Josafat Baskardo

25 de noviembre de 1904

Martxel se fue muy lejos de Euskadi y ama no me dejó ir con él. Ya no la llamo Ama, y ella lo sabe. Desde hace siete meses no hace más que preguntarme con voz de bruja: «¿Qué te pasa, Jaso?». Se merece que a todas horas le eche en cara sus traiciones. «Nunca me he sentido tan sola», me dice y me dice desde todos los rincones de la casa. Pero callo, sólo la miro, y ella me pregunta: «¿Qué te pasa, Jaso?». Y ocurre que hoy me lo recuerda, como si quisiera vengarse de mí de alguna forma:

—Él, el Maestro, también me abandonó. Hoy se cumple el primer aniversario de su muerte. ¿Ya lo oyes, Jaso?

Veo repugnantes lágrimas en sus ojos. Pretende cogerme las manos, pero yo retrocedo un paso.

—¡Déjame en paz, ama! —le digo.

—No creas que no me doy cuenta de que ya eres un hombre, Jaso —me dice—. Pero una madre tiene derecho a soñar que su hijo pequeño sigue siendo su niño. Al menos, esta ilusión ha de concederme el destino. ¿Cómo he permitido que te hagas hombre, Jaso? —Viene hacia mí y sus manos extendidas buscan las mías. ¡Atrás, bruja!—. Sé que a los hombres no os gustan las zalamerías, sobre todo viniendo de vuestra madre. ¡Antes era todo tan bonito! ¿Qué te pasa, Jaso? ¿Acaso no sigo siendo tu madre? ¿Qué te pasa, Jaso? ¿Por qué me miras así? ¿Qué te ocurre últimamente?

Quiero que lea en mis ojos que ya no me importa que haya muerto Sabino Arana, y estoy seguro de que me lo lee, pero la muy bruja hace como que no, y es porque si admite que me lo lee tendría que admitir también sus innombrables traiciones a Martxel y a mí.

—Hablemos, Jaso, hablemos —me dice—. Quiero saber por qué mi hijo me huye… Pero, mi pequeño Jaso, ¿verdad que no es así, que son imaginaciones mías? Dime que soy una tonta. Háblame, Jaso…

—El cielo ha empezado a enviarnos señales —digo.

—No sé de qué me hablas, pero sigue, no te calles —dice ella.

—Ayer brotó de la cumbre del Serantes una columna de fuego —digo.

—¡Qué cosas se te ocurren! —dice, avanzando de nuevo hacia mí. Le doy la espalda y empiezo a subir las escaleras. Me sigue.

—Hace una semana se vio un rebaño de ballenas en el Abra y se tragaron ocho botes con hombres y todo —digo.

—¡Qué gracia, Jaso, qué buen humor tienes! —dice ella—. También tu hermana está contenta… ¿No la oyes cantar? Ballenas aquí…, ¡qué ocurrencia!

—El martes no pudieron enterrar a tres muertos porque ellos se negaron a que los dejaran sobre aquel suelo de peña —digo.

—¿Quiénes son ellos? —dice ama.

—Los tres muertos. Es que luego no podrían abrir en la peña el túnel hasta la mar —digo.

—¡Qué tontería! —dice ama.

—¡Pues tú nos lo contaste a Martxel y a mí cuando aún te creíamos! —digo.

Me he vuelto para gritarle y ella se ha parado. Pero cuando de nuevo quiere acercarse y me dice: «¿Qué te pasa, Jaso?», le doy la espalda y sigo subiendo las escaleras, con ella detrás.

—En la misa del domingo la estatua de San Baskardo sudó sangre —digo.

—Si fuera verdad, don Eulogio me lo habría dicho —dice ella.

—¿Por qué, por una vez, no dices lo que sientes: que no es verdad, que nada de lo que nos decías era verdad?

También me he vuelto para gritarle.

—¿No te bastan tantas señales del cielo para comprender que alguien está pudriendo el mundo con sus traiciones? —le digo.

Sus ojos han dejado de acercarse y me miran con un grado de horror que es sólo un pálido reflejo del gran horror que esta bruja ha echado sobre todo lo nuestro y sobre nosotros.

—No cesan de producirse las señales —digo—. «¡Cuidado, cuidado!», nos advierte el cielo. Pero no son avisos para que nos arrepintamos o tomemos nuestras medidas… ¡Es la destrucción que se precipitará sobre nosotros irremisiblemente! Están perdidas todas nuestras esperanzas.

—¿De qué hablas, Jaso? —dice ella.

—Alguna vez, Martxel escribirá una obra en la que su infortunado personaje grite: «¡Muerte mil veces a la traidora!», y se lanzará así contra ella… —Y arrebato el escobón a la chica que está barriendo y voy contra ama usándolo como lanza y apuntando al centro de su frente.

—¡Por Dios! —dice ella, apartándose, y qué bueno es ver el miedo en sus ojos.

—¡Señorito! —oigo a la chica.

He arrinconado a ama contra el gran tiesto con la palmera del rincón del pasillo.

—¡No me gusta este juego, Jaso! —dice ama.

—¿Juego? —digo.

Fabiola no seguiría cantando si este escobón fuera una lanza y yo la hundiera en el centro de la frente de la traidora y resonara en toda la casa su grito de horror. ¡Qué justo final para la embaucadora!

—¿Verdad que nunca harías daño a tu madre, hijo? —dice ama—. Si algo he hecho bien en esta vida ha sido educar a mis hijos… ¿Qué estás mirando como una pánfila? ¿Es que ya no queda trabajo?

La chica se mueve hasta quedar entre ama y yo.

—Necesito el escobón, señorito —me dice.

Fabi, sin dejar de cantar, se asoma a la puerta de su dormitorio. Sus ojos azules se clavan en mí con un brillo de complicidad. «Gracias, Jaso», me susurra, sin interrumpir su canción.

—¿Le vas a devolver su escobón a la chica? —dice ama.

Fabi canta mientras recorre con su gran peine su larga cabellera rubia. Si la bruja que tengo ahí delante no me hubiera contado siempre que hay lamias, creería que existen y que Fabi es una de ellas. «¡Qué carta tan maravillosa!», susurra Fabi, entre palabra y palabra de la canción. «Nunca te lo agradeceré bastante, Jaso». Es a ama a quien se lo tiene que agradecer. Desde hace siete meses yo hago todo lo contrario de lo que quiere la bruja, y la bruja quiere que Fabi y Román no tengan relaciones. Fabi está de nuevo en casa después de un año en un convento. La bruja la ha traído para que pase con nosotros el primer aniversario de la muerte de Sabino Arana, y luego las navidades. Como la bruja no la pierde de vista, me he prestado a llevarle sus cartas a Román y las de él a ella. Estoy seguro de que a Martxel le gustaría oír esto. ¿Acaso no quería que yo le acompañara a Ceilán? Durante aquellas semanas de desesperación me tuvo a su lado. «No llores, todo se arreglará», le decía yo. «Andrea no puede ser más que tuya. Siempre lo ha sido y Dios hará que se cumpla el mejor destino para los dos». Ahora, ¿quién le hablará así en el otro extremo del mundo? Sin embargo, la bruja no quiso que yo le acompañara. ¡Era doloroso ver llorar a un hombre tan fuerte como Martxel! «Es imposible que esté ocurriendo esto», le decía yo. «Ha de ser un mal sueño. No, no. Ama no ha dado ese paso». Era en febrero, cuando aún ama seguía siendo para nosotros Ama, cuando no podíamos admitir que nos hubiera engañado desde el principio. ¡Ciegos, ciegos! ¿Acaso no había ya fundado sus astilleros, sus propios astilleros, que ella misma dirigía a través de aquel equipo de ingenieros ingleses? Se las arregló para conseguir el capital necesario, vendió tierras e interesó en el asunto a miembros del Euskeldun Batzokija, y sigo oyendo sus palabras: «Mientras ellos acceden en solitario al poder económico, sin importarles traer la maldición a nuestro pueblo, ¿qué hacemos nosotros, los desplazados, dejando en manos de otros nuestro destino? Camilo Baskardo es uno de los culpables. ¡Mi propio marido! He luchado inútilmente por recuperarle. De manera que me enfrentaré a él, ¡a mi propio marido! Pero mis hijos son maravillosos y están conmigo». Se ganó a varios de los fundadores del Partido, incluso de la Junta, y creo que hasta al propio Sabino Arana también. Y así empezó. Creo que ella llegó a advertir alguna confusión en las miradas de Martxel y mías, porque un día nos dijo: «¿Sabéis que el padre del Maestro fue también dueño de astilleros? ¡Qué coincidencia!, ¿verdad?». Pero ¿en qué se diferenciaba su empresa de las de aita? Martxel y yo nos dejamos engañar cuando nos decía, igualmente, que sus tres mil obreros eran todos vascos. «¿Os dais cuenta?», nos decía. «Si vuestro padre hiciera lo mismo en sus minas y fábricas, si los demás dueños de industrias amaran a nuestra patria tanto como lo juran de palabra, en Euskadi no habría maketos ni esas ideas infernales y ateas que pretenden cambiarnos, es decir, destruirnos». ¡Cómo nos gustaba escucharla! Todo lo que ella hacía tenía que estar bien, porque era Ama. Y tenía que estar bien porque no estaba bien para aita. «Eres el hazmerreír de todos», le decía aita. «¡Una mujer fundando y dirigiendo unos astilleros! ¡Esas cosas están reservadas a los hombres! ¿No eres tú la que defiende las viejas costumbres de nuestro pueblo? ¿Cuándo se ha visto entre nosotros que una mujer se salga del lugar que le corresponde e invada el de los hombres para intentar moverse como uno de ellos? ¿Por qué no te pones de una vez pantalones? ¿Sabes lo que comenta don Eulogio? No puedo decírtelo delante de nuestros hijos». Ama parecía no escucharle; seguía con lo que estuviera haciendo, aunque de golpe levantaba el rostro o lo volvía hacia aita con esa lentitud con que uno atiende a las cosas que sólo merecen desprecio —¡y qué satisfacción sentía yo al ser testigo de que le daba el mismo trato que a un gusano!—, y le decía a media voz:

—Tú me obligas. He de velar por el porvenir de mis hijos.

—De nuestros hijos.

—De mis hijos. Tú ya los has perdido.

—Has sabido quitármelos.

—Desertaste de ellos, de mí y de nuestro pueblo. Si prefieres a la otra familia, no sé por qué no te vas con ella.

—Hasta Dios perdona, sobre todo cuando sólo hay un error que perdonar.

Y entonces ama se permitía una ironía y exclamaba: «¡Uff, uff, uff…!», levantando la cara al techo con los labios haciendo pucheritos, parpadeando y concluyendo con una mirada de fingido espanto a los hijos que estuviéramos presentes, una mirada de advertencia, un aviso más para prevenirnos de aita (¡Dios!, ¿cómo he podido perder tanto amor y tanto entendimiento mutuo?). Ama parecía más fuerte si yo estaba junto a ella. Nuestro enemigo era aita. Ahora ella también es mi enemigo. ¿Y él?

«¿Por qué no te pones de una vez pantalones?», decía aita, y cuando lo decía yo recordaba que lo había dicho en más ocasiones: era una pregunta que brotaba de sus labios de tarde en tarde, aunque nunca se la oí antes de que ama la emprendiera con sus astilleros. Sin embargo, su mirada al pronunciarla sí que era como la mirada que solía dirigir a ama en silencio antes de que la pronunciara por primera vez. Luego comprendí que con sólo la mirada ya le decía lo que después le diría de palabra. Aita tiene conciencia de que es un gusano al lado de ama. Nunca se le enfrenta. Pienso que si se hizo capitán de empresa fue por ser alguien fuera de nuestra familia. Por eso no resiste que ama intente ganarle también en su propio terreno… ¡Sí, Dios, en el mismo terreno, por mucho que ella lo niegue! ¡Aita y ama son despreciables! Pero escúchame, bruja: tu Jaso ha cambiado, ya no es el tonto de antes, ya no le importa que destrocéis nuestra patria con la caca de vuestras industrias. ¡Sé que a Martxel tampoco le importa! ¿Por eso le heriste, obligándole a huir tan lejos? ¿Pretendías separarle de mí para recuperar mejor al idiota de Jaso? ¡Pues sabe que, aunque Martxel no esté a mi lado, él y yo seguiremos teniendo un solo pensamiento! ¡Él te odia y yo también te odio!… Aquel día la propia Andrea nos lo reveló: «Vuestra madre ha hablado con la mía», apenas logró decir entre ahogos de muerte. «Que empiecen a ponerse de acuerdo para la boda», dijo Martxel. «¿Por qué lloras? ¿Qué te pasa?». Andrea nos miró a Martxel y a mí como si mi hermano y yo fuéramos una misma persona. «Vuestra madre ha hablado con la mía», dijo otra vez, y yo pensé que se le reblandecerían las mejillas de tanto llorar. «Claro, las bodas empiezan hablando las madres», dijo Martxel. «Ha llegado el esperado tiempo de las palabras desnudas». Y Andrea seguía llorando y no se preocupaba de sus lágrimas y ni Martxel ni yo sabíamos por qué se ponía así…, ¿era por la emoción?…, pronto comprendí que había algo más. «Vuestra madre ha hablado con la mía», dijo por tercera vez, y añadió: «Tu madre ha hablado con la mía», y esto nos tenía que haber bastado, pero Martxel la tomó por los hombros y dijo: «El momento merece un beso», y entonces fue cuando ella pareció darse cuenta de que Martxel y yo éramos las dos únicas personas en el mundo incapacitadas para admitir aquella verdad sobre ama. Y fue como si Andrea se sobrepusiera a la ineficacia de sus frases y la emprendiera con dos niños imposibles. Se revolvió como una gata furiosa, desprendiéndose de las manos de Martxel: «¡Ya no me puedes besar!, ¿no lo comprendes?», gritó. «¿Ni estando Jaso aquí? ¿Por qué no, si siempre…? ¿Qué te pasa?», y el pobre Martxel no sabía dónde meter el asombro de su cuerpazo repleto de músculos. Andrea dio la vuelta y se lanzó a una carrera de animal perseguido. «¡No nos veremos más! ¡La madre me ha dicho que lo nuestro se acabó! ¡Adiós, adiós, adiós para siempre!». Y Martxel tardó en echar a correr tras la espalda que gritaba aquellas palabras terribles. «¡Andrea, Andrea! ¡No sé de qué me estás hablando, pero nuestro amor está por encima de todas las cosas!», pero a ella la llevaban unos demonios más rápidos y no la alcanzó…

Entro en mi dormitorio, con ama detrás. Me sigue como un perro con mala conciencia, y resultaría excitante verla sufrir si no fuera porque su presencia me es insoportable. Advierto en sus pasos el susto que le acabo de dar con el escobón.

—¡El cuadro, otra vez! —exclama.

Y va a la pared y sus dedos tocan el marco justamente cuando le grito:

—¡Déjalo como está!

—Pero… ¿no ves que alguien lo ha vuelto contra la pared? Quisiera saber cuál de las chicas se empeña diariamente…

La aparto del cuadro de un empujón.

—¡Soy yo! —digo. Abre los ojos como si acabara de ver al diablo—. Y tú lo sabes. Y cerraré mi puerta con llave para que no entres a cambiar lo que yo quiero que esté así para siempre… ¡Sabes muy bien que soy yo!

—Pero Jaso, ¿qué tienes contra el cuadro de la neskita? Lo subiste aquí cuando todavía eras casi un niño, ¿lo recuerdas? Quisiste tenerlo en tu habitación para poder contemplar a tus anchas la preciosa carita de vasca de…

—¡Cállate!

—Por favor, Jaso, hijo, no grites así a tu madre.

—¡Lo quemaré, con todas las demás mentiras! —digo.

—¡Te gustaba tanto cuando eras pequeño! Te dormías con la luz encendida para poder verla hasta que se te cerraran los ojos, y luego tenía que venir yo a apagarla… ¿Cómo ahora, de pronto, parece que te hace daño ver la preciosa carita" de vasca de…?

—¡Mentira, mentira, mentira!

—¡Jaso, por Dios!

—El espíritu burlado empuñó la espada —cojo el atizador de la chimenea— y se dispuso a vengar tantos años de engaño y cabalgó hasta lo alto de la colina —doy un salto y quedo en pie sobre mi cama—, a fin de descubrir al monstruo traidor, y… ¡allí estaba!, solazándose en la contemplación de su propia obra, la gran ruina, y el vengador se abalanzó sobre ella y todo el bosque escuchó, complacido, el trueno de sus pulmones: «¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!».

La bruja corre al pasillo llamando a la chica y me deja solo. Desde ahora, lo suyo será huir. Cierro la puerta y oigo sus voces al otro lado de la madera… Martxel se sentiría orgulloso de mí: ¡estoy viviendo el verdadero final de la obra de teatro que escribió! Él mismo me lo dijo antes de partir: «Espero regresar alguna vez a esta maldita tierra y entonces será el momento de cambiar el final de Alma vasca, o de cambiarla toda, su espíritu y su intención, de modo que quienes la lean o la vean representada no se llamen a engaño sobre tanto mito como nos pudre». Se sentiría orgulloso de mí si me viera representar, por adelantado, las escenas que él escribirá cuando regrese. Me sentaré a su lado y podré corregirle con conocimiento de causa: «Ahí debes poner esto», y «lo otro», y «debe ser en esta escena cuando Patxo empiece a descubrir la mentira en que siempre le tuvieron», y «de modo que el resto ha de ser cambiado en la misma línea», y «en la última escena, Patxo llorará… ¡un baserritarra de cerca de dos metros llorando!, y ya no tendrá que recitar aquel ridículo discurso final: "Hasta el campo, y la tierra, y los árboles, y los montes, y las aguas del regato, y las paredes de nuestro viejo caserío parece como que se regocijan y alegran. Es que el Alma Vasca, que vive y palpita en ellos, se alegra y regocija con la vuelta del hijo a su antiguo hogar", porque ya no habrá vuelta al viejo caserío, porque el viejo caserío ya no pertenece a Patxo, le ha sido robado, no por el castellano que pretendía levantar una fábrica de papel en la tierra ocupada por la vivienda centenaria, sino por Lartaun, el señor Delatorre y amo de todas aquellas tierras y del río». Martxel escribió la obra hace tres años en sólo un mes, y me sentí tan feliz y tan pleno como si yo mismo la hubiera escrito. Con el cambio que él y yo introduciremos, el maldito ya no será el castellano, sino Lartaun. ¡Que lo oiga así nuestro pueblo engañado!: ¡Lartaun! ¡Lartaun! ¡Lartaun! El castellano atropellando al noble vasco…, ¡qué buen alimento para ingenuos! Así aparece aún en la obra de Martxel Alma vasca, escrita cuando él y yo éramos ingenuos: irrumpe el maketo y elige el bajo llano del caserío de Patxo para emplazamiento de su fábrica. Es amo de esa tierra el señor Delatorre de Lartaun, quien tranquiliza a Patxo: «Amigo mío, nadie te arrojará mientras el nombre de Lartaun resuene en estos valles». Patxo ama a Bilbiñe, hija de Lartaun, y ella le corresponde. El maketo engaña a Lartaun y se hace con la tierra deseada. ¿Cómo? Consigue que la apueste en las pruebas de bueyes, y la pierde. Llega una cuadrilla de peones a demoler el caserío, pero estalla una tormenta y los rayos funden el metal de sus herramientas; regresan con otras nuevas, y es entonces el huracán el que se las arranca de las manos; intentan la demolición por tercera vez, pero crecen como nunca las aguas del río y arrastran a los braceros del maketo, y nadie se atreve a sustituirlos, porque todo el mundo entiende que es el alma de la tierra la que provoca el rechazo. Se casan Patxo y Bilbiñe, y la obra termina con la bobalicona oración de «Hasta el campo, y la tierra, y los árboles…» y todo lo demás… Yo no me cansaba de decir, entre lágrimas a Martxel: «¡Dios mío, así somos, así somos…», y ama, en muchos días, apenas hizo otra cosa que abrazarle, y consiguió que el cuadro artístico del Centro Navarro estrenara la obra en el teatro Amaga, y que todas las publicaciones vascas: Euskalduna, La Patria, Bizkaitarra, Baserritarra, Euskadi… se derritieran en alabanzas. Y, cosa natural, La Lucha de Clases, socialista, dijo que la atacaba, no sólo por nacionalista, sino por mala… Alma vasca reprodujo el enfrentamiento tradicional. ¡Cómo cerramos filas en torno a Martxel! Estábamos muy orgullosos de que la obra se entendiera como el gran mensaje que nuestro pueblo se enviaba a sí mismo y al resto del mundo como total expresión de su propio ser… ¡Dios mío!, ¿dónde quedó aquel maravilloso tiempo? Éramos Martxel y yo tan ingenuos, tan ignorantes… Todo, entonces, tan maravillosamente perfecto. ¡Muerte mil veces a la bruja!… Ahora Martxel entrará a saco en su obra, para cambiarla y para que se convierta en la bomba que acabe con el reino de los falsarios. No será el maketo el culpable de que Patxo pierda su caserío y sus tierras: el culpable será Lartaun, el señor Delatorre, el cual, sencillamente, vende su propiedad al castellano. ¿Por qué? Porque se opone, en secreto, al amor entre su hija y Patxo, porque se niega a que el simple aldeano emparenté con los altos Lartaun. Alma vasca terminará con la marcha del pobre Patxo a las Américas, despojado de la tierra que los suyos habían trabajado a lo largo de los siglos, y perdiendo a su novia vasca…, ¡traicionado por cuanto él creía que era suyo! Le diré a Martxel que ponga en boca de Patxo estos gritos: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?», que lanza al rostro de Lartaun: los mismos gritos que Martxel lanzó a ama después de que Andrea le gimiera que jamás volverían a verse. Martxel corrió a casa, buscó a ama —y fue como si ella se hubiese escondido al regreso de su furtiva visita a Altubena— y la arrinconó con esos pobres gritos irredimibles: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?», y Martxel lloraba las mismas lágrimas de confusión y dolor que deberá llorar Patxo, y acabó gritando lo mismo que deberá gritar Patxo: «¡Mentira! ¡Mentira! ¡Mentira!». Yo mismo interpretaré el personaje de Patxo por los frontones de todos los pueblos de Euskadi…, ¡yo, el tímido y enmadrado imbécil, denunciando el engaño y la mentira de ama, la traidora! Lo haré porque me asiste todo el derecho, como nos asistía a Martxel y a mí cuando nos vestíamos de baserritarras y recorríamos nuestra tierra en misión de purificación… ¡Dios mío!, ¿dónde quedó aquel maravilloso tiempo?… En 1901, en abril, Martxel y yo escuchamos en el Centro Vasco de Bilbao aquella conferencia de Arturo Campion contra el socialismo. Salimos enardecidos. Hasta entonces sólo a ama habíamos oído lamentarse del peligro que corría nuestro pueblo. Aquel gran hombre, Campion, vino a sacudir, con vendaval nuevo —o sólo a quebrar la monotonía del lloriqueo de ama—, la tragedia común. Allí, sentados, escuchándole, Martxel y yo lo decidimos todo sin palabras, sólo mirándonos. Nos conjuramos para actuar…

«—¿Qué dices?

»—Suéltala. Es pecado agarrar así a una muchacha en el baile.

»—¿Qué dices?

»—Los vascos siempre hemos bailado a lo suelto.

»—Déjame en paz.

»—No, porque la mayoría de los que están en esta plaza piensan como yo.

»—¿Quién eres? Tú no eres de este pueblo. No nos gusta que gente de fuera venga a…

»—Mira cómo bailan a lo suelto los mayores. Os enseñan a los jóvenes…

»—¡A mí nadie me dice cómo debo bailar en mi propia plaza!

»—Los vascos siempre hemos bailado a lo suelto.

»—Los tiempos cambian. Hay que ser moderno para que no te llamen aldeano.

»—¡Los tiempos no cambian! ¡Los tiempos no cambian!».

¡Resultaba magnífico ver al poderoso Martxel enfrentándose a los que colaboraban con el enemigo! Nos hicimos con un calendario de fiestas y romerías y ocupábamos las primaveras y los veranos en viajar de un pueblo a otro, de una plaza a otra, reconviniendo a quienes daban escándalo con su comportamiento extranjero. Martxel era capaz de llegar a las manos, y tenía que ser el otro muy fuerte para vencerle, aunque casi siempre se juntaban varios contra él y le trataban como a cualquier invasor de su territorio que quisiera quitarles las novias. Martxel recibía la paliza sin rencor, y yo…

«—¡Jaso, Jaso, ayúdame! ¡Atrévete!

»—Los maricas hacen bien en no meterse en esto.

»—¡Jaso, Jaso, no tienes que hacerlo por mí, sino por ti!

»—Vino con él y ahora le deja solo.

»—Así son los señoritingos.

»—Le tiraríamos al suelo de un soplo.

»—¡Cuidado…, ah, ah, ah…, que te comemos!

»—¡Jaso, Jaso, no dejes que te asusten, échate sobre ellos, te aseguro que no duelen los golpes que se reciben por defender…!».

Pero, contemplando el martirio de Martxel, yo sufría más que si me golpearan, así que también sufría por nuestra causa. ¡Maldita ama! ¡Maldita ama! ¿Por qué me sigues acosando como cuando era pequeño?

Y también la buscábamos a ella, a la modelo del cuadro: Martxel y yo pateándonos toda Euskadi, Martxel cargado con la pesada mochila, alcanzando hasta los valles más remotos después de salvar los montes más difíciles; acercándonos a las pastoras para verles bien el rostro; o a las familias que faenaban en sus campos, aislando con nuestras miradas a la muchacha o muchachas jóvenes, aun a riesgo de parecer insolentes…

«—Ama dice que la neskita tendrá ahora, más o menos, mi edad, que ya no es aquella niña de doce años.

»—Esperemos que no haya cambiado mucho.

»—Una cara como la suya no cambia nunca. La llevo grabada muy dentro de mi alma. Y tú también, ¿verdad, Martxel?

»—Sí, yo también.

»—La encontraremos.

»—Sí, la encontraremos.

»—Ese Aurken hubo de tenerla delante para pintarla.

»—¿Y si pintó una cara que no existe?, ¿si simplemente se la inventó?

»—No importa que un rostro así haya sido visto o no con los ojos de la cara. Existe, está en alguna parte de nuestra tierra, esperándonos… ¡Siempre nos ha estado esperando, incluso antes de que lo pintara Aurken!

»—Incluso si Aurken no lo pintó.

»—¡Aurken lo pintó, aunque no tuviera delante de sus ojos a la neskita como modelo!

»—Bien, bien, la encontraremos, no hay duda. Ha de estar entre nosotros.

»—Así es, Martxel, la encontraremos. Pero no sólo porque se encuentre entre nosotros, sino porque ese rostro somos nosotros.

»—A veces, Jaso, me sorprendes… ¿Quién te inspira para expresar tan cabalmente lo nuestro?

»—Dios.

»—No hay duda de que la encontraremos… ¿Y qué ocurrirá después?

»—¿Eh?

»—¿Qué haremos con ella?, ¿qué harás tú con ella?

»—Se la llevaremos a ama.

»—¿Ama?

»—Nunca nos agradecerá bastante el que la hayamos encontrado.

»—Bien… ¿y luego?

»—La acompañaremos a mi cuarto a que se vea a sí misma en el cuadro de Aurken.

»—Y… ¿qué más?

»—La devolveremos a su caserío y podremos verla cuando necesitemos hacerlo.

»—¿Devolverla? Mírate a ti mismo, Jaso: ¿acaso ignoras que la amas?

»—¿Amarla?

»—Cuando tus sueños se concentran en una mujer es que la amas.

»—Bueno: la amo.

»—Así que no la dejarás irse…

»—Tú también la amas.

»—¡Sí, pero yo ya tengo a Andrea!… ¿Por qué enrojeces? ¿Por qué dices: «se la llevaremos a ama», «la acompañaremos a mi cuarto», «la devolveremos a su caserío»…? «No es cosa de todos, nuestra, sino tuya…, ¡tuya! ¿Qué harás con ella, Jaso, cuando la encuentres? ¡Dios mío!, ¿por qué te pones como un tomate?».

… o preguntándoles si había alguna muchacha de mi edad dentro del caserío, y, si la había, pasando a verla, después de tener que explicar a la familia que buscábamos a una que posó alguna vez para un pintor de Bilbao, y ellos, siempre, hasta ahora: «Por aquí no ha pasado nunca ningún pintor», y otra vez al camino, o al monte, en busca del nuevo caserío, del nuevo pueblo, al principio a pie, cuando las distancias no eran largas y podíamos regresar a casa por la noche, aunque en poco más de un año ya teníamos batido un territorio de treinta kilómetros de radio, y entonces ama nos compró caballos, también a causa de que mi mala salud se había resentido con estos viajes. «¿La habéis encontrado?», nos preguntaba ama, besándome…, ¿por qué no besaba también a Martxel?… Todo habría sido más fácil si Aurken no hubiera muerto. Nos lo dijo su hermana, cuando visitamos su estudio en Bilbao. Juro que fue decisión de ama, no mía. ¡Juro que ella se empeñó en colgarlo allí!… («¿Por qué no besa también a Martxel?»). Desde que tuve el cuadro en mi habitación, pude mirar la carita sin remordimientos de conciencia. «Hola», le decía, y «Adiós, hasta mañana», o «Ya no me resignaría a dejar de verte al abrir los ojos». Desde entonces, me vestía y desnudaba detrás del biombo y, al acostarme, le susurraba las cosas buenas ocurridas durante el día, callando las malas, por no entristecerla, aunque mi cara me traicionara y yo leyera en sus ojos la súplica de que se lo contara todo. Ama, pues, la admitía en mi cuarto; ya lo digo: fue decisión de ella. «Así lo quiere», me decía. «Martxel también tiene a Andrea… y ama no sufre», y entonces recordaba yo que ella, ama, había dejado de besar a Martxel cuando mi hermano cumplió quince años… y no ocurrió lo mismo cuando yo los cumplí. Todo era, pues, diferente. ¿Diferente? ¿Éramos diferentes Martxel y yo? ¿Era ama diferente cuando miraba a Martxel que cuando me miraba a mí? ¿Eran diferentes Andrea y la figura del cuadro?

«—¿Cuándo se ha visto en enero una tarde tan soleada? ¿No os gustaría ir a Bilbao, al estudio del pintor Aurken?

»—¿Para qué?

»—Hace ocho años le compré personalmente el retrato de la neskita. Creo que me gustaría saber quién es esa muchacha…, ahora la niña será ya una bella muchacha…, en qué parte de nuestra tierra vive… ¿Qué me dices a esto, Jaso? ¿Verdad que te haría muy feliz conocer de verdad a tu mejor amiga?

»—¿Conocerla?

»—¡Claro!, encontrarte con la persona viva que hay detrás de ese lienzo, satisfacer tu curiosidad de tantos años, y nosotros la nuestra. ¿Es que, Jaso, no sientes curiosidad por saber si Aurken se dejó en los pinceles alguna pureza más de la niña modelo, por saber cómo es ella ocho años después? ¿Por qué hablo de años? Entre los vascos, el tiempo no existe… No te preocupes, Jaso, que la neskita conservará su virginal encanto. Estoy segura… Mira: tenemos en el comedor el gran retrato que alguien le hizo a vuestra abuela a sus dieciocho años… ¿No es la misma que ahora?… ¡Oh, Jaso, hijo mío, no pongas esa cara, que tu neskita no será ninguna abuela, sólo han transcurrido ocho años! Aún te podrías casar con ella…

»—¿Qué te pasa, Jaso?

»—¡Qué tierna es la piel de tu hermano!, ¿verdad, Martxel? Enrojece con la delicadeza de una rosa…

»—Pronto se nos pondrá rojo enseñándole una flor.

»—¡Qué sensibilidad tan enternecedora la de mi niño! ¡Ven, ven a los brazos de tu amatxo!».

Ella lo deseó. ¿Por qué? ¿Acaso me quería menos o había dejado de quererme del todo? Bueno, no, pues recuerdo que seguía siendo tan empalagosa, con sus abrazos y besuqueos. Y yo consintiéndolos, gozando de ellos, aunque sin dejar de pensar en la carita del cuadro, y temiendo que ella me lo leyera en los ojos y en el temblor de mis labios. Pero lo deseó, lo buscó, de ella fue la idea de visitar al pintor Aurken, de entregarme en cuerpo y alma a la mujer del cuadro… ¿Acaso no dijo ella misma que ya sería una bella mujer? Iba a entregar una mujer a su Jaso. Una mujer. ¡Bruja!, ¿por qué siempre lo resolvías todo sin consultarme?

«—¿Quién se morirá si su niño no se despide con un beso?

»—Tú, Ama.

»—¿De verdad, de verdad? ¿Estás seguro?

»—Sí, de verdad. Estoy seguro.

»—Y ¿te gusta o no?

»—Me gusta.

»—¿Mucho, mucho?

»—Sí, me gusta mucho, mucho.

»—Hijo malo: querrás que me muera cuando dejes de besarme.

»—¡No, no! ¡Yo nunca dejaré de besarte!

»—¡Oh, mi pequeño Jaso, mi niño!».

Lo deseó. Al menos lo hizo. Yo jamás le habría llevado a ella a ninguna parte del mundo a conocer a aita. Y ella, ¿le habría llevado a Martxel a conocer a Andrea, como me llevó a mí a conocer a la mujer del cuadro? Creo que ama ignoraba que Martxel y Andrea seguían viéndose como novios, que no habían interrumpido en un solo fin de semana lo que empezaron hace años, de niños; o entendía que no pasaba de ser un juego; o no lo quería saber del todo, confiando en una ruptura natural. Cuando lo supo, en febrero, hace ahora nueve meses, puso fin a esas relaciones con la maldad con que la muy bruja sabe hacer las cosas. En cambio, quiso que yo conociera a la mujer del cuadro. ¿Es que son diferentes Andrea y la mujer del cuadro? ¿Pude ahorrarme el pedirle perdón el día en que lo colgué en mi dormitorio, e igualmente ahorrarme tanta mala conciencia por creer que la traicionaba diariamente con aquella carita y aquellos ojos, vigilantes y perfectos, que ya tenían que conocer de mí tanto como la bruja? ¿Nos veía la bruja a Martxel y a mí con los mismos ojos? Le he dado mil vueltas; supongamos que le quisiera a él menos que a mí: ¿por qué, entonces, su brutal orden de que rompiera sus relaciones con Andrea? Alguien le habló; alguien, prostituido por el dinero, la convenció de lo inadmisible de aquel noviazgo; alguien la engañó, supo ganársela para la injusticia obligándola a comportarse como nunca lo habría hecho; alguien que quería borrar aquella mancha y aquella amenaza la forzó a que también creyera que necesitaba borrar aquella mancha y aquella amenaza… Me aferré a cualquier explicación que justificara la intolerable reacción de ama prohibiendo el amor entre Martxel y Andrea…, ¡pero no la encontré, no la había, no podía haberla! Si ama no besaba a Martxel, si le quería menos que a mí, ¿por qué le apartó de aquella mujer y por qué a mí me acercó a la otra? ¿Qué incomprensibles leyes regían sus celos?

Lo deseó. Lo hizo. La vi derrumbarse cuando supimos por la hermana que el pintor Aurken había fallecido. «Necesitábamos de él una información. Quizá usted nos la pueda proporcionar», suplicó ama. «Se trata de un retrato que su hermano pintó hace ocho años». Aquella mujer nos explicó que Aurken era muy desordenado con sus cosas, que vendía toda su producción y no llevaba cuenta de nada. «No buscamos el cuadro, que lo tenemos en casa, sino a la modelo», dijo ama, «una preciosa niña». La hermana exclamó: «¡Vaya usted a saber!». Y ama, muy excitada: «¿La vio usted?, ¿la conoció?, ¿dónde vivía?». La hermana gruñó que cómo iba a recordar si conoció precisamente a aquella modelo, si ignoraba a qué retrato se refería. La excitación de ama aumentó: «¡Era inconfundible, de no olvidarla nunca: una carita de ángel vasco, unos ojos…! Pero mi pequeño Jaso se lo explicará mejor…». Y yo sufrí un sobresalto y me mordí los labios y Martxel hizo aspavientos, tocándose su cara y mofándose así cruelmente del enrojecimiento de la mía. «Habla, Jaso, como si estuviéramos solos en casa», dijo ama. Le supliqué con la mirada, con el retraimiento de mis hombros. «Expresa tus sentimientos, Jaso. Nadie debe avergonzarse de expresarse como es», dijo ama. No era sólo mi maldita timidez; no era sólo eso. Luché por no cruzar mi mirada con la de ama, pero de pronto descubrí en el fondo de sus ojos el fulgor de la letanía que yo ya estaba emitiendo: «… carita de ángel vasco, ojos de inmarchitable pureza, carne tierna y recia, cuello inquebrantable, dulcísimo mentón roqueño, nariz racial, orgullosa cabeza serena, frente santificada por Dios…», aquel maldito ejercicio literario que, sentados ante el cuadro, ama y Martxel me ayudaron a redactar para mi profesor particular de lengua y que acabó siendo la enfervorizada retahíla que hube de aprender de memoria y recitar como un tonto cuando ella me lo pedía o cuando yo mismo, en la soledad de mi habitación, se lo dedicaba al icono que presidía mis noches. «Es Jaso, mi hijo pequeño», dijo ama cuando concluí. Supongo —ahora, hoy— que aquella mujer pensaría que éramos una familia de locos. «No sé de quién me hablan», dijo. «Haga memoria, por favor. Fue hace ocho años, no más: no era un cuadro que llevara tiempo pintado, Aurken le estaba dando los últimos toques cuando yo llegué… ¿No me recuerda usted? Quizá me abriera la puerta…», dijo ama. «Hace ocho años teníamos una criada», dijo la mujer. «O quizá nos cruzáramos en alguna parte de esta casa, en el estudio de su hermano, por ejemplo… Y usted se preguntará: "¿Por qué esta señora se queja de que yo no la recuerde si ella no me recuerda a mí?". ¡Ah!, pero es que yo, al verme ante el cuadro, dejé de ver cosa alguna que no fuera aquella carita sin igual… Pero ¿acaso importa el que usted no me recuerde? ¿Qué importo yo? ¡Lo único que importa es la niña! ¿No la recuerda? No ha transcurrido tanto tiempo…», dijo ama. «Lo siento, no la recuerdo. Es posible que mi hermano pintara el retrato sin modelo, sólo de memoria, con la idea fija en una cara vista en cualquiera de sus paseos», dijo la mujer. «Sólo falta que usted me diga ahora que se la inventó… No, esa cara existe, hay muchas semejantes en nuestra tierra… ¿Cómo iba a pintar el exigente de Aurken una cara de memoria si tenía a mano la real? Pero ¿dónde, dónde la tenía?, ¿de dónde la trajo?», dijo ama. «¿Por qué no se lo preguntó a él?», dijo la mujer. Si yo la miraba sentía que debíamos marcharnos, porque estoy seguro de que nos tomaba por locos; pero cuando miraba a ama habría sido capaz de golpear a la mujer para obligarla a estrujarse la memoria. «Es que entonces no imaginé la importancia que llegaría a tener para nosotros. Fue Jaso, con su sensibilidad quien… ¿No es verdad, Jaso? Dile a esta señora lo que representa la neskita… ¡Por Dios!, ¿tampoco recuerda usted si procedía de un caserío, si llegaba con ropas aldeanas o si se las ponían aquí? ¿No recuerda si usted misma la vestía? Quizá recuerde que, por aquellos días, había de lavar más prendas, o plancharlas, o simplemente guardarlas bien plegadas hasta la sesión del día siguiente…», dijo ama. «Hace ocho años teníamos una criada», repitió la mujer. «Oh, sí, sí, pero una criatura como aquélla forzosamente hubo de llamar su atención, como llamó la mía cuando la vi en el cuadro… ¡Dios mío, pero si yo ahora estoy sintiendo la presencia de esa niña entre estas paredes…! Porque estuvo aquí, sentadita en el estudio, mientras su hermano la pintaba… ¿Aún conserva usted el mismo estudio?», dijo ama. La mujer contestó que sí con una súbita pizca de humedad en sus ojos, y ama quiso saber si nos permitiría pasar a él. Nos hizo la mujer una seña y la seguimos pasillo adelante, entre dos paredes con cuadros hasta el techo. Ama se precipitó por la puerta del estudio, exclamando: «¡Estuvo aquí, la siento todavía! ¿No quedará alguna pista que nos lleve a ella? Un boceto con una dirección, el primer boceto para ese cuadro, cuando él apenas conocía a la niña y necesitó… Aunque es de suponer que viniera acompañada de algún familiar… ¿No hablaba usted con esta persona mientras su hermano pintaba? Haga un esfuerzo», dijo ama. «Ni siquiera recuerdo el cuadro. Mi hermano hacía muchos, sin parar, uno detrás de otro, y a veces pintaba varios a un tiempo», dijo la mujer. Ama ya no sabía por dónde tirar. Aquella mujer tampoco ayudaba, y entonces la odié, no ahora: sé que soportaba a ama por elemental corrección…, pues ya habría descubierto que representaba una comedia. Estoy seguro de que lo sabía. Se anticipó en varios años a Martxel y a mí. ¡Y era su obligación habernos revelado la verdad, en vez de condenarnos a varios años más de sometimiento a la bruja!… Nadie habló en un rato, mientras ama recorría el amplio estudio fisgoneando aquí y allá, poniéndose de puntillas o agachándose para observar mejor algo que había llamado su atención, acariciando superficies o levantando objetos para mirar debajo, abriendo, incluso, un armario ropero, buscando, sin duda, las ropas con que posó la niña. Al cabo, se volvió y me atrevo a decir que sólo en mí clavó su mirada rota. «Jaso, Jaso», susurró, y ya no pude resistir el dolor de su expresión muerta y me precipité hacia ella, aunque no caí en sus brazos, sino que fueron los míos los que la acogieron, y algo así nunca antes había ocurrido. «¡Qué importante era para ti!», susurró. «¡La buscaré, Ama, la buscaré!», le dije, le prometí, le juré. ¿A quién se lo estaba jurando? ¿A ella?, ¿a mí? Me encontré perdido. Se lo juraba a ella y no la hería. Me lo juraba a mí, pero sólo porque ella así lo deseaba. ¿Qué ocurría en el mundo? Luego, vino la vibrante conferencia de Arturo Campion y nuestro peregrinar en busca de la modelo y la insoportable pregunta de Martxel: «¿Qué harás con ella cuando la encuentres, Jaso?». Vivimos aquellos tontos años en la creencia de que estábamos salvando a Euskadi. ¿Lo creía también Martxel? Él no es como yo, pero se comportaba como si lo creyera. Sí, sí que lo creía: estaba tan engañado como yo. Escribía apasionadas reseñas sobre nuestros viajes, que publicaban las revistas vascas, especialmente La Patria, semanario de Sabino Arana. Se disputaban sus trabajos. En dos o tres ocasiones el propio Sabino Arana los mencionó en algún artículo suyo, animándole a seguir en su «tarea salvadora» —así la calificó expresamente—, y poniéndole como ejemplo. Mi hermano adquirió cierto renombre y, hacia el final del pasado verano, le ofrecieron la tribuna del Centro Vasco de Bilbao y pronunció dos conferencias, bajo el título general de «¿Qué hacemos por la salvación de nuestro pueblo?», por las que fue muy felicitado. Entre la mejor juventud vasca nació una conciencia de superación y se organizaron grupos para misiones semejantes a la nuestra, pero su tiempo de actividad no pasó de unos meses. Ello me convenció de que a Martxel y a mí nos animaba un espíritu distinto y superior, consecuencia de haber tenido nosotros, y ellos no, una inspiradora tan especial como ama. Nunca me sentí tan unido a ella como entonces; nunca ama, Martxel y yo formamos un solo cuerpo tan impecable. Era como la consumación de nuestros sueños; no precisamente el vivir ya en la Euskadi soñada, sino algo mejor: la marcha, juntos, hacia esa Euskadi a través de un camino empedrado por el enemigo. En sus reuniones del Bizkai Buru Batzar, ama sacaba siempre el tema de sus dos hijos y sus viajes místicos de purificación, y aquellos hombres —ella era la única mujer— decían: «Bien, bien, adelante, adelante», y Sabino Arana decía: «Es un honor tener entre nosotros a la madre de esos muchachos… Y ¿qué hace tu hija, Cristina?», y ama le contestaba: «Ésa, para casa», y Sabino Arana asentía con la cabeza… ¡Qué feliz era ama contándonos todo esto! ¡Y qué acierto el suyo al disponer que Fabiola no nos acompañara! ¿Lo dispuso o simplemente nuestra hermana eligió por sí misma otro rumbo? Hacía versos a los pájaros y a las flores, se quedaba mirando la luna por las noches y le pedía a aita que le trajera libros de poesía, pero en varios años él sólo le regaló dos o tres; con su desconfianza hacia cuanto viniera de aita, ama se ocupó de que don Eulogio los leyera previamente y nuestro párroco devolvió sólo uno, yendo los otros al fuego. Fue Dios quien determinó que una mujer no se sumara a nuestros viajes, en los que vi cosas que nunca había visto, tuve conocimiento de bajezas horrendas, aprendí de la vida negruras que hubiera preferido ignorar. Miraba yo a Martxel y él sonreía. «¿Cómo esperas desterrar ciertos pecados si no sabes que existen?», exclamaba. Él nunca se escandalizaba, viera lo que viese; nunca se sorprendía de nada. Y no sólo no se estremecía ante aquellas fealdades, sino que parecía comprenderlas e, incluso, aceptarlas; parecía que sólo por mí las combatía, para seguir preservándome de toda contaminación. ¿Y él? Saltaba a la vista que ponía todo su calor en la lucha; era un orgullo para mí que mostrara tal ahínco en la eliminación del mal. Así era, sin duda. Pero quedaba aquella sonrisa suya, tan burlona, asomando fugazmente, a pesar suyo. Llegué a la conclusión de que Martxel rechazaba el nauseabundo comercio de la carne entre nosotros, los vascos, por fidelidad a lo que éramos y deberíamos seguir siendo, pero lo admitía en otros. Era tan fuerte como para eso.

«—Buenos caballos traéis. No sois de este pueblo ni alrededores.

»—Somos de Getxo.

»—Lejos está eso: en la costa. Y venís buscando una chica que tenga cierta cara. De manera que, si tiene otra cara, ya no la queréis. ¡Qué caprichosos!… ¿También tu amigo es tan pirri?

»—Es mi hermano. Él es el que necesita verla.

»—¿Sólo verla? ¡Qué finos sois los ricos! Conmigo no tenéis que andar con remilgos… ¡Errosali, aquí te vienen dos! Se llama Errosali y es mi sobrina. A real por cabeza. Me gusta cobrar por adelantado.

»—¿Cobrar?

»—Ya veréis lo contentos que os deja Errosali. Volveréis.

»—Espere, espere… Nosotros no…

»—¿Qué te pasa, buen mozo?

»—Nos hemos equivocado. Perdone… Vámonos, Jaso.

»—¿Es que no tenéis dos reales? No lo creo, con esos caballos, esa ropa y esas manos tan finas… ¡Errosali!

»—Vámonos, Jaso, vámonos.

»—¿Irnos sin verla? Tenemos que ver a la muchacha que vive en esa casa.

»—No os arrepentiréis, jovencitos.

»—Sígueme, Jaso.

»—¿Por qué? ¿Y si es ella la…?

»—¡No es!

»—¡Errosali!

»—Entraré yo solo, si tú no quieres.

»—¡No!

»—¿Por qué no dejas que tu hermano se divierta un poco? Ven, chico, ya verás como Errosali te comprende.

»—¡Suéltele, no le toque!

»—¡Jesús, qué modos!… ¡Errosali!… Ahí la tenéis…, ¿qué os parece? Vienen hasta de la capital a estar con ella. Diles algo, mujer…

»—Hola.

»—¡Suéltame, Martxel!

»—No tienes por qué acercarte a ella, Jaso.

»—Debemos verla bien, como a todas.

»—No es ella.

»—Espera siquiera a verla bien.

»—No puede ser ella… ¡Escucha, Jaso, no sabes lo que estás haciendo!

»—Hola, chico…

»—Dije que quiero cobrar por adelantado.

»—No, no es ella.

»—Dije que quiero cobrar por…

»—¡Cállese!

»—Vamos, chico, pasa de una vez.

»—¡Ea, Jaso, ya la has visto, se acabó!

»—No seas así con tu hermano, que quiere venir conmigo…, ¿no es verdad, carita tierna?

»—¡Dejadle en paz de una vez!

»—Nadie había mirado mi cara con tanta atención.

»—Necesito asegurarme.

»—¿Será el hombre de mi vida?… Y ahora, ¿qué dices?, ¿te gusto?… ¿Por qué te salen esos colores?

»—Ven conmigo, Jaso… ¡Al infierno las dos!

»—Eres virgen, ¿verdad?

»—¡No toques a mi hermano!

»—¡Llamaré al alguacil! ¡Nadie había pegado a mi Errosali!… ¿Te ha hecho daño este bruto?

»—¿Qué te pasa, Martxel? Ama se disgustará si sabe que has pegado a una mujer…, una mujer que podía haber sido la que buscamos, porque ni siquiera la has mirado bien.

»—No vuelvas la cabeza, no te pares.

»—Debes pedirle perdón. ¿Por qué la has pegado? Yo le pediré perdón por ti. Espera.

»—¡No!

»—¿Por qué?

»—Vamos, ven, no hagas preguntas.

»—¡No me moveré de aquí si no me confiesas por qué has pegado a la pobre muchacha!

»—Bien… Quizá sea mejor que te enteres… ¡Es una puta! ¡Ella y su dueña, dos putas!… ¿Sabes, al menos, qué es una puta?… Y, claro, ahora a ponerte rojo como un tomate…

»—¡Dios mío!

»—¡Sí, Dios mío, Dios mío!

»—No lo creo. Son vascas… Lo son, ¿no?

»—¡Sí, vascas hasta el coño!

»—¡No son vascas!, ¿verdad?

»—No me rompas la chaqueta. Tranquilízate.

»—¡Si lo son, no pueden ser… eso! ¡Quiero oírte que no son vascas! ¡Dímelo! ¡Dímelo!

»—Tranquilízate, Jaso.

»—Así que el demonio ya está entre nosotros… ¿Qué podemos hacer, Martxel?

»—¿Hacer? Eres tan ingenuo que a veces pareces tonto.

»—Eso no puede ocurrir en nuestra tierra.

»—Pues, ocurre… Es mejor que lo olvides y sigamos con lo nuestro.

»—¿Qué pasa entre los vascos? ¿Es que ninguno se atreve a decir a esas dos mujeres que se marchen de este pueblo? ¿Sabe el señor párroco que viven aquí y lo que hacen? ¡Claro que no lo sabe! Hay que decírselo…

»—¿Adónde vas? ¡Jaso, Jaso! ¡No corras así!

»—¿Has dejado de ser el hijo de Ama, el que prohíbe a las parejas bailar a lo agarrado, el que rompe en las tabernas las botellas de alcohol? ¿Por qué ahora, hermano, te unes al enemigo?

»—¡Es que esto no es lo mismo, Jaso! ¡Esto no es cosa de maketos, sino también de los vascos! ¡En los pueblos que tienen puta llegan más vírgenes al matrimonio!

»—¿Está el señor párroco? ¡Tengo que hablarle urgentemente!

»—Por ahí anda, en el huerto… ¡Don Cipriano!

»—Hola, hola, bien… Me limpiaré un poquito las manos… No sois de aquí… ¿En qué puedo serviros?

»—¡En este pueblo hay dos mujeres que se dedican al comercio de la carne y usted debe saberlo para que las eche!

»—No haga usted caso a mi hermano.

»—Caramba, con lo que me venís…

»—¡Acabamos de verlas!

»—Claro, claro… Pero sólo las ve quien va a buscarlas.

»—¿Es que ya sabe usted que ellas…?

»—Oigo cosas…

»—¡Lo sabe, lo sabe y no hace nada para librar a este pueblo de la maldad!

»—Viven retiradas…, no dan escándalo…

»—¡Tiene el mal a dos pasos y…!

»—Bueno, no a dos pasos, sino en las afueras, al otro lado de la colina… No dan escándalo a los niños.

»—¡Un vasco no debe permitirlo!

»—Vámonos, Jaso, no es asunto nuestro.

»—¿Que no es asunto nuestro? ¡El Señor ha dicho cómo deben unirse un hombre y una mujer y los vascos siempre le han obedecido!

»—¿Qué entiendes tú de uniones entre un hombre y una mujer? ¿Qué harás con la muchacha del cuadro cuando la encuentres? ¿Qué harás con ella, atontado?

»—Coja a su hermano por los pies y llevémosle a mi cama. Por esa puerta. Esperemos que sea sólo un desmayo. ¿Le pasa con frecuencia? ¿Está enfermo?

»—¡Jaso, perdóname, no quise decirlo! ¡Soy un bruto, olvida mis palabras! ¡Perdóname, perdóname! ¡Jaso, oh, Jaso, mi pobre hermano!».

Encontramos en un caserío del interior un rostro de muchacha que era el mismo del cuadro. Sí que habíamos visto otros que nos hicieron dudar, pero en esa ocasión Martxel y yo nos dijimos con las miradas: «Es ella, ¡por fin!». Aunque enseguida supimos que jamás había posado para ningún pintor. Bueno, es lo que nos dijeron aquellos Arroebarrena. La chica tenía menos de veinte años, y era como tener el cuadro delante. ¡Qué precioso perfil de vasca! La familia tenía que estar en un error. «Recuerden, recuerden», les pedíamos Martxel y yo. Pero ellos se mantenían muy seguros: «No conocemos a ningún pintor, ninguno ha visitado nunca nuestra casa, ni Adela ha ido nunca a casa de ninguno a que la pinte». Martxel les preguntó cuánto tiempo llevaban viviendo allí, y le contestaron que unos cien años. «¿Cien años? ¿Seguro? ¿No hará menos tiempo?», les preguntó Martxel, y yo no sabía adónde quería ir a parar. «Porque ustedes proceden de la costa», añadió Martxel. «En Getxo hay un caserío Arro. ¿No vivían ustedes en él hace sólo ocho años y un pintor de por allí, llamado Aurken, no usó a Adela de modelo para un cuadro?». Esta vez la negativa de los Arroebarrena fue tan rotunda que esperé de Martxel una retirada. Por el contrario, sus ojos brillaron con excitación al preguntarles: «¿Cien años? Y ¿de Arro de Getxo?». Contestaron que sólo sabían con certeza que ellos eran Arroebarrena y que en tiempos de su bisabuelo la familia cambió de casa. «Hay muchos Arro en Euskadi, pero apuesto mi mano derecha a que ustedes son los Arro del caserío Arro de Getxo», dijo Martxel, más bien exclamó, con entusiasmo. «¿Por qué demonios abandonó vuestro bisabuelo el caserío raíz?». Los Arroebarrena no lo sabían. «Esto hay que arreglarlo», concluyó Martxel.

Cabalgando de regreso me explicó que era preciso reintegrar a los Arroebarrena a su hogar milenario y desalojar a sus actuales ocupantes, que no tenían ningún derecho a vivir allí. Recordé que en Arro vivían los Pagandura, que abonarían renta o serían propietarios del caserío, y por tanto tenían derecho a habitarlo. «¡Hablo de derechos históricos!», exclamó Martxel. Y entonces lo entendí. ¡Dios mío!, era como reinstaurar el antiquísimo orden en nuestra desordenada tierra.

Martxel reveló atropelladamente a ama su plan, y por el rostro de ella fue extendiéndose un amanecer. «¡Sólo a Jaso se le ha podido ocurrir esto!», exclamó, abrazándome. «¿Quién, antes que él, había puesto el dedo tan precisamente en nuestra verdadera esencia? Si nuestro pueblo debe regresar a lo que fue, nada mejor que devolver cada apellido a su solar de origen… ¡Jaso, Jaso, si viviera el Maestro para ver que a Euskadi le ha salido otro salvador!». Martxel me miró y calló, y yo tampoco tuve valor para rectificar a ama. «¡La vuelta de las sangres a sus orígenes! Ni yo misma había llegado a tanto… ¡Jaso, mi pequeño Jaso!… Me limité a comprar caseríos para que dueños irresponsables no arrojaran de ellos a nuestros baserritarras y los demolieran con fines bastardos…, ¡pero esto de Jaso ha de recibir las mayores bendiciones de Dios! ¡Es colocar a las viejas sangres en los nidos precisos en que arrancó la historia de los vascos! Nos pondremos a ello y lo conseguiremos… Dicen las leyendas que nuestra historia comenzó aquí, en Getxo: ¿no es como una predestinación? Y que cada tronco eligió un techo y no se movió de él a lo largo de los milenios… Sólo en estos tiempos de perdición que vivimos algunas familias desprecian la tradición y, por ce o por be, cogen sus bártulos y marchan a otra parte… ¡Jaso, Jaso, qué oportunamente has sido inspirado por Dios!». Al buen Martxel no le importó que yo me quedara con toda la gloria.

La propia ama nos acompañó a Arro a tratar con los Pagandura. La escucharon con la boca abierta de asombro. «Estamos bien donde estamos», dijeron. Entonces ama les habló de la leyenda, de la vinculación entre sangre y primer emplazamiento; de los Arroebarrena, salidos de Arro hacía cien años, y de la necesidad de que volvieran. «Los Pagandura no son de Arro», les dijo ama. «No, pero nos hemos hecho», contestaron ellos. «Arroebarrena viene de Arro, cada nombre debe volver a su raíz», exclamó ama. «¿De dónde son los Pagandura?». Ellos se encogieron de hombros. «Lo averiguaremos y entonces os invitaremos igualmente a trasladaros a la raíz de vuestro nombre». Los Pagandura replicaron algo penoso: «Tonterías». Ama se encendió: «No sé qué les ocurre a otros pueblos con sus leyendas, pero las leyendas de los vascos son verdad». Y ellos: «Así será, si usted lo dice, señora marquesa, pero nosotros estamos bien donde estamos». Finalmente, hubo que recurrir al dinero, a la oferta de 2000 reales hecha tras dos o tres meses de visitas y de charlas inútiles en la cocina o bajo la parra. Lo estuvieron pensando otro mes. Aceptaron, con una sola condición: se esperaría a tener recogida la cosecha.

Quedaba la otra parte: los Arroebarrena. Ama se emocionó al ver el rostro de Adela y también le costó admitir que no fuera la modelo del cuadro. Intuí que esta segunda negociación se desarrollaría sin graves impedimentos: no se trataba de sacar a alguien de su casa, sino de llevarla a ella. Y los Arroebarrena, por muy ignorantes que fueran de nuestras leyendas, debían de sentir el frío de vivir desplazados de las tejas señaladas para ellos por Dios. Se les advirtió el orgullo de proceder de un antiquísimo caserío de la costa. Ni ama ni Martxel ni yo tocamos la posibilidad de que no fueran los descendientes directos, aunque Martxel me repitió por lo bajo que se jugaba la cabeza a que sí. En quince días aceptaron, y no hubo que recurrir a los 2000 reales. Sólo pidieron los gastos de viaje e instalación. Como los Pagandura estaban en renta, ama se entrevistó con el propietario de Arro para hacerle una oferta de compra. Ante la resistencia de Antonio Sagarduy, hubo de pagar el doble de su valor material, pues el otro valor, el que no tenía precio, el Sagarduy ni lo olió. Así, pues, ama se hizo con una de nuestras raíces legendarias. Aquella tarde nos sentamos con Fabi ante el fuego de la gran chimenea del salón y ama contó a nuestra hermana aquella gran victoria de nuestra causa. Se la contó con ese recogimiento del que siempre sabía contagiarnos cuando nos desgranaba leyenda tras leyenda. Aquellas sesiones inolvidables no tuvieron principio; quiero decir que me gustaba pensar que nadie las inició, ni siquiera ella, ama, sino que eran como el ser de la familia, porque en ellas éramos más familia que nunca, porque aita nunca, nunca, estuvo en ninguna: existían, precisamente, porque él nunca las contaminó; como fruto de esta garantía nacieron. Indefensos como estábamos los cuatro en el salón, expuestos a cualquier irrupción insoportable, nunca ocurrió lo tan temido, nunca supimos a qué distancia se encontraba de nosotros el ectópago, si fuera o dentro de casa, y ni la tonta de Fabi profanó ninguna sesión comentando: «Ésos son los pasos de aita entrando en casa», o «ha dicho aita que hoy no cenará en casa», o «me gustaría tener un ojo en África para ver cómo caza aita», o «aita está con unos señores en su despacho». Era como si las sesiones implantaran su propia discriminación… Pero el enemigo estaba dentro, las sesiones se equivocaron al aceptar a alguien indeseable. ¡Muerte a la bruja que las destrozó! Legiones de signos presagian los peores males… Mi cabeza estalla de dolor. ¡Oh, maldita, maldita, tu engaño no debió durar tanto!… Nunca aletas de gran tiburón habían cortado el mar frente a la playa de Arrigúnaga. Por las noches, la luz de la luna es de color sangre. Las corrientes depositan en nuestras costas cientos de ahogados de todo el mundo. Los niños no pueden jugar porque han olvidado cómo se juega. La liebre que por los cielos persigue el cura errante con escopeta es negra… ¡Oh, maldita, mi odio me impide concentrarme para fraguar la venganza! Mi cabeza está llena de erizos… Y el pobre y grotesco Jaso preguntó entonces a su hermano cuándo proseguirían la búsqueda de la muchacha del cuadro, pero Martxel estaba enfrascado en la elaboración de un censo de caseríos de Getxo no ocupados por sus legítimos fundadores, tarea iniciada ya en aquella inolvidable sesión: él y ama estrujándose la memoria para recordar, no sólo nombres de caseríos, sino todos los nombres, todos los caseríos, y entre los registrados entonces y durante las caminatas de los días siguientes salieron más de ochenta, y ama dijo que no era posible… «No, no es posible, no eran tantos al principio». «¿En qué principio?», preguntó Fabi. «No se trata de cualquier principio, sino del Principio», dijo ama, «del verdadero Principio, Principioooo…» y pronunció tan graciosamente la palabra, prolongando las oes como si el sonido surgiera del túnel más profundo imaginable, que Martxel, Fabi y yo reímos a coro, y a cosas así me refiero al decir que aquellas sesiones eran la verdadera familia. Pero Fabi insistió en saber qué era ese Principio, y del rostro de ama huyó toda concesión y yo me dispuse a pisar suelo sagrado, como en tantas ocasiones. «Los vascos presumimos de buena memoria», dijo ama, «pero ¿qué memoria resiste el tiempo de los vascos? Y como nada hemos dejado escrito… Aunque, ¿cómo pedir escritura a gente que en ese Principio apenas sabía hablar?». Fabi perdió la paciencia y golpeó el suelo con el pie: «¡Pregunto en qué principio!». Yo conocía muy bien la respuesta de ama, por habérsela oído tantas veces desde niño, lo mismo que Martxel; la tonta de Fabi, aun estando entre nosotros, siempre parecía vivir en otro mundo… Según la más vieja de nuestras leyendas, la primera noticia que habla de Getxo se refiere a los asentamientos de varias docenas de familias, «no llegadas de ninguna otra tierra», precisaba ama, y esperaba mi consabida pregunta: «Si no llegaron de otra tierra, ¿de dónde llegaron?». Ella se inflaba al contestar: «Unas veces mi bisabuelo decía que del cielo, y otras, que de la mar», y nuestro juego me exigía una protesta (o se la exigía a Martxel, era lo mismo): «La gente no puede vivir en el cielo, y en el agua se ahoga»… También en eso nos engañaba la bruja, ahora lo sé: lo ignoraba todo sobre la leyenda, o casi todo, y no le disculpa el que su bisabuelo lo ignorase igualmente: nos engañaba al transmitirnos como auténticas muchas noticias que se inventaba, o, al menos, las soñaba, y quizá ella misma acabara creyéndolas. A veces, sin embargo, renegaba de su propia memoria, como al suponer excesiva la relación de más de ochenta caseríos fundacionales. «¿Por qué no?», protesté. «¿Cuántos eran, según tu bisabuelo?». Ama se desesperaba: «¡No lo sé, no lo recuerdo!». «Si no lo sabes o no lo recuerdas, ¿cómo sabes que no eran ochenta?». No, ahora no se trataba de un juego, porque ama sufría de verdad, porque yo necesitaba saber el número de familias, clanes, caseríos, chozas o cavernas existentes en ese Principio en nuestra tierra (sin saber, exactamente, por qué necesitaba saberlo), y porque para nosotros era nueva la cuestión, nos sumergíamos por primera vez en aquella entrañable lejanía. Estábamos también en el salón de nuestras sesiones inolvidables, y ama repetía: «Os estoy fallando», y Martxel contaba, una y otra vez, los nombres de la larga lista que sostenía en las manos, y Fabi desesperaba de saber qué era ese Principio, y yo no sabía cómo tranquilizar a ama. «¡Vaya madre que tenéis que no lo recuerda!», casi sollozó. «No, no lo recuerdo… ¡Ha pasado tanto tiempo desde que me lo contó! ¡Y si yo hubiera sabido que ahora iba a ser tan importante…, o mi bisabuelo! ¡A él le correspondía haberlo sabido… y habría grabado a fuego en mi memoria ese misterioso número del Principio y yo lo habría conservado hasta este gran día! ¡Pero soy tan culpable como él por no haberlo presentido! Odiad a vuestra madre, hijos míos…». «Ochenta y tres, siempre ochenta y tres», dijo Martxel, levantando de golpe el rostro de la lista. «Ochenta y tres», dijo Fabi, «un número como otro cualquiera. ¿Por qué son muchos caseríos?». «¡Dios mío, es lo único que sé, que son muchos!», dijo ama. «Mi bisabuelo hablaba teniéndome sobre sus rodillas y yo sí podía llegar hasta el número que él repetía con veneración…, ¡porque entonces yo sólo sabía contar hasta el medio centenar! ¿Está claro por qué sé que no son ochenta y tres?». «¡Medio centenar! ¡Cincuenta!», dijo Martxel. «¡Los caseríos podrían ser entre uno y cincuenta! Suponiendo que tu abuelo conociera con exactitud el número… ¿Lo conocía? ¿Se puede conservar intacto un número a través de los milenios? ¿Acaso podía saber él si era el auténtico o el falso?». «En cualquier caso, ya no importa, porque ama no lo recuerda», dijo Fabi. «Es justo que hasta mi propia hija se burle de mí», dijo ama, llevándose un pañuelo a los ojos. Y añadió: «Escucha, Martxel: no llames sólo auténtico a ese número, porque es mágico. ¡Sí, mágico!, porque todo en el pasado de los vascos tiene un significado, y esto también lo tiene, y muy especialmente, por pertenecer de lleno al Principio». «Pero ¿alguien me quiere explicar qué es el principio de qué?», dijo Fabi. Aquella misma tarde, antes de anochecer, Martxel y yo nos pusimos a la tarea, porque él había dicho: «Los caseríos están ahí, sean veinte, cincuenta o cincuenta mil». Y Fabi se quedó con ama para escuchar de sus labios lo que era el Principio; es decir, para remediar su desinterés por el gran tema que, para ella, parecía haber sido hasta entonces una de tantas cuestiones despreciadas por una damita desabrida que empezaba a vivir.

El pasado sin tiempo de los vascos se nos hizo más grandioso al enfrentarnos a tantos nombres de familias cuyas raíces se hundían, más que en sus viejos caseríos, en la tierra de esos caseríos, tierra sobre la que estuvieron sus anteriores viviendas, la antiquísima primera y las que la siguieron, que no serían como los caseríos de hoy. No sólo aprendí mucho de aquella experiencia, sino que aprendí desde dentro; aprendí estremeciéndome de vértigo al descubrir que el caserío de los Bildostegi se llamaba Bildotena, y al soñar después aquella misma noche que, en otro tiempo, es decir, en algún tiempo del Principio, bien pudo llamarse Bil, seguramente se llamó Bil: no había duda de que los Bildostegi seguían estando en su sitio, así como los Altube en su Altubena, que pudo llamarse Aldu, y antes, Alda, y antes, Ala… Martxel y yo avanzábamos de entusiasmo en entusiasmo al palpar cada hermanamiento familia-caserío, y en varias ocasiones él tuvo que conducirme a casa a lomos de un burro o en sus propios brazos, y ama me recogía y mimaba, me envolvía en mantas y me daba a beber infusiones de yerbas, y al pasársele el susto confesaba sentirse muy orgullosa de ser madre de un sensible muchacho que se conmovía hasta el extremo de desmayarse ante la profunda inmensidad del mundo vasco. Martxel decía: «Los Altube están en su sitio, no hay que moverlos, tendré a Andrea siempre cerca», pero lo decía para mí sólo, y más tarde habría yo de recordarlo, cuando la bruja consiguió romper sus relaciones, y comprendí que Martxel había vivido los últimos años bajo una extraña amenaza. ¿Qué le hizo sospechar que ama no era como simulaba? ¿Acaso se adelantó a ver las terribles señales que yo advierto sólo ahora? ¿Supo, ya entonces, que ella era una bruja? ¡Por Dios, siempre el tonto de Jaso!

Pronto descubrimos que nos movíamos sobre espejismos, y en esto Martxel intentó también ocultarme la verdad, pero, al cabo, en nuestro trabajo se impuso la eficacia a cualquier pasajero desaliento, el saber si los resultados que íbamos obteniendo eran reales o no. Yo me habría contentado con respuestas nebulosas, pero Martxel era implacable. Había sesiones inolvidables todos los atardeceres, a nuestro regreso, y discutíamos, ama y yo contra Martxel. «Únicamente sobre la casa tenemos alguna certidumbre, sobre el caserío, el nombre del caserío… y, aun así, con reservas», decía Martxel. «¿Quién nos asegura que los Eguskiaga de Eguskiagaena y los Altube de Altubena, y tantos otros, son sus legítimos propietarios, los que las habitan desde el Principio?». «¡Qué vieja me siento desde que sé lo de nuestro Principio!», decía Fabi. «La familia recibe el nombre de la casa que ocupa», seguía Martxel, «la familia que llega a una casa pierde su nombre y gana el de la casa. Lo que perdura es el nombre de la casa y no el nombre de la familia. Suponiendo que la primera piedra de Altubena —o la primera paja de nido, o la primera caña, o el primer barro, o el primer tronco— se colocara en el Principio…». «¿También lo dudas?», clamaba ama. «¿Tan poco confías en nosotros?» «… suponiendo que se colocara en el Principio», proseguía Martxel, «pudo ocurrir que sólo una misma y única familia lo haya habitado desde entonces, y que esa misma y única familia fuera bautizada al mismo tiempo que la vivienda primera, y acaso esta condición la cumplan los Altube, es decir, que los Altube hayan sido Altube desde el Principio…, y entonces sí que esta familia sería una de las del número mágico. Aunque, ¡cuidado!, que bien puede ocurrir que los Altube de hoy sean Altube desde hace sólo cuatro, cinco o diez siglos, que no fueran Altube al llegar a Altubena, hace sólo cuatro, cinco o diez siglos, que perdieran su nombre —el otro, el suyo— y recibieran el de la casa, y entonces no pertenecerían a ese número mágico, aun llamándose hoy Altube y viviendo en Altubena». «¿Es que no tienes compasión de Jaso? ¡Mira cómo se le ha ido el color de la cara!», exclamó ama. Aquello resultaba casi insoportable de escuchar. Pero Martxel aún no había acabado: «Por otra parte, hemos de descartar toda esperanza de localizar los caseríos mágicos entre los ochenta y tres. Ni seleccionando nombres por sus viejas raíces lingüísticas obtendríamos una lista fiable: cada nombre de los ochenta y tres caseríos de la confusión disfruta de su raíz más o menos vieja, pero ¿cómo saber cuál es más vieja?, ¿tiene algún sentido nuestra idea de vejez cuando penetramos en zonas en las que la unidad de tiempo puede ser de cientos de miles de años?». «¡Nunca lo habría creído de ti, Martxel!», se dolía ama. «Me gusta soñar tanto como a ti o a Jaso…, pero dentro de una lógica», se defendía Martxel. «Creo en nuestras cosas tanto como vosotros mismos. Creo. Creo. ¡Por Dios, creo! Creo en nuestras leyendas», me cogía de los hombros, «¡creo en nuestras leyendas, Jaso!», me sacudía, «creo tanto en nuestras leyendas que acabo de hablar de cientos de miles de años para nosotros. ¿No comprendéis lo que esto significa?». «Me siento una antigualla», decía Fabi. «Escucha, mi pobre Jaso», decía ama, «las horribles palabras de tu hermano son fruto de su gran desilusión, pero es cosa pasajera, te lo aseguro, hijo: en pocas horas recuperaremos al verdadero Martxel y proseguiremos…». Yo le corté para preguntar cuándo reanudaríamos la búsqueda de la muchacha del cuadro, y Martxel me dijo que no debía desertar del sufrimiento. «Acabamos de afrontar lo que, sin duda, es lo más importante de todo», me dijo. «No vuelvas la espalda a la realidad, aunque ésta sea dolor». «¿Por qué le dices eso?», exclamó ama, «¿por qué le hablas de dolor? ¡Del pasado de nuestro pueblo sólo recibimos satisfacciones!». Entonces Martxel se le acercó. «Tú eres la culpable, en ti se interrumpen los mensajes», le dijo, pero enseguida sonrió. «¡Mi vida por una leyenda! ¡Oremos para que el alma de tu bisabuelo se presente a nosotros y nos recite la leyenda que a ti se te olvidó, ama!». «Espero que no te estés burlando de nosotros, Martxel», suspiró ama. «¡Mi fe necesita urgentemente una prueba!», exclamó Martxel. «¡Yo creería en la más increíble leyenda que me transmitiera cuál es ese número mágico y los nombres de las viviendas que lo componían! ¿Le llegó a tu bisabuelo todo esto procedente de nuestro hondo pasado? ¡Mis razones necesitan urgentemente de una leyenda!». «Hay que preguntar a los abuelos si recuerdan esa leyenda», dijo Fabi, y así fue como la única que lo estaba tomando a juego puso en marcha lo que nos condujo a los Baskardo de Sugarkea.

Poco sabían de aquello el abuelo y la abuela, y me apresuré a consolar a ama diciéndole que la culpable no era ella sino ellos, mis abuelos, el eslabón generacional roto para la transmisión de la leyenda. Y entonces fue la propia ama la que dio un paso hacia los Baskardo de Sugarkea, al sugerir buscar a ancianos de otras familias que fueran depositarios de lo que tan intensamente buscábamos. Giramos varias visitas, pero las respuestas de los ancianos eran irritantes: «Algo de eso ya tenemos oído, pero no sé». «¿Las casas más viejas?… ¡todas! ¿Veis en San Baskardo alguna casa nueva?». «Yo creo que entre nosotros no hay nombres de antes y nombres de después: todos son de la misma hornada». Uno de aquellos aitxitxes comentó que en una de las piedras del caserío Arrigúnaga había tallada una figura de persona con cola de pez, y fuimos a ese caserío, el más próximo a la playa, y era verdad: una mujer con cola de pez, una sirena. La única en no sorprenderse fue ama. ¿Qué nos quería transmitir semejante talla? «Es como si Arrigúnaga hubiera sido, en algún tiempo, vivienda de peces», dijo Martxel, «¡y ello sí que sería señal de antigüedad!». «Les he pedido mil veces a los Zanurruza que saquen del muro esa piedra y la tiren al mar», dijo ama. «¿Así que ya la conocías?», dijo Martxel. «¿Por qué nunca nos hablaste de ella?». «Porque es la prueba de un pecado», dijo ama. «¡Pero si parece una lamia!», exclamó Fabi. «¡Pues de ningún modo es una lamia!», pronunció ama con ardor. «¿Qué es?», preguntó Martxel, e insistió: «¿Qué es, ama?». «No os lo puedo decir», dijo ama. «¿Existió alguna vez?», preguntó Martxel. «Por desgracia, sí. Y no me hagáis hablar más», dijo ama. «¿No buscábamos pistas viejas?», dijo Martxel. «¡Esta sirena es la cosa más vieja que nos queda en Getxo! Es posible que Arrigúnaga sea uno de los caseríos mágicos. ¿No es de agradecérselo a esta sirenita? ¿Qué nos está diciendo? ¿Acaso su forma te obliga a preguntarte de qué tipo de padres nació una criatura con medio cuerpo de mujer y el otro medio de pez? Creo que nos ocultas alguna leyenda que habla de un vasco que tuvo amores con una merluza…», y Martxel se reía, y yo dije: «¿Cuándo nos ponemos otra vez a buscar a la muchacha del cuadro?». Ama se secaba los ojos con su pañuelo. Había en la expresión de Martxel un brillo de triunfo que me hacía daño. «¡Acabo de sacar a la luz la cana al aire de uno de nuestros venerables antepasados!», exclamó. «¿Cuándo nos ponemos a buscar a la muchacha del cuadro?», grité. «¡Quiero empezar a buscarla ahora mismo!». «¿Y qué harías con ella si la encontramos, Jaso?», me lanzó el odioso Martxel. «¡Mira, ama, qué rojo se ha puesto Jaso!», exclamó Fabi. Martxel se mesó los cabellos. «Necesitaremos Dios y ayuda para sacar de Arrigúnaga al Zanurruza», dijo. Y ama: «Eso, después de que encontremos el tronco de los Arrigúnaga, y nosotros lo encontraremos, ¿eh, Jaso?».

«¿Hay en Getxo más caseríos con sirenas talladas en sus piedras?», preguntó Martxel. «No», dijo Isidro Zanurruza. Venía de la huerta y no oímos sus pasos. Era un viejo todavía tieso y fuerte, y vivía solo. Ama se enzarzó con él en un toma y daca de preguntas y respuestas, tranquilo Isidro, nerviosa ama, y con un Martxel metiendo baza de continuo. Nada importante nos contó Isidro; ni siquiera sabía cuántos años llevaban los Zanurruza viviendo en Arrigúnaga. Nos retiramos con ama llorando silenciosamente. «¡Ea, ea, que hace un par de horas no sabíamos de ningún caserío mágico y ahora ya tenemos uno!», dijo Martxel. «Pero ¿dónde estarán esos Arrigúnaga?», dijo ama. En los días siguientes, Martxel y yo proseguimos nuestra búsqueda, y aprovechaba yo las visitas a los caseríos para volver a preguntar por la muchacha del cuadro. Sin embargo, cuando ama venía con nosotros, no me atrevía a mencionar a la modelo. Y Martxel tampoco lo hacía, porque le había dado muy fuerte lo del número mágico. Era como ir dando palos de ciego. Transcurrían las semanas y no avanzábamos. No encontramos más sirenas talladas, según nos aseguró Isidro Zanurruza; ni ninguna otra pista vieja. Ama reconfortó nuestro ánimo con una de sus frases únicas: éramos un pueblo tan viejo que nuestras ataduras con el pasado se habían convertido en polvo. «Nuestro caso es único y a la Historia le ha pillado de sorpresa», decía, y Martxel y yo recogíamos cuidadosamente aquellas palabras que llegaban a hacernos desear, incluso, el no encontrar nunca lo que buscábamos. De pronto, en una de aquellas noches, desperté sobresaltado y descubrí el rostro de Martxel sobre el mío. «Ven a hablar con ama». «¿Qué le pasa?», exclamé. «No le pasa nada, está dormida, por eso la vamos a despertar». «Se trata de aita, ¿verdad?», exclamé. «No, no se trata de aita. Es que necesito decirle algo estupendo que se me acaba de ocurrir». «¿Y ha de ser ahora?». «Cuando lo sepas, sentirás que tú tampoco puedes esperar». De puntillas y en camisón, entramos en la alcoba de ama. Hacía ya cuatro años que no se cerraba por dentro por las noches. Martxel y yo quedamos a un lado y a otro de su cabecera. Era la primera vez que yo la contemplaba dormida y el descubrimiento me dejó suspenso. Dios mío, Dios mío, qué hermosa era. «Ama, ama», susurró Martxel, y encendió la vela de la mesilla, tomó la palmatoria, se sentó en el borde de la cama y acercó la llama al rostro de ama. Yo también me senté. Despertó. «¿Qué pasa?». Mis dedos rozaron su cabello, para tranquilizarla, y Martxel le dijo: «Sólo queríamos hablarte», y añadió, sin esperar su aprobación: «¡Los Baskardo de Sugarkea!». Ama se incorporó de un solo impulso, quedó sentada, con el gorro de dormir un poco descompuesto, y del todo despierta. Miró a Martxel y me miró a mí. «¿Estáis locos?». Y volvió a mirar a Martxel. «¿Estás loco?». «¡Ellos lo saben!», exclamó Martxel. «¡Iremos a verles mañana mismo!». «¿Estás loco?», repitió ama. «¿Para qué? ¿Qué es lo que saben ellos?». Los dedos de Martxel se cerraron sobre el brazo de ama. «¡Todo, todo, lo saben todo! ¿Cómo no ha salido de ti? ¡Sugarkea es otro de los caseríos mágicos! ¿Y quién de nosotros se atreve a poner en duda que sus dueños actuales no sean los del Principio? Iremos a preguntarles y nos lo contarán todo». Ama se cubrió la cara con las manos y así permaneció un rato, y la impaciencia de Martxel hubo de consentírselo. «Creí que te traía una buena noticia, que saltarías de alegría al recordar que esos Baskardo de Sugarkea son…», dijo Martxel. Ama retiró lentamente sus manos y yo recuperé su rostro. «No nos dirán nada», susurró. «¿Qué?», exclamó Martxel. «No nos dirán nada», repitió ama. Era un rostro tranquilo, sin dolor. «Son insolidarios, no acatan nuestra Iglesia ni nuestras leyes, no hablan con la gente, a la que ignoran…, es como si no existieran…». «¡Pero están ahí, existen…, y lo tienen que saber todo, porque ellos son…», exclamó Martxel, poniéndose en pie. «¿Qué nos han hecho o qué les hemos hecho nosotros a ellos? ¿Por qué no se les mira como a los demás?». «Así están las cosas», dijo ama, fríamente. Martxel se inclinó sobre ella, hasta casi juntar sus rostros. «¿Es que no te sientes orgullosa de ellos?», preguntó. «¿Orgullosa?», dijo ama, sin mover un músculo de su expresión. «¿Acaso no constituyen una reliquia viva de ese pasado nuestro tan añorado?», dijo Martxel. «¿Acaso no son nuestro propio tiempo perdido? ¿Acaso tú misma no has llevado a visitantes a que los vean? ¡No lo entiendo, no lo entiendo!», y ahora era Martxel el que inspiraba compasión. «Iremos a preguntarles lo que ellos saben y nosotros no. ¿O es que también les niegas esto?». Ama dijo algo inesperado: «Tengo sueño», y se dejó caer de espaldas sobre la almohada. «¿Te niegas a ir a Sugarkea?», casi gritó Martxel. «No me dirían nada», susurró ama. «¿Por qué, si tienen la respuesta?», casi gritó Martxel. «Nos desprecian», dijo ama. ¿Dijo eso ama? ¿Dijo, realmente, nos desprecian? «¿A quiénes desprecian?», casi gritó Martxel. Había oído lo mismo que yo. «¿A quiénes desprecian? ¿A quiénes desprecian?». «Me duele la cabeza», dijo ama. Cogí a Martxel del camisón y lo saqué de la alcoba. «¿No has oído que le duele la cabeza?». Martxel se revolvió, gritando: «¿Y por qué han sido otros y no tú quienes me hablaran de ellos? ¿Por qué nunca los mencionas?». Logré cerrar la puerta y acompañarle a su dormitorio, todo sin ruido: habría sido muy desagradable que aita apareciera en un momento tan terrible como aquél. «Ama sabía desde un principio que los Baskardo de Sugarkea tenían la respuesta…, y nosotros gastando suela por Getxo», decía Martxel. «¿Por qué? ¿Por qué?». Sólo al oír entonces la palabra Baskardo caí en la cuenta de que también era nuestro apellido, el apellido de aita. Creí tener la explicación. Pensé: «Ama no quiere nada que venga de aita, y esos Baskardo son sus antepasados, por eso ella…». Pero Martxel me cortó: «No, no…, Ama sabe bien que aita ya no lleva una sola gota del primitivo tronco Baskardo…, ¡y cómo se le nota que no lleva!…, y si ama rechaza a aita por estar destruyendo nuestro mundo, tendría que venerar a esos Baskardo de Sugarkea, que son nuestro mundo… ¿Y por qué no ocurre así?». Bueno, creí que aquello que pensé sólo lo había pensado… Martxel se tendió en su cama, pero se equivocó, porque no podía dejar de moverse. Saltó al suelo y se puso a cruzar la habitación de un extremo a otro. «¿Te das cuenta, Jaso? Es la primera vez que no comprendemos a ama…». «No digas eso. Es que le duele la cabeza y tiene sueño… Mañana…», protesté. «Es la primera vez que no comprendemos a ama… ¿Qué pasa con los Oiaindia y los Baskardo?». «No digas que no comprendemos a ama», dije. «¿Qué es lo que sabe y nosotros no?», casi lloró Martxel. «¿Viste cómo palideció, incluso a la luz de la vela? ¿Por qué?… Jaso, es la primera vez que no comprendemos a ama». «Yo sí la comprendo: ama siempre tiene razón». «Vístete», dijo Martxel. Me lo tuvo que repetir varias veces. Era de noche. Se vistió y me arrastró a mi cuarto y casi me vistió él a mí. «Es hora de dormir… ¿Adónde vamos?». Ahora, tres años después, me llamo idiota e ingenuo por no haber sabido desenmascarar entonces a la bruja.

Yo iba muy asustado cuando Martxel me sacó de noche sin permiso de ama. Se dirigió a la costa, y ni siquiera este rumbo me reveló sus intenciones. «No debemos estar aquí», le repetía. Sus pisadas eran firmes y ruidosas en el silencio de la noche. «Nos verá alguien». Los bultos de casas, jaros y árboles me parecían de otras formas a aquella hora; incluso la brisa del mar sonaba de modo diferente. Cruzábamos un escenario mojado por el rocío. Dejamos atrás La Venta y luego la iglesia. «Dios mío, Martxel, regresemos». «Ya hemos llegado. Silencio». Se apostó tras unas zarzas y tiró de mi brazo para clavarme a su lado. Estábamos en los límites de las tierras de Sugarkea. «Esperaremos. Dicen que esta gente se levanta con la primera luz, sin importarle que sea domingo o festivo. En cuanto veamos a uno, le preguntaremos». «Ama dijo que no nos harían caso», dije. «¡Dios, al menos quiero saber por qué no nos harán caso!». Sugarkea no era como los demás caseríos, no tenía semejanza ni con los más viejos: era una especie de cabaña de pastores, de piedra y troncos. Se diferenciaba, además, en que no tenía chimenea, sino un simple agujero en el techo del que salía humo día y noche, pues en aquel hogar nunca se apagaba el fuego. Aquellos Baskardo hacían vida aparte, nunca iban a misa ni a romerías, decía don Eulogio que ninguno de ellos figuraba en sus libros parroquiales, ni tampoco en las listas vecinales del Ayuntamiento. Era creencia general que estaban locos y que su locura pasaba de una generación a otra. «Tampoco lo sabrán», dije. Pero a Martxel parecía haberle dejado de interesar lo del número mágico y los nombres troncales. Tenía los ojos clavados en Sugarkea y no me oía. «Son de Getxo y no lo parece… Apenas se habla de ellos… Están ahí, pero es como si fueran invisibles… ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido entre ellos y Getxo? O ¿qué ha ocurrido entre ellos y los Oiaindia?», decía Martxel, en un incesante susurro. «Ama dijo que así estaban las cosas», dije. «Sí, pero ¿por qué?», y esta vez Martxel no respetó el silencio. «¿Por qué no hemos sabido de estos extraños baserritarras a través de ama sino de descuidos de otras gentes, de palabras perdidas aquí y allá, y de nuestras propias observaciones? ¿No has oído, Jaso, que son los mejores cazadores? Hace cuatro años se vio a uno de ellos regresar con un reno al hombro. ¡Un reno! ¡Ellos saben dónde quedan aún renos en nuestra tierra! ¿Qué saben los Baskardo de Sugarkea que los demás no sabemos?». El tiempo se me hacía eterno junto a un Martxel atormentado que se atrevía a introducir la inquietud en lo que era perfecto. ¿Qué hacía yo allí, a espaldas de ama? ¿Qué mosca le había picado a Martxel?… Todos los ruidos de la noche se me antojaban amonestaciones que las cosas nos lanzaban a Martxel y a mí, y el estruendo de la resaca, subiendo desde el fondo del acantilado, era la voz más insoportable. «Volvamos a casa, Martxel, por favor». Ni por un momento se me ocurrió dejarle y regresar solo, pues sin él a mi lado mi sentimiento de culpa habría sido más lacerante. «¡Por Dios, Martxel, no es limpio vigilar así a una familia!». «Ya pensaré en eso después». Volvió el rostro y se lo pude distinguir, descubriendo así que la noche empezaba a retirarse. «¿No sabes que en Getxo todo el mundo vigila a todo el mundo?», me dijo. El verdadero paso de la noche al día no lo marcó esa primera luz sino el bulto que salió de Sugarkea. «Ah, ah», le oí a Martxel. Rocé casualmente su brazo y temblaba. El bulto se movió por los alrededores de la vivienda y nos llegaron unas fuertes expansiones guturales, que más que de persona parecían de animal. «¡Nos ha visto!», dije. «No, no te alarmes: sólo está despertándose. Me han contado que hacen esos ruidos al levantarse», dijo Martxel. Pero estaba tan nervioso como yo. De pronto sonó un canto ronco y monótono, un ruido como el de antes, pero con una fluyente armonía interior. ¿Era realmente un canto? Me dije, para tranquilizarme, que sería una oración vespertina dirigida a Dios, o al menos a algún dios, el suyo, cualquiera que fuera; o dirigida a humanos para expresar una voluntad conciliadora, por encima de las apariencias. «Es una oración, ¿verdad, Martxel?». Salieron de la vivienda dos o tres bultos más y repitieron, primero, las expansiones guturales, y luego el canto-oración… «Es una oración, ¿verdad, Martxel?». Más tarde vimos ya no menos de ocho figuras, todas haciendo lo mismo… «Mira, mira, Jaso». «Es una oración, ¿verdad?». «No lo sé, pero no la rezan juntos, como nosotros. Creo que no es una oración. Cada uno está diciendo una cosa distinta…, pero… ¿en qué lengua?». Sí, era como si cada uno de los bultos no quisiera nada con los restantes, como si cada uno se creyera solo en el mundo. «Me parece, Jaso, que están hablando a las cosas». «¿Hablando a las cosas?». «Como haciendo un recuento, asegurándose de que siguen ahí las mismas cosas que dejaron ayer». «¿Hablando a las cosas?». «Sí, logro entender algo de lo que dicen, no todo…, y no por culpa de la distancia… ¿Qué demonios de lengua usan?». El primero se calló y se puso a caminar hacia nosotros. Al acercarse lo suficiente pude ver que se cubría con pieles. «¡Dios mío, Martxel, ahora sí que nos ha visto!». «Imposible», dijo Martxel, pero su cuerpo también temblaba. Era un hombre gigantesco, seguramente joven, y avanzaba a zancadas lentas, muy seguro de lo que hacía. Avanzaba hacia nosotros. No, no esgrimía arma alguna. Martxel y yo habíamos suspendido la respiración. Quise echar a correr, pero Martxel me agarró de la ropa y me retuvo. «No hay duda de que es un buen ejemplar de vasco», dijo. Se detuvo tan suavemente que no advertí el cambio hasta que habló. Dijo: «Oiaindia zarete. Sundatzen zaituztet». Y repitió: «Oiaindia zarete. Sundatzen zaituztet». El primero en poder hablar fue Martxel. «¡Dios mío!», dijo. Me cogió la mano y yo se la entregué, muerta. «¿Le has entendido bien, Jaso? ¡Es el euskera más viejo que he oído nunca! Pero estoy seguro de que nos dice que sabe que somos Oiaindia porque… ¡nos huele! ¡Dios mío, Jaso, nos rechaza! ¡Qué desprecio en sus palabras!». El hombrón no se movía, sólo miraba hacia nuestra zarza. Yo logré susurrar: «¡Ha pronunciado nuestro apellido! ¿Cómo sabe que hay alguien detrás de estas zarzas? ¿Cómo sabe que somos nosotros?». La mano de Martxel se apretó sobre la mía hasta hacerme daño. «Ya le has oído…, ¡porque olemos a Oiaindia!», dijo. «¿Estamos despiertos, Jaso? ¿Qué es esto? ¿Quiénes son los Baskardo de Sugarkea?». Martxel y yo veíamos al hombrón cubierto de pieles a través de una grieta en las zarzas. Al menos, se había parado. Oiaindia zarete. Sundatzen zaituztet. Su vozarrón rompía el amanecer a intervalos que parecían acompañar el ritmo de las olas rompiendo en la playa. «Es una pesadilla, no puede ser verdad», susurraba Martxel. «¿Te das cuenta, Jaso? Para él… ¡olemos a Oiaindia! ¿Cómo es posible que un ser humano…?». Ni el propio Martxel aguantó más: echamos a correr a un tiempo y no nos detuvimos hasta la puerta de casa. «Nos identificó por el olor, Jaso…, ¡por el olor a Oiaindia! ¿Ha sido un sueño o hemos vivido realmente esta experiencia?». Nunca hablamos de aquello con ama.

El año 1903 fue el de Fabi: toda la casa conmocionada durante meses para culminar brillantemente sus dieciocho años con su puesta de largo y presentación en sociedad en la fiesta en el Club Bilbao. Ama abandonó las inquietudes que compartía con Martxel y conmigo y se entregó a la otra tarea de dejar muy alto el pabellón de los Oiaindia ante nuestra sociedad. Me pregunté entonces mil veces cómo una frivolidad así la apartaba de lo importante. «Todas las mujeres están locas», me explicó Martxel, «y ama es una mujer, ¿no?». Ignoro todavía si era cruel o rudo o, simplemente, es que se atrevía a enfrentarse a la realidad. «Por Dios, Martxel, no digas eso de ella», le pedía yo; «es que quiere mucho a nuestra hermana». «El problema no es de amor sino de mal gusto», decía Martxel. Durante meses ama reservó sus apasionamientos para las cosas de Fabi, dedicando a las búsquedas de Martxel y mías una atención lejana. Mientras el tonto de Jaso rezaba a la Virgen de Begoña por la pronta liberación de ama de la fiesta de Fabi —trampa tendida por el demonio para apartarla de nuestra gran causa, pensaba yo—, el valor y la lucidez de Martxel ya estaban disponiendo su alma para soportar, sin gran sorpresa, el cataclismo posterior. No hay duda de que había empezado a observar las negras señales con que el cielo nos iba anunciando el fin de la inocencia, pero me las ocultaba. Yo las vi cuando…, ¡oh, Dios, qué tarde!, los velos se desprendieron de mis ojos y empecé a caminar junto a la muerte.

Suspendimos Martxel y yo el viaje a Elorrio fijado para el día de la fiesta, y, armados de la mejor voluntad, nos prestamos a ofrecer a nuestra sociedad una imagen de familia unida. Porque aita explotó la ocasión, tratando de negar lo que, sin duda, era de dominio público: que ama y él ya no componían un matrimonio, que llevaban años durmiendo en alcobas separadas: las lenguas del servicio son irreprimibles. Lo hicimos por ama, naturalmente, y por la propia Fabi, nuestra hermanita pequeña, no sólo inocente sino ignorante de tantas cosas. Con semejante obra de caridad, Martxel y yo nos sentimos redimidos por colaborar en la gran mentira. ¿Y ama? ¿Por qué se prestó al juego de aita? Es que el juego era, también, de ella; incluso era más de ella que de él, pues aita se limitó a incorporarse a la frivolidad puesta en marcha por ama. Ella, la bruja, fue la gran culpable. Nos arrastró a todos. Martxel y yo cambiamos el cómodo atuendo de baserritarra por el insoportable de etiqueta, y nos codeamos con aquellos vascos que ya no lo eran. Vimos a ama desviviéndose por atender a los sacerdotes que profanaban nuestro templo con su espíritu mercantil, hasta convertirlo en un mercado innoble. Sólo Martxel oía lo que yo les llamaba: «¡Fariseos!», y sólo yo lo que les llamaba él: «¡Fenicios!». Entonces ni siquiera me pregunté cuál sería nuestra verdadera ama: si aquella de los últimos meses o la que nos regalaba caballos para nuestros viajes de misión. Entonces aún creía en ella y la justificaba desesperadamente.

Ni la propia Fabi pudo imaginar hasta qué grado iba a ser importante para ella aquel día. El uniforme de militar de Román Pérez de Angulema no destacaba entre los de los Caballeros del Santo Sepulcro y otras órdenes, marinos de la Armada, civiles disfrazados de negro y demás. «Ese militar de bigotes no se pierde ningún baile con nuestra hermana, y ella parece muy complacida», me dijo Martxel. Le acompañé en su recorrido de averiguación por el club. El tal Román era uno de los directamente derrotados en la guerra de Cuba. Evacuado por herida en combate, desembarcó en Bilbao y se quedó. Era de Palencia, vivía solo y no se le conocían bienes.

De regreso a casa, ya de madrugada, sentado frente a Fabi, observé que su mirada no estaba en el coche sino perdida en algún punto del pasado. Se le llamaba: «Fabi… Fabi…», y tardaba en despertar y responder, o simplemente no respondía. Cuando Martxel dijo: «Los gallardos uniformes con bigote hacen estragos entre las tontas damiselas», Fabi no se dio por enterada.

Dos meses después, se acercó a Martxel y a mí con una súplica que sólo a mí me sorprendió: «Ayudadme. Sólo os tengo a vosotros». Al ir yo a preguntarle qué clase de ayuda necesitaba y para qué, Martxel le dijo: «Se te pasará, hermanita. Trata de olvidarle y ya verás como el día menos pensado te levantas como si nunca le hubieras visto». «Eso no ocurrirá jamás. Le amo», dijo Fabi, trascendente y casi sin rubor, y así descubrí a una hermana nueva. «¿Por qué enrojeces, Jaso?», dijo Martxel. Se volvió a Fabi: «¿Sabes que es de Palencia?». «No importa. ¿También vosotros vais a empezar con eso?», dijo Fabi. «De Palencia», dije yo. «¿Es que ya ha empezado ama?», dijo Martxel. «No lo sabe. Por eso pido vuestra ayuda», dijo Fabi. «De Palencia», dije yo. «¿Qué es lo que no sabe? ¿Qué te ha entontecido el bigotes o que es de Palencia?», dijo Martxel. Entonces Fabi se echó a llorar. «Estaba segura de que no me ayudaríais», dijo, «aunque es la primera cosa importante que os pido en mi vida». «Deberías tenerle más respeto a ama», dije. Martxel soltó una carcajada. «Ocurre que Fabi se ha enamorado y ella es la primera sorprendida», dijo. «No pretende faltarle al respeto a nadie. Los flechazos son así». «¡Que olvide lo que siente, porque está ofendiendo a ama!», dije. Martxel siguió riéndose. «No se puede mandar en el corazón, Jaso», dijo. «¡Cállate!», dije. «Lo malo de Fabi no es que se haya enamorado sino…», dijo Martxel. «¡Cállate! ¡Cállate!», dije, «… sino que él es de Palencia. Fabi está en la edad más justa para enamorarse… ¿Por qué te pones rojo, Jaso?», dijo Martxel. «Fabi es más pequeña que yo», dije. «¡Vaya una razón!», dijo Martxel. «¡Ama no quiere que se hable de estas cosas! ¡Nunca se han hablado entre nosotros! ¿Acaso le has hablado tú de Andrea a ama?», dije. La boca de Martxel se quedó sin risa. «Yo no quiero decírselo a ama, sólo que me ayudéis. No quiero decírselo a ama», dijo Fabi. «Ama y nosotros somos lo mismo, ¿es que no lo sabes? Ha sido un error tuyo hablarnos de ello. De esas cosas no debe hablarse», dije. «Ayudadme», dijo Fabi. «Al nombrarlo, lo has hecho imposible. La gente no debe pregonar sus vergüenzas. Estoy seguro de que ama no habló de… de… antes de casarse con aita», dije. «¿De qué estás hablando, Jaso?», dijo Martxel. «¿Por qué enrojeces otra vez?». «Ayudadme», dijo Fabi. «¿De qué hablabas, Jaso?», dijo Martxel. «¿De qué no habló ama antes de casarse?». «De lo que ya no habla con aita, pues al final todo se queda en lo que tenía que haber sido en un principio», dije. «Si no te pusieras tan rojo, quizá lograras que te entendiera… ¿Se puede saber qué quieres decir?», dijo Martxel. «Y, además, es de Palencia», dije. «No, no, yo quiero saber qué es lo que querías decir», dijo Martxel. «Ese militar es…», dije. «¡Deja en paz al maketo y desembucha lo que querías decir!», dijo Martxel. «¡Que Fabi no debe hablar de lo que siente, y mejor que no lo sienta, porque es más pequeña que yo, como tú tampoco hablas de lo que sientes por Andrea, como yo tampoco hablo de lo que siento por la niña del cuadro!», dije. «¿Qué mosca te ha picado, Jaso?», dijo Martxel.

Fabi llegó a denominar billetitos de amor a lo que pretendía que Martxel y yo hiciéramos pasar clandestinamente al militar, y viceversa. Reímos, a pesar de todo. Nos confesó, para enternecernos, que no veía a Román desde la fiesta en el Club Bilbao —ya habían transcurrido cuatro meses—; más exactamente, que no había tenido ocasión de hablarle, aunque sí de verle, a distancia, en un par de ocasiones en que acompañó a ama a Bilbao, y el militar, apostado, aguardaba su salida (y es lógico que luego las siguiera toda la tarde, cuidando de no ser visto), y cuando le dio por merodear la casa. Fabi vivió, pues, las tribulaciones de un amor prohibido. No comía, no dormía, adelgazó. En ningún momento se dio ama por enterada de estas angustias. ¿Las conoció? No hay duda de que sí. ¿Cómo, nuestra atenta ama, iba a estar ajena a lo que latía en uno de sus hijos? Pero se mantuvo en la sombra, calló, esperando a que la amenaza desapareciera por sí sola, que Fabi olvidara su primera locura sentimental. Fue como un tácito acuerdo establecido entre Martxel, Fabi y yo: Martxel y yo nos erigimos en únicos defensores de la incontaminación de la sangre, eximiendo a ama de toda preocupación, y la propia Fabi nos eligió a Martxel y a mí como únicos obstáculos que vencer, entendiendo que nadie —ni ella, por supuesto— disponía de la fuerza moral suficiente para proponer a la inexpugnable ama el innombrable pecado que pretendía cometer. Nos necesitaba a Martxel y a mí de aliados. Intentó conmovernos, aun sabiendo que éramos una prolongación de ama. «¡Ayudadme, ayudadme!», era su clamor. No sólo nos negamos a hacer de mensajeros de sus billetitos de amor, sino que vigilábamos que no saliera a escondidas de casa, aunque no pareció necesario, pues Fabi daba la impresión de tener tanto cuidado como nosotros de no obligar a ama a ocuparse personalmente del problema. Su rebelión se mantuvo, en general, dentro de límites muy discretos. Solíamos ver a Román Pérez de Angulema rondando nuestra casa, a bastante distancia de ella, oculto entre árboles. Es posible que lograra intercambiar con Fabi alguna seña, pero la cosa no pasaba de ahí. Martxel y yo solíamos arrojarle piedras desde las ventanas, y él, en cuanto le caían las primeras, se apresuraba a desaparecer. En cierta ocasión, Fabi sorprendió uno de nuestros ataques, y las lágrimas de humillación y de pena que brotaron de sus ojos no dejaron de enternecerme. Es que aquello me había llegado a parecer un juego sin consecuencias. Y, a todo esto, ama, la gran depositaría de todas las razones, sin salir a escena. Martxel y yo nos bastábamos para controlar la situación, cosa que nos llenaba de orgullo. Esta vigilancia nos obligó a suspender nuestros viajes de investigación, pero como transcurrieran los meses y el militar no dejara de frecuentar los alrededores de la casa, ni Fabi de suplicarnos ayuda, Martxel se cansó. «Tendremos que hablarle», dijo. «¿Hablarle?», exclamé. «Parece que no te importa tenerle por cuñado», dijo. Lo dijo, sin sospechar la quemante inquietud que sembró en mí. Pasé noches sin pegar ojo. ¡Dios mío, había que impedirlo a toda costa! Ama confiaba en nosotros. «¿Cuándo le hablamos? ¿Qué le diremos?», preguntaba yo una y otra vez a Martxel. Él estaba tan impaciente como yo y no sé a qué esperaba, pues apenas pasaba día sin verse el bulto del maketo acechando como un halcón. Hasta entonces no me había importado que Fabi pasara las tardes sentada en un balcón, bordando, casi siempre junto a ama; pero de pronto me estremecí ante aquella concesión que le hacíamos al intruso, y me revolvía las tripas la sospecha de que acaso imaginara que aquel descuido por nuestra parte —¿por qué no inocencia, nuestra sempiterna inocencia como pueblo?— significaba que los Oiaindia, muy discretamente, le estimulaban a persistir. «¿A qué esperamos?», le apremiaba yo a Martxel. Hasta que un día me dijo: «Vamos. Coge tu chaqueta de pana, las botas de monte y el bastón». «¡Pero si el maketo sólo está a un tiro de piedra!», exclamé. «Póntelos», dijo Martxel. Y fuimos. Era noviembre y estaba anocheciendo: Martxel había elegido esa hora a fin de que los vecinos no se enteraran de la entrevista. Pero descubrimos a Ella en la terraza del caserón esperpéntico, de pie, tiesa, vigilándonos como de costumbre, pero esta vez como si esperase desde hacía tiempo aquel suceso. Su odiosa mirada nos siguió por el jardín, luego al cruzar la puerta del muro y, finalmente, por el trozo de camino hasta que rebasamos su campo de mira. Fue Martxel el que llevó a cabo aquel desvío que nos libraba de la maldita mujer, pues enseguida hubimos de retroceder por otro lado para llegar junto al maketo. Nos aguardaba en un bosquecillo de robles, en el arranque del camino de Laparkobaso. No era el mismo sin su uniforme de militar; no era tan alto ni vigoroso como me pareció en la fiesta; se me antojó, más bien, canijo. Tuve la impresión de que esperaba nuestra visita desde hacía algún tiempo. «Somos los hermanos de Fabiola», dijo Martxel. «Lo sé», dijo él, «tenía que llegar este momento». Sacó un reloj de plata del bolsillo de su chaleco. «Mañana», dijo. «Mañana, ¿qué?», dijo Martxel. «Mañana hablaremos con más calma», dijo Román. «He de apresurarme si quiero tomar en Algorta el último tren. Servidor de ustedes. Transmitan mis respetos a la señorita Fabiola. Mañana, aquí, una hora antes», y se alejó a buen paso. Martxel me miró. «Creo que se ha reído de nosotros», dijo. «No, le hemos asustado. Nunca le volveremos a ver», dije. «¡Maldita sea, nos ha ganado la primera escaramuza!», dijo Martxel, quebrando un cardo de un bastonazo. «No vendrá, estoy seguro», dije. Aquella noche dormí como no lo hacía últimamente. Disfruté de un día de euforia, y a punto estuve de comunicar a ama la gran nueva. Si acompañé a Martxel a la cita fue para saborear la consumación de nuestra gloria. Fabi nos despidió con una doliente mirada: no necesitó de palabras para expresar que estaba al tanto de todo. Pero allí encontramos a Román Pérez de Angulema, y esta vez con su uniforme de militar. Su tamaño se había duplicado, parecía un verdadero enemigo. Comprendí la insistencia de Martxel en ponernos las chaquetas de pana, las botas de monte y los bastones. El asombro al verle me hizo afrontar el encuentro en desventaja, hasta el punto de no pronunciar durante todo él una sola palabra. «Esto debe acabar», dijo Martxel de golpe. El maketo hinchó el pecho, haciendo crujir el correaje y levantando sus tres o cuatro condecoraciones. «Es cosa que debe decidir ella», dijo. «Esperaré cuanto tiempo sea preciso a que acabe el secuestro». Era la guerra, y el choque de sus miradas lo atestiguó. «Usted es de Palencia», dijo Martxel, afirmó. «Bisabuelos, abuelos, padres, yo, todos de Palencia», dijo el maketo, «pero amo a una muchacha vasca y quiero casarme con ella». «¿Cuánto tiempo lleva viviendo en nuestra tierra?», dijo Martxel. «Cinco años», dijo el maketo. «¿Y en cinco años no ha aprendido cómo somos?», dijo Martxel. «En estos meses estoy descubriendo lo que me resistía a creer que fuera verdad», dijo el maketo. «No vuelva usted más por aquí», dijo Martxel. «No es la primera vez en la historia de los hombres que la familia de ella o la de él o ambas se oponen a…», dijo el maketo, pero Martxel le cortó: «Podríamos arrojarle a usted por La Galea». «¿La Galea?», dijo el maketo. «Es un gran acantilado que tenemos ahí cerca», dijo Martxel. «No es de buen gusto hablar de violencia entre personas que van a ser parientes», dijo el odioso maketo. Y añadió: «Si no fuera por ello, ya les habría retado a ustedes a duelo, a dos duelos, primero con uno y luego con otro, o a un solo duelo, yo contra los dos, a sable o pistola. Todos los problemas pueden resolverse a tiros. Pero ahora es distinto, porque vamos a ser parientes». Durante el regreso a casa, supliqué encarecidamente a Martxel que se lo contáramos a ama, es decir, que recurriéramos a su ayuda. «Ese maketo nunca se casará con nuestra hermana, ¿verdad, Martxel?», le decía. «¿Verdad que Dios no lo consentirá? ¿Recuerdas lo que tiene escrito Sabino Arana sobre los maketos? ¿Lo recuerdas, Martxel? ¿Recuerdas cómo los describe? ¡Todo ello se cumple en éste! Su fisonomía es inexpresiva y adusta; su cuerpo es de movimientos sin gracia; es flojo y torpe; estoy seguro de que apenas se lava y que sólo se muda una vez por año; la familia que fundara con la pobre Fabi no podría llamarse tal, porque esa gente no ama la familia, ni el hogar, son adúlteros; ¿y no le oíste hablar de matarnos a sable o pistola?; así arreglan sus problemas, como las bestias, y, de tenerlo en casa, acabaríamos contagiándonos, nosotros, que rechazamos toda clase de armas, y si alguna vez la nefasta cólera nos domina y nos arrastra a luchar, lo hacemos limpiamente, con los puños… ¡Así dice Sabino Arana que son los maketos, tan despreciables, tan distintos e inferiores a los vascos!». Me temblaron las piernas y caí de rodillas sobre el camino, y los brazos de Martxel me levantaron y sostuvieron hasta casa. Los ojos de Fabi buscaron afanosamente los nuestros y esperó nuestras palabras, pero Martxel la miró con furia apenas contenida, y yo —oh, perdón, perdón, hermanita— me atreví a zarandearla, gritándole: «¿Cómo has podido enamorarte de él, dónde ha quedado tu escrupulosidad?», y callé al descubrir que había hablado de amor y me desplomé, y cuando recobré el sentido estaba en mi cama y la mano de ama acariciaba mi frente. «Mi pobre Jaso», decía ama, y también: «Yo sabré poner remedio». Nos miramos ella y yo, y hoy lamento con desesperación no haber podido olvidar todavía aquel encuentro de nuestros espíritus, que entonces me gustó soñar que ocurría fuera de este mundo. Entró Martxel tirando de la mano de Fabi, que lloraba silenciosamente. Las palabras de ama devolvieron la esperanza a mi corazón: «Serás internada en las mercedarias de Bilbao». «Gracias, gracias», dijo Fabi; «debo recibir de vosotros los más feroces castigos, y así calmaré mi mala conciencia, porque no puedo dejar de quererle. ¡Perdonadme!». Ama pronunció la frase más ajustada a su dolor, la más amarga: «¡Nunca creí que una hija mía…!». «¡Perdonadme, perdonadme…!», gemía Fabi. No vimos ni rastro del maketo en los días siguientes, dejó de acechar la casa, y así durante más de dos semanas, pero ni ama ni Martxel ni yo nos atrevíamos a dar suelta a nuestra euforia, a pensar que le habíamos asustado y que jamás volveríamos a verle. Aunque ama suspendió los preparativos para internar a Fabi. Y enseguida los acontecimientos se precipitaron: casi simultáneamente ocurrieron la reaparición del maketo y la muerte de Sabino Arana, y me fue imposible no relacionar ambos hechos: a los tres días de descubrir al maketo entre los árboles, perdíamos al Maestro. Confié a ama mi versión, que no rebatió. En muchos días ni Martxel ni yo nos separamos de ella, acompañándola a cuantos actos religiosos se celebraron, llevando con nosotros a la secuestrada Fabi…, y ya no tuve reparo en utilizar la expresión oída al maketo. Aita aprovechó los actos públicos para dejarse ver con nosotros. Fabi no dejaría de leer en mis ojos mi directa acusación a su persona, y sus incesantes y desgarrados «¡Perdonadme, perdonadme…!» contenían idéntico reconocimiento de culpabilidad. Como la gran señal de que la Patria estaba en peligro era el regreso del maketo, la primera consecuencia estallaba con la muerte de Sabino Arana. ¿Qué iba a ser de nosotros? Diariamente volvíamos a ver al invasor profanando nuestros suaves bosquecillos, en los que se agazapaba para seguir poniendo cerco a nuestra casa. A Sabino Arana lo habían procesado, multado y encarcelado varias veces, y en una ocasión también a ama, por defender la Patria, ¡y qué terrible situación la de ella al asistir a las juntas del partido bajo la mancha de la hija traidora! Nuestra Patria se había quedado huérfana y aquel grupo de dirigentes mantuvo intacta la moral y luchó y nos salvó. Ama internó a Fabi la primera semana de diciembre, un domingo. Ama, Martxel y yo fuimos con ella hasta la misma puerta del convento de las mercedarias. «¡Si sirviera esto para algo…!», oí exclamar en varias ocasiones a Fabi. Y yo le dije: «Tu apartamiento del mundo y de la degradación ha de traer lo mejor para nosotros, porque nuestra Patria es inmortal»… ¡Imbécil de mí! ¡Pronto borraré definitivamente de mi recuerdo tantas ridiculeces! Pero así era yo hace sólo unos meses… A nuestro regreso, aita nos esperaba a la puerta del muro. Él mismo se adelantó a detener los caballos del carruaje. «¿Cuándo me voy a enterar de lo que ocurre en mi propia casa?», exclamó. «¿Qué habéis hecho con Fabi?». «Entremos pronto en casa», nos dijo ama. En lo alto de la casona de enfrente, en la execrable terraza, Ella nos vigilaba sonriendo sarcásticamente. «¿Dónde habéis dejado a Fabi?», insistió aita. Los tres habíamos descendido del coche. Aita soltó las bridas y nos cortó el paso. ¿Por qué me asusté al comprender que Martxel, al fin, podría enfrentársele abiertamente? «Entremos, entremos…», suspiró ama. Temblaba. No era justo que la vida la tratara tan mal. Iba entre Martxel y yo, cogida de nuestros brazos, y así cruzamos el jardín, ahora con aita detrás. «¡Quiero saber dónde está mi hija!», vociferaba. De la execrable terraza nos llegó una carcajada. ¡Dios mío, sí, lo nuestro fue una huida! ¡Huíamos en nuestra propia casa! Se desarrolló todo con tanta rapidez que los abuelos aún no habían salido al jardín a recibirnos, o quizá les contuvo la expresión de aita o la presencia de Ella en la terraza. «¿Por qué se ha decidido sobre mi hija a mis espaldas?», vociferaba aita. «Bueno, bueno, entrad de una vez», decía la abuela. Y cuando llegamos a su lado y dimos el primer paso por el interior: «¿Bien?», preguntó. «Se ha quedado muy tranquila. Allí estará perfectamente», dijo ama. El abuelo cerró la puerta y todos, por fin, quedamos dentro. Martxel me hizo señas para que le siguiera, pero pensé que ama necesitaba nuestra ayuda contra aita. La abuela quiso saber detalles del ingreso de Fabi en el convento y ama se los dio, y así aita oyó qué habíamos hecho con Fabi. Admiré la entereza con que ama daba explicaciones a la abuela a un paso de aita, ignorándole, despreciando su cólera. Pero a aita se le advertía realmente iracundo, y era mucho y muy reciente todo lo que pesaba sobre ama. Martxel tiró de mi manga. «No te preocupes, ella siempre le vence. Ven», me dijo. Dejé que me arrastrara. «Estoy salvándonos a todos», decía ama. «Alguien lo ha de hacer, superando la mayor prueba que Dios nos ha enviado hasta ahora». La escalera me ocultó su magnífica figura. Me encontré en el balcón del piso superior, la atalaya desde la que vigilábamos al maketo. «Aún no sabe que Fabi no está aquí», dijo Martxel. Miré. Allí estaba, su sombra confundida con las de las hayas. «Maldito, maldito…», murmuré. «Ama también le ha vencido a él», dijo Martxel, «pero daría mis dos brazos por saber por qué no se ha dejado ver en tres semanas, haciéndonos creer que nuestro encuentro le había asustado. Y por qué ha vuelto. Eso: por qué desapareció y por qué, de pronto, ha vuelto». Liberados de la atención a Fabi, Martxel y yo pudimos reanudar nuestras búsquedas, que en invierno se reducían a los domingos, y no enteros, pues habíamos de regresar a media tarde para que Martxel viera a Andrea, según acostumbraban desde hacía tanto tiempo. Y es así como nuestros viajes le servían de coartada. Sólo cuando se me abrieron los ojos caí en la cuenta de que Martxel y yo jamás admitimos que eran encuentros secretos. En el fondo, claro, estaba ama. De lo poco salvable de aquel tiempo de ceguera estaba, ¡ah!, nuestra intuición —especialmente la intuición de Martxel—, aquella vocecita que bullía en nuestro interior —especialmente en el interior de Martxel— y que nos advirtió de lo que luego estalló. La bruja, pues, no nos tuvo engañados del todo. Ni siquiera al tonto de Jaso. Creo.

Fue un domingo cuando oí a Martxel: «Necesito ver a Andrea». Sobraba el decirlo porque, siendo domingo, la veríamos. Ahora comprendo que allí se estaba expresando la intuición, la vocecilla. Las citas seguían siendo en el cañaveral de Altubena, como cuando niños; no habían perdido, pues, su aire de clandestinidad. Quizá el cañaveral no entrañara ocultamiento, sino sólo hábito, tradición, sentimentalismo, recuperación de primeros recuerdos; porque, con mal tiempo, la cita se trasladaba a la plaza de Algorta, y el resto de la tarde lluviosa o fría transcurría bajo los soportales del viejo Ayuntamiento, es decir, a la vista de medio pueblo. No podía ser de otra manera si querían demostrarse a sí mismos que eran como las otras parejas que cuchicheaban a un paso. Pero ellos no eran como las demás parejas… ¡Dios mío, no lo eran!… ¿No tenían ellos conciencia de esto, como yo no la tenía? Quizá Andrea, no Martxel, excepto el reducto de su vocecita. Pero me gusta creer que fueron totalmente suyos aquellos años de felicidad.

Lo primero que hizo Martxel aquel domingo al encontrarnos con Andrea en el cañaveral fue agarrarla con desesperación por los hombros y exclamar: «¡Quisiera no soltarte hasta la muerte!». «Me haces daño», dijo Andrea. Tenía ya veintidós años, como yo, y era tan bonita que la rondaban todos los primogénitos solteros de los caseríos de Getxo; hoy sé que esperaban la irremediable ruptura, que se produciría más tarde o más temprano. Disfrutaba yo viendo en Andrea un ensayo de la materialización de la modelo del cuadro que algún día encontraríamos. Y era feliz sabiéndola de Martxel. «¿Qué nos puede ocurrir, Andrea?», dijo Martxel. «¿Qué te pasa? Me haces daño», dijo Andrea. «Venimos de dejar a mi hermana en un convento», dijo Martxel. «Yo nunca iré a un convento», dijo Andrea. «Mi hermana tampoco quería ir, la hemos llevado, le hemos prohibido amar a ese hombre», dijo Martxel. «¡Me haces daño!», dijo Andrea. «¡Ni siquiera les permitimos que se suiciden juntos!», dijo Martxel. Entonces yo le pedí que no pusiera en duda nuestras razones, la justicia de ama. «¡Eso es lo más terrible: que puedan existir razones superiores al amor!», dijo Martxel. «¡Me haces daño!», dijo Andrea.

El maketo tardó cuatro días en saber —¿cómo?— que Fabi no estaba en casa. Abandonó el cerco, desapareció. «Ahora se dedicará a acechar el convento», dije a Martxel. En las primeras semanas, acudimos con frecuencia a sus inmediaciones, por pura curiosidad, pero nunca le vimos. ¿Tan pronto se había producido el triunfo de ama? Por su parte, Fabi se mostraba feliz enclaustrada entre aquellas paredes. «Has comprendido que necesitabas purgar tu pecado, ¿verdad, Fabi?», le decía yo, y ella callaba y sonreía y acompañaba su sonrisa de una mirada juguetona.

Pero el Señor no le había alejado de nosotros para siempre. En febrero, el maketo llamaba a nuestra casa… He dicho bien: ¡llamó a nuestra propia puerta!… Y dijo al criado que la abrió: «Perdonen ustedes. Tengo que hablar con doña Cristina, señora de Baskardo. Perdonen ustedes». El criado vaciló, sin atreverse a invitarle a pasar. Finalmente, cerró la puerta, dejando al maketo fuera, antes de retirarse a transmitir su recado. Al ser advertida, ama lanzó un grito apagado. «¡Jaso!», llamó, y yo pedí disculpas a mi profesor particular, el padre jesuita don Fidel, y me precipité escaleras abajo. Ella me esperaba. Pálida, no dio un solo paso mientras yo no estuve a su lado. Habría deseado contar, igualmente, con Martxel, pero mi hermano no estaba en casa. El mismo criado nos precedió y abrió otra vez la puerta. «Perdone, señora», dijo el maketo. Ama respiró no menos de cuatro veces antes de hablar: «Le prohíbo a usted ver a mi hija Fabiola». «Oh, ya sé que no está aquí», dijo el maketo. Él era quien no perdía los papeles. Ama se agarró a mi brazo. «¿Qué desea usted?, ¿a qué ha venido a mi casa?». «Perdone, señora», repitió el maketo, y añadió: «Tengo que decírselo: su hijo Moisés y Andrea Altube son novios, se ven semanalmente desde hace muchos años». Pronuncié «Ama» y me puse a rezar en silencio. «Perdone, señora», repitió el maketo, «tenía que decírselo, me había comprometido a ello, ha sido el pago por un favor. Que quede claro: a mí ni me va ni me viene». Y, repitiendo por cuarta vez «Perdone, señora», dio la vuelta y se alejó. «Yo no soy señora Baskardo», dijo ama, demasiado nerviosa, demasiado vulnerable, de pronto: «Soy doña Cristina Oiaindia». La espalda del maketo no dio muestras de haberla oído. Y ama tuvo que emitir algo para que la insoportable escena quedara exorcizada por palabras suyas y no eternizada por las de él. «¿A qué espera para cerrar la puerta?», dijo ama al criado, y éste se sobresaltó y la puerta salió disparada de su mano y el golpe estremeció la casa. Ama y yo nos miramos. ¿Había estado allí realmente el maketo?, ¿había ocurrido aquello? «¡Si hubiera estado Martxel!, ¡si hubiera estado Martxel!», repetía yo. Ama se dirigió al salón y se sentó en la primera butaca, como sin fuerzas para dar un paso más. Me senté a sus pies, en la alfombra, y respeté su silencio. No tardó en cubrirse el rostro con las manos, y había dejado de contar conmigo. Ni siquiera me atreví a decirle: «Pero, Ama, tenías que saber lo de Martxel y Andrea. Andrea es para Martxel como la niña del cuadro para mí». Callé. Callé. ¡Y cómo deseaba saber su opinión! «Ama, ¿por qué esa expresión de dolor detrás de tus manos?», pensé, sólo pensé. Más tarde, llegó Martxel y le conté lo ocurrido. «¿Quién se está burlando de nosotros?», exclamó, con los ojos como ascuas. Y enseguida: «Pero, bueno, por fin saldremos del largo silencio y escucharemos las palabras pendientes». Y, el siguiente domingo, las palabras de Andrea: «Vuestra madre ha hablado con la mía… Tu madre ha hablado con la mía», y para ellos no hubo más domingos. En aquel último, el del llanto desgarrador de Andrea —«Tu madre me ha dicho que lo nuestro es imposible»—, y después de que Martxel no lograra alcanzarla, Martxel corrió a casa y se quedó ronco gritando a ama: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?», y ama le huía de habitación en habitación, y yo asistiendo al enfrentamiento de aquellos dos espíritus que, hasta entonces, habían sido uno. «Deberías comprender estas cosas», suspiraba ama. «¡Pero Andrea sigue siendo la misma! ¿Qué ha cambiado, entonces? ¡Dime si has hablado con la madre de Andrea!», exigía Martxel. «Sí, he visitado a Bixenta y lo ha entendido muy bien». Al menos, Martxel era capaz de pensar y de hablar lo que pensaba: yo, en cambio, me sentía roto y perdido por aquel error que ni ama ni Martxel se preocupaban de desechar y cuya ley aceptaban. «¡No era con ella con quien tenías que hablar sino conmigo!», gritó Martxel. «¡De mis cosas decido yo! ¡Pero tenías que atacar a los más débiles!». Y yo bullendo alrededor de ambos, pensando, no atreviéndome más que a pensar: «¡Basta! ¡Basta! ¡Sabed que esto no está ocurriendo, que despertaréis de un momento a otro! ¡Acabad con la pesadilla de que los Altube y los Oiaindia no son iguales!», y corriendo tras Martxel cuando se precipitó como un loco al exterior, y llegando a Altubena cuando él ya llevaba rato golpeando la puerta con sus puños y gritando: «¡Abrid, abrid, no me robéis entre todos a Andrea!». Le esperaban: su llegada no sorprendió a ningún Altube en el exterior, aunque aún no era de noche. Tampoco había luz en ninguna ventana. Ni ruidos. Ni la voz de Andrea enviándole alguna respuesta. Se agotó el pobre Martxel aporreando la puerta. Se derrumbó ante ella. Le ayudé a levantarse. «Todo iba bien hasta que habló el maketo», le dije. No me respondió, no pronunció una sola palabra. Y sí que me oyó; sus ojos trataron de comunicar algo a los míos: sucedía que, por primera vez, no se atrevía a hablar. Ahora sé que regresó en silencio a casa porque no se atrevía a hablar…, ¡él, el eterno temerario! A lo largo de interminables semanas soportó, en silencio, las expresivas huidas de Andrea. Acudía diariamente a Altubena, pero nunca, nunca consiguió hablar con ella. A veces la distinguíamos a lo lejos, trajinando en los campos, nunca sola, pero cuando llegábamos ya no estaba, sólo quedaba en el sitio algún familiar, y siempre cerradas las puertas y ventanas del caserío. Y la demoledora respuesta «No está» por parte del Altube de turno: Zenón, Juan, Bixenta…, aun sabiendo que la habíamos visto minutos antes. Una mentira tan descarada y cínica que dejaba de ser mentira para convertirse en la más cruel e insistente clausura de toda esperanza. Martxel y yo llorábamos juntos. Con ama, claro, al fondo; y por ello Martxel persistía en el olvido de las palabras, quizá en consideración a su pobre hermano, que no le abandonaba ni a sol ni a sombra, y él ya tenía que saber que era por puro terror a soportar solo la catastrófica revelación, el ensordecimiento causado por la vocecita interior, el desvelamiento de que ama era una bruja. Esperábamos a Andrea los domingos a la entrada de misa, y llegaban los Altube, pero no ella, y no todos los Altube: siempre faltaba uno, el que quedaba en casa custodiando a la presa, quien cumplía con el precepto oyendo misa a otra hora, lo que nunca ocurría con ella, secuestrada y eximida de la obligación, como una enferma. Y todo, sin palabras entre Martxel y yo, resistiéndonos a materializar aún nada, necesitando desesperadamente prolongar la mentira en la que la bruja nos tuvo hasta entonces, aguardando el milagro que borrara la pesadilla… ¡Oh, Dios, pobres de nosotros, mientras la bruja se ocultaba en espera de nuestra muerte o nuestra aceptación! A Martxel le amanecía arrastrándose, perdido, por los parajes más secretos de La Galea, y yo con él, siempre en silencio. Hubo, también, un viaje al convento de la otra enclaustrada, y Martxel pretendió sacarla, primero anunciándoselo a la madre superiora, que no accedió —«¿Por qué no viene vuestra madre?»—, y luego proponiendo a Fabi nada menos que un rapto, a lo que, ante nuestro asombro, se negó. Sonreía, parecía feliz allí dentro. «¿Es que no quieres verle?», musitó Martxel. «No, no, ¿cómo podría ocurrir eso? ¡Le amo más que nunca!… y estoy en contacto casi diario con él». Ni siquiera Martxel reaccionó debidamente. Hubo de continuar ella: «¿Quién me garantizaría un mensajero como el que tengo aquí? Le lleva mis cartas y me trae las suyas. ¡Soy feliz, feliz…!», y se llevaba las manos al pecho, ruborizándose y abarcándonos con su mirada llena de confusa timidez. Hasta que, de pronto, dijo: «¿A qué se debe este cambio? Vosotros mismos me trajisteis…». «Estábamos equivocados», musitó Martxel. «Nadie debe poner trabas al amor, por ninguna causa, por ninguna maldita sagrada causa…». Los ojos de Fabi se enturbiaron con un brillo húmedo. «¿Me estáis revelando que os ponéis de mi parte? ¡Os lo agradezco con toda mi alma! Pero… ¿y ama?, ¿y ama? No, no dejaré el convento». «Yo sabré instalarte en un lugar sólo conocido por Jaso, por mí y… por él», dijo Martxel, roncamente, recuperando con dificultad la práctica del lenguaje. «Sería una locura», dijo Fabi. «Sé que el paso del tiempo lo arreglará todo, que ama comprenderá. La espera, aquí, no me será penosa, os lo aseguro: estoy viviendo ya la más bella historia de amor», y se agachó para levantar una baldosa de piedra del suelo y sacar del hueco un manojo de cartas rosadas ceñido por una cinta de seda azul, que nos mostró como su tesoro secreto y se apresuró a esconderlo de nuevo. «¡No dejaría el convento por nada del mundo!», exclamó. «¿Quién es el mensajero?», preguntó Martxel. «El jardinero, un bondadoso…». «¿Con qué dinero te lo ganaste si no dispones de…?». Fabi elevó los ojos al cielo: «¡Todo ha sido tan limpio y tan bonito! Se me acercó un día con una carta de Román y me prometió hacerle llegar las mías…, ¡todas! No le supliqué, no le soborné: es un enviado del Señor, compadecido de mí. ¡Estoy viviendo algo demasiado hermoso y no permitiré que nada cambie! ¡Los amantes perseguidos saben verter en sus cartas secretas el mejor de los amores!». Ya en la calle, Martxel comentó: «Fabi, la tonta de siempre. Pero teníamos que intentarlo, ¿verdad, Jaso? Ya no somos los de antes». «¿Qué quieres decir?», le pregunté. «Que hemos perdido la inocencia», me contestó. Mis piernas temblaron. «No, no, espera, todo se debe a un error…, Ama no es una bruja, aunque en este momento nos lo parezca… No pudo resistir la presencia del maketo en nuestra puerta, ni sus palabras…, ¡sobre todo, sus palabras! Está asustada y ha cometido el primer error de su vida… ¿y puede un error hacernos olvidar lo que éramos y convertirnos en otros? Todo ocurre porque el maketo pronunció las palabras». «No es mal calificativo el de bruja para ella», dijo Martxel. Empezó a emborracharse en La Venta, y, ¡Dios mío!, a gritar barbaridades contra nosotros, los vascos, llamándonos soberbios, despreciables e inhumanos, cínicos e hipócritas, y yo no podía contenerle, por más esfuerzos que hacía por cerrarle la boca, retirarle los vasos o llevarle a casa: allí permanecía, escandalizando, hasta altas horas de la noche, hasta que Zacarías Ermo gruñía: «Vamos, vamos», empujando hacia la puerta a los últimos clientes, y los sacaba y cerraba por dentro. Y nosotros, dos Oiaindia, recibiendo el mismo trato que los borrachos. De allí a casa debía yo sostener a Martxel. Todo Getxo empezó a murmurar. Así, un largo mes. Luego, en marzo, apareció el misionero de Ceilán en la misa del domingo, dirigiéndose desde el pulpito de don Eulogio a quienes sintieran la llamada de Dios para trabajar en misiones. Martxel llevaba todo ese mes sin entrar en la iglesia e impidiéndome que yo lo hiciera, diciéndome: «Somos otros, hemos dejado de ser inocentes, ¿no lo recuerdas?». Si estábamos allí era por ver si entre los Altube llegaba Andrea. Y, estando a la puerta, oímos al misionero. Acababa de llegar de Ceilán y confiaba, dijo, en regresar acompañado de jóvenes tocados de la divina gracia para redimir a pueblos aún huérfanos del Señor. Habló en las misas mayores de dos domingos seguidos y en las de los seis días intermedios, y se ganó a Martxel. En el último domingo le abordó a la salida. «¿Puede ir cualquiera?», le preguntó. «Sí, cualquier ciudadano. Sería ayudante del misionero. Luego, si surge la vocación religiosa…», dijo el predicador. «¿Me acepta?», dijo Martxel. ¡Dios mío!, ¿íbamos a dejar Euskadi? El misionero se alojaba con don Eulogio y él y Martxel pasaron la tarde hablando en la casa cural. Lo dejaron todo ultimado. Don Eulogio decía: «Esta de Getxo es la mejor gente, y si no se ofrecen a ir con usted es por el mucho trabajo que tienen, pero se lleva a uno que vale por todos juntos». «No te olvides de acelerar el arreglo de tus papeles», le urgió a Martxel el misionero. Ya fuera, le dije a Martxel: «¿Y yo? No puedo quedarme solo». «No te quedas solo: tienes a la muchacha del cuadro». Creí notar una burla en su tono. «No la tengo», dije, «y ahora pienso que no la tendré nunca». No habló, sólo me miró. «¡Tengo tanto derecho a huir como tú!», exclamé. Su mirada me conmovió: sentí con más fuerza que no podría separarme del Martxel de aquella mirada. Me dijo: «Tú jamás, pase lo que pase y haga la bruja lo que haga, jamás podrás separarte de ella… ¡Pobre Jaso: la tuya sí que ha sido una gran caída!». «Entonces, ¿dejarás que te acompañe?», supliqué. Y Martxel me clavó esa mirada tan imprescindible para mí: «¿De qué huyes tú?, ¿de qué huyes tú?». No quiero dudar de que también reclamó mis documentos para viajar a Ceilán, porque necesito cargar sobre ella toda la culpa de lo que pronto iba a suceder. Hasta el día de hacer las maletas no supo ama que nos marchábamos. Recibió tal impresión al descubrir nuestros preparativos que quedó muda. Martxel había adquirido dos sacos de viaje, y en la víspera de la partida, en su habitación, los llenamos con nuestras cosas. Entró ama y permaneció contemplándonos varios minutos insoportables. «¿Qué estáis haciendo?», dijo al fin. Y se atrevió a preguntar, aunque sólo a mí: «¿Adónde vas, Jaso?». Martxel la ignoraba y yo hice lo mismo. Repitió su pregunta, revoloteó a mi alrededor, buscando mi mirada, pero siguió recibiendo el mismo vacío. Se sentó en el borde de la cama y lloró sin ruido. Salí de la habitación, por no verla así. Martxel también salió, alcanzándome. «Ven, vuelve, porque si lo que llamas error no te ha endurecido lo bastante…», me dijo. «No puedo», le aseguré. «No puedo». Regresó solo. Me llegó la voz de ama: «Ha sido muy duro para ti, Martxel, pero algún día me lo agradecerás». Silencio. La pared que me separaba de ama hacía posible mi permanencia en el pasillo. «Compréndeme, hijo. Ellos están de acuerdo conmigo. No estoy, pues, sola. Ellos también saben que no puede ser. No se trata de orgullo, sino de sentido común». Silencio. Martxel se resistió hasta el final, hasta que ella se vio derrotada y se retiró. Me escabullí antes de que pisara el pasillo, aunque la oí: «No dejes esta casa sin pensarlo bien, porque no tardarías en arrepentirte y volver, cuando lo entendieras. En cualquier caso, no te lleves a tu hermano». Me encerré con llave en mi dormitorio, ama intentó abrir en no menos de seis ocasiones. Yo me cubría la cabeza con las mantas, por no oír su forcejeo en la cerradura. Luego, llamó la abuela, me juró que estaba sola, que sólo era para pasarme una taza de caldo y un huevo duro, para que al menos no me muriera de hambre. Abrí. «¿Por qué andáis todos tan revueltos?», gruñó. «Come». El caldo sabía muy raro. Me dormí enseguida y no desperté hasta el mediodía siguiente. Busqué a Martxel: de su habitación habían desaparecido él y su saco. Le llamé a gritos por toda la casa, de la que hasta la servidumbre parecía haber desaparecido. Fuera, el encargado de la cuadra de los caballos me reveló que el señorito Moisés había salido de viaje muy de madrugada. ¿Por qué no me había llamado? Seguí buscando a alguien de la familia, asombrado de mi largo sueño; pero, nada más ver a la abuela, grité: «¡La sopa!». Momentos después, como si ese grito rompiera todas las reservas, la familia salió de sus cuevas. «¿Qué me pusisteis en la sopa?». «Al menos el pequeño Jaso se ha quedado con su madre», dijo ella. Se me acercaba con las manos tendidas. «¡Atrás, bruja!». Hasta yo mismo quedé helado de mi propia violencia. «¡Convenciste a Martxel para que se fuera sin mí!». Sonó la voz de la abuela: «Tú y él y los dos alguna vez lo entenderéis». Y ama: «Le esperaremos con resignación cristiana, porque vendrá, vendrá, pronto le volveremos a tener entre nosotros, y la familia le perdonará, todos nos perdonaremos mutuamente, y las cosas serán como antes». Me sentí como un cadáver vacío. Le di la espalda y eché a correr, salí de la casa y en la cuadra monté a pelo un caballo y me lancé a la carrera en busca de Martxel, dejando atrás los gritos de ama llamándome. Pero mis piernas estaban débiles y no me sujetaban al animal, y apenas alcancé Las Arenas: rodé por el suelo y, al recobrar el conocimiento, estaba en mi cama, con la bruja sentada en una silla a la cabecera. Se levantó. «Gracias a Dios, ya abres los ojos. Han estado el médico y don Eulogio». Le grité: «¡Fuera! ¡Fuera!». Es tan cínica, que dijo: «¿Qué te pasa, Jaso?», la misma pregunta que ha venido repitiendo en estos siete meses. Salté de la cama y, sobreponiéndome malamente a los mareos, la eché del cuarto a almohadazos. «¡Me has dejado sin nada, bruja! ¡Me arrebataste todo!». Cerré la puerta y, ¡buen Dios!, dejé de verla. Esto ocurrió cuando anochecía. Nada supe de mí en muchas horas. Después, lo primero que recuerdo es la oscuridad y el silencio de la noche y mi cuerpo, frío, sobre la tarima del dormitorio. Temblando, me refugié bajo las sábanas heladas, y pronto empecé a percibir los sonidos naturales del amanecer, y con ellos me dormí…

Fabi está en casa desde ayer por la mañana. La propia bruja fue a buscarla al convento, pero la devolverá al término de las navidades. La trajo porque hoy se cumple el primer aniversario de la muerte del Maestro…, como yo también llamaba antes a ese individuo, otro brujo, ella y él tal para cual, unos engañabobos. Así piensa Martxel ahora y así pienso yo. No he necesitado recibir su carta para saberlo: en estos últimos siete meses no he hecho otra cosa que pensar en cómo piensa Martxel para saber cómo pienso yo. ¡Largos siete meses de luchar solo! He visitado con frecuencia a Fabi en el convento sólo para rogarle que me nombrara mensajero de su correspondencia amorosa. «¡Qué ilusión me haría!», exclamaba Fabi; «pero fracasaríamos, hermanito: mi buen jardinero vive bajo mi mismo techo y es la persona ideal para este servicio». «¿Me prometes contar conmigo si necesitas hacer algo contra ella?», le pedía yo. Fabi me lo prometía. «Pero ¿cuándo?», insistía yo. «¡Necesito hacerlo hoy, ahora mismo! Es peligroso vivir junto a ella sin tener ocupado el pensamiento en dañarla de algún modo». Fabi se asustaba. «¿Tienes fiebre? El sudor de tu frente está helado…», decía. «Piensa Martxel que ella se merece toda nuestra venganza», le juraba yo, «por lo que le ha hecho a él, por lo que te hace a ti, por la farsa en la que nos hizo creer». «Pero sigue siendo nuestra madre», la defendía Fabi. «Piensa Martxel que es monstruoso jugar así con los sentimientos de sus hijos», le dije. «Lo hace creyendo que es lo mejor para nosotros», dijo Fabi. «Piensa Martxel que te sumarás a nuestro odio cuando os destruya a ti y a… Román, como nos ha destruido a él, a Martxel, y a mí», estaba yo diciendo cuando Fabi me cortó: «¿Cómo te ha podido destruir, hermanito, sin estar enamorado?… ¿Qué te ocurre, Jaso? ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que mande traer una taza de manzanilla?». «No me pasa nada», dije. «No me pasa nada… Piensa Martxel que…», y me volvió a cortar: «¡Piensa Martxel, siempre Martxel! ¿Qué piensas tú?». «¡Déjame llevar a Román una sola carta tuya!», le rogué. Pero cuando Fabi llegó a casa, su precipitación en darme un mensaje para Román fue simultánea a mi exigencia de lo mismo. «¿Lo harás, Jaso, lo harás?», lloriqueó. Tomé el sobre cerrado y lo oculté en mi bolsillo, junto a la carta de Martxel, y no quise abandonar la casa sin pasar ante ella en posesión de aquella carta de la venganza y mirándola con la misma dureza con que la miraría Martxel. Esto ocurría cuando Fabi no llevaba ni diez minutos en casa. Me crucé con aita en el jardín: había dejado su despacho para ver a Fabi. «¿Ya ha venido?», me preguntó. Le dije que sí y me rebasó velozmente. Y, en ese momento, oí a mis espaldas la voz de Fabi, llamándome. Estaba en el balcón sobre la entrada principal, agitando un papelito en su mano. Me acerqué y me lo arrojó hecho una bolita, susurrando: «No sé quién es más tonto, si tú o yo». Era la dirección de Román en Bilbao, que yo ignoraba. Pensé: «¡Ahora verás lo que es bueno, bruja!».

Hice el viaje en ferrocarril. Su portal estaba en Artecalle, y permanecí al amparo de sus sombras durante mucho tiempo. Saqué la carta de Martxel y la leí una vez más, y entonces empecé a subir al piso cuarto. Una mujer me guió por un pasillo. Llamó a una puerta y se fue. Lo primero que vio Román no fue a mí sino el sobre de Fabi que yo sostenía a la altura de mi rostro. Lo reconoció. Sus ojos se clavaron en los míos. «Tu respuesta», le pedí. Tardó en reaccionar. Por fin, dijo: «Ella me escribió vuestro cambio, pero ahora me resulta demasiado increíble». Me siguió mirando. «Oh, pasa», me dijo de pronto. Moví la cabeza a derecha e izquierda. Su mirada persistió. Hizo lo no esperado: abrió el sobre de Fabi y leyó el contenido. Le vi relajarse. «Así que durante un mes tú serás el mensajero», dijo. Y: «Soy más duro de pelar que Andrea… Fabi me tiene al corriente de las cosas de vuestra familia… Ella, Andrea, no debió claudicar tan pronto. Yo también soy pobre, pero, claro, no soy vasco, no soy de Getxo…, quizá me salve el no serlo. En cualquier caso, ya os he rendido a Martxel y a ti… ¿Por qué no pasas?». No me moví. «Tu respuesta», le dije. «Ah, lo entiendo. Es demasiado pronto, ¿verdad? Incluso a ti te resulta increíble tu propio cambio. Ciertas cosas son lentas de digerir. Sin embargo, agradezco tus sinceros esfuerzos. Y el que no me abrumes con las preguntas características del hermano: «¿La quieres realmente?», «¿la respetarás hasta la boda?», «¿sabrás hacerla feliz?»… Estás demasiado ocupado en digerirme… ¿Nunca pensáis en el orgullo de los demás? Sí, conozco vuestro argumento: nadie nos llama a vuestra tierra, si venimos habrá de ser desprendidos de nuestro orgullo… Me gustaría leer algo en tu expresión, Jaso… ¿Te importa que te llame así? Es que puedo oír el chirrido de tus huesos por el esfuerzo de haber llegado hasta mi puerta… Nos entenderemos, Jaso…, ¿no te importa? Al menos, nos admitiremos… En realidad, no hace falta que pases: tengo lista mi carta, tómala…. La cogí y desanduve el pasillo. Me persiguió su voz: «Gracias, hermano». Saqué, una vez más, la carta de Martxel y descendí las escaleras corriendo, a trompicones, para volver a leerla en el rincón menos oscuro del portal.

«Querido Jaso:

»¡Fuerza, mutil, valor, mala leche y buenos cojones te desea tu hermano desde Ceilán!

»¡Rompe con todo lo de ahí, como he roto yo! ¡He aprendido tanto en estos cinco meses! ¡Di a los pechisacados vasquitos que trepen al Serantes y abran bien los ojos, aunque se les rompan, y descubran otras tierras en el horizonte para que dejen de mirarse su propio ombligo y sepan que no son el pueblo elegido de Dios! Vivo en una aldea de buenas gentes, a las que trato de curar el cuerpo y el alma; el cuerpo, con medicinas, y el alma, no con nuestra religión, sino con la mía, la que me he ido componiendo desde aquellos días en que tú y yo perdimos la inocencia. ¿Cuántos miles de años hace de eso? ¿La sigues llamando bruja? Envíale mis maldiciones. Nos quiso tanto que nos abrió los ojos, y como misionero del catolicismo, soy un farsante…: envíale, también, mi bendición. No predico a Dios ni mansedumbre, sino coraje y rebelión, y esta buena gente me cree y acosa al padre misionero —¿recuerdas su cara de pan?— con preguntas contra las que no le prepararon en el seminario, y cosas así me reafirman en mi reciente fe. ¡Qué necesitado está nuestro pueblo vasco —¿mío?— de sermones que reclamen preguntas! Esa gente con la que aún vives, Jaso, se alimenta sólo de respuestas. Nunca pone en duda lo que le ha hecho sentir estas respuestas… ¡y nada hay tan engañoso como un sentimiento! ¡Jaso, arremete a preguntas contra esas gentes panfilotas, hasta trocearlas! Predico a mis nativos las mil formas de reírse de las respuestas, y me rompo las venas ante ellos para infundirles el valor que precisan para formular las preguntas que les liberarán. ¡Preguntas, preguntas, preguntas! Nada me extrañaría que los niños vascos nunca hayan formulado a sus mayores las preguntas de su edad. ¿Recuerdas, Jaso, nuestras preguntas de niño? Recuérdalas bien: ¡eran preguntas dóciles destinadas a provocar las respuestas deseadas por la bruja! Sus respuestas eran preguntas postergadas que provocaban nuestras preguntas-respuestas. Siempre fuimos ella. Ahora, Jaso, se trata de romper…, ¡romper!, para emprender la estrenada etapa de las preguntas nuestras y te juro, Jaso, que ya forman un solo cuerpo todas las respuestas que he obtenido. ¡Me he inflado como una montaña y me he multiplicado como un hormiguero! Amo, cazo y subvierto. Tengo un harén de nativas… a espaldas del padre misionero, claro. ¡No enrojezcas, Jaso! ¿Aún sigue la bruja en ti? ¡Suelta el viejo lastre y sé un hombre nuevo! Te digo que no hace falta salir de esa tierra para conseguirlo. Yo no la abandoné sin sentir el principio del cambio…, ¡ya la llamé bruja!, ¿recuerdas? ¿Y recuerdas que me limité a adoptar el término que tú te me adelantaste a crear?… ¡Qué maravilloso harén! Pero el gran placer me lo proporcionan cuando, alguna de ellas, siguiendo mis prédicas, se atreve a tomar su harén de hombres. ¡He empezado a poner del revés esta civilización! ¡Qué lástima siento de Andrea y de tantas como ella! ¡Y qué pena de mí cuando recuerdo el ridículo vínculo que me unía a ella! Y las preguntas también me han llevado a gustar de los hombres: tengo un harén de ellos y pertenezco a los harenes de otros… ¡Por mil demonios, Jaso, no te pongas rojo! ¡Ja, ja!

»Y cazo. Organizo expediciones al interior de estas selvas y no ceso de abatir tigres, enormes fieras que se doblegan a mi fuerza y valor: duelos entre ellas y yo, en su propio terreno, y siempre triunfando la brutalidad más inteligente…, ¡mi brutalidad, Jaso! Es parte inseparable de la libertad recién descubierta. Llevo matados más de dos docenas y mi sangre hierve y mi carne palpita. ¡Ahora entiendo a nuestro padre! ¡Acompáñale, Jaso, a sus sangrientas cacerías africanas! ¡Y cómo le odiábamos, también, por asesinar —así llamábamos a lo suyo, ¿recuerdas?— a nuestros bichitos autóctonos: conejos, liebres, palomas, tordos e incluso algún lobo o jabalí! ¡Lo nuestro, cualquier saldo de nuestra tierra, era sagrado! ¡Idiotas de nosotros! ¡Ah, qué bien comprendo ahora la necesidad de nuestro padre de rasgar el corsé que le oprime, de liberarse fugazmente de la dictadura de la bruja! Él sólo se sentía fuerte fuera de casa. ¡Rechaza, Jaso, el viejo respeto a las cosas vivas o muertas y acompáñale a sus cacerías africanas! Pues lo que importa es la utilización de esas cosas y no su sacralización. ¡Dichosos los que pierden la inocencia, como nosotros, y viven ya liberados de la ceguera de todas las fes! ¿Qué tal te las arreglas, Jaso? Pude traerte conmigo… ¡y lo deseé con toda mi alma!…, pero mis dudas de última hora las resolvió la bruja. Alguien tenía que quedarse para expresarle nuestro odio, y pensé también en tu propia libertad. ¿Deseas fervientemente ser libre por ti mismo o lo deseas a través de tu hermano Martxel? ¡Conócete, desnúdate! Temo haber influido demasiado en ti. Si así fuera… ¡habría atentado contra tu propia libertad! Ahora estás en inmejorable situación para resolver el problema: es decir, solo. ¿Quieres seguirme, quieres alcanzar mi mismo peldaño de libertad? Hazlo solo. Aguardo, impaciente, la respuesta… Con todo, si te me hubieras presentado en aquella madrugada de mi partida, hoy estaríamos ambos en Ceilán y tú ya serías otro. Pero, dormías…

»No me escribas. No pienses en mí. Busca tu camino… ¡y luego ni siquiera me lo digas! ¡Así serás más libre!».

Hace tres días paré a aita y se lo dije. Primero se asombró de que quisiera hablarle; me miró tan confuso que habría despertado mi compasión de no sentir en mi bolsillo la carta de Martxel. «¿Estás seguro de lo que dices, Josafat?», dijo aita. «Sí». «Y ¿a qué se debe el cambio? ¿Sabes lo que es aquello? ¿Crees que soportarías…?». Le corté: «¿Es que no me aceptas? ¿Supones que sería un estorbo, que el pobre Jaso se moriría de miedo?». Aita exclamó varias veces: «¡Por Dios, por Dios…!», y movió la cabeza y los brazos y no sabía cómo reconciliarse conmigo. Le pregunté cuáles eran más difíciles de cazar, si los leones o los tigres, y me dijo que nunca había cazado tigres, porque en África no los hay —yo ya lo sabía—, pero que serían fieras tan peligrosas como… «¡Yo no hablo de peligro sino de dificultad! ¿Por qué imaginaste que me atormentaba ese peligro? ¿Pensáis que el tonto de Jaso no se atreve a salir de debajo de la cama?», grité. Aita, muy aturdido, prometió llevarme. «No te preocupes del consentimiento de ama: soy libre», añadí. En ningún momento había dejado de presionar con fuerza la carta de Martxel. Dije a aita: «Me compraré una escopeta para salir a cazar mañana mismo…». Me dijo aita que él me la traería de su fábrica, «lo mismo que el rifle especial para África», me dijo, y no dejaba de mirarme, porque no salía de su asombro. «¿No me crees?», exclamé. «Sí, sí, te creo», se apresuró a decir. «¿Sabes disparar? Si quieres, yo te…». Le grité: «¿Le harías a Martxel la misma pregunta? ¿Por qué me la haces a mí, cuando cualquier tonto es capaz de disparar una maldita escopeta?». «Estás nervioso, Josafat, y no sé por qué, pero te aseguro que me alegro de que quieras acompañar a tu padre a África», dijo aita, y se retiró. El bastardo también caza y sólo tiene quince años. Le veo salir de su casa por las mañanas, muy tieso, y regresar a mediodía con un manojo de tordos y gorriones colgado del cinturón, y antes Martxel y yo le odiábamos por ello. ¿Al bastardo le incluye, igualmente, Martxel entre los afortunados que han perdido la inocencia? Martxel me pide que yo cace, pero ¿tiene en cuenta que el bastardo también caza y que, si antes le odiábamos por cazar y por las otras cosas, ahora me está pidiendo que le demos la razón, porque si nosotros hemos perdido ahora la inocencia, el bastardo ya la tenía perdida, no sólo cuando cazaba sino antes de nacer? ¿Acaso Martxel y yo somos como el maldito bastardo? Una cosa es renegar de la bruja y de cuanto representa, y otra… ¡Quisiera perder la memoria! Toqué su carne antes de que él naciera; no le vi, pero mi mano tocó su carne, ella me la puso sobre el globo de su embarazo, y toqué al bastardo, sentí sus palpitaciones, Ella me obligó a hacer aquello para hacernos iguales. ¿Qué me corresponde pensar y hacer sobre esto, Martxel? ¿Por qué me veo obligado a resolverlo sin ti? ¿Verdad, Martxel, que nuestra rebelión no me obliga a rebelarme contra todo, que tú tampoco te rebelarás contra el odio que profesamos al bastardo? Al declinar el sol no hay sombra más larga que la que proyecta su casa; es diez veces más larga que la de árboles más altos que esa casa; no dan una sombra así ni el gran roble de La Venta ni la torre de la iglesia; es una sombra que llega hasta las colinas de Berango, y de un negro diferente al de todas las demás sombras… Desde hace siete meses se producen sobre esa sombra los hechos más estremecedores: la vegetación arde en llamas por las noches, brotan de la tierra gritos espeluznantes de almas en pena, el subsuelo se vacía de madrigueras y las ramas de nidos, criaturas nunca vistas invitan a los pobres mortales a entrar en el recinto, en toda la noche no dejan de oírse las carcajadas de Ella, el bastardo es llevado a lomos de un macho cabrío… Pero, llegado el día, miro desde mi ventana y no prevalece ninguna señal.

Fabi me dice: «¿Qué te pasa, Jaso? ¿Por qué te sientas en el suelo, de cara a la pared y cubriéndote los ojos con las manos? Y ¿por qué tiemblas?». Aún recuerdo sus palabras: «¡Qué carta tan maravillosa me trajiste, Jaso! ¡Cuánto te lo agradezco!», pero su expresión ha cambiado, ahora está asustada y yo no sé por qué estoy aquí sentado. Me levanto. «¿Eres libre, Fabi?», digo. «¿Sabes lo que es ser libre? ¡Quiero llevar ahora mismo otra carta a Román!». «La tengo acabada, sólo me falta meterla en el sobre», dice Fabi. «¡Pues dámela pronto! ¡La libertad no admite esperas!», digo. «¿Qué hacías en el suelo?», dice Fabi. «¿He estado en el suelo? ¡Has visto visiones! ¡Soy tan fuerte como Martxel y puedo mantenerme de pie contra todo! ¡Dame tu carta!». «No grites así, que se va a enterar ama», dice Fabi. «¡Al infierno con todos los brujos y brujas!», grito. «¡Ha llegado la hora de los engañados, que traeremos un mundo sin delirios! ¡Que nadie se interponga en nuestro camino!». «¿Qué te pasa, Jaso? ¿A qué estás jugando?», dice Fabi. Me aparto de ella y me sigue. «¿Por qué lloras, Jaso? ¿Es por algo que yo he dicho?», dice Fabi. Doy la vuelta, paso junto a ella y me paro ante la ventana. Veo a Ella y al bastardo en la execrable terraza de enfrente y, de pronto, oigo a mi espalda: «¿Qué miras, Jaso? Aún falta un mes para que Ella arroje piedras a nuestra casa». La bruja, en la otra punta del rellano. Fabi, entre ella y yo, se vuelve a la bruja. «¿Por qué nos tira piedras, ama?», dice. «Es lo mismo desde hace diez años», dice ama. «Todos los veinticinco de diciembre somos víctimas de sus pedradas». «¿Y por qué no la denuncias?», dice Fabi. «Lo hice, lo hice, pero los guardias municipales no tomaron en serio mi acusación: no suele ocurrir que los inquilinos de las grandes casas se traten a pedradas. Además, Ella les dijo: "Su mala conciencia de usurpadora le hace mentir". ¡Me acusó de usurpadora! ¡Ella, a mí! ¡Oh, Dios!». Es la historia que nos repite, año tras año, por estas fechas, y Fabi también la sabe, pero quiere complacer a ama, darle pie a que se recree hablando de su tormento. «Su presencia ahí enfrente acabará matándome», dice, «es superior a lo que una mujer inocente puede soportar. ¡Diez años de martirio! Y… ¿hasta cuándo? ¿Qué hace vuestro padre para librarnos de tanta humillación? Y ahora he de luchar sola contra mis enemigos, sin el apoyo del Maestro…». «Hoy se cumple un año de su muerte, ¿verdad, ama?», dice Fabi. «Un difícil y terrible año de vacío», dice ama. «Aún no nos hemos repuesto, pero en tanto el espíritu de la raza vasca…». Digo: «Las señales del fin continúan produciéndose: las abejas sólo liban en las flores que crecen en cementerios, las mareas no obedecen a la luna, el desconcierto y el terror vacían la ribera de pescadores…». «¿Qué dices, Jaso?», exclama Fabi. «Últimamente le ha dado por decir tonterías», dice ama. «… a las familias vascas más antiguas se les olvidan sus últimos apellidos, el cura de San Baskardo no puede coger la hostia con los dedos porque quema como sacada del infierno, se sabe de hijos que han abierto el vientre de sus madres al grito de "¡libertad!"», digo. «¿Quieres venir a mi lado, Fabi? Tu hermano me empieza a dar miedo», dice ama. «¿Por qué dices tantas simplezas, Jaso?», exclama Fabi. «¿No te das cuenta de que pareces un chiflado? Espero que no se vayan de esa cabeza loca mis recaditos». «¿Qué recaditos?», pregunta ama. Fabi tartamudea: «Nada…, nada…, no era nada…, una tontería… No sé por qué lo he dicho». Me agarro a los bordes de la ventana pensando en Martxel. Los agarro con tanta fuerza que la sangre deja de circular por mis manos. Miro la casa de enfrente pensando en Martxel, y la terraza, y las dos figuras, siempre pensando en Martxel. Él mata tigres; yo mataré leones. Es la primera vez que siento deseos de matar al bastardo. De un solo golpe, abro las hojas del balcón para dejar de verle a través de los cristales. ¡Martxel, Martxel!, ¿por qué no estás aquí para ver cómo miro cara a cara al bastardo? ¡Lo estoy haciendo, Martxel, y nunca lo había hecho antes! Mis dedos se cierran sobre los hierros del balcón y los calientan. «¡Maldito! ¡Maldito! ¡Te destruiré!», grito. «¡Deseo encontrarte pronto en mi camino para empaparme de tu sangre! ¡Te concederé el mismo privilegio que se concede a las fieras: verás a tu cazador justo antes de entrar en el infierno!». Me llegan las carcajadas de Ella. «¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Te mataré!», grito hasta derrumbarme.