tanto de que Andrea y Moisés se veían semanalmente y desde hacía años, casi desde niños, y que ella también lo sabía; sólo pretendió revulsionar, adelantar la intervención de Cristina, obligarla a acometer inmediatamente lo que todos esperaban de ella desde hacía años. Fue como si le dijera: «Vamos, mujer, reacciona, que la cosa ya ha echado demasiadas raíces y necesito dar solución a lo de ese hijo tuyo que ha elegido a la madre de los nietos de tu marido». Se trataba, ¡oh, sí!, de legítima impaciencia: de un lado, Cristina intervendría de una vez, descubriría que aquello era un juego más que peligroso, no tenía otra salida; de otro, llevaba meses chapuceando con Fabiola-Román y se sentía, digamos, en forma, y entonces, ¿por qué no acabar con todo cuanto antes? Obligó a Cristina a enfrentarse a la vieja cuestión pendiente; las palabras de Román a la puerta de su casa obraron como el derrumbamiento que deja a la vista el cadáver. Y también acertó en la elección del mensajero: la figura de Román le resultó tan estridente que le impidió el regreso a su cómoda y premeditada ignorancia, siempre a la espera de la irremediable ruptura, cuando la pareja descubriera en qué clase de mundo estaba. Habló con Zenón y Bixenta, tus abuelos, para exponerles, sencillamente, lo que ocurría, lo que ellos y todos sabían, es decir, para comunicarles oficialmente que ella, Cristina, también lo sabía.

—Era suficiente —dije.

—Ah, sí, claro… Era suficiente —pronunció don Manuel sin mirarme.

—Apeló al maldito código discriminador.

—Ah, sí, te entiendo. Pero…

—Al maldito código discriminador padecido también entre nosotros. —En don Manuel no se movió nada—. ¡Dinero! ¡Dinero! ¡Somos tan adoradores del becerro de oro como cualquiera!

—Cristina se sentía acosada: un extraño pretendía a su hija, y su otro hijo…

—¡Por san Diez, Andrea no era una desconocida! —le impuse abruptamente.

—Pero no fue discriminación por raza o por sangre…

—Así que fue discriminación…

—¿He dicho discriminación? —no exclamó, no se sorprendió: lo silbó, buscando ganar algún tiempo, quizá la salvadora llegada del fin del mundo.

—Discriminación de clase. ¿O cómo lo llamaría usted, que no es socialista ni marxista? A Cristina, Andrea le pareció poco para su hijo. Y punto.

—Son accidentes, pequeñas manías inpiduales que no enturbian…

Nos miramos. Vi en sus ojos la misma súplica de siempre, la misma resignación ante mi tozudez por resolver con palabras lo que, según él, había de ser sentido y creído sin ellas.

—¡San Diez, qué fe! —exclamé—. La única esperanza para nuestro pueblo son esas reacciones objetivas y críticas, como la de Moisés al sufrir el desengaño: no todas las fes resisten la herida en propia carne.

—Se mantuvo en ella —saltó don Manuel—. La recuperó limpiamente. A su regreso de Ceilán, en 1910, no le quedaba rastro del desengaño, y por tanto se reconcilió con todo lo nuestro…

—No le llame reconciliación a la locura. Volvió, precisamente, porque se había vuelto loco. Y prefiero pasar a otra cosa.

—Lo resistió, lo superó —vibró don Manuel—. Recuperó su existencia anterior en el mismo punto donde la dejara. Recuperó, incluso, su amor por Andrea, sublimándolo, espiritualizándolo hasta el extremo de colocarlo por encima del tiempo…

—Sí, presentándose absurdamente en Altubena para solicitar la mano de Andrea, tras su regreso a Getxo, en 1910, sordo a las alarmadas voces que le repetían: «Andrea se casó el año pasado», o «se casó hace dos años», o «hace tres años», etcétera… Y luego el hombrón persiguiendo a las niñas y a las adolescentes a la salida de la escuela, a las nuevas y renovadas caritas de Andrea, primero a su hija y ahora a su nieta, llamándolas con asombro cuando huyen de él…

—¿Por qué no desatas todo tu pensamiento? —exclamó don Manuel—. Persecución de un sueño y todas esas cosas que nos lanzáis a la cara. Di «por extensión» y hoy dormirás más tranquilo.

Cambié de postura sobre el banco. Me fatigaba el esfuerzo de su resistencia.

—Ella utilizó para sus propios fines la desesperación de Moisés…

—Cristina acababa de convertir en imposible su matrimonio con Andrea, pero su presencia en Getxo continuaba siendo un peligro —dijo don Manuel sin más transición que un inapreciable parpadeo, no de asombro sino de mera acomodación—. Eliminada Andrea, podría procrear con otra. Quizá, durante aquellas semanas, esperó la noticia del suicidio del desesperado…

—… y desengañado —apunté—. Tengo interés en incluir en la versión definitiva este matiz.

—Desengañado —deletreó don Manuel.

—Sí, huyó de nuestra tierra.

—Para olvidar. Lo que se espera de cualquier enamorado en su situación.

—Rompió con su madre.

—Le correspondió ser la mala de la historia.

—Odió, repudió, cambió de piel. Se convirtió en otro. Repudió a más cosas que a la madre. ¿Olvida que empezó a publicar artículos en el semanario socialista La Lucha de Clases? Usted mismo me lo reveló. Muy de tarde en tarde enviaba cartas a su hermano (nunca a Cristina: el cartero se fijaba muy bien) y en ellas incluía artículos, y era Josafat quien, obedeciendo sus precisas indicaciones, se personaba con ellos en la redacción de los socialistas, en Bilbao, y luego aparecían en las páginas del enemigo. El escándalo se prolongó hasta 1910, año de su regreso. Usted sabe que yo también los he leído en la Biblioteca Municipal y los hemos comentado. Más que de un cambio de ideología, sus contenidos hablaban de un repudio de cierta ideología. No eran textos propiamente socialistas (cosa imposible: Moisés jamás leyó uno solo de sus libros) sino libertarios, vitalmente anarquistas, rompedores, calurosamente radicales, siempre dentro de una concepción inpidualista de la vida. No habrían sido publicados de no ser suyos. Los del periódico investigarían, descubriendo que aquel Moisés Baskardo era nada menos que el primogénito del gran lobo industrial Camilo Baskardo y de Cristina Oiaindia, fanática de Sabino Arana y miembro de la junta del Euskaldun Batzokija. No desaprovecharon la ocasión de airear los exabruptos del traidor.

—Pero lo resistió todo, lo superó. El hijo pródigo regresó a la casa del padre…, mejor: a la casa de la madre… seis años después.

Realmente, regresó. Y, loco o no, lo había resistido, lo había superado. Al menos, seguía vivo. Dije:

—Pero la locura es refugio, no superación de…

—Volvió a ser como antes —silbó don Manuel—. Lo superó.

—¿Pero acaso su locura no nos está diciendo otra cosa?

Descrucé la pierna y apoyé los dos pies en el suelo, invadido todo mi cuerpo por una tensión acerada.

—Recuperamos al hijo de Cristina. —Don Manuel prolongó el silbido—. Siempre se vuelve a las raíces.

—¡Por san Diez!, ¿acaso quiere decirme que si regresó con una locura no dejaba de ser el mismo de antes porque sólo se trató del salto de una locura a otra? ¿Quiere decirme eso? —Busqué refugio en su serena mirada atormentada—. ¿Tan invencible es lo vuestro? —exclamé.

No es que, a veces, se me escapase con él el tuteo: es que cuando don Manuel quedaba sumergido en el insondable magma nacionalista, perdía para mí sus contornos y atributos, incluso el de maestro.

—Estábamos en que Ella trajo al misionero…

Le corté.

—Quizá no fuese más que una casualidad la presencia de aquel hombre.

—Ella nunca se cruzó de brazos en espera de las casualidades. Además, contamos con el testimonio del difunto padre Francisco, de los Camisones, hermano de Abeliñe Artola, mujer de tu tío abuelo Saturnino. Contó a su hermana que la mujer se presentó en su convento de dominicos de Bilbao con el fin de conseguir un misionero necesitado de ayudantes para que predicara en Getxo. Llamaron al padre Francisco, por ser de Getxo. Le dijo a Ella: «Se aloja estos días en nuestra casa un padre con misión en Ceilán que está dando charlas en Bilbao, en San Antón». La mujer quiso saber si ese nombre, Ceilán, quedaba lejos. El padre Francisco le respondió que sí. «Quiero que hable en Getxo», añadió Ella. «Pagaré bien». El padre Francisco quiso saber si sentía alguna inclinación especial por las misiones dominicas y Ella le miró de tal modo que el padre pasó a otra cosa, y cuenta que fue inútil que le advirtiera que ellos no cobraban por esos servicios, aunque no rechazaban una limosna, pero Ella se empeñó en que su dinero no era una limosna sino un pago.

En 1904 don Manuel tenía once años y recuerda que asistió a una de las tres predicaciones que aquel dominico pronunció en San Baskardo. Era un hombrecillo de poco más de metro y medio de estatura, que hablaba a tanta velocidad que sus palabras se entrechocaban y apenas se recogía una cuarta parte de ellas. «Era por pura timidez, los tres días se le vio en el púlpito más rojo que un tomate», aseguraba don Manuel. Algo así como el clásico inpiduo, sin malicia para las cosas del mundo, a quien las órdenes religiosas envían a misiones. «La tarea allí de conversión es una gran prueba para ordenarse más tarde al servicio de Dios. ¿No se anima ningún joven a acompañarme a Ceilán?», era el remate de cada charla. Días después el pueblo supo que Moisés Baskardo se había ido con él. «Una jugada perfecta la de Ella», comentaba don Manuel. Bueno, y resultaba difícil no pensar como él.

—Sí, una jugada perfecta —asentía yo en mis momentos más condescendientes—, pero nada más. Nada más.

—¿Nada más? —exclamaba él.

—Un buen trabajo de quien no olvidaba su hambre de otra época y se había jurado que sus hijos y nietos no la sufrirían jamás.

—Escucha, Asier…

—¡Si llegó a constituir un privilegio el que Ella se acordara de uno! ¿Quién nos asegura que el simple de Josafat no se sintiera humillado con su menosprecio? Fue el único que se libró de la quema, el único que no fue atendido… Así que nada más que contenciosos personales o entre familias. Nada más.

—¡Pero es que el pobre Josafat también fue afectado de modo inmisericorde! No necesitó Ella ponerle expresamente en su punto de mira, porque fue una víctima más del ataque global… Escucha, Asier: cada habitante de Getxo representa una destrucción causada por esa mujer.

—Usted está hablando de la locura actual de Josafat, ¿no?

—Me quedo con el término destrucción… Nadie resiste eternamente un cambio radical en su propio comportamiento, el encontrarse de pronto sometido a una tensión que ha de durar años y años y para la que no se ha nacido.

—Realmente, ocurrió como si Josafat, necesitando llamar la atención de Ella, se transformara en un ser digno de ser considerado peligroso. No hay duda de que fue un privilegio el sentirse atendido por esa mujer.

Coincidían todas las versiones: un místico muchacho que jamás pudo sostener la mirada de otros ojos, un san Francisco de Asís incapaz de causar daño ni al animal más insignificante (ni siquiera don Manuel llegaría a determinar si era por amor a los animales en general o sólo por los de nuestra tierra, como integrantes, incluso ellos, de esa identidad en peligro y todo lo demás), a quien nunca se sorprendió hablando con chicas, que se sonrojaba intensamente a la vista de una, y lo mismo ocurrió en su madurez; un frágil hijo en exceso enmadrado y carente de armas para enfrentarse al mundo, prueba que su madre consiguió ahorrarle hasta sus veintidós años, en que se produjo su sorprendente cambio de piel, y así Getxo salió ganando uno de los espectáculos anuales más esperados: sus duelos con Efrén, el hijo de Ella y de Camilo Baskardo, el indigerible Efrén, al que situó en el centro de su primer reto de iniciación. Había lanzado su primera amenaza de muerte contra los habitantes del palacio en 1904, a raíz de su auténtica mayoría de edad, y Getxo se dijo que ya era hora de que el odio acumulado estallara por alguna parte. En esto, Josafat superó incluso a Moisés, el único de los dos hermanos de quien se podía esperar algo semejante. Aunque por entonces Moisés ya se encontraba en Ceilán y fue el otro quien se erigió en paladín de la familia. ¿Por qué en 1904 y no antes, cuando aún estaba Moisés y ya se había reunido el odio suficiente? Con todo, pudo ocurrir que los duelos no comenzaran nunca, pues el primero se produjo en 1907, tres años después de la primera amenaza de muerte, casi al final de aquella insólita cacería de llamas que pudo haber marcado a Getxo con una huella demasiado honda, demasiado reveladora. Quizá nada hubiera ocurrido sin esa cacería, que proporcionó a los antagonistas la mutua proximidad, el armamento, el escenario selvático preciso e incluso el sacerdote —don Estanis— para asistir al perdedor. Y los testigos, también muy próximos, los apostadores, esperando de Josafat que al fin se arrancara.

Fue en el verano de 1907 cuando mi tío abuelo recibió aquel rebaño de veintiocho llamas que unos antiguos socios le enviaban desde Perú, y él fue el primer sorprendido; cuando Getxo comprobó en propia carne la naturaleza demoníaca del rebaño y sospechó que mi tío abuelo había sido víctima de una venganza. Porque las llamas resultaron ser unas bestias feroces, o simplemente desesperadas, que en el barco que las traía ya habían arrancado de un mordisco media mano del hombre que las alimentaba, y sus miradas terroríficas y sus ladridos-rugidos-relinchos escalofriantes helaban la sangre.

La primera reacción de mi tío abuelo fue pedir a los del puerto que las mataran, pero hubo de llevárselas vivas en una gabarra, pastoreadas por nueve soldados de Soria que militaban en Bilbao, diestros en el trato con mulos. El miedo que les dominó hizo que las soltaran en una playa en vez de conducirlas a un monte según Jo acordado. Empezaron a devorar sembrados con sus mandíbulas de hierro. Llovieron las reclamaciones sobre mi tío abuelo. Su mujer, Abeliñe Artola, le apremió para que pusiera remedio, y la cacería legendaria comenzó cuando se vio en marcha el carro del carnicero Braulio Apraiz, con él encima —y una báscula en la que iría pesando las llamas a medida que se cobraran y abonándoselas a mi tío abuelo a precio de res— junto a mi pariente y su sobrino Juan, mi padre, entonces de veintisiete años y novio de la madre, los tres armados de escopetas, cananas y cestas con alimentos. Sin embargo, la primera llama sería abatida por Efrén.

Todos los cazadores de Getxo —es decir, todos los varones de Getxo— participaron en esa cacería que, jornada a jornada, les iría desbordando, pues ninguno de ellos estaba ya en condiciones de medirse con presas que no fueran fieros gorriones, avefrías, palomas, liebres y demás; una comunidad timorata, sórdida y cobarde, incapacitada ya para comprender el mensaje que trajeron las llamas irreductibles, bestias procedentes de un territorio virgen y pujante descubierto sólo cuatrocientos años atrás. En el Getxo de 1907, sólo un muchacho de catorce años y un clan prehistórico pudieron recoger el mensaje olvidado: el muchacho era don Manuel, y lo supo por el privilegio que le concedería el macho-guía del rebaño, y el clan era el de los estancados Baskardo de Sugarkea, tan primitivos y sensibles a cosas así.

—También Efrén se estremeció con el recordatorio que nos trajeron las llamas —me contaba don Manuel—, y él fue no sólo quien con más saña les disparó y mató sino que me acosó después, durante muchos años, para que le revelara dónde oculté al macho superviviente de la matanza. De modo que, Asier, admite para siempre que, como digno hijo del Mal, era también nuestro Enemigo, nuestro Mal. Las llamas nos hablaron de libertad (¿o Libertad, con mayúscula?) y Efrén embistió demencialmente contra ellas porque, ya por entonces, nos consideraba bienes propios y nos negaba todo despertar.

—Si a Getxo no le llegó el mensaje fue debido a su degradación, pues a Efrén lo único que le importó fue vengar los doscientos cincuenta gramos de carne de su hombro arrancados de un seco mordisco por el macho —le decía yo—. Olvídese, por una vez, de las interpretaciones apocalípticas. Simplemente, Getxo no estuvo a la altura de aquella buena oportunidad para, al menos, frenar o corregir su caída milenaria… Y no me diga que no me entiende, pues usted era aquel muchacho a quien le fue concedido intuir el abismo entre el grito selvático de las llamas y nuestro silencio. Usted me ha contado mil veces que buscó la ayuda de los Baskardo de Sugarkea, las únicas criaturas incontaminadas de nuestro pueblo, para salvarlas, salvar aunque sólo fuera aquella minúscula esperanza para todos… ¿O es que ha caído tan bajo que hoy ya no lo volvería a hacer? ¿Se ha olvidado de cómo pensaba a sus catorce años, de lo que le movió a enfrentarse a todos los cazadores de Getxo?

—Mis catorce años… —susurraba don Manuel mirando a ninguna parte.

Yo me apresuraba a desdramatizar el momento:

—No los ha perdido, y usted lo sabe tan bien como yo. Y no sólo no ha perdido los catorce años sino que se ha empeñado en ser depositario y velador de mis quince años, testigos de aquel su insulto en la escuela a la señorita Mercedes… ¡Hace mucho tiempo que he dejado de tener quince años! Cásese con ella, que aún le sigue…

—Silencio, silencio… —pedía don Manuel.

—… esperando. ¿Merece tal sacrificio un maldito adulto como yo condenado a recordar que una vez tuvo quince años?

—Por favor, por favor…

—Bien, de acuerdo. Con razón o sin ella (sin ella: usted sabe que no sólo le he perdonado sino que le he comprendido y justificado), si usted se empeña en sacralizar eternamente mis quince años, haga lo mismo con sus catorce años del tiempo de las llamas y…

El paso del carro del carnicero Braulio Apraiz fue como la llamada a rebato para que los demás cazadores se lanzaran al monte con sus armas. En el amanecer de aquel domingo, Efrén abatió la primera llama en las cercanías de La Galea, siendo aquélla su primera y auténtica aparición en público, algo así como su puesta de largo; la primera vez en que Getxo pudo tenerle a un paso sabiendo que no lo perdería de vista un instante después; porque permaneció, desde el principio se supo que no proseguiría su camino (como hasta entonces ocurría, sin saludar ni mirar a nadie, ignorándonos más que despreciándonos), y aquello se entendió como una ratificación de la singularidad del episodio de las llamas. Tenía dieciocho años, aunque de él emanaba esa madurez de piedra de las cosas sin niñez imaginable; tieso, acerado, aunque no tenso o receloso (la alerta y todo lo demás perteneció a la madre; a él, para recoger los frutos de aquella siembra obsesiva, le bastaría con mostrar la tranquila inquebrantabilidad del diamante), y decía don Manuel que pronto el carro contó con dos habitantes más: el propio Efrén (aunque en los últimos días de la caza montó uno de los caballos de su propiedad) y don Estanis (don Estanislao Goiburu era coadjutor de San Baskardo desde 1904 y fue botado por don Eulogio a raíz de esta cacería por abandono del servicio religioso para sumarse a ella).

El niño don Manuel recibió la revelación aquella misma noche. Su madre le pidió que subiera dos lechugas del huertecillo familiar de detrás de la casa, y bajó y allí las vio: estaban todas, el rebaño entero, a la luz de la luna, triturando inocentemente lechugas mientras los cazadores las buscaban por otro lado. Todas comiendo, excepto el macho… «No apartaba sus ojos de mí, pero no vigilándome, para huir si fuera preciso, sino imponiéndome su presencia». Se sentó en el suelo y entonces el macho comió. «Porque yo estaba bajo su dominio y él lo sabía», comentaba don Manuel. Pero logró levantarse y aún quiso cerrar la puerta de tablas en el momento en que el rebaño, cercenadas todas las lechugas, se disponía a salir. El macho se movió y su cabezota quedó a un palmo del chico don Manuel, aquellos ojos rojos con la mirada nueva. «Yo temblaba y sólo pretendía apinar sus intenciones, saber si me iba a devorar de un momento a otro. Pero su inesperada inmovilidad me tranquilizó y además, de pronto, me sorprendí creyendo que me estaba transmitiendo algo. Ni lo soñé entonces ni lo soñé luego: aquel bicho demoraba su partida para que yo recogiera algo de él. Me atreví a sostener el brillo salvaje de sus ojos durante un tiempo interminable y cada vez estaba yo más convencido de mi incapacidad para entender que él lo estaba haciendo bien y yo mal. De modo que empecé a sentir vergüenza de mí mismo», me aseguraba don Manuel. Pensó, incluso, que el macho le indicaría cuándo había de levantarse, igual que el resto del rebaño aguardaba su orden de partida. No, estoy seguro de que no fue un sueño: el macho permaneció allí un tiempo aparentemente innecesario, viviendo sin prisa aquella especie de tregua que concedía a los humanos de Getxo. Así lo hace creer el mudo entendimiento que finalmente se establecería entre el muchacho de catorce años, los Baskardo de Sugarkea y el macho de la manada. Confiesa don Manuel que supo que de un momento a otro sería iluminado por una revelación, aunque sólo llegó a percibir la inmensa distancia desde la que el macho le enviaba algo, fuera lo que fuese, y su propia pequeñez impuesta por la gran llama sin la menor ostentación o soberbia, aun siendo consciente de que tenía derecho a ello, humillándolo justo hasta la frontera del ensañamiento. Luego vinieron los ladridos-órdenes y el rebullir de pezuñas sobre los muñones de las lechugas y la inminencia de la retirada cuando el palpitante hocico quedó a dos palmos del rostro del muchacho y éste vio las dos hileras de dientes de acero dejando escapar un aire caliente: «Apártate, no quiero hacerte daño. Sólo tienes que dejarnos libres».

El chico don Manuel se movió tan prontamente como si hubiera sido succionado por el vacío dejado tras de sí por el rebaño alejándose al galope. Mientras corría hacia Sugarkea se preguntaba por qué lo hacía, y tuvo la respuesta antes de llegar: aquellos Baskardo eran para Getxo tan remotos e inescrutables como las llamas, unos y otras pertenecían a un mundo perdido para los demás hombres e incluso, también, para los animales de estos hombres, aquellos indignos perros, bueyes, conejos y tantos más rebajados a la domesticidad, a la no libertad. Y los Baskardo de Sugarkea hicieron suya la súplica del chico de catorce años de salvar a las llamas. Únicamente lo consiguieron con el macho. Tras la sañuda y sangrienta cacería de dos semanas, el chico dirigió al superviviente hacia las cumbres del Gorbea, y así logró mantener viva la esperanza que diecisiete años después se materializó en un hijo suyo, aquel monstruoso Cristóbal, habido de alguna burra, que pareció implantar una situación semejante a la de 1907: los hombres de Getxo volvieron a tomar sus escopetas y el carro de Braulio Apraiz emprendió la misma batalla con los mismos viajeros encima, excepto Juan Altube, el padre, muerto cuatro años antes, exhausto por la tarea descomunal de pagar por segunda vez Altubena. Y Efrén, claro. Finalmente, se frustró la cacería y a Efrén le bastó comprar a Cristóbal por 2000 pesetas al chatarrero León Esnarriaga, quien había deslumbrado al animal con los faros de su camioneta y encerrado en el cobertizo que usaba como garaje. No es que Cristóbal fuese un híbrido tristemente rebajado, sino que se comportó como una dócil criatura en manos de los sobrinos de León. Efrén lo quiso utilizar como guía para que le condujera al secreto refugio del macho legendario, pero fracasaron todos sus intentos. No le preocupó, pues, demasiado que los sobrinos se lo robaran del Palacio Galeón en que vivía desde 1919, aunque envió a León Esnarriaga una notificación judicial advirtiéndole que conservaba el derecho sobre la bestia.

Por aquellos días, el ahora maestro don Manuel recibió la visita de Efrén, una de las muchas a lo largo de aquellos diecisiete años, sólo que ésta iba a ser la última. Descendió del Cadillac y preguntó suavemente: «¿Y bien?». Y el maestro: «¿Por qué, después de media vida?». Me dijo que Efrén se tocó el bombín con su bastón y gruñó: «No se preocupe. No le molestaré más. He descubierto que nunca me lo dirá. Pero es un consuelo averiguar que yo no estaba equivocado». Y el maestro: «Sin embargo, usted no abandonará. Y la razón está en que él es el único ser vivo de Getxo que ha podido vencerle. Confiese que el macho nos hizo ver algo que usted menos que ninguno es capaz de soportar, que nunca consentirá que ese algo regrese a nuestra tierra». Efrén le habló por última vez ya dentro del coche: «No se refugie en los delirios. Usted y yo somos distintos…, lo que es una desgracia para usted y para mí. No sea tan pasivo, maestro. Viva. Actúe. ¿Qué edad tenía usted hace diecisiete años? Despierte y compruebe las fechas y descubra que ha crecido. Y sepa que un maestro no debe asustar a sus alumnos contándoles cosas de aquellas malditas bestias como si realmente hubieran existido y usted creyó alguna vez en ellas».

Me explicaba don Manuel que aquello no fue el final. En los siguientes diez años, León Esnarriaga convirtió a Cristóbal en espectáculo de feria: construyó un cobertizo y cobraba la entrada a real. El pueblo acabó olvidándose de él y, al parecer, lo mismo ocurrió con Efrén. Hasta que en 1934… «Y aquí entras tú, Asier, el provocador del tercer peligro para las llamas», sonreía don Manuel. «Agitaste las tranquilas aguas de Getxo investigando aquí y allá para demostrar la inocencia del forastero Vicente Diez en aquel asesinato…, ¡desplazándote en tu silla de ruedas! Y Cristóbal y los sobrinos del chatarrero danzando a tu alrededor…». La nueva aparición del híbrido hizo que Erren lo reclamara notarialmente a León. No es que de pronto se acordara de él (en su caso, no cabía el olvido): simplemente juzgó que esa tregua de diez años que, al parecer, se concedió a sí mismo y a las llamas desbordaba toda lógica, en particular la suya propia en materia de llamas, pues fue como si hubiera estado esperando un enfriamiento de la pasión, un olvido o un abandono, al cabo del tiempo, del mensaje abominable, y así conseguir que el híbrido no se sintiera traidor denunciando el escondrijo de su legendario progenitor. Pero no se le dio ocasión de realizar ni el primer intento: don Manuel, el maestro, el chico que nunca dejaría de serlo, se adelantó a Efrén y visitó de noche a los sobrinos; los vio en la oscuridad ante Cristobal, resueltos a clavar las sardas que empuñaban a quien intentara llevárselo. Don Manuel se estremeció al recordar cómo era él mismo veintisiete años atrás… Pero ¡maldita sea!, ¿a qué jugaba siempre? Sabía muy bien que era el mismo chico de 1907, que nunca dejaría de serlo, que por tal infortunio sufriría la señorita Mercedes y yo mismo, y él, claro, viéndonos sufrir a los dos. ¿Acaso alguien que no fuera un chico habría prolongado la defensa de las llamas hasta 1934, acudiendo al cobertizo aquel?… «Hace años, yo salvé a su padre», susurró a Pachín Arana y a Perico «Orejas». «¿Os habló alguien de las llamas de Saturnino Altube? Sí, resultó un buen escondite el Gorbea, y cabría repetir…». «¿El Gorbea?», exclamaron los muchachos como una iluminación.

Así concluyó, de momento, el episodio de las llamas, que pasó sobre Getxo sin dejar el rastro que hubiera convenido, aunque sí el vano recuerdo de la cacería local más tormentosa y del primer, duelo Efrén-Josafat, reproducido desde entonces, año tras año y en la misma ladera de aquel monte, como si el retraso de tales espectáculos (la gente acudía en masa a apostar por uno u otro contendiente guiándose por la inquietud de sus puños y la violencia con que los cerraban, por el estado de salud que aparentaban y por la intensidad del odio que brillara en sus ojos) se hubiera debido a la falta de un emplazamiento adecuado.

No habría intervenido Josafat en la cacería si las llamas no hubiesen invadido su casa. Junto con su padre y el tercer hombre de la familia, Román Pérez de Angulema, aceptó el reto de las bestias que, persiguiendo al setter de Efrén (no habiendo podido Ella regalar a su hijo, como premio de fin de curso, el mejor caballo de Camilo —por negarse éste a venderlo al saber quién era la compradora—, eligió de él aquel setter de pura raza, aunque esta vez quien negoció la operación fue Zacarías Ermo, y así Camilo no supo en el momento quién lo adquiría), ocuparon pasillos y habitaciones, arrojando a sus naturales habitantes a la calle. Estaban preparados para aquella guerra imprevista: el Baskardo acudía una o dos veces por año a África a desquitarse del dominio de su mujer abatiendo fieras. Disponía de una fantástica colección de rifles, que, por haber quedado en territorio enemigo, ordenó traer urgentemente otros de su fábrica de Éibar, fundada, según se decía, con el exclusivo fin de proporcionarle las mejores armas de precisión para sus carnicerías.

De entre las persas partidas de caza, Getxo se centró en dos: la del carro de Braulio Apraiz y la de Camilo Baskardo, pues en una iba Efrén y en la otra Josafat. Armados. Tanta certeza hubo de que no dejarían perder la ocasión, que las primeras apuestas se cruzaron ya en los comienzos, entre disparo y disparo, entre mordisco y mordisco de las llamas, a gritos de un monte a otro de las partidas. El modernísimo rifle de Efrén procedía de Inglaterra, lo mismo que su práctica de cazador de zorros. El potente rifle de Josafat no sólo procedía de Éibar sino que fue fabricado bajo la consigna de «para el hijo del jefe», y había salido tan especial y tan perfecto que los mismos técnicos jamás lograron terminar otro semejante; y su experiencia de cazador la había ganado en las cacerías africanas de su padre. Había, pues, equilibrio de fuerzas (menos industria en Efrén, pero más —decían— cojones; más industria en Josafat, pero menos hombría). De modo que fueron los fluctuantes sentimientos que despertaban uno y otro los que movieron el dinero.

Sin embargo, en el gran momento de la consumación de lo esperado no hubo testigos, excepto los componentes de las dos partidas básicas y los tres insumisos: Kume Baskardo, Gain Baskardo y el chico don Manuel, los dos primeros con su atuendo natural de pieles trogloditas. El resto del ejército de cazadores había cobrado tal horror a las bestias que coceaban, mordían y maniobraban con inteligencia de estrategas demoníacos y habían causado tanto herido, que fueron desistiendo y encerrándose en sus casas.

Como si persiguieran romper los nervios de Getxo, los duelistas no se embistieron hasta el final de aquellas dos semanas, aunque se encontraron antes e, incluso, acamparon, digamos, en familia; al menos en el mismo claro del bosque, pues una sola era la pista que seguían, la misma que los tres insumisos intentaban camuflar, y, así, se tropezaban con frecuencia unos con otros en los más distantes puntos del territorio.

En el último día, las llamas, ya muy diezmadas, cayeron en una trampa: ocupaban un barranco en cuyas alturas se apostaban las dos partidas, apenas separadas por metros, y Kume Baskardo, su hijo Gain y el chico don Manuel intervinieron una vez más. El chico don Manuel se lanzó monte abajo, gritando: «¡Huid! ¡Corred! ¡Salvaos!», y por encima de su cabeza Efrén mascullaba: «¡Maldito crío! ¡Maldito crío!», y también se precipitó peñas abajo, y tras él mi tío abuelo, Braulio Apraiz y don Estanis, no así mi padre, durmiendo en un hueco del terreno el último viaje a su novia, pues estaba en aquella guerra sólo por amor. Bueno, y ocurría que el setter que fuera de Camilo y ahora pertenecía a Efrén, en realidad tampoco le pertenecía a éste, pues desde la invasión de la casa de Camilo se había pasado al bando de las llamas y las guiaba heroicamente hacia alguna salvación; suyo fue el ladrido salvaje que estalló en el fondo del barranco un instante antes de los gritos alertadores del chico don Manuel. El rebaño se puso en movimiento y desde las cumbres empezaron a disparar sus rifles Camilo, Josafat y Román Pérez de Angulema, y Kume Baskardo y su hijo Gain a lanzar brazadas de maleza llameantes, encendidas con chispas de pedernal, que cubrieron a las llamas con un humo blanco que las ocultó a los asesinos.

De pronto, Josafat desplazó el punto de mira de su rifle de los animales a Efrén y éste hubo de refugiarse precipitadamente tras las peñas con las balas rebotando a centímetros de su cabeza, y arriba el alarido rabioso de Josafat: «¡Fuego hasta acabar con toda la manada y todos los hijos de su madre!», y así empezó el duelo.

No era el mejor momento para acaparar la atención de las gentes de Getxo, ni siquiera de sus residuos que revoloteaban por allí más bien en retirada, ni siquiera del resto de las dos partidas principales, lo que induce a pensar que el duelo se sabía tan esencial que no quiso desperdiciar aquel primer acto para ofrecerlo como ensayo, porque aspiraba no a ser una anécdota más del episodio de las llamas sino la anécdota, el gran tema local para el resto de los siglos, y quién sabe si el desenlace perseguido desde Perú por los donadores del rebaño a mi tío. Nadie pudo prestarle la atención que se merecía, y así, aquel primer duelo no dispuso ni de un solo testigo-cronista, Getxo archivó de él una versión nada más que aproximada, suma de los imperceptibles impactos que les llegaban de las cumbres del barranco y de los que tendrían conciencia únicamente al acabar todo. Entonces, el pueblo se entregaría a una fervorosa labor de reconstrucción, si bien careció de la aportación menos incompleta de todas, la del chico don Manuel, el primero en toparse con Efrén una vez concluido el duelo, el ensayo.

Para Efrén, el duelo representó un contratiempo, pues las llamas le reclamaban y regresó a ellas en cuanto se libró del enloquecido Josafat. Era ya mediodía, los rifles y las escopetas habían callado y todo parecía concluido. Muerto el setter por el propio Efrén de un certero disparo entre sus ojos, tomó su relevo el chico don Manuel, guiando hacia el gran monte a lo único que quedaba del rebaño: el macho y dos compañeras. Los cuatro flotaban entonces en la misma dimensión; para transmitirles sus órdenes, el humano emitía gruñidos y gritos con una garganta que desconocía. Y cuando pudo creer que ya no ocurriría nada más, oyó el galopar de un caballo y supo quién no desistía; surgió Efrén, sorprendiéndoles en un descampado y, echando pie a tierra, disparó, abatiendo a una de las hembras, y el chico don Manuel se abalanzó hacia la boca del rifle profiriendo alaridos de animal, pero Efrén montó de nuevo y se desplazó y, al tener un nuevo ángulo de tiro, disparó, esta vez sin desmontar, una fracción de segundo después de que el macho, a su vez, se desplazara, y el plomo a él destinado tumbó a la última hembra. Entonces el macho atacó y el caballo, horrorizado, derribó al jinete y el macho arrancó de un mordisco los 250 gramos de carne del hombro de Efrén —Braulio Apraiz pesaría después en su báscula el trozo que suponía era de res y ese peso quedó registrado en su libreta de apuntes meticulosos que llevó a lo largo de la cacería para la liquidación final a mi tío abuelo Saturnino—, condenándole a vivir con esa oquedad.

El chico don Manuel sabría más tarde que Efrén, en aquella escena última, llevaba en el rostro las marcas del duelo, sangre y magulladuras, y se imaginó a Josafat disparando, entre carcajadas demenciales, contra la silueta que trepaba la ladera pasando del refugio de una peña a otra, hasta que se le acabó la munición y Efrén cubrió la última distancia para ser recibido a culatazos, pero él tampoco entonces utilizó su propia arma sino que arrancó la suya a Josafat y arrojó ambas lejos, y el duelo, el ensayo, se ventiló a puñadas, marcando cómo serían los siguientes, «a puñetazo limpio, arrebatando a los metales el privilegio de lacerar la carne odiada, al estilo más perfecto, al estilo de los hombres, al estilo de los vascos», concluía don Manuel.

—Vámonos, Asier, se está metiendo la niebla.

Habíamos tocado el tema de la señorita Mercedes. Don Manuel fue el primero en levantarse del banco. Había caído la noche. Nos dijimos adiós ante el portal de su casa, casi enfrente de los trinitarios, pero yo no tomé el camino de Altubena. La señorita Mercedes siempre había vivido a dos pasos de las barreras del ferrocarril, en una casita en cuyo bajo tuvo su padre la pequeña fábrica de hielo y gaseosas hasta los primeros años cincuenta. Siempre envidié profundamente a los chicos que, en los grandes calores del verano, seguían acudiendo allí a recoger en carritos de mano las escurridizas barras de hielo para los cajones-nevera forrados interiormente de cinc de las tabernas y puestos de bebidas de la playa; mis inolvidables contactos con el hielo se interrumpieron con el accidente de mis pies y mi acomodación en la silla de ruedas construida por mi hermano Marcos. Además, para entonces ya estaba enamorado de la señorita Mercedes, la maestra de las chicas, de modo que mis viajes de antaño a aquella casa para ganarme unos reales con el transporte del hielo se hallaron movidos por una segunda razón.

Y entonces, en aquella noche de marzo de 1942, me encontré como un tonto ante la misma casa, cuando ya mis veintiún años tenían que haber desterrado mi enamoramiento de adolescente. Y así era, supongo. Pero es que don Manuel y yo acabábamos de tocar el tema de la maestra, nos habíamos atrevido a ponerlo en palabras. Ocurría muy de tarde en tarde. Ni siquiera era tema sino una ocupación. La señorita Mercedes no nos ocupaba a los dos, a don Manuel y a mí, ni él nos ocupaba a ella y a mí, ni yo les ocupaba a ellos: se trataba de la ocupación de un bloque de tres por el mismo bloque, éramos como una santísima trinidad devorándose a sí misma. Resultaba tan absurdo y ridículo como hermoso. Pero ¡maldita sea!, ¿qué de hermoso tiene el participar en esa santísima trinidad como culpable?

Bien, de acuerdo, don Manuel y yo acabábamos de tocar el tema de la señorita Mercedes. Es decir, yo lo había tocado, como siempre. ¿Acaso, como culpable, no me asiste el derecho de revolotear sobre lo mismo para averiguar si me quedaba algo más por saber? Lo grave es que ya lo sabía todo sobre don Manuel. Lo sé todo. Y definitivamente. ¿Entonces?

Permanecí como un poste frente a la casa. No era la primera vez ni sería la última. Empezó en mi época de enamoramiento de colegial y era una manera de sentirme más cerca de ella. Luego, en 1938, cuando estalló lo de Anaconda y don Manuel rompió el noviazgo con la señorita Mercedes, seguí acercándome a la casa, ahora por compasión, gritando sin voz a las paredes encaladas: «¡Soy inocente! ¡No le he exigido nada! ¡Él lo quiere así!», pero habría golpeado a don Manuel de haberse comportado de otro modo.

Todo se puso en marcha sin palabras. Tampoco hicieron falta. De pronto, nos encontramos los tres aislados en un espacio privado e inviolable, no sólo con leyes propias sino creadas expresamente para la ocasión. El sentimiento de culpabilidad lo experimenté desde un principio, pero tan endulzado por la sacralización de que él me hacía objeto, que hubieron de transcurrir años para que el maldito sentido común interfiriera en lo que era tan perfecto. De modo que las primeras palabras quizá las pronunciáramos —las pronunciara yo— en aquel mes de marzo de 1942 en los altos de la playa de Arrigúnaga, aunque ¿importa algo cuándo empezaran a pronunciarse si jamás las necesitamos, si el tiempo para nosotros no se compone de tiempo alineado cronológicamente sino que es un único todo estancado? Mi insistencia —y luego revisión atormentada, más tarde hábito y finalmente (ahora, todavía) velatorio— en apostarme ante la casa quizá obedeciera a mi deseo de transmitirle el único conjuro a mi alcance: «Cada año yo también tengo un año más y acaso él, alguna vez, me llegue a ver lo suficientemente alejado de mis quince años como para apearse de su maldito código de honor o lo que sea». Porque tampoco importa cuándo le oyera pronunciar su absurda justificación: «Mi pequeño Asier, los ojos que contemplaron aquello tenían quince años y ya nunca dejarán de tener quince años». Él, pues, marcó el estancamiento de nuestra santísima trinidad. «¡Deje de llamarme pequeño! ¿Se niega a ver que ya no lo soy?».

Pensé en huir de Getxo, en desaparecer para siempre sin dejar un solo rastro, imaginándome que, eliminada mi presencia, don Manuel se sentiría libre para casarse con la señorita Mercedes. Pero no lo hice. Supongo que al principio confié en que su absurdo escrúpulo o lo que fuera acabaría resquebrajándose por sí mismo, mandara al diablo al impertinente testigo de quince años, ofreciera a la señorita Mercedes una explicación convencional —ella nunca la necesitó, nunca se la pidió, siempre lo vio inocente— de su pecado —¿pecado?— y se unieran, al fin, en matrimonio. Pero fueron quemándose los años y enconándose mi pregunta: «¿Hasta cuándo será capaz de soportar tanta ética o como se le quiera llamar?». Ahora tengo cuarenta y siete años, la señorita Mercedes sesenta y dos y él setenta y cinco, y nada ha cambiado. De modo que debe considerarse caso cerrado. ¿A qué más revisiones? Aunque si lo nuestro carece de partes por estar compuesto de un único todo, sin comienzo ni fin, ¿cuál de entre todas fue la verdadera recapitulación del episodio? ¿Hubo siquiera una ajustada a la realidad? ¿Cuándo acerté, si acerté alguna vez? Tanta revisión de revisiones ha de entenderse, sin duda, como palos de ciego, lo que revelaría no obsesivas variantes sobre algo dejado atrás sino apuntes de un final prometido que ha de acabar tomando forma. Siempre pienso que las nuevas palabras me entregarán la clave. Así, pues, aún falta la crónica original, el verdadero relato, el intento —que alguna vez será el último— de acercarme tanto al hecho que será el propio hecho contándose a sí mismo.

Pero la clave está en él. ¿Cómo es? ¿Qué le obliga a hacerse esto y hacérnoslo a nosotros? Para el nuevo intento debo comenzar por el episodio de la hija de Isidora, la locura de don Manuel de cargar, en solitario, con la culpa de mi tío Roque, o de todos los Altube, incluso con la culpa de todo el mundo nacionalista. Él siempre lo negó. Entonces aún no había nacido nuestra santísima trinidad, pues Anaconda, con su carne primitiva, no aparecería en Getxo hasta 1936. Don Manuel había concluido Magisterio con el tiempo justo para relevar a don Cayetano, el viejo maestro de Algorta hasta entonces, pero sorprendió a todos solicitando puesto en La Arboleda. Era 1916 y tenía veintitrés años. «¿Por qué precisamente La Arboleda?», le preguntaría yo más de una vez. «Ella, la hija, seguía viviendo allí. Si lo que hacía podía llamarse vivir. Necesitaba ayuda. Por sus venas, Asier, corría sangre de Altube», decía él. Yo le preguntaba por qué no se las arregló para que fuera un Altube quien se ocupara del trabajo, por qué no el propio Roque, el más obligado o el único obligado. «Cualquiera de los tuyos era el menos indicado. Habían transcurrido veintiséis años, demasiado tiempo, especialmente para tu tío. Debía intentarlo alguien fuera de toda sospecha, como suele decirse». Bueno, y entonces yo tenía que preguntarle si, al menos, había intentado comprometer a alguno de nosotros que no fuera mi tío Roque. «No se trataba de llevarle una limosna, es decir, de ayudarnos a nosotros mismos, sino de ayudarla a ella, hacer que recuperara —o adquiriera— su propia dignidad». «Si usted fuera sincero, diría algo muy simple: que sólo en una persona brotó esa mala conciencia». «Injusto, injusto», gruñía don Manuel moviendo la cabeza.

Me contó que no fue nada precipitada su decisión de instalarse en La Arboleda. «A lo largo de varios meses llevé mis paseos domingueros al otro lado de la ría. Creo que ninguno de nosotros ha ido lo bastante por allí. Bueno, excepto tú y unos pocos más…, y habéis dejado de ser lo que erais». En este punto yo le preguntaba si acaso estaba preconizando un viraje hacia el socialismo. «Con nosotros, el socialismo ha perdido la oportunidad de presentarse tal como es. Ha hecho que lo veamos como una amenaza. Quizá ha elegido mal el momento histórico, quizá la culpa sea nuestra. Pero, Asier, teníamos derecho a que llamara a nuestra puerta con la afable sonrisa del visitante». Don Manuel es un hombre de grandes visiones pero de pasos pequeños. Se asoma al abismo de las cosas, pero nunca da el salto. Es un maldito irresoluto. Sé —como él también lo sabe— cómo se llama la cadena que le traba.

Realizó los paseos de inspección precisos para asegurarse de que realmente deseaba intentarlo. Porque también la vio, aunque no llegó a hablarle ni se dejó ver por ella. Tan discretamente llevó a cabo sus averiguaciones, que cuando obtuvo la plaza y se presentó en La Arboleda con su maleta, nadie le recordaba. Se diría que fisgoneó disfrazado.

Isidora había muerto en 1904, «sin haber visto la revolución», comentaba don Manuel con sincera pesadumbre. «¿Qué revolución? ¿Es que ha ocurrido sin que yo me entere?», exclamaba yo. «Usted llama revolución a cualquier ruido de la calle». «Es posible que me asuste enseguida…, pero te digo, Asier, que no sé de ningún revolucionario que mereciera tanto como Isidora contemplar la revolución. La verdad es que no he conocido a ningún otro revolucionario, aparte de ti, claro. Pero te tengo tan cerca que no cuentas».

Siempre conservó de Isidora un recuerdo entrañable, un recuerdo que no podía llamarse recuerdo, pues no la conoció. Gracias a esa milagrosa filtración de datos que se produce cuanto más se desea ocultar un secreto, don Manuel sabía lo que todo el pueblo: las relaciones entre Roque Altube y la minera, la preñez de ésta y la hija, el abandono y regreso a la casa del padre. Los verdaderos falsos recuerdos entrañables nacieron de las cachazudas revelaciones que el propio tío Roque iría desgranando a partir de 1921, cuando, por intervención de Cristina Oiaindia, regresó a la tierra —no a la suya, que no se merecía—, sobre la que pudo volver a ser lo más parecido a un Altube. Para entonces don Manuel ya había dado por concluido su labor en La Arboleda y llevaba un año como maestro en Algorta. Acudía a mi tío para enriquecer la imagen de Isidora que, al parecer, su hija no pudo completarle durante el curso escolar 1916-1917. «A Teresa no le gustaba hablar de su madre, pero yo le hice comprender qué clase de mujer era». «¿Con qué datos, si entonces usted lo único que sabía de ella…», protesté, para añadir al punto: «Oh, sí, entiendo… La fascinación de la culpa… Isidora era la víctima dolorosa y había que entronizarla… Por no hablar de la confusa atracción que ejerce sobre todo nacionalista ese mundo temible e insumiso de la Margen Izquierda…». «Teresa, Teresa, sólo se trataba de Teresa», exclamaba don Manuel. «La ayuda que yo había elegido para ella pasaba por su madre. Había que apartarla de la prostitución ilusionándola por algo; por ejemplo, por una lucha como la de su madre. Entonces ya se tenían en Getxo noticias de qué tipo de loca había sido aquella minera agitadora… Sólo eso, Asier: rescatar a la hija de la inmoralidad haciéndola consecuente con su medio, con su clase…». «¿Ha dicho usted su clase?».

Don Manuel se trasladó a La Arboleda en septiembre de 1916, apenas con tiempo para instalarse y preparar el comienzo del curso. A pesar de sus palabras, no creo que llevara madurado ningún plan de redención; pienso, incluso, que no confiaba en conseguir ningún resultado. Bueno, y es posible que hasta el último momento no creyera que se decidiría a ir. Era su conciencia la que le estaba exigiendo un acto así, un martirio, un compromiso en favor de la proscrita, aquel simulacro de cruzada que tuvo sabor a trasnochado gesto de caballero andante. Sólo buscaba demostrarse a sí mismo que lo intentaba. Y que no dispusiera de ningún plan concreto se advierte en la desafortunada elección del año, pues si pretendía incorporar a Teresa a la lucha de clases no habría elegido aquel 1916, tan vacío de acciones en las minas.

La explotación de mineral había empezado a disminuir dos años antes; algunos yacimientos daban señales de agotamiento y una paulatina pobreza en la calidad del mineral repercutía en la demanda. Descendieron las exportaciones y, por tanto, la producción…, aunque algunas compañías la redujeron astutamente en espera de que la guerra provocara una fuerte subida de precios. Hubo despidos en masa, la semana laboral se redujo a tres o cuatro días y los pueblos mineros se despoblaron. Don Manuel empezó a atender una escuela diezmada. «Eran niños oscuros, Asier, oscuros y pequeños. Y sus padres estaban tan ocupados soportando la miseria…». «Y la explotación», le apuntaba yo. «Oh, claro, la miseria y la explotación…, que nunca se acercaban a hablar con el maestro de los novillos de sus hijos, y era como si tampoco se preocuparan de su color oscuro ni de su pequeño tamaño. Pero eran oscuros y pequeños, Asier». Me sonó a queja contra aquellos padres que, al parecer, no habían sabido engendrar hijos con mejor aspecto. Fue el comienzo de mil meditaciones angustiosas causadas por la urgencia que reclaman las situaciones descubiertas con retraso, porque desde el principio estuvo representando una comedia para sí mismo. Había aceptado el reto de su mala conciencia y, para desempeñar dignamente su papel, su honestidad hubo de hacer sitio a una falsa ignorancia que se sorprendía a cada paso. La misma razón ética que le movió le obligó a un comportamiento nada ético. En todo caso, drama personal no muy sangrante, en virtud del cambio de piel operado en él, a su curiosa acomodación al nuevo medio, que afectó incluso al lenguaje, al estilo narrativo con que luego me contaría todo ello… «Vive en una casucha apartada del pueblo. No se ve desde la mía. La vigilo a diario desde una loma. Sólo al anochecer llaman a su puerta, y todos los que llaman son hombres. Entran con un paquete o una bolsa con algo, y cuando salen ya no llevan nada…». Era un lenguaje distinto al empleado por él hasta entonces, como si saliera de otra persona. Un lenguaje nuevo. Pero era el propio don Manuel quien hablaba. Al menos, el don Manuel que ya estaba de regreso en Getxo después de la estancia de casi doce meses en su Molokai. Y si había decidido volver, es que era el mismo de antes. Pero no su lenguaje, que pareció ser lo único de lo que no pudo desprenderse. Aún persistía en el tiempo de la Guerra, que es cuando empezó a hablarme de Teresa, veinte años después de su paso por las minas. Y todavía hoy, cuando vuelve al tema, recupera el estilo accidental, y lo abandona y regresa al suyo en cuanto decide dar por concluida la sesión… «Tardo veintitrés días en llamar a su puerta, y ahora no sé si he llamado. Voy a marcharme, y es cuando abre y sé que sí he llamado. Hay poca luz.

»—¿Quién eres? —me dice.

»—¿Eh? —digo.

»—Que quién eres. Nunca has venido. Hueles distinto.

»—Soy el maestro —digo.

»—No, tú no eres el maestro. Ya sé cómo es el maestro —dice.

»—Soy el nuevo maestro —digo—. No lejano sino, por el contrario, próximo, casi agresivamente inmediato; glacial y mecánico, aparentemente, pero en realidad cálido y respetuoso con lo que toca. Y si pienso que no eligió el lenguaje sino que el lenguaje le eligió a él es porque la elección de cruzar la ría tampoco fue totalmente suya, pues ocurrió como si del otro lado tiraran tan fuertemente de él que finalmente se dejara arrastrar. De modo que fue el choque contra aquel nuevo mundo el que provocó el nuevo estilo para pensarlo, y luego para contarlo. Pero principalmente para pensarlo. De pronto don Manuel se encontraría perdido, ciego y mudo, y primero sería el miedo, incluso el pavor, y enseguida el respeto, incluso la veneración. Necesitó de un pensamiento distinto para aproximarse temerosamente a lo desconocido, y después de un contar nunca utilizado para transmitir con escrupulosa pureza su peripecia —no su interpretación— de lo visto y oído. Y ésta sería la gran razón de ser de ese lenguaje: la profunda consideración que le mereció cuanto allí encontró, el temor a profanarlo utilizando el lenguaje convencional, que siempre caería en la funesta manía de la interpretación, cuando lo que don Manuel necesitaba eran auxilios que le permitieran expresar su humilde admiración sin quedar contaminado. Era como agarrar con guantes de amianto una superficie al rojo vivo. Se trataba de no mancillar, de no interferir. El lenguaje había de ser invisible. Respeto, tersura, homenaje, cristalinidad, rito, lejanía próxima, pasión contenida, incluso devoción y humildad, humildad. E inmediatez: un tiempo de verbo para fijar la acción y abandonarla al punto para siempre, impidiendo la reproducción de las emociones. Y objetivismo. ¿Objetivismo? Don Manuel era maestro, pero aquí repudió la literatura…, la habría repudiado si le hubieran dado opción. Por suerte para la literatura, el tema lo arrasó todo. Sí, objetivismo en su máxima pureza por parte de un lenguaje estremecido. Por una vez, objetivismo, no hay duda. Pero no como liberalidad de la literatura sino por milagro de la honestidad de un pobre maestro que no halló otra fórmula para salvarse. La literatura no volverá a sufrir semejante menosprecio mientras alguien no la someta a otra prueba para la que da la talla. O quizá se tratara del lenguaje defensivamente objetivo propio de las pesadillas. Resultaba penoso asistir a la transformación de don Manuel (dejaba el discurso prolijo, cachazudo y enfermizamente interpretador para minimizarse y dejar el puesto a una voz impersonal que no relataba sino proyectaba imágenes plásticas con una instantaneidad que sobrecogía) cada vez que, cíclicamente, le acogotaba la tortura. Era la más estruendosa expresión de su mala conciencia.

«—¿Qué quieres, maestro? —dice.

»—¿Querer? —digo.

»—Traes demasiado bulto para el pago.

»—¿El pago?

»—¿Qué te pasa, maestro? ¿Entras o no? Me estoy quedando fría en la puerta.

»Dentro hay una mesa, dos banquetas, una cocina de carbón, un fregadero, un balde con cacharros y una cama de hierro. Teresa vierte agua de un balde en un puchero vacío y lo pone al fuego.

»—¿Cómo te llamas? —dice.

»—Manuel.

»—Eres alto, no eres mal tipo. Es una suerte que no tengas que ir a la mina. Nadie quiere venir a estos puebluchos. ¿Por qué has venido tú?

»La miro.

»—¿No quieres hablar?

»La miro.

»—Allá tú. La verdad es que me importa un higo.

»Se sienta en la cama, cruza una pierna sobre la otra y empieza a quitarse una bota y luego una media de lana marrón con agujeros. La cara de Teresa es redonda y sin huesos.

»—¿Por qué te vuelves de espaldas? —dice—. Me gusta ver la cara de los que van a estar conmigo.

»Acaba de desnudarse la otra pierna.

»—Bueno, ¿es que no vas a soltar el paquete de tus manos? —dice.

»Dejo el paquete sobre la mesa.

»—Es para usted —digo.

»—¿Te ocurre algo?

»—Es para que no tenga que aceptar paquetes de otros hombres —digo.

»Se levanta y viene hasta la mesa. Descalza. Rompe a tirones la cuerda del paquete y luego rasga el papel de estraza y aparece el pan, los huevos, el tocino, el azúcar y el aceite.

»—¿Para cuántas veces? —dice.

»—Es para que cierre la puerta a todos los hombres —digo.

»Me mira.

»—Tú sólo, ¿eh? —dice.

»Lo último que le oigo al marcharme es:

»—¿Adónde vas? ¿A qué coño has venido, entonces?

«En La Arboleda hay dos maestros, y el que está cuando yo llego ocupa con su mujer la vivienda del maestro, sobre la escuela.

»—Alójese en la pensión de Beatriz —me dijo don Juan, que así se llama el maestro—. Es limpia y económica.

»El maestro y su mujer tienen unos cuarenta años. Ella es menuda y ágil y el recibimiento que me hizo fue frío. Se llama doña Virtudes. El parece un hombre cansado incluso de la escuela.

»—Me esfuerzo por desasnar a los hijos de los mineros y no sé para qué, pues acaban también en la mina —me dijo.

»—La maestra se llama doña Enriqueta —me dijo doña Virtudes.

»La escuela de los chicos está contra un costado de la iglesia de la Magdalena, y la de las chicas contra el otro.

»—Entre, siéntese, y mientras toma un vaso de vino le explicaré cómo funciona esto.

«Teresa sigue recibiendo a hombres. Lo veo desde una de estas colinas rojas, casi ya anochecido.

«Beatriz, la dueña de la pensión, es una mujer silenciosa y de antebrazos robustos, siempre arremangados. Tiene sesenta años y es viuda de minero, reventado en un descuido de la dinamita. Entonces puso la pensión, para no morirse ella.

»—A los maestros les cobro una cincuenta al día: cama y las tres comidas —me dijo.

»Mi habitación es pequeña, con una cama de hierro, un armario, una silla y un cuadro dorado del Sagrado Corazón. Tendré que hacerme con una mesita para escribir y corregir los deberes de los alumnos.

«El párroco me abordó al día siguiente de mi llegada.

»—Ya me han dicho que usted es de Getxo. Está muy bien, nos entenderemos perfectamente. Esta tierra es nuestra y no permitiremos que nos la cambien. Hace años, estos pueblos no eran así, eran como su Getxo. Demasiada gente venida de fuera que no agradece el hambre que les quitamos. Los misioneros en tierras de salvajes no la tienen peor que mis dos coadjutores y yo. Usted, desde su escuela, y yo, desde mi iglesia, haremos que los niños de estos herejes se acerquen a Dios… Don Manuel Goenaga, ¿verdad? Pues, bien, don Manuel, ya veo que usted y yo estamos en lo mismo. ¡Los niños, los niños! Hay que hacer de estos niños verdaderos vascos…

»—Ya nunca será lo mismo —dije.

»—No, ya nunca será lo mismo —dijo—. La tradición milenaria o se lleva en la sangre o no se lleva. Lo mejor sería que regresaran todos a sus tierras y nos dejaran solos, como estábamos antes. Pero, entonces, ¿quién trabajaría las minas?

»—¿Son necesarias? —dije.

»—¿Que si son necesarias? Bueno, aquí están, puestas por Dios. Y no olvidemos que el hierro es un bien connatural con el vasco.

»—Las grandes promesas bíblicas siempre han sido la tierra y la madera. La tierra.

»—¿Y qué es el hierro sino tierra, mi querido don Manuel? Me llamo don Claudio —dijo.

«Llamo y Teresa abre la puerta. Es de noche. La luz del quinqué le recorta el perfil del rostro.

»—Buenas noches —digo.

»—Ah, eres tú, el maestro —dice—. Y con otro paquete.

»—No ha cumplido su palabra.

»—A mí nadie me manda. Y no te di ninguna palabra.

»—Usted aceptó mi paquete y sabía para qué lo traje.

»—¡Y tú te marchaste! ¿Quién te entiende?

»—¿Puedo entrar?

»—Si yo supiera para qué quieres entrar…

»Se hace a un lado y entro. Cierra la puerta. Dejo el segundo paquete sobre la mesa, cerca del quinqué. Puesta en jarras, Teresa me mira y sonríe. A pesar de sus trazas, es muy bonita. Me pregunto si Isidora sería así.

»—Usted ha recibido a hombres en esta última semana y ya desde el primer día. ¿Es que mi paquete era pequeño?

»Teresa se ríe.

»—No, no era pequeño, pero no me gusta lo que no entiendo. Y a ti no te entiendo.

»—Sólo le pido que valore en días cada paquete. ¿Cuántos paquetes he de traer a la semana?

»Teresa da una vuelta a mi alrededor. Describe despacio un círculo completo, conmigo de centro, sin dejar de mirarme.

»—¿Incluido tú? —dice.

»Y, segundos después:

»—¿Por qué no hablas?

»Coge el quinqué y me lo acerca a la cara.

»—Creo que te has puesto colorado. ¡Coño!, ¿de qué pasta estás hecho? ¿Quién eres y qué buscas de mí? Ya, sé que eres de Getxo… ¡y no quiero ningún trato con la gente de Getxo!

»La hija de Roque Altube. La hija de Roque Altube es la que ha hablado.

»—¿Por qué? —digo.

»—Por qué… ¿qué?

»—Por qué no quiere usted hablar con la gente de Getxo.

»Su cabello es muy negro y se lo sacude con un violento giro de cabeza. Deja el quinqué sobre la mesa.

»—De Getxo y, por si fuera poco, seminarista —dice.

»—¿Por qué cree que he sido seminarista?

»—La mitad de los de Getxo lo sois. Tú has sido seminarista. Os huelo a distancia. Confiésalo.

»—No lo confieso. Lo digo.

»—¿Sí?

»—Sí.

»—¡Un maldito misionero de vía estrecha! ¡Toma tu paquete y lárdate! Ya hay por aquí un cura que intenta limpiarme.

»Incluso a la escasa luz del quinqué veo sus ojos echando chispas.

»—¿Qué terrible pecado has cometido que buscas que te lo perdonen gracias a una puta? ¡No quiero que nadie me use y menos uno de Getxo!

»—¿Qué tienes contra los de Getxo?

»Coge el paquete, abre la puerta y lo tira fuera y espera a que yo vaya detrás. Me siento en una banqueta.

»—No se trata de eso —digo.

»—¡Vete!

»—No es lo que usted piensa. Le ruego que cierre la puerta.

»—Desconfío de los hombres que lo piensan dos veces antes de acostarse con una mujer, aunque esa mujer sea yo.

»Cierra la puerta. Se acerca.

»—A pesar de todo, me caes bien. ¿Cuántos años tienes?

»—Veintitrés.

»—Soy mayor que tú: tengo veintiséis. Si hubieras venido como vienen todos, ahora ya podríamos ser amigos. ¡Pero no soporto a los enviados de Dios! Sólo nos dais limosnas: consejos, sermones, escapularios, vidas de santos… Nadie me había traído tocino y patatas para salvarme… Pero todo vale, ¿verdad? ¡Todo con tal de no entregar nada de vosotros mismos! No me atrevo a decirle al cura que se meta en la cama conmigo, así de cobarde soy, pero sí te lo digo a ti.

»Se me planta delante y no se mueve. Yo podría tocar los pliegues de su vestido. Es oscuro, con flores de un rojo oscuro. Arrugado, sin planchar. Teresa no se mueve, sólo espera. Transcurren horas, o sólo segundos. No veo su cara, pero ella me está mirando desde arriba. Levanto la cabeza. Me está mirando.

»—No, ¿verdad? —dice—. Sólo limosnas, y no para mí sino para tu conciencia.

»—Nunca antes había hecho esto.

»—¿Y por qué conmigo? ¡El seminarista de Getxo quería estrenarse!

»Me levanto.

»—¿O es que te gusto y mientras lo piensas quieres tenerme en una urna? —dice—. ¡Vaya sangre la tuya! ¿Cuándo me habías visto? ¿Pediste por mí esta plaza de maestro y para conquistarme me traes comida, o es para que engorde porque no te gustan las flacas como yo? ¡Fuera, fuera, maldito!

»Me golpea y empuja hacia la puerta, hacia donde ya iba yo. Pero, de pronto, es ella la que sale de la casa abriendo de golpe la puerta. Se agacha para recoger de la tierra la comida desperdigada y regresa con ella.

»—Era para mí, ¿verdad? Pues lo acepto… si me entregas algo realmente tuyo.

»Cruzo el umbral.

»—Usted necesita esta comida, no la vuelva a tirar —digo.

»Y salgo y me alejo.

»—¡Mira lo que hago con tu comida! —dice.

»Y la arroja contra mi espalda.

»—¡Maldito tú y los tuyos! ¡Con muy poco queréis ganar vuestro cielo! ¡Vete a que te salve otra puta, maestro! ¡De Getxo tenías que ser!

«La maestra de las niñas se llama doña Enriqueta. No es joven, pero conserva en sus ojos la alegría de vivir. Coincidimos al terminar nuestras clases y cuando la chiquillería alborota en la plaza del pueblo.

»—No sé si a usted le gustan estos chicos, pero a ellos sí les gusta usted —dice.

»—¿Cómo lo sabe? —digo.

»—Veo que no suele dejar a ninguno castigado, y es buena señal, es señal de que están a gusto con usted y se están quietos. Y los de don Juan se han contagiado y no dan lugar a castigos. ¿Sabe por qué le respetan? Porque usted les respeta a ellos.

»Entre don Juan y yo nos encargamos de ciento veinticinco chicos, repartidos en tres secciones. De momento, don Juan lleva la segunda y la tercera, y yo la primera, la más numerosa, la de los pequeños. Son éstos los únicos que han de pagar: una peseta al mes, hasta que cumplan seis años. Permanecen en la escuela siete u ocho años más, hasta los catorce, siempre que sus padres no los manden a la mina, que es lo que suele ocurrir. Se inician en la mina de aprendices, a partir de los once años, con un jornal de una cincuenta.

»La plaza está frente a la iglesia de la Magdalena y las dos escuelas. El piso es de tierra y tiene un kiosco con techo para los músicos.

»—Nos gustaría tenerle con nosotros mucho tiempo, don Manuel dice doña Enriqueta.

«Creo que ese hombre que está al otro lado del kiosco me está esperando.

»—El nuevo maestro, ¿no? Me alegro de conocerle. Hay mucho trabajo que hacer aquí —dice.

»Y se me queda mirando demasiado fijamente. Tiene más de sesenta años y es pequeño y de cara ancha con manchones rojos y abrigo hasta los pies.

»—Sí, con los pequeños hay que trabajar mucho en todas partes digo.

»—Yo pensaba en los mayores —dice, sin dejar de mirarme bajo sus cejas peludas—. Pero el camino hacia la justicia social está lleno de trampas… Es que yo soy socialista, ¿sabe usted? —y no aparta un solo instante la mirada de mí—. Lucha, lucha y unión es nuestro credo. Pero se avanza muy despacio.

»—La vida es…

»—¿Qué iba a decir?

»—… es más sencilla.

»—¿Cree usted realmente eso?

»¿Por qué no deja de mirarme tan fijamente?

»—No para todos, señor maestro —dice.

»De modo que estoy ante uno de ellos.

»—Si usted quiere saber si el nuevo maestro es socialista, le tengo que decir que no —digo.

»—Estaba ya claro, y es una lástima, porque el ejemplo que ofrece un maestro hace mella. En fin. Me llamo Eduardo Varela y pertenezco a la agrupación socialista de La Arboleda. Nuestra Casa del Pueblo está abierta a todos y también a usted. Repito: es una lástima… ¿Le he molestado?

»—No, no…

»—¿Le preocupa algo? Le noto como ausente. Si puedo ayudarle…

»Calla, me mira y sonríe moviendo la cabeza.

»—Creo que estoy hablando demasiado. Espero que nuestras diferencias ideológicas no enturbien…

»—Yo no tengo ninguna ideología.

»Sonríe.

»—En Getxo no entendemos lo que pasa aquí —digo.

»—Sé lo que piensan en Getxo sobre las minas. Ignoro si usted eligió este destino, pero me alegro de tenerle aquí. ¿Sabe por qué? Porque nos conocerá… Sí, estoy hablando demasiado.

»De modo que es uno de ellos.

»—Me alojo en la pensión de Beatriz. ¿Quiere que nos sentemos a tomar un vaso de vino?

»—¿Está hablando en serio? Desde el primer momento supe que era usted un hombre justo —dice.

»Don Claudio y otro cura me miran desde el pórtico de la iglesia.

«Teresa. Teresa.

«—A mi marido le aplastó una peña y sólo pudimos enterrar sus brazos, sus piernas y una pasta de ropa, tripas y cabellos negros. Él era muy moreno, ¿sabe usted? Es una suerte no haber tenido hijos, así no habrá más mineros en la familia —dice doña Beatriz, la dueña de la pensión.

«Algunas niñas de La Arboleda reciben clases de las monjas del convento de la Purísima Concepción. Sólo pueden ir aquellos cuyos padres trabajan en la Orconera, pues esta empresa minera subvenciona a las monjas.

«Estoy en la colina. La puerta de la casucha de Teresa está cerrada. Llama un hombre, pero la puerta no se abre.

«—¡Malos tiempos para los mineros, don Manuel! —dice Eduardo Varela—. ¡Tenía usted que haber visto el clima de lucha que había por aquí hace años! ¿Quiere saber cuántos parados tenemos hoy sólo en La Arboleda? ¡Siete mil!

»—Pero el hambre hará más peligrosos a los mineros. Quiero decir, más combativos… —digo.

»—Ah, no, por desgracia. Mire usted: estos pueblos se han despoblado. Los hombres que años atrás llegaron de otras tierras atraídos por los jornales, regresan a sus lugares de origen. Los que aún conservan sus puestos de trabajo viven bajo el terror de perderlos. Yo se lo explicaré, clon Manuel: las minas están dejando de producir, se exporta menos mineral, su calidad ha bajado… ¡Y la guerra! ¿Quién, pudiendo, no negocia con la guerra? Los patronos capitalistas están esperando la subida del precio del mineral… Desde hace tres años, la Orconera ha implantado la semana de tres días, y Franco-Belga y Luchana Mining han cerrado por completo. Y así el resto de las compañías. Hoy, al cabo de dos años de guerra, empiezan a advertirse signos de recuperación. Nuestra Federación Minera ha perdido fuerza, claudica ante las miserables ofertas de los patronos. En el catorce, por ejemplo, suspendieron las negociaciones para fijar un salario mínimo… y la Federación Minera aceptó. En el pasado año un congreso minero rechazó la propuesta de Perezagua de ir a una huelga contra la crisis de trabajo. En febrero de este mismo año hemos aceptado un aumento del diez por ciento en vez del veinticinco por ciento pedido… Le estoy aburriendo, don Manuel. Es que es mi tema.

»—No, no…

»—Le veo ausente.

»—Me interesa conocer cosas de aquí. No se puede imaginar usted lo que me interesa. Me dijo que se llamaba…

»—Eduardo Varela.

»—Eduardo Varela —digo.

»—¿Le preocupa algo? Le veo lejos…

»—Le ruego que continúe… Sé que Perezagua es el líder sindical socialista.

»—La fuerza que tuvieron los mineros la tienen ahora los metalúrgicos. Hay una epidemia de creación de nuevas industrias, navieras, astilleros. ¡La guerra le ha sentado muy bien al capitalismo industrial vasco! Las empresas de la ría dan trabajo a una masa de obreros. Desde hace dos años existe el Sindicato Metalúrgico, que ya ha pedido aumento salarial. El mismo Prieto ha venido a hablar en los mítines de la campaña. Los patronos ofrecieron el diez por ciento, el sindicato exigió el treinta. Y no se contentó con ello: en julio declaró la huelga en Altos Hornos, primer paso para la huelga general acordada por UGT y CNT en sus congresos de mayo. El diez de julio la Guardia Civil nos mató a un compañero llamado Cipriano García y el sindicato decretó una huelga de veinticuatro horas en toda la zona fabril, secundada masivamente. Fueron momentos graves, la gente lloraba de pena y de rabia. Hace dos meses celebramos en Sestao un homenaje a ese compañero y Prieto dijo a los miles allí reunidos que Cipriano García había sido una nueva víctima de la lucha que sostenemos los trabajadores por la justicia social… ¿Iba usted a decir algo?

»—Bueno, sí, aunque la verdad no sé qué decir…, excepto que todo ello es muy doloroso —digo.

»—Ellos lo hacen doloroso.

»—¿Ellos? Sí, claro…, ellos.

»—Usted no lo siente, ¿verdad?

»—¿Es preciso llegar a esa violencia, a esos enfrentamientos?

»Me mira.

»—Cuando no hay otros caminos… Usted ha de entenderlo.

»—Sí —digo—. Pero aquí concurren circunstancias especiales… Tanta inmigración, tanta gente de fuera trabajando en una tierra que no es la suya… Es gente que no ama la tierra que pisa.

»—¿Qué importa el escenario? El problema es el mismo en cualquier parte.

»Eduardo Varela y yo nos observamos detenidamente.

»—Siempre y en todas partes hay una clase oprimiendo a otra —dice—. Incluso en Getxo, don Manuel.

»—Nosotros resolvemos estas cosas de otro modo —digo—. En realidad, no tenemos que resolverlas, nos vienen resueltas desde siempre.

»—Si es así, ustedes son muy afortunados —dice—. Pero aquí no tenemos esa suerte.

»—Ahora es usted el que no siente lo nuestro —digo.

»—No se trata de sentir sino de entender. Pero tampoco lo entiendo. ¿Entiende usted lo nuestro? No digo sentir sino entender… ¿Lo entiende?

»—Sí.

»—¿Comprende que no tengamos más remedio que luchar?

»—Sí, la patria siempre nos está pidiendo luchar por ella. Y la patria de ustedes es su clase. Pero esto ocurre porque no están en su tierra.

»Calla un rato porque no deja de mirarme.

»—¿Por qué me dice eso si sus ojos dicen otra cosa? —dice.

«Teresa. Teresa. Teresa.

«Encuentro al tendero a la puerta de su tienda.

»—Buenas tardes. ¿Tiene aceite para el quinqué? —digo.

»Da a la plaza la tienda de Bernabé. No le caen bien los socialistas, sobre todo desde que abrieron una cooperativa donde venden género más barato.

»—¿Es que la patrona le vacía de aceite el quinqué para que no se lo gaste? —dice.

»Ríe, enseñando unos dientes amarillos y rotos por el azúcar. Me ha contado doña Beatriz que se aficionó al azúcar a raíz de un cargamento echado a perder por una inundación y que, para no tirarlo, se lo comió. Durante dos años apenas probó otra cosa. Luego, ya por afición, siguió comiendo azúcar años y años, hasta su última subida de precio, pero ya tenía perdidos los dientes.

»—No es justo que yo pretenda incluir en el precio de la pensión el gasto extra que yo haga de aceite —digo.

»—Suelo ver luz en su ventana después de las doce de la noche. ¿Qué hace, si no es impertinencia?

»—Trabajo.

»—Ah.

«Hay demasiados mendigos en La Arboleda. Son viejos mineros a los que ya no admiten en ningún puesto. Después de entregar a la mina medio siglo de su existencia, un día el capataz les dice: «Fulano, no hace falta que vuelvas mañana». Si un hijo los recoge, tendrán un techo y una cama. Si no, se alojarán en chabolas de tablas o en cuevas del monte.

Y pedirán limosna por los pueblos. Lo mismo ocurre con los accidentados: reciben unos cientos de pesetas por un par de piernas o unos brazos perdidos y no tardan en tener que pedir. Eduardo Varela me habla de todo esto.

«Cada vez llaman menos hombres a la puerta de Teresa, y ella sigue sin abrirla.

«A la salida de misa se me acerca don Claudio.

»—Ya sé que no es usted quien busca a ese socialista, Varela, sino que él le busca a usted, pero no está bien que le vean tanto en su compañía. Podrían pensar cualquier cosa —dice.

»—No tienen por qué pensar nada —digo.

»—Ustedes, en Getxo, no tienen este problema, no tienen que cuidarse de ellos. Son nuestros enemigos y usted lo sabe, don Manuel. Algún día quemarán las iglesias y matarán a los curas… ¿En qué piensa usted? Parece encontrarse en otra parte.

«Allá abajo veo la puerta de Teresa. He venido a la colina esperando, como es domingo, encontrarla abierta, no sé por qué. Me llega la música de la banda en la plaza de La Arboleda. Pero, cuando bajo, ya ha callado y suena el organillo del ciego. Cobra cinco céntimos por pieza a cada pareja. Los nueve músicos de la banda han dejado sus instrumentos en el kiosco y están en la taberna.

»—Buena noche, ¿eh, don Manuel?

»Es Eduardo Varela.

»—¿Por qué no me acompaña a nuestra Casa del Pueblo? A no ser que quiera bailar…

»Le acompaño. La planta baja de la Casa del Pueblo es un salón de actos, con un pequeño escenario, sillas y bancos corridos.

»—Tenemos ciento quince sillas —dice—. Me costó lo mío conseguirlas. Ciento quince.

»Ha habido una representación teatral, los bancos y las sillas están desordenados y el aire aún está cargado. Un grupito de gente habla en un rincón.

»—Cultura —dice Eduardo Varela—. Aunque me esté mal decirlo, a mí se me debe este humilde foco de cultura. Un minero culto será más hondamente revolucionario. ¿Sabe usted, don Manuel?, en mis buenos tiempos me ganaba la vida vendiendo libros. Usted lee mucho, ¿verdad? Su ventana está encendida por las noches.

»—Parece que mi ventana encendida preocupa a mucha gente. Sí, releo el Quijote por enésima vez, porque espero traducirlo al euskera algún día y quiero descubrir por qué Don Quijote, siendo castellano, exaltaba menos a Castilla que a valores universales, como el espíritu de sacrificio y de justicia de la caballería andante, por ejemplo.

»—Creo que le entiendo. Usted se pregunta si hay que estar loco para hacer una cosa así. Es una duda muy nacionalista, supongo.

»—Quiero descubrir cuándo fue Don Quijote más digno y noble, más él mismo, si cuando se olvidó de Castilla y viajó por regiones e ideas distintas, tratando de deshacer entuertos, o cuando le volvió la cordura y se refugió en sus raíces.

»—Muy interesante.

»—No investigo el pensamiento de Cervantes, sino lo que del propio libro se desprende, porque un libro así tiene vida por sí mismo… Pero sólo son cosas mías.

»—Quizá sólo suyas, por desgracia. Inquietudes semejantes convendría las tuviera todo nacionalista. Porque de lo que se trata es de…

»—Todo nacionalista y todo internacionalista, que podrían acabar siendo lo mismo…

»—Claro, claro… Porque de lo que se trata es de elegir ideas que sirvan al hombre y no hombres al servicio de una idea supuestamente eterna.

»—¿Y si esa idea eterna es buena?

»—Ninguna idea eterna es buena.

»—¿Ni el socialismo?

»—Ni el socialismo.

»Subimos al piso.

»—En este cuarto se reúnen las juventudes socialistas. Y, en este otro, nosotros —dice Eduardo Varela.

»El primero está vacío y en el segundo hay dos hombres, uno sentado a una mesa y el otro paseando con las manos en los bolsillos del pantalón.

»—Vicente y Marcelo. Éste es el nuevo maestro, don Manuel —dice Eduardo Varela.

»Me miran. Tienen unos cuarenta y cinco años. «¿Saben ustedes algo de Teresa?», es la pregunta que me gustaría hacerles.

»—Es el primer maestro que pisa esta casa. Don Juan ni siquiera la mira cuando pasa por delante —dice Vicente.

»—Las fuerzas vivas no suelen estar con nosotros —dice Marcelo.

»—Cuidado con don Manuel, que es nacionalista —dice Eduardo Varela sonriendo.

»La mirada de piedra que me lanza Marcelo me hace sentir incómodo. Pero enseguida vuelve a sus paseos por el cuarto. Sé quién es el de esa foto grande con marco colgada en la pared: Carlos Marx. Y el de la de al lado: Prieto. Hay también un calendario y una litografía amarilla con este pie: Los mártires de la Plaza del Heno de Chicago. 1886, representando a una multitud huyendo ante los disparos de un ejército de policías y, en el suelo, a decenas de obreros muertos o heridos.

»—Nosotros también tuvimos aquí lo nuestro en la gran huelga de mayo del noventa —dice Eduardo Varela—. Fue la primera y más grande expresión de protesta y de unión de la clase obrera en Vizcaya. Había coraje, pero faltaba conciencia revolucionaria.

»—Son nueve los militantes que todavía no han pagado la cuota de este mes —dice Vicente señalando sus papeles.

»—Serán los mismos de siempre —dice Eduardo Varela. Se vuelve a mí—. Carecíamos de un sindicato, los socialistas apenas teníamos organización, a los mineros sólo les interesaba trabajar durante unos años para regresar con ahorros a su tierra…, ¡pero logramos mover a diez mil hombres!

»—Conozco algo de eso, he leído viejos periódicos —digo.

»—Usted no está de acuerdo con lo que hacemos —dice Marcelo.

»—La violencia sólo se da cuando no se han sabido establecer unas normas —digo.

»Me corta Marcelo.

»—Con la violencia del noventa conseguimos la supresión de los barracones y cantinas obligatorios y la jornada de diez horas. En Chicago —me señala la litografía— ya tenían entonces la de ocho horas, pero hubieron de morir más obreros que aquí: más de cincuenta. La experiencia nos demuestra que la reducción de horas se consigue con muertos: a más muertos, menos horas. ¿Cree usted que los patronos nos darán por las buenas las ocho horas? Habrá que seguir luchando y muriendo.

»—Primero, habría que ponerse de acuerdo en si el trabajador tiene derecho a reclamar las ocho horas. Nosotros creemos que sí. ¿Y usted, don Manuel? —dice Eduardo Varela.

»—Ustedes ven el trabajo como castigo, y supongo que, en cierto modo, lo es: el propio Dios así lo dijo. Pero hay hombres y pueblos que han hecho del trabajo una moral. Los vascos procuramos que nadie se entere que echamos la siesta —digo.

»—Todo depende de las circunstancias. Los vascos son como son porque han debido imponerse a una tierra dura y poco agradecida. Por el contrario, a los polinésicos les caen los frutos de los árboles y no se avergüenzan de sestear de sol a sol. Pero supongo que los vascos también maldecirán cuando el trabajo es excesivo —dice Eduardo Varela.

»—Somos fatalistas. Decimos «hay que hacer» y tiramos palante.

»—Ese «hay que hacer» no vale para las minas ni para las fábricas —dice Marcelo.

»—¡Ésa es la cuestión! —dice Eduardo Varela—. Su mundo, don Manuel, es aún rural, y en un mundo rural de caseríos independientes, trabajando cada familia su propia tierra o una misma tierra a lo largo de siglos…

»—Sí, la tierra —digo.

»—Pero lo nuestro es distinto.

»—Por eso no lo queremos —digo.

»—¡Pero existe, está aquí! Y ustedes tendrán que aceptarlo. Y aún más: tendrán que aceptar para ustedes mismos las nuevas leyes, las nuevas formas de producción…

»—Debemos ciento veinte pesetas con treinta céntimos al carpintero de los bancos —dice Vicente.

—Y no me mire así, don Manuel, porque además los que han puesto en marcha estas minas y estas fábricas son vascos —dice Eduardo Varela—. Vascos auténticos, con todos los apellidos vascos a sus espaldas.

»—Necesito saber si conseguiremos acomodar lo nuevo a nuestro modo de ser. Necesito creer que lo conseguiremos sin cambiar nada digo.

»—Serán desbordados por una nueva concepción del trabajo. Aparecerán, con otra cara, las dos clases sociales que hasta ahora habían convivido entre ustedes sin conflicto. El obrero vasco acabará por saber que trabaja para otro…

»—… y le pesarán las horas de la jornada y algún día se unirá a nosotros en la lucha por las ocho horas —dice Marcelo.

»—No lo acepta, ¿verdad, don Manuel? —dice Eduardo Varela.

»—Y todavía no hemos hablado de la revolución —dice Marcelo.

«Veo a la madre a la puerta de casa, esperándome, porque es jueves. Me palpa el brazo por encima de la ropa para saber si estoy más flaco. Con mi sueldo de maestro no pasará tantos apuros. Mientras me prepara de comer, la miro. Ricos y pobres, lucha de clases… Nuestro piso es pequeño. Los Goenaga ya no tenemos tierra, excepto dos palmos detrás de la casa para vainas y lechugas. Las tuvimos hasta hace quince años, cuando aún vivíamos en el caserío Egurra. Yo siempre creí que Egurra y sus tierras nos pertenecían a los Goenaga. En Egurra nació mi padre y nací yo. Pero el abuelo Tristant sólo lo había arrendado y, hace quince años, Garduroz Oiaindia nos arrojó de nuestra vieja tierra para que un pariente suyo construyera un chalé. Mi madre ya era viuda. Garduroz Oiaindia era el padre de Cristina Oiaindia, la marquesa.

»—No me explico cómo aún no te ha hecho algo malo esa gente de las minas, hijo —dice la madre.

«Llamo a la puerta de Teresa. Nada. Llamo otra vez. Nada. Introduzco una astilla por una rendija y levanto la tranca. Huele a casa vacía.

»—Teresa, Teresa… Soy el maestro.

»Nada. Pero está aquí. La tranca estaba echada. La cama. Está por aquí. Hay un cuerpo, quieto como un cadáver. Arde su frente.

»—Teresa.

»Tiene pulso. Enciendo una cerilla. Sus ojos están cerrados, pero respira. Nunca he visto una cara tan blanca. Enciendo otra cerilla, dejo el paquete en la mesa y enciendo el quinqué. Mojo en agua mi pañuelo y se lo aplico a la frente.

»—Teresa, soy el maestro.

«El médico de La Arboleda se llama don Tomás. Es viejo y seco. Dice que Teresa sólo tiene anemia.

»—¿No le va a recetar ningún medicamento? —digo.

»—Sí, jarabe de chuleta —dice.

«—¿No le importa el qué dirán?

»Don Juan, el maestro, llevaba una semana con ganas de preguntármelo.

»—Pasa usted las noches en casa de esa mujer y viene por las mañanas a dar la clase con unas ojeras…

»—Pero vengo, ¿no?

«Beatriz, la patrona, me pone diariamente en un cestillo comida para Teresa.

»Teresa abrió los ojos ya en la tarde del primer día. No habló hasta el tercero. Caliento la sopa de la tartera y se la doy a cucharadas a la boca. A partir de ese tercer día le obligo a comer cosas sólidas.

»—¿Quién te ha dado vela en este entierro? Quería morirme —dice Teresa.

»Son, casi, sus primeras palabras. Y no son débiles.

»—Vamos, coma.

»—Yo soy la que te tendría que tratar de usted —dice.

»—No sabe ni morirse —digo.

»—¿Cuántos días llevo…?

»—Antes, no sé. Desde que yo vine, una semana.

»—Sé que pasas las noches al pie de mi cama. Pero no esperes que te lo agradezca.

»—No es necesario, ya me has servido para ganar el cielo.

»—Qué bien, así ahora me dejarás en paz.

»—Sí, en cuanto te comas esta carne.

«Don Claudio no se ha atrevido a decirme nada, pero en el sermón de la misa del domingo habla de un hombre de La Arboleda que está liando mal ejemplo a los niños. Todo el mundo sabe que me señala a mí. Le espero a la salida.

»—Tenía que hacerlo, don Claudio. Créame usted, tenía que hacerlo.

»—Si estaba enferma, que la hubieran bajado al hospital. Nos habríamos librado de ella para siempre, porque yo mismo prenderé fuego algún día a su casa de pecado.

«—Ya viene el hombre del paquete —dice Teresa.

»Se levanta desde hace cuatro días.

»—Se acabó —dice.

»—¿Qué?

»—Que ya no quiero ese paquete. Hoy ya no es un paquete de comida para una enferma sino para una puta.

»—Usted todavía es una enferma. Una anemia no se cura en tres semanas.

»—¡Tú sí que le has sacado jugo a mi enfermedad! ¿Qué sillón te tiene reservado el Dios Padre allá arriba?

»La verdad es que no parece que haya estado tan grave. Tropiezo con su mirada.

»—¿Por qué? —dice.

»Se sienta en una banqueta y se cubre la cara con las manos. Creo que solloza.

»—¿Por qué? —dice.

»Y yo digo:

»—¿Por qué?

»Aparta sus manos y levanta la cara.

»—Por qué, ¿qué? —dice.

»—Por qué quería dejarse morir.

»Sí, sollozaba: ahora se seca con la manga la humedad de su nariz y luego la de sus ojos. Se levanta.

»—¡No te importa! A lo mejor ni siquiera te importa dejarme morir —dice.

»—Supongo que no lo repetirá. Quíteselo de la cabeza —digo.

»—¿Me llorarías tú?

»Me da la espalda y se pone a trajinar en el fregadero. De dos pasos me pongo a su lado y la agarro del brazo.

»—Me dolería hasta la muerte —digo.

»Vuelve la cara para mirarme.

»—Usted no puede comprender lo terrible que sería para mí —digo.

»—¿Por qué? —dice—. ¿De qué me conoces?

»—No te conocía antes de llegar aquí.

Quita mi mano de su brazo.

»—No me gusta lo que no entiendo —dice.

»—No se trata de eso, ¡Dios mío!, no se trata de eso —digo.

»Resopla. Se pone en jarras.

»—No eres para mis nervios: no se trata de eso, no se trata de lo otro… ¿Cuál es tu juego?… Ven aquí, chico…

»Me toma de una mano y me sienta en una banqueta, quedándose ella de pie y mirándome.

»—¿Necesitas saber que te agradezco tus molestias de estos días? ¡Pues bien, te lo agradezco!… ¿Necesitas que te agradezca tus paquetes? ¡Pues bien, muchas gracias por tus paquetes, chico!… ¿Y qué más? —dice.

»—Dígame por qué quería morirse.

»—No te metas en mis cosas.

»—¿Por qué quería morirse? Venga, siéntese, que la enferma es usted y no yo.

»Me levanto y ella deja que la siente en la misma banqueta.

»—¿Por qué quería morirse?

»Levanta la cara para dirigirme una mirada nueva. Pero no habla.

»—Deje esta vida —digo.

»Suelta una carcajada y ya no es la misma de hace un momento.

»—¡Salió el seminarista! —dice.

»—Le buscaré trabajo. ¿Sabe coser? O de doncella. Hablaré con alguien de Getxo para que entre a servir en una buena casa —digo.

»Sigue riéndose, pero ahora sin ruido y moviendo la cabeza.

»—Lo único que necesito es que no me traigas más paquetes —dice.

»—Es que quiero ayu…

»—Escucha: primero, no te he pedido ayuda. Segundo, no necesito ayuda. Tercero, nunca antes había deseado la muerte. Más claro: Teresa estaba muy bien hasta que aparecieron tus paquetes —dice.

»Yo también callo durante un rato.

»—Se trata de los paquetes… —digo.

»—Eso, de tus sucios paquetes. Coge el que está en la mesa y lárgate —dice.

»—Los paquetes… No estás acostumbrada a…

»—Escucha, seminarista: ¡estoy marcada! —dice.

»Se pone en pie, abre la puerta y se para en el umbral mirando hacia fuera, dándome la espalda. Es de noche.

»—Mi madre me tuvo de soltera y murió cuando yo tenía catorce años —dice.

»—Tanto ella como tú sois inocentes.

»—No pude seguir pagando el alquiler y me vi en la calle —dice.

»—Fuisteis abandonadas.

»—Me recogió un matrimonio a cambio de mi trabajo. El hombre me violó. La mujer me echó de la casa —dice.

»—Sois inocentes. Os abandonaron. Ambas sois inocentes.

»Se vuelve y la luz del quinqué ilumina su rostro encendido.

»—¿Pero qué importa cómo ocurrió? —dice.

»—A mí sí que me importa cómo ocurrió —digo.

»—¿Es que el seminarista necesita convencerse de mi inocencia antes de seguir trayéndome paquetes?… Lo sé, lo sé: «No se trata de eso»… Entonces, ¿de qué se trata? —dice.

»—Entra y cierra la puerta. Cogerás frío…

»Yo mismo la retiro del umbral y cierro la puerta. La siento en la banqueta.

»—Hábleme de su… de su madre.

»—Se llamaba Isidora y era hija de minero —dice.

»—Isidora —digo.

»—Mi padre era de Getxo —dice.

»—De Getxo —digo.

»—Trabajaba en Altos Hornos. Luego, no quiso quedarse a vivir aquí —dice.

»—Ni tu madre en Getxo.

»—¿Cómo lo sabes?

»—Bueno…, cosas así siempre ocurren.

»—Abandonó a mi madre —dice.

»—En realidad, ella también se negó…

»—La abandonó —dice.

»—¡Dios mío, sí, la abandonó! —digo.

»—¿Por qué no dejas de dar vueltas alrededor de mi banqueta como un burro de noria? —dice.

»—Es tarde, debe cuidarse. Acuéstese. Yo me encargo de su cena —digo.

»—¿Por qué te interesas tanto por mí, maestro?

»—Quiero asegurarme el cielo.

»—¿Qué hace aquí uno de Getxo como tú? ¡Eso! ¿Qué hace aquí uno de Getxo como tú? —dice.

»La obligo a levantarse de la banqueta y la guío a su cama.

»—Me cuidas, me atiendes y yo te tendría que estar agradecida… Pero no lo estoy, porque no comprendo nada —dice.

»—Haré tortilla de patatas —digo.

»Mientras abro el paquete la oigo desnudarse a mi espalda.

»—No me avergüenzo de sacarme la vida de puta —dice.

»—No hable así, por Dios.

»—Lo malo es lo que me sucedió antes. La gente de este pueblo me cerró todas las puertas. No me arrepiento de ser puta, te lo repetiré mil veces.

»—Calle, calle.

»Hago la tortilla y se la llevo en un plato con tenedor y pan. Teresa ya está bajo la manta.

»—Trae otro plato. Para ti —dice.

»Regreso con otro plato. Quiere cortar la tortilla por la mitad, pero retiro su mano y corto para mí un trozo pequeño. Me siento junto a la cama, en una banqueta, a verla comer.

»—¿Tiene apetito? —digo.

»—Está buena. Pero nunca me oirás que me arrepiento de ser puta —dice.

»Ahora, estoy en la puerta.

»—¿Apago el quinqué?

»—No, que quiero ver lo guapa que me estás poniendo —dice.

»—Eche la tranca cuando yo salga. Aunque le dejo comida para dos o tres días, vendré mañana. No abra a nadie.

»Nos miramos.

»—¿Aceptará paquetes de otros? —digo.

»—¿Ya empezamos? —dice.

»—A tu madre no le habría gustado…

»—Deja en paz a mi madre.

»—Quizá esta enfermedad se la haya enviado Dios para…

»—¿Por qué no te largas de una vez?

»—Buenas noches —digo.

»—Me pregunto qué hace aquí uno de Getxo como tú —dice.

«Para no molestar tanto a doña Beatriz, yo mismo compro en la tienda de Bernabé la comida para los paquetes.

»—¡Qué apetito tiene usted, don Manuel! —dice Bernabé.

»—Póngame también media docena de esos pastelillos.

»—Media docenita…

»—Y cien gramos de café molido.

»—¡Qué bien se cuida usted, don Manuel!

»Pago, cojo lo mío y dejo a Bernabé con ganas de meter baza en el tema de Teresa.

«—Ya sabrá usted de qué se habla en el pueblo —dice Beatriz.

»—Si están aburridos… —digo.

»—Usted sabe cómo es la gente… Lo único que hago es advertírselo, porque a mí me parece de perlas lo que usted hace por esa desgraciada. Me gustaría saber cuál de esas chismosas no ha sido puta alguna vez en su vida. ¡Todas hemos sido putas alguna vez!

»—Bueno, bueno…

»—Esa pobre Teresa ha tenido mala suerte. Le convendría haberse marchado de este pueblo. Pero ¿qué tenían que perdonarle a la pobre?, ¿el ser hija de aquella Isidora…?

»—Isidora —digo.

»—Sí, Isidora. ¿La conoció usted? Imposible, usted es joven. Yo, pobre de mí, sí que la conocí. Era…, era…, bueno, era una lanzada… En política, quiero decir. Se hizo famosa cuando la gran huelga del noventa. Y no sólo porque pariera a su hija a la vista de diez mil hombres… Se dice que aquella huelga no se habría hecho de no ser por ella, que los mineros habrían dado la vida por Isidora… Pero todo se olvida, y hoy…

»—¿Cómo era? Su aspecto…

»—Bonita, vivaracha, pero muy seria cuando se tomaba algo a pecho. Se lió con un merluzo de Getxo que luego la abandonó con la hija, así que Teresa ya nació con la mala suerte encima… Usted, don Manuel, me preguntará qué le tenían que perdonar… Por un lado, el ser hija de soltera. ¡Las mismas gentes que vitoreaban a la madre cuando les soltaba un mitin luego dieron la espalda a la hija! ¡Mucho comerse el mundo para luego hacer lo que hace todo el mundo! Es natural que el cura y los importantes se escandalizaran de aquella hija natural y desearan que desapareciera de entre nosotros… Pero ¿qué decir de los mineros que llevaban años luchando contra las injusticias de los curas y de los importantes? ¡Eran como ellos, don Manuel, peor que ellos!

»—¿Qué habría pasado si Isidora se hubiera casado con aquel…, con…?

»—Que aún la tendríamos entre nosotros, seguiría luchando como una leona por los mineros. En vez de criticar a Teresa, los alcaldes y demás importantes tendrían que besarle los pies por haberles librado de la madre… No sé lo que me digo… ¡Pero nadie la ha podido sustituir! —dice.

»—Dos abandonos —digo.

»—¿Qué mormojea usted, don Manuel?

»—Teresa ya empieza a comer con ganas, doña Beatriz.

»—¡Cuánto me alegro!

«Estoy otra vez en la Casa del Pueblo de los socialistas.

»—Supongo que alguno de ustedes conocería a Isidora.

»Me miran. Hay seis hombres en el cuarto: Eduardo Varela, Marcelo, Vicente y otros tres.

»—Naturalmente, yo la conocí. Era también socialista —dice Eduardo Varela.

»—Isidora no tiene nada que ver con Teresa —dice Marcelo.

»—¡Vaya si tiene que ver! ¡Era su madre! —dice un hombre con boina.

»—Marcelo quiere decir que madre e hija no se parecen en nada —dice Eduardo Varela.

»Los seis se me quedan mirando, me miran demasiado.

»—Yo tenía que hacerlo, tenía que venir aquí —digo.

»No apartan de mí sus ojos.

»—No la toco —digo.

»Ellos no encuentran postura y yo tampoco.

»—Tenía que hacerlo —digo.

»—¿Qué tenía que hacer?, ¿por qué se justifica? —dice Eduardo Varela.

»—Esa mujer no se merece nada —dice Marcelo.

»—Es una criatura de Dios —digo.

»—En el mundo que queremos traer no habrá sitio para tipas como ella —dice Marcelo.

»—Ha tenido mala suerte. ¿No tuvo también su madre mala suerte?

»—¡No las compare!

»—Nadie le ha pedido cuentas de nada, don Manuel. ¿Que usted la visita? Es asunto suyo —dice Eduardo Varela.

»—¿Cuál es el mundo que ustedes quieren traer? —digo.

»—Si es una censura por lo que pensamos de Teresa… —dice Eduardo Varela.

»—No, no es una censura.

»—¿Por qué no se sienta? Nos gusta que nos pregunten —dice Eduardo Varela.

»Me siento en una silla. Se sientan alrededor de la mesa los que no estaban sentados.

»—No tiene por qué alarmarse, don Manuel —dice Eduardo Varela.

»—¿Alarmarme?

»—Ignoramos cómo sería usted antes de venir a La Arboleda, pero no me lo imagino tan asustado como le vemos aquí.

»—¿Asustado?

»—Usted no es feliz aquí. Procediendo de Getxo, es natural que los socialistas le inquietemos. Pero hay algo más. Usted parece fuera de lugar; lo está, por supuesto, pero se le nota demasiado. Se muestra inseguro, no tenía por qué darnos ninguna explicación de sus visitas a Teresa, quizá no tenía por qué estar ahora aquí, entre socialistas. Pero nos alegramos de que así sea… ¿Verdad que nos alegramos? Le damos la bienvenida, cualquiera que sea la razón que le ha traído. Demuestra ser muy honesto —dice Eduardo Varela.

»—Yo también conocí a Isidora —dice el hombre de la boina.

»—Fue muy hermoso combatir a su lado. Su muerte dejó un vacío entre nosotros —dice Eduardo Varela.

»—¿Por qué luchan así? —digo.

»—Nadie se sienta entre socialistas si no le anima un principio de comprensión —dice Eduardo Varela.

»—Entiendo su deseo de justicia, pero no que luchen tan obsesivamente por ello.

»—No somos corderos —dice Marcelo.

»—No es que ustedes, los nacionalistas, sean corderos: es que ven las cosas de otro modo. Y no consiste sólo en ver estas cosas, sino en sentirlas. La sociedad vasca nacionalista debe llegar a comprender que está tan necesitada de justicia como cualquier otra —dice Eduardo Varela.

»—Creo que todos estábamos un poco enamorados de ella —dice el hombre de la boina.

»—Los vascos hemos heredado viejas leyes repletas de justicia —digo.

»—Quizá, pero nosotros le estamos hablando de un mundo nuevo, con leyes propias y distintas, un mundo no previsto por los viejos patriarcas vascos —dice Eduardo Varela.

»—Evolucionaremos —digo.

»—¿Hasta aceptar la lucha de clases? —dice Marcelo.

»—Se nos ocurrirá alguna buena fórmula. Pero nada de lucha —digo.

»—Mire usted dónde vivimos los mineros y en qué palacios viven en Getxo los dueños de las minas. Los grandes patronos se enriquecen con la explotación de los mineros. ¿Por qué unos hombres arriba y otros abajo?, ¿acaso no somos todos iguales? —dice Marcelo.

»—El propio Jesucristo dijo que sí lo somos —dice Eduardo Varela.

»—Eso es reducirnos a mero materialismo —digo.

»—Los obreros carecemos de riqueza, somos los menos materialistas. Y los más materialistas son los patronos, que buscan la riqueza y la tienen toda —dice Marcelo.

»—No hay duda de que hay que arreglar muchas cosas, pero los vascos no vemos el mundo a través de un enfrentamiento de clases: nos une una razón superior —digo.

»—¿La patria? Los más fuertes de entre ustedes invocarán la patria para silenciar a los más débiles. De hecho, ya lo están haciendo. Usted es la muestra. Y perdone mi crudeza —dice Eduardo Varela.

»Todos callan.

»—Ustedes tienen razón…, por lo que respecta a las minas. Les envidio —digo.

»—¿Envidiarnos?

»—Porque lo suyo puede explicarse con palabras. Les envidio profundamente.

»—Isidora no se merecía que aquel tipo la abandonara —dice el hombre de la boina.

»—Se me ocurre pensar que usted, don Manuel, no la habría abandonado… a pesar de todo —dice Eduardo Varela.

»Se llamaba Roque —dice Marcelo.

»Ah —digo.

«Desde la ventana de la escuela veo cruzar la plaza a un grupo de mineros llevando a un compañero herido al hospital de Triano. La gente se acerca a verlos pasar, los hombres, con caras largas, las mujeres, llorando. Al herido sólo le pueden agarrar de los dos brazos y de una pierna, pues la otra, arrancada desde arriba del muslo, se la han colocado sobre el pecho.

«La puerta está abierta y oigo a Teresa trajinar en la chapa. Llamo con los nudillos.

»—¿No ves que está abierta? —dice.

»—¿Puede coger el paquete que le traigo?

»—Pero… ¿qué pasa?, ¿quema el suelo de mi chalé?

»Viene, me coge de la mano y me mete.

»—Te he visto venir por el monte y te preparaba algo.

»Huele a tocino frito. Teresa lleva el vestido que le compré la semana pasada. Habla y habla, de espaldas. Se vuelve, con un tenedor en la mano.

»—¿Todavía no te has sentado?

»—Sólo he venido a traerle el paquete.

»—¡Siéntate! —dice.

»Me siento. Me sirve tres lonchas de tocino frito, pan y un tazón de leche humeante.

»—Si le como lo que traigo, buen negocio hacemos —digo.

»Se sienta frente a mí, al otro extremo de la mesa. Se ha puesto sena y no me mira.

»—Ya no estoy enferma, no necesito paquetes —dice.

»—¿Prefiere estar enferma?

»—Sí.

»Ahora me mira en silencio.

»—No aceptaré más paquetes tuyos —dice, empujando hacia mí el patinete que dejé en la mesa.

»—¿Por qué no? —digo.

»—No estoy enferma.

»Su mirada hace que desvíe la mía. Teresa vuelca la silla al levantarse.

»—¡Tengo mi dignidad! ¡No soy una inútil! ¡No quiero recibir paquetes a cambio de nada! —dice.

»Me levanto.

»—Vendré —digo.

»—¡No te abriré!

»Salgo. Oigo los pasos de Teresa en la casa. Sus palabras me persiguen:

»—Ellos han empezado a venir…, ¡pero no he abierto la puerta a ninguno! ¡Para que lo sepas!

«Al servirme la sopa, dice doña Beatriz:

»—¿Vio usted al pobre hombre que llevaron al hospital?

»—Sí.

»—Es el pan nuestro de cada día. ¡Jesús, Jesús, en qué condiciones trabajan los pobres! Las vagonetas se les echan encima, las peñas les aplastan, los cartuchos les explotan en las manos… Y el hospital, ¡en las Quimbambas! Con decirle a usted que primero hay que bajar a hombros al herido, llevarlo por malos y largos caminos, y por último subir con él una escalera de ¡ciento veinte peldaños de piedra! Es un milagro que alguno llegue vivo. Esa escalera ha matado a más mineros que las minas…

«El tendero Bernabé se queja de la crisis económica.

»—Esto está muerto, don Manuel. No hay un real en toda La Arboleda. Entre los que se han marchado y los que no pueden comprar… Y, por si fuera poco, la cooperativa de los socialistas, que vende el género más barato que yo. ¿Cómo lo consiguen, si yo sólo saco para comer? ¡El comercio es el comercio y sólo los comerciantes tendrían que abrir comercios! Ellos no son comerciantes, don Manuel…

»—No es malo que alguien les venda a los mineros comida más barata —digo.

»—¡Esos Socialistas no lo hacen para comerciar!

»—Está claro que no.

»—¡Y si a alguien que vende algo se le llama comerciante, y ellos no son comerciantes, lo justo sería dejar el comercio a los comerciantes! ¡O esto o el caos!

»—Cuando un minero se lleva un bocado a la boca no pregunta si se lo ha vendido o no un comerciante.

»—Los socialistas no venden más barato para ayudar a los mineros sino para hacer política. Buscan votos.

»—Acaso vendan una ideología que da de comer. Después de cada huelga comen mejor.

»—¿Quiere usted decir que les convendría hacer una huelga contra Bernabé? Usted, don Manuel, es más socialista que los socialistas.

«Es domingo y doy una vuelta por la plaza. La banda municipal toca pasodobles y hay más gente bailando que cuando toca el ciego del organillo, que cobra, y la banda no.

»Las tabernas están llenas de hombres bebiendo. Me asomo a algunas de ellas.

»—Le invitamos a un trago, señor maestro.

»Caras risueñas me miran con curiosidad. Entro y me ponen un vaso de vino tinto en la mano.

»—¡A su salud, señor maestro!

»Bebemos todos. Hombres avejentados no se atreven a hablarme. Sonríen con bocas desdentadas. Poco a poco, reanudan la charla entre filos. Cuentan chistes y se ríen como niños, sin pisar el espacio vacío que han formado a mi alrededor, sin romper el corro respetuoso.

»—Suerte —digo.

»—¡Adiós, señor maestro! —dicen.

ȃstos son los terribles mineros.

«Entro en la Casa del Pueblo y subo al piso, pero están reunidos.

»—No se quede ahí, don Manuel, y pase. Los socialistas no tenemos secretos —dice Eduardo Varela.

»Veo una cara nueva, un hombre alto y seco, con barba.

»—Por favor, coja esa silla y siéntese. Es el nuevo maestro —dice Eduardo Varela.

»Están nueve alrededor de la mesa.

»—Estoy convencido de que cuantas mejoras llegue a disfrutar la clase trabajadora las alcanzará por la fuerza del sindicalismo. ¿Hacer política? Bien. Pero, sobre todo, sindicalismo. La política de los obreros debe ser el sindicalismo —dice el hombre nuevo.

»—Unión, unión, esto es lo que debe aprender la clase trabajadora —dice uno.

»—Concienciación, concienciación —dice Eduardo Varela.

»—Y pruebas de fuerza como la inmediata huelga —dice el hombre nuevo.

»—¿Quería usted decir algo? —me dice Eduardo Varela.

»—¿Huelga? —digo.

»Me mira el hombre nuevo.

»—Huelga general de veinticuatro horas para el dieciocho de este mes de diciembre —dice.

»—La convocan UGT y CNT. Una gran huelga general, en toda España, contra la carestía de la vida. Si sale bien, será un gran paso. Pero no se asuste, don Manuel, que a ésta irán hasta los curas —dice Eduardo Varela.

»—De modo que a trabajar —dice el hombre nuevo.

»Se levanta y se va.

»—Era Facundo Perezagua. Ha venido desde Bilbao a hablarnos de esa huelga. Es un líder importante. Si usted no ha oído hablar de él, ya oirá —dice Eduardo Varela.

«—Usted no ha ido a ninguna huelga —digo.

»—Ellos se olvidan de mí y yo me olvido de ellos —dice Teresa.

»—Pero usted pertenece a las minas.

»—Por mí, que se pudran las minas.

»—La gente de aquí sufre demasiado. Habría que ayudarles. Es lo que le corresponde.

»—¿Ya te han envenenado a ti también los socialistas?

»La miro y me mira.

»—No se te ocurra hablarme de mi madre —dice.

»—Fue inocente de lo que pasó.

»—¿Qué sabes tú lo que pasó?

»—Aquí la recuerdan y la quieren.

»—No me hables de mi madre.

»—Le guste o no, usted pertenece a las minas.

»—Yo pertenezco a mí misma y a los paquetes que me trae el maestro.

»Se vuelve de espaldas para que yo no la vea llorar.

»—¿Qué le pasa? —digo.

»—No sé lo que hacer contigo, no sé cómo tratarte. No sé lo que pensar… ¿Por qué no me ayudas diciéndome lo que no entiendo?

»Se ha vuelto hacia mí de repente y, sí, sus ojos están húmedos. Pero no se los seca.

»—No piense en nada —digo.

»—¡Eso! Tú saliéndote con la tuya y yo que no piense en nada, que siga como una tonta, sin saber por qué me traes los paquetes —dice.

»—Están preparando una huelga.

»—¡No cambies de conversación! Mira, todo esto nuestro es un embrollo. Tú no tenías que traerme paquetes ni yo tenía que aceptarlos… ¿Por qué eres el único hombre del que no puedo aceptar paquetes? ¿Por qué no te cobras? ¡Háblame, dímelo! ¿Por qué no te cobras? ¿Me quieres decir cómo eres, maestro? —dice.

»—¿Que yo le diga…?

»—¡Quiero saber cómo tratarte!

»—Tranquila, tranquila…

»—¡Tampoco me has dicho que no quieres nada de mí! ¿Qué escondes detrás de tu frente de maestro? ¡Márchate! —dice.

»Abro la boca, pero ella…

»—¡Márchate y esta vez no vuelvas!

»—Espere…

»—¡Fuera!

»—Tranquila, tranquila…

»—¡Tú sí que no estás tranquilo! ¿Qué haces aquí, en este sitio que no es el tuyo? Eres como un fantasma. ¿Ya duermes? ¿Qué te asusta? Da pena verte, maestro. ¿Eras así antes de caer en La Arboleda? ¡Qué ojeras, qué cara! Siempre he entendido a los hombres… ¿Por qué no te entiendo a ti?

»Me ha puesto en la puerta a empujones. Se queda quieta y puedo volverme a mirarla. Va a hablarme, pero lo deja. Sus ojos me atraviesan. Al fin, me habla:

»—¿Tienes…, tienes novia en Getxo?

«—Esta incesante subida de precios se produce porque en el país no mandamos los trabajadores sino ellos, los capitalistas, los burgueses explotadores. A ellos no les preocupa el alza de los precios. Las víctimas somos los pobres que, si antes comíamos mal, ahora los jornales no nos alcanzan ni para comer piedras. ¡A ellos no les afecta ninguna subida! Sus gordas cuentas en los bancos les ponen a salvo de toda carestía. Controlan los capitales del país, comercian con todo lo comerciable… ¡incluso con nuestra hambre! Desde sus alfombradas oficinas sacan unas cuentas que sólo a ellos les favorecen, es a costa de nuestra hambre que ellos engordan. Y sabed que esta terrible hambre traída por la descarada subida de los precios llevará a la bolsa de nuestros explotadores un montón de millones transportado por el famélico coro de voces de nuestros hijos clamando «¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!» —dice Eduardo Varela.

»Le escuchan muchos mineros, quizá dos mil. Me invitó a que le acompañara y por eso estoy aquí, en el frontón de Gallaría. Los mineros aplauden. Si a esta gente le falta el jornal, no tienen tierras donde sembrar comida.

»—Gritad conmigo: ¡Viva la huelga general! —dice Marcelo, que está a su lado.

»—¡Viva! ¡Viva! —dicen los mineros.

»—¡Compañeros, la huelga es nuestra arma! Les daremos un gran susto, aunque no el grande, todavía. ¡Pero sabrán que estamos unidos y que esta unión es nuestra fuerza, y ellos saben muy bien que cuando las masas trabajadoras se pongan en marcha bajo la bandera de la revolución, entonces, compañeros, comprenderán que no les puede salvar ni el poder de sus millones! ¡Y vendrá el gran cambio, el pueblo tomará el poder y los más dejarán de ser esclavos de los menos, se acabarán la injusticia y el hambre, seremos tratados como hombres por primera vez! ¡Demostradles en la huelga de mañana con vuestra unión que todo esto ocurrirá algún día! —dice Marcelo.

«Llegan los niños y les digo:

»—Ea, chicos, que nosotros también hacemos huelga.

»La chiquillería escapa con alboroto de la escuela.

»Aquí viene don Juan.

»—¿Qué pasa? —dice.

»—He mandado a los niños a casa —digo.

»—¿Por qué? .

»—Huelga.

»—En esta escuela nunca se hace huelga.

»—Sus padres ya la están haciendo.

»—Sus padres que hagan lo que quieran, pero nuestro deber de maestros es hacer de nuestros alumnos buenos ciudadanos —dice don Juan.

»Echa a correr tras ellos.

»—¡Eh, eh, volved, que sí hay escuela!

»Los trae como a un pobre rebaño desolado. Me coloco a la puerta.

»—Los míos podéis marcharos. Tú, tú, tú… —digo.

»—¿Qué hace usted? —dice don Juan.

»—Mi clase hace huelga.

»Don Juan resopla.

»—Usted no es quién para decidir lo que hoy se hace en esta escuela dice.

»—Sólo hablo de mi clase —digo.

»—Cada vez le comprendo menos. ¡No me diga que siente esta huelga, que está con los mineros! ¿O es que les tiene miedo? Míreme a mí… Ellos saben cómo pienso. Por muchas huelgas que hagan, la escuela de La Arboleda nunca cierra. Y usted haga lo mismo. Preocúpese sólo de sus problemas y olvídese de los de los otros.

»Hay en la plaza hombres y mujeres parados que miran en qué para lo de los maestros.

»—Don Claudio le dirá lo mismo —dice don Juan.

»Acaba de bajar de su casa doña Virtudes.

»—¡Dios, Dios, siempre con revoluciones! ¿No se quejan de que si los despiden, de que si no hay trabajo, de que si no ganan ni para comer…? Y ahora ellos, ¡zas!, cierran el tajo y huelga. Mira cómo nos mira esa gente, Juan. Vamos a meternos en casa —dice.

»—Hoy abre la escuela —dice don Juan.

»Sus alumnos son los únicos que han entrado.

»—Al menos cierra la puerta —dice doña Virtudes.

»—Que don Manuel no quiere dar su clase —dice don Juan.

»—En pocas semanas ha aprendido de las minas más que tú en muchos años… No me gusta nada cómo nos mira esa gente. Será mejor que cerréis los dos la escuela y subáis a tomar una taza de café —dice doña Virtudes.

»Sube a su casa.

»—Vamos, don Manuel, hagamos de hoy un día como otro cualquiera —dice don Juan.

»Hago una seña con la mano a los niños de fuera y ellos miran a don Juan y dudan, pero al fin se van, esta vez sin hacer mucho ruido.

»—Nunca lo habría creído de usted, pero ya oigo por ahí que se está luciendo muy socialista —dice don Juan.

»Se ha reunido mucha gente en la plaza. Cuando cierro la puerta y me alejo de la escuela, aplauden.

«Don Claudio y los otros dos curas han cerrado la puerta de la iglesia de la Magdalena después de la primera misa. Estamos en el atardecer y sigue cerrada. Han parado todas las minas y se sabe que también ha cerrado toda la industria de la ría. Los mineros llenan las tabernas de La Arboleda, comentando el éxito de la huelga. En la Casa del Pueblo parece que ha llegado la revolución.

»—¿Qué me dice, maestro? —dice Eduardo Varela.

»Nos rodean los socialistas.

»—En nombre de la clase obrera, gracias por cerrar su escuela, don Manuel —dice Eduardo Varela.

»—En nombre de la clase trabajadora… —digo.

»Hay tanta gente que nos sentamos en el salón de actos y traen vino. No hay vasos para todos, los demás beben a morro.

»—Las últimas noticias de Bilbao confirman lo que se sabía: el paro ha sido total en el comercio, no ha abierto ni una sola tienda, y también han cerrado teatros y cines, no han circulado tranvías ni trenes de cercanías, ni siquiera ha habido periódicos. ¡La huelga ha sido un tremendo éxito! Esto hará que se tambalee la Monarquía —dice Eduardo Varela.

»Todo el mundo habla a un tiempo en el salón de actos. Algunas voces se elevan sobre las demás:

»—¡Ha llegado la hora de poner otro gobierno!

»—¡Adelante, compañeros, adelante!

»—¡El país está pidiendo un cambio!

»—¡Los trabajadores, al poder!

»—¡El futuro ya es nuestro!

»—¿Qué me dice, maestro? —dice Eduardo Varela.

«Se abre la puerta de la escuela y es don Juan. Me mira, mira a los siete mineros a los que enseño a leer y escribir y otra vez me mira.

»—¿Qué hace usted aquí a estas horas? Ya es de noche —dice.

»—Ya ve, doy clase a estos hombres —digo.

»—¿Por qué? Ésta es una escuela de niños.

»—Lo necesitan. Cuando fueron niños nadie les enseñó.

»—¿Y qué le importa eso a usted? ¿Hacía en Getxo lo mismo con los aldeanos que no sabían leer ni escribir?

»—Todavía no he sido maestro en Getxo ni en ninguna parte.

»Don Juan se acerca a los siete hombres sentados y da una vuelta a su alrededor.

»—¡Nunca he visto nada semejante! —dice.

»—Vendrán más —digo.

»—¡Hombrones hechos y derechos ocupando los pupitres de los niños! ¿No les da a ustedes vergüenza?

»—Le ruego que se retire, don Juan. Ésta es mi clase.

»—No por mucho tiempo… Pero, don Manuel, ¿por qué?, ¿por qué? Usted no es un socialista de esos que dicen que quieren arreglar el inundo…

»—Si los socialistas quieren arreglar el mundo ya es hora de que alguien lo haga, y habrá que meterse a socialista. Y a usted también se lo digo, don Juan.

»Se me acerca. Pone su cara a dos palmos de la mía. Le tiemblan los labios.

»—Usted no cree en nada de lo que dice ni de lo que hace. Usted no es de aquí, usted es de Getxo, usted no entiende ni quiere entender ni quiere saber nada de los socialistas ni de los mineros…

»Suena el ruido de mi lapicero contra el suelo. Don Juan se agacha a recogerlo y me lo entrega.

»—Se le ha caído —dice.

»Va hacia la puerta. Se vuelve.

»—Y otra cosa: a ver cómo se arregla para limpiar lo que se manche en estas clases nocturnas, porque mi esposa no es una esclava de las locuras ajenas. ¿Y quién pagará la luz? La escuela no tiene dinero —dice.

«Como no llueve, Teresa extiende ropa a secar sobre unos arbustos. Oye mis pasos mucho antes de que yo llegue y se vuelve. Al acercarme más, veo agua en sus ojos.

»—¿Le ocurre algo? —digo.

»Caminamos sin hablar hacia su vivienda. Le tiendo el paquete, pero no lo coge.

»—Lo siento, lo siento… —dice Teresa.

»—¿Qué es lo que siente?

»—No debo darte pie.

»—Doña Beatriz, la de la pensión, le ha puesto en el paquete un tarro de mermelada hecha por ella.

»—¡No tuerzas la charla como siempre! ¿No te interesa saber por qué no debo darte pie? —dice.

»Se ha detenido en el umbral.

»—No entres en mi casa.

»Pongo el paquete en sus manos muertas.

»—Adiós —digo.

»—Te odio, por cobarde. Sabes por qué no debo darte pie… y huyes —dice.

»—Encargaré a otra persona que te traiga los paquetes —digo.

»—¿Tanto miedo te doy? —dice.

»Me agarra de la manga de la chaqueta.

»—¡Mudo! —dice.

»Me vuelvo a medias.

»—¿Es costumbre de los de Getxo vivir sin palabras y huir de los problemas? —dice.

»Y luego:

»—Si me dejaras ayudarte…, si yo pudiera darte pie…

»Se le cae el paquete de las manos al suelo y no se entera. Me agacho a recogerlo y entro con él en la casucha para dejarlo sobre la mesa.

»—¿No te dije que no entraras? —dice.

»—Hace frío. También te mandaré carbón —digo.

»—Son otras las palabras que me gustaría oírte. Siempre huyendo, huyendo —dice.

»Paso ante ella. Me alejo. Queda a mi espalda.

»—Te perdono porque eres el hombre más asustado que he visto en mi vida. O, si no, ¿de qué pasta estás hecho? —dice.

»Regreso a su lado.

»—Tengo que decirle algo… Puede verse libre de los paquetes del maestro, o de parte de ellos. Tengo un trabajo para usted —digo.

»Cierra los ojos y mueve la cabeza.

»—¿Qué te esperabas, Teresa? —dice.

»—Para limpiar la escuela —digo.

»—Nadie quiere tratos conmigo.

»—En esto, decido yo. Debe ir acostumbrándoles a su presencia. Ya me he cansado de ganar el cielo haciendo una obra de caridad. Le ruego que acepte ese trabajo. Debe empezar a convertirse en una persona nueva. Si no se atreve a ir, yo le acompañaré el primer día. Mañana vendré por aquí a…

»—Te explicas muy bien cuando quieres, maestro.

»—… las nueve de la noche, ¿de acuerdo?

»Nos miramos. Espero a que hable, pero sonríe tristemente, aparta sus ojos de los míos, los clava en el suelo y, finalmente, habla:

»—Sé que me arrepentiré por decírtelo, pero ¿qué iba a hacer una tía como yo con un muchacho que la trata tan bien… sino enamorarse?

»—Calle, calle… —digo.

»—Sí, me callo, me callo… ¿Por qué me mandas callar si te gusta oírlo… porque a ti también te gusto? ¡A ver, mírame a los ojos y niégalo!

»Echo a andar, alejándome.

»—Siempre huyendo… ¡Oh, Manuel, perdóname!

»Me paro, sin volverme.

»—¿Quiere dejar de atormentarse? —digo.

»—Me gustaría decirte: «Ven, entra en mi casa», pero no puedo, porque parecería que sólo te ofrezco lo que les ofrezco a los demás. Me gustaría besarte y cualquier otra mujer lo podría hacer, pero no yo…, ¡no Teresa, la puta sin apellido!

»—Teresa Altube —digo, aún de espaldas.

»—¿Cómo sabes…? —dice.

»Oigo sus pasos viniendo hacia mí y no me muevo. Cada vez están más cerca. Ahora la tengo delante. Trata de empinarse sobre la punta de sus pies, pero no se sostiene. Su mano derecha se prende de mi manga. Sólo su mano derecha y sin apenas rozarme. Ahora sí logra sostenerse de puntillas. Me besa en la boca, no hace más que rozar sus labios con los míos, y nada más que por un instante.

«Los socialistas están montando una biblioteca en su Casa del Pueblo.

»—La cultura es básica para hacer la revolución y usted lo ha de entender bien, señor maestro. Ya lo dijo nuestro fundador, Pablo Iglesias: «Las Casas del Pueblo han de ser verdaderos focos de instrucción y educación». ¿Ha oído usted hablar de Pablo Iglesias? —dice Eduardo Varela.

»—Sí, sí… Está claro que la cultura es necesaria para el desarrollo de los hombres, y ya que el mundo parece haber apostado por el progreso, bienvenida sea la cultura. Algunos, sin embargo, dudamos de los beneficios del progreso para el hombre —digo.

»—¿Cómo puede pensar usted que el progreso no es bueno? —dice uno que se llama José Pérez.

»—¿Acaso sus gentes de Getxo no necesitan del progreso, don Manuel? —dice Eduardo Varela.

»—No lo sé —digo.

»—Eso es pensar como un aldeano y usted no lo es —dice Eduardo Varela.

»—En Getxo, todos tenemos mentalidad de aldeanos —digo.

»—Las minas vascas y la gran industrialización de la ría han sido creadas por individuos que tienen palacios en Getxo sin tener mentalidad de aldeanos —dice José Pérez.

»—Es un fenómeno que aún no me explico y al que los míos y yo tendremos que dar una salida. Quiero decir que lo entendemos como parte de ese progreso que no nos gusta —digo.

»—¿Por qué? —dice Eduardo Varela.

»—Sí, ¿por qué? —dice José Pérez.

»—Somos un pueblo viejo. Creo que somos un pueblo demasiado viejo —digo.

»—Eso suena a queja —dice Eduardo Varela.

»—Nos guste o no, me guste o no, así somos. Todo pueblo tiene su personalidad y nosotros no nos sentimos superiores con la nuestra, pero defendemos con fuerza nuestra diferenciación, necesitamos mandarnos a nosotros mismos desde ella. Hasta ahora apenas habíamos salido de nosotros mismos, y es por ello por lo que no entendemos a esos vascos que se salen de la tradición para traer entre nosotros ese progreso tan demoledor… Sí, quizá fuera preferible que no fuéramos tan viejos aldeanos —digo.

»—Amigo don Manuel, si se queja tanto, ¿por qué no rompe con lo viejo y abraza lo nuevo?

»—Ahora soy yo quien les pregunta: ¿por qué?, ¿por qué lo íbamos a hacer? El progreso es un monstruo que se devora a sí mismo. Cada paso adelante deja atrás un desgarramiento. Ustedes están sufriendo el proceso industrial y necesitan remedios, necesitan del remedio de la revolución, y ésta, de la cultura, otro remedio. Nosotros, simplemente, no queremos empezar nuevos conflictos sólo remediables con recetas nuevas —digo.

»—Pero el progreso lo tienen encima, no pueden librarse de él —dice José Pérez.

»—Ustedes también tienen razón en esto —digo.

»—¿A qué se refiere usted, don Manuel? No podemos seguirle —dice Eduardo Varela.

»—El que los vascos no deseemos cambiar no significa que algunos de nosotros, posiblemente muy pocos, posiblemente yo solo (y no es presunción sino maldición), no dejemos de saber o presentir y, sobre todo, temer que el mundo se mueve hacia…, ¿qué importa hacia dónde se mueva?, el caso es que se mueve y esto es lo que los vascos tendremos que aceptar antes de que sea demasiado tarde… Y, mientras, los que sufrimos la fatalidad de haberlo descubierto, o el único que la sufre o cree sufrirla por suponer que ha descubierto lo que más tarde o más temprano será aceptado por los vascos, hemos de soportar esta espera sabiendo o sospechando que estamos cometiendo, como pueblo, una traición a la Historia o, al menos, a la historia que está aconteciendo demasía— (lo próxima, tan próxima a nosotros como ninguna otra historia hasta hoy, tan próxima que cualquier vasco medianamente objetivo (y, que yo sepa, sólo hay uno, y no es presunción sino…) descubriría que esta historia necesita de muchos remedios para que dejen de padecer injusticia tantos hombres que entregan su trabajo y, sobre todo, su orgullo y su dignidad a cambio de casi nada, que no sólo representan a esa clase obrera explotada a la que defienden ustedes, los socialistas, sino que son la clase obrera explotada, a la que ninguna conciencia medianamente sensible abandonaría a su suerte sin mover un dedo por ella… y por tantas cosas de aquí abandonadas a su suerte por nosotros… ¿Y cómo seguir viviendo, ¡Dios mío!, y cómo…?

»—¿Por qué no se sienta, don Manuel? ¿Se encuentra usted bien?, dice Eduardo Varela.

«Los frailes del convento son hermanos de la doctrina cristiana. Dan clases a niños pequeños, siempre que sus padres pertenezcan a la Sociedad León XIII.

»—¿Una interina? Sí, nos hace falta una interina. ¿Quién es? —dice el superior.

»—Es del pueblo y se llama Teresa —digo.

»—¿Teresa? ¿Teresa? —dice.

»—La que limpia la escuela —digo.

»—Ah —dice.

»Saca un gran pañuelo azul del bolsillo de su faldón y se suena. Me mira. Dobla lentamente el pañuelo y se lo guarda, sin dejar de mirarme.

»—Pesa sobre mis espaldas la responsabilidad del convento. Vivimos tiempos en que hay que pensarlo dos y tres veces antes de dar un solo paso, antes de tomar una decisión. Espero, don Manuel, que lo comprenda —dice.

»—¿Cuándo me podrá dar la respuesta?

»Saca de nuevo el pañuelo, ahora para secarse las manos.

»—El mal nos rodea y sólo nos salvaremos manteniéndonos alerta. No siempre es posible advertirlo y, por ello, cuando nos topamos con él sin ningún género de duda las buenas almas han de actuar prestamente. En tales circunstancias están de más las vacilaciones. Usted debe comprender que, en el caso que me plantea, mi respuesta no puede ser más que una —dice.

«—Las condiciones objetivas…, ¡ahora sí que se dan las condiciones objetivas! ¡Llegaron, Marcelo, llegaron! ¡Cuántos años de espera!, ¿eh? —dice Eduardo Varela.

»—Para hacer la revolución siempre existieron condiciones objetivas. Lo que os faltaba es decisión, coraje —dice Marcelo.

»—Cuando los teóricos del marxismo dan importancia a las condiciones objetivas es que… —dice Eduardo Varela, pero el otro le corta:

»—Si hace veintisiete años, cuando la primera gran huelga, con diez mil hombres en pie de guerra, no había condiciones objetivas…, ¡tú me dirás! ¡Cuántas ocasiones perdidas, ésa y otras!

»—Una revolución como Dios manda no es una revuelta —dice uno del grupo sentado a la mesa de la Casa del Pueblo.

»—¡Una buena revuelta puede crecer hasta hacerse revolución, si alguien lo quiere! —dice Marcelo.

»—Ustedes hablan hoy de lo que ocurrió aquí en mil ochocientos noventa —digo.

»—Usted no había nacido, don Manuel —dice Eduardo Varela.

»—Fue el año en que nació la hija de Isidora, según creo —digo.

»—Ah, sí, ella —dice Marcelo.

»—Pareció predestinada —dice Eduardo Varela.

»—¿Predestinada? —digo.

»—Sí, Isidora la tuvo en la calle, en plena manifestación masiva, en el momento culminante de la huelga. Resultó muy emocionante cuando Manolo alzó a la niña por encima de las cabezas y las miles de gargantas gritaron: «¡Viva la hija de la huelga!». Fue como si todos los trabajadores celebráramos el nacimiento de una nueva esperanza, un símbolo profético o algo parecido, una promesa de tiempos mejores para nosotros —dice Eduardo Varela.

»—¡La predestinada…! Ahí está, hecha una puta, tan jodida como todos nosotros —dice Marcelo.

»—¿Y el padre? —digo.

»—¿El padre? ¡Bueno! —dice Marcelo.

»—Roque era de Getxo… ¿Lo conoce usted? —dice Eduardo Varela.

»Asiento con la cabeza.

»—¿Qué ha sido de él?

»—Se casó con quien no debía y sufre una situación infortunada.

»—Así pues, usted no aprueba que no se casara con la minera…

»—No se trata de eso. Me refería a una especie de maldición con la que hemos de convivir los de Getxo. Al menos, algunos de nosotros…

»Me miran.

»—Pero sí, Roque no debió comportarse tan mal con esa muchacha digo.

»—Fue una canallada. Destruyó a Isidora —dice Marcelo.

»—Pero ella tampoco puso nada de su parte, tampoco le ayudó, tampoco le comprendió…

»—¿Qué había de comprender?

»Marcelo se levanta y sale del cuarto con las mandíbulas apretadas.

»—Pasó hace un cuarto de siglo, pero sigue fresco en su recuerdo. Roque y él se disputaban a Isidora —dice Eduardo Varela.

»—No debí decirlo.

»—¿Qué había de comprender? ¿Que a Roque la familia no le dejó casarse con una maketa?

»—No, no, no es eso… Bueno, es algo mucho más que eso, algo que desplaza hacia ella el cincuenta por ciento de la responsabilidad…

»Hago una seña a Eduardo Varela y bajamos a la plaza.

»—¿Cómo se comportó él aquí en aquellos meses? —digo.

»—¿Cómo le diría yo, don Manuel? Impermeable… ¡Eso, impermeable! Vivió entre nosotros, nos oyó hablar, incluso nos acompañó en las manifestaciones, parecía un luchador más…, pero sólo veía a Isidora, nada más que a Isidora —dice Eduardo Varela.

»Paseamos.

»—Dios mío, no se enteró de nada —digo.

»—¿Eh? ¡Ah, sí!, de nada, no se enteró de nada.

»—El problema no es la diferencia de ideología. Es más hondo, más irreconciliable. Roque no pudo hacer más que lo que hizo. Ninguno de nosotros puede o podrá hacer otra cosa.

»—¿Nosotros? ¿Usted se refiere… a ustedes?

»—¿Y el estar condenados a no tener opción significa que somos inocentes?

»—¿Inocentes? ¿De qué? No le entiendo. Me paso la vida no entendiéndole.

»Eduardo Varela se ha parado. Yo no. Echa a andar para seguirme.

»—Hubo dos decisiones: una, de ella otra, de él. Esto debe quedar claro. Y también que la separación de la pareja no sólo llevó la desgracia a Isidora: hoy Roque es un hombre destruido. Es como si ni a ella ni a él les hubieran bastado sus respectivas fes. Lo que parece señalar que estas fes no eran tan importantes en sus vidas, que no son tan importantes, en general… Sin embargo, sus casos no son idénticos… Dígame: ¿puede ser una fe el socialismo? —digo.

»—Sí.

»—Pero la adhesión al socialismo se produce a través de un razonamiento, son unos hombres quienes deben revelárselo a otros. Por el contrario, Roque nació siendo ya una misma cosa con la tierra… Son dos clases de fe, la de Roque absolutamente irreemplazable.

»—El socialismo no es sólo una manera de pensar o una fe en la justicia social, sino un modo distinto de ser hombre. Hoy, todavía, sólo unos pocos son de esa nueva raza, pero cuando el socialismo se halle tan presente en las sociedades nuevas como la tierra en las viejas, los niños nacerán siendo una misma cosa con el socialismo, el socialismo será una fe absolutamente irreemplazable.

»—¿Y poseía Isidora esa fe?

»—Sí.

»—Pero no le bastó.

»—Tampoco a Roque la suya, según cuenta usted.

»—No, tampoco a él… ¡Ah, no!, su caso no es el mismo, ¡de ninguna manera! A él, la tierra le habría salvado…, pero se la arrebató esa maldición con la que hemos de convivir los de Getxo. Le privaron de la tierra, de la fe. ¿Puede decirse de Isidora algo semejante? ¿Quién le arrebató su socialismo?

»Eduardo Varela mueve la cabeza y sonríe.

»—Curiosa y tremenda discusión la nuestra… ¡Un forcejeo entre fes!

»—Pasemos a otra cosa, si es que no tiene que regresar…

»—Ya seguiré hablando con ellos más tarde de las condiciones objetivas que deben darse para hacer la revolución…

»—Y yo, pendiente de lo que ocurrió hace un cuarto de siglo…

»—Su condición de madre soltera transformó a Isidora. No es fácil para una muchacha…

»—Pero se quedó en la fe que había elegido…

»—Esta fe también se volvió contra ella.

»—¿Quiere decirme que tampoco en el socialismo encontró refugio? ¿Quiere decir que la moral socialista no se diferencia de la moral que tenemos en Getxo?

»—No es lo mismo moral de los socialistas que moral socialista. Le advertí, don Manuel, que el socialismo aún no está presente en la mayoría de los socialistas. La moral burguesa no sólo manda sino que impregna. Hace falta tiempo, tiempo… Escuche: ni siquiera Marcelo quiso unirse a ella y correr su suerte, y eso que quería de verdad a la chica. Pero aquella hija no era suya. ¿Le habría aceptado Isidora? Es lo de menos: Marcelo no dio un solo paso. Todo el mundo volvió la espalda a Isidora. Bueno, yo sí permanecí a su lado…, porque el socialismo llevaba en mí más tiempo que en los otros, era, ya, mi moral, era como la tierra para ustedes, los de Getxo.

»—Dios mío…

»—¿Decía usted algo?

»Silencio. Damos una vuelta entera a la plaza sin hablar.

»—Teresa se ha puesto a trabajar de interina. Limpia mis dos horas de escuela a los mineros. ¿Se necesita en la Casa del Pueblo…?

»Eduardo Varela me observa fijamente.

»—Usted, don Manuel, nos está dando una buena lección a los socialistas —dice.

«—Te quiero, Manuel —dice Teresa.

»—Calle, calle… —digo.

»—Te juro que te quiero.

»—No complique su vida más de lo que ya está.

»—¡Me crees! ¡Me crees!

»—No, no le creo. Usted sólo está un poco agradecida. No debe confundir las cosas.

»—¡Te quiero! ¡Te quiero! Nadie como una puta para saber cuándo está enamorada.

»—Calle, calle…

»Abro la puerta de la escuela.

»—¿Por qué te marchas, como siempre?

»—Este empleo suyo está en el aire, y si la gente ve que yo me quedo aquí mucho tiempo…

»—¿A quién le tienes miedo, a ellos o a mí?

»—Me marcho, nadie debe echarle nada en cara. ¿Es que no le importa volver a su vida de antes?

»—Antes no esperaba nada y era más feliz…

»Barre con movimientos muertos. Doy varios pasos más hacia fuera y de pronto Teresa suelta la escoba y se me acerca corriendo y sus dedos agarran mi ropa.

»—¿Por qué me elegiste a mí?, ¿por qué viniste con tu paquete a mi puerta y no a otra?, ¿cuándo me habías conocido?, ¿cuándo me habías visto? ¡Necesito oírte que fueron mis ojos o mi pelo o mi cuello o mis piernas o mis labios lo que te trajo a mí!

»—Por favor, tengo que irme.

»—¿Para qué me quieres santa y buena?

»—Lo bueno siempre es mejor que lo malo.

»—No hables como un tonto, que tú no eres tonto… ¿Estoy yo detrás de lo que haces?

»—Le aseguro, Teresa, que sí está usted.

»—Entonces, Manuel, ¿te gusto, aunque sea un poco?

»—Creo que eres una muchacha hermosa.

»—No pareces estar muy seguro… ¿Es que nunca te comprometes en serio con nada?

»—Quiero lo mejor para ti.

»—¿Por qué?, ¿por qué? ¡Eso es lo único que me interesa saber! Tratar contigo es como tratar con una piedra. ¿Eres tan… tan cortado, o hay algo más detrás de todo esto?

»La tomo de los hombros.

»—Escuche: usted está en el centro de todo.

»—¿Lo haces por ti mismo o porque alguien te lo manda?

»—¿Quién me lo iba a mandar?

»—No sé… Dios, el Papa, tu propia bondad…, ¡pero no tú mismo por mí misma! Oye, ¿te molesta que te quiera?

»Mis manos la sueltan.

»—Dios mío, es lo último que podía esperar…

»—Desde que te conozco, son las primeras palabras que te salen del alma, la primera vez que no te pones careta… Pero me quedo triste, no te has alegrado de lo que yo siento por ti…

»De un manotazo aparta el pelo de su rostro.

»—¿Es que no sabes que ocurren estas cosas? ¿De qué mundo sales, hijo mío? —dice.

»—Lo siento…

»—¡Pues yo no lo siento!

»—Es tarde. Debo irme.

»—Acompáñame a casa. Me da miedo regresar sola.

»—¿Acompañarla?

»—¿Por qué repites todo lo que digo, como un tonto que vive en Babia? Acabo en unos minutos.

»—La espero fuera.

»—Sí, hijo, que no te vayan a echar de La Arboleda por escándalo.

«Muchas de las horas del pueblo están marcadas por los estampidos de los barrenos de las minas.

»Gritan mujeres y don Juan y yo salimos a la plaza. Los cuerpos de dos mineros son transportados por sus compañeros, dejando un reguero de sangre en el suelo.

»—No llegarán vivos al hospital —dice alguien.

»—Es un mal trabajo, pero ellos tampoco ponen el debido cuidado dice don Juan.

«Le quito a Teresa la escoba de las manos, la cojo del brazo y la llevo escaleras arriba.

»—¿Qué pasa? ¿Me raptas? ¡Qué bien!

»En el cuartito están reunidos los del comité socialista de La Arboleda con Facundo Perezagua. Entro con Teresa y pregunto con la mirada a Eduardo Varela, y él con otra mirada me dice que está bien. Siento a Teresa en una silla junto a la puerta.

»—¿Pero…? —dice Teresa.

»La hago callar con un gesto. Perezagua, que estaba hablando, también calla para mirarnos a Teresa y a mí, sobre todo a Teresa, y ahora sigue:

»—… Bueno, y así está la cosa, compañeros. Se suceden los gobiernos y ninguna de las medidas que toman logra frenar la subida de los precios. Los bolsillos de la clase trabajadora no pueden soportar semejante sangría y el ciudadano de este país está a punto de explotar… y los socialistas debemos ponernos a la cabeza de este gran movimiento de protesta. Diariamente el Estado monárquico nos da pruebas de su falta de autoridad para controlar la situación… y las víctimas de esta ineficacia son siempre las capas bajas de la sociedad. Pequeñas y medianas huelgas se producen a lo largo y ancho del País Vasco, una de las fuerzas en que ha de apoyarse la gran protesta inminente y generalizada. Y el primer protagonista ha de ser el sindicalismo. ¡Los sindicatos de clase están llamados por la Historia a ser los motores de la revolución! Amigos, lo que está a punto de estallar dejará pequeña a la gran huelga de diciembre que, según Prieto, no pasó de ser una broma, un «paro del Viernes Santo», según sus propias palabras…

»Me inclino para susurrarle a Teresa:

»—¿Ya te das cuenta?

»—¿De qué tengo que darme cuenta?

»—De lo que dice.

»—¿Y qué dice? ¿A mí qué me importa lo que dice?

»Dice ahora Facundo Perezagua:

»—Nuestras actuales buenas relaciones con la CNT fructificarán en acciones conjuntas. Y esta unión de la UGT con la CNT, compañeros, es la mejor demostración de que la clase obrera se unirá en las vísperas de los grandes momentos históricos, y el que se avecina, compañeros, es uno de estos momentos…

»Le toco a Teresa en un hombro.

»—¿Qué te parece?

»—¿Qué me parece… el qué?

»—Lo que dice.

»—Me aburro como una ostra y tengo que acabar de limpiar esta casa.

«—Con lo que saco de interina en la escuela, en la Casa del Pueblo y en la pensión de doña Beatriz, ya tengo para comer. Ahora sí que ya no me hacen falta tus paquetes. Sólo me haces falta tú —dice Teresa.

«—No sólo no nos molesta la presencia de esa chica en nuestras reuniones, sino que nos alegra que las mujeres empiecen a mostrar interés en organizarse con nosotros —dice José Pérez.

»—¿Ella se lo pidió, don Manuel? —dice Eduardo Varela.

»—Bueno, no… No precisamente… Ya sabe cómo son estas cosas…, hay que empezar para que aparezca el interés.

»—¿Y ahora le nota usted interés?

»—Acabará comprendiendo que le corresponde estar junto a ustedes.

»—Es curioso que sea usted el que lo diga.

»—Ella pertenece a las minas y aún no lo sabe. Ha de tomar conciencia de…

»—¿Acepta usted el socialismo hasta ese punto, don Manuel?

»—No se trata de eso…

«—Los pobres nos tenemos que ayudar unos a otros, sí, señor. Si fuera así, mejor andaría el mundo. ¿Tenía yo necesidad de ayudar a esa chica? ¡No! Hasta hoy, gracias a Dios, me he valido por mí misma, con mis propias manos he sacado mi pensión adelante y creo que me quedan fuerzas para tirar algún año más. Pero usted me habla de esa chica y yo le digo: «Tráigala», y la cojo de interina (dos horas diarias, a veinte céntimos la hora) y me quedo pero que muy ancha sabiendo que ella necesitaba el trabajo más que otra para no volver a las andadas (¡lo que usted hace por ella, don Manuel, sólo lo haría un santo!), porque a mí, de momento, no me hacía falta ninguna interina, pero era cuestión de salvar a esa loca de la perdición, ¡y se hace y ya está!, sin esperar un agradecimiento, ni de ella ni de nadie, y usted tampoco lo espere, como no sean disgustos y malas sospechas, que a ver por qué la Beatriz la mete en su casa, ¡lo que no pensarán algunos!, y usted tampoco vaya tranquilo por la vida, don Manuel, porque ya he oído cosas y yo he tenido que defenderle de las malas lenguas, que si el maestro anda detrás de la Teresa y la quiere para sí solo y por eso busca retirarla del asunto… —dice doña Beatriz.

«—¿Tiene usted delantales de mujer? —digo.

»—Sí, un buen surtido —dice Bernabé.

»—Quiero uno, oscuro.

»—Éste le sentará bien a Teresa… Bueno, ejem, ya sabe usted cómo son los pueblos… ¿Quiere algo más, don Manuel? Usted es el primer cliente que entra hoy, y es casi mediodía. Me pregunto cómo se sostiene la gente sin comer. ¡No hay un real en toda La Arboleda! ¿Cuándo se va a arreglar esto? Cada cliente, una deuda, una cuenta pendiente, y ya no puedo seguir fiando. ¡Me deben más que los géneros que guardo en la tienda! Llevo meses alimentando gratis a medio pueblo. ¡La ruina!… ¿Se lo envuelvo? Le gustará a… ¡ejem! —dice Bernabé.

«Tengo de nuevo a Teresa sentada junto a la puerta del cuartito. Alrededor de la mesa, los socialistas escuchan a Facundo Perezagua, que ha venido de Bilbao con noticias.

»—UGT y CNT acaban de firmar un manifiesto anunciando una nueva huelga general…

»—Esta vez parece que la cosa va en serio —dice uno.

»—¿Se dan las condiciones objetivas? —dice Marcelo.

»—Un poco más de respeto —dice Eduardo Varela dándole un codazo.

»Me inclino sobre Teresa.

»—¿Qué te parece? —digo.

»—¿El qué? —dice.

»—Lo del manifiesto.

»—¿Qué es un manifiesto?

»Sigue Perezagua:

»—Tengo el texto en mi poder. Es una advertencia muy bien redactada que causará su efecto. Y lo más serio e importante de todo es que brota de una exigencia de toda la clase obrera…

»Digo a Teresa:

»—De toda la clase obrera.

»Me mira y se encoge de hombros.

»Dice Perezagua:

»—Leo: «Con el fin de obligar a las clases dominantes a aquellos cambios fundamentales del sistema…».

»Digo a Teresa:

»—Cambios. Hay que cambiar muchas cosas en las minas, ¿no cree?

»Dice Perezagua:

»—«… que garanticen al pueblo el mínimo de las condiciones decorosas de vida…».

»Digo a Teresa:

»—¿Vive usted en unas condiciones decorosas?

»—Si me quitases las sentadas en este cuarto, sería feliz —dice Teresa.

»Dice Perezagua:

»—«… y de desarrollo de sus actividades emancipadoras.».

»Digo a Teresa:

»—¿No quiere salir de la miseria?

»—¿Para qué, si tú has venido a ella y estamos juntos?

»Me mira con ojos chispeantes. Quiere cogerme la mano y yo la retiro.

»—¿Carece de dignidad? ¿Nunca se rebelará contra los que la oprimen? —digo.

«Doña Beatriz me dice:

»—Ahí abajo la tiene.

»Me asomo a la ventana. Sí, ahí está Teresa, mirando hacia arriba. Me hace un gesto para que baje.

»—Está muy guapa con los trapitos de domingo que se ha puesto —dice doña Beatriz cuando paso a su lado.

»—Hola.

»—Hola.

»—No sé por qué no vamos a pasear nosotros en una tarde de domingo, como las demás parejas —dice Teresa.

»—¿Pasear? ¿Parejas? —digo.

»—A lo mejor, lo único que nos falta para ser una pareja es pasear juntos.

»—No sabe lo que dice…

»—Sé muy bien lo que digo. Y tú también sabes que sé muy bien lo que digo. Desde tu llegada a La Arboleda me has protegido como a una niña tonta, y sólo los hombres enamorados hacen cosas así. Estás por mí, maestro, y no lo entiendo, pero estás por mí.

»—Ha hecho usted mal viniendo…

»—Yo te daré el valor que te falta para pasear conmigo por la plaza… Porque es eso, ¿verdad? Te avergüenzas de que te vean conmigo… ¿Echamos a andar?

»Su mirada me invita, pero no me muevo. Suspira y me agarra del brazo y tira suavemente de él.

»—Vamos, vamos… —dice.

»Y luego:

»—Doña Beatriz no nos quita ojo desde arriba.

»Empezamos a andar y damos juntos varios pasos, pero me paro a la entrada de la plaza.

»—¡Eres imposible! ¿Quién te entiende a ti, hijo? ¿Para qué quieres hacer de mí una mujer presentable? Me has dado un trabajo decente y se me empieza a mirar de otra forma. Esto te tiene que gustar, ¿no? Dime que lo haces para estar conmigo sin avergonzarte de mí, dime algo que me ponga contenta…

»—Yo nunca me he avergonzado de usted —digo.

»—¡Y el «usted»! ¡«Usted», «usted», «usted»…! ¿Tan vieja me ves que no puedes tutearme? Mira, Manolo: quiero dejar arregladas ahora misino dos cosas… Si no me tuteas y si no paseamos tú y yo por la plaza, no cuentes conmigo para las reuniones de los socialistas. No y no.

»Nos miramos.

»—¿Tanto te cuesta decirme «tú»? Bien, al menos, empecemos a dar vueltas a la plaza…

»—¿Por qué ha de mezclar una cosa con otra? Dios mío, ¿por qué las mujeres siempre…? —digo.

»—¿Mezclar? —dice Teresa.

»—¿Por qué uno no puede ayudar a una mujer sin que…?

»—Oye, ¿dónde escondías ese genio? ¿Tanta rabia te da estar enamorado de mí?

»—¡Déjeme en paz! Por Dios, por Dios…

»Teresa me da la espalda y se aleja corriendo.

«A través de los cristales de la escuela la veo venir.

«—Mañana, más —digo a los ocho mineros.

»—Adiós, don Manuel.

»Entra Teresa. Silencio. No me mira. Coge sus trastos y se pone a limpiar. Salgo afuera. La sigo oyendo. Ha venido. Ha venido.

«—¿Por qué no sube la chica en estas últimas semanas, don Manuel? Nos habíamos acostumbrado a ella —dice Eduardo Varela.

»—Estará bordando un cojín para su silla —digo.

»Ahí está la silla, vacía, junto a la puerta. Nunca la ocupa nadie.

»—Está claro que nuestra causa no le ha tocado el corazón, a pesar de que por sus venas corre sangre… Le aburríamos y no volverá —dice Eduardo Varela.

»—Sí que volverá, aunque algunos no lo queremos. ¿Sabéis lo que hace con esa silla cuando limpia este cuarto? La deja en el mismo sitio, como diciendo: «Eh, que nadie me la quite». Volverá la muy… —dice Marcelo.

»—¡Pues es verdad lo de la silla! —dice uno de los socialistas.

»—Pero que nadie se haga ilusiones. Aunque venga, nunca será como la otra. ¿Lo oís bien? ¡Nunca será como la otra! Se me revuelven las tripas cuando la veo —dice Marcelo.

»—Me recuerda a Roque, es decir, a su… ¡Siempre tan lejos de lo que hacíamos los socialistas ante sus mismas narices! ¡Qué tiempos aquellos! —dice Eduardo Varela.

»—No puede dejar de venir —digo.

»—¡Vaya! ¿Por qué? —dice Marcelo.

»—No, no puede dejar de venir —digo.

»—¡Coño! ¿Por qué no puede dejar de venir?

«Nadie más que Teresa ha podido quitar la silla de donde estaba. Ahora está mezclada entre las otras.

«—Mal día has elegido para hacer las paces, maestro. Has venido a eso, ¿verdad? —dice Teresa.

»—Escuche… —digo.

»—Escucha tú. De pronto he visto lo que quieres hacer conmigo… ¡y no lo aguanto! ¡Quieres que sea como mi madre! ¡Quieres meterme el socialismo con embudo! ¿Pues sabes lo que te digo? Te digo que ¡jay!, que te vayas a otra con ese hueso —dice Teresa.

»—Escucha…, escucha…

»Da un portazo y se queda dentro de la casa y yo fuera. Llamo con los nudillos. Nada. Llamo otra vez. Doy la vuelta y me marcho.

»—¿Qué quieres? —oigo a Teresa.

»La veo en el umbral. Regreso.

»—Tu abuelo era un minero al que una vagoneta cortó las dos piernas y el patrono se lo agradeció con cuarenta duros y habría muerto de hambre de no haber sido por tu madre, mientras el patrono consuma un palacio en la zona aristocrática de Getxo, fundaba bancos y compraba más y más esclavos… ¿no te importa que en el mundo haya tanta injusticia, que tú y todos los que te rodean viváis de jornales humillantes, explotados por los dueños del poder y del dinero?

»Me mira. Deja el umbral y se me acerca haciendo gestos y midiéndome de la cabeza a los pies.

»—¡Tú hablándome de revolución! ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Que no es lo luyo, maestro, que no es lo tuyo! ¡Me troncho de risa cuando te veo con esos de la Casa del Pueblo! ¡Pobre maestro, cuánto sacrificio para que la Teresa se haga una buena chica! ¡Porque todo lo haces por mí! Qué bien suena, ¿verdad?: ¡todo lo haces por mí!… ¡Otras cosas tendrías que hacer por mí, comediante!

»—Así es y te lo dije: todo lo hago por ti.

»—¡No quiero ser socialista! ¿Qué saco con ello? Mi madre era mi madre y yo soy yo. No quiero ser como aquella mujer llamada Isidora a la que tan mal trató la vida. Desde muy pequeña estoy leyendo en los ojos de todos que yo tenía que ser como ella… ¡Ah, tu madre, tu madre, vaya mujer tu madre! ¡Y ahora llegas tú y me vienes con lo mismo! —dice Teresa.

»—Cada uno de nosotros debe ser fiel al grupo al que pertenece. Yo soy de Getxo. Tú, de La Arboleda. —Me siento en una piedra—. En La Arboleda están las minas y en las minas hay injusticia. En Getxo tenemos muchos caseríos y cada familia vive en uno y es dueña de la tierra que trabaja. Si cada familia de aquí tuviera una mina y la trabajara, no habría injusticia, porque cada familia sería, a la vez, patrón y obrero, como en Getxo. Pero ocurre que las minas no pertenecen a los que las trabajan, de modo que hay un patrón y muchos obreros, y además el mineral es tan ingratamente duro que no se le puede querer como se quiere a la tierra. Y los mineros reciben del patrón trato de esclavos y, tarde o temprano, protestan, se rebelan, claman justicia, y a veces el patrón les concede algo de lo que piden si han sabido mostrarse fuertes durante horas o días, aunque a la larga siempre pierden, pero al menos han salvado su dignidad, que es lo único que en realidad deseaban salvar con su rebeldía, porque no se puede vivir sin dignidad… —digo.

»—Te lo dije una vez: no hablas mucho, pero ¡cuando te pones!… Qué pronto te han convencido los socialistas de todo eso… —dice Teresa.

»—Lo sabía antes de venir aquí.

»—¿Ya lo sabías en Getxo?

»—Sí.

»—¿Cómo lo sabías?

»—Pensando, leyendo cosas aquí y allá.

»—¿Y creías en ello?

»—No es muy diferente el Evangelio.

»Teresa calla y sólo me mira.

»—No se puede vivir sin dignidad —digo.

»Teresa se sienta en una piedra frente a la mía, apoya los codos en las rodillas y su barbilla en sus manos y clava sus ojos en mí, sin pestañear.

»—No se puede vivir sin dignidad… Sigue —dice.

»—Todos los hombres somos iguales y en las viejas sociedades esto se cumplía…, quiero creerlo. Pero no en las sociedades modernas, donde el tener o no dinero, el tener o no poder determinan si a un hombre le corresponde ser amo o siervo.

»Teresa escucha como una estatua de quieta. Y espera más.

»—Tanto el siervo como el pobre son pobres, pero uno y otro no son la misma cosa. El siervo ha perdido su dignidad, pero un pobre puede seguir siendo digno. Los mineros que te rodean son siervos. Pobres, por ejemplo, somos nosotros, los de Getxo, pero nadie nos ha quitado la dignidad.

»—¿Por qué? —dice Teresa.

»—La tierra, la tierra. En Getxo poseemos la tierra que trabajamos, cada familia del campo posee su casa y su tierra. Y si no se poseen es lo mismo, porque el precio del subarriendo es simplemente testimonial, porque allí el dueño de la tierra no explota al inquilino; más bien, se avergüenza de no trabajar su propia tierra. Porque allí es la tierra la que prevalece y lo nivela todo.

»—Pues vámonos tú y yo a vivir a Getxo, que aquello debe de ser pura gloria. ¿Por qué pones esa cara? —dice Teresa.

»—Dignidad. Es decir, libertad… —digo.

»—Espera, espera… Oye, no entiendo… Si quieres que me haga socialista es para que me quede en La Arboleda. ¿Es que tú también te quedarás? —dice Teresa.

»—Cada uno debe vivir en el lugar al que pertenece. Y si alguien se siente ajeno a su lugar es que algo no se ha cumplido y entonces hay que tratar de arreglarlo.

»—Y aquí entras tú.

»—Dignidad. Es decir, libertad —digo.

»—Espera, espera… Ya ves que no te araño porque quieras salvarme. ¿Sabes lo que pensaría si pensara mal? Pues pensaría que vas a abandonarme después de haberme salvado y que por eso te empeñas en hacerme socialista, para que no me sienta luego tan sola…

»Se pone en pie y se me acerca. Sólo tiene que dar tres pasos para que su falda casi roce mi cara. Su mano se posa en mi cabeza y la acaricia. Su cuerpo desciende lentamente hasta quedar de rodillas, su rostro a la altura del mío. Separa mis rodillas para acercarse más, y así puede besarme. En la boca. Yo no la evito. Nos miramos. Sus ojos se llenan de lágrimas.

»—Quiero que me digas si hago bien o mal —dice.

»Silencio.

»—Que me digas si yo… yo… tengo derecho a… Si alguien que ha sido lo que yo he sido tiene derecho a… ¡Dios!, ¿cómo debo ser contigo?

»—Esto no tenía que haber pasado —digo.

»—¡Pero ha pasado!

»—Quiero ayudarte. Lo que más necesito en este mundo es ayudarle —digo.

»—¡Pues ayúdame!, ¡dime lo que debo hacer!, ¡dime de una vez lo que yo sé que sientes por mí!

»—Déjame ayudarte.

»—¡Si te estoy dejando! Bésame…

»Teresa espera con el rostro adelantado e inmóvil a dos palmos del mío.

»—Lo que más quiero en este mundo es ayudarte —digo.

»Teresa calla, sólo espera. Le cae de cada ojo por sus mejillas un hilo húmedo. Ahora, por fin, se mueve, se levanta. Coge mi mano y tira de mí y me conduce a la casucha y entramos y cierra la puerta, y se para y otra vez pone su rostro a dos palmos del mío.

»—Aquí no te ve nadie —dice Teresa.

»Adelanto mi cara y la beso. En los labios. En los labios.

»—¿Me has besado ya? —dice Teresa.

»—No te he besado. Esto no tenía que haber ocurrido —digo.

»—¡Me has besado!

»Me echa los brazos al cuello y su cuerpo se aprieta contra el mío.

»—¿No te importa que te abrace una chica como yo? ¡Joder!, ¿por qué no me abrazas para decirme que puedo abrazarte?

»—Esto no tenía que haber ocurrido…

»Ella misma lleva mis brazos alrededor de su cintura. Su carne. Su carne.

»—Ven —dice.

»Mis piernas tocan el borde del camastro.

»—Ven —dice Teresa.

»—Esto no tenía que… —digo.

»Teresa me tapa la boca con su mano. Se la aparto.

»—Vine para ayudarte —digo.

»—Nadie podría hacer más por mí —dice Teresa.

»—¡No! Dignidad. Es decir, libertad…

»—No empieces, maestro.

»La aparto del todo. Ahora la estoy mirando desde la otra pared.

»—Dignidad. Es decir, libertad…

»Teresa se pone en jarras.

»—Oye, los de Getxo sois todos medio curas, ¿verdad? —dice.

«—Suba usted conmigo, que hay noticias. Ahora sí que parece que se empiezan a hacer las cosas como deben hacerse para armar una gorda —dice Marcelo.

»En el cuartito de los socialistas están los de siempre.

»—Siéntese, don Manuel —dice Eduardo Varela.

»Marcelo también se sienta. Hay papeles y periódicos sobre la mesa.

»—Si la revolución ha de arrancar de una situación general de miseria, de una explotación acentuada de las clases trabajadoras, de una represión descarada del poder burgués…, pues entonces…

»—El pueblo está pidiendo decisión a los dirigentes de la izquierda.

»—El pueblo está harto.

»—En cuanto te ven, te agarran de las ropas y te preguntan: «¿Cuándo?, ¿cuándo?», y te rodean y te obligan a hablar, a que les digas qué planes tenemos los socialistas y, sobre todo, cuándo… «Los socialistas lleváis hablando demasiado tiempo; demostradnos de una vez que sois capaces de ayudarnos…», y cuando se les pregunta si podemos contar con ellos, dicen: «¿Por qué no, si estamos hasta los cojones?».

»Dice ahora Eduardo Varela:

»—¿Estamos viviendo una situación prerrevolucionaria o una protesta laboral más?

»—Siempre deberían ser una misma cosa —dice Marcelo.

»—La prensa burguesa repite machaconamente que la izquierda se ha lanzado abiertamente a la revolución, y el país está asustado. La verdad es que algo se ha puesto en marcha y nadie sabe hasta dónde llegará… Estos procesos son difícilmente controlables. Quiero decir que las vanguardias políticas se suelen ver desbordadas por las propias mechas que encendieron —dice Eduardo Varela.

»Marcelo coge un periódico y me lo pasa.

»—Lea aquí —dice.

»Es El Socialista del día veinticinco de mayo pasado. El artículo se titula «Prevenimos al Gobierno». Lo leo. Es una advertencia en toda regla al poder, la seria notificación del disgusto de unas masas sufrientes que exigen mejoras económicas, justicia social, un cambio…

»—Así están las cosas… ¿Qué le parece? —dice Marcelo.

»—Y lo mismo ocurre con los recientes comunicados del Sindicato Minero y del Sindicato Metalúrgico, ambos de carácter marcadamente revolucionario. Además, el Sindicato Metalúrgico acaba de reclamar un veinte por ciento de aumento salarial y la reducción de diez horas y media a nueve de la jornada de trabajo —dice Eduardo Varela.

»—La cosa está que arde.

»—Lo que está caliente debe arder.

»—No se nos irá de las manos.

»—¡El pueblo al poder!

»Digo:

»—Suspendan sólo un momento la reunión, no digan cosas importantes, regreso en un salto.

»Se callan y salgo. Teresa está limpiando el piso bajo.

»—Ven.

»—No he dejado de pensar en lo nuestro y pienso que haces lo que haces porque me quieres mucho —dice Teresa.

»—Bien, bien, pero sube conmigo.

»Le tomo de la mano y tiro de ella escaleras arriba.

»—Me quieres tanto que me respetas como a una reina —dice.

»—Calla…

»Los socialistas le tienen preparada a Teresa su silla.

»—Luego me quedaré el tiempo que pierda aquí —les dice Teresa.

»—Aquí no pierdes el tiempo sino que lo ganas —digo.

»—¡Mira que a mi edad viniendo a la escuela! —dice Teresa.

»—Pueden seguir hablando —digo a los socialistas.

«Veintidós de junio. Es el concurso anual de mineros-barreneros. En el gran corro que se ha formado en la plaza está todo el pueblo.

»—¿Tanto te gusta? —digo a Teresa.

»—Lo que me gusta es venir contigo. ¡Con lo que me ha costado que me vean a tu lado en la plaza! —dice Teresa.

»Quiere cogerse de mi brazo, pero no le dejo.

»—No había venido desde niña —dice.

»—Pues de ahora en adelante vendrás siempre porque ya eres uno de ellos —digo.

»—Y tú, conmigo.

»—Sí, sí. Pero lo importante es que te sientas uno de ellos.

»—No, lo importante es que me sienta tuya —dice Teresa.

»He de retirar de nuevo mi brazo para que no me lo coja.

»Cada uno de los seis barreneros se ha colocado frente a una peña. Empuñan barras de acero de dos metros, con punta en bisel. Les dan la señal y empiezan. Atacan la peña como la atacan en la mina, barrenándola para abrir el agujero destinado a los cartuchos de dinamita. Es un trabajo duro, son pocos los buenos barreneros y ganan más que ningún otro minero. Unos resoplan como bueyes; otros no desperdician ni el aire. Los seis odian esas peñas de la mina. Si fueran de tierra de labrar, no las odiarían.

»—Ganará Juan —dice el tendero Bernabé.

»El premio es de quinientas pesetas. Bernabé lleva un mes alimentando por su cuenta a Juan, y Juan lleva todo ese mes sin trabajar, con permiso del patrón, fortaleciéndose con el descanso y la comida de Bernabé.

»—Ganará Juan, el mío —dice el tendero.

»Desde hace un mes la gente está hablando del minero que protege Bernabé, y va a su mostrador a saber noticias, y así le hace compras. Bernabé es un buen comerciante.

»El tiempo se acaba a los veinte minutos. Se mide la profundidad de los agujeros. Hay uno de cincuenta y tres pulgadas. No es el de Juan, que tiene cuarenta y nueve. El año que viene Bernabé alimentará a otro barrenero.

»—¿Conocías estos trabajos de las minas?, ¿conocías las minas? —digo.

»—Iba a ellas de pequeña, acompañando a mi madre a sacar unos céntimos recogiendo desperdicios —dice Teresa.

»—¿Y eso os daba para comer?

»—No.

»—¿Y no conservas de entonces un sentimiento de rencor?

»—Lo que guardo es un recuerdo de hambre. Por eso me hice puta.

»—No lo repitas más, es como si te gustara mencionarlo.

»—Ahora, con nuestro amor, es cuando me hace llorar —dice Teresa cogiendo mi mano.

»Ya estamos frente a su casucha.

»—Entra y comemos juntos. Hoy es fiesta. He preparado cocido de alubias con chorizo y morcilla, pensando en ti —dice Teresa.

»—No puede ser, no debe ser —digo.

»—¿Cuándo vas a dejar de ser tan frailón? ¿Es pecado que un hombre y una mujer coman juntos alubias?

»—¿Es que no lo comprendes? Solos, bajo el mismo techo…

»—No me importa lo que piensen otros, lo único que me importa es lo que pienses tú, y tú no quieres entrar en mi casa ni siquiera a comer alubias.

»—En Getxo no está bien visto hacer estas cosas y estoy seguro de que aquí tampoco.

»Tengo a Teresa delante. Me mira, me mira, me mira…

»—De hoy no pasa… Quiero oírte decir que me quieres. ¿Me quieres? Nunca me lo has dicho, siempre lo he dicho yo por ti —dice.

»Sus ojos.

»—¿Es que no vas a hablar? —dice.

»Sus ojos.

»—¿Sabes por qué quiero que me lo digas? Porque tú nunca mientes dice.

»Se empina y me besa y es como si me besaran los ojos.

»—Te quiero —digo.

»El inútil lenguaje pesa sobre el hombre.

«Ha terminado el curso en la escuela.

»—Ya tenía ganas de tenerte tres meses seguidos en casa. Aunque esa mujer de la pensión no te alimentaba mal, en casa comerás con más fuste y se te quitará esa cara de hambre de maestro de escuela —me dice la madre.

»—Doña Beatriz ha sido casi una madre para mí —digo.

»—Madre no hay más que una: yo —dice la madre.

»—Tienes celos —digo.

»—Una madre como Dios manda no tiene celos de ninguna dueña de pensión. He pasado por el Ayuntamiento a enterarme si hay plaza de maestro en algún pueblo de por aquí, y, fíjate, hay en Algorta. ¡Ni puesto por la Virgen! Así que ya estás yendo donde el alcalde —dice la madre.

»No la miro.

»—Me quedan cosas por hacer en La Arboleda —digo.

»—¿Es que allí no se ha acabado la escuela? —dice.

»—Doy clases a un grupo de mineros —digo.

»—¡Semejantes gandules! En verano los maestros tienen vacaciones —dice la madre.

»—He ido allí para ayudar —digo.

»—¿Y ya nos ayudan ellos a nosotros? ¡Mejor si pierdes de vista cuanto antes a todos los mineros! —dice la madre.

»—Lo que he ido a hacer no puedo dejarlo todavía —digo.

»—Jesucristo también cogería vacaciones —dice ama.

»Me pongo a comer sin ganas. Creo que lo que mastico son acelgas con patatas. Oigo el roce de las zapatillas de la madre en las baldosas de la cocina. Sin una palabra, se para a mi espalda. Una mano suya se apoya en mi pelo.

»—¿Qué te pasa, hijo? —la oigo susurrar.

»Sigo comiendo, porque a ella le gusta que coma.

»—Desde que mi hijo vive en La Arboleda es otro. ¿Qué te ha metido esa gente en la cabeza? —dice.

»—Será que cada vez me doy más asco a mí mismo —digo.

»—Te me vas a morir de hipocondría —dice.

»—Los maestros de escuela sólo se mueren de hambre —digo, comiendo a dos carrillos.

«—No me gusta nada. No me gusta nada lo que se está preparando, lo que están preparando esos socialistas. Usted, que no tiene reparo en frecuentarlos, estará muy enterado de lo que… —dice don Juan, el maestro.

»—Hacen lo que creen que deben hacer —digo.

»—No se ponga usted así, don Manuel. Es que no comprendo cómo usted… Y luego, la chica…

»—¿A qué se refiere?

»—La gente murmura. La gente prefiere no verla por el pueblo…

»—Pues tendrán que ir acostumbrándose.

»—Es que…, ¡ejem! Mire usted, don Manuel…, en el fondo de todo esto está usted… No entendemos cómo… Mire, usted pertenece a otro mundo y, además, es culto, y despide un aire de paz que no encaja con su amistad con esos revolucionarios. ¿Qué le ha hecho venir aquí a hacer cosas que un hombre de buenas costumbres…? Y la chica, la chica…, ¿no le preocupan a usted las murmuraciones?… Todo ello nos tiene confundidos a muchos.

»—No deberían preocuparse demasiado por mí. ¿Por qué no se niele cada uno en lo suyo? —digo.

«Me cruzo en la escalera con Facundo Perezagua, que baja. Me saluda con un gruñido y sigue.

»—Hoy se ha formado en Madrid un comité revolucionario, con Pablo Iglesias por nuestro partido, Largo Caballero por la UGT, Melquíades Álvarez por los reformistas, y Lerroux por los radicales —me dice Eduardo Varela.

»—Ah —digo.

»—Nos lo acaba de decir Perezagua —dice uno del grupo sentado a la mesa.

»—¿No es un secreto? —digo.

»—Mañana lo lanzarán los periódicos. España será pronto socialista —dice Marcelo.

»—Usted, don Manuel, siempre será bien recibido en este cuarto, aunque no pertenezca al partido, pero nos veríamos muy honrados si se decidiera… Me atrevo a comentarlo por el interés con que usted sigue nuestras cosas —dice Eduardo Varela.

»—¿Me perdonan un momento?

»Bajo al otro piso, le quito a Teresa la escoba de sus manos y la arrastro escaleras arriba.

»—Explíquele lo del comité revolucionario —digo.

»Marcelo baja la cabeza y lo explica Eduardo Varela.

»—¿Qué te parece? —digo a Teresa.

»—¿Qué te parece a ti? —dice Teresa.

»—Bien.

»—Pues a mí también me parece bien.

»—Ahora, propónganle lo que me han propuesto a mí.

»—¿Se refiere a…? —dice Eduardo Varela.

»—¿Darle el carné del partido a esta mujer? —dice Marcelo.

»—¿Por qué no lo pide ella?

»Todas las miradas del cuarto nos envuelven a Teresa y a mí. Nadie habla.

»—Somos novios, ¿no lo sabían? —dice Teresa.

»Dos o tres toses rompen el silencio. Teresa me sonríe como una niña traviesa.

»—Si Manolo quiere que me haga de los socialistas, pues me hago dice.

»—Pero no sabes nada de lo nuestro, nunca te has preocupado por la política —dice Eduardo Varela.

»—Teresa ha avanzado mucho últimamente. Hoy ya se siente una mujer de las minas. Nadie se le había acercado a abrirle los ojos —digo.

»—Él me ha dicho que los trabajadores debemos unirnos y luchar. Es que ahora soy una trabajadora —dice Teresa.

»—No la creo. Hay algo raro en todo esto y todos sabemos qué es —dice Marcelo.

»—Si ella quiere ser socialista, ¡pues que sea! ¿Vamos a negárselo nosotros los socialistas? —dice uno.

»—Tienes razón —dice otro.

»Eduardo Varela se mueve hasta colocarse frente a Teresa.

»—¿Sientes el socialismo, hija? El socialismo no es un juego sino una entrega. Es lucha, es sufrimiento y suele ser muerte —dice.

»—El ser socialista obliga a dar a los demás ejemplo de comportamiento —dice Marcelo.

»—Mejor si te callas —dice uno.

»—Lo que Manolo quiera ha de ser bueno y yo quiero ir con él a cualquier parte, donde él vaya iré yo —dice Teresa.

»Eduardo Varela se vuelve a mirarme.

»—No nos había hablado usted de afiliarse, aunque lo esperábamos y nos complace mucho —dice.

»—¿Cómo? —digo.

»El que hace de secretario trae unos papeles y se sienta.

»—Nombre y apellidos —dice.

»—¿Cómo? —digo.

»—Se llama Manuel Goenaga Etxabarri —dice Teresa.

»—¿Cómo? —digo.

«Estoy en la escuela con el grupo de mineros analfabetos y llega Teresa corriendo.

»—¡Ven! ¡El Sindicato Metalúrgico ha declarado la huelga! ¡Te estamos esperando! —dice, y me coge de la mano y me lleva.

»—Hasta mañana —digo a los mineros.

»Hacía un mes que Marcelo no aparecía por el cuarto. Aquí está. Ni por descuido pone sus ojos en Teresa. Sin embargo, brillan cuando dice:

»—Daos cuenta, compañeros, que es la primera vez que la clase trabajadora no acepta una limosna. Porque nuestro lenguaje ha dejado de ser el de las limosnas. Hasta ahora, pedíamos tres y nos daban dos…

»—Y esta vez hemos pedido dos… ¡y nos dan tres! —dice uno.

»—¡Pero siempre limosnas…! Un poco más o un poco menos, ¡siempre limosnas! Pero se las hemos arrojado a la cara. Hoy dormiré mejor —dice Marcelo.

»—Recordad que hace dos semanas el Sindicato Metalúrgico pidió un veinte por ciento de aumento salarial y hora y media de reducción de la jornada de trabajo. Hoy Altos Hornos de Vizcaya ofrece aumentos de hasta el treinta y cinco por ciento. Pues bien: los metalúrgicos los rechazan y su sindicato convoca huelga a partir del veintiuno de julio… —dice Eduardo Varela.

»—Está muy bien, ¿verdad, Manolo? ¿No crees que está muy bien? —dice Teresa.

»—Hemos encontrado, por fin, un rumbo —dice Marcelo.

»—También se prepara una huelga de ferroviarios en toda España —dice Eduardo Varela.

»—¿Oyes, Manolo? ¡Una huelga de ferroviarios! Qué bien, ¿verdad? —dice Teresa.

»—¡Viva la revolución! —dicen varios.

«—Esto va mal, muy mal —dice don Juan.

»—Estoy asustada —dice doña Virtudes.

»—Ustedes, tranquilos. Se meten en casa, cierran la puerta y observan entre cortinas. La revolución no quiere muertos sino justicia —digo.

»—Habla usted como uno de ellos. ¡Lo que hay que ver! —dice don Juan.

»—Estoy asustada. ¡Se han visto otras veces tantas barbaridades! Cuando los mineros se ponen en pie… —dice doña Virtudes.

»—Usted lo ha dicho: cuando los mineros se ponen en pie —digo.

«—¿Te sientes minera? —digo.

»—¿Te gusta a ti que me sienta minera? —dice Teresa.

»—Sí.

»—Pues me siento minera.

»—Entonces también sentirás que te has puesto en pie.

»—Hoy me he levantado a las cinco de la mañana.

»—¿No te emociona llegar y besar el santo?

»—¿Qué santo?

»—Hacerte socialista hoy y mañana empezar la revolución… Ellos han trabajado mucho en estos tres últimos meses, pronunciando mítines, repartiendo panfletos, pidiendo a todos ayuda a la causa común… y quieren que tú hagas lo mismo.

»—¿El qué?

»—Subirte a una caja y hablar a la gente.

»—Pues yo les he oído que están esperando que tú hagas lo mismo.

»—¿Eh?

»—Dicen que con lo bien que hablan los maestros les arrastrarías a la revolución.

»—Están equivocados. Eres tú y no yo quien debe hablar. Yo no pertenezco a las minas y tú sí. Tu abuelo fue minero, y tu madre…

»—Deja a mi madre.

»—Lo admitas o no, tú eres de las minas. Quiero oírte decir que te sientes de las minas…

»—¿Por qué?

»—¡Porque tiene que ser así!

»—Yo sólo quiero sentirme tuya.

»—¡No, no, las minas son lo primero, las minas son lo único que importa!

»—¿Sabes lo que te digo? ¡Pues digo que te acuestes con las minas!

«Doña Enriqueta, la maestra de las niñas, me dice:

»—Le veo muy confiado, don Manuel. Yo diría, incluso, que espera con ilusión la gran huelga que se avecina. Pero debe saber que aquí, en La Arboleda, en cierta ocasión mataron a un párroco. No quería decirle más que esto, para que sepa usted con quiénes se mezcla.

«—Es cierto, es cierto… Pero mire usted, don Manuel: ellos, la burguesía, le sacaron todo el jugo a ese pobre cura muerto. Nos pusieron de criminales para arriba, cuando sólo fue obra de un loco o de un pequeño grupo. Denunciamos el crimen tanto como ellos. Nuestras acciones pretenden ser pacíficas. Luego, si alguien se desmanda, lo lamentamos. ¿Qué pensaría usted si yo le dijera que son ellos los que nos suelen provocar para que cometamos violencias? Es la única manera que tienen de ensuciar nuestras justas protestas, tan justas que figuran en la religión de Cristo que ellos dicen cumplir. Nos cuelgan crímenes y toda clase de barbaridades, ofrecen de nosotros una imagen tan negra y peligrosa que haga desear nuestro castigo, es decir, la violencia contra nosotros. ¡Los mineros, los feroces mineros de los montes! También nos difaman, para alivio de sus propias conciencias. La Historia se encargará de denunciar quiénes fueron los verdaderos violentos, quién se opuso con las armas, quién las tiene preparadas, esperándonos. ¿Lo entiende, don Manuel? Ellos nos están apuntando con sus cañones ya antes de que empecemos a movernos. ¿Qué hacer?, ¿resignarnos o rebelarnos? Y si nos rebelamos… —dice Eduardo Varela.

»—Dignidad, es decir, libertad… —digo.

»—Justamente: libertad, dignidad. ¿Su precio? Nuestra sangre, más que la de otros —dice.

»—¿Le importaría repetir todo eso?

»—¿Repetirlo?

»—Debe oírlo Teresa. Yo la traigo y usted empieza de nuevo.

«La huelga de los metalúrgicos dura ya más de veinte días.

»—La sección de mineros de La Arboleda ha reunido mil trescientas pesetas para el sostenimiento de la huelga. ¿Quién puede llevarlas a la Casa del Pueblo de Bilbao? ¿Por qué no va usted, don Manuel? Vería por esas calles cosas muy interesantes. Sería testigo de las tensiones que preceden a una huelga general… ¡Historia viva, no la de los libros! —dice Eduardo Varela.

»Me llevo conmigo a Teresa.

»—Vamos a donde sea —dice, rozándome la mano con la suya.

»—Debes ser testigo de la dignidad de los pobres.

»—Se dice gente trabajadora.

»—¿Lo sientes realmente así?: ¿trabajadora?

»—¿Te gusta que lo sienta?

»—Sí.

»—Pues lo siento.

»El responsable de las finanzas me entrega una bolsa con las mil trescientas pesetas destinadas a la huelga de los metalúrgicos, y salimos.

»—Que no le vean el dinero las tropas que vigilan las calles. Se ahorrará complicaciones —dice Eduardo Varela.

»A poco, me dice Teresa:

»—Dame a mí ese dinero.

»—No.

»—No se atreven a cachear a las mujeres.

»—No.

»Llevo la bolsa dentro de mi camisa.

»—¡Qué gran revolucionario es mi novio! —dice Teresa.

»—Ni soy revolucionario ni…

»—¿Qué ibas a decir?

»—Teresa, no debes poner nombres a las cosas.

»—¿Por qué?, ¿porque con los nombres las cosas parecen más cosa? Si somos novios, pues somos novios, con nombre o sin nombre.

»Desde el tranvía vemos lo que pasa en las calles. Hay guardias civiles y, sobre todo, soldados en todas las esquinas, empuñando armas que dispararán contra los obreros si éstos mueven un dedo. Los obreros pasean en grupos pequeños, las manos en los bolsillos, las expresiones hoscas.

»—En pocas ocasiones se les permite a los humildes mostrar su dignidad, y ésta es una de ellas. ¿No te emociona el ver cómo defienden sus derechos de hombres? —digo.

»—Lo que yo veo es que les tienen miedo. ¡Nunca he visto tantos uniformes ni tantas armas! —dice Teresa.

»—Saben que algún día lo harán.

»—¿Qué harán?

»—Hacer cumplir lo que predicó Jesucristo: que todos los hombres somos iguales. Y a ti te corresponde estar en esa lucha.

»—¿Y a ti no?

»Nos miramos.

»—Tú ya no eres de Getxo sino de las minas, porque eres de Teresa —dice Teresa.

»Nos miramos.

»—No dejaré que vuelvas a Getxo. Pero, si vuelves, me iré contigo —dice Teresa.

»Nos miramos.

»—¿Por qué no hablas?, ¿por qué siempre te quedas entre dos aguas?

»Nos miramos. Los ojos de Teresa están muy abiertos y húmedos. Aparto mi mirada.

»—Dignidad, libertad… —digo.

»—¡Amor! —dice Teresa.

»Sus ojos.

»—Todo lo hago pensando en ti —digo.

»—Yo no quiero dignidad ni libertad… ¡Yo quiero amor! —dice Teresa.

»Sus ojos. Silencio. El traqueteo del tranvía.

»—Yo te enseñaré a llamar a las cosas por su nombre. En Getxo sois medio curas y os asusta la vida, os avergüenza llamar amor al amor. Pero tendré paciencia contigo y te ayudaré a engañarte escondiéndote en la dignidad y en la libertad. Me iré acostumbrando a tu modo de ser. ¿Quieres decirme algo? —dice Teresa.

»—No me veas tan despreciable.

»—¿Quién ha dicho que eres despreciable?

»—Debes creer que soy muy despreciable.

»—¿Por qué? Me gustas tal como eres, estoy orgullosa de quererte.

»—Calla. Esas cosas no se dicen en un tranvía.

»—Es mejor decirlas en un tranvía que no decirlas nunca.

«En la Casa del Pueblo de Bilbao no cabe un alfiler. Teresa y yo luchamos por entrar apartando a la gente.

»—¿Dónde está el cajero? —digo.

»—Habla más alto, que no te oyen —dice Teresa.

»—¿Quién es el cajero?

»En un cuarto hay muchos niños, y mujeres con expresiones graves están metiendo a más.

»—¡Cuidado, no los aplastéis, brutos!

»—¿Dónde está el cajero?

»—¡Allí, al fondo! ¡Felipe, aquí te buscan!

»Es un hombrecillo con un manojo de llaves en la mano.

»—Somos de la agrupación de La Arboleda y traemos dinero para la huelga —digo.

»—Bien, bien —dice.

»Para sentarse a una mesita debe empujar a gente que tiene casi encima. Con una llave abre un cajón, saca una pequeña caja de hierro y la abre con otra llave, levanta la tapa y recoge la bolsita que le entrego.

»—Te haré un recibo. ¿Cuánto?

»—Mil trescientas pesetas —dice Teresa.

»Hace el recibo y me lo da.

»—Todo hará falta —dice.

»—¿De dónde han salido tantas criaturas? —dice Teresa.

»—Son hijos de huelguistas que están siendo enviados a Éibar y a Guernika porque sus padres no les pueden alimentar mientras no cobren —dice el cajero.

»—¿Puedo ayudar? —dice Teresa.

»—Todos los brazos son pocos —dice el cajero.

»Teresa me mira.

»—Me quedo —dice.

»Pasa Perezagua cerca de mí. Me mira, pero no me reconoce.

»—Esperarnos noticias del resto de España. Si la huelga se extiende… —dice el cajero.

»Mete el dinero en la caja y la cierra.

»—Los presos del penal de Santoña han enviado noventa y cinco pesetas con cuarenta céntimos, y la sección de mineros de Gallarta mil noventa y dos pesetas con setenta céntimos. Nada marcha sin dinero, ni siquiera las cosas de la clase trabajadora —dice.

«Es la una de la madrugada del lunes. Apenas se nota la hora avanzada en la Casa del Pueblo de Bilbao, aún llena de gente que se hace la misma pregunta con la mirada: «¿Cuándo darán la orden de Madrid?».

»Teresa se mueve, incansable, atendiendo a los niños que pasan aquí la noche en espera de que pronto les lleven a lugares donde, al menos, puedan comer.

»—Bien, bien… —le digo.

»—Me siento como una monjita de la caridad —dice Teresa.

»Necesita que yo se lo apruebe una vez más y le sonrío. ¿Cómo conseguir que lo haga por ellos y no por mí?

»—No sé qué sería de estos pequeños sin ti. Te has hecho imprescindible —le digo.

»—A los obreros les sobran mujeres. Cualquier otra lo haría igual que yo —dice.

»—Habría que preguntárselo a los niños. Te miran como a un hada buena —digo.

»—Será porque nunca tuve una muñeca como todas las niñas —dice.

»Disfruta poniendo orden en el rebaño, sentándolos y calzándolos, dándoles algo de comida, abrochándoles los botones. Hay lágrimas en sus ojos.

»—Teresa —digo.

»—¿Qué?

»—Mereces la mejor de las suertes —digo.

»Se olvida del niño que tiene entre manos y me mira. No puedo aguantar su mirada y me doy la vuelta.

»—¿De qué suerte hablas? ¿Qué debo decir yo ahora? —la oigo a mi espalda.

»No es la gente que me rodea la que me impide alejarme más. Vuelvo la cabeza. Sus ojos. Sus ojos. Pienso: «Soy inocente de esa mirada. Ocurre que las cosas nunca son tan simples como esperamos».

»—Regreso enseguida —le digo.

»Mis palabras la recomponen: dos palabras sin apenas significado a las que Teresa se ha tenido que aferrar patéticamente. Nunca imaginé que la cosa acabara así. Soy inocente de esa mirada.

»Y de pronto toda esta gente empieza a gritar: «¡Huelga general! ¡Huelga general! ¡Huelga general!», y parecen vivir el mejor momento de su vida. Es la una de la madrugada. Se acaba de recibir un telegrama de Madrid con la orden esperada. ¿Qué va a ocurrir ahora? Cuando busco a Teresa la veo en el umbral con un niño en brazos. Se detiene y me mira. Dios mío, tiene derecho a mirarme así.

»—Sigues aquí —dice.

»—¿Por qué no iba a seguir? —digo.

»—¿Dónde has estado? —dice.

»—Tomando un poco de aire. Me ahogaba aquí dentro.

»—Me ha pasado una cosa muy rara. Te juro que ha sido un rato muy malo. He llorado un poco. Soy una tonta, porque resulta que no te habías marchado, que seguías aquí… ¿Te gusta la noticia que ha llegado? —dice Teresa.

»Pero me sigue mirando como antes.

»—Será mejor regresar pronto a La Arboleda —digo.

»—¿Por qué? —dice.

»—No lo sé… Pueden ocurrir cosas desagradables. Me siento responsable de ti.

»—Aunque ahora me ves entre niños, no soy una niña —dice.

»Pero me sigue mirando como antes.

»—Me quedo. Tú puedes irte —dice.

»Elige quedarse entre ellos. Sola. Sin mí. Pero me quedo también. Ella me sigue mirando como antes. Pienso que nunca la he querido más que ahora. ¿Quererla? Me está ayudando a salvarme y le estoy profundamente agradecido. Ella no sabe con qué inquietud me miran sus ojos.

»—Me gusta verte entregada al pueblo —digo.

»—Esto no es ser una buena socialista sino tener un poco de corazón —dice.

»—Lo estás haciendo con el carnet de socialista en el bolsillo —digo.

»—Me lo he dejado en casa —dice.

»—Creo que está naciendo en ti una conciencia revolucionaria —digo.

»—Estoy donde tú estás —dice.

»—Yo no soy revolucionario, no soy socialista —digo.

»—Tienes el carnet de socialista en el bolsillo —dice.

»Dios mío, es verdad que lo tengo. Teresa ignora con qué inquietud me miran sus ojos.

»—¿Por qué lo haces? —dice.

»Me ayuda incluso atreviéndose a abordar dolorosamente el irremediable final de todo esto.

«No hay abierto ni un solo comercio en Bilbao. Quienes no tengan en casa comida de reserva tendrán que apretarse el cinturón. Y llegan noticias de que el paro es igualmente general en todo el sector fabril y la cuenca minera. Pero cuando, por la tarde, Teresa y yo decidimos regresar, hay tranvías, aunque debemos viajar con soldados. El ejército ocupa todos los puntos estratégicos. Tengo a Teresa a mi lado en el asiento.

»—¿Estás cansada? —digo.

»Me responde clavando su silenciosa mirada en mis ojos. Sufre y yo no puedo hacer nada por remediarlo.

»El tranvía se detiene. Estamos en Baracaldo. Hay una barricada de hierros y tablones cruzada en las vías. Bajan los once soldados que viajaban con nosotros y empiezan a apartarla. Grupos de obreros contemplan su quehacer a cierta distancia.

»—¡Uníos a nosotros, soldados!

»—¡Vosotros sois también el pueblo!

»—¡No colaboréis con los enemigos de los trabajadores! —les dicen.

»—Piden muy poco, sólo poder comer todos los días. Están desarraigados, han dado la espalda a la tierra. La tierra es la única que corresponde al esfuerzo que se le entrega. La tierra nunca deja de alimentar a los que la quieren —digo.

»—Echas de menos a la tuya. ¿Cuándo vuelves a ella? —dice Teresa.

»—¿Volver? Yo soy maestro —digo.

»—Volver a tu sitio. Y para siempre —dice Teresa.

»—¿Para siempre? —digo.

»—Si supiera a qué viniste aquí sabría por qué te vas —dice.

»—¿Irme? —digo.

»—Encima pareces tonto —dice Teresa.

«En la Casa del Pueblo de La Arboleda nos cuentan que el ferrocarril del Norte ha sufrido un sabotaje y ha descarrilado el Correo de Andalucía en el alto de Ollargan, habiendo muertos y heridos.

»—Unos locos han levantado los raíles. Cosas así desacreditan las huelgas de los obreros —dice Eduardo Varela.

»—¿Qué le pasa, don Manuel? ¿Por qué esa cara? Si todo está saliendo bien… Si una huelga tan unánime como ésta no hace estallar al Gobierno de Madrid… ¡me corto los huevos! —dice otro.

»—Váyanse a descansar, don Manuel, no han dormido desde ayer dice Eduardo Varela.

»Miro a Teresa. Me está mirando. Y el grupo de socialistas nos está mirando a los dos. ¿Dónde me he metido?

»Ahora, Teresa también viene en mi ayuda: echa a andar hacia la puerta, sola, olvidada de mí, tan sola como si yo nunca hubiera existido.

«En el oscuro atardecer, ella y yo caminamos en silencio por las dos colinas que conducen a su casucha. Nos llegan de la distancia disparos de armas de fuego. Ya estamos ante su puerta.

»—Habla —digo.

»Saca una llave de debajo de una piedra y abre la puerta. Entra y enciende el quinqué.

»—No tienes por qué despedirte, ni ahora ni luego —dice.

»—¿Luego? —digo.

»Teresa se ha sentado en la cama a quitarse los zapatones. Arroja uno a la derecha, contra una pared, y el otro a la izquierda, contra la pared de enfrente.

»—He vivido más años sin ti que contigo. No te necesito —dice.

»Abro la boca para decírselo, pero no puedo. Ella no me ayuda esta vez. No sólo no emite un solo sonido sino que ni siquiera se mueve. Sentada en la cama, las rodillas separadas y los brazos olvidados de su cuerpo, es como si no estuviera en el mundo. Abro dos, tres, cuatro veces la boca para decírselo, pero no puedo.

»—Se me ha acabado la lejía para fregar los suelos, pero ya no tendré que comprar otra botella —dice.

»—Lo siento —digo.

»—¿Por la lejía? —dice.

»—Lo siento —digo.

»Creo que me está mirando desde la semioscuridad.

»—Lo siento —digo.

»—El mundo está lleno de putas… ¿Por qué me elegiste a mí? —dice.

»—Lo siento —digo.

»—Te creo —dice.

»Y luego:

»—No tienes que dejar por mi culpa este pueblo, me marcharé yo.

»—Me iba a marchar. Desde el principio, me iba a marchar. El primer engañado he sido yo —digo.

»Sé lo que me está proponiendo con su mirada escondida en la semioscuridad. Pero no pronuncia una palabra.

»—Lo siento —digo, y me voy.

«Cuanto más me he empeñado en dormir, menos he dormido. Me da el mediodía en la cama, haciendo huelga.

»Luego:

»—Cuando los obreros se mueven, siempre hay sangre. En el descarrilamiento de ayer murieron cinco viajeros y hay muchos heridos —dice doña Beatriz.

»—Es lamentable —digo.

»—En los pueblos y en Bilbao el ejército vigila los barrios obreros. Se habla de cientos de detenidos. Y esta mañana, en la mina Malaespera, los mineros han disparado contra los soldados, se han enzarzado y han herido a un minero —dice doña Beatriz.

»Ahora estoy llamando a la puerta de la vivienda de Bernabé. Asoma la cabeza.

»—Buenos días, don Manuel. ¿Qué se le ofrece? —dice.

»—Una botella de lejía —digo.

»—La tienda está cerrada. Si no, me la destrozarían los mineros… ¿Lejía? —dice.

»—Sí.

»—Pase usted —dice.

»Espero en el pasillo a que baje a su tienda por la escalera interior y regrese con la botella, bien cubierta con muchos papeles de periódico. La cojo.

»—Que no se la vean. Estamos en huelga —dice.

»Se la pago.

»—¿Lejía? —dice.

»—Me voy a envenenar —digo.

«Teresa no aparece en toda la tarde por la Casa del Pueblo.

»—Alegre esa cara, don Manuel, que la huelga marcha de primera me dice alguien.

»Llega la noche y cierran la Casa del Pueblo.

«—Buenas noches, don Manuel. A lo mejor mañana ya tenemos un gobierno revolucionario —me dicen.

«Estoy llamando a la puerta de Teresa. Es un día espléndido de sol. Me han temblado las piernas durante el camino y me engaño diciéndome que es por las dos noches que llevo sin dormir. Se abre la puerta y veo sus ojos y tropiezo con la misma mirada de hace cuarenta y ocho horas. Al menos, puedo hablar:

»—Toma —digo, levantando el envoltorio de papeles de periódico.

»—¿Volvemos a los paquetes de comida? —dice Teresa.

»—No —digo.

»Lo coge.

»—¿Qué es? —dice.

»—Una botella de lejía para el suelo de la Casa del Pueblo y de la escuela —digo.

»Su mirada me deja sin respiración. Sus manos retiran sin ganas los periódicos y aparece la botella. Todavía no la ha mirado, sólo me mira a mí. Sin mirarla ni una sola vez, la estrella contra el suelo.

»—Salía a ver el barco que ha llegado al Abra —dice, cerrando la puerta y echando a andar.

»Ya no me enfrento a sus ojos sino a su espalda que se aleja.

»—¿Y la huelga? —digo.

»Se detiene y se vuelve. Sus ojos vienen contra los míos y me siento despreciable.

»—Lo siento por ti. Me das pena —dice.

»—¿Pena? —digo.

»—Ya ni siquiera sabes por qué viniste aquí y a mí. Sólo me das pena dice.

»—¿Pena? —digo.

»—Todos sois iguales… La gente que quiere presumir de buena ante Dios… La gente que se pasa la vida dándose golpes de pecho… La gente que no es capaz de dar a otra gente más que limosnas… ¿Por qué sois tan buenos? —dice Teresa.

»—¿Buenos? —digo.

»—Me das pena. Crecerías ante mí si esta noche me trajeras un paquete de comida para acostarte conmigo —dice.

»—No digas esas cosas —digo.

»—Es lo mejor que puedo hacer por ti —dice.

»Me salva de su mirada al reanudar su marcha. La sigo y la alcanzo.

»—¿Puedo ir contigo? —digo.

»—No voy a la huelga. Ya he dejado de hacer huelgas —dice.

»Sólo tiene que girar un poco la cabeza para mirarme. Esta vez su mirada la ha cargado el demonio. Es una mirada dedicada a mí, a hacerme daño. Y la mantiene, Dios mío, demasiado tiempo…

«La caminata me ha resultado interminable hasta alcanzar el muelle de Santurce. Apenas hemos hablado, sólo palabras sueltas que ni a Teresa ni a mí nos servían para nada. Fue como el paseo incómodo que han de hacer juntos dos desconocidos.

»Más gente ha venido al muelle a ver el acorazado Alfonso XIII. Nos dicen que han desembarcado tropas de infantería y artilleros.

»—Os tienen miedo —dice Teresa.

»—A ellos les tienen miedo —digo.

»—¿Ya no eres de ellos? —dice.

»Estamos acodados sobre el muro de piedra, mirando como estatuas la mole de acero que ha venido a amedrentar a los pobres huelguistas.

»—La razón casi nunca está del lado de la fuerza —digo.

»—Lo mismo les ocurre a los tontos y a las tontas, maestro —dice Teresa.

»Desde aquel lejano principio no me había vuelto a llamar maestro.

»—Cualquiera que fuera la razón del maestro para venir, estoy segura de que se arrepiente de haber venido. Ha sido un año perdido —dice.

»—Lo siento —digo.

»—¿Quieres convencerte a ti mismo de que lo sientes? —dice.

»Habla sin volverse, sin mirarme, sin apenas voz, en un ronquido.

»—Es una buena huelga. Una huelga nada menos que del valor en oro de un acorazado —digo.

»Y, enseguida:

»—Aunque no lo sepas o no lo quieras, eres de los aplastados por la bota de la burguesía —digo.

»Vuelve su cabeza con violencia.

»—Y tú, ¿de quién eres? —dice.

»Le sostengo la mirada sin desearlo. No la desvía, por mucho tiempo que pasa. Ni yo tampoco la mía. Elijo dócilmente mi papel.

»—No debe creerse en lo que no tenía que haber ocurrido —digo.

»Veo el costado de su ojo cargado con una tristeza húmeda.

»—Te has convertido en una mujer nueva —digo.

»Las lágrimas no pueden ocultar la vida de su ojo.

»—Ahora ya tienes un trabajo honrado y un ideal. Eres una mujer nueva —digo.

»Por Dios, que no me hable ahora, que no se le ocurra hablar… Roque, Isidora… Que no me hable cuando aún está mirando la costa de Getxo que tenemos delante.

»—Te dejaré cien cestos de botellas de lejía —digo.

»—Aunque tú no me quieras, viviré contigo en Getxo —dice Teresa.

«La espero hasta la madrugada en la Casa del Pueblo, pero no viene. Me dicen los socialistas que en la Campa de la Peña, cerca de Bilbao, un oficial del ejército ha matado a tiros a un panadero llamado José Lanes, y que desde los barrios obreros se dispara contra la tropa… Roque, Isidora… ¿Por qué pronunció Teresa las palabras? ¿Por qué, Dios mío, y para siempre, para mi siempre? Roque fue un afortunado.

«—Tiene usted mal aspecto, don Manuel. ¿No son muchas las botellas de lejía que gasta? —dice Bernabé al abrirme la puerta de su casa.

»No cesa de hablar mientras esconde las botellas en papeles de periódico.

»—Esto no puede durar mucho —dice.

»Le miro intensamente.

»—Me refiero a la huelga. Los obreros tienen hambre y no ganan jornales y las tiendas están cerradas. Muchas cosas juntas. Que no se las vean, don Manuel —dice.

«Dejo las botellas de lejía en el trastero de la Casa del Pueblo.

»—¿Es que va a volver la chica? —dice Eduardo Varela.

»—Sí —digo.

»—¿Está seguro? —dice.

»Y luego:

»—Otra gran ocasión perdida, don Manuel. La revolución habrá de esperar.

»Todo el mundo dispone de sus propias cartas para jugar. Ganar o perder resultan episodios intrascendentes, lo que importa es jugar las propias cartas. ¿Qué hago yo en La Arboleda jugando con las cartas de otros? Tengo la funesta manía de pensar. ¿Qué me hizo ponerme a pensar por Roque?

»—Lo siento —digo.

»—¿Cómo? —dice Eduardo Varela.

»—¿Eh?… Bueno… Digo que siento cómo ha acabado todo —digo.

»—Nos están matando a compañeros… Ayer noche el ejército disparó contra las casas en barrios obreros y mató a dos docenas de los nuestros e hirió a un montón… Esto lo podríamos resistir, pero no el hambre. La clase trabajadora siempre está mandada por el hambre —dice Eduardo Varela.

»—Lo siento —digo.

»—No lo sienta por nosotros, don Manuel, sino también por usted mismo —dice.

»—¿A qué se refiere?

«No sé cómo se ha enterado de que me marcho hoy, pero allí la veo, a veinte metros del puente de la barquilla, sentada en el pretil de la ría, sin mirar a ninguna parte. He de pasar por delante de ella con mi maleta.

»Sólo la he mirado en el momento de descubrirla. Me pregunto si podré rebasarla sin mirarla. No se trata más que de convertirla cuanto antes en un recuerdo. Antes de llegar a su altura. Entre este paso y el siguiente. Acabo de saber que Teresa será siempre para mí un mal recuerdo.

»Aunque sigue mirando a ninguna parte, aunque no me ve, ha de oír mis pasos contra las losas del suelo. Yo tengo aún muy vivo el recuerdo de aquella Teresa.

»La barquilla del puente está cruzando la ría hacia la otra orilla. Teresa, aquella muchacha que ya es para mí un mal recuerdo… ¿Cómo era realmente su rostro?

»—Lo siento.

Y luego, su segundo exceso, que arrancó de su brutal carnalidad con Anaconda, contemplada por mí en dos tiempos: primero, a mis quince años, y segundo, a mis demás años; dos tiempos, dos momentos distintos para una sola representación ante un frágil testigo demasiado tierno que —en contra de la tozudez de don Manuel— no se estancaría por siempre en esos quince años. ¿O sí? Bueno, entonces eso le tendría que agradecer. Pero el tiempo no pasa en balde, crecí, me convertí en un adulto con la conveniente dosis de sentido común encima, y él me tenía que escuchar: «Mis ojos ya son otros, ven aquello de otra manera… ¿O es que me está queriendo enseñar que si ocurriera de nuevo, si ocurriera ahora, a mis treinta, a mis cuarenta años, me condenaría también eternamente?». Y él: «Nadie deja jamás de tener quince años, Asier». Yo hacía subir a mi rostro cualquiera de las expresiones que parecía reservar exclusivamente para tales escenas más o menos cíclicas —una mezcla de rancia cólera y frenada gesticulación— y le gritaba en voz baja: «¿Y la vida? ¿Es lícito despreciarla? ¿Acaso no se debe elegir vivir a pesar de cuanto muere diariamente a nuestro alrededor?». Y él, con esa desgarrada seriedad de héroe vencido que tanto me conmovía: «Soy un privilegiado, ¿no lo entiendes, Asier? A pocos les es dado el sentenciar qué es lo que debe vivir y qué morir». Y la señorita Mercedes, esperando. Y yo en medio de esa espera, emergiendo entre ella y él como un icono estúpidamente insalvable.

Supongo que don Manuel no la habría condenado igualmente a ella es decir, a sí mismo; de no haber conocido mi enamoramiento. Fue en 1933, a los dos meses del comienzo de las clases particulares que yo recibía de ambos maestros en Altubena mismo debido al accidente de mis pies (me los aplastó el tractor de mis primos gemelos Eladio y Leonardo, hijos de mi tío Roque y de Madia o Magda; los primeros en introducir en Getxo las nuevas técnicas para mejorar rendimientos; antes de la aparición de su tractor ya habían montado su granja industrial de pollos y gallinas ponedoras dejando atónito al pueblo, abonado sus tierras con botica, es decir, con abonos químicos, desterrando el legendario estiércol de las cuadras, y abierto más de un comercio en Algorta y Las Arenas; empresas todas en asociación con los Ermo de La Venta, de ahí que don Manuel les eximiera de parte de su culpa por estar cambiando Getxo. Eran de mediana estatura, rechonchos y colorados, de esos tipos inquietos en eterno movimiento, como si les quemara el suelo, lanzando miradas a su alrededor en busca de algo a lo que hincar el diente, cuidadosos de su imagen externa, siempre con corbata —de pésimo gusto, copiadas de las películas americanas—, chaqueta y pantalón horteras, y una deferencia hacia el posible cliente rayana en el servilismo; todo lo que, según don Manuel, vino a ser la impronta que caracterizaría a «esa raza de diablos menores del llamado progreso»).

Dijeron Eladio y Leonardo que la culpa no fue del tractor sino mía, por haberme quedado dormido al borde de la heredad, con los pies dentro de ella y oculto mi cuerpo por la alta yerba. Iba Leonardo al volante y no se detuvo ni al oír mis gritos. «No podía, estaba marcando la línea de la huerta y si me paro habría quedado torcida», explicó después. La señorita Mercedes y don Manuel se presentaron en Altubena antes que la misma ambulancia. «No era el volante lo que dirigía a ese monstruo mecánico sino la carga de simbolismo que lleva dentro», dijo don Manuel. Y añadió: «¡Es como una maldición!». Cuando invadieron mi dormitorio me esforcé por mirar sólo a don Manuel, no a ella, el rostro al que veía en mis sueños de casi todas las noches. Una vez conocido mi estado real —al menos, lo que cabía sospechar ocultaban las vendas ensangrentadas improvisadas por la madre con las tiras en que había convertido dos sábanas— y no pudiendo hacer otra cosa por mí, ambos se enzarzaron en un combate por apoderarse en exclusiva de la responsabilidad de mi educación. «Las maestras son para las chicas», argumentaba don Manuel. Y la señorita Mercedes: «¿No comprendes que yo también necesito hacer algo por él?». De modo que me consiguieron los dos: la señorita Mercedes de seis a siete, y don Manuel de siete hasta el final, amenaza ésta que no calibré bien en un principio. De ello tuve idea clara durante el largo mes de permanencia en el hospital y, sobre todo, a mi regreso a casa. Mi hermano Marcos se puso inmediatamente a transformar una vieja mecedora en silla de ruedas; pues bien: ellos se le adelantaron en un día, la señorita Mercedes me atacó con su primera clase de las seis antes incluso de que Marcos hubiera pensado por dónde meter mano a la mecedora.

La señorita Mercedes se había estrenado de maestra en 1929, y entonces la conocí. Yo tenía sólo ocho años, pero empecé a pensar en ella. Fue la primera vez que me preocuparon los vestidos de las mujeres tapando sus cuerpos llenos de misterio. Porque nunca, hasta entonces, sus cuerpos me habían parecido misteriosos, como no me los habían parecido los de las hembras de los animales de la cuadra. La única diferencia estaba en que las mujeres se vestían. Pero también nos vestíamos los hombres. La preocupación por el misterio surgió, pues, a causa de que la señorita Mercedes era distinta, no tenía nada que ver ni con las hembras de la cuadra ni con las demás mujeres. El misterio era ella.

Me gustaba "mirarla, la miraba siempre que tenía ocasión, hasta que un día, dos años después del comienzo de todo esto, oí la voz de don Manuel: «¿Qué miras por la ventana, Asier?». Fue la primera vez que enrojecí por ella. Más tarde habría de saber que fue también entonces cuando perdí la inocencia.

La vieja escuela era un edificio bajo, de una sola planta, cuyas ventanas delanteras daban al patio del recreo, al que los chicos salíamos a distintas horas que las chicas. Solíamos contemplar desde esas ventanas los juegos despreciables de las chicas y, diariamente, don Manuel ordenaba, una vez por la mañana y otra por la tarde: «A ver, cerrad esas ventanas», no antes de que ellas salieran sino después, quizá transcurridos cinco minutos, cuando empezaban a entorpecer la marcha de la clase y los chillidos de rata que nos llegaban nos hacían sentirnos distintos y superiores; de modo que yo disponía de esos dos momentos de cinco minutos para verla; había también otros momentos del día, en otros lugares del pueblo, pero no se podían comparar con los de la escuela; era romo si en aquel patio del recreo la señorita Mercedes fuera más la señorita Mercedes; al menos, más como yo la quería ver o como había empezado a verla (la descubrí por primera vez en aquel patio), y deseaba reproducciones infinitas de mi primera visión, no por ser superior a las otras sino por ser la primera, es decir, la sagrada. No recuerdo si sucedió en el primer día de aquel curso —posiblemente, sí: finalizando el verano se había empezado a hablar de la nueva maestra y todos la esperábamos con curiosidad, incluidos los chicos—, pero de pronto allí la tuve, confraternizando con las chicas en el recreo con su sonrisa suave, permitiendo que le tocaran su bata nueva. Era alta, espigada, aunque de su figura no se desprendía el menor envaramiento ni disciplina escolar; me llamó la atención su pelo, de un rojo tan pálido que parecía rubio, recogido en la nuca en un moño ceñido por una cinta; siempre lo llevó así por entonces, tan modestamente reprimido, no sólo acorde con el resto de su figura sino como si aguardara mi crecimiento y mi estallido, o retrasando su propio estallido hasta que yo lo pudiera comprender: su pelo desplegado a partir de aquel invierno de 1938 (al principio sólo su promesa, pues los falangistas le habían pelado la cabeza tan al cero que pareció que allí nunca más crecería nada; pero sólo un par de meses después se le adivinó el propósito —o se presintió, quizá al asombrarnos con la furiosa resolución que se leyó en sus ojos— de dar libertad a su pelo en aquel tiempo de falta de libertad, aquel reto —ostensible ya a la formación de su cabellera en las navidades de aquel año— que pienso no lo dirigió sólo a los falangistas sino también a don Manuel), haciendo que yo descubriera, simultáneamente, a una nueva señorita Mercedes y mis quince años.

Desde que empecé a verla hasta su irrupción en el dormitorio de Altubena para las clases, fue un tiempo lo más parecido a una contemplación soñolienta, cuatro años meciéndome en una nube, no sólo ignorando qué era aquello, ni siquiera preguntándomelo; en cierto modo, creo que tampoco necesitaba a la señorita Mercedes. Pero la veía casi a diario, me hacía el gran favor de existir; era extraordinariamente perfecto, porque yo no había puesto nada de mi parte, no lo había buscado ni me había desgañitado por ello: me vino con la naturalidad de una ola; era un secreto únicamente mío, era un secreto tan mío que ni siquiera la señorita Mercedes tenía que ver con él. En esos cuatro años nunca la tuve a menos de un metro, nunca le hablé ni me habló, si exceptuamos algunas situaciones especiales, como cuando se dirigía a un grupo de chicos en el que yo estaba. De manera que al surgir en mi dormitorio con la clara y temible intención de mezclarse personalmente en mis cosas, destruyendo la distancia que me había protegido de ella hasta entonces, supe que yo estaba en su punto de mira y dejé de estar solo con mi secreto.

Me sentí tan profanado, tan perdido y desconcertado, que la odié. Aquella hora diaria de clase a lo largo de dos meses constituyó para mí una tortura. Mis progresos fueron tan nulos que la señorita Mercedes se alarmó y habló con don Manuel y don Manuel habló conmigo. «Yo no tengo ninguna queja de ti, y sin embargo ella…», me dijo. Comprendí que la señorita Mercedes se lo había contado llorando, con estas palabras, poco más o menos: «Soy una nulidad como maestra… Y el pobre niño necesitando tanto de mí y facilitándomelo todo con su forzada inmovilidad… No me queda más que pedir mi renuncia». «¿Qué está ocurriendo?», me preguntó don Manuel. Cuando me atreví a sostener su mirada, el rostro se me encendió. Nos miramos a través de un silencio tumultuoso. «¿Cómo?», exclamó él. Me sentí en cueros fuera de mi secreto. «De modo que era eso…». De pronto, tuve ante mí a un don Manuel tan azorado como si a él también le hubieran descubierto algo infamante. Se refugió en el ordenamiento de mis libros y cuadernos, y luego: «No te preocupes, no te avergüences de sentir lo que sientes. Es más, deberás eternizar este tiempo, no olvidar jamás cómo eres en este momento, cómo fuiste, cómo deberías ser siempre. No se trata de que no olvides a una determinada persona sino de que no olvides cómo eras tú en este tiempo, por mucho que llegue a convertirse en pasado remoto… Resulta esperanzador que estas cosas no dejen de ocurrir».

Si afirmo que allí mismo nació nuestra santisima trinidad, quizá suene a ingenuo, pero estoy seguro de que así fue, y en sólo unos instantes: al menos, se puso en marcha algo que ninguno de nosotros supo entonces lo que era —aún faltaban cuatro años para que don Manuel padeciera su encuentro-choque-conflagración-estallido-error con la india Anaconda, que acabó de modelar una santísima trinidad con sus leyes propias, sus malditas leyes propias—, pero que constituyó el mantus más propicio para que en él germinara la maldición, abriendo el ciclo que jamás se cerraría. Porque en unos segundos don Manuel penetró mi secreto de los cuatro años precedentes, compusimos de pronto, entre él y yo, uno, y a la señorita Mercedes le correspondía haber estado allí presente para escuchar de labios de don Manuel mi secreto —no sólo era imprescindible esta revelación sino especialmente urgente, pues ella necesitaba conocer la razón de su fracaso conmigo para recomponerse— y formar, con nosotros dos, otro uno de tres, de manera que el hecho de que don Manuel hubiera de abandonar Altubena para buscarla y contárselo —un tiempo despreciable, es decir, inexistente— no debe empañar la certidumbre de que allí y en aquel instante nació nuestra santísima trinidad.

Entre mis dos enrojecimientos («¿Qué miras por la ventana, Asier?» y «¿Qué está ocurriendo?») mediaron tres años, un largo tiempo para mí entonces, y no sólo fue don Manuel su provocador sino que ningún otro podía haberlo sido. Yo habría advertido pronto —es decir, a destiempo— la considerable presencia de don Manuel en mi vida de haber sido él una persona menos prudente, menos silenciosa. Me refiero a que de otro me habría llegado antes su atención hacia mí, tanto en la escuela como fuera de ella, aunque semejante agresión me habría puesto sobrealerta, estropeándolo todo. Supo acercarse a mí y supo iniciarme, supo hacerlo, o simplemente lo hizo tal como él mismo era.

Frecuentaba bastante Altubena para charlar con mi abuelo Zenón (sus aparentes cuarenta años de diferencia quedaban neutralizados con la sangre vieja que yo siempre sospeché corría por las venas del maestro). A mí me preguntaba sobre mi pesca o mi caza, y su visita se prolongaba si había ocurrido algo notable, como el encallamiento en la playa de aquel monstruo que nunca se supo si era tollo o tiburón, o la ola monumental que llegó hasta el edificio del Cable Inglés, o la granizada tardía que destrozó la cosecha de los frutales; también me hablaba de los temas inamovibles de nuestro acervo —me inició en ellos con más dramatismo que el abuelo, quien se limitaba a contármelos—: El Negro, aquel congrio gigantesco que parecía procrearse a sí mismo; temible, solitario y excesivamente irreal para nuestras luces, al que ya nadie intentaba siquiera capturar y en quien convenía que viésemos —decía don Manuel— acaso la última representación de la libertad que ya nos era dado imaginar, o al propio clan de los Baskardo de Sugarkea, los únicos descendientes incontaminados del Principio, no sólo descendientes del viejo vasco sino, esencialmente, del viejo Hombre —y esto me lo revelaba el don Manuel de la fe nacionalista con su irreductible honestidad—; y cosas así, nunca contadas fuera de la ocasión, aunque hubiera de esperar meses o años: ese instante que requiere cada tema y que don Manuel sabía elegir con exquisito acierto.

Y luego mi apellido: a lo largo de los años el sonido Altube no dejó de zumbar dolorosamente encima de don Manuel, desde la primera venta-despojo de Altubena de Santiago Altube a su hermano Zenón hasta el accidente, cuarenta y tantos años después, del más pequeño de los Altube, es decir, yo; pasando por el abandono de Isidora por Roque Altube, y la segunda venta-despojo de Altubena de Roque a su hermano Juan y la muerte prematura de mi padre, reventado sobre su propia tierra; y los dos Altube cautivos en la mansión de Ella: mis dos tíos, Santiago y Roque, desposeídos hasta de su identidad y coincidiendo ambos apóstatas tras aquellas rejas durante más de veinte años; por no mencionar la palabra asesinato manchando el apellido Altube partiendo de la hasta entonces desconocida rivalidad entre mis primos Eladio-Leonardo, ni la parte infinitesimal de culpa atribuible a la sangre Altube en la prostitución progresiva de la especie mamífera tenida a sí misma por superior. Al menos, no sería justo cargar a mi estirpe con la responsabilidad de aquel exceso de don Manuel en aras de nuestra santísima trinidad, aun habiendo allí un Altube sentenciado a sus quince años hasta el fin de los tiempos, minándole, también, el sosiego.

Y luego mi asombro al saber que don Manuel no sólo había igualmente descubierto a la señorita Mercedes sino que lo hizo antes que yo. Su relación, más o menos patente —más bien menos que más—; bueno, acabaría siendo patente menos por su intensidad que por su prolongación: hubo un comienzo, tres abandonos y dos reanudaciones a lo largo de doce años, aunque el final de toda esperanza para ellos no marcó una frontera entre dos comportamientos distintos, un antes y un después, pues de un noviazgo lánguido pasaban a una lánguida proximidad sin compromiso; incluso podría decirse que hubo entre ellos más pasión en las épocas de distanciamiento que en las otras, pues en las épocas de noviazgo había supuestamente que rebajar más peso de la pasión para alcanzar la languidez, y menos en las épocas de proximidad sin compromiso, así que en estas épocas de mera proximidad sin compromiso disfrutaría la pareja de más masa de pasión.

Para cuando descubrí a la señorita Mercedes, en 1929, hacía cuatro años que don Manuel la tenía descubierta. Ocurrió siendo él ya maestro en Algorta y ella empezaba la carrera. De modo que no fue la coincidencia de trabajar entre unas mismas paredes lo que puso en marcha sus relaciones, aunque sí el pertenecer a una misma comunidad —la señorita Mercedes había nacido y vivía también en Algorta—, pero esto pertenecía a la vulgaridad general y no se tuvo en cuenta, ni siquiera lo esgrimieron los detractores de don Manuel; sus defensores siempre airearon esta «decisión libre y personal de su voluntad» ya existente cuatro años antes de que ella se estrenara de maestra, mantenida durante esos cuatro años antes de que el destino los encerrara en la misma batidora.

Y, curiosamente, fue en 1929 cuando se produjo el primer abandono, el primero de los dos entreactos —el tercer abandono ya no fue entreacto—, antes del comienzo de aquel curso. Así, pues, la señorita Mercedes estaba libre cuando yo la descubrí. Hubieron de transcurrir otros cuatro años para que reanudaran su noviazgo, o lo que fuera, en 1933. ¿Influiría en ellos la conmoción que les causó el accidente de mis pies, el que los reuniera a mi alrededor en uno de esos revulsivos que, al parecer, necesitaba don Manuel para acercarse a ella? Lo dejarían un año después; hasta la guerra: en 1938 la señorita Mercedes lo recogió al salir el de la cárcel. Fue el más breve de sus tres noviazgos, porque sobrevivo lo de Anaconda, y el 4 de enero de 1939 el maestro pronunció ante el altar de San Baskardo el NO que consolidó nuestra santísima trinidad No recuerdo que yo llegara en algún momento a sentir celos de don Manuel; lo nuestro se movía en dos planos. Y, al decir «lo nuestro», no me refiero a la maestra y a mí, o a mí solo con la maestra de simple depositaría de algo mío, sino a don Manuel y a mí. La verdadera desgracia de la señorita Mercedes no fue el curioso hombre que le tocó en suerte sino yo, Asier, mi simple bulto en Getxo. Fui, para ellos, como un hijo anticipado que les eximió de cualquier otra molestia para concebirlo, como, por ejemplo, casarse o, simplemente, procrearme. No fue moral, por mi parte, el aceptar aquella situación de privilegio en medio de los dos. Ni él ni ella llegaron a sospechar siquiera que nuestra santísima trinidad nació con mi segundo enrojecimiento por culpa de la señorita Mercedes y la primera noticia que tuvo don Manuel de mi enamoramiento. Era 1933. Se quedó en exclusiva con mis clases de inválido y reanudó su noviazgo con la maestra, roto cuatro años atrás. Fue como si hubiera necesitado demostrarme que él también estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por la mujer de mis sueños, tal como quererla e, incluso, respetarla. Es posible que a cualquier otro chico de once años que sintiera a su lado un rival, aquella decisión del adulto le habría sonado a: «Mequetrefe, hazte a un lado, quítate a esa mujer de la cabeza, que será para mí siempre que yo quiera». Nada, nada de eso. Por el contrario, me enorgullecí cuando me dio por pensar que yo había tenido algo que ver con su segundo noviazgo. (Lo oí en mi propia cocina. «Ya ha vuelto a salir el maestro con aquella chica», dijo la abuela. «Con la maestra», le rectificó la madre. «Cuando empezaron no era maestra», protestó la abuela). Le di al asunto muchas vueltas en mi cabeza. Me negué a admitir que entre ellos hubiera habido algo importante antes del accidente de mis pies. Los cálculos de la madre daban el año 1925 como el del comienzo de sus relaciones. Se distanciaron en 1929, al concluir ella la carrera e incorporarse a la escuela; es decir, se separaron al tener que pasar todo el día bajo el mismo techo; sin duda, don Manuel habría preferido otro destino para ella, de modo que sería como saltarse las normas en materia de noviazgos, que prescribían un solo encuentro por semana, los domingos; y no en la plaza o en el paseo de la carretera, a la vista de todos, sino ocultos entre paredes. Quizá entendió don Manuel que, como se verían a diario en la escuela, sobraba el noviazgo, la calificación.

Bueno, pero surjo yo y todo cambia: los maestros aparecen otra vez como novios, y estoy seguro de que el dolor por mis pies averiados tuvo muy poco que ver en ello; unos simples pies nunca habrían puesto en marcha nuestra santísima trinidad. Y esto es lo que ocurrió. En el nuevo noviazgo la señorita Mercedes sólo fue una pobre comparsa, el protagonista fui yo. No se trató tanto de la reanudación de unas relaciones suspendidas como del estreno de unas nuevas entre don Manuel y yo. Era como si me hubiera dicho: «Ella se merece todo lo que tú y yo podamos entregarle, ¿verdad?», o mejor «tú o yo», estableciendo que si resultaba descabellado que el niño Asier se emparejara con la maestra, al menos lo hiciera el otro, el que por pura casualidad cumplía mejor la condición de la edad exigida por la costumbre. Fue una delegación de un amante en el otro. Don Manuel honraría a la señorita Mercedes por los dos.

Cuando un año después, en 1934, se produjo la segunda ruptura, don Manuel vino a rendirme cuentas. «Ha sido decisión de ella», me dijo. «¿Por qué?», supongo que le exigí. Ahora sé que me miró desde su irresolución congénita. Yo, a mis doce años, ya había oído hablar de la manía de las mujeres por casarse, ni siquiera se libraban de ella las de mi casa. «No sé en qué piensa ese hombre», dijo la madre por entonces, y la abuela movió la cabeza con pesadumbre. Defendí a don Manuel en mi interior. Yo, por ejemplo, no necesitaba casarme con la señorita Mercedes para demostrarme a mí mismo que la quería. ¿Acaso por casarme con ella la iba a querer más? Don Manuel llevaba un montón de años demostrando que la quería, desde 1925, según las cuentas de la madre; nueve años saliendo con ella, o teniéndola a su lado, o hablando con ella, o viéndola descontinuo, o sintiéndola cerca. La pausa de cuatro años en sus relaciones (siempre me gustó más llamarla pausa que ruptura, pues nunca lo fue, ellos nunca rompieron; incluso hoy, en 1969 y aún solteros, siguen estando más unidos que nunca), entre 1929 y 1933, constituyó un mero cambio de postura para luego proseguir, más descansados, con su noviazgo.

Anaconda llegó a Getxo en febrero de 1936, con quince años. Era nieta de Saturnino Altube y una auténtica india kamayurá. Se trataba del segundo intento de mi tío abuelo por demostrar a su mujer y a todo el pueblo que no era él el culpable de la esterilidad del matrimonio. Anaconda trajo colgado del cuello un trozo de corteza de árbol con unas palabras, grabadas a fuego, que certificaban inequívocamente su descendencia de mi pariente. Por edad, era casi una niña, pero su apariencia era de mujer. No era especialmente alta ni gruesa, no era sólo su carne la que inquietó, tanto a hombres como a mujeres: difundía a su alrededor una provocación pastosa, una especie de llamada selvática que resultaba más poderosa que el simple requerimiento sexual. Sin embargo, Anaconda era puro sexo; no únicamente sexo, sino sexo en estado puro; es decir, sexo inocente. Don Eulogio del Pesebre siempre erró con ella al anatematizarla por suponerla una encarnación del pecado. Alborotó Getxo, sí, pero el escándalo no lo originó el exceso de sexo que yacía como un animal dormido en el interior de aquel cuerpo exuberante, sino la incapacidad de todo un pueblo para descifrar aquel envío procedente de muy lejos, de demasiado lejos, y no tanto de una tierra al otro lado del mar como de un tiempo al otro lado del tiempo. Algo semejante a lo ocurrido en 1907 con el rebaño de llamas, dándose la circunstancia de que, en uno y otro caso, anduvo de por medio Saturnino Altube, aunque ni siquiera el puntilloso don Manuel encontró en la coincidencia una significación especial. «¿Por qué un asno no puede tocar la flauta más de una vez?», comentaba. Quería decir que, de entre el grupo de asnos que ya éramos todos nosotros, a mi tío abuelo le había correspondido ser el causante ciego de ambas desazones.

El primer intento de Saturnino Altube por convencer al mundo, incluida su esposa, de su fertilidad había sido Ángelo, al que hizo venir de Perú en 1901, con cuatro años. Era su hijo, éste de la tribu huitoto, concebido meses antes de dar fin a sus veintisiete años de aventura americana. El indio traía también los correspondientes certificados familiares —el padre ya lo reconoció allá, lo mismo que hizo con su hija, la madre de Anaconda, nacida hacia el mismo año, aunque en territorios distintos— y dio la impresión de que mi tío abuelo hubiese pasado los veintisiete años acumulando dinero, sin tiempo siquiera para respirar, y sólo al final, quizá incluso con el pasaje de vuelta ya en el bolsillo, se hubiera tomado un descanso, las primeras vacaciones, para alzar la mirada, descubrir a las indias y ponerse a recuperar el tiempo perdido.

Así como Anaconda luciría la nariz peñascosa de los Altube —algo rebajada por el mestizaje, de modo que casi sobraron los certificados de sangre—, Ángelo carecía de ella y apenas pesaron sus credenciales escritas. Vivió mi tío abuelo treinta y cinco años en la tribulación de no haber convencido a nadie —y menos a Abeliñe, su mujer, de quien se sospecha se negó a admitir al niño en el hogar por no ofrecer al pueblo la más patente prueba de la fertilidad del esposo—; entregó su hijo a una familia del interior y todos se olvidaron de Ángelo. Hasta 1907, en que reapareció en Getxo como empleado en la oficina de seguros que Efrén había abierto en el piso de Blasa, frente a La Venta: era tan despierto que, a pesar de sus diez años, supo llevar perfectamente los asuntos de la empresa creada por aquel otro precoz de dieciocho; parece que se entendieron muy bien, incluso que se admiraron, acaso movidos por su mutua condición de especímenes aparte de nuestra comunidad. En 1922 Ángelo alquilaría un piso no lejos de la iglesia de San Baskardo, en el que vivió con una gallega taciturna con la que se había casado, y abrió una frutería en Algorta. Pronto se supo que la lonja pertenecía a mi tío abuelo, quien había corrido igualmente con los gastos de instalación del negocio. Fue por entonces cuando el pueblo le empezó a llamar «Boniato», Ángelo Boniato.

Treinta y cinco años después, con Anaconda, la mujer de Saturnino repitió su comportamiento. «No tengo nada contra la extranjera», decía, «incluso me cae bien, tan hermosota… ¡Si fuera a meter en casa a todos los que me caen bien…! El cabezota de Satur quiere convenceros de que tiene en casa a una mujer podrida… ¡pero estoy más sana que san Periquito! ¡Él es el podrido! ¡Cualquier día me lo meten en la cárcel por andar comprando niños! ¡Nos va a llenar Getxo de indios!».

Las monjas del asilo se hicieron cargo de Anaconda y todo pareció ir bien durante varias semanas…, excepto que la india no soportaba el encierro ni la disciplina. Mi tío abuelo la visitaba un par de veces por semana, sin que ella manifestase ninguna emoción especial cuando la llamaba nieta. Siempre la vimos como una gran Buda, sin expresión. Quiero decir que era algo así como una mole indescifrable, sobre la que era preciso inventar cosas si se deseaba disponer del más mínimo informe, por equivocado que fuera, e incluso sabiendo que era equivocado. Es que resultaba desesperante aquella incapacidad suya por transmitirnos noticias de su interior (nunca caímos en la tentación de pensar que era desprecio hacia nosotros), más o menos perdonable en cualquier otra persona, incluso en la mayoría, pero no en ella, la hembra que no necesitaba ni siquiera andar, pasearse ante nuestras miradas para encender nuestra capacidad de creación y ponernos a inventar a la supuesta Anaconda real que se nos negaba. Se trataba del desajuste entre la cuantiosa oferta latente depositada en aquel organismo y la miseria que nos entregaba. Aunque, como sospechábamos unos pocos, la culpa era de Getxo, no de ella, cuyo advenimiento había ocurrido en un tiempo ya irrecuperable, había ocurrido demasiado tarde para sernos posible colocarnos a la altura de su mensaje. Me decía don Manuel: «Recuerda a las llamas, Asier, sobre todo al macho de la manada, y comprende que fue lo mismo». De entre los diversos machos posibles, Anaconda lo eligió a él, a don Manuel. Me gusta pensar que a la india le movió algo más seductor que la simple carne (y quizá lo indiquen así los cuarenta y cuatro años del maestro en aquel 1938; aunque Anaconda, con sus dieciséis, estaba en edad de sentirse atraída por un maduro de buen ver. Pero todo esto serían menudencias para una hembra que habitaba un plano nada convencional). Pudo elegirme a mí, o a cualquier ejemplar joven, incluso de entre los Baskardo de Sugarkea. Aunque quizá no deba hablarse de una elección por su parte, quizá no estuviera construida para ese esfuerzo. Hay que descartar, igualmente, que fuera elegida por don Manuel. De modo que sólo queda lo ilusionante: las nupcias de los elegidos.

Sea como fuere: don Manuel, el célibe. Le correspondió a él, precisamente. Una fugaz efusión perdida en una larga existencia rectilínea; unos segundos femeninos pesando más que la presencia eterna de sus dos únicas mujeres: su madre y su novia. Y el imbécil de quince años contemplándolo a través de la cristalera que separaba el aula del corredor. Y la desproporción entre las cortas palabras dedicadas al episodio y su apocalíptica repercusión: un inocente culpable como yo tratando, a lo largo de los siguientes treinta años, de convertir en palabras todo aquello para despojarle de su misterio y su terror, y don Manuel retrocediendo hasta la invisibilidad y el silencio porque entonces ni siquiera utilizó el lenguaje invisible, el no lenguaje, que solía utilizar para contarme sus inútiles meses en La Arboleda por causa de Teresa, o, a su vuelta a Getxo, la visita de mi tío Roque:

«—Tienes visita —oigo a la madre.

»Entra Roque Altube.

»—Es Roque Altube. Mira qué guapo está —dice la madre.

»Le hago pasar a mi cuarto y cierro.

»—Siéntate en esa silla —le digo.

»No se sienta. Se queda tan quieto como un árbol. No puede ni acordarse de la boina que sigue en su cabeza. No sé si me mira porque yo tampoco le miro a los ojos.

»—Mañana, lluvia —dice.

»Me siento a mi mesa y empiezo a ordenar mis libros y papeles que no necesitan que se ordenen.

»—Y va a estar lloviendo un mes —dice Roque.

»Se me cae al suelo el Quijote que estoy traduciendo al euskera.

»—No es ni más ni menos feliz que cualquiera de nosotros, pero está viva —digo, agachándome.

»—¿Eh? —dice Roque.

»—Creo que es más bien feliz —digo.

»—¿Eh? —dice Roque.

»—Es feliz. Se ha hecho socialista. Se las arregla bien para salir adelante —digo.

»En Roque no se mueve ni uno solo de los dedos que le cuelgan a sus costados.

»—¿Eh? —dice otra vez.

»—Aquello es pequeño y yo la veía de vez en cuando. Está fuerte y tiesa —digo.

»Roque carraspea. Mete una mano en el bolsillo de su pantalón de pana gris y saca un pañuelo, pero no se seca las manos ni se limpia la nariz ni hace nada con él, y me mira como preguntándome para qué lo ha sacado.

»—Bueno —dice, y se da la vuelta para marcharse. Lo que hace finalmente con el pañuelo es secarse el cogote. Y sólo entonces, al levantarme para abrirle la puerta, tropieza con su boina y se la quita.

»Pudo encontrarme en La Venta o en el bar de la plaza, pero se ha atrevido a venir hasta mi casa para darle al asunto el peso que tiene. Me asomo a la ventana: ahí va, con su aire de viejo a pesar de sus cuarenta y siete años, camino del palacio de Ella. Ha venido a engañarse con su propio engaño. Nos conocemos bien entre nosotros.

»—¿Qué quería Roque Altube? —oigo a la madre.

»—Nada —digo.

Y fue como si la señorita Mercedes hubiera preparado las cosas para cerrarle al destino toda salida que no fuera nuestra santísima trinidad: ella llevó a Anaconda a la escuela, liberándola de la disciplina de las monjas y poniéndola a vivir libremente en el seno de nuestra comunidad, esperando que adquiriera confianza, que se hiciera a nosotros, pues había llegado a saltar las tapias del convento y en dos semanas nadie supo de ella, hasta que la señorita Mercedes, en una excursión de la escuela, la descubrió en lo alto de un pino de La Galea. Consiguió que bajara del árbol y la albergó en su casa. No resultó fácil retenerla: la india sentía una aversión especial hacia las paredes, incluidas sus ventanas, aunque estuvieran abiertas, sabiendo que alguien las podría cerrar. La señorita Mercedes realizó con ella lo más parecido a una domesticación, aunque, con el tiempo, al irnos dando cuenta de la clase de criatura que era, de la manera perfecta como entendía la libertad, supimos que no fue domesticada ni una sola de sus células: simplemente, Anaconda la respetó, la amó, le cayó bien la maestra, permitió que se le acercara más que ninguna otra persona. La señorita Mercedes logró el milagro de sentarla en uno de los bancos de la escuela con las más pequeñas, y que empezara a asimilar arduamente los rudimentos del abecedario. Le dio cama y comida y, ya en plena guerra, al desaparecer la mujer de la limpieza (huyó a Santander horas antes de la entrada en Getxo de las tropas de Franco), la contrató para que se encargara de las dos aulas, pagándole el jornal de su propio bolsillo, por negarse a pedir favores a aquel Ayuntamiento que nos acababan de imponer.

El primer alcalde —provisional— de los nuevos tiempos, Benito Muro, desde el primer día de la toma de poder arremetió contra Anaconda. «Es el pecado de la carne dejado por el enemigo para resquebrajar la moral en nuestra retaguardia», proclamaba. La señorita Mercedes se hizo fuerte en la escuela contra la pareja de municipales que enviaba el alcalde regularmente con orden de imponer a la nueva señora de la limpieza nombrada legalmente en un pleno municipal; la mujer, con su escoba, balde y trapos, permanecía tras los guardias mientras éstos llamaban a la puerta y eran rechazados por una furia con cierta semejanza con la maestra. Don Benito requirió la ayuda de don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús, que no era párroco de Algorta sino de San Baskardo, y pertenecía a la raza inquisitorial de los que habían calificado de Cruzada nuestra Guerra.

Así como Benito Muro jamás traspasó el umbral de la escuela, don Eulogio sí, por permitírselo la maestra; no era un poder nuevo entre nosotros, como el alcalde: llevaba setenta y cinco años de párroco, era parte de nuestra comunidad (sus severidades religiosas nunca habían sobrepasado las habituales de los párrocos de nuestra tierra, no hicieron sospechar en qué extravagancias político-religiosas caería a partir de junio de 1937) y, además, acababa de cumplir cien años. Entraba en la escuela sin arma alguna, ni siquiera un bastón, trepaba trabajosamente a la tarima sin ayuda de nadie y se sentaba con un suspiro a la mesa de la maestra, en tanto la señorita Mercedes paseaba con expresión dura por entre los pupitres vacíos. «Hemos de salvaguardar la moral en todas partes y más en una escuela de niños», gemía don Eulogio. «Nadie ha pecado nunca dentro de estas paredes y ahora tampoco», decía la señorita Mercedes.

De un modo u otro, Anaconda solía estar presente en aquellos encuentros. El párroco se presentaba al término de las clases y, un rato después, la india dejaba su limpieza de otras partes de la escuela y entraba en el aula con sus trastos y se ponía a fregar el suelo o quitar el polvo sin, al parecer, ver a nadie. Siempre se cubrió con un sencillo vestido de tela rígida y floreada, que se lo cosían holgado para ahogar sus formas, aunque éstas acababan emergiendo. Jamás usó jersey ni abrigo, ni siquiera en invierno, algo insólito en quien procedía de un clima tropical; uno podría explicarlo imaginando a su carne emitiendo más calorías que la media; pero no: se trataba de su desvinculación de nuestras cosas, de su insobornable autosuficiencia, de hasta qué punto nos ignoraba; nos ignoraba tanto que ni siquiera advertía nuestra maldita humedad reumática. Si parecía mostrar cierto interés por las visitas de don Eulogio se debería al propio don Eulogio, a su estructura leñosa impropia de un vivo, que le recordaría los detritus podridos de sus selvas. De manera que el cura la solía tener ante sus ojos mientras la vilipendiaba; veía moverse con pesada armonía, a un palmo de sus narices, aquella materia de Satanás y pedía a la señorita Mercedes que la ordenara salir para que no se enterara de que hablaban de ella. «No se preocupe, no le escucha», decía la señorita Mercedes. «¡Pues algún día me tendrá que escuchar si usted no toma medidas!», gruñía don Eulogio. «¿Medidas? ¿Qué medidas quiere que tome contra una inocente?», silbaba la señorita Mercedes. A veces don Eulogio se incorporaba a cámara lenta. «¡Arrojarla de la escuela y devolverla a las monjas! ¡Y, de momento, ponerle un abrigo! ¿Por qué no me obedece usted? En este país siempre habíamos mandado los curas. ¡Esta mujer está dando escándalo!». «No es una mujer sino una niña», le recordaba la señorita Mercedes, «y no da ningún escándalo. Pero tendré que prohibirle la entrada a esta aula para que no se escandalice oyéndole a usted». Se bastó para defender a Anaconda del párroco y del alcalde. Don Manuel no pudo entonces ayudarla porque lo tenían en una cárcel de guerra. Fue el segundo paso de la señorita Mercedes hacia nuestra santísima trinidad.

En cierto modo, don Eulogio no andaba descaminado con Anaconda; le dio la razón lo que ocurrió al desatarse el vendaval de sexo que arrasó Getxo, a sus hombres, en la primera semana de aquel agosto sofocante de 1938. Fue una auténtica cacería de la hembra, de Anaconda; como si la india hubiese liberado de su interior, en forma de estallido, la secreción perturbadora destinada a derramarse por todo el territorio buscando el órgano olfativo de los machos. En todo caso, sólo buscaba a un macho, al maestro, el desencadenante de la locura al salir de prisión aquel 3 de agosto y ser descubierto por Anaconda y provocar su enamoramiento. Resultó excesivo para nosotros; la especie había perdido el hábito de tan pulcra comunicación, quedó denunciado el abismo de milenios entre la indiferente lejanía con que vivió aquello Anaconda y el paroxismo con que lo vivimos nosotros. El delirante acoso a la hembra duró ocho días, los que duró la ola de calor, y don Eulogio pudo vanagloriarse de haber profetizado el advenimiento del reino de Sodoma y Gomorra de manos de la carne de la protegida de la maestra. Pero, en el fondo, se equivocaba: aquello no fue sexo —al menos, no todo; el sexo fue desbordado por la fascinación del enigma que escondía semejante comportamiento; el sexo sólo fue la coartada— sino inquietante presentimiento de una degradación. Por suerte para Getxo, al término de los ocho días de locura, nadie conservó vivencia clara de lo sucedido. La señorita Mercedes, pues, poniendo la ocasión; don Manuel maltratado por una guerra que desmanteló temporalmente su visión del bien y del mal, y yo esperando mi turno de testigo atónito de la escena en que desembocaría la gran confabulación, y ya por siempre mis cíclicas protestas: «¡Cásese con ella, no se destrocen los dos! ¡Ya he crecido y comprendo las cosas!». Y don Manuel: «Mi pequeño Asier, los ojos que contemplaron aquello tenían quince años y ya nunca dejarán de tener quince años». Y yo: «¡Deje de llamarme «pequeño»! ¿«No quiere ver que ya no lo soy?».