Don Manuel solía decirme:
—Si Cristina Oiaindia la bautizó Ella y pronto descubrió que el impulso había sido, justamente, la medida de urgencia más imprescindible para crear entre la intrusa y Getxo la tranquilizadora lejanía que supuestamente librara a todos de su contaminación, la construcción del palacio árabe en el cruce de Laparkobaso y su estreno, desbarataron aquel o cualquier otro escudo protector con que cada miembro de nuestra comunidad pretendió defenderse, porque vino a certificar la firme resolución del Mal de obligarnos a contar con él en adelante.
—El Mal, el Mal… —gruñía yo.
—Sí, el Mal —insistía él—. Y no me importa rozar el melodrama.
—¿Rozar?
—No pareces un Altube —gemía él—. No te mereces el apellido que llevas.
Nadie cometió la ingenuidad de creer que ahí acabaría todo; que, una vez instalada en Getxo —no en la casa mejor, ni siquiera en la más honorable y prestigiosa—, y dueña ya de una mina de hierro —por no hablar de sus otros logros: el dinero contante y sonante en que convirtió Altubena por primera vez, y el Baskardo bastardo que ya había empezado a esperar su oportunidad—, se agazaparía en su madriguera a saborear su rapiña. Sin embargo, nada ocurrió en los dos años siguientes, hasta el regreso de América de mi tío abuelo Saturnino, en 1897, tras veintisiete años de ausencia, en los que sólo escribió una carta a la familia; al menos, la única carta que se recibió de él en Altubena fue en los primeros días de marzo de 1895, es decir, dos años antes de su vuelta, y para decir nada importante, excepto que regresaba, y aun esto tardó en cumplirlo dos años. Pronto satisfizo el pueblo su curiosidad por conocer si llegaba rico o pobre: se supo que andaba en tratos con los Delatorre para que le construyeran casa en los altos de Algorta, y que, en gran secreto, había encargado a Felisa, la casamentera, relaciones con algorteña limpia y como para hombre con cuarenta y siete años con el riñón bien cubierto. Así, pues, Saturnino Altube regresaba rico. Getxo despertó de su soñolencia, se esponjó, feliz de la nueva oportunidad de contemplarse a sí mismo a través del espectáculo de Saturnino. Como suele ocurrir, nunca se supo quién le llamó por primera vez «el Indiano».
Tampoco la pequeña historia local —o la leyenda: ¿cuándo y por qué ésta desborda a aquélla?— se puso nunca de acuerdo en si fue la aparición de mi tío abuelo en Getxo la que puso en marcha en Ella otro de sus mecanismos engullidores, o si mi tío Roque ya estaba en su punto de mira desde tiempo atrás. Decía don Manuel que fue como si algo le hubiera retrasado a Ella de hacer lo que finalmente hizo: un insólito pudor, una suerte de conmiseración hacia los Altube, entendiendo que ya le habían pagado con creces el cupo que, simplemente, les correspondía por vivir en Getxo. «No quiero parecer injusto con esa mujer», decía. «Que nadie piense que me ensaño con ella. ¿Por qué esperó hasta el año noventa y siete para ponerle sitio a Roque? Le concedo la duda de un tira y afloja en su conciencia. Sí, sí, por supuesto…, ¿por qué no?», y me miraba con asombro, como buscando una certificación de su propia flaqueza.
Sí, ¿por qué Ella esperó tanto? Mi tío Roque había quedado, digamos, a su disposición desde finales del año 90, cuando abandonó su puesto en Altos Hornos y —según palabras de don Manuel— eligió la tierra; cuando se convenció de lo que ya sabía desde un principio: que nada, ni siquiera aquella muchacha, le ataría al mundo del otro lado de la ría. «Lo abandonó todo», se dolía don Manuel, «pero, sobre todo, la abandonó a ella y al niño…, bueno, a la niña». Aunque ni siquiera eligió totalmente la tierra, pues Cristina, la marquesa, le colocó de conductor en la línea de tranvías que había adquirido el año anterior para evitar que los dueños de la compañía prolongaran el trayecto hasta San Baskardo y sustituyeran la tracción animal por la máquina de vapor. ¿Por qué Ella esperó tanto? Durante siete años tuvo a su alcance a mi tío Roque: un solitario y vulnerable muchacho de veinte años, aturdido por su reciente ruptura con su primer amor; sin duda, desesperado, esforzándose por resarcir a su familia de todo un año de despego e, incluso, de haber profanado el viejo orden familiar; un organismo virgen y leal sirviendo de ring a un inoportuno impulso del corazón enfrentado a lo que de él esperaban su apellido Altube, el pueblo, la tierra que le vio nacer, enfrentado también a lo que él esperaba de sí mismo: fidelidad a la vieja ley no escrita por la que el clan se había mantenido incontaminado desde siempre —desde el Principio, con mayúscula, gustaba de decir don Manuel con un fugaz y penoso fulgor en sus ojos—, fidelidad a la vieja sangre solitaria y encostrada, más cerrada en sí misma cuanto más primitiva e ignorante, un verde valle conteniendo todo el mundo imaginable, y defendiendo esa vieja sangre aun a costa de clamar: «Somos de una manera y creemos que nos gusta ser así, porque es nuestra manera, y no queremos cambiar nunca, no queremos visitas ni intromisiones. No queremos cambiar nunca. Nunca». Un chico, pues, sobreviviendo apenas a su combate interior, sin comprender cómo el sentimiento profundo de un solo Altube podía entrar en conflicto con la vieja sangre; un chico roto y desvalido a lo largo de siete años —por no mencionar su doloroso peregrinaje que siguió a su boda con Magda o Madia, hasta su muerte—, una víctima desmoralizada, casi indefensa, ante dos mujeres —«una sola, Ella», insistía siempre don Manuel— resueltas a utilizarlo. ¿Y por qué lo dejaron hasta 1897? Hubo de llegar mi tío abuelo, el Indiano, con su propósito de tomar mujer, para que ellas se preguntaran: «¿Por qué no una segunda vez, incluso con otro Altube?». Ahora no se trataba de convertir Altubena en dinero, aunque sí, otra vez, de sangre Altube, suponiendo que un miembro del clan que, a sus veinte años, rechaza las piedras y la tierra que le corresponden por sangre, y deserta a las Américas, donde chapucea colonialmente a lo largo de veintisiete años, sin enviar en todo ese tiempo más que una sola noticia suya a sus orígenes, y sin pedírsela a ellos, y a su regreso gira una convencional visita a las piedras y a la tierra que le vieron nacer —a los padres que no sólo le engendraron y que no sólo le vieron nacer, sino que constituían el antepenúltimo eslabón de la vieja sangre padeciendo la angustiosa y problemática pervivencia de las piedras y tierras de Altubena y aun del propio sonido Altube en los verdes valles—, sólo para decir a la familia: «Veo que seguís vivos, así como yo, a Dios gracias», y se da la vuelta para entregarse a su flamante papel de indiano ante todo Getxo…, suponiendo que a un miembro así del clan se le pudiera seguir considerando Altube.
Parece que éste fue el comportamiento de mi tío abuelo con mi vieja sangre. Don Manuel le justificaba: «¿Qué Altubena encontró? Un friso de rostros petrificados contra un destino nuevo, pues ahora trabajaban la tierra no por la tierra misma sino por obtener de ella el dinero con el que pagar al banco la compra de aquel irreductible espacio que fue el suyo desde el Principio —¿por qué no atrevernos a decirlo con la palabra más aproximada?—, aquella tierra y aquellas piedras que, por primera vez, habían dejado de ser invulnerables y, por breves instantes, incluso habían dejado de ser suyas: los que mediaron entre la decisión de Santiago de vendérselas a la familia —más exactamente: su decisión de dejar de ser un Altube— y el trazo de la cruz al pie del compromiso de compra por parte de Zenón, tu abuelo. Y él, Saturnino, sabría que fue el causante de todo aquello. No pudo resistir más de un par de minutos la presencia de aquel clan de ultrajados, y pronunció precipitadamente el "Veo que seguís vivos, así como yo, a Dios gracias", y huyó».
De manera que ellas —o Ella sola— se habían concedido una pausa, en tanto tramaban la siguiente manipulación, o habían renunciado a nuevas usurpaciones, sabiéndose ya dueñas de las imprescindibles para medrar, o, simplemente, la imaginación no les dio para más. En cualquier caso, el regreso de mi tío abuelo significó una nueva puesta a punto. Ellas eran dos y una permanecía soltera, lo que representaba un lamentable desperdicio de material. Era como si hubieran rechazado el repetirse a sí mismas, por un elemental prurito profesional o algo así, entendiendo que la opción boda ya la utilizaron contra mi otro tío abuelo, Santiago. Pero les resultaría difícil apartar su pensamiento de ella. «Es que Saturnino Altube constituyó una tentación demasiado irresistible», comentaba don Manuel. «Demasiado para cualquier soltera de Getxo de más de veinticinco años y menos de ochenta, una de esas mujercitas nunca derrotadas definitivamente y casi inmarchitables, atisbando con ojitos cada vez más petrificados desde detrás de los inmaculados visillos el paso cada vez más imposible del varón no señalado por el destino para rescatarla del oprobio de la soltería y la esterilidad; y demasiado irresistible, sobre todo, para ellas, que llevaban siete años felicitándose por los buenos frutos de la primera boda, a la que la aparición de Saturnino Altube convertiría en simple ensayo, en boda-experimento, prólogo de la segunda y de cuantas fuera posible siempre que surgieran nuevos Saturninos Altube a punto de caramelo y la mente maquinadora dispusiera de nuevas hembras, solteras preferentemente, pues, sin duda, también pensarían en relaciones carnales al margen de la legalidad, terreno apto igualmente para casadas, es decir, para Ella. Me gusta y casi necesito pensar así. Lo comprendes, ¿verdad, Asier?». Apenas necesitarían intercambiar palabras para ponerse de acuerdo. En el primer intento utilizaron el cauce convencional, «algo insólito en ellas», señalaba don Manuel. Acudieron a Felisa, la casamentera, a inscribir a Madia o Magda en la relación de candidatas, y el hecho de que Felisa empezase las pruebas por ella no significa, forzosamente, que respetase el orden de registro: sin duda, medió un soborno. Bien: Madia o Magda fue la primera candidata en pasearse, sola, por entre la gente que se divertía en la campa de la iglesia de San Baskardo, en la romería del 15 de mayo de 1897. Un procedimiento absolutamente discreto: la figurita femenina, como si con ella no fuera la cosa, desplazándose por el escaparate de la fiesta, y el Indiano buscándola con la mirada, estirando el cuello desde su discreto puesto de acecho, y seguramente preguntando a la casamentera: «¿Por dónde anda, que no la veo?», y la mujer: «Ahora sale de detrás de ese grupo de niños. ¿Te gusta?», y, por fin, descubriéndola Saturnino: el cuerpo insuficiente, los bracitos colgándole sin la menor gracia, el rostro oscuro, alerta, sin ninguna concesión al momento, ni siquiera la sonrisa que le correspondía lucir en una romería, simplemente, por gozar de algo tan escaso como son unos dieciocho años floridos. «¿Desde cuándo ofreces niñas a los viejos?», se dice que gruñó Saturnino. Y la casamentera: «Es una muchacha, una mujer». Y Saturnino: «¿Eso, una mujer? ¿Así las hacéis ahora en Getxo?». Madia o Magda estaba muy lejos de ser la compañera soñada por Saturnino en las delirantes noches de Perú; aún deseaba hijos, y los podría tener a poco que la esposa le ayudara. Pero Madia o Magda no llegaba ni siquiera a los mínimos exigidos por un hombrón que ansiaba recuperar el tiempo perdido, es decir, no sólo tener cuatro o seis hijos en un plazo trepidante, sino colmar el sueño de veintisiete años americanos de saciarse de hembra vasca en casa y cama vascas. Mi tío abuelo la rechazó con una sola palabra, pronunciada al oído de la casamentera, incluso, con ofendida dignidad: «Raquítica». Entonces Felisa le volvió a airear sus méritos mejores: no era una cualquiera, pertenecía a familia de bienes reconocidos, pues no había más que ver su casa, de las mejores de Getxo, y tenía mina en Somorrostro. Y dicen que Saturnino le contestó: «Por ahí sí que tiene donde agarrar, pero no por otro lado».
Así salvó mi tío abuelo su bolsa americana de veintisiete años. Casaría, un año después, con Abeliñe Artola —esta vez la casamentera pudo llevar el arreglo hasta el final—, una «Camisona», de cuarenta años recién cumplidos y heredera de dos terrenitos: uno en La Galea y otro en Berango. Más que estos terrenos y más que un apellido vinculado a un caserío de los más antiguos de Getxo, a mi tío abuelo le gustó de ella su solidez, su aspecto de osa protectora, de Amagoya. Su mote de Camisona era reciente y le venía del bisabuelo sonámbulo que saltaba de su cama por las noches, decían los Artola que sin darse cuenta, aunque otra versión aseguraba que era un impenitente visitador nocturno de mujeres ajenas y el sonambulismo su coartada, y que fue sorprendido en camisón más de una vez.
No le dio ningún hijo Abeliñe a mi tío abuelo, quien, para librarse de las malas lenguas —incluida la de su mujer— no se le ocurrió cosa mejor que hacer venir de América, en 1901, a un niño de cuatro años que traía al cuello los precisos certificados de sangre escritos en corteza de árbol. Era su hijo. No se parecía a él; aunque mestizo, era cien por cien indio kamayurá. Pero Getxo le creyó; al menos, los hombres. Y esto ocurría treinta y cinco años antes de que trajera, también, a su nieta Anaconda, otra kamayurá, aunque ésta con la nariz peñascosa característica de los Altube. Llegó, igualmente, con los certificados de sangre escritos en corteza de árbol. Habían sido demasiados para mi tío abuelo los casi cuarenta años de aguantar a su mujer que él era el culpable de la esterilidad del matrimonio. Tanto el hijo, en 1901, como la nieta, en 1936, trajeron nombres impronunciables, de modo que el pueblo —y luego don Eulogio en sus libros— les puso, sucesivamente, Boniato a uno y Anaconda a la otra. La pujante Anaconda, dieciséis años, iba a marcar para siempre las vidas de don Manuel, de la señorita Mercedes y la mía.
Ellas, pues, habían fracasado con mi tío abuelo. Sin embargo, el tiempo diría que aquello, más que un fracaso, pareció el imprescindible calentamiento de un motor, porque no tardó en verse a Madia o Magda viajando frecuentemente en el tranvía del que Roque Altube era conductor. El pueblo tardó en relacionar aquellos viajes con la boda que se celebraría a finales de aquel mismo año. En realidad no los relacionó, a pesar de que Madia o Magda regresaba casi diariamente de Bilbao en el último viaje del tranvía, a las diez de la noche; a pesar de que ella y Roque habían de salvar a pie —generalmente solos— el kilómetro entre Algorta y San Baskardo; y a pesar, sobre todo, de que ellas disponían de un cómodo coche rojo tirado por un par de veloces caballos árabes. Por no mencionar la pregunta que pronto empezó a correr: «¿Qué tiene que hacer ella casi todos los días en Bilbao hasta las nueve y pico de la noche?».
El intento de conquista de mi tío abuelo fue en mayo, y los viajes en tranvía de Madia o Magda empezaron en julio: el periodo de calentamiento duró, pues, sólo dos meses. Al cabo, ellas se volvieron a encontrar a sí mismas, se desprendieron de los supuestos pudor y conmiseración hacia los Altube, sus incesantes víctimas, y, sencillamente, situaron a mi tío Roque en su punto de mira.
Por entonces, mi tío Roque ni siquiera luchaba por superar la soledad en que se sentía en la tierra y entre las gentes que no sólo había elegido sino a las que había sacrificado su amor, otra vida con su familia natural, aquella mujer y aquella hija pertenecientes al otro mundo. Supe por los míos que, al principio, las visitó con cierta regularidad, cargando un cestillo con comida y ropa, si bien estos viajes se fueron espaciando a medida que se iba convenciendo de la irreversibilidad de la decisión de la minera —así la llamaba mi familia—. Mi tío Roque mantuvo demasiado tiempo la esperanza en el milagro, la irreductible fe en que las cosas sólo podrían acabar de un modo. «Somos así», le defendía don Manuel. «Creemos los vascos que el mundo sería perfecto si nos imitara. Supongo que todos los pueblos sienten de modo parecido, pero es que en nosotros ocurre que cuando, más o menos, la prehistoria acabó para los demás, aquí el relevo fue tomado por el catolicismo, y todavía en el siglo XX seguimos siendo una tribu estancada. Nos enorgullecemos de nuestros defectos tanto como de nuestras virtudes, y esto es lo peor que le puede ocurrir a un pueblo».
De modo que mi tío Roque, siete años después, aún seguía esperando que la minera y su hija abrieran los ojos y se le juntaran. No ocurriría nunca. Pero no culpemos de tozudez a la parte de la que se esperaba una claudicación. ¿Por qué sólo de ella? ¿Acaso la razón de la minera no era superior a la de mi tío Roque? Ella estaba en plena lucha por la justicia entre los hombres, por la defensa de los débiles, por traer un mundo mejor. ¿Cuál era la lucha de mi tío Roque? Estoy seguro de que la soledad en que quedó fue más dolorosa que la de ella, fue más soledad. Y no porque la minera se quedara con la hija, sino por estar viviendo una misión que la colmaba. ¿Se hallaba a la altura de esa activa y generosa pasión la plácida contemplación de mi tío Roque de su propio ombligo?
Estuvo dentro de la agitación minera de 1890, pero no la vivió, ni tampoco la prolongación de esta épica a lo largo de los siete años siguientes, las elecciones y las sucesivas huelgas: las elecciones de 1891, perdidas por la clase obrera y ganadas por los monárquicos recurriendo a la corrupción electoral, manipulando censos, coaccionando electores, favorecidos por la presencia de alcaldes y concejales suyos en ayuntamientos de los pueblos mineros; los caciques compraban los votos haciendo salir a las calles a empleados suyos en landós repartiendo dinero y custodiados por la Guardia Civil, agotando en los bancos los billetes de 25 y 50 pesetas. Y las huelgas de 1891, 1892, 1893, 1894, 1897… en las que también tomaría parte activa la muchacha, la madre de su hija, y mi tío Roque viéndolas zozobrar en la zarabanda, limitándose a surtirlas de alimentos, pero ciego a cuanto allí ocurría, insolidario, monstruosamente insolidario, pecado histórico que, en 1916, don Manuel se propuso mitigar trasladándose de maestro a La Arboleda para redimir o lo que fuera a la hija prostituta, echando sobre sus espaldas la culpa de insolidaridad que no le correspondía sólo a aquel Altube…
Sí, soledad, sin duda. Y asombro, al mismo tiempo. Se preguntaría mi tío qué era aquello tan nuevo; por qué, de pronto, le resultaba insuficiente su viejo mundo de Getxo. Me lo imagino viajando desesperadamente a las minas cargado con el bulto conteniendo talos, chorizos, puerros, patatas, huevos, conejos y demás productos que daba Altubena —especialmente leche—, y hundiéndose más a cada negativa de ella, y, en cada ocasión, refugiándose en su indeclinable regreso a Getxo, sólo para comprobar, una y otra vez, que allí estaba esperándole la orfandad. Yendo y viniendo de una tierra a otra, sin que ya apenas contara lo que ocurriera entre viaje y viaje, y desmoronándose a medida que perdía las dos tierras, y preguntándose por qué Getxo, por qué también Getxo. «Aunque siempre confiando en su recuperación», decía don Manuel, «porque tal es la ley de la tierra y de la sangre». Y yo: «¿Pero no bastó aquello para que, a sus ojos, Altubena quedara desmitificado para siempre? ¿Ni siquiera por un brevísimo instante de una larga noche en la que mi tío recorriera, perdido, las tierras sentidas y sudadas por el clan desde el Principio, con la sangre paralizada por la incomprensión de aquello nuevo y sin atreverse a pisar la cámara del fuego dentro de los muros de piedra hasta entonces invulnerables, igual que la tierra, y todo ello, de pronto, convertido en nada por la negativa de una hembra que no sólo no era de la tribu sino que amenazaba tan de cerca nuestras fronteras que sus hordas sustituirían nuestras raíces por las suyas? ¿Ni siquiera por un brevísimo instante mi tío…?». Don Manuel movía la cabeza: «No, no, no, Asier. Nosotros, nunca…». Y yo: «No diga "nosotros". Ahora estamos hablando de un nombre y un apellido». «Nosotros, Asier, nosotros», silbaba don Manuel con un crispado reto apenas sostenido en su mirada. No le repliqué de seguida, concediéndole unos segundos para que se repusiera. «Su comportamiento en los años posteriores», decía yo, «demuestra que Altubena había quedado rebajado a sus ojos, por no decir anulado, había dejado de ser su gran punto de referencia, quizá llegara a maldecirlo…». Yo no podía evitar el ir tan lejos. Y añadía: «¿Acaso no vendió, profanó Altubena, consciente de que el ultraje se realizaba por segunda vez, habiendo sido él mismo víctima durante siete años de la primera profanación, y sabiendo que mi padre, su hermano, no sobreviviría al esfuerzo de pagar al banco las dos compras: la primera, la de mi abuelo Zenón, todavía sin liquidar al cabo de siete años, y la segunda, la nueva, la de mi padre, sobre cuyas espaldas cayeron las dos deudas por la venta duplicada del mismo objeto?». Don Manuel abría la boca varias veces antes de poder hablar: «Eso ocurrió así, ¡Dios mío!, pero no fue él sino ellas, Ella», decía. «Le despojaron de toda dignidad, hicieron de él un guiñapo, dejó de ser un Altube… ¿Y aún no aceptas la presencia del Mal entre nosotros?». El pueblo encontró natural que Madia o Magda esperase a que mi tío desenganchara los caballos del tranvía y los condujera a la cuadra, para luego marchar juntos a San Baskardo: las diez de la noche no era hora para que una muchacha hiciera sola aquel trayecto por descampados. Era como si aquel servicio adicional del empleado del tranvía estuviera incluido en el precio del billete. La veían, un día tras otro, esperarle, de pie sobre los adoquines del piso, y entre sombras, en el punto justo en que se cortaba la línea, observando en silencio las últimas operaciones del cochero: su figurita insignificante y sin gracia recortada en la noche, participando de una escena en la que sobraba; sólo esperando al gentil caballero desarmado que la conduciría, sana y salva, a su castillo. Y surgía la pregunta: ¿a qué tantos viajes a Bilbao? No era Madia o Magda quien dirigía los asuntos de la familia, sino Ella, y, por tanto, no le correspondía a Madia o Magda piratear en las oficinas de nuestro centro neurálgico del poder. Tampoco viajaba para hacer compras en los comercios, pues casi siempre regresaba sin paquetes. Pronto se olvidó la incógnita —era sólo un misterio más a añadir a los muchos que las envolvían— y el pueblo se centró en la curiosa persistencia de su regreso en el último viaje del tranvía. Aunque a nadie se le ocurrió relacionarlo, todavía, con el subsiguiente paseo nocturno de la pareja hasta San Baskardo. Algunos se sintieron orgullosos del favor que un miembro de la comunidad prestaba a una de ellas, acostumbrados como estaban a ser despojados sin apelación. Y, más aún, que este miembro fuera, precisamente, un Altube, los grandes desposeídos. Era devolver bien por mal, la más refinada venganza que cabe entre los hombres. Transcurridas las primeras semanas y olvidados los aspectos marginales del asunto, quedó la pequeña y silenciosa muchacha esperando, de pie, en la terminal de Algorta, a las diez de la noche, a que el empleado del tranvía echara a andar para colocarse a su lado y cubrir juntos la ruta común. «Roque no podía negarse, era su obligación de buen vecino y de tranviario», pensaron todos, incluso después de saber en qué acabó aquello.
Ni a las malas lenguas se les oyó murmurar de la pareja, de la pintiparada ocasión que tenía de pecar en cualquier momento de los veinte minutos de camino en la soledad de la noche. Resultaba impensable, como si fueran ejemplares de distinta especie que darían una unión contra natura. El interés se centró, pues, en cuestiones más intrascendentes: por ejemplo, si se dirigirían alguna palabra; es decir, no de qué hablarían, sino si siquiera hablarían: en los últimos años, el pueblo se había acostumbrado a cruzarse con mi tío sin que éste saludara, porque no veía a nadie; ni los domingos y festivos se quedaba ya de charla a la salida de misa —en casi la única ocasión de relacionarse que permitían los trabajos y las distancias—, ni alternaba ante el mostrador de La Venta, como antes de su aventura con la minera; no, no se imaginaban al taciturno de mi tío dando palique a Madia o Magda, ni a ésta esforzándose por romper el mutismo de su acompañante; eran pocos los que conocían el timbre de su voz: ni siquiera en la época en que ellas regentaban La Venta participaron de ninguna conversación ni entraron en las bromas de los clientes —como era su obligación de tasqueras—, ni se integraron en forma alguna en aquel magnífico escenario donde cualquiera, acodado en el mostrador ante su vaso, podía sentirse dios; les bastaba un gesto de la cabeza o de las manos para responder, y, en el mejor de los casos, un monosílabo colmaba las cada vez menores exigencias de los asiduos. (Los hombres de nuestra comunidad nunca serían resarcidos de la pérdida, durante esos meses, del calor —incluso materno—, de la posibilidad de soñar, de la glorificación de sus pobres personas, del urgente Olimpo que necesitaban encontrar al término de cada patética jornada, de la evasión a mundos épicos y transparentes a que sus sueños les daban legítimo derecho, simplemente porque nuestro territorio había tenido el privilegio de que Etxe encontrara en la playa la Gran Madera, el Catafalco, el Altar, y Larreko lo subiera con sus bueyes hasta la Campa del Roble, y Ermo lo convirtiera en Mostrador, y así, por los siglos de los siglos, los hombres de Getxo podrían olvidar, por unos refulgentes momentos diarios, su insoportable destino. Otro despojo de ellas).
Etxe, el sempiterno primer madrugador de toda aquella costa, lo encontró: un envío de la mar demasiado aparatoso para tratarse de un vulgar residuo, más o menos aprovechable, vomitado por las olas; una pieza, un bloque, un inmenso y granítico prisma tozudamente trabajado («Me costaba creer que aquello fuera de simple madera», contaría Etxe en el tiempo de la formación de la leyenda, y luego, cuando él mismo ya fue leyenda, dirían otros: «Contaba Etxe que se resistía a creer que lo que acabaría siendo no sólo mostrador de La Venta sino La Venta misma fuera de simple madera») por un carpintero que cobraría un extra por el mellado de sus gubias y formones; de ningún modo un objeto esperable, sino un exceso, una aberración en la serie de míseros trofeos, más o menos aprovechables, que el madrugador Etxe solía encontrar en la arena, al borde de la mar, en sus infalibles recorridos de cada madrugada: primero, un escalofrío al descubrir la lechosa rasgadura fantasmal en la base de la niebla, seguido de una paralización demasiado prolongada de sus pies, observando, preguntándose si aquello podría ser la materialización en carne virgen del lúdico espíritu que diariamente la arena —convertida en pubis blanco, desbrozado y de virginidad continuamente renovada por el amoroso pulimento que dejaba la última ola en su retirada— le transmitía a través de sus pies descalzos; o la inútilmente soñada criatura femenina con escamas y cola de pez emergiendo de la mar para buscarle a él al cabo de las incontables madrugadas solitarias y perdidas. Pero cuando el pequeño Etxe llegó a un paso de la cosa y extendió el brazo y la pudo tocar, supo que no solamente no era la materialización de un delirio, sino ni siquiera ninguna de las materias flotantes que la mar acostumbraba a transportar y depositar para él.
Sin embargo, allí estaba: mojada, aunque no empapada ni, mucho menos, reblandecida, y con las hendiduras causadas por golpes contra las peñas. Pero, sobre todo, allí estaba, en la frontera entre la tierra y la mar, y bien sabía Etxe que, en tales casos, el residuo nunca procedía de la tierra, sino siempre de la mar.
Permaneció Etxe en el lugar hasta la desaparición de la niebla, confiando, o quizá temiendo, que la cosa se esfumara con ella y la lógica de sus madrugadas retornara a la playa de Arrigúnaga. Al cabo, hubo de empezar a preguntarse qué haría con la Gran Cosa.
Transcurrieron la mañana y la tarde de aquel día sin que Etxe se moviera del sitio. Se hartó de recorrer repetidamente con sus manos expertas la superficie del prisma en busca de sus secretos; incluso de aplicarle su lengua y su oído y de trepar a su meseta, a pasearse por ella golpeándola innecesariamente con los cantos huesudos de sus pies. Dos pescadores y cinco simples curiosos del entonces despoblado territorio andaban ya revoloteando alrededor del Objeto, y fueron sus comentarios, cargados de practicidad, los que arrancaron a Etxe de sus ensoñaciones y de sus miedos. Los siete insistieron en una palabra: madera. Madera significaba calor para el invierno, y Etxe se asombró de haberlo olvidado, pues era la razón principal de sus recorridos de madrugada de una punta a otra de la playa.
—Aquí hay madera para tres inviernos —dijo uno, acariciando la Pieza con veneración.
—Es de la mejor madera que existe, pues casi parece hierro —dijo otro.
—Es como si ya estuviera dándonos calor —dijo un tercero.
—Sólo falta subirla.
Esto último lo pronunció uno llamado Larreko, introduciendo una nueva realidad. Etxe le miró a los ojos y vio en el fondo de ellos la mejor pareja de bueyes del territorio, y el propio Larreko ni siquiera parpadeó, a fin de que Etxe no dejara de ver, ni en un solo momento, su pareja de bueyes.
—Ya me las arreglaré con mi burro —dijo Etxe, con una convicción que a él mismo le causó estupor.
Pero dejó la tarea para el día siguiente. Buscó por la playa la piedra más diferenciada y la puso en la cumbre de la Gran Cosa, como señal de propiedad.
Perdió toda la noche en la cuadra de su caserío contemplando cómo su asno se fortalecía con las montañas de cardos que le sirvió, de modo que ambos la pasaron en vela. Y si, al llegar la nueva madrugada, Etxe pisó la playa sin su animal, no fue por haber admitido finalmente que sería inútil ponerlo delante de la Gran Cosa, sino por la creciente fascinación que ésta seguía ejerciendo sobre él. Se tendió de costado en la húmeda arena, a lo largo y de cara a aquella masa, y se confirmaron sus sospechas de la noche anterior: se sentía mejor junto a ella. La rozó con sus dedos con la delicadeza de una caricia, y cerró los ojos para vivir más despierto su sueño. Hasta que descubrió a Larreko en lo alto del acantilado, de pie y mirándole.
Ni en todo aquel día ni en los tres siguientes hizo otra cosa Etxe que permanecer en las proximidades de la Gran Cosa, tendido, sentado o paseando a su alrededor, sin preocuparse de las gentes que se acercaban a curiosear la novedad y que apenas le molestaban, de modo que pudo disfrutar de una plenitud desconocida, o, más exactamente, perdida desde la muerte de su propia mujer: aquella Gran Cosa tenía para él un alma femenina.
En el cuarto día, al mirar hacia donde siempre estaba Larreko, en lo alto del acantilado, le volvió a ver, pero esta vez junto a su pareja de bueyes, ya enyugados. Esto se prolongó una semana más: los bueyes de Larreko, y Larreko mismo, inmóviles y silenciosos, aguardando con desesperante paciencia su irremediable intervención en el inapelable desenlace del episodio, como los buitres esperan el último estertor de su víctima para salvar con un corto vuelo la breve distancia. Se corrió la voz por el territorio y cada vez eran más los curiosos que acudían a contemplar la Pieza y a saber quién se saldría con la suya, si Etxe o Larreko.
Al cabo de esa semana, Larreko abandonó el acantilado y a sus bueyes, bajó a la playa y llegó hasta Etxe.
—Ni siquiera lo has subido hasta la falda del monte —le dijo—. La mar lo ha traído y la mar se lo llevará.
—Es mía —dijo Etxe.
—Sí, mientras te preocupes de él. No nos cruzaremos de brazos viendo cómo se desperdicia una buena madera.
El grupo de curiosos apoyó con sus miradas las palabras de Larreko. Etxe comprendió que éste tenía razón. Al día siguiente se presentó en la playa con su burro. Los curiosos advirtieron que no había fe en sus movimientos. Vieron cómo rodeaba el Objeto con la larga cadena y cómo la encinchaba finalmente a su animal. No hubo ocasión de cruzar apuestas, porque todas eran contra Etxe y su burro.
El rostro de Etxe expresaba una amargura profunda al emitir su primer «¡Arre!». Maldijo a Larreko y a cuantos estaban allí profanando la intimidad que ya le unía a la Gran Cosa. Llevaba tantos años poseyendo aquella playa en las madrugadas, que había llegado a creer que aquel mundo le pertenecía en esas horas. Ciertamente, a lo largo de medio siglo nadie le había disputado la playa, así como tampoco las tablas, tablones, botas, baúles, sillas, cofres, ropas, sombreros y los mil desperdicios procedentes de naufragios u otros desastres menores arrastrados por las corrientes hasta la orilla. El mote de «Tempranero» no lo había inventado el pueblo para él, sino que Etxe lo heredó de su padre, y éste del suyo, pues en la familia era secular tradición recorrer la playa cada día antes que nadie, recogiendo lo aprovechable, incluida la renovada virginidad de las arenas, y hallando, también, cadáveres. Siempre de hombres. Todos los cadáveres eran siempre de hombres, nunca de mujeres. Se trataba, pues, de cadáveres sin misterio. La aparición de la Madera, hacía once días, vino a mitigar la terrible soledad de tantas madrugadas. Pero Etxe no podía oponerse por más tiempo a las leyes no escritas de la comunidad.
El burro peleó arduamente por mover la Gran Cosa. Hubo de ser descinchado cuando empezó a brotarle sangre de la boca.
—Volveré a probar mañana —dijo Etxe.
—La luna dice que la marea de esta noche es la mayor del año —dijeron los presentes—, y se llevará la valiosa madera.
No buscaban salvar la madera para Etxe sino para ellos mismos; al menos, para Larreko y ellos; o para Etxe, Larreko y ellos; admitirían, también, que sólo para Etxe y Larreko: incluso, sólo para Larreko, ya que era el único que poseía bueyes capaces de rescatar aquello de la playa: cualquier combinación, no sólo para que una madera tan suculenta fuera aprovechada por alguien, sino, principalmente, para seguir manteniendo la esperanza de llegar a saber quién se quedaría con ella, si Etxe o Larreko, amén de poder apostar en el enfrentamiento entre uno y otro.
—¿Quieres que llamemos a Larreko? —preguntó el grupo.
Sabía Etxe que no era una pregunta ni un simple consejo, sino más bien una orden; y sabía que tenían toda la razón, pues si, por un lado, cuanto arrojaba la mar pertenecía a quien primero lo viera, por otro, toda posesión no sacada de la playa, es decir desechada, podía pasar a otras manos. La sola idea de perder su Madera hizo estremecer a Etxe.
—Sí, llamad a Larreko —consintió.
De momento, nadie encontró nada especial en el hecho de que no le llamara él mismo. Sólo le vieron esperar, tenso, el largo tiempo que los poderosos bueyes de Larreko necesitaron para bajar a la playa por el mal camino del monte y luego avanzar penosamente enterrando las pezuñas en la arena bajo su enorme peso. La pregunta de Etxe sonó, igualmente, tensa:
—¿Cuánto te tendré que dar?
Larreko había llegado junto a la Madera y habían aparecido en sus manos varias cuñas de hierro y una pequeña porra.
—¿Eh? —gruñó Larreko, sin suspender su tarea de hundir cuñas a porrazos en el duro material. Hasta que el silencio de Etxe le reveló que seguía esperando una respuesta—. Nos arreglaremos luego —añadió.
—¿Luego? —repitió Etxe. Extendió el brazo para tocar la piedra que, encima de su Madera, significaba posesión—. La Madera es mía.
Casi le hizo vomitar el ahínco que Larreko ponía en los preparativos. Asistió al hundimiento de los seis hierros en la madera y a la fijación a ellos de las cadenas. A punto de arrancar, Larreko descoronó al Objeto de la piedra y arrojó ésta lejos.
—Todo pesa —pronunció con una mueca sin un interés especial de que fuera una sonrisa.
—La Madera es mía —recordó Etxe angustiosamente.
Larreko esgrimió el acullu y lo hundió con ferocidad en las ancas de los bueyes.
Para entonces, era media mañana y había más curiosos que nunca: habíase corrido la voz de que los bueyes de Larreko iban a levantar de la playa la madera de Etxe. Los que apostaron por que ni siquiera la movería, perdieron. Al emerger la Cosa de su hundido emplazamiento, se descubrió que tenía una moldura, curva y sobresaliente, cubriendo la arista inferior por el frente y los costados.
A media tarde, habían perdido igualmente sus apuestas quienes también creyeron que los bueyes no conseguirían arrastrar la Pieza hasta la falda del monte. A partir de este punto, los apostantes barajaron las nuevas posibilidades sobre un piso más convencional, para arrastre con bueyes, que la arena, si bien habrían de considerar otro elemento perturbador: la dura pendiente del camino que arrancaba de la playa. Cuando los bueyes empezaron a demostrar que también saldrían adelante con aquello, Etxe sintió que su Madera le dejaba solo en su soledad anterior. Vivió la ascensión a un paso de la compañera que se alejaba de su playa.
Pero, al anochecer, los bueyes no habían podido pasar de media cuesta: habían avanzado, pezuña a pezuña, por un túnel vociferante de vecinos. En cierto momento, las bestias se detuvieron con un gemido humano y babeando sangre, y tensaron los huesos de sus patas para no perder la vertical. Larreko suspendió su hostigamiento criminal con el acullu.
Libre de la arena, sobre el firme pedestal de las piedras del camino, la Pieza se mostraba en todo su grandioso tamaño. Medía no menos de ocho varas de largo por dos de fondo y casi otros dos de alto, o al revés, pues se ignoraba para qué fin había sido fabricada, para qué servía semejante catafalco, de modo que se ignoraba, igualmente, en qué posición debía ponerse.
Desfogado con las apuestas, el grupo de vecinos pudo entregarse a la contemplación de aquel gran regalo de la mar que haría casi rico a quien lo poseyera finalmente. Se recrudeció la cuestión de a quién pertenecía: si a Etxe, por haberlo visto el primero, o a Larreko, por haberlo subido. Pero era ya muy tarde y todos se fueron a dormir, incluso Larreko con sus bueyes, aunque no Etxe: pasó la noche sentado en las piedras del camino, la espalda contra su Madera, sin dormir, maldiciéndose a sí mismo por no haber sabido retenerla en su playa.
Con las primeras luces, el primero en aparecer fue Larreko con sus bueyes; las bestias venían frescas, como recién nacidas, y los temblores apenas le permitieron a Etxe pronunciar la frase de la que parecía pender su vida:
—La Madera es mía.
Larreko se entregó a la trabazón de las cadenas a las clavijas, con una concentración tal que Etxe hubo de retirarse a vomitar el charquito de líquido verde que ocupaba su estómago. Mucho antes de comenzar la segunda jornada de arrastre, los vecinos de la víspera, y otros más, habían formado el túnel que seguiría desplazándose a la par que los bueyes y la Pieza, y habían empezado a cantarse las apuestas. Muchos enfermos abandonaron sus lechos para asistir a la tremenda prueba, y a los que no lo pudieron hacer se les mantenía informados por una telefonía vocal de vecinos escalonados. Las cadenas se tensaron y los bueyes de Larreko promovieron el primer tirón, y en el pecho de Etxe comenzó a percutir el irremediable avance metálico de las pezuñas. Los bueyes alcanzaron el alto del monte como se corona una odisea. Y en aquel cruce de caminos Etxe advirtió que Larreko tomaba uno que no correspondía.
—Mi casa está por el otro lado —gimió Etxe.
—Hablaremos al llegar —dijo Larreko.
—¿De qué hemos de hablar cuando lleguemos adónde? —volvió a gemir Etxe, mirando a unos y a otros en demanda de ayuda. Pero la atención general se centraba en la agonía andante de los bueyes, en la incógnita de cuántos pasos más darían antes de derrumbarse, y sobre esto giraba la totalidad de las apuestas.
A media tarde, con un suspiro de consumación, el buey derecho precipitó su masa al suelo y allí quedó emitiendo sangre por tres o cuatro agujeros de su cuerpo, reventado. Sólo entonces se descubrió que la Pieza estaba detenida en la Campa del Roble, al pie del gran árbol. Se pagaron y cobraron las apuestas, pero el pueblo no se movió del sitio, saltando sus miradas de Etxe a Larreko, sabiendo que aún quedaba por ventilar lo mejor de todo aquello.
—De aquí a un año tendré listo un segundo buey para terminar el trabajo —dijo Larreko.
—Ya me las arreglaré yo solo para llevar mi Madera a mi casa —dijo Etxe.
Todos le compadecieron: los mejores bueyes de Getxo siempre eran los de Larreko. Sólo los bueyes de Larreko podrían mover de nuevo la Pieza. No dejaron de advertir el angustioso énfasis que puso Etxe al pronunciar mi madera y mi casa, y volvieron a compadecerle por ello.
La pequeña muchedumbre fue tomando posiciones alrededor de la Pieza, sentándose sobre la yerba en grupitos expectantes o apoyando las espaldas en el inmenso tronco del gran roble. No era, pues, todavía un exacto precedente de lo que llegaría a representar aquel prisma o plataforma o tribuna o altar o mostrador o lo que fuera o lo que finalmente se quiso que fuera: el Mostrador, el Altar de las ofrendas de sidra o txakolí, y, posteriormente, de vino o cerveza o coñac o anís o aguardiente o cualquiera de las sangres de todos los colores, excepto el rojo, derramadas o bebidas devotamente por hombres que, al parecer, se acodaban en él buscando compañía o, más bien, refugio, un breve tiempo diferente al cabo de toda una dura jornada de inmolar un coraje y una plenitud personal inexistentes; buscando, al parecer, un rato de cháchara y expansión, pero, en realidad, bastándoles la muda superficie, su contacto, la profunda y nunca desentrañada comunicación con ella, bien a través de los codos o de los antebrazos cruzados uno sobre otro, o a través del cuenco de sidra o txakolí; y, en siglos posteriores, del vaso de vino o cerveza o coñac o anís o aguardiente o cualquiera otra sangre —no forzosamente roja— de la ofrenda. Aquel primer ayuntamiento no fue, pues, ni siquiera un precedente: hasta los propios bueyes parecieron haber cedido el protagonismo al gran roble, por el simple hecho de haberse detenido en su explanada; a lo sumo, entonces, los vecinos vieron en el prisma o plataforma o tribuna o altar o mostrador o lo que fuera, una simple altura a la que, quizá, Etxe o Larreko se encaramaron para mejor ofrecer a todos el espectáculo de su inminente debate acerca de a quién pertenecía la madera, si a Etxe, por haberla visto el primero, o a Larreko, por haberla subido. Con todo, aunque no un exacto precedente, sí que fue una primera instalación, sobre un espacio y un tiempo concretos, de un no consciente propósito de iniciar algo vagamente presentido que pugnaba por emerger a la luz, como una de esas eclosiones naturales que se producen cuando en el sustrato yace la suficiente carga o, más bien, necesidad, digamos, histórica.
—Esta Madera es mía —repitió aún Etxe, apoyando ambas manos en la cara superior de su compañera. Algunos contarían después que acariciándola.
La pequeña muchedumbre ni siquiera cambió de postura cuando Larreko se puso a destrabar de la Pieza las cadenas y a encincharlas al testuz del buey muerto, ni cuando el buey vivo se lo llevó, arrastrándolo como si fuera una piedra de pruebas o el mismo Catafalco. Ni siquiera entonces se movió nadie. Empezó a oscurecer y allí siguieron, esperando la vuelta de Larreko.
Etxe se había sentado en el suelo, la espalda contra la Pieza, en la postura en la que sobrellevó las dos noches precedentes. La pequeña muchedumbre le agradeció el que aceptara el duelo con Larreko para dirimir la paternidad de aquel combustible para no menos de tres inviernos. Pero no se trataba de una cuestión de valor: sencillamente, Etxe no podía despegarse de su tesoro.
Era ya de noche cuando Larreko surgió de la oscuridad y pisó la zona iluminada por cuatro antorchas. Se detuvo ante Etxe.
—Además, en este trabajo he perdido al mejor de mis dos bueyes —dijo Larreko.
No había en su tono o maneras el menor triunfalismo; sólo en sus ojos duros un pétreo convencimiento de estar en posesión de la razón o, al menos, de saber que acabaría saliéndose con la suya.
La pequeña muchedumbre se esponjó de placer; no había hecho más que empezar la competición y ya se sabían muchas cosas, se sabían casi todas las cosas, a pesar de que apenas se habían pronunciado palabras, y aun ellas sólo por una de las partes. Se sabía que Etxe aún seguía reclamando la Pieza, no obstante haber sido los bueyes de Larreko quienes la subieron hasta donde estaba (y ése era el huevo de la cuestión), y se sabía que defendería su posesión hasta la muerte: el enteco y angustiado hombrecillo apoyado —o acariciando— en la Gran Madera —como también ellos empezaron a denominarla—, tenso, pálido y afiebrado, temeroso de cruzar su mirada con las del grupo que tenía enfrente, por no leer en ellas la terrible sentencia que dictaban las normas no escritas de la comunidad en materia de hallazgos en la ribera.
Y, en cuanto a Larreko, se acababan de oír sus palabras erigiendo a su buey muerto en razón adicional de la otra razón que dictaban las normas no escritas de…, palabras que daban por sobreentendido que existía esa otra razón anterior, la que dictaban las normas no escritas de…, que era de tanto peso que no precisaba de más apoyaturas, de modo que si nombraba al buey muerto no lo hacía como razón adicional sino como testimonio de que era tan firme su seguridad de que la Gran Madera le pertenecía ya por derecho propio que no vaciló en arriesgar la vida de sus bueyes y perder a uno, el mejor, según declaraba el propio Larreko, si bien en esto el pueblo no estuvo de acuerdo, pues, si era mejor que el otro, tenía que haber sobrevivido a este otro, el cual había realizado el mismo esfuerzo y salido vivo, demostrando así que era el mejor de los dos; pero no se profundizó demasiado en el matiz —había otra cuestión más apremiante sobre la mesa—, se permitió que Larreko tuviera su particular visión, ü sabría por qué. Sí quedó flotando por encima de la, digamos, razón adicional de Larreko la nebulosa apreciación de que el buey muerto no era ninguna razón adicional en sí mismo, ni siquiera lo era el dúo que componían —o habían compuesto— el buey muerto con el buey vivo, sino que ambos constituían nada menos que la piedra angular de todo el asunto, pues, sin ellos, Larreko jamás habría podido airear la razón que le otorgaban las normas no escritas de…
Tampoco se le regateó valentía a Etxe cuando se puso en pie y dijo:
—Con bueyes o sin bueyes, yo la vi primero.
El descubrimiento de que siempre se refería en femenino a su tesoro no tuvo lugar entonces sino muchos años después.
—Cuando tus bueyes bajaron a la playa —añadió Etxe—, mi señal ya llevaba un día entero encima de… —y una de sus manos acarició, esta vez sí, el punto exacto de la meseta en que estuvo la piedra diferenciada que otorgaba posesión, según esas normas no escritas de la comunidad.
—Nadie pone en duda que lo viste primero y que, por tanto, fue tuyo entonces —dijo Larreko—, pero ahora no sería de nadie sin mis bueyes, ahora sería otra vez de la mar. Es como si, antes de engancharlo a mis bueyes, nunca hubiera sido tuyo.
—Yo la vi primero y le puse encima la señal —arrastró Etxe con una tozudez dramática.
—Que decida el pueblo —dijo Larreko, leyéndosele en la expresión que era consciente de haber llevado el asunto a terreno seguro.
Hacía sólo unos minutos que entre la pequeña muchedumbre habían empezado a cruzarse algunas apuestas, es decir, que unos otorgaban ya la Gran Madera a Etxe y otros a Larreko; o, al menos, unos pensaban que finalmente quedaría en poder de Etxe y otros de Larreko, con independencia de lo que estipulaban las normas no escritas de la comunidad. Porque se estaba imponiendo una nueva consideración: la de que a semejante Catafalco no podían aplicársele las leyes corrientes, es decir, habría que empezar a olvidarse de las normas no escritas de…, pues nada se adelantaría con determinar quién era el dueño si después éste no podía llevarse el Catafalco a su casa, sino esperar a que Larreko dispusiera de un segundo buey, lo que no ocurriría antes de tres o cuatro años, y, aun así, en el supuesto de que fuera a Larreko a quien se le otorgara el Catafalco, pues no entraba en ninguna cabeza que, al cabo de esos tres o cuatro años, volviera a trabar sus bueyes a un trasto sobre el que el pueblo ya habría decidido que pertenecía a Etxe, a no ser que Larreko quisiera liar las cosas de nuevo, es decir, volver a empezar desde el principio, alegando —al llegar los bueyes y el Catafalco a la altura del caserío de Etxe: no dentro de él, dentro de su cuadra o siquiera en el portalón—: «Es mío, porque mis bueyes lo han arrastrado desde la Campa del Roble hasta aquí», lo que pondría en marcha un segundo debate, similar al primero, una reproducción de los argumentos, las desazones y las apuestas, que desembocaría, posiblemente, en una tercera fase, y ésta en una cuarta…
—¿Qué dicen nuestras leyes? —preguntaba Larreko—. ¿Acaso no dicen que lo que aparece en la ribera es de quien sea capaz de sacarlo de allí, a pesar de que otro lo haya visto primero?
Y Etxe, emperrado en que él había plantado la señal de posesión en lo alto de la Gran Madera.
—Yo te puedo demostrar que es mío, pero tú no me puedes demostrar que es tuyo —dijo Larreko—. Yo puedo bajarlo otra vez a la playa, y tú seguirías sin poderlo subir.
—Te recuerdo que no lo podrás bajar hasta dentro de tres o cuatro años —dijo entonces una voz salida de la pequeña muchedumbre, estrenando el sugestivo elemento de la participación general en la polémica.
—Un año… Bueno, tres o cuatro —dijo Larreko—. Sí, pero él ni dentro de tres o cuatro años, ni nunca, lo podrá subir.
—Es mía —afirmó Etxe con la voz rota.
—Pues llévatelo a casa —sonrió Larreko.
Y entonces Etxe sacó el gran argumento del que —entonces se descubrió— llevaba nutriéndose desde que empezara todo:
—¿Por qué no puede ser mía donde está? ¿Por qué no pudo ser mía en la playa? ¡Que nadie la mueva de aquí, porque es mía!
La pequeña muchedumbre se removió, inquieta, pues Etxe defendía una postura imposible, y volvió a compadecerle. Apurando mucho la cosa, su razonamiento podría servir para otro objeto encontrado en la playa que no fuera aquél. Dejando aparte las normas establecidas, el pueblo no podía admitir que algo tan espléndido como esa Gran Madera se desaprovechara y se pudriera; y esto, precisamente, es lo que el pueblo había empezado a sospechar que perseguía Etxe al clamar que el Catafalco permaneciera, por siempre, en la Campa del Roble. Esta conclusión permitió, a gran parte de la pequeña muchedumbre, ya con la conciencia tranquila, tomar postura contra Etxe y a favor de las normas no escritas de la comunidad, que apoyaban a Larreko.
Sin embargo, la verdadera calma invadió a la pequeña muchedumbre cuando, de pronto, cayó en la cuenta de la inutilidad de dar una sentencia antes de tres o cuatro años, pues, hasta entonces, nadie podría mover la Gran Madera de donde estaba. De manera que el pueblo dispuso de esos tres o cuatro años para seguir debatiendo acerca del hallazgo, plácidamente, sin apremios, tomándole gusto no sólo al tema sino a la situación, a la tertulia que se formaba cada día al término de las tareas o en las ya medio olvidadas fiestas de los plenilunios.
De momento no fue más que eso: una simple reunión de vecinos, acaso algo más nutrida que las habituales, pero en modo alguno haciendo sospechar lo que estaba prologando; ni siquiera más apasionada o dramática una vez se entró de lleno en la fase de los tres o cuatro años, y a pesar de que Etxe, durante ellos, apenas se apartó de su Madera, excepto para atender precipitadamente los requerimientos más urgentes de sus campos y de su cuadra, ya que apenas habría que mencionar los de su propia comida: durmiendo al abrigo de la cubierta de ramas y hojas que fabricó y apoyó en el suelo y en el borde alto de la Gran Madera. Nadie llegó a entender por qué se empeñaba en proteger tan de cerca una presa que era menos suya a medida que crecía el gran buey al que Larreko alimentaba, como a todos los suyos, con aquel régimen de comida cuyo secreto jamás reveló. Tampoco Etxe habría podido explicar su propio comportamiento: simplemente no podía separarse de aquella Masa que consolaba su soledad.
Desde los puntos más remotos del territorio la gente acudía a la tertulia de la Campa del Roble —como desde un principio se le llamó—, bien a dar su parecer sobre el tema que fue desplazando a todos los demás, bien a escuchar el de los otros. Llegaban con sus alforjas llenas de alimentos y bebidas, y las sesiones se convertían en animados banquetes campestres. En ocasiones, quienes guardaban txakolí en la frescura de sus cuadras solían llevarlo en botas y pellejos para obsequiar a sus amigos y parientes; y, si se disponía de cuencos, se depositaban éstos sobre el mismo Catafalco, y lo mismo las viandas que era preciso partir: en un caso y otro, aquella mesa resultaba demasiado alta.
Y apenas ocurrió nada más en aquellos tres o cuatro años, a cuyo término se llegó sin que la pequeña muchedumbre se hubiera atrevido a emitir una sentencia definitiva, por consideración al pequeño Etxe, a quien la incertidumbre le había hecho perder varios kilos de peso, y al que todos veían abandonar cada vez más raramente su cobertizo, por no aflojar su vigilancia. Se preguntaban, también, a qué estar tan encima de algo que nadie le podría robar ni en la noche más oscura.
Se dejaba ver por allí, de vez en cuando, Jaunsolo, el señor de Getxo, no para dictar sentencia, pues el asunto era tan profundo que rebasaba sus competencias: se limitaba a discutir y a apostar, como el más humilde de los de la gleba.
Hasta que, cierto día, sorprendiendo al pueblo, se presentó Larreko con sus dos bueyes. Era casi el amanecer y, antes del mediodía, la Campa del Roble hervía como en el mejor momento de un plenilunio. El nuevo buey de Larreko —al que nadie vio crecer hasta entonces— era una criatura tan monumental que obligó a todos a dirigir a Etxe miradas de pena. Larreko volvió a trabar las cadenas a las clavijas del Catafalco, en una maniobra tan fría y tan de oficio que pareció que no hubiera existido el entreacto de los tres o cuatro años.
La pequeña muchedumbre contuvo el aliento cuando procedió a retirar el cobertizo de Etxe, y Etxe contempló la operación moviendo los labios azules, pero sin acertar a emitir las palabras que, sin duda, tenía preparadas para ese momento. Fue como si, con la espera, la herrumbre las hubiera agarrotado.
Larreko se situó ante los sombríos testuces y su acullu barrenó las carnes delanteras de las bestias, en pos del primer tirón. Por fin, y simultáneamente, sonaron las palabras de Etxe:
—Que nadie me quite lo que es mío.
Por unos momentos dio la impresión de que fueron las palabras las que impidieron que el Catafalco se moviera, a pesar de que el crujido de las cadenas había sido tan extremo que todos pensaron que no resistirían un segundo intento. Allí estaba Etxe, en el centro del gran silencio que siguió, con los labios aún temblorosos y la mirada agónica.
—La Madera dejó de ser tuya hace mucho tiempo, desde que yo la saqué de la playa —dijo Larreko, implacable, disponiendo a sus animales para el segundo tirón.
—Donde está, es como si estuviera en la playa, como si los bueyes no hubiesen subido nada todavía —dijo Etxe, desgranando las palabras con una lentitud exasperante.
La pequeña muchedumbre advirtió que Larreko perdía su aplomo por primera vez, y que una chispa blanca había aparecido en cada ojillo de Etxe.
—¿Acaso la han subido hasta aquí los carramarros de la ribera? —preguntó Larreko—. Las cosas pertenecen a quien las saca de la playa.
—De modo que las cosas pertenecen a quien las saca de donde otro no las puede sacar, ¿no? —preguntó Etxe.
Larreko meditó cuidadosamente la respuesta.
—Sí.
—Pues sácala —pronunció Etxe, en un tono tan pétreo que la pequeña muchedumbre no supo qué pensar.
Naturalmente fue Larreko el más afectado por aquella consistencia. Miró a un lado y a otro, un poco perdido, buscando ayuda, pero sólo tropezó con expresiones parpadeantes. Un recuerdo se instaló sobre la Campa del Roble: en aquel lejano día en que empezara todo en la playa, los bueyes habían logrado mover el Catafalco al primer tirón, cosa que no había ocurrido ahora. Sin embargo, el hecho había quedado en un simple primer intento fallido, a la espera del segundo, de no ser por la cara del pequeño Etxe, demasiado firme para lo que les tenía acostumbrados, y por aquellas chispas blancas en sus ojos.
Larreko se rearmó por dentro.
—La Madera ha sido mía desde que la saqué de la playa hasta hoy. Que quede esto claro —dijo.
—No —dijo Etxe—. Como todavía hay que sacarla de donde está, repito que es como si nadie la hubiera sacado de la playa, como si la playa estuviera aquí, en esta Campa del Roble, como si nunca hubiera dejado de ser mía.
—¿Cómo puedes decir que es tuya cuando todo el mundo vio cómo mis bueyes la sacaron de la playa? —exclamó Larreko.
Las chispas de los ojos de Etxe redoblaron su fulgor y la pequeña muchedumbre se concentró en las siguientes palabras que iba a escuchar, las del turno de Etxe.
—Si prefieres que fue tuya entonces, de acuerdo —dijo—, pero sólo mientras tus bueyes la sacaban y luego la pudieron seguir arrastrando. Volvió a ser mía cuando nadie, ni tú, la pudo mover de donde está.
—¡La ley dice que quien saque de la playa…! —exclamó Larreko.
La pequeña muchedumbre registraba hasta los menores matices de aquel duelo, de manera que tampoco se le escapó el vertiginoso movimiento circular que, de pronto, adquirieron las chispitas en los ojos de Etxe.
—¿Sabes por qué la ley sólo se acordó de la playa y no de la Campa del Roble? —preguntó, con la misma exasperante lentitud, que muchos empezaron a sospechar que se trataba de seguridad—. Pues porque hasta ahora sólo en la playa habían aparecido cosas, pero mira lo que ha aparecido de pronto en la Campa del Roble. Habrá que cambiar la ley. En adelante, deberá hablar de la Campa del Roble tanto como de la playa.
Era un enfoque tan nuevo del asunto, que nadie, ni siquiera Larreko, supo qué decir ni pensar. Incluso los menos perspicaces comprendieron entonces que Etxe, durante esos tres o cuatro años, no se había limitado a vivir junto a la Madera, no había perdido el tiempo haciendo sólo eso, sino que maquinó una estrategia con la que ahora envolvía al descuidado y sorprendido Larreko.
Primero fue el estupor ante las palabras de Etxe; luego un callado, aparatoso e íntimo razonamiento, que acabó desparramando entre la pequeña muchedumbre la convicción de que no era justo que Etxe perdiera su Madera únicamente porque las viejas leyes no hubieran previsto que las lluvias, el viento, una ola descomunal e incluso una pareja de bueyes arrastraran un Catafalco como aquél hasta la Campa del Roble. Lo imposible de digerir fue la necesidad de cambiar unas leyes no escritas y nacidas con el mismo pueblo, con la misma tribu, y no tocadas, ni en una sola coma, desde aquel lejano Principio.
—¿Hay alguno de entre vosotros que se atreva a cambiar nuestras leyes? —preguntó Larreko, pulsando hábilmente aquella fibra, y por unos momentos dio la impresión de que recuperaba la iniciativa—. Siempre ha sido que las cosas pertenecen a quien las saca de la playa, y siempre será así. Los vascos nunca cambiamos nuestras leyes. ¿Hay alguno que se atreva a…?
Viendo los rostros de la pequeña muchedumbre, Larreko se serenó. Nadie pudo sospechar que las nuevas palabras de Etxe llegarían tan pronto: su simple sonido vino a perturbar otra vez un equilibrio que se creía recuperado:
—Nuestras leyes hablan de sacar una vez, no de sacar varias veces la misma cosa —dijo, deletreando con lentitud, todavía asombrosamente seguro de sí mismo—. Mi Madera no será de otro mientras este otro no la saque de la Campa del Roble. ¿No es así? ¿Eh? —Y prosiguió, sin una pausa, adelantándose a la réplica de Larreko, quien incluso ya había abierto la boca para hablar—: No basta con sacar una cosa de su sitio, si luego hay que sacarla otra vez de otro. Las leyes sólo hablan de sacar una vez, no dos veces. ¿De quién sería la Madera si los bueyes de otro la sacaran ahora de la Campa del Roble? ¿No sería de este otro? —Y repitió—: ¿No sería de este otro? —con violencia, mirando a todos como retándoles a que le rebatieran, mientras las lucecitas de sus ojos pugnaban por salírsele de ellos y atacar, y aún añadió, casi con ferocidad—: ¿Acaso no sería mía la Madera si, ahora mismo, vengo yo con unos bueyes y la saco de esta Campa del Roble?
La pequeña muchedumbre quedó paralizada: por primera vez, dejó de compadecer a Etxe y empezó a apostar masivamente por él, ante la escena que les había dibujado de unos bueyes —que no eran ya los de Larreko— sacando al Catafalco de su empantanamiento. Un suceso perfectamente posible, considerando que el piso de tierra exigía menos esfuerzo que el de arena, y, en tal caso, ¿a quién pertenecería la Gran Madera: a Larreko o al otro? Y, dado que era posible plantear esta duda, se imponía igualmente dudar del actual derecho de Larreko sobre el Catafalco. La pequeña muchedumbre se preguntó por qué algo tan simple no se les había ocurrido a ellos y sí a Etxe; y lamentó, también, la pérdida de aquellos tres o cuatro años esperando a que creciera el buey de Larreko, respetándole un derecho que Etxe acababa de demostrar que no tenía, cuando la mayoría de ellos disponía de parejas de bueyes dispuestas —en todo caso, ni siquiera se intentó— a sacar el trasto de donde estaba.
—¡La Madera es mía, porque las cosas pertenecen a quien las saca de la playa! —exclamó Larreko, casi gritó—. ¡Recordad lo que dicen nuestras leyes!
La pequeña muchedumbre observó que Etxe ni siquiera se ocupaba ya de él. Allí estaban ambos, en el centro de la Campa del Roble y de la atención general: uno, revoloteando alrededor de sus bueyes, y el otro, inmóvil, apoyado delicadamente en su Gran Madera, rozándola apenas, como si ésta fuera de frágil porcelana. Ahora, las apuestas ya no se centraban en si los bueyes de Larreko repetirían en la Campa del Roble la formidable hazaña de la playa, sino en si Etxe escondería dentro de la manga otra baza con la que sorprender a todos nuevamente ofreciendo una fase más de aquel asunto que no acababa de cerrarse. Es decir, ahora la pequeña muchedumbre confiaba más en los secretos recursos de Etxe que en los tremendos bueyes de Larreko, de ahí el que sus apuestas tomaran otra dirección.
Sin embargo, en los paralizados momentos que siguieron, nadie se atrevió a asegurar que se había llegado al fondo del asunto. La pequeña muchedumbre no podía apartar sus ojos de Etxe: le había costado esos tres o cuatro años hacerse con una estrategia para oponerse no sólo a las razones de Larreko sino también a las viejas leyes no escritas en materia de hallazgos en la ribera, y ¿para qué?, ¿qué había ganado con ello?, ¿acaso, ahora, disponía de bueyes propios para llevarse a casa su Madera? No sólo la iba a perder a manos de quien los poseyera, sino que este afortunado sería, otra vez, Larreko, cuyos bueyes ya habían dado, incluso, el primer tirón, de modo que, al parecer, nada había cambiado desde la primera peripecia en la playa.
La pequeña muchedumbre no apartaba sus ojos de Etxe, preguntándose qué le hacía mostrarse tan tranquilo; creyeron ver, incluso, una sonrisa en su rostro chupado. Le observaron, especialmente, cuando Larreko dejó de agitarse de un lado a otro, como si el suelo le quemara, y dispuso a sus animales para el segundo intento: bueno, pues ni entonces perdió Etxe su aire de felicidad, ni cuando el estremecimiento causado por el segundo tirón de los bueyes fue absorbido sordamente por la inmutable masa de la Gran Pieza. Lo intentó Larreko varias veces, siempre con el mismo resultado. Llamó vivamente la atención el desprecio de un Etxe que en ningún momento había dejado de apoyarse en su Madera, anunciando así al mundo su convencimiento de que nadie la podría mover. Sólo tiempo después comprendería la pequeña muchedumbre que fue entonces cuando empezó a vislumbrar el fondo del pensamiento de Etxe.
Con el rostro ennegrecido por la derrota, Larreko abandonó la cabeza de sus bueyes y se agachó a examinar la línea donde confluían las paredes del Catafalco y el piso de la Campa. Desplazándose de rodillas, contorneó la Gran Madera, sin dejar de emitir gruñidos, y finalmente se concentró en la base de la cara delantera. Sus uñas escarbaron en la tierra como los perros, hasta profundizar un hoyo. Sus dedos sucios palparon los bajos ocultos. De momento, llegó a la pequeña muchedumbre que la parte enterrada de la Gran Madera podía medir no menos de tres palmos.
Entre unas cosas y otras, se había precipitado la oscuridad y, embebidos como estaban todos, nadie se ocupó de encender antorchas. La llegada de la noche pareció despertarles a la realidad de sus vidas cotidianas, olvidadas desde el amanecer, y el propio Larreko marcó la desbandada general al destrabar sus bueyes y desaparecer los tres calladamente. Los últimos en retirarse vieron cómo Etxe reponía en su sitio la cubierta de hojarasca y se guarecía bajo ella.
Las primeras luces del nuevo día alumbraron unas caras insomnes y ojerosas poniendo cerco expectante a la Gran Madera. Aquella noche sólo habían podido dormir las mujeres y los niños. La expresión con que apareció Larreko prometía, sí, una jornada dramática. Además de sus bueyes, traía una pala y una azada. Escupió en sus manos, las frotó una contra otra, empuñó la azada y la hundió en la tierra, justo en la base del Catafalco. Y, en ese momento, surgió Etxe de su nido, aunque algunos aseguraron que ya estaba fuera antes de que la azada rozara siquiera la yerba, y los hubo que juraron que la herramienta no llegó jamás a hundirse en la tierra, ni antes ni, menos, después de la aparición de Etxe, sino que fue la presencia de éste quien la frenó en plena caída, y con esta duda se incorporó el episodio a la leyenda. Pues la pregunta de Etxe: «¿Qué haces?», encajaba en cualquiera de esos dos o tres momentos, y lo que al parecer pretendieron los más estrictos de aquellos cronistas fue que los vascos del futuro palparan lo que ni al más inadvertido de la pequeña muchedumbre se le escapó, es decir, la zozobra de Etxe —que ya duraba tres o cuatro años y también le había impedido dormir en la noche que precedió a la presencia de Larreko con sus bueyes, la pala y la azada—, que le hizo brotar de su cobertizo ya con la pregunta empezada:
—¿Qué haces?
Larreko paralizó en el aire su herramienta.
—Quitar la tierra que estorba para sacar esto de aquí —dijo, mirándole, con los ojos un poco más abiertos que de costumbre, asombrado de que alguien ignorase lo que resultaba tan obvio.
Y Etxe:
—Eso lo puede hacer cualquiera, lo puedo hacer yo mismo.
Una frase vulgar, una frase aparentemente superflua, de modo que la nueva expectación de la pequeña muchedumbre nació sólo de la breve vibración metálica de las palabras.
Etxe y Larreko cruzaron sus miradas durante un tiempo interminable, y en la Campa del Roble todo el mundo quedó petrificado. La pequeña muchedumbre había aprendido ya a confiar en Etxe y esperó lo que, efectivamente, guardaba dentro de la manga.
—Alguien lo tiene que hacer —dijo Larreko, bajando lentamente la azada—, y como son míos los bueyes que van a llevarse la…
Había una lenta prevención en sus palabras. Etxe no le dejó acabar la frase:
—Tú no te salgas de los bueyes, que es lo único que yo no tengo. Porque sí que tengo pala y azada.
—¿Quieres decir que te gustaría hacer a ti el trabajo? —preguntó Larreko—, Pues toma mi palay mi azada y así te ahorras el viaje de ir a buscar las tuyas.
—Pero yo no haré un trabajo para ti —dijo Etxe sombríamente, aunque, de pronto, volvieron a aparecer en sus ojos las lucecitas.
—Entonces apártate…
La pequeña muchedumbre en ningún momento pensó que Etxe sólo pretendía demorar la pérdida de su Madera. Había, sí, algo más. En vez de apartarse, le vieron llegar hasta Larreko y arrebatarle la azada de las manos y luego tomar la palay arrojar ambas lejos por el aire.
—Has de hacerlo únicamente con los bueyes —dijo, sentenció.
—¿Acaso no ves lo enterrada que está la carraca? Ningún buey la podrá mover si antes alguien no libra de tierra al menos…
—No pases al otro asunto —dijo Etxe—. Son dos asuntos. Engancha tus bueyes a la Madera y llévatela, si puedes.
Todos los presentes, incluso Larreko, intuyeron que tenían que saber ya cuál era el fondo del pensamiento de Etxe, y que si no lo sabían era porque necesitaban un poco más de tiempo para ir haciéndose a la inesperada situación que él acababa de imponer. Ello no impidió que los más impacientes cruzaran las primeras apuestas.
—No bastan los bueyes para sacar esto de aquí y tú lo sabes —dijo Larreko.
Un fulgor verde soleó las chispitas de los ojos de Etxe.
—Son dos asuntos —dijo, repitió—. Tus bueyes son los únicos en todo Getxo capaces de sacar la Madera. Pero en Getxo todo el mundo tiene palas y azadas. Yo mismo las tengo. No tengo bueyes como los tuyos, pero sí palay azada.
Larreko pidió un cubo de agua y lo volcó sobre su propia cabeza. Su mirada emergió, confusa, por entre las matas chorreantes de sus cabellos. Empezó a moverse como un autómata mal engrasado: colocó a sus bueyes de culo a la Madera y, una vez más, trabó las cadenas a los hierros; tomó el acullu y quinó a las bestias con una saña que no se reflejaba en su rostro y las obligó a realizar una exhibición de poder en el que él ya no creía, así como tampoco la pequeña muchedumbre que asistía, compasiva, a la desesperada representación, ejecutada, eso sí, con un absoluto respeto a las formas por parte de todos: para que nada faltara, sonaron incluso algunas apuestas. El rostro de Larreko ni siquiera se alteró cuando aquella Masa enorme, maciza y prismática engulló, por segunda vez, los titánicos escalofríos que le transmitían las cadenas, a punto de quebrarse. Al cabo de muchos intentos —a la leyenda pasó, al menos, un número idéntico para cada una de las dos representaciones: cuarenta y ocho—, Larreko destrabó a sus bueyes, se alejó en busca de la azada arrojada por Etxe, y finalmente se situó ante la cara frontal del Catafalco, volvió a escupir saliva en las palmas de sus manos, las restregó una contra otra, recuperó el mango de la azada y la levantó, y la pequeña muchedumbre acertó a simular un asombro tan falso como el que simuló Larreko cuando Etxe repitió su pregunta: «¿Qué haces?», y Larreko, con la azada en alto, perdió la última y desesperada esperanza de que aquella primera pregunta de Etxe no hubiera sido más que una pesadilla; la misma acción quedó frenada por segunda vez y en el mismo punto, y los presentes recuperaron la respiración.
Al aflojarse la tensión en la Campa del Roble, los estómagos sintieron que se había rebasado la hora de la comida, y este apremio puso una tregua en la apasionante jornada. Se encendieron fuegos de asar y, de nuevo, el Catafalco volvió a hacer de mesa, y al final hubo un extraño cuidado por parte de todos de limpiar sus superficies de grasa, peladuras y txakolí. Los únicos que no participaron de la fiesta general, que no comieron ni bebieron, fueron Etxe y Larreko: Etxe, sentado en el suelo, la espalda contra la Gran Madera, ajeno a los ruidosos grupos que masticaban, eructaban y debatían sobre el tema, casi aplastándole; y Larreko, recorriendo con crispación la Campa del Roble para localizar al más anciano de cada estirpe Fundadora y preguntarle si algún patriarca, en algún tiempo viejo, incluso un tiempo con criaturas peludas, había tenido la buena ocurrencia de meter en las leyes no escritas de los vascos aunque no fuera más que una mera referencia gutural dando siempre la razón a los dueños de los bueyes. Pero ninguno de los Fundadores presentes, por más que echara la memoria atrás, tropezó con un solo precedente de un objeto sacado de la playa por unos bueyes y que, al cabo de tres o cuatro años, aún no hubiera llegado a la casa del dueño de esos bueyes, sino que se encontraba atascado a medio camino y con un tipo parecido a Etxe diciendo que el objeto le pertenecía no sólo porque hacía tres o cuatro años lo había encontrado en la playa, sino también porque sólo él tenía derecho a manejar una azada para quitar del paso unos miserables puñados de tierra. «En algún rincón de nuestras leyes tiene que haber que lo de ahora no ocurre por primera vez, y que los bueyes…, ¡maldita sea!…, los bueyes, los bueyes…», gemía Larreko con voz destrozada, agarrando por las pieles a los centenarios Fundadores e incluso zarandeándoles.
La pequeña muchedumbre sintió un placer renovado al reintegrarse a sus puestos en la Campa-Tribuna del Roble. Esta vez la carga de sólidos y líquidos estibada en sus estómagos obligó a todos a sentarse en el suelo para facilitar la digestión. El txakolí desató las lenguas: sobreponiéndose al desconcierto llevado por los insólitos planteamientos de Etxe, la pequeña muchedumbre se puso a emitir criterios, versiones, contracriterios y contraversiones, pues nunca se había sumergido en una confrontación con tal riqueza de matices, de modo que las apuestas dejaron de tener las dos únicas opciones tradicionales de ganador y perdedor, y la novedad —sumada al txakolí— precipitó un delirio de apuestas.
Y, en el centro del coso humano, el Catafalco: tremendo, mudo, inexplicable, alterando con su protagonismo creciente los hábitos de la comunidad e incluso denunciando deficiencias en sus viejas y eternas leyes; pero, con todo, atractivo y cada vez más entrañable, no sólo debido a un obligado agradecimiento por tanta ocasión de apostar como les proporcionaba, sino, en especial, por contagio del propio Etxe, al que veían tan próximo y enamorado de la Madera, tan metido en ella, que hasta los más pudorosos habían empezado a comentar que parecía su hembra, y un escándalo así sólo se había cometido, hasta entonces, con vacas, cabras, burras e incluso gallinas, nunca con cosas, y menos tan duras y sin agujeros como aquel Catafalco, lo que hablaba bien a las claras de su condición prodigiosa, pues ¿acaso no tenía a todo el pueblo encandilado a su alrededor haciéndole creer que era, simplemente, por apostar por Etxe o por Larreko?
A tanta emoción se sumó, sí, el desenfreno de las lenguas desatadas por el txakolí, y la rica gama de variantes con que la pequeña muchedumbre multiplicó la primitiva, solitaria y vulgar apuesta Etxe-Catafalco-Larreko se tuvo por una maravilla más de la Madera. La exposición de las razones de cada apuesta llegó a hechizar más que la propia apuesta, y así unas razones se enfrentaron a otras y acabaron por monopolizar los envites. Ya no bastaba con jugarse por Etxe un saco de mijo, una vaca o todo un caserío, ni otro tanto por Larreko, pues tal simpleza pertenecía a una fase ya superada: la de la playa. Ahora, en tela de apuestas, la Madera había estrenado algo, obligando a todos a estrujarse sus molleras para descifrar el intríngulis que encerraba aquella Cosa estancada, desde hacía tres o cuatro años, en la Campa del Roble: ¿a quién pertenecía realmente en aquellos momentos?; ¿pertenecía realmente a alguien? Si, en un principio, fue de Etxe por haberla visto el primero en la playa, ¿quién la había visto ahora el primero en la Campa del Roble?, pues ¿no acababa de demostrar Etxe que lo ocurrido en la playa era agua pasada, que el asunto tenía que arrancar de la Campa del Roble?; y si podía pensarse que la Cosa pertenecía a Etxe (no precisamente por haberla visto el primero en la Campa del Roble, sino por haberla visto más tiempo, aquellos tres o cuatro años sin separarse de ella), continuaría perteneciéndole mientras alguien no apareciera con sus bueyes para llevársela, pero ocurrió que ese alguien no había podido sacar la Cosa del sitio, por haberse ido hundiendo, durante esos tres o cuatro años, en una tierra reblandecida por las lluvias, y ahora venía lo nunca visto en cuestiones de cosas encontradas en la playa: las leyes tenían presente a bueyes o, al menos, mulos o burros, pero no a palas y azadas, y lo que ese alguien pretendía usar eran palas y azadas, creando así un galimatías del que chorreaban no una sino un sinfín de opciones, es decir, de apuestas. Aunque los había que no lograban zafarse de la fascinación de los bueyes y apostaban por unas determinadas pala y azada —las de Larreko—, que eran casi una misma cosa con los bueyes, una prolongación de ellos; si bien el grueso de la pequeña muchedumbre quedó demasiado impresionada por los nunca oídos criterios de Etxe como para no apoyarle con apuestas inspiradas en cualquiera de las mil razones que se fueron elaborando, o en razones que, en sí mismas, pasaron a ser base de apuestas, y en las que la palay la azada desbancaron asombrosamente a los bueyes. La primera apuesta de esta etapa de debates —etapa que se prolongaría durante siglos— hubo de ser una apuesta ingenua, aunque irremediable, a fin de poner aquello en marcha de algún modo: «Apuesto un corte de yerba por la palay la azada de Etxe», dijo una voz, y al punto comprendieron todos que era una apuesta tan candorosa que casi no era apuesta, pues ¿qué ganaba Etxe con desenterrar la Madera con su palay azada si luego carecía de bueyes?, ¿no sería como trabajar para Larreko?, es decir, ¿no sería como exclamar: «Apuesto un corte de yerba por la palay la azada de cualquiera de los dos», en otras palabras, apostar por Larreko? La pequeña muchedumbre comprendió que, en adelante, debería lanzar sus envites con pies de plomo; con todo, se insistió en la pala y la azada de Etxe, intuyendo que ellas encerraban el gran triunfo de Etxe, la gran apuesta final, la gran baza del atormentado y pequeño Tempranero, baza que consistía, curiosamente, en la paralización de todas las bazas y apuestas, en el enraizamiento, por los siglos de los siglos, de la Cosa, la Pieza, el Catafalco, la Madera en el sitio que entonces ocupaba. Pero la pequeña muchedumbre tardaría dos o tres siglos en llegar a este descubrimiento, o, simplemente, jugó a prolongar un debate que le proporcionaba la excusa para reunirse a diario alrededor de lo que acabaría siendo más que una simple Madera para calentarse en invierno: Mostrador, Altar, Púlpito y Confesonario, Tabernáculo e, incluso, Útero Comunitario, cuando a uno de la estirpe de Ermo se le ocurrió pasar al otro lado de la Gran Masa (sólo eso: un mínimo desplazamiento) a fin de situarla entre él y el grupo de futuros clientes y poder servir con más comodidad el txakolí que un pariente le acababa de traer de su propio caserío en un pesado pellejo, y cobrarlo. Cobrarlo. Cobrarlo: es decir, terminar con la generosa tradición de las invitaciones a amigos, visitantes y viajeros —invitaciones que no daban ningún derecho—, y estrenar el «pago, pero quiero de ti algo más que el cuenco lleno», de modo que aquello pudo ser o, al menos, llegaría a ser, Mostrador, Altar, Pulpito y Confesonario, Tabernáculo e, incluso, Útero Comunitario gracias a las favorables cualidades personales de Ermo y de quienes de su misma estirpe le sucederían: tipos más bien callados y graves, aunque no inabordables, sino todo lo contrario: atentos, incluso solícitos, no necesitando de sonrisas para crear alrededor del Mostrador la atmósfera acogedora que buscaban y en la que se sumergían los clientes que se acercaban con la excusa de tomar un trago; escanciadores de txakolí —y luego de vino, y más tarde de cerveza o coñac o anís o aguardiente— que prometían y entregaban mucho más que el simple contenido de cuencos y, luego, vasos o copas: compañía, comprensión, refugio, saco de lágrimas, y ello sin adoptar una actitud ostensiblemente amparadora, sin siquiera sonreír ni menos aún llamar o embaucar con voces o gestos de misionero a los collados con soledad de corazón; más que una expresión prometedora y razonablemente paciente, unas orejas, unos oídos dispuestos —o, al menos, resignados— a escuchar confidencias y lamentos: confesores, adelantados del psicoanálisis de diván; y todo sin proponérselo, sin caer en la utilización vergonzosa de esos reclamos para vender más txakolí o vino o cerveza o coñac o anís o aguardiente, sólo exhibiendo el bulto acogedor de sus cuerpos detrás del Mostrador, sin presunciones, conscientes de ser puras y simples creaciones de los propios bebedores que les miraban, con ojos cargados y suplicantes, por encima de sus cuencos —y después vasos o copas—, hechos a la medida de sus deseos y aceptando, sencillamente, su papel.
Las apuestas, pues; las meras razones convertidas en apuestas; los juegos combinatorios alrededor no sólo de la palay la azada de Etxe, sino de la pala y la azada de Larreko, en unos interminables tanteos por alcanzar la profunda verdad escondida en la enigmática Cosa —que, quizá, ni siquiera fuera de madera— y descubrir una nueva e imprescindible ley que incorporar a las leyes no escritas de los vascos. No se trataba, pues, de retar con un superado «Apuesto por la palay la azada de Etxe» o «de Larreko», sino de apostar «por qué», por las razones por las que se apostaba por esto o por aquello: «Como nuestro territorio está lleno de palas y de azadas, si hay que usar un juego de ellas para desenterrar la Madera, que sea el de Etxe, y así Etxe podrá prohibir a Larreko que meta su pala y su azada», o «Lo de la palay la azada es un engaño de Etxe, ya que lo único que importa es preparar el camino a los bueyes de Larreko, los únicos capaces de arrastrar la Madera y ganarla para su dueño»; no dejaron, pues, de ser tenidos en cuenta los bueyes, aunque, en general, la pequeña muchedumbre revoloteó sobre la palay la azada, o sólo centrándose en una de ellas: «La pala de Etxe, sola, es más que la pala y la azada de Larreko juntas, y también la azada de Etxe lo es, porque cada una de ellas por su lado puede hacer el trabajo que a la pala y a la azada de Larreko les está prohibido, pues mientras Larreko necesite de su palay de su azada para sacar la Madera, la Madera no dejará de pertenecer a la pala o a la azada de Etxe, a una de ellas, a cualquiera, de modo que yo apuesto por la azada de Etxe»; los hubo que, con este mismo criterio, en vez de por la azada, apostaron por la pala, alegando que, cuando fuera usada junto a la Madera, ofrecería menos peligro para ésta que la azada, con sus violentos movimientos arriba y abajo. Otra variante que contó con adeptos fue la que pasaría a la leyenda con el nombre de «Compromiso de la Campa del Roble», fórmula que tardó muchos años en empezar a emerger tímidamente, propuesta y defendida por los más pusilánimes, o acaso los más impacientes, a la vista del encallamiento de aquel asunto: se trataba de dar la razón a los dos litigantes y de no dársela a ninguno, es decir, proceder al reparto de la presa; fueron unos votos dirigidos a valorar, en el mismo grado, tanto los méritos de Etxe como los de Larreko, alegando que, el primero, ni siquiera con su derecho sobre la Madera ni disponiendo de una palay de una azada tan eficaces al menos como las de Larreko, lograría jamás llevársela a su casa, y, en cambio, el segundo sí que lo podría conseguir no obstante carecer, en principio, de derechos sobre la Madera y de tener una azada y una pala no mejores que las de Etxe, porque allí estaban sus bueyes para neutralizar el derecho del otro sobre la Madera, así que se producía un empate y lo más justo era partirla en dos; fue una opción que se mantuvo en minoría a lo largo de esos dos o tres siglos, al no admitir la mayoría de la pequeña muchedumbre la profanación del Mostrador, Altar, Púlpito y Confesonario, Tabernáculo e, incluso, Útero Comunitario, es decir, no concebir ya sus vidas desprovistas de aquellas tertulias en la Campa del Roble, o, al menos, no poder imaginarse la Campa del Roble vacía de aquel Catafalco irrenunciable.
De modo que la piña de ancianos de las 47 estirpes Fundadoras (sólo faltaba el rebelde Baskardo para completar el irreductible número de 48) se puso a ahondar en lo mismo que los apostantes de la pequeña muchedumbre, en busca de la misma respuesta, pero, antes de que desapareciera aquella primera generación, los hallazgos de los segundos habían superado ampliamente a los de los primeros, paralizados los ancianos por la responsabilidad de alterar en algo aquellas leyes que permanecían petrificadas desde el Principio.
Cortando por lo sano, la pequeña muchedumbre fue poniendo sobre el tapete, una a una, todas las nuevas opciones, y, según se iban formulando, se precipitaban sobre ellas las apuestas. Fue el pleito más largo de que se tendría noticia en Getxo: llegaría a durar no menos de tres siglos, y ello ni siquiera para desembocar en una absoluta opción ganadora, es decir, unos apostantes ganadores, es decir, una ley —para los 47 Fundadores— actualizada en materia de Cosas Encontradas en la Playa. En realidad, el asunto rebasó ese tiempo de los tres siglos, nunca llegó a cerrarse totalmente; pudo parecer que sí al término de aquella primera generación; pero en el mismo momento en que los falsos ganadores reclamaban lo suyo, los falsos perdedores recibían nueva inspiración y esgrimían nuevos razonamientos y matices, nuevas opciones. La experiencia fue demostrando a la pequeña muchedumbre que el pleito nunca corrió realmente peligro de solucionarse.
Las mujeres acusaron a los hombres de dilatar artificialmente aquello que les proporcionaba un pretexto para reunirse en cháchara al término de cada jornada, y, de hecho, de entre las diversas interpretaciones con que aquel dilema descomunal pasaría a la leyenda hubo una que, recogiendo el sentir de las celosas matriarcas, dejó bien en su punto que los hombres no sólo se sentían felices junto a la Madera, sino que se daban casos de enfermos e incluso de moribundos que pedían ser llevados a la Campa del Roble y, en cuanto Ermo les servía el primer trago, se curaban.
Porque fue aquel miembro de la estirpe de los Ermo quien, pasando al otro lado de la Madera y poniéndose a servir txakolí y a cobrarlo en especie, encontró no sólo una utilidad al Catafalco, sino una legitimación visible a las tertulias en la Campa del Roble. Ocurrió al término de aquella primera generación, después de los primeros veinticinco o treinta años de animosos enfrentamientos entre los partidarios de Etxe o de Larreko; y ocurrió sencillamente: hizo tanto calor y tanto se danzó durante una fiesta del Plenilunio que se acabó la bebida entregada generosamente por unos y por otros; los llegados de más lejos miraron a los que vivían en las cercanías, esperando trajeran de sus caseríos más líquido para continuar refrescando la fiesta; pero nadie se movió, nadie quiso o pudo seguir invitando a txakolí, y entonces una figura se movió en medio de la zambra paralizada, se dirigió al Catafalco, trepó a él y anunció con expresión martirizada: «Os traeré el último txakolí que me queda en casa de la última cosecha»; y lo trajo; primero, un pellejo, y luego, ayudado por su familia, nueve más de a treinta azumbres cada uno; los depositaron sobre el Catafalco y Ermo empezó a llenar cuencos, que iba colocando en fila; la gente se acercó, por un lado, sedienta y, por otro, conmovida por las lágrimas que resbalaban por las mejillas de aquel buen vecino; se produjeron tales apreturas que Ermo, para poder seguir llenando cuencos sencillamente pasó, saltó por encima del Catafalco al otro lado, poniéndolo como barrera entre él y la pequeña muchedumbre alborotada. Ocurrió con oscura sencillez: parece que ninguno de los presentes palpó la trascendencia de aquel desplazamiento de Ermo por encima de la Cosa; al menos la leyenda no registró, en su preciso momento, el nacimiento de la nueva era, sino que transcurrió algún tiempo —quizá tres o cuatro generaciones— hasta que el propio Ermo la certificó al levantar muros alrededor del Catafalco; aunque los honestos cronistas orales nunca desvirtuaron la auténtica cronología y, a riesgo de pecar de cegatos, con el retraso de esas dos o tres generaciones incorporaron a la leyenda la profunda interpretación del Mostrador, Altar, Pulpito y Confesonario, Tabernáculo e, incluso, Útero Comunitario que Ermo puso en marcha al pasar al otro lado de la Cosa y estrenar el tiempo de los venteros, taberneros, barmans o cualquiera de esos irreemplazables sacerdotes del alcohol, tan aborrecidos por las celosas matriarcas de todos los tiempos.
Y sí que dispusieron los cronistas orales —y toda la pequeña muchedumbre en general— de señales para haber conocido, desde el primer instante, que Ermo acababa de inaugurar una era, pues todo empezó a ocurrir de modo diferente: a pesar de que se encontraba en plena orgía de Plenilunio, la pequeña muchedumbre guardó un silencio reverencial cuando Ermo efectuó su histórico salto, y, sobre todo, mientras procedió a llenar los cuencos enfilados, pues los contaron y, por pura fatalidad ancestral, resultaron ser 48 y cuando Ermo llamó a los aitxitxes para que dieran el primer trago, a todos les pareció natural y les abrieron camino; y cuando el más anciano de cada estirpe se situó ante el Catafalco y ante su cuenco, y lo tomó con ambas manos, lo elevó hasta sus labios, lo vació corajudamente hasta la última gota y lanzó un eructo atronador, entonces la pequeña muchedumbre descubrió que quedaba un cuenco lleno y sin tocar, el que hacía el número 48, y todos se acordaron de Baskardo. Surgió una discusión acerca de si procedía o no llevarle el cuenco a su vivienda, e incluso se aprovechó la coyuntura para cruzar nuevas apuestas: ganaron los que apostaron por el sí y allá se fue un grupo de aitxitxes al caserío Sugarkea a ofrecer al rebelde el txakolí de la nueva era. Lo encontraron celebrando, también, el Plenilunio, pero de una manera tan primitiva que ni los más ancianos recordaron que los vascos de otros tiempos lo hacían danzando, en pelota, de rama en rama, como los primates; la comitiva se detuvo en la frontera de las tierras del Baskardo y el aitxitxe más anciano levantó el cuenco sobre su cabeza y pronunció: «Ya hemos bebido cuarenta y siete de los cuarenta y ocho; sólo faltas tú»; Baskardo quebró el cuenco de una infalible pedrada, y estando chorreando el txakolí sobre la cabeza del aitxitxe les llegó el vozarrón procedente de la misma rama de la que saliera la piedra: «¡Madarikatuok! ¡Madarikatuok! ¡Madarikatuok!».
Existieron, pues, señales de que algo serio estaba metiéndose en la historia de los vascos, pero hubieron de transcurrir esas dos o tres generaciones antes de que se alojara en la conciencia de la comunidad; la única exculpación de la ceguera colectiva quizá fuera la imposibilidad de que la pequeña muchedumbre penetrara la profundidad de lo que ella misma estaba originando.
Otra señal desaprovechada fue la insólita actitud de Ermo de cobrar su txakolí y de la pequeña muchedumbre de pagarlo; nunca había sucedido nada semejante; sin embargo, para muchos, Ermo no impuso nada, no exigió ningún precio, sino que fue el grupo de sedientos el que se empeñó en abonarle aquella bebida que pareció se la arrancaban de las mismas entrañas; circularon algunas apuestas —más bien secretas— sobre la malicia o no de Ermo al mostrar aquel rostro dolorido y lagrimoso, pero no hubo ni ganadores ni perdedores, pues el episodio se incorporó definitivamente a la leyenda sin haberse aclarado la duda.
El que estos y otros avisos se desestimaran no significa que la pequeña muchedumbre no sintiera, en lo más hondo de su médula, el chispazo de un principio de revelación, el inaprensible presentimiento de que algo muy profundo y deseable estaba surgiendo bajo sus pies; de hecho, quedó puntualmente registrado en la leyenda el nombre del primero que solicitó los buenos servicios del Ermo supuestamente transfigurado (lo que advierte de la instantaneidad con que fue elevado el ventero-tabernero-barman al rango de sacerdote): Etxe, el solitario Tempranero, el viudo sin familia, quien llevaba los veinticinco años precedentes sin apenas separarse de la Madera, viviendo bajo la techumbre de hojarasca adosada a ella, vigilando que no se la arrebataran ni Larreko ni quienes apostaban por él, confiando no ya en que la aún inexistente —pero irremediable— ley de los vascos en materia de Cosas Encontradas en la Playa y Posteriormente Atascadas a Medio Camino le otorgara la posesión de la Madera, sino en que el asunto se quedara donde estaba, es decir, la Madera se quedara donde estaba, es decir, no se la llevara Larreko a su casa: una pretensión inconcebiblemente humilde, por no decir desesperante, habida cuenta del zurriburri que había armado; sin embargo, no se trataba de falta de ambición, sino de exceso de realismo: sin bueyes, Etxe no podía soñar con poseer nunca la Madera en su casa; incluso algunos llegaron a sostener que supo, desde un principio, que Ermo daría el histórico salto sobre la Madera y luego serviría txakolí y lo cobraría y finalmente quedaría convertido en algo así como la materialización del espíritu protector que siempre creyó vivía en la Madera. Esta supuesta meta alcanzada por Etxe no se entendió como una victoria suya y, en consecuencia, ningún apostante a su favor pretendió haber ganado.
Así, pues, el primero en requerir los buenos oficios del ventero-tabernero-barman, no el primero en advertir la transfiguración de Ermo —que nunca existió realmente—, sino en creer en ella fue Etxe, que acaso esperaba de la Madera alguna correspondencia al cabo de tanta veneración; y fue en el acto de pagar su cuenco de txakolí cuando descubrió —como muy pronto lo descubriría también la pequeña muchedumbre— que, pagando, adquiría algo más que el txakolí. Se hallaba Ermo llenando un cuenco tras otro cuando emergió Etxe de debajo de su techumbre y le descubrió al otro lado del Mostrador; esperó su turno, sin dejar un solo instante de observar la grave y emotiva solicitud de Ermo para con todos; ellos le hablaban y él respondía; todos se quedaban pegados al Mostrador más tiempo del preciso para apurar el cuenco; tomaban el txakolí a sorbitos cortos, retrasando la despedida; al menos, retrasándola hasta que Ermo encontraba la ocasión de acercarse para privilegiarles con la escasa media docena de palabras que les ponía sonrientes. Y, de pronto, Etxe sacó de su bolsa dos puñados de castañas, las depositó sobre el Mostrador y, sin dejar de tocarlas, más bien suspiró:
—Tengo frío.
Los más próximos a él contarían que no dio la impresión de estar enfermo; por otro lado, era agosto y hacía calor.
—Vamos, caliéntate con esto —le dijo Ermo, llenándole un cuenco.
Retiró Etxe las manos de sus castañas y, con ambas, tomó el cuenco, que elevó lentamente a sus labios y bebió. Ermo estaba frente a él. Se miraron, pero sólo un instante, pues al punto Ermo se apoderaba de las castañas y las introducía en un gran saco, casi lleno de los demás cobros en especie.
—¿Quién eres? —preguntó Etxe.
Ni siquiera entonces sonrió Ermo. Se rascó la cabeza, como era su costumbre siempre que tenía algo en que pensar, y dijo:
—Ermo.
—No, no eres Ermo —murmuró Etxe—. Crees que lo eres, pero no.
—Bueno, pues no soy Ermo —dijo Ermo—. Lo importante es que se te quite el frío.
—Eres la voz de una mujer —dijo Etxe, acariciando suavemente la Madera. En esto, insistieron mucho los testigos: acariciando suavemente la Madera.
Los más próximos a él contarían que sus ojos se habían humedecido, y se miraron entre ellos, temiendo hubiera perdido la razón; y entonces recordaron el excesivo número de años que llevaba sin hablar con nadie, quizá desde el comienzo de todo aquello en la playa; pero, no, desde mucho antes, desde siempre, pues él era así: un solitario, que vivía solo y todo lo hacía solo, como recorrer el primero la playa cada madrugada; un maldito solitario a quien el temor a perder la Madera le había vuelto loco.
—Ya no me duele aquí —dijo Etxe, señalándose el vientre.
—Ah —dijo Ermo, sin mirarle.
Había muchos cuencos vacíos a todo lo largo del Mostrador y Ermo volaba con su pellejo de txakolí a todas partes, de modo que Etxe sólo podía hablar con él cuando pasaba por delante.
—Nunca se lo había dicho a nadie —dijo Etxe.
—Ah —dijo Ermo, sin abandonar su trajín.
—Creo que tu txakolí me ha sentado bien —dijo Etxe—. No había dejado de dolerme desde que ella se me murió.
Se imaginaron los que le oyeron que se refería a su mujer.
—Ah —dijo Ermo.
—Ella, ya sabes —dijo Etxe.
—Ah —dijo Ermo.
—Creo que voy a beber más —dijo Etxe—. Lléname otro.
Viendo que se disponía a depositar nuevas castañas en el Mostrador, Ermo le dijo:
—Ya está bien por hoy.
Los más próximos a Etxe contarían que Ermo había cargado ya su saco con demasiadas castañas, que robaban espacio a otros pagos más sustanciosos, tales como liebres, fresas y trozos de ciervo o jabalí. Se asombraron del inmediato conformismo de Etxe: «Bueno», dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Por qué no te acuestas? —le propuso Ermo.
Por detrás empujaba gente que aún no había podido acercarse al Mostrador, y Etxe estorbaba.
—¿Crees que me conviene acostarme? —dijo Etxe.
—¿Eh?… ¡Ah, sí, seguro! —exclamó Ermo—. Es el mejor momento para hacerlo y no debes desaprovecharlo.
A Etxe se le humedecieron aún más los ojos. Excepto para defender su Madera contra Larreko, nunca se le habían oído tantas palabras seguidas. Indiferente al bullicio que estremecía la Campa del Roble, desapareció bajo su cobertizo y se durmió con una sonrisa tonta.
El nacimiento, pues, de la figura ventero-tabernero-barman-sacerdote, y del modelo de Mostrador-Altar para el futuro: la superficie mágica donde depositar, primero, las lágrimas y los cuencos para el txakolí, y más tarde, las lágrimas y los vasos o copas para el vino, la cerveza, el coñac, el anís o el aguardiente, pasando de una bebida a otra, de un tiempo a otro, incluso de unas lágrimas a otras, con la armónica acomodación de los fenómenos sencillamente eternos. En la leyenda quedaría también el asombro de los más perspicaces —de entonces y de después—, que nunca pudieron explicarse por qué en ninguno de los milenios precedentes surgió en la comunidad vasca de Getxo un Ermo que saltase al otro lado de cualquier trasto capaz de aguantar encima un cuenco, un vaso, una copa o una lágrima, y se pusiera a servir y a cobrar aquellos elixires que obraban como leche de teta en cuantos se acercaban a él; que nunca pudieron explicarse cómo la pequeña muchedumbre pudo sobrevivir tantos milenios huérfana de un tipo como Ermo esperándoles tras un Mostrador, Altar, Pulpito y Confesonario, Tabernáculo e, incluso, Útero comunitario. Realmente, nunca se lo explicaron.
No aclara la leyenda si el Mostrador-Altar inaugurado por Ermo fue la coartada que utilizó la pequeña muchedumbre para proseguir en la Campa del Roble con la apasionante cuestión de a quién pertenecía la Madera, si a Etxe o a Larreko, y entregarse al vértigo de las apuestas; o si estas apuestas, Etxe, Larreko y la Madera constituyeron la coartada para frecuentar el Mostrador-Altar. Durante algún tiempo, la comunidad de Getxo vivió en la buena conciencia de que el culto a las apuestas —que habían de entenderse como expresión del intento de hacer justicia a Etxe o a Larreko— había primado sobre el enigmático sentido profundo que precipitó la conversión de la Madera en Mostrador-Altar, creyéndose incluso que el noble propósito de hacerse con una ley que sentenciara en materia de Cosas Encontradas en la Playa y Posteriormente Atascadas a Medio Camino pertenecía al mismo esfuerzo. Pero las matriarcas se apresuraron a imponer, y para siempre, un criterio distinto: puestas en jarras, juraron que sus hombres las engañaban, que por qué, en cuanto ellas se daban la vuelta, ellos perdían el culo para pedirle de beber a Ermo y, acodados sobre la Madera, gastaban un tiempo precioso que hacía falta para los trabajos en el caserío, y discutiendo sinsumbaquerías.
Sea como fuere, la comunidad de Getxo entró en la segunda generación de la Madera con el enfrentamiento Etxe-Larreko sin resolver y recrudecido. Al término de esta segunda generación, Ermo revalidó su Mostrador resguardándolo de las lluvias bajo un cobertizo de ramaje sustentado en cuatro palos verticales; falleció en la tercera generación, y fue reemplazado por otro Ermo, de quien lo mejor que pudo decirse fue que la pequeña muchedumbre no advirtió el cambio. Del mismo modo, cuando desaparecieron Etxe y Larreko, descendientes suyos vinieron a continuar el enfrentamiento por la posesión de la Madera. Los apostantes por uno y por otro heredaban, igualmente, los envites hechos por sus padres y abuelos, siempre a la espera de que los aitxitxes se decidieran de una vez a meter en las viejas leyes no escritas de los vascos una ley nueva que resolviese el nuevo problema en materia de Cosas Encontradas en la Playa y Posteriormente Atascadas a Medio Camino. Y todo ello sin dejar de bullir la gente ante el Mostrador, debatiendo, lanzando nuevas apuestas o ratificándose en las antiguas, pues las sucesivas generaciones reproducían el modelo inicial, sus circunstancias y características: los Larreko, manteniendo la supremacía de sus bueyes sobre los de los demás; los Etxe, persistentemente solitarios, huérfanos o viudos, viniendo al mundo con la misma enfermiza adoración por la Madera que su antecesor, y la pequeña muchedumbre cuidando, celosamente, de que todo esto siguiera inmutable en la Campa del Roble.
En los plenilunios, los corderos y cerdos y jabalíes y osos y ciervos se sacrificaban ahora sobre el Mostrador, con permiso de Ermo, y durante los dos o tres días siguientes los bebedores evitaban acodarse sobre él y tocarlo, por no profanar con sus cuerpos impuros el recuerdo de tan profundos sacrificios.
Finalizando la cuarta generación fue cuando ocurrió el episodio de Totakoxe, soltera y preñada, quien, para salvarse de ser arrojada por el acantilado por libertina, juró que veía a un ángel, con la carita de su futuro hijo, posado en una de las ramas del gran roble; el obispo de Iruña, llamado para esclarecer el posible milagro cristiano, se personó en aquella comunidad todavía pagana, y no sólo certificó que había un ángel en el roble, sino que señaló en el suelo el punto exacto en que debería ser levantada una ermita que conmemorase el acontecimiento. Dice la leyenda que los ojillos de Ermo brillaron con fulgor singular y estuvo rascándose la cabeza durante muchos días, y, de pronto, se puso a abrir una zanja alrededor del Mostrador para levantar muros.
La Venta, pues: todavía sólo una idea de Ermo, un proyecto, el nuevo impulso para eternizar e institucionalizar definitivamente el Mostrador: unas simples paredes de piedra y argamasa, con tejado de troncos a dos aguas, encerrando lo que ya no necesitaba de ninguna sacralización por parte de aquel clérigo de misa que surgió en Getxo y en la Campa del Roble no mucho después de la visita del obispo, aunque no antes de que Ermo comenzara a levantar sus muros, y en lo de que La Venta fue antes que la ermita la leyenda es muy rotunda.
Aquel segundo mensajero de la nueva religión venía a cumplir el encargo de su obispo de edificar una ermita que iniciara, en aquel Getxo pagano, los magníficos cultos cristianos. Venía, también, a recuperar para su Iglesia cierto objeto extraviado un siglo antes: el altar para la basílica de San Pedro de Roma. Portaba los documentos precisos y la versión justa para despojar a los hombres de Getxo de su Mostrador.
Era un tipo más bien carnoso y calvo, de unos cuarenta años, y en su mirada diminuta había esa fiebre roja de los elegidos para aplastar a las gentes con su verdad. Primero se detuvo ante el mimbre que clavó su obispo en el suelo —señalando el lugar donde habría de levantarse la ermita— y movió la cabeza aprobatoriamente; y, segundo, salvó los doce pasos que le separaban del Mostrador —teniendo que pasar por encima de la zanja que abrían Ermo y los suyos— y se puso a tocarlo, a girar a su alrededor, incluso a olerlo, y le oyeron susurrar: «¡Dios mío, no soy digno de tanto honor!». Repuesto de su emoción, dijo a Ermo y a su familia: «He llegado a tiempo para que no trabajéis en balde, hijos míos». Y añadió, con los ojos humedecidos y apoyando las manos, abiertas y temblorosas, en la meseta del Catafalco: «¿No lo sabéis? ¡Es el altar de San Pedro! ¡Este humilde siervo de Dios ha encontrado el altar de San Pedro!».
Hubo de sentarse sobre una piedra y ocultar su cara entre las manos. Para entonces, ya se habían acercado muchos curiosos, y todos advirtieron el estremecimiento de la espalda del forastero.
—¿Quién es san Pedro? —preguntó el Etxe de aquel tiempo—. Esta Madera no es de ese san Pedro sino mía.
—No profanes el primer altar de Cristo llamándole madera —dijo duramente el clérigo de misa.
Etxe, al igual que la comunidad de Getxo, tenía de Cristo una idea muy nebulosa; el último informe que ahora recibían de él era que les quería robar el Mostrador. Asegura la leyenda que sonaron cuernos de guerra y que Getxo formó un círculo armado alrededor de su tesoro. El clérigo de misa pensó que aquellos paganos le comprenderían si les contaba la historia desde el principio.
En el siglo II de la era cristiana, los vikingos, en una de sus correrías, robaron el altar de la tumba de san Pedro de Roma, cuya pista se perdió en sus territorios del norte. San Sotero, el Papa despojado, mantuvo en secreto el sacrilegio por no desmoralizar a la grey cristiana, sustituyó el altar original por una copia —fabricada precipitadamente— y envió viajeros a buscar el original. Diez siglos después, hasta los papas se habían olvidado de la expoliación y creían, como el resto de su Iglesia, que el altar sobre la tumba de san Pedro era el auténtico. En el siglo XII, el papa Urbano III tuvo noticia de un testamento vikingo por el que pasaba de padres a hijos un soberbio bloque de madera italiana, del que ningún vikingo había logrado sacar partido porque, según constaba en ese testamento, «la madera no se dejaba hacer». Cuando los emisarios de Urbano III encontraron el lugar exacto en aquellas tierras del norte, vieron una plaza de aldea y, en su centro, el inconfundible altar romano sirviendo de pedestal a una estatua, también de madera, representando a un hombre con una jarra en la mano y en ademán de cantar: el conjunto era un monumento al borracho. Les explicaron que el bloque «no se había dejado hacer otra cosa», sin que aclararan qué forma o carácter había tenido su rebelión. Los emisarios de Urbano III habían examinado meticulosamente la madera, localizando el inconfundible sello romano del tallador y demás características, pero la gran prueba de su autenticidad fue aquella decisión de la propia madera de no ser usada más que en alguna realización que recordara al vino: este hecho les conmovió profundamente al pensar en el vino del sacrificio de la misa. Por un precio ridículo —dado su valor para ellos—, los emisarios adquirieron el bloque al Ayuntamiento local, lo embalaron y embarcaron en un galeón, que jamás llegaría a las costas italianas; se supuso que naufragó en el temible Cantábrico, perdiéndose el altar, al parecer, definitivamente.
Fue el obispo de Iralu quien, al descubrir el extraño Catafalco en su visita a Getxo —cuando lo de Totakoxe—, sospechó la verdad, ató cabos, investigó y recogió datos y documentos. Ahora, el clérigo de misa podía presentarse a reclamar aquel primer altar de la Cristiandad. Mostraba dos documentos: uno, procedente de los archivos vaticanos, un pergamino prácticamente desmigado, dando testimonio completo de las características del altar, con dibujo y dimensiones incluidos; el otro era el recibo de compra, extendido por el Ayuntamiento de la aldea nórdica, que, por no haber viajado en el galeón, pudo llegar a Roma.
Al saber de la existencia del auténtico altar de San Pedro, el papa Urbano III, en su entusiasmo, proyectó levantar una nueva basílica, un marco digno de semejante joya, que ocuparía el lugar de la antigua, ya muy deteriorada y contra la que, de un momento a otro, iba a emprenderla la piqueta. Pero esta demolición no se produciría hasta tres siglos después, cuando el papa Nicolás V retomó la idea de Urbano III y llevó adelante lo que éste, finalmente, no se había atrevido, al entender que el naufragio del galeón y la pérdida del altar fueron una advertencia del cielo. De modo que fue Nicolás V quien pasaría a la historia como el impulsor de la actual basílica de San Pedro: le robó todo a Urbano III, excepto aquel altar, que corrientes paganas arrastraron hasta la pequeña playa de Arrigúnaga, y sobre el que los vascos de Getxo llevaban un siglo discutiendo si pertenecía a Etxe, por haberlo visto el primero, o a Larreko, por haberlo subido con sus bueyes.
Todo esto es lo que reveló aquel clérigo de misa en la Campa del Roble, mostrando los documentos. Concluido su relato, miró con aires de triunfo a los de Getxo.
—Habrá que arrastrar el altar hasta aquí, hasta el sitio de la ermita —dijo, casi ordenó, señalando el mimbre.
Los hombres de Getxo humillaron sus armas, no por derrota, sino al sentirse seguros, en el terreno que el propio forastero había elegido, del imposible desplazamiento del Mostrador. El clérigo de misa palpó, incluso, que la alarma de los paganos se había transformado en desprecio. Se llegó hasta el mimbre.
—Necesito una cuadrilla de braceros para mover el altar hasta aquí —añadió, señalando sus propios pies.
Los hombres de Getxo dejaron escapar sonrisas socarronas.
—¿Acaso dudáis todavía de que el altar sea de la Iglesia de Roma? —exclamó el clérigo de misa, agitando los pergaminos por encima de su cabeza.
Ermo carraspeó y los hombres de Getxo se abrieron para que le viera el forastero.
—El dueño del Mostrador puede ser Etxe o puede ser Larreko, todavía no lo sabemos bien —dijo Ermo, en pie sobre sus propios cimientos—, pero ningún otro.
Los hombres de Getxo movieron sus cabezotas con complacencia, agradeciéndole el que aún siguiera considerando a Etxe o a Larreko dueños del Mostrador, y no a él mismo, a pesar de los muros en que lo iba a meter. Era ésta una cuestión que les había empezado a preocupar desde que Ermo se pusiera a abrir sus zanjas.
—No sé quiénes son ese Etxe y ese Larreko, qué méritos han hecho para que… —exclamó el clérigo de misa, enrojeciéndosele un poco la cara.
—Etxe es el primero que lo vio en la playa y Larreko el que lo subió con sus bueyes —dijo Ermo, apaciblemente.
—¿Y qué puede eso contra estos documentos? —exclamó el clérigo de misa, más encendido, sin dejar de exhibir sus papelotes.
—Tenemos nuestras leyes —dijo Ermo—. Todo lo que llega a nuestra playa deja de tener dueño y hay que buscarle otro.
El clérigo de misa recurrió al tono de sus homilías más candentes:
—¿Cuándo, a lo largo de los siglos, se presentó alguien a reclamar lo que llegó a vuestra playa?
Los hombres de Getxo se miraron, reconociendo que ninguna de sus leyendas hablaba de alguien que viniera a pedir lo que la mar había arrojado a la playa de Arrigúnaga.
—Y ¿por qué? —añadió el clérigo de misa, aprovechando el incipiente desconcierto—. Pues porque en ninguno de los anteriores despojos había puesto Dios su mano. ¡Pero sí en éste! ¡No podía El abandonar su altar de San Pedro y me ha enviado a mí a reclamarlo! Es un asunto entre Dios y vosotros, y ¿le vais a negar algo a Dios?
La profunda alarma de los hombres de Getxo se materializó en la doliente exclamación de uno de ellos:
—¿Qué será de nuestras apuestas si nos quitas el Mostrador?
—¿Apuestas? —repitió el clérigo de misa.
—Desde nuestros padres, abuelos y más lejos, venimos arrastrando apuestas por Etxe o por Larreko. A no ser que a tu dios no le importe… —aquel hombre de Getxo recorrió las caras de la pequeña muchedumbre expectante, consultándolas—, a no ser —añadió, saboreando las palabras— que a tu dios no le importe unirse a Etxe y a Larreko a ver si alguien apuesta por él y contra los otros dos.
La posibilidad era demasiado fascinante para que los hombres de Getxo la descartaran; introducía un elemento nuevo al cabo del largo siglo de apuestas monótonas y tan archiconocidas que ahora de pronto casi les olieron mal. Rompió el fuego un gigantón de la estirpe Murua, a la que pertenecía Totakoxe, soltera:
—Apuesto mi prado de hierba por Dios.
Se distinguía el Murua por ser, casi, cristiano. El resto de los hombres de Getxo no se precipitó a otra vorágine de apuestas por hallarse aún en la frontera entre el paganismo y la nueva religión. No se trataba de un problema de conciencia, de creer o no en el nuevo dios, sino de sopesar las garantías que ofrecía el apostar por él. Aunque enseguida comprendieron que ambas cosas eran lo mismo. Los 47 de los 48 Fundadores se estremecieron: llevaban un siglo enfrentados a la urgencia de introducir, en sus leyes inamovibles, una nueva ley en materia de Cosas Encontradas en la Playa y Posteriormente Atascadas a Medio Camino, y ahora les ponían en el nuevo brete de determinar si la Iglesia de Roma, la que poseía en exclusiva a ese nuevo dios, era la verdadera dueña del altar; es decir, si el dios cristiano, el nuevo dios, tenía algún derecho sobre el Mostrador; o, dicho de otro modo, si era el verdadero dios, o, al menos, un dios mejor que el viejo, Urtzi.
Fue demasiado para aquellos 47 de los 48 Fundadores, muchos de más de ciento cincuenta años; cuenta la leyenda que murió allí mismo no menos de una docena de ellos, al no poder soportar el tremendo peso.
Sin embargo, la pequeña muchedumbre no acertaba a refrenar su entusiasmo. Las posturas adquirieron un redoblado calor con aquella tercera opción, la del nuevo dios, ¿A quién darían finalmente la razón los ancianos: a Etxe, a Larreko o al dios cristiano? Según la leyenda, era Etxe quien se mostraba el más tranquilo de los tres, pues Larreko no cesaba de preguntar al clérigo de misa si los bueyes de aquel dios eran superiores a los suyos y con qué los alimentaba; y a juzgar por la ostensible inquietud del clérigo de misa, su dios no parecía estar muy seguro de llevarse el Mostrador.
No tardó Ermo en seguir los pasos del medio cristiano Murua y apostó por el dios 50 ovejas y 20 pellejos de txakolí: y Jaunsolo, señor de Getxo, siguió los pasos de Ermo y apostó, también, por el dios, nada menos que su casatorre. Quedó en la leyenda que las apuestas de ambos sonaron tan simultáneas que parecieron la misma, e, igualmente, que parecieron obedecer a un oculto propósito común, pues se les había visto, poco antes, dialogar secretamente en un rincón. La pequeña muchedumbre quedó vivamente impresionada: hasta los más inseguros comprendieron que Jaunsolo y Ermo, aquellas dos cabezas privilegiadas, si apostaban por el nuevo dios era que confiaban en ganar, y sólo ganarían en el caso de que los 47 de los 48 ancianos sentenciaran que el Mostrador pertenecía al nuevo dios, y si el Mostrador pertenecía al nuevo dios es que éste era el dios verdadero.
Con todo, los bueyes seguían pesando lo suyo: incluso a quienes llevaban un siglo apostando por Etxe les sonaban entrañables las bravuconadas de Larreko: «¿Quién ha visto los bueyes de ese dios? ¿Acaso pueden ser mejores que los míos?». Porque resultaba muy tradicional que, al final de todo, estuvieran los bueyes; porque aquel dios no se encontraba en el mismo caso que Etxe, quien había conseguido empantanar el asunto del Mostrador sacando a colación la pala y la azada; en otras palabras: se las había arreglado para desplazar a los bueyes. Pero aquel dios no había mencionado ninguna pala o azada; al menos, no todavía; de modo que, con él, la última palabra la habían de decir los bueyes, pues si Etxe también había conseguido imponer el criterio de que, con respecto al Mostrador, la Campa del Roble y la playa eran lo mismo, el Mostrador pertenecería a quien lo sacase con sus bueyes de la Campa del Roble, y, teniendo en cuenta que sólo Etxe había nombrado la palay la azada, éstas no contaban en el duelo entre Larreko y el dios, era un duelo del que Etxe no formaba parte, un duelo con todo el aire de celebrarse en el principio de todo, es decir, un siglo antes y en la playa, con el Catafalco esperando a que unos bueyes lo rescataran de la arena. La pequeña muchedumbre conocía los bueyes de Larreko, pero ¿quién conocía los bueyes de ese dios? Esta incertidumbre ponía un regusto dulzón en las palabras.
La excitación por poder apostar por el dios hizo que la pequeña muchedumbre tardara los ciento sesenta y dos días que precedieron a la construcción de la ermita y los tres años que duraron sus obras en caer en la cuenta de que muy extraordinarios habían de ser los bueyes del dios para sacar el Mostrador de la Campa del Roble, cuando no lo habían conseguido los de Larreko. De repetirse el fracaso —pensaban—, Etxe volvería a estar en el candelero: el dios pediría una palay una azada para librar de tierra el frente del Mostrador, y entonces Etxe le replicaría que, si no bueyes, sí que tenía azada y pala, y todo regresaría a la situación de un siglo antes.
Aunque no, no sería exactamente la misma situación: ahora resultaban ser tres los litigantes, con la multiplicación consiguiente de combinaciones para apostar. Sangre nueva pareció circular por la vieja tertulia de la Campa del Roble, y los cuencos alineados sobre el Mostrador de Ermo vibraban con los gritos de unas apuestas tan insólitas como nunca se oyeron. Si antes no era preciso romperse mucho la cabeza para apostar por Etxe contra Larreko, o por Larreko contra Etxe, durante aquellos ciento sesenta y dos días pareció que no cambiaría la cosa, excepto en que ahora no sólo se disponía de la excitante oportunidad de apostar también por el dios, sino de hacerlo por uno contra dos, o dos contra uno, en vez del sempiterno uno contra uno de antes. Parece que fue al comienzo de la construcción de la ermita cuando el de Murua introdujo una variante en su primer envite: «¡Que sea por el dios y Larreko contra Etxe!», vociferó. La pequeña muchedumbre permaneció largo rato en suspenso, pensando, ¿Qué significaba aquello? Ya les había sorprendido el Murua apostando por el dios y metiéndole en el mismo saco con Etxe y con Larreko, y ahora le enyugaba con Larreko contra Etxe. ¿En tan poco tenía al dios que necesitaba a Larreko para que ganara? ¿Cómo se entendía esto en quien había sido el primero en apostar por ese dios, es decir, en aceptarlo para los vascos? Creyeron encontrar la respuesta a esta incógnita mientras buscaban la respuesta a la segunda incógnita: si en tanto tenía el Murua al dios, ¿por qué le humillaba juntándole con Larreko? Fue a estas alturas cuando vieron morir al segundo Fundador, reventado por la tremenda responsabilidad, y la pequeña muchedumbre acertó a relacionar los demoledores esfuerzos que realizaban sus ancianos por iluminar una nueva ley y otorgar una paternidad al Mostrador, con el confuso comportamiento del Murua, y observaron que, al deliberar sobre el dios, la piña de Fundadores se rompía los ojos examinando los pergaminos del clérigo de misa: no sabían leer, ninguno de los vascos de Getxo sabía leer, sentían un fastidio especial por los papeles escritos, podía decirse que los vascos y los papeles escritos eran incompatibles; así, pues —pensaron que pensó el Murua—, jamás los documentos aportados por el clérigo de misa inducirían a los Fundadores a entregar el Mostrador al dios, de manera que el ya medio cristiano Murua se veía obligado a utilizar a Etxe o a Larreko para aupar de algún modo a su protegido.
Los debates en la Campa del Roble recobraron su pasada vitalidad, rebajada en los últimos tiempos a una mecánica amodorrada. La pequeña muchedumbre, acodada sobre el Mostrador y vaciando cuenco tras cuenco, escuchaba, con mirada chispeante, las continuas lecturas que el clérigo de misa hacía de sus documentos, y, llegado su turno, le preguntaban si acaso su dios había visto el Catafalco en la playa antes que Etxe, o sus bueyes podían subirlo monte arriba, como lo hicieran los de Larreko; y, tras el acalorado enzarzamiento de rigor, se producían las apuestas; y como el Murua había estrenado el uno contra dos y el dos contra uno, los getxotarras apostaban por Etxe y Larreko, juntos, contra el dios, convencidos de ganar siempre, pues cabía dudar entre Etxe o Larreko, pero ¿cómo dudar cuando Etxe y Larreko formaban paquete contra el dios?
El clérigo de misa tardó esos ciento sesenta y dos días en comprender que serían las apuestas —y no las mejores razones y pruebas— las que decidirían el destino del altar de San Pedro, o del Mostrador, como lo llamaban aquellos paganos irreverentes. Llegó a esta conclusión al saber que los ancianos de aquella tribu de trogloditas llevaban un siglo sin fallar quién era el dueño del altar, si Etxe o Larreko, y lo atribuyó al equilibrio en las apuestas por uno y por otro, que hacía que los ancianos no se atrevieran a enemistarse con media tribu. «Sólo darán sentencia cuando las apuestas se inclinen masivamente por uno de los tres», pensaba el clérigo de misa. De modo que tomó en serio lo de las confesiones y ponía de penitencia el apostar por su dios.
Había introducido las confesiones cristianas el obispo de Iruña, cuando lo de Totakoxe: con el Mostrador de por medio, confesó al Murua y esperó. Hubo de emprender viaje sin confesar a nadie más. Dos meses después fue cuando irrumpió en Getxo el clérigo de misa con sus papeles, y enseguida se le acercó el de Murua a pedirle confesión, y cumplieron con el sacramento, también, con el Mostrador de por medio. Los hombres de Getxo contemplaron el acto sin concederle mayor importancia, pues ellos llevaban un siglo acodándose igualmente sobre el Mostrador para vaciar sus penas en las orejas de Ermo.
Y ocurrió que, en uno de aquellos días, Ermo no pudo acudir a la cita por hallarse con cólico. Viendo a los hombres apostados en el altar, mustios y silenciosos, el clérigo de misa se puso frente a ellos, obedeciendo a lo que después calificaría de inspiración divina. Uno y otros permanecieron, frente afrente, mirándose largo rato, y entonces el clérigo de misa recordó que llevaba encima una pequeña bota llena de txakolí, y la sacó de su faltriquera y llenó los cuencos que, desde hacía un siglo, nunca faltaban sobre el Mostrador; los hombres de Getxo bebieron gravemente, sin dejar de mirar al clérigo de misa, y de pronto uno llamado Esne le dijo señalándole el pecho:
—Me duele aquí.
—La mala conciencia —se apresuró a vaticinar el clérigo de misa, llenándole por segunda vez el cuenco.
—No sé lo que me pasa —añadió Esne.
—Ya te digo yo lo que te pasa —dijo el clérigo de misa—. Cuéntame, hijo mío, cuéntame. Suelta tu sapo.
Se arrancó Esne con un discurso a chorro lento, y si se paraba el clérigo de misa le pedía: «Adelante, hijo mío, adelante. Suelta todo el sapo», y más txakolí al cuenco. Al cabo, Esne se había vaciado y el de negro le absolvía.
Como Ermo no acababa de llegar, el resto del grupo se fue desahogando con el clérigo de misa, bien de uno en uno, de dos en dos, e incluso de doce en doce, es decir, a coro, hablando todos a la vez, y al clérigo de misa le resultaba muy difícil recoger lo de cada uno. Observó que la confesión era más profunda a medida que en su bota descendía el nivel del txakolí. Les dio la absolución en grupo.
Al día siguiente, ya con Ermo en el Mostrador, los hombres de Getxo volvieron a él. En un extremo, solo y encogido, el clérigo de misa rumiaba, añorante, su mezquina victoria de la víspera. Después, entre quiero y no quiero, fue resbalando a lo largo del Mostrador hacia la tentadora tertulia centrada en Ermo; tomó un cuenco y bebió, como todos, y al instante se sintió uno más del grupo estruendoso. Hasta entonces, siempre había defendido a su dios con palabra mesurada; a lo más, con sermones apasionados; pero el hacerlo a gritos y contra adversarios que gritaban más que él y se atrevían a enfrentar a simples hombres —a unos tales Etxe y Larreko— contra Dios, y, lo que era más increíble, a apostar por esos miserables mortales contra Dios, sonaba a reto herético por demás excitante. Se sumergió en la discusión hasta el agotamiento, él y el de Murua contra todos, y apostando con los bienes del Murua, porque él no los tenía. Luego, el exceso de txakolí trincado trajo la segunda fase, la de las tartamudeantes confidencias a media voz, y aquí sí que se sintió más en su terreno el clérigo de misa, atreviéndose a soñar que la confesión cristiana había conquistado la tertulia; para que la ilusión fuese más real, se pegó, codo con codo, a Ermo, y así las palabras dolientes de los solitarios desamparados parecían llover sobre ambos por igual, y si el clérigo de misa cerraba los ojos podía imaginarse el único confesor. Antes de la desbandada, procedió a una absolución general.
La confraternidad recién nacida —o, más bien, el babel reinante en la tertulia— hizo que sólo una semana después tres hombres de Getxo pidieran al clérigo de misa confesión.
—Cristiana, confesión cristiana, ¿no? —trató de precisar el clérigo de misa.
—Bueno…, sí…, charlar…, matar un poco el rato con nuestras cosas… —expusieron los tres hombres, echando una ojeada de disgusto a los cuencos vacíos.
—Vosotros queréis una confesión cristiana y no os atrevéis a decirlo —insistió el clérigo de misa.
—Llámalo como quieras, pero ¿dónde está el txakolí?
El clérigo de misa se santiguó por dentro.
—Contigo ¿podremos también apostar?
El de negro no se atrevió a decirles que no.
En adelante, dispuso de una incipiente tertulia particular al extremo del Mostrador, que fue creciendo, a medida que los hombres de Getxo fueron descubriendo que el forastero servía mejor txakolí que Ermo. Era así porque viajaba mucho por el territorio, en busca de algún cantero que empezara la construcción de la ermita, pero ninguno le aceptaba el encargo, por prohibición expresa de Jaunsolo, señor de Getxo; sí, en cambio, encontraba en los más alejados caseríos excelentes txakolíes para su tertulia. Cuando no regresaba a tiempo a la cita del atardecer en la Campa del Roble, sus contertulios volvían al txakolí de Ermo, y al día siguiente el clérigo de misa pedía a Ermo le contara las confidencias de quienes ya practicaban la confesión cristiana, y Ermo, apáticamente, le desgranaba las quejumbres oídas, y entonces el clérigo de misa pronunciaba al aire y dibujaba en él con el dedo una absolución retardada.
Ni en los futuros siglos de reafirmación del cristianismo desapareció de la leyenda la decisiva influencia del txakolí en la extensión de la nueva música celestial; compitió, incluso, con la otra versión, dentro de la misma leyenda: la de la fascinación que ejercía una paloma blanca que todos los hombres tienen en el pecho y que echa a volar en el mismo instante de la muerte para reunirse con Dios en el cielo, y a la que se le facilitaba la salida del cuarto del difunto levantando una teja del techo. La leyenda nunca se avergonzó de registrar la tesis del txakolí.
Y ocurrió que el propio señor de Getxo, Jaunsolo, llegó a acodarse en el Mostrador para ser confesado por el clérigo de misa. La comunidad quedó bastante confusa, pues por otro lado el Jaunsolo se negaba a la construcción de la ermita. La gran sorpresa llegó una madrugada, cuando los canteros Delatorre, por orden del propio Jaunsolo, empezaron a abrir zanjas para cimientos en el punto señalado para la ermita. El clérigo de misa llevaba de viaje dos días y no regresaría en otros dos, pues cada vez había de ir más lejos a buscar canteros: Jaunsolo aprovechó su ausencia para iniciar las obras, y la comunidad de Getxo dispuso de un nuevo tema para la cháchara de la tertulia, e incluso para apostar sobre quién se quedaría finalmente con la ermita, si el clérigo de misa o Jaunsolo. Aquél, a su regreso, examinó las zanjas, miró al señor de Getxo y le dijo:
—Te agradezco mucho tu interés por mi obra.
—Será una buena ermita —dijo el señor de Getxo.
—Veo que la has marcado grande para meter en ella el altar de San Pedro, como es mi ilusión, si el señor obispo lo permite, en vez de devolverlo a Roma —dijo el clérigo de misa.
—Lo pondremos aquí —dijo Jaunsolo, indicando con el dedo un punto en la yerba—. La gente vendrá de muy lejos a rezar en la ermita con el mejor altar del mundo.
La ilusión por la nueva apuesta había reunido otra vez a la pequeña muchedumbre. Ermo no daba abasto a llenar cuencos.
—Voy al herrero a que me haga una cerradura —dijo el clérigo de misa. No precisa la leyenda si nombró la cerradura porque había empezado a sospechar lo peor o si su alarma se produjo un instante después, cuando el señor de Getxo abrió unas pieles y mostró una cerradura nueva de dos palmos.
Fue entonces cuando las apuestas arreciaron, tanto a favor de uno como de otro. El clérigo de misa no pudo creer lo que leyó en los ojos del señor de Getxo.
—No es justo —dijo—. Yo soy un hombre de Dios y tú apenas le conoces.
—Estoy levantando una construcción propia sobre una tierra propia —dijo Jaunsolo.
—Yo te hablo del espíritu y tú me hablas de la materia —dijo el clérigo de misa—. La ermita ha de ser espíritu y no materia.
—Te llamaré para que la bendigas —dijo Jaunsolo—. Te nombraré misero de mi ermita.
Así, pues, ya que el señor de Getxo se quedaba con todo, incluidos los diezmos, el clérigo de misa intentó salvar, al menos, el altar, y fue cuando empezó a poner a sus confesantes aquellas penitencias consistentes en apostar por Dios, en un desesperado intento de que los 47 de los 48 ancianos, cediendo a la voluntad mayoritaria de su tribu, expresada en las apuestas, sentenciaran que el altar no pertenecía a Etxe ni a Larreko, sino a Dios.
Creció la expectación en la pequeña muchedumbre al advertir cómo Ermo y los suyos daban por terminados los cimientos y asentaban sobre ellos la primera hilera de los muros. El señor de Getxo comprendió que no podía demorar más el enfrentarse abiertamente al problema.
—¿A qué esperas para sacar el altar de tu recinto? —preguntó a Ermo.
—¿Sacarlo? —repitió Ermo, sin interrumpir su trabajo, sin mirarle siquiera.
El señor de Getxo ordenó a sus escuderos trajeran un gran pellejo de txakolí y lo vació entre la pequeña muchedumbre, y luego pidió a todos que se sentaran en el suelo. Era mediodía y estuvieron platicando hasta el anochecer. Pero fue una reunión plácida, sin estridencias, ni siquiera por parte del Jaunsolo, como si admitiera de antemano la inutilidad de su esfuerzo. Se trataba, dijo, de hacer de la ermita de Getxo la mejor ermita del mundo, de abrillantarla con la mejor joya, aquel altar de San Pedro. La pequeña muchedumbre cambió de postura, inquieta. Prosiguió el señor de Getxo: «Ya es hora de que alguien ponga fin a nuestro viejo rompecabezas del Mostrador, que ya huele». Aquí la pequeña muchedumbre contuvo el aliento, indignada, diciéndose que el Jaunsolo se había excedido, que no podía pensar así.
—Basta ya de preguntarnos si la Mesa pertenece a Etxe o a Larreko —proclamó el señor de Getxo—. ¡Basta ya de perder nuestro tiempo apostando por uno o por otro! ¡Con la solución que yo os traigo la Mesa será de todos, todos usaremos en nuestra ermita el altar de San Pedro!
La pequeña muchedumbre no abrió la boca. Jaunsolo vertió su argumento definitivo:
—¡Y la Mesa será de los vascos para siempre!
En general, a la pequeña muchedumbre le sonaron bien aquellas palabras. Sin embargo, ya en aquel tiempo, había algunos ejemplares de vascos que exigían más precisión en lo referente a bienes o dominios particulares tenidos por orgullo de todos los vascos.
—¿Quién se quedará con las ofrendas que la gente entregue en la ermita con el mejor altar del mundo? —preguntaron estos pocos.
—Tales cosas ya no se llamarán ofrendas, como hasta ahora entre nosotros, sino diezmos —aclaró el señor de Getxo.
—¿Quién se quedará con los diezmos? —insistieron los mismos.
—Pero ¿no os dais cuenta de que la Mesa no pasará a manos de un extranjero, sino del pueblo vasco? —recordó Jaunsolo.
—La ermita será del señor de Getxo, ¿sí o no? —cercaron los pocos.
Pareció que al Jaunsolo se le caía aún más su hombro caído.
—Sí —gruñó.
—Y el amo de la ermita se quedará con las ofren… con los diezmos.
—Sí.
—Y la Mesa quedará dentro de la ermita, cuya llave guardará el señor de Getxo.
Dice la leyenda que fue al mencionarse la Mesa cuando la pequeña muchedumbre se puso en pie y su pequeña masa se desplazó, imperceptiblemente pero con firmeza, hacia la obra de cantería de Ermo, el cual no había interrumpido su trabajo en ningún momento.
La Mesa, el Mostrador, pues, por encima de todo; por encima, incluso, de la condición excelsamente sagrada de aquel altar, o Altar, para el clérigo de misa, y simplemente sagrada, o ni siquiera eso, para el Jaunsolo y el Murua, no para la pequeña muchedumbre, incapaz de entender —todavía— la mezquina sacralidad cristiana de aquel Catafalco que unos llamaban Altar y ellos Mostrador: el profundo enfrentamiento traído, de un lado, por el Cristo anunciado por los milenaristas bíblicos, y venido, por fin, a salvar a los hombres, dejando en herencia la Piedra, aquel Altar al que los hombres deberían acercarse para alcanzar esa salvación, pero perdido finalmente él mismo, naufragado frente a aquella playa vasca donde se iba a cumplir su verdadero destino; y, de otro, Etxe y enseguida Larreko, y toda la pequeña muchedumbre convenciéndose a sí misma de la sinceridad de sus apuestas por uno o por otro, pero teniendo que saber que tales apuestas eran las que impulsaron al Catafalco hacia la Campa del Roble y no los bueyes de Larreko ni la desesperación de Etxe: todos los hombres de una comunidad actuando ciegamente para conquistar su salvación, obedeciendo ciegamente las profecías de ningún mensaje escrito en ningún libro, cerrando los ojos para mejor ver en su ceguera: una Pieza, un Prisma, un simple Objeto con una meseta suficientemente plana y amplia como para hacer descansar en ella cualquier recipiente conteniendo txakolí, sidra, y luego vino, coñac, anís, cerveza, no sangre de nadie, no símbolos de nada, pues ni siquiera su alzamiento significaba otra cosa que simple sed o, al menos, un convencional gesto para incorporarse al coro de la solidaridad: criaturas solitarias acercándose a la Meseta de los cuencos empujadas no por una promesa milenarista hablando de un reino de los felices, sino por ninguna promesa, impulsadas sólo por el impulso: ciegas, sordas y solitarias —las criaturas—, buscando la compañía de aquella figura apacible que les esperaba al otro lado de la Pieza, del Prisma, del Objeto; haciendo nacer de la nada, por pura soledad —y frustración y desesperación—, una situación y un recinto no conocidos hasta entonces, un Ermo precursor prestándose maliciosamente a todo ello, pero cumpliendo su papel de atender a los requerimientos de sus contemporáneos: el recinto, La Venta, cuatro muros de piedra y troncos y tejado a dos aguas conteniendo la Pieza, el Prisma, el Objeto, la Mesa, el Mostrador, que en aquel lejano Principio hubo de ser defendido —sin argumentos, porque el suceso era tan reciente que la pequeña muchedumbre aún carecía de ellos— contra quienes exhibían los libros de las promesas milenaristas y los documentos de propiedad, e incluso la oferta al señor de Getxo de hacer que la Pieza, el Prisma, el Objeto, la Mesa, el Mostrador funcionara, al fin, como Altar; aunque Ermo y la pequeña muchedumbre no necesitaron ponerse de acuerdo para defender, no lo que creían suyo, sino lo que era suyo, pues en ellos sí que se iban a cumplir las profecías milenaristas que llevaban tantos siglos apuntando hacia otro lado: simplemente, aquellos hombres de Getxo dieron la vuelta al Catafalco, pusieron lo de abajo arriba, dejaron a la vista aquella cornisa que llevaba un siglo enterrada en la Campa del Roble y que —entonces se supo— constituyó el mayor impedimento para los bueyes de Larreko, realizaron el asentamiento y destrozaron todas las elucubraciones rivales; un Ermo providencial que, de pronto, había recordado el dibujo del Altar que mostrara el clérigo de misa en aquel documento, la cornisa perfecta e intencionadamente labrada, impartiendo honorabilidad a la idea que eligiera a la Pieza, al Prisma, al Objeto como emblema: mandó traer Ermo de la ferrería de Lamiako tres enormes palancas de hierro, que fueron manejadas furiosamente por 48 hombres —siempre, por puro azar, el número 48— de la pequeña muchedumbre, dejando su puesto a otros 48 en plena tarea, no por agotamiento, sino para permitir la participación de los demás en lo que, presentían, iba a ser el asentamiento definitivo del Mostrador; desplazándolo del centro del recinto marcado por los cimientos y luego por la primera hilera de piedras, hasta cerca de lo que constituiría la pared del fondo, estrenando un modelo para las ventas y luego tabernas y finalmente bares del futuro; aquella cornisa —redonda, amable, femenina— que cuando alguien se acercaba al Mostrador hacía creer que éste salía al encuentro de uno a recibirle. De modo que los muros de La Venta y de la ermita fueron creciendo al unísono, sin que el señor de Getxo perdiera la esperanza de tener el Altar dentro de la ermita, como lo demuestra el que ordenara a los Delatorre no completar uno de los muros, dejando en él un hueco por el que poder introducirlo algún día.
Nos ha dejado la leyenda que el clérigo de misa continuó defendiendo el derecho de su dios al Altar por encima del de Etxe o de Larreko, y siguió apostando, lo que nos informa de que el verdadero final de todo aquello no se produjo en aquel tiempo, es decir, la pequeña muchedumbre recuperó la línea pura de las apuestas, pudo continuar apostando limpiamente por Etxe o por Larreko, como al principio, como siempre debió de ser. Así, pues, aquella interferencia del clérigo de misa y su Altar se entendió como un inocente divertimento aceptado para romper, momentáneamente, la monotonía de todo un siglo de debates iguales a sí mismos; el reencuentro de la pequeña muchedumbre con Etxe y con Larreko repercutió en un consumo doble de txakolí a lo largo de no menos de una generación.
Dos siglos más y la iglesia, el templo cristiano, construido a un tiro de piedra de la ermita, sobre una leve colina y sobre una comunidad vasca ya ganada para lo nuevo, pero todavía fiel al tiempo en que el Catafalco apareció en la playa: tres siglos dándole vueltas a Etxe y a Larreko, sin haber llegado todavía a nada, ni tampoco los 47 de los 48 Fundadores; ahora, en el marco de una Venta sobre la que Ermo había levantado un piso y vivía en él con su familia, y ante un Mostrador del que habrán desaparecido las clavijas hundidas por Larreko en la dura madera a golpes de porra —y ni siquiera esta renuncia a toda posibilidad de que otros bueyes repitieran la odisea de los bueyes de Larreko, primero en la playa y luego en la Campa del Roble, ni siquiera esto movió a los clientes de La Venta a olvidarse de una maldita vez del asunto—, aunque no sus agujeros, cuya continuidad intacta se determinó por votación un sábado a una hora en que casi había pasado a ser domingo, y dentro del alboroto de las apuestas previas consiguientes: en su día, aquellos agujeros servirían para meter en ellos las curvas empuñaduras de los paraguas y así tener las manos libres para coger los vasos o descargar puñadas contra el Mostrador. La iglesia, el templo, irremediables, pero también un pueblo que no olvidaba: «Bai, bai, todo lo que queráis, pero… ¡cuidado, ¿eh?!… porque La Venta fue antes incluso que la ermita». Y la otra persistencia: la cháchara, el debate, el tira y afloja arrastrado a lo largo de siglos ante el Mostrador, sobreviviendo a edades y cataclismos, en un épico y vano gesto interminable de reproducir las voces de un pasado inútil que son parte de una identidad amenazada: de quién es la Madera, de Etxe, por haberla visto el primero en la playa, o de Larreko, por haberla subido con sus bueyes hasta la Campa del Roble…
Se los imaginaron cruzando la noche sin dirigirse la palabra, ni siquiera frases convencionales —ninguno de los dos acusaría la tensión del espacio muerto entre ambos—, de modo que cuando mi tío comunicó a su familia que se tenía que casar con Madia o Magda, el pueblo se preguntó si también lo habrían conseguido hacer sin palabras.
Nadie se lo acababa de creer, entre otras razones porque en los dos o tres meses siguientes no se observó ninguna anormalidad en el cuerpo de la muchacha. «Ella anda detrás de todo esto», fue el criterio que se implantó. No era preciso ser muy lince para sospecharlo. Cuando aún nadie se creía del todo lo del embarazo, la simple posibilidad de que hubiera podido sobrevenir convertía a aquellos paseos nocturnos en una trama maquiavélica urdida por Ella. Y entonces es cuando las cosas empezaron a encajar. El pueblo recuperó el sosiego que ignoraba hubiese perdido, al disponer de una explicación redonda a los continuos viajes de Madia o Magda en el último tranvía, cuya razón, por no molestarse en buscar otra, se depositara en el casillero general de las incógnitas de ellas.
El propio asombro retrasó la indignación. «Está haciendo colección de Altubes», se decía. «Un tiro tan bueno como el anterior», aseguraban los cazadores en La Venta. Se palpó una especie de fatalismo: de nada le había valido a mi tío Roque librarse de la minera, pues siete años después caía con otra maketa; y hubo unanimidad en suponer que, en vez de Madia o Magda, habría sido Ella, de no encontrarse ya casada con Santiago.
—¿Qué vendavales de venganza levantaba en esa mujer el sonido Altube? —decía don Manuel—. ¿Por qué ese ensañamiento?
—Hambre, o quizá, ya, ambición —le replicaba yo—, y mera oportunidad de satisfacerlos. No empezó por Altubes sino por Baskardos: Efrén es Baskardo. Y no fueron Baskardos y Altubes, u otros nombres nuestros, de nuestro pueblo, es decir, no fue nuestro pueblo al que le correspondió la maldición de ser elegido por ellas, o por Ella, sino que ocurrió por mero accidente, e incluso podría decirse que no ocurrió… Getxo es un territorio de cazadores: ¿piensan aquellas dos palomas, padre e hijo, incluso con apellido familiar concreto, y aquellos dos tordos, incluso con apellido familiar concreto, que han sido abatidos no por los disparos ciegos de un irresponsable cazador dominguero sino por uno infernal que perseguía, justamente, sus apellidos, por haberlo dejado así escrito el dios Linneo en su Biblia animal? Ocurrió, sencillamente; es decir, no ocurrió.
Pero, sí, era demasiado para que don Manuel lo aceptara. Se trataba del segundo despojo de Altubena en siete años. Me atrevía a apuntar: «Quizá nos equivoquemos y en aquella segunda vez…». «En aquella segunda romería», me cortaba él. Y yo: «Hay elementos para pensar que hubo algo de…, sí, ¿por qué no?…, amor». «¿Amor? ¿Amor?», exclamaba él, con los tres surcos horizontales en la frente. «Sí, de acuerdo», tenía que admitir yo, «las dos bodas trajeron el mismo despojo, pero en la segunda alguien la dulcificó con una luz inesperada… Está bien, está bien, quizá no por mucho tiempo… ¿Un año?… Pues un año: desde que el matrimonio eligió Altubena por residencia hasta que Ella se impuso a Madia o Magda y la obligó…, ¿cómo la obligó?…, a salir de allí para siempre para vivir en el palacio árabe, con lo que el traslado entrañaba de abandono de la primogenitura y la venta a su hermano, mi padre, es decir, el segundo despojo… Así fue, nada que alegar… Pero tanta sordidez fue levemente redimida por algo insólito, viniendo de ellas, incluso viniendo de Madia o Magda… Y no se trató sólo de un año: ¿acaso no cuentan los meses precedentes de viajes en tranvía y paseos nocturnos? Allí había una mujer enamorada…». «¿Enamorada? ¿Enamorada?», casi gemía don Manuel. Seguramente, cuando Ella comunicó a su…, bueno, a Madia o Magda su plan, la muchacha aún no habría visto nunca a mi tío Roque, o pocas veces: vivían los dos en San Baskardo, no muy lejos el uno del otro, aunque era como si pertenecieran a galaxias distintas. Por aquel tiempo la playa de Arrigúnaga no era, aún, el escenario aglutinador de edades y clases, excepto, quizá, en las grandes bajamares, cuando los habitantes de los contornos las aprovechaban para pescar en las peñas. Mi tío era un excelente pescador de pulpos y eskarras, podía caminar por las peñas con los ojos cerrados hasta los últimos confines de la bajamar. Oí decir a los abuelos que, en los años anteriores a su boda con Madia o Magda, pasaba no pocas noches en la playa; un día, el abuelo le siguió y le sorprendió bañándose desnudo. Madia o Magda no sólo no pisaba la playa, sino que apenas salía del palacio árabe. Al pueblo le costaba imaginárselas fuera de esa guarida, se había acostumbrado a asombrarse cuando aparecían fugazmente en cualquier otro punto del territorio que nunca las consideró suyas, ni ellas lo pretendieron. Es muy probable, pues, que mi tío no hubiera visto nunca a Madia o Magda antes de tenerla sentada en el tranvía, a su espalda. Aunque no le prestaría demasiada atención, no aprovecharía las ocasiones que ella le brindó volviendo al día siguiente, y al otro, y al otro. El pensamiento de mi tío estaba por entonces en otra parte, en otra persona, en otro drama. Sin embargo, la vio; al menos advertiría su bulto ocupando un asiento, y su mirada resbalaría con desgana por la figurita —esta vez sin el luto riguroso— que, posiblemente, no dejaba de mirarle a él; siquiera permitiendo que ella ocupara el ámbito de sus ojos por una fracción de segundo. Por fuerza, las versiones que han quedado han de diferir entre sí más de lo esperable en estos casos, toda vez que no arrancaron de hechos contemplados por la gente, sino intuidos. Por ejemplo, nadie pudo saber en qué momento empezó Madia o Magda a enamorarse de mi tío —según la versión que yo comparto—, no sólo porque nadie oyó de labios de ella una confidencia semejante, sino porque nadie se la podía imaginar haciéndola, con lo que se descartaba el lo sé por alguien a quien se lo dijo una persona que se lo oyó a la mismísima interesada. No sé con certeza si estuvo enamorada, ni si existieron entre ellas tensiones por tal motivo, pues cuanto pueda yo decir ahora procede de meras sospechas, de interpretaciones absolutamente personales de lo escuchado a segundos o terceros.
El hecho escueto fue una muchacha, de unos veinte años, frecuentando un tranvía cuyo conductor era un bien plantado muchacho de veintisiete; y provocando unos paseos nocturnos a solas con él. ¿Lo hizo por propio impulso de amor u obedeció a una treta fríamente elaborada? Si fue eso, el amor vino después. En cualquier caso, Ella se salió con la suya: aquello acabó en boda. Pero, antes o después, hubo amor. «¿Llamas amor a lo que hizo Madia o Magda con él?», exclamaba don Manuel. «¿Qué nombre tiene el sacrificio de un marido consentido por la esposa?». Y yo: «Tardó un año. Es decir, resistió un año. ¿Por qué todo un año, cuando habría bastado una convencional ocupación de Altubena de dos o cuatro semanas para cubrir el expediente de tomar la primogenitura antes de venderlo? Mantuvo a su marido en su mundo un tiempo innecesario, lo prolongó cuanto le fue posible. Es decir, se rebeló contra Ella. Hubo amor». No, no se conocerían cuando Madia o Magda subió al tranvía por primera vez sin el luto que llevaba desde su aparición en Getxo, aun siendo una niña; con su vestido a rayas de dos colores discretos y su sombrerito gris, ofreció una imagen nueva: exactamente la buscada por ellas para atraer la atención de mi tío. Habría sido Ella no sólo la inspiradora de la conjura sino de sus detalles, y al vivir el cambio de atuendo e imagen es posible que Madia o Magda descubriera que ella era, después de todo, una mujer, y que mi tío era no sólo un objetivo sino un hombre, y no cualquier hombre, sino, justamente, el que acabaría siendo su marido; de ahí a pensar que era el elegido para ella por otro destino superior sólo había un paso. La pobre muchacha viviría una recuperación de sus propios sentimientos vírgenes, liberada por primera vez de los indiscutibles sentimientos de su pariente o lo que fuera —con la que, hasta entonces, había compuesto un solo ser desesperado—, y no resulta difícil imaginársela dirigiéndose por primera vez al tranvía como una novia de blanco avanzando hacia el altar.
Bien fuera flechazo o enamoramiento gradual, ni ella ni nadie marcó el ritmo de las etapas siguientes. Hasta podría decirse que no hubo etapas: una inoperante proximidad de la que mi tío estaba ausente y a la que Madia o Magda se resignaba por timidez o falta de hábito no sólo en cuestiones de amor sino en cualquier cuestión humana al margen de la castradora supeditación a Ella; una joven de veinte años que, de pronto, descubre que en la vida existía algo más que los designios de la otra mujer; unos ojitos que no acertaban a desprenderse de su inveterada expresión de reto y defensa tratando de mirar la vigorosa espalda del tranviario, la maravillosa revelación de aquella carne inimaginable y desconocida oculta bajo el tosco uniforme que mi tío no podía abrochar en cuello y torso, por impedírselo sus medidas; extasiándose —desde el principio o a partir de algún momento— con la presentida apoteosis amorosa que sobrevendría sin remedio. De modo que resulta sensato suponer que, a partir del advenimiento del amor, Madia o Magda empezaría a compadecerse de mi tío, sabiéndole sentenciado a vender Altubena y, sobre todo, a sufrirla a ella por esposa: se adentraría con pavor por aquel mundo impensado, actuando por primera vez fuera de la concha inexpugnable que, hasta entonces, compartió con Ella, desnuda e indefensa, ignorante de los códigos que regían en el nuevo territorio. Se contemplaría mil veces en el espejo, avergonzándose por primera vez de su insuficiente cuerpecillo, de su rostro sin gracia; se palparía, quizá, con rabia de arriba abajo y, olvidando la predestinación, padecería el drama del amor imposible. Cabe el que planteara abiertamente su decisión de no seguir adelante: algo tan herético que Ella ni siquiera necesitaría mucho esfuerzo para devolverla a la razón. Para entonces la pareja ya tendría en su haber los suficientes paseos nocturnos no sólo para que Madia o Magda estuviera convencida de sus sentimientos hacia mi tío, sino para que se hubiera producido algún tipo de comunicación entre ellos. ¿Cómo empezarían? ¿Quién? Hasta mi tío saldría de sí mismo para entender que ella, fuera del tranvía, dejaba de ser una pasajera, en cuyo caso se enfrentaba a dos opciones: dedicarle un trato no profesional o desentenderse de la que había dejado de ser una obligación. Sospecho que mi tío ni siquiera se amparó en esto: simplemente, echaría a andar, mecánicamente, sin ver a la figurita que le esperaba, inmóvil, al final de los raíles; quizá habiéndola mirado un momento antes, pero sin verla del todo, porque, después de catorce horas atado a los mandos del vehículo, centrado en no atropellar a la gente, quedaba libre para seguir meditando sobre su soledad y la nunca comprendida traición de Altubena y su mundo. De modo que pudo ocurrir que mi tío ni siquiera notara la presencia a su lado de la muchacha; sobre todo en las primeras noches; y no a su lado, sino detrás: una Madia o Magda asustada, pisando sin ruido, ahogando la respiración forzada por las largas zancadas de mi tío, iniciando cada viaje sin un saludo y retirándose —al llegar frente al palacio árabe— sin una despedida; o, al menos, uno y otra pronunciados tan tímidamente que serían meros alientos, y volviéndose para ver cómo se alejaba la inabordable espalda del joven. Y luego, acaso, debiendo soportar la pregunta de Ella: «¿Ya lo habéis hecho?», con ese desprecio por las formas y esa dureza metálica tan suyos; la misma pregunta brutal todas las noches, que a Madia o Magda le haría dudar si proseguía con el acoso por amor o por obedecer a su pariente o lo que fuera; si la obedecía para progresar en su amor o había empezado a amarle sólo para redimirse de alguna manera. Suponiendo que todo esto fuera así, no duraría más de un par de meses: en otro caso, no les habría quedado tiempo para cumplir con los mínimos preceptos sentimentales que se espera existan en los prolegómenos de este tipo de consumaciones. Se casaron en diciembre, y Madia o Magda dio a luz a Cenobia en abril, es decir, el embarazo arrancaría de julio, lo que no significa, forzosamente, que la frontera entre el preámbulo y la consumación perteneció a julio; incluso habría que decir que no perteneció absolutamente a julio, pues parece establecido que no hay simultaneidad entre pérdida de virginidad y prendimiento, y Madia o Magda era virgen, era matemáticamente virgen: un pueblo que la espiaba desde su llegada a Getxo, con ocho años, lo estableció así para la historia. No pudo ocurrir de manera brutal, un macho cegado por el sexo atropellando a su confiada protegida; esto habría requerido una decisión por parte de mi tío, cosa que nunca ocurrió; era ella la única que allí aportaba alguna voluntad, por tímida que fuera; en realidad su misión pareció consistir en dulcificar las órdenes que emanaban de Ella, en procurar que mi tío no quedara expuesto a tanta brutalidad. Cabe pensar que llegó la gran noche de amor sobre el tálamo del camino y mi tío escrutaría el rostro del leve bulto que ya tenía en sus brazos y le preguntaría: «¿Quién eres? ¿Te he visto alguna vez?». Quizá ni siquiera esto: también en ese momento seguiría flotando sobre su propio naufragio, abandonado a la corriente que, a lo largo de siete años, le hacía chocar con los demás trastos que arrastraba la riada, por ejemplo, aquella figurita de la que, de tarde en tarde, el viento le llevaba su desesperado olor a colonia o el escandaloso sonido de su tacón contra una piedra; o tenía la nebulosa impresión de que pasaba de un asiento alejado en el tranvía a otro más próximo a su espalda, para olvidarla hasta el día o la semana siguiente. Pero, al menos para que su inconsciente dispusiera de alguna justificación, acostumbraría a percibir un tenue revoloteo de impulsos mortecinos incidiendo en sus remotos sentidos, siquiera una inútil y angustiosa voluntad de comunicación con ese mínimo de persistencia que permite sospechar que estamos en presencia de otro. Acaso ni siquiera ella rompió el último hielo: me imagino algo así como un choque fortuito, un encuentro imposible de los dos cuerpos propiciado por una pérdida de equilibrio ocasionada por una torcedura de tobillo o un tacón tropezando contra una piedra; pero un tobillo o un tacón pertenecientes a Madia o Magda, no a mi tío, pues ni siquiera me lo imagino sirviendo de instrumento de un azar que pudiera llevarle a ella, ni tampoco volviéndose para atender a la muchacha posiblemente caída en el suelo. Se trató de algo brusco e inesperado también para ella: por mero impulso reflejo, mi tío sujetaría el cuerpecito entre sus brazos, se mirarían, acaso los ojos de la muchacha ya dolorosamente suplicantes, y mi tío enfrentado sin remisión a su irremediable destino.
Estaba solo. Llevaba siete años absoluta e insoportablemente solo. En ese tiempo no se le conoció ni amor ni ocasional contacto con mujer. Madia o Magda, a fin de cuentas, era una. Las manos de mi tío sentirían su carne bajo el insólito vestido floreado puesto en su honor, aquella carne hasta entonces despreciada por su propia dueña. Pudo no tratarse sólo de deseo sexual sino también de venganza, de cobrarse de alguna manera aquellos siete años de abandono y contra quienes se los impusieron. Inclinaría la cabeza para mirar la carita exangüe que le miraba, y pronunciaría las dos preguntas que remataban con absoluta coherencia una etapa y la clausuraban, y estrenaban otra: «¿Quién eres? ¿Te he visto alguna vez?».
De manera que cuando Ella prorrumpió aquella noche: «¿Ya lo habéis hecho?», Madia o Magda pudo afirmar dócilmente con la cabeza sin sentirse despreciable, y posiblemente Ella estaba biológicamente incapacitada para advertir el dulce estremecimiento de los labios de su pariente o lo que fuera. En el transcurso de los dos años siguientes la muchacha llegó a enfrentársele, pero estoy seguro de que nunca sospechó la hondura de su flaqueza y, ¿por qué no?, traición.
Nadie en Getxo supo por entonces lo que ocurría, noche tras noche, en el trayecto entre la terminal del tranvía y San Baskardo. Tampoco mi tío, si comparamos su dejarse hacer con la apasionada determinación de Madia o Magda. Posiblemente en los meses que siguieron nunca movió un solo dedo por evitar perder los favores de cada noche de la muchacha. Sencillamente, se los encontraba, los llegaría a aceptar como el último esfuerzo en su jornada de trabajo. ¿Puede un acto sexual reducirse a tan poco? Aquí no se trataba de los simples encuentros amorosos entre un hombre y una mujer, sino de saber en qué proporción aportaban uno y otra la carga mítica del sexo, y era en la muchacha sobre quien recaía la exclusiva responsabilidad, ella sola salvaba el sexo. ¿Por qué, entonces, mi tío lo aceptó? Nunca lo aceptó. Aquello fue la acomodación a una nueva existencia, no la recuperación de la vida en general. Ya hemos hablado de clausura de una etapa y estreno de otra. Fue la más dramática ilegitimación de un pasado. Madia o Magda vino en su ayuda, y mi tío realizó esa acomodación a lo nuevo utilizando el instrumento menos propicio, aquel esmirriado cuerpecillo incapacitado para infundir la pasión cegadora precisa que hiciera soportable aquel desgarrador cambio de piel; lo que revela la magnitud de su desesperación.
Y allí estaba Ella, en su mansión árabe —quizá no fuera la de árabe la calificación precisa, sino barroca, monstruosa, o monstruosamente barroca, sobrecargada, o aborrecible y antipática, o, simplemente, fea; el término árabe constituyó un lujo lingüístico puesto en circulación por algún leído y recogido por quienes deseaban enriquecer, como él, el más vulgar y extendido de moro, voz englobadora de cuanto circulaba como peligroso, enemigo, amenazante y, sobre todo, extranjero por los territorios al sur de nuestro pueblo—, ahora no necesariamente formulando una pregunta, la que correspondía a la espera del prendimiento, sino observando, vigilando despiadadamente la ropa íntima de Madia o Magda por ver cuándo se cortaba su flujo menstrual. Hasta que su expresión de triunfo despertó a la muchacha de su ensueño de varias semanas y, al día siguiente, transmitió a mi tío —¿con un gesto, una frase?…, suponiendo que ya se hablaran…, ¿o cómo?— la buena nueva, y mi tío también despertó y ya no pudo seguir cargando al tranvía aquel trabajo adicional de fin de jornada.
Al menos dispuso de una frase hecha para comunicar la terrible situación a la familia: «Tengo que casarme», tan escandalosamente distinta de: «Quiero casarme» o «Me voy a casar». La pronunciaría por la noche, en la cocina, y mis Altube, Satordi e Idurre, mis bisabuelos, y Zenón mi abuelo, y Bixenta, mi abuela, y Juan, mi padre, y Mari Benita, mi madre, y Andrea, mi tía, entonces de quince años, saldrían en silencio para dejar a mi abuela a solas con su hijo, y ni siquiera les retuvo lo que de revelación iba a tener la respuesta de mi tío a la primera pregunta de mi abuela: «¿Con quién?». Hechos así no eran insólitos en el pueblo —parejas que se casaban con un hijo ya en camino—, excepto en lo referente a la novia; al producirse una situación semejante, no era preciso que la familia preguntara al irresponsable quién era ella —o a ella quién era él—, pues para entonces todos estaban cansos de ver a la pareja paseando, los domingos y sola, por la carretera o la plaza, es decir, por los paseos de los novios. Pero en aquel caso la relación no era de dominio público, así que mis Altube hubieron de preguntar a Roque quién era ella. Y cuando él reveló su nombre, mi familia no se dio de cabezadas contra la pared de puro asombro, pues, entre todas las hembras de Getxo, aquélla era la única realmente impensable. «¿Por qué ella? ¿Por qué precisamente ella?», protestaría mi abuela, sentada en la banqueta, con el trapo de cocina aún en las manos. No era preciso decir más. No, en aquella cocina. Suponiendo que mi tío no hubiera despertado con el anuncio por parte de Madia o Magda de su preñez, despertaría ante el temblor de mi abuela y el pensamiento a coro de ambos: «Creíamos que, hace siete años, pagamos lo suficiente por librarnos de Ella para siempre. ¿Qué más puede intentar ya contra nosotros?». Porque ninguno de mis Altube —incluido mi tío; al menos, en lucideces ocasionales— dejaría de creer que aquello pertenecía a una maquinación. Con todo, se había ido demasiado lejos, aun tratándose de una trampa. Ni entonces podían saltarse el código que exigía respeto, compasión y protección a la mujer; ni aun en el caso de aquella Madia o Magda estaría bien visto por el pueblo. Y ni siquiera cabía el recurso de la duda sobre la paternidad: cuando el pueblo revisó los meses precedentes comprobó que no sólo era mi tío el único con quien la muchacha tuvo oportunidad de hacerlo, sino que en todo Getxo no existía otro hombre en tan precarias condiciones de hundimiento e indefensión como para relacionarse con la pariente o lo que fuese de Ella a menos de dos metros.
Don Eulogio leyó la primera amonestación a últimos de noviembre. No hubo ningún encuentro entre Ella y mis Altube, esa tensa reunión de las dos sangres implicadas a fin de apalabrar dote y residencia. No hubo formalismos, es decir, el desprecio por las formas llevó el sello de Ella, denunció una provisionalidad que sólo un año después adquiriría su sentido. Porque cuando el nuevo matrimonio manifestó su propósito de quedarse en Altubena, nadie sospechó que no sería así finalmente. Y lo tenían que haber sospechado. ¿Acaso Ella había tramado aquella boda sólo para librarse de su pariente o lo que fuera? Aun los peor pensados dieron la razón a los otros cuando mi tío y Madia o Magda la emprendieron con los trabajos de Altubena, con tal fervor que no parecía sino que pretendían, precisamente, borrar todos los recelos.
Altubena, pues, pasó de manos de mi abuelo Zenón a las de mi tío, el primogénito casado que continuaría en las viejas tierras de los Altube. Mi tío dejó su puesto en el tranvía y asumió el título de amo, con las naturales limitaciones ante sus mayores vivos y presentes. En cualquier caso, y ante los ojos de la tradición, Altubena estrenó amo.
Aun estando ellas de por medio, la cosa ocurrió sencillamente, sin los dramas y sobresaltos de otras ocasiones. Aquello casi pareció una integración, y es posible que el pueblo se atreviera a empezar a revisar el criterio con que habrían de ser contempladas en adelante. Fue como si Ella hubiera otorgado a su pariente o lo que fuera total autonomía para elegir su destino, seccionando de golpe aquel monstruo monolítico que componían las dos a su llegada a Getxo. La única con la que se entendieron los míos fue con Madia o Magda: la otra no se dejó ver en ningún momento, no intervino. Tampoco hubo mucho que acordar o negociar: el hecho de que Madia o Magda no aportara dote no causó escándalo especial; no hay duda de que sobre todas las cabezas flotaba entonces la certidumbre de que nada en aquel asunto se produciría de manera normal. Y bien que pudo disponer la muchacha de una dote: el pueblo sabía que la casa en la que llevaban viviendo sólo dos años estaba totalmente pagada; sabía que dirigían negocios —que los dirigía Ella; de eso nadie dudaba—, que era dueña de una mina, que perseguía más altas ambiciones para, en su día, depositarlas a los pies de su hijo de siete años, Efrén, al que ya educaban profesores particulares. Había, sí, de dónde sacar una dote. ¿Desprecio de Ella por nuestras cosas? ¿Tacañería? Un año después se sabría que fue, sencillamente, pura coherencia con un programa previo, ahorro de un gasto, unas energías y una ilusión sentenciados a la nada, aunque Madia o Magda pudo prolongar su rebelión a lo largo de todo un año: un año entero enfrentada a su par por mantener a mi tío en las tierras que lo estaban redimiendo, es decir, defendiendo la felicidad de su esposo y su predestinación. Esa evidente prueba de amor basta para exculparla de cuantos males nos pudo infligir. Si mis Altube, abrumados por la invasión, apenas repararon en la herética ausencia de la dote, Madia o Magda sufría de otro tipo de obnubilación y nada hizo pensar que, en los primeros encuentros con mi familia y cuando se instaló en Altubena, experimentara humillación o vergüenza por llegar tan desnuda: ocupada toda ella por el amor, no le cabía otro sentimiento. Dicen que incluso estuvo hermosa el día de la boda: una auténtica novia radiante y estremecida por la carga del momento, y eso que su esplendor no procedía de un atuendo especial para la ocasión, pues el vestido, zapatos y demás con que se presentó, a las doce del mediodía, en la iglesia de San Baskardo eran con los que se la veía habitualmente: ni una cinta nueva adquirida para el caso; y no sólo eso: sola, sin el único séquito con que pudo contar, aquella mujer de la que nunca se supo si era su madre, su hermana, su tía o nada, ni siquiera su amiga. Despreció Ella igualmente la formalidad de la boda, como había despreciado el protocolo de la petición de mano por mis Altube, la devolución de visita, las dotes de precepto y todo lo demás. Permitió que la muchacha se presentara sola ante mis cincuenta o cien Altubes que aguardaban con expectación a la puerta de la iglesia; y no sólo ellos, sino medio pueblo, o todo él, confiando en verlas aparecer a las dos, e incluso, ¿por qué no?, a sus raíces, aquella sangre de la que procedían y que había de existir en algún lugar, por remoto que fuese; una muchedumbre, con don Eulogio y el sacristán a la cabeza, esperando a que la insólita ocasión de la boda desvelara de una vez el enigma. Aunque parece que no alentaron excesiva ilusión: en los últimos días nadie había visto llegar a Getxo carruajes, caballerías o simples viajeros a pie, ni menos acercarse a la casona o entrar en ella; pero ¿quién se atrevía a jurar que los forasteros no vinieron de noche? Ella y Madia o Magda llegaron de noche: quizá fuera una afición de familia. Pero nadie la acompañó en el gran momento; ella, sola —ni siquiera se le advertía, aún, el vientre abultado, lo que, en cierto modo, habría roto su soledad—, enfrentada a mi legión de Altubes llegados de todos los puntos del país para asistir a la ceremonia y al banquete; aquella figurita que, si siempre resultó insignificante, entonces lo pareció más, bajo su impersonal atuendo de diario y un absoluto desprecio por sus propias raíces, algo no sólo imperdonable entre nosotros, sino irreverente e insultante. Pero la pobre no pudo darnos más. De un lado, el amor que la colmaba habría relegado cualquier otro elemento o consideración, como, por ejemplo, el código para todas las tribus del planeta que prescribe a la novia casarse con un vestido o faldellín o adornos o plumas o máscara de estreno, o siquiera distintos de los usados hasta la víspera. De otro estaba Ella, siempre presente y más en aquella segunda devastación tan sustanciosa: su fuerza metálica e inquebrantable impregnando toda la trama, vaciándola de las mínimas formas que pueden hacer más soportable hasta un crimen, apoderándose de las cosas como un niño torpón al que ponen un dulce en el fondo de una cristalería de Bohemia. Nada, ni una concesión; aunque, sin duda, había que agradecerle su sinceridad al mostrarnos el carácter de provisionalidad que concedía a la boda, que para ella no fue sino el mero e inexcusable documento base para emprender su segunda devastación.
A don Eulogio del Pesebre, al mencionar a Madia o Magda en la ceremonia, le asaltaron los mismos temblores que en el doble bautizo de diez años antes, cuando se desvivió por obtener de las dos recién llegadas a Getxo sus apellidos sin conseguirlo. En la reciente lectura de las amonestaciones lo había resuelto enfatizando el nombre, incluso atreviéndose a pronunciar los dos, en ese tono definitivo y desértico en que se recita el nombre de los profetas, sin más complemento identificatorio. Pero en el bautizo no había habido testigos —como no fuera su propia conciencia de párroco responsable de sus libros parroquiales—, y en la boda, sí: testigos que esperaban de él la exigencia de un estricto respeto a las normas de la comunidad —por no hablar de las de la Iglesia—, un casi milagro para conocer de una vez aquellos malditos apellidos; porque una cosa era convivir con gente forastera sin apellidos, o pasar igualmente por alto el que esa misma gente se atreviera a contraer matrimonio con sangre vasca de la más vieja, y otra que la boda no pareciera un pacto entre dos familias, sino entre una familia como debe ser y otra mora que no aportaba de dote ni una cabra, ni apellidos, porque no los tenía, ni mostraba el menor interés por hacerse acompañar de aquella mujer que tenía bien a mano, fuera o no pariente, que le habría servido al menos para firmar como testigo. Al tener a los contrayentes arrodillados ante él, don Eulogio les formuló las preguntas, y dijo «Madia» y el «Magda» lo pronunció sustituyendo la o entre los dos por la pausa natural entre el nombre y el apellido, y concluyó con otra pausa y un tercer sonido indescifrable, un murmullo, posiblemente en latín, no con la pretensión de que lo tomaran por el segundo apellido, sino para salvar a medias su propia dignidad.
En cualquier caso, al término de aquella jornada, parientes, invitados y curiosos desaparecieron y la carga que había ensombrecido la boda pasó, íntegra, a mis Altube. Transcurrieron cinco meses antes de que mi pobre gente se acomodara a la presencia en Altubena de la nueva mujer, hasta que nació Cenobia, en abril de 1898. Fue como si hubieran estado confiando en que todo quedara en un mal sueño. Pero el advenimiento de la tierna carne vino a certificar la realidad. Dicen que sólo entonces mi abuela entronizó a mi tío Roque, disponiendo para ellos la alcoba de los amos jóvenes, accediendo a que abandonaran el cuarto, digamos, de soltero de mi tío, donde dormía con su mujer desde la misma noche de la boda.
Supongo que en esta decisión de mi abuela influyó también el comportamiento de Madia o Magda durante aquellos cinco meses, al lado de su hombre en todos los trabajos, por duros que fueran, y dispuesta igualmente a llevar la cocina, si mi abuela se lo hubiera permitido, pero se negó a cederle aquel poder, no sólo durante los cinco meses, sino hasta el final de la curiosa situación que se prolongaría siete meses más.
No permitieron que Madia o Magda se sintiera integrada en la familia, y no hay duda de que ella lo deseó. Perfectamente habría podido plegarse al plan de Ella, pasar fugazmente por Altubena —el tiempo justo, el número de días imprescindible que justificara ante nuestras costumbres la toma de posesión de mi tío—, permitir la segunda devastación y regresar a su guarida con el botín y el esposo. Por el contrario, devolvió a mi tío a la tierra y lo mantuvo en ella; creó a su alrededor las condiciones que le recordaran qué significó siempre Altubena para él; lo rescató del bache de aquellos siete años y, como a un niño aturdido, lo depositó de la mano en el medio ideal, y, cuando él abrió los ojos, se encontró casado, con una mujer preñada y, por añadidura, responsable de las tierras que pasaban de un Altube a otro desde el Principio. Es decir, había sido recuperado por la tradición. El lugar de Isidora lo ocupaba aquella figurita aún casi desconocida…, pero cosas así no eran competencia de la tradición.
Todo esto logró Madia o Magda. Y aunque ocurriera en principio sin que se lo propusiera, fue su rebelión contra Ella lo que la hace merecedora de nuestro agradecimiento. Su magnífica rebelión: alrededor del tercer mes, Ella empezó a dejarse ver desde Altubena; no sólo desde los límites de sus tierras, sino desde el mismo portalón del caserío: su coche rojo tirado por caballos árabes, el cochero con polainas rojas en el pescante y, muy tiesa en el asiento, Ella, contemplando el dominio por el que ya había cobrado una vez, reclamando a su pariente o lo que fuera el remate del negocio. En los dos primeros meses, Madia o Magda visitaba la mansión los domingos por la tarde, y sería en estas ocasiones cuando la muchachita iniciaría la revelación de su propio proyecto. «¿Qué dices?, ¿estás loca?», le espetaría la otra, todavía sin excesivo ardor, sin apenas alarma aún, tomándolo por una extravagancia de preñada. Quizá la muchachita le mostrara sus manos, enrojecidas por el rudo trabajo y en el inicio de la callosidad permanente, y Ella le replicaría: «¿Has perdido tu dignidad?», y añadiría: «¿No sabes que ahora somos unas damas y tenemos que obligarles a que nos respeten?», o «¿Acaso no juraste que jamás volverías a aquello?». Pero transcurrían las semanas y persistía el propósito, y entonces arreciarían las llamadas al orden, y tan inaguantable y cerrada se pondría Ella que la muchachita cortaría sus visitas de los domingos, confesando simplemente: «Le quiero…, ¿entiendes lo que es eso?», y Ella, por fin, descubriría que era la rebelión.
De modo que empezó a desplazarse casi a diario hasta Altubena, forzada a reanudar la relación que la muchachita había roto. Aleccionado, el cochero llamaba: «¡Señorita, señorita!», tieso, sin siquiera girar la cabeza, esparciendo entre los que fisgoneaban por allí la confirmación de que alguien, dentro de Altubena, estaba contraviniendo alguna regla. Pues aquellas visitas llegaron a constituir un espectáculo para el pueblo, que se acercaba con disimulo o se escondía en las inmediaciones para contemplar de cerca a la mujer de la que cada uno de sus pasos levantaba polvaredas de curiosidad e inquietud. Vestida de negro, era irremediable compararla con un pajarraco de mal agüero acechando su presa, si bien saltaba a la vista que acudía allí reclamando algo suyo, aquella parienta o lo que fuera, quien inexplicablemente prefería a mis Altube hasta el punto de negarse a todo contacto con la otra, una actitud que tenía un nombre: repudio. Fue entonces cuando Getxo empezó a preguntarse la razón de aquello y cuando nació la versión del amor de Madia o Magda por mi tío, y cuando nuestra comunidad, por primera vez, abrazó la causa de la muchachita.
Al ver a Ella en las fronteras de Altubena, Getxo se preguntaba: «¿Es que ignoraba que la perdería casándola con Roque Altube?». Y a partir de esta pregunta se llegó a lo que pareció ser la verdad, una limpia afirmación, formulada mecánicamente, de que Ella seguía estando detrás de todo, y de que fue Ella quien los casó. Nadie pudo imaginarse a Madia o Magda poniendo en marcha por su cuenta una operación tan maliciosa, quizá porque siempre se la consideró un simple apéndice; por no mencionar el que jamás se vio a una separada de la otra, ni que podía apostarse diez contra uno a que Madia o Magda nunca había visto a Roque Altube antes de sentarse por primera vez a su espalda, en el tranvía, lo que dejaba bien claro que aquello no lo empezó el amor, que el amor vino después y, por tanto, que todo lo empezó Ella.
Y, luego, mis Altube: viviendo lo que al punto debieron de pensar que era una repetición de lo de siete años atrás, pero sin atreverse a creer del todo que existiera una mala suerte como la suya: confusos y asustados, mirándose entre sí en silencio, levantando a medias los ojos de sus trabajos para mirar a la mujer en el coche rojo, escuchando abruptamente los «¡Señorita, señorita!» del cochero, mirando a la nueva inquilina del caserío y viendo en ella, sin remedio, una prolongación de la endemoniada visitante. No, no le facilitaron la integración; se la impidieron. Lamento sospechar que los viajes del coche rojo no influyeron en el proceder de mis Altube, que el trato que le dieron a Madia o Magda y su posterior exclusión de la familia no fueron determinados por la amenazante proximidad de Ella: pienso que la muchachita habría sido repudiada igualmente. Pero necesito dudarlo, incluso vivir en la certidumbre de que mis Altube no eligieron libremente un comportamiento tan torpe. Pues el coche rojo se presentaba con una regularidad que rebasaba los límites de lo tolerable. Con razón o no —para don Manuel, sí, con razón—, aquella mujer personificaba muchos, o todos, de los males que caían sobre nosotros —el nosotros como pueblo—, y, en el caso de mis Altube, ningún otro clan humano de Getxo sufriría la maldición, patentizada por don Manuel, con tan sangrante materialización.
¿Fueron capaces mis torpes Altube de advertir la rebelión de la muchachita?, ¿le concedieron al menos su justo valor?, ¿le dieron esa oportunidad? Era lo más que podía ofrecer Madia o Magda a mi tío, a todos ellos, a Altubena. ¿Por qué no comprendieron que era la que tenía la clave del triunfo o la derrota de Ella? ¿Por qué no la apoyaron, los muy zotes? Don Manuel disponía de una versión irreductible sobre el particular: «Aquello habría sonado a pacto con el enemigo, porque Madia o Magda no podía ser vista de otra forma, a pesar de todo. Nosotros hemos luchado siempre frontalmente». «Sí, maldita sea», replicaba yo; y añadía: «Pero ¿nada más que eso?». Y entonces don Manuel volvía bruscamente la cabeza hacia mí, simulando sorpresa o, más bien, asombrado realmente de oír otra voz expresando su propia mala conciencia: «¿Qué quieres decir?». Y yo: «En 1900, Isidora. En 1907, Madia o Magda… ¿Quiénes les seguirán y hasta cuándo, maldita sea?». Don Manuel iniciaba un confuso repliegue sobre sí mismo, lento, a fin de poder ir encontrando las palabras: «Tenemos legítimo derecho a defender lo que somos. Nosotros estamos aquí, son ellos los que vienen. Somos un pueblo primitivo que intenta decir que no se avergüenza de serlo». Resultaba penoso verle rebajarse hasta ese extremo. Nunca llegué a acostumbrarme. Había de pronunciar mis razones con cuidado de no resquebrajar con excesiva crueldad su caparazón. «Pero usted, en 1914, con veintiún años, pasó la ría para remediar algo que alguien dejó impresentable». Don Manuel se encogía de hombros: «Cualquiera lo habría hecho. Incluso cualquiera de nosotros. No somos bárbaros». «¿Cualquiera? ¡No, no, no! ¿Cualquiera?», exclamaba yo, y nunca, en este punto del debate que se reproducía como una úlcera de estómago, podía evitar en mis ojos un vergonzante picor húmedo. «Usted ni siquiera estaba en este mundo cuando Isidora tuvo a su hija, ni cuando mi tío eligió la deserción; y, por tanto, debemos pensar que no le atañe ninguna responsabilidad generacional. Sin embargo, usted, habiendo nacido tres años después y habiendo esperado inútilmente veintiún años a que otro hiciera de caballero andante, hubo de asumir el imposible pecado colectivo de nuestro pueblo, cargó con la inexistente mala conciencia nacional, esgrimió la lanza, afirmó el escudo y avanzó en solitario… ¿Cualquiera?», y aguardaba cuanto fuera preciso a que él se atreviera a mirarme: «¿Por qué?, ¿por qué lo hizo?, ¿por qué lo intentó, a pesar de que la hija era tres años mayor que usted?», y los ojos que por fin me miraban habían perdido ya toda iniciativa, ni siquiera para replegarse, y desde el centro de una ciénaga pastosa me formulaban la súplica que nunca se atrevió a convertir en palabras: «¿Por qué no te callas? ¿Por qué no me dejas en paz con mis cosas? ¿Por qué no tienes la delicadeza de respetar mi cobardía?».
Doce meses enteros soportando la muchachita los dos cercos, el de fuera y el de dentro; un largo año de doble rebelión, pues también la hubo contra el desamor con que la trataban mis gentes de Altubena, y no sólo desde la primera aparición de Ella en su coche rojo. Deseo pensar que alguno, entre ellos, realizaría algún esfuerzo por aceptarla; aunque sólo fuera uno de ellos al rozarla accidentalmente en el pasillo y admitir que aquélla podía ser una buena ocasión para dedicarle siquiera el sonido gutural que, acaso, le debía desde hacía meses, no por amistad y menos por parentesco, sino por esa maldición que pesa sobre las partículas cósmicas sentenciadas a padecer las insoportables aproximaciones cíclicas y el falso saludo recíproco que no es sino el vano roce sonoro con el vacío azul. ¿Y mi tío? Me lo imagino gozando de una engañosa plenitud: a pesar de vivir no sólo enterrado en sus raíces sino amo ya de ellas, ni entonces su conciencia podría olvidar por encima de qué estragos lo había conseguido. ¿Defendió alguna vez a su esposa ante los suyos? Seguramente no; al menos, de palabra; ¿no bastaba con ser el responsable de su presencia allí? La tensión dentro de Altubena alcanzaría, también, a mi tío. ¿Llegó a pensar en secreto que Madia o Magda era no sólo una intrusa sino la más inadmisible mujer que podía haber impuesto a los suyos, exceptuando a Ella? Quizá se aferrara a este criterio para forzarse a creer que con Isidora habría sido diferente; suponiendo que se atreviera a pensar en Isidora; suponiendo que se atreviera a hacer resonar su nombre en su interior. Aunque nunca tuvo por qué temer el enfrentamiento o la comparación entre ambas: fue Madia o Magda la única que invadió Altubena, la única en consentir que el destino consumara con ella los presagios. De modo que Isidora y Madia o Magda no eran sólo mujeres diferentes. En la turbiedad en que entonces se enfangaba mi tío, el nombre de Isidora, su recuerdo, su pasión por ella, el inigualable futuro a su lado en Altubena —pero, no: sólo su nombre, y ni siquiera pronunciado, sino sentido; la música de su nombre ensordeciendo las trompetas apocalípticas de sus presagios correspondientes—, persistirían, irreductibles, a costa de la muchachita sacrificada.
Su rebelión contra los míos consistió en sobrellevar su inhóspita actitud durante un año, hasta que ya no pudo más. Un día, de pronto, mi tío escucharía de sus labios: «Vámonos de aquí». Él se quedaría de piedra, y entonces ella puntualizaría: «A ti tampoco te quieren». De modo que mi tío comprendería que Altubena había empezado a defenderse, es decir, a rechazarle. Tenía que haber advertido ya cómo chirriaba allí dentro aquella situación. Y se sentiría atrapado. Posiblemente, por primera vez en siete años, adquiriría conciencia de la realidad y se derrumbaría al descubrir que estaba privado de toda elección, porque, sin apenas darse cuenta, había dejado de pertenecer a Altubena: las viejas leyes, las suyas, se volvían contra él y le desahuciaban. Lo más dramático fue que no eligió a Madia o Magda por encima de los suyos, sino que simplemente era de Madia o Magda, y no sólo por sacramento. Parece que el primer movimiento de reincorporación a Ella se produjo a la vista incluso del caserío, en una de las apariciones del coche rojo que sería la última. Madia o Magda dejó sus quehaceres y, limpiándose las manos en su delantal, avanzó hacia él. Mi tío suspendió igualmente su trabajo y se sentó sobre una piedra, a medio camino entre el coche rojo y el caserío, en cuyo portalón la familia asistía en grupo a la escena. La llamada a mi tío no partió de Madia o Magda —lo que habría resultado más digerible— sino de Ella.
Y sólo horas después la brutal exigencia de mi tío a la familia, la venta de la primogenitura, la segunda profanación de Altubena. El hermano siguiente era Juan, mi padre, entonces de diecisiete años. No iba a caer sobre sus espaldas una deuda, sino dos, dos pagos por el mismo artículo que sólo valía uno, algo así como un error en algún libro de contabilidad, fácilmente subsanable en la primera revisión de cuentas; o como si unos campesinos, en su primera visita a la capital, hubiesen sido estafados por la embaucadora charlatanería de un timador. Quizá antes de aceptar mi padre debió de pensarlo dos veces, pues un simple conocimiento del límite de resistencia de la carne humana le auguraba un final prematuro: murió en 1920, reventado, sin conocer a su tercer hijo, es decir, a mí, y antes de la liquidación de ambas deudas con el banco. Pero era el Altube de turno y era lo que la familia y Getxo esperaban de él. En esta segunda ocasión no se trataba de defender las tierras de otro maldito rebaño de ovejas, sino de defenderlas de la intrusa del Mal, de su sangre forastera, del misterio de su procedencia, del esposo que la había impuesto e incluso del coche rojo con Ella encima.
Y, en cuanto a mi tío, ¿por qué no se limitó a retirarse con Madia o Magda por el foro, sin más ruido, y en cambio se prestó al despojo? Supongo que se trató de su orgullo: de su cataclismo interior emergería un rescoldo de dignidad y necesitó instalarse en la casona aportando lo que podía calificarse de dote. Pienso que, dentro de su infortunio, creería estar viviendo en un mundo armónico, al menos justo, donde los pecados y errores se pagaban, y a él, habiendo pecado y errado con creces, le correspondía aceptar cualquier implacable sentencia. Pudo creer que abandonaba Altubena para purificarse a sí mismo.
Ella condujo a los Altube por los conocidos despachos de la vez anterior, donde volvieron a firmar con cruces al pie de los documentos que manos pulcras pusieron bajo sus narices, y recibió en metálico el producto de la segunda piratería. «No hay duda de que Roque estaba salvando Altubena», solía ser el crispado comentario de don Manuel. «Por Dios, que sí lo estaba salvando. No importa a costa de qué. Y tu padre, Asier, nos honró. El esfuerzo y el sacrificio son connaturales a nuestro pueblo. Estamos hechos a soportar y vencer todas las acechanzas. Hoy, al cabo de los años, Altubena sigue en su sitio, y libre, libre, libre…». Y yo repetía sus propias palabras: «No importa a cambio de qué. ¿No importa a cambio de qué?». Él ganaba una corta tregua simulando no entenderme, clavándome con sospechosa fijeza una mirada color añil. «¿Qué quieres decir?», gemía. Y yo: «Mi tío no cumplió con la muchacha de las minas, puso tan por encima de todo a Altubena que la abandonó con su hijo, como en los mejores folletines. ¿No importa a cambio de qué?». «Tienes que admitir que a los trogloditas como nosotros, que anteponemos nuestras casas, nuestras tierras y nuestros viejos nombres a otras cosas, puede eximírsenos de ciertos comportamientos poco recomendables… Sí, poco recomendables, no tengo empacho en confesarlo… Ni los santos han defendido sin sombras sus ideales… ¿Por qué me miras así?». Y entonces era yo quien no controlaba mi propia mirada. «Usted sabe lo que le voy a recordar: que un troglodita de Getxo, de veintitrés años, cruzó la ría en 1916 para intentar casarse con una mujer tres años mayor que él, a la que ni siquiera conocía. Usted es el último hombre en creer que la deserción de mi tío fue una simple sombra en la defensa de sus ideales, a no ser que entre nosotros acabe de establecerse la nueva costumbre de redimir una generación las culpas de la precedente». En momentos así, don Manuel alzaba a medias la mano, con el índice erguido, en ademán desesperadamente agresivo que daba pena, aunque yo simulaba reasumir mi antigua condición de alumno. «Hubo otra razón, estoy seguro», silbaba él en plena recomposición, «una razón sólo conocida por ellos dos, Isidora y tu tío. Tu tío no habría tenido con ella ese comportamiento tan poco recomendable de no haber existido algo más que su negativa a vivir en otro sitio que no fuera Altubena. Sé sincero y reconoce que tuvo que haber algo más». Y yo: «¿Para qué lo necesitamos, para mitigar el no importa a costa de qué?». Don Manuel apresaba con avidez la menor ocasión de afirmarse y medio estallar: «Le concedió a ella la misma oportunidad que se concedió a él, ¿no lo comprendes? No hubo sólo una negativa, la de tu tío, sino dos. ¿Por qué cargar sobre el no de tu tío toda la responsabilidad? ¿Por qué olvidarnos del otro no, que decidía…». «¿Era sincero?», le corté. «… tanto como… ¿Eh? ¿Sincero? ¿A qué te refieres?». «Pudo ocurrir que mi tío Roque, en realidad, no quisiera llevarse a Isidora a Altubena, aunque necesitaba creerlo así». Yo mismo le proporcionaba las armas a don Manuel: «¡No lo acepto! ¿Acaso no metió en Altubena a la otra? ¿Te das cuenta? A esa Madia o Magda, una mujer que en nada podía compararse a Isidora…». Y yo: «Eran iguales. Iguales. La una igual a la otra. En eso tan fundamental para usted, esa maldita distancia, eran iguales, ni una ni otra podían ser admitidas en Altubena… ¡Y cuánto me gustaría haber tenido un tío que hubiera montado un zurriburri entre Capuletos y Montescos!». «Bien, iguales», asentía don Manuel, aún en la cumbre de la ola, sonriendo, «como quieras, pero iguales en todo, ¿eh?, de manera que si se casó con una y se la impuso a la familia, lo mismo habría hecho con la otra… Recuerda: iguales… Así, pues, ¿dónde queda el comportamiento poco recomendable? Hubo algo más, claro que sí…». Y yo: «Para poder soportarse el resto de su vida ya sólo le quedaba demostrarse a sí mismo la no viabilidad de lo que no quiso hacer. Madia o Magda no fue la segunda mujer en su vida, pues la primera y única fue Isidora. Madia o Magda no fue una mujer sino una coartada». Las tres rayas de la frente de don Manuel aparecieron de pronto sobre un fondo rojo. «Desde el mismo momento en que ellas invadieron su vida, el pobre Roque dejó de mover sus propios hilos», dijo, exclamó. «Tu tío Roque era un Altube que no necesitaba trampearse a sí mismo. Lo afrontó todo a pecho descubierto. ¿Acaso no lleva cerca de veintitrés años sosteniendo su propio cadáver, junto al otro cadáver, éste real, el de tu otro tío, Santiago, en esa casona que no parece sino un asilo de Altubes? Él es inocente de coartadas, de responsabilidades. Ellas le eligieron, le acosaron, le cazaron y le destruyeron y destruyeron su mundo». Me negué, en esta ocasión, a entregar impunemente a don Manuel una revalidación de su maldita fe.
—¿Y dónde colgamos nuestro pecado original?
—¿Pecado original?
—Sí, el que provocó todo este cataclismo.
Sostuve sin misericordia su mirada.
—Puedo admitir muchas cosas, incluso que Ella o ellas no lo hicieran por odio sino por hambre —musitó—, pero nunca el llamar a nuestras cosas…
—Usted mismo acaba de decir que Getxo lleva casi veintitrés años asistiendo al infierno de mi tío en la casona. Y así se cerró el ciclo bíblico empezado con ese pecado original de los vascos pesando sobre sus espaldas.
—¿Pecado original de los vascos?
—¡Maldita sea! ¡Quizá no lo sepáis, pero sí que presentís que el hombre del mañana nacerá en el seno de cualquier tribu a salvo de cualquier estigma original!
A don Manuel le temblaron los labios cuando me dijo:
—Si en el mundo del futuro, como en el de hoy, se nos obliga a recurrir a lo que sea para defender el que sigamos siendo como somos…
—Incluso, al orgullo…
—¿Por qué siempre me obligas a aceptar las palabras? Lo nuestro no puede ser explicado con ellas.
—Lo vuestro…, la maldita distancia…, vuestro pecado original.
—Y el tuyo.
—¿El mío?
En los ojos de don Manuel había asomado de pronto el triste y viejo fulgor que yo tan bien conocía.
—Sí, el tuyo: contra el que has debido emplear la razón para, al parecer, superarlo. Pero ¿se puede superar un pecado original? ¿Ha sido capaz tu razón de proporcionarte esta respuesta?