Roque Altube

Abril y mayo de 1890

—¡Viva el Primero de Mayo! —dice Isidora—. ¿No os dais cuenta? ¡Mi hijo nacerá el Primero de Mayo! —y se acaricia la tripa.

—Ésas son tus cuentas —digo—, pero no sabemos las cuentas de Dios.

—¡Tu Dios empezará con nuestro hijo un tiempo mejor para los pobres! —dice Isidora.

—¡Pero este Mesías será el bueno! —dice Eduardo riendo.

—¡La revolución vive pendiente de que el hijo de Isidora no sea hembra! —dice Marcelo.

—¿Quién te ha dicho que una mujer no puede hacer la revolución? —dice Isidora.

Estamos en casa de Urbano, alrededor de la mesa, yo sentado junto a Isidora.

—Tranquila, tranquila —le digo, quitándole la mano de la tripa—. ¿Qué más da el uno de mayo que el treinta y dos?

—¡Quiero que mi hijo nazca marcado por el destino! —dice Isidora.

—Tranquila, tranquila —le digo.

Faltan dos semanas para que dé a luz y nosotros sin casarnos. Tuve que decírselo a la madre. «Ama», le dije, «tengo que casarme un día de éstos». La madre se quedó de piedra; dejó lo que tenía entre manos y se sentó en su silla baja del rincón de la cocina, sin mirarme. «Así tenía que acabar tanto desbarajuste. ¿De dónde es la chica?», dijo. «De las minas», dije. «¿Por qué te mandaríamos a la fábrica?», dijo. Le gustaría haber dicho que las chicas de las minas son gente peor que nosotros, pero no pudo decirlo, porque las chicas de Getxo las gastan parecido, principalmente por la romería de San Baskardo, y luego las familias meten prisa a don Eulogio para que las case pronto. «A ver quién se lo dice al padre», dijo la madre. «Se tirará Galea abajo». «Yo se lo diré», le dije.

Y entonces nos llegó la voz del padre desde el camarote, sobre nuestras cabezas: «¡Ya os he oído! ¡Ya os he oído! ¡Mejor haber estado sordo!».

Y enseguida: «¡O muerto!». Ni la madre ni yo abrimos la boca. No hubo más aquella noche: el padre bajó del camarote y entró en la cocina como si no fuera él quien nos hablara un momento antes. Una semana después, de nuevo nos llegó su voz desde arriba: «Es maketa». El padre no podía saber si era maketa o no, así que estaba preguntando. «Es la chica con la que su hijo se va a casar», dije, mirando las maderas carcomidas del techo. «Es maketa», dijo él. «Una maketa preñada», dijo la madre. «A ver cómo lo arreglas». Entonces la abuela dijo: «Que no oigan los pequeños», y la madre mandó a la cama a Juan y a Andrea, y Juan torció los morros, y fue como si el padre, desde el camarote, lo viera. «¿No has oído a la madre?», dijo el padre, y Juan y Andrea salieron con las cabezas gachas. «Empezaste a salir con ella sin permiso», dijo el padre. «¿De dónde es?». «De Palencia», dije. «De Palencia», dijeron los abuelos casi a coro. «No quiero una maketa en Altubena», dijo el padre. Y mi tío Santiago dijo: «También las maketas pueden guisar como las reinas». «No os preocupéis, que no viene a Altubena», dije. «Ya te ha engañado para que dejes tu propia tierra», dijo el padre. «No», dijeron los abuelos casi a coro. «No se quiere casar», dije. «¿Que no se quiere casar?», dijo la madre. «Nunca se ha visto que una chica preñada no… ¿Y tú?». «Yo, sí, pero ella quiere vivir en las minas», dije. «¿Qué le dan allí? ¿Miel?», dijo la madre. «Que se quede, que se quede», dijo el padre. «Hablamos de ella como si ya fuera de la familia». «El regalo que lleva dentro sí que es de la familia», dijo la madre.

Pasaban semanas sin que se tocara de nuevo el asunto. Y meses. Y siempre era el padre quien lo tocaba, quien rompía el fuego. Y siempre desde el camarote, a través de las desvencijadas tablas de Altubena. Le tenía yo oído que con la cara se habla mejor que con palabras, así que la escondía para atreverse a hablarnos con esas palabras que sólo decían una parte de lo que podía decir la cara.

Ocurría, pues, que Isidora no quería vivir en Getxo, ni yo en las minas. Siempre que en domingo o festivo hacía buen tiempo, la llevaba a la playa, a ver si le iba tomando más gusto, a que no olvidara que fue en la orilla de esta mar donde le sembraron el hijo. Bien que ella lo recordaba, bien que le gustaba que lo repitiéramos dentro del agua y a la misma hora. «Pues en Altubena será igual. Oiremos la mar desde nuestra cama», le decía yo. El cuerpo y el alma de Isidora se engolosinaban con Getxo, pero sólo cuando estaban en Getxo. De regreso a las minas, de su cara desaparecían la mar, la playa y el espacio libre hasta el horizonte, y se llenaba de la tristeza y oscuridad de su gente. «Casémonos en Getxo», le decía yo. «Las chicas se casan en su parroquia», decía ella. «Quiero que sea don Eulogio quien nos eche las bendiciones», decía yo. «Los curas son iguales en todas partes», decía ella. Yo sólo quería empezar bien mi vida de casado, bien desde el primer paso, con un cura de Getxo diciéndonos la misa y haciéndonos las preguntas, con hostias de comulgar cocidas en un horno de Getxo, y, sobre todo, quedando nuestros nombres escritos en el libro parroquial de Getxo. Casarnos en La Arboleda sería como olvidarme de lo que debe ser. Decía Isidora: «Tendremos que casarnos en el centro de la ría y partir nuestro hijo por la mitad y llevarnos cada uno un trozo». «La mujer debe ir a vivir donde quiere el marido», le dije un día, y ella me miró y no tuvo que hablar para que yo supiera que ésa era la gran razón de que se negara a casarse.

Fue en la playa donde me dijo que estaba preñada. De pronto, la mar me pareció otra, y tampoco reconocí la playa. Pensé en los padres, en Altubena. Me pregunté: «¿Eres tú Roque?». Frente a mí había una cara que me miraba muy seria. Oí que me llamaba: «Roque». Bajé mi mirada hasta su tripa y ella se la cubrió con las manos cruzadas. «No mires», me dijo. Entonces volví a reconocer la playa y a Isidora. «No seas tonta, estás vestida», le dije. Ella se puso a llorar sin hacer ruido, pero sin dejar de mirarme. «Pero tus ojos me desnudan preguntándome qué clase de renacuajo tengo aquí dentro», dijo Isidora. «Yo no estoy preguntando qué clase de renacuajo…», empecé a decir, pero a ella le dio por llorar más y me dijo: «¿Cómo se llaman esos que dijiste que siempre lo hacen metidos en el agua?». «Baskardo», le dije, «y viven ahí arriba, a un tiro de piedra». Isidora me dijo: «Pues yo no soy una Baskardo, aunque lo haga metida en el agua. Yo soy de las minas y jamás viviré a un tiro de piedra de tu playa». «Es que Altubena también está a un tiro de piedra», le dije. «¿Y de dónde has sacado que la madre de tu renacuajo vivirá en Altubena?», dijo Isidora.

Yo creí que este asunto había quedado listo cuando la pude llevar a Getxo por primera vez, cuando nos metimos en la mar a hacer lo que ni ella ni yo sabíamos cómo se hacía, cuando Isidora quedó tan ganada por la playa que fue ella la que me tomó de la mano y me llevó. ¿No significaba esto que necesitó ver para creer, que por fin había caído en que el Getxo que tenía ante los ojos era el mismo Getxo que yo le estaba prometiendo desde hacía un mes? Y, durante un par de meses más, Isidora no pudo pasarse sin la que ya era nuestra playa. No, yo no creí que Isidora me soltara finalmente: «Nunca viviré en otro sitio que en las minas». Y me lo dijo estando metidos los dos en la mar, y abrazados, y aún con los últimos temblores del momento. Le dije: «Si es por tu padre, nos lo traemos». Y ella: «Es por mi padre y por todos los demás. ¿Es que todavía no sabes el trabajo que hacemos allí?». Y yo: «¿Y cuándo acabáis ese trabajo?». Estaban los ojos de Isidora tan cerca de los míos que, al verlos tan tristes, llegué a creer que podría comprenderla a poco que me esforzara. Pero me negaba a saber nada de aquella gente loca que se empeñaba en arreglar esos problemas de la riqueza y la pobreza que han de dejarse en manos de Dios. Yo curaría la locura de Isidora sacándola de allí. «A veces pienso que soy una traidora viniendo a esta playa y viniendo contigo», dijo Isidora. «¿Es que la playa y yo tenemos la peste?», dije. «Me da miedo acabar entre vosotros, olvidándome de los míos», dijo. «¿Te da miedo ser feliz?», dije. «Sí, me da miedo ser feliz», dijo. Apretó contra mí su cuerpo desnudo y mojado. «Te quiero», dijo. Y yo: «Te recuerdo que soy Roque, el de la playa». «Te quiero», dijo Isidora, estrechando su abrazo y abriéndose como una ola. Me pregunté a cuál de las dos Isidoras estaba yo poseyendo, si a la mía o a la de ellos.

En las últimas semanas se han sentado cuatro personas más a esta mesa de los socialistas, y ahora apenas cabemos. La maldigo para mis adentros, maldigo a esta mesa donde Isidora ha oído el maldito socialismo que le hace decir que no quiere ser feliz conmigo en mi tierra.

—Me cago en el Primero de Mayo —pienso, pero creo que también lo he dicho, porque todos me miran. Es la primera vez que estallo en nueve meses y me parece que ya es hora.

—Pronto podré contar a tu hijo lo que acaba de decir su padre —dice Isidora, y no sé si sonríe o no, mientras mira a todos como pidiéndoles perdón.

—El Primero de Mayo no tiene la culpa de tus diferencias con Isidora —dice Eduardo—. El Primero de Mayo es una fecha muy querida por los socialistas.

—Sí, ya sé que el primero de mayo es para Isidora como su sangre —digo.

—Y para ti también debería ser mucho —dice Eduardo.

—En Altubena nunca hemos tenido Primero de Mayo —digo.

—Es que lo de Chicago ocurrió hace sólo cuatro años y no en tiempos de Noé —dice Eduardo.

—No metas a Noé en esto, que lo vuestro no es cosa de Dios —digo.

Y ahora salta Isidora:

—Tu playa sí que es cosa de Dios, ¿no es cierto? ¡Pues recuerda que tuve que quitar a tu Dios de esa playa para ser felices!

—No está bien que digas aquí esas cosas —digo.

—Tampoco está bien que tú digas lo que has dicho del Primero de Mayo —dice Isidora.

—No lo quise decir, sólo pensarlo —digo—. ¡No sé qué hacer para que el Primero de Mayo salga de tu cabeza! —Miro a todos—. ¡Quiero casarme con ella!, ¿no lo comprendéis?

Todos bajan los ojos hasta la mesa.

—Nos preocupa vuestro problema, el problema de Isidora —dice Facundo.

—¡Convencedla de que viva en mi casa! —digo—. ¡Si me dijera que no va a Getxo porque no puede vivir sin La Arboleda…! ¡Pero no es La Arboleda, sino el Primero de Mayo!

—¡El borono está celoso del Primero de Mayo! —dice Marcelo—. ¡Si tuviera a mano un calendario lo destrozaba!

—Calla —dice Facundo.

Pero Marcelo sigue:

—Lleva casi un año entre nosotros y aún no sabe… ¡Ni siquiera le ha preocupado lo nuestro para conocer mejor a Isidora! Compañero Roque, ¡Getxo no es el centro del mundo! ¿Cómo podríamos ayudarte?

—Yo le explicaré qué es el Primero de Mayo —dice Eduardo.

—¡Se lo he contado mil veces! —dice Isidora.

—Pero en tu boca le sonaría a que le estabas hablando de tu otro novio —dice Marcelo.

Desde su silla de ruedas Urbano no quiere perderse nada de lo que se dice en la mesa. No duerme ni come por la hija que está a punto de parir y no acaba de casarse porque no le da la gana, y el hombre hace causa conmigo para repetir a la loca: «Cásate, mujer, cásate», y cada lunes me pregunta: «¿La convenciste ayer en Getxo?».

—Isidora tiene muy metido el socialismo y tú tienes muy metido Getxo —dice Eduardo—. Creo que ni ella ni tú os tenéis que echar nada en cara. Tú, Roque, no concibes el mundo sin Getxo, y ella no lo concibe sin el socialismo.

Creo que al levantarme de golpe tiro la silla, y me pongo a cruzar el cuarto de una pared a otra.

—¡No es lo mismo! —digo—. ¿Cómo van a ser lo mismo Getxo y el socialismo?

—Isidora conoce Getxo y el socialismo, y tú sólo conoces Getxo: deja que te hablemos del socialismo —dice Eduardo.

—¡No quiero saber nada de lo que me quita a Isidora! —digo.

—Es la primera vez que una muchacha no quiere casarse con el hombre que… —dice Urbano—. Si ésta es una de las cosas nuevas que traéis los socialistas…

—El Primero de Mayo nació en Chicago —dice Eduardo.

—¡No quiero saber nada de…! —digo.

—Corría el año 1886 —dice Eduardo—. El movimiento obrero mundial no había conseguido unirse hasta entonces. Y ocurrió en Norteamérica, la nueva nación en la que tantos habían depositado tantas esperanzas de libertad. La reclamación que unió a los obreros fue:

«¡Ocho horas de trabajo! ¡Ocho horas de descanso! ¡Ocho horas de educación!».

—¡Nuestro grito de las minas! —dice Marcelo.

—Hubo miles de huelgas y casi medio millón de trabajadores en la calle —dice Eduardo—. ¡Jamás el mundo había conocido nada semejante! Los patronos se estremecieron y algunos aceptaron las ocho horas…

—¡Trunk, trunk, trunk! —dice Marcelo.

—Pero la mayoría de los empresarios endurecieron sus posturas contra aquellos rebeldes a los que, dijeron, había que arrebatar su orgullo para que siguieran siendo máquinas humanas de trabajo. La prensa patronal escribía que el problema social sólo se solucionaría con la prisión y los trabajos forzados. Lo cumplieron con creces: en una ciudad, la policía disparó contra los manifestantes y mató a nueve. Masas de huelguistas acudían a la puerta de las fábricas a abuchear a los esquiroles, y a Chicago fueron enviadas numerosas fuerzas policiales con fusiles de repetición, y los usaron contra la muchedumbre de trabajadores, causando una masacre: seis muertos y cincuenta heridos. La prensa obrera anunció que la guerra de clases había empezado, que los trabajadores responderían al Terror Blanco con el Terror Rojo. Decían: «¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!». Horas después, hubo un mitin de protesta en la plaza del mercado de heno de la misma Chicago, una manifestación pacífica, y se reunieron quince mil personas. Hablaron varios líderes obreros subidos a un carro. Podemos imaginarnos las duras denuncias que dirigieron a la fuerza armada de represión. De pronto, apareció la policía y comenzó a disparar contra la gente que escuchaba. Parece que un anarquista alemán arrojó una bomba contra los policías, matando a varios. Llegaron refuerzos e iniciaron un fuego cerrado contra las personas que aún seguían en la plaza. La prensa burguesa diría después que cayeron más de cincuenta «agitadores», pero la cifra se queda muy corta. Se implantó en Chicago el estado de sitio, el ejército ocupó los barrios obreros y se practicaron innumerables detenciones. La Justicia centró su venganza en los que habían dirigido la palabra a la multitud. Las únicas pruebas contra ellos serían las declaraciones bajo juramento de los testigos. El ministerio público utilizó falsos testimonios. Se pidió la pena de muerte para los acusados, sin ninguna prueba de que hubieran ejercido la violencia. El comportamiento de los reos durante el juicio fue admirable. Uno habló al juez como representante de una clase dirigiéndose al representante de otra, y le acusó de ser un mandado de los banqueros. Otro emocionó a muchos exponiendo la cruel explotación de clase que había sufrido, primero en Europa y luego en América. Un tercero declaró que la sociedad capitalista se apoya en la fuerza, en la violencia de todo tipo que ejercen los de arriba contra los de abajo. Y así los demás. Acabaron pidiendo que les colgaran si con ello ayudaban a que avanzasen en el mundo las ideas socialistas.

»Había sido procesado, también, otro que se llamaba Pearsons, Parsons o algo así, que pudo huir cuando sus compañeros fueron apresados; pues bien: este valiente abandonó su seguro refugio y se entregó para correr la suerte de sus amigos, y éstas fueron las palabras que pronunció, palabras que yo nunca olvidaré: «… para subir también al cadalso por los derechos del trabajo, la causa de la libertad y la justicia para los explotados».

»Fue un juicio vergonzoso. Fue el juicio de una clase contra otra. Uno de los jurados llegaría a confesar a sus amigos que el proceso sobraba, pues, en cualquier caso, los hombres que se sentaban en el banquillo estaban sentenciados de antemano a ir a la horca. ¿Razones? También las dijo: «Son hombres demasiado sacrificados, demasiado inteligentes y demasiado peligrosos para nuestros privilegios».

—¡Malditos! —dice Marcelo.

—Los ocho procesados fueron condenados a la horca, aunque a dos se les rebajó el castigo. Se apeló, pero el Tribunal Supremo de los Estados Unidos confirmó la sentencia. Los colgaron en el patio de una prisión rodeada por tropas que contenían a la multitud. Murieron con valor. Uno de ellos, en el momento de abrirse la trampa bajo sus pies, pronunció: «Éste es el momento más feliz de mi vida».

Nadie habla alrededor de la mesa. Miro a Isidora: sus ojos están mojados. No lo entiendo: ¿acaso eran parientes suyos? Ahora ha levantado la cabeza y me mira, y no veo en su cara rastro de Getxo.

—En Altubena yo siempre trabajo más de ocho horas y no me quejo a nadie —digo.

Salgo de la fábrica y subo a La Arboleda.

—¿Es que vas a salir a estas horas? —digo a Isidora—. ¿Hoy también?

—Dentro de tres días celebraremos un mitin en el frontón y hay que avisar a la gente —dice ella.

—Tendría que ser más importante para ti el hijo que llevas a cuestas. Una mujer no debe danzar por ahí con una tripa de ocho meses —digo.

—A mí tampoco me hace caso —dice Urbano—. ¡Como me manque al nieto…!

A veces Urbano se olvida de que no estamos casados. Pero yo nunca me olvido.

—¿Por qué no vas al curandero a que te vea? —digo.

—Estoy bien —dice Isidora.

—¿Tienes partera cerca de casa? —digo.

—Nacer es fácil, lo difícil es vivir —dice Isidora.

—Quiero que lleves a mi hijo a que le vean. Quiero saber cómo viene. He visto a chalas que no pueden salir de la vaca porque están atravesadas, y no quiero que mi hijo venga atravesado —digo.

—Tú, con tal de llevarme a Getxo… —dice.

—No hay mejor curandero que el Brujo de Uri —digo.

—Iremos después del mitin —dice Isidora, tomando la puerta.

—Pero si apenas puedes andar —digo.

—Hoy sólo tengo que ir a las casas del barrio alto —dice ella, saliendo.

—Cualquier día te ato con cuerdas a la cama —digo.

—Pues a tu madre le pillaron los nueve meses trabajando en la huerta, según me has dicho. No le dio tiempo a llegar a casa y te parió sobre unos cardos silvestres —dice ella.

—Así he salido yo de tonto —digo—. Sólo un tonto pasa más tiempo en las minas que en su casa.

—Volved pronto —dice Urbano.

Nos trata como si ya estuviéramos casados. Me pongo junto a Isidora y la cojo del brazo, por si tropieza con las piedras. Se han alargado los días y todavía hay luz. Apenas tengo que tirar de su brazo para que suba la cuesta: es como si arriba esperara encontrar un cesto lleno de oro. Es un barrio de casitas más pequeñas y más pobres que el de abajo. Llama a una puerta y sale una mujer oscura.

—Usted es Juana, ¿verdad? —dice Isidora.

—Sí, soy Juana —dice la mujer—. Y tú eres la socialista.

—Y éste es Roque —dice Isidora.

—Sí, ya sé, tu novio —dice la mujer, mirando la tripa de Isidora.

En lo único que se parece Getxo a La Arboleda es en que no puedes estornudar sin que lo sepa todo el pueblo.

—Dentro de tres días celebramos los socialistas un mitin en el frontón, porque estamos preparando el Primero de Mayo —dice Isidora—. Hablará Perezagua y a ustedes les gustará lo que diga.

—¿Por qué nos gustará? —dice la mujer.

—Porque son trabajadores —dice Isidora—. Los socialistas ayudamos a los trabajadores.

—A los pobres no nos ayuda nadie —dice la mujer.

Y entonces Isidora empieza a soltar estacha. Habla y habla como si le hubieran dado cuerda. Su carita blanca se pone un poco roja, y de pronto se me ocurre pensar que mi hijo también se habrá puesto un poco rojo y que a lo mejor se muere. Le tiro de la manga para que se calle, pero ella ni caso, hasta que dice: «La solución no está en quejarse sino en protestar, que no es lo mismo; en protestar todos unidos», y del fondo de la casa sale una voz de hombre: «Los patronos despedirán al que vaya a ese mitin», y sale el hombre y se para a la espalda de su mujer; es grande y está claro que nos mira para que nos vayamos. «Nos tienen bien agarrados», dice. «Al que se mueve… ¡una patada en el culo y a pasar hambre!». La mujer se vuelve hacia él. «Eso es quejarse, lo único que sabes hacer». Mira a Isidora. «¿Verdad que sólo es quejarse, señora socialista?». Mira otra vez al hombre y le dice: «¡Y lo que hay que hacer es protestar, que no es lo mismo que quejarse!». Se le encara. «¡Y tú y yo iremos a ese mitin!». El hombre mueve la cabeza y dice: «Los capataces también irán, pero ellos a apuntar las caras en su libreta». Y la mujer: «Iremos». Y luego, con ojos de loca: «¡Iremos a protestar para que te suban el jornal! ¡Iremos a decir que ya no aguantamos más tanta miseria!».

Isidora llama a otras puertas y habla a las gentes, y unos le dicen que ya irán y otros que no lo saben.

—Miedo, miedo —dice Isidora al pasar de una casa a otra, de una chabola a otra.

Yo le digo:

—Ya está bien de visiteos por hoy.

—Siempre vienes conmigo y nunca acabas de comprenderme —dice Isidora.

—Nuestro hijo no tiene la culpa de que estés loca y yo no te encierre en casa —digo.

—En Altubena, claro —dice Isidora.

—¡Dios mío!, ¿por qué no se me ocurrió antes? ¡Te encerraré con tranca en un cuarto de Altubena! —digo.

—A pan y agua y que ese cura tuyo nos case allí dentro —dice Isidora.

La miro.

—¿Cuándo nos casamos? —digo.

Me paro y la agarro por los brazos.

—¿Cuándo nos casamos? —digo, zarandeándola.

—El cura de La Arboleda me pregunta lo mismo —dice Isidora—. Dice que estoy dando escándalo en el pueblo. Yo también tengo a un cura que quiere casarme.

—Faltan sólo días para que venga el crío y nosotros sin elegir cura —digo.

Nos reímos. Ya es noche cerrada. La abrazo para besarla.

—Quieto, que aún no estamos casados —dice Isidora. Bajamos la colina cogidos de la mano y riéndonos.

Pasan semanas sin que en Altubena se toque lo de Isidora.

—Ama, ¿sabe usted hacer de partera? —digo.

—Alguna vez he tenido que hacer de partera de mí misma —dice la madre.

—Quiero traer a Isidora a parir a Altubena.

A la madre se le olvida lo que iba a hacer con su mano.

—¿Traer a nuestra casa a una madre soltera? —dice—. ¿A quedarse?

—Si pare aquí, igual se queda —digo.

—Una madre soltera en nuestra casa —dice la madre con los brazos colgando.

—Si se queda, se casará —digo—. Hasta ahora, es ella la que no quiere casarse con el padre de su hijo.

—Qué cosas, qué cosas —dice la madre.

Sale de la cocina y la sigo. Se para en el portalón, primero para retocarse el moño y luego el delantal azul.

—Tu padre no quiere ni oír de este asunto —dice, y es como si hablara su espalda—. Mejor si te buscas a otra chica.

—Una vasca —digo.

—Los Altube y los Uribe siempre nos hemos casado con vascos —dice la madre.

—Isidora no tiene que ver con esas cosas —digo—. ¿Es que no ayudaría usted a parir a la vaca de otro?

—Desde hace meses no haces más que traernos líos —dice la madre.

—En la tripa de esa maketa hay algo con la mitad de sangre vasca —digo.

—Pero nunca sabremos si es la mitad de arriba o la de abajo —dice la madre.

—Es mi hijo, y si nace en Altubena seré también su padre en los papeles —digo.

—Que lo diga el padre —dice la madre, metiéndose en la cocina mormojeando—: Como si una no tuviera ya bastantes purrusaldas en la cabeza…

La sigo. Se sienta en su silla baja del rincón. No me mira.

—A ver qué dice el padre —dice.

Y, al cabo de un rato, con voz más fuerte:

—A ver qué dice el padre.

Oigo los pasos del padre saliendo de su cuarto y luego sobre las losas del pasillo y luego subiendo las escaleras del camarote y luego sobre nuestras cabezas.

—No —dice por las rendijas de las tablas.

Cada vez que subo a La Arboleda me dicen que Isidora anda dando mítines por pueblos perdidos, o repartiendo propaganda a la puerta de las fábricas, como cuando la conocí. Y así todos los días. Me siento a esperarla y por fin llega con cara de muerta, pálida, con ojeras como bocas de pozo, y apoyándose donde puede.

—Hola —dice.

—Hola —digo.

Aprieta la boca y pone en sus ojos una mirada de niña cogida en falta. Luego me dice:

—Te prometí estarme quieta cuando pase el Primero de Mayo… pero tendrán que ser tres días más, porque este Primero de Mayo será el cuatro. Así lo ha acordado el partido.

—Sólo a los socialistas se os ocurre celebrar el día cuatro el Primero de Mayo —digo.

—Es que es domingo —dice ella—. Podrá venir más gente a la manifestación.

—Incluso podrá ir nuestro hijo, si sigues dando volteretas como hasta ahora —digo.

—¡Qué buen bautizo para él! —dice Isidora.

Para que Isidora no tenga que levantarse de la mesa, yo mismo estoy haciendo la cena para su padre. Tortilla de patatas. De tanto vérsela hacer a la madre en Altubena, creo que no le envenenaré.

—Parece que este año el movimiento obrero en Europa se ha puesto realmente en marcha —dice Eusebio—. Para el Primero de Mayo se anuncian grandes manifestaciones en todas partes.

—La burguesía está asustada —dice Pascual, un hombre que, poco o mucho, siempre está sonriendo.

—Ellos no están acostumbrados a que la clase obrera se agite —dice Vicario, un hombre con la nariz aplastada.

—Es el despertar de algo nuevo —dice Isidora.

—¿Cómo le gustan a tu padre las comidas: sosas o saladas? —digo.

—A medias —dice Isidora.

—El mes pasado, casi cincuenta mil obreros textiles de Cataluña se declararon en huelga —dice Eduardo.

—¿Dónde está la sal? —digo.

—A tu derecha, en un tarro de barro —dice Isidora—. Se te están quemando las patatas.

—No, es como las hace la madre, un poco chamuscadas —digo.

—Y también, en marzo, se ha celebrado en Berlín un congreso sobre problemas sociales —dice Eduardo.

—La prensa burguesa está preocupada. Ya empieza a nombrar a los trabajadores. Antes no existíamos para ellos —dice Facundo.

—Es el comienzo de algo nuevo —dice Isidora.

—Ayer, en la reunión semanal, Perezagua pidió que en nuestros mítines insistiéramos en las subidas de jornal que se producirían si en la manifestación del Primero de Mayo…

—Del cuatro —dice José.

—… del cuatro de mayo, la clase trabajadora es capaz de dar sensación de fuerza y de unión —dice Eduardo.

—¡Conseguiremos una manifestación de muchos miles! —dice Isidora.

—Perezagua habla ya de doce mil —dice Eduardo.

—¡Doce mil! —dice Isidora—. ¡La mísera legión en marcha!

—¿Dónde están los huevos? —digo.

—¿Los huevos? —dice Marcelo, levantándose. Viene hacia mí—. ¡Los tenemos bien puestos!

—Están en la puerta de arriba del armario —dice Isidora.

Abro la puerta. Hay un huevo dentro de una caja de zapatos. Lo cojo y se lo enseño a Marcelo sin decirle nada. Me llama borono y vuelve a su sitio.

—Estáis preparando una locura que acabará en tragedia —dice Urbano—. Jamás nadie ha podido cambiar nada en las minas. ¡Yo las conozco bien y hace medio siglo eran igual que ahora! Los hombres vienen a las minas a ganar más jornal que en otra parte y no es justo que les calentéis los cascos para arrastrarlos a huelgas y manifestaciones.

—Sólo van cuando alguien les convence de que les conviene ir —dice Marcelo.

—Mejor si gastáis la saliva en decir a Isidora que se case con el padre del hijo que va a tener el Primero de Mayo —digo.

—¿Metemos ese tema en el orden del día? —dice Marcelo.

—¿Por qué no? —dice Urbano—. ¿Acaso a vuestro socialismo le tiene sin cuidado el honor de una mujer? ¡Si fuera vuestra hija…!

Urbano se seca las lágrimas con un pañuelo.

—Si la solución dependiera de nosotros… —dice Eduardo.

—¿Qué le habéis metido en la cabeza a mi hija? —dice Urbano—. ¡Está embarazada y no quiere casarse! ¿Así son las ideas socialistas?

—¿Quién le ha dicho a usted que yo no quiero casarme, padre? —dice Isidora—. ¡Claro que quiero casarme! ¡Pero quiero vivir aquí, donde soy más necesaria que en Getxo!

—¡Tu hijo es antes que tú y tu obligación es sacrificarte por el pobre inocente! —dice Urbano.

El revuelto de huevo y patatas se está cociendo a fuego lento, como hace la madre.

—A tu padre no le importaría dejar esto para vivir en Altubena —digo.

—¿Qué se me ha perdido a mí en Getxo? —dice Isidora—. Mi sitio está en las minas.

—Tranquila, tranquila… —digo—. Menos baile.

—En Getxo también podrías trabajar por nuestra causa —dice Eduardo.

—¿Con quién? ¿Con alcornoques como Roque? —dice Isidora—. ¿Con gentes que creen que Dios les ha puesto en el paraíso terrenal? Debo quedarme con los que sufren.

—Los de Getxo no lo saben, pero también son explotados por los mismos que nos explotan a nosotros —dice Marcelo.

—Pues a ver cómo le convences a mi aldeano —dice Isidora.

—Los Altube siempre hemos sido dueños de nuestra propia tierra y nadie nos da el sobre del jornal al final del trabajo —digo.

—Pero habrá otras familias que no sean dueñas de la tierra que trabajan —dice Facundo.

—Todas las tierras cuestan el mismo sudor trabajarlas —digo.

—Pero entre vosotros habrá dueños que cobren a otros rentas de tierras —dice Marcelo.

—Algunos, y van por septiembre a coger el cestillo de higos con que les paga el inquilino —digo.

—Sin embargo, esos mismos dueños son los que han levantado fábricas a este lado de la ría, y explotan minas y entregan a sus obreros sobres con jornales de hambre —dice un tal Guerra.

—Eso ocurre aquí y con gentes que han venido de fuera —digo.

—Tú no eres de fuera y trabajas aquí, en Altos Hornos —dice Marcelo.

—La madre quería guardar algún dinero para enfermedades y poner una vaca más. También los dueños de tierra querían algún dinero y están aquí, como yo —digo.

—Hablas como si ellos y tú fuerais iguales —dice Eduardo.

—Somos iguales —digo—. Tenemos el mismo Dios, vivimos en la misma tierra, en las romerías cantamos las mismas canciones y bailamos los mismos bailes, hablamos la misma lengua. Somos vascos, somos iguales.

Isidora se levanta.

—¡No sois iguales! —dice.

—Tranquila, tranquila —le digo—. Siéntate con tu hijo.

—¡A ver cuándo dejan ellos sus palacios y criados y se meten a cuidar vacas en el viejo Altubena! —dice Isidora.

—El abuelo Satordi les diría que no. En Altubena sólo viven Altubes o mujeres de Altubes —digo.

Isidora levanta los brazos y resopla.

—¡Éste es mi hombre! —dice.

—Las preñadas no deben pensar en otra cosa que en su hijo —digo—. ¿Por qué no piensas en tu hijo?

—¿Os dais cuenta? —dice Isidora—. Cuando hay testigos se avergüenza de decir «nuestro hijo», no quiere que nadie pueda obligarle a casarse. Me entran ganas de decirle: «Te has salido con la tuya, llévame a Getxo», para que confiese que nunca quiso casarse, que lo de Getxo es sólo una excusa.

Llora.

—Le saco la cena, Urbano —digo.

—Es como todos —dice Isidora—. ¿No veis la cara de fresco que tiene?

—No hables así —dice Facundo—. No crees en lo que dices.

—¡Tiene miedo de que le diga que le seguiré a su tierra! —dice Isidora.

Paso la tortilla redonda a un plato, que llevo a la mesa y dejo frente a Urbano, con el tenedor, el pan y la botella de vino y un vaso.

—Eres un buen muchacho —dice Urbano.

Me paro frente a Isidora.

—Vamos, dilo —le digo—, y yo mismo te preparo la maleta.

—¡Es mentira! —dice Isidora—. ¿No le veis que está mintiendo?

—No te portes como una preñada y díselo —dice Marcelo.

—¡Me da miedo, me diría que no! —dice Isidora.

La cojo por los hombros, la empujo hacia abajo y la siento. Su cuerpo tiembla como la cola de una lagartija.

—Siéntate hasta que se te pase el histérico —digo.

—¿Qué será de mí y de mi hijo? —dice Isidora tapándose la cara con las manos.

Llega Marcelo a su espalda.

—Mírale a la cara a tu borono —dice—. Vamos, levanta la cabeza y leerás en sus ojos que él mismo haría de cura para casaros.

—El histérico no es bueno para nuestro hijo —digo.

—Ha dicho «nuestro hijo». —Dice Marcelo—. ¿Lo has oído, mujer?

—El que hace una tortilla tan buena no puede ser mala persona —dice Urbano con la boca llena.

—Soy una mujer engañada y acabaré en puta —dice Isidora.

—¿Qué te parece eso? —me dice Marcelo.

—Me parece bien que haya dejado de pensar en el Primero de Mayo —digo.

—¡El día veintiuno mitin socialista en La Arboleda! ¡Hablará Perezagua! ¡Trabajador, no faltes!

Isidora se queda ronca repitiendo esto en todas partes, en los pueblos mineros, a la puerta de las fábricas, en tabernas y cocinas. Llama, le abren y se mete en las casas, mientras yo me quedo fuera. Al salir, me dice un poco más ronca que al entrar:

—Roque, me han prometido que irán. Les he dicho: «¿Por qué el gobernador nos prohibió este mitin hace días? ¡Porque nos tienen miedo! ¡Saben que si luchamos unidos tendrán que subirnos los jornales!». Y entonces ellos se han mirado entre sí y han dicho: «¿Los jornales?».

—Bueno, ahora siéntate un rato —le digo, dejando en el suelo la pequeña silla con la que le acompaño últimamente. Y la tengo que agarrar para que se siente.

—Cada vez tenemos más gente con nosotros —dice Isidora—. ¡El cuatro de mayo será algo nunca visto! Mañana empezaremos a levantar en el frontón la tribuna para el mitin.

La obligo a que no deje la silla, a que nuestro hijo descanse un rato. Me gusta más Isidora cuando se pone a llorar por ella y por el crío, cuando le da el histérico.

—¡No hay espectáculo más grandioso para un socialista que el de ver que su justa causa reúne a tantos trabajadores! —dice Perezagua moviendo un brazo.

Es el hombre de cara triste que conocí en aquel entierro. Viste chaqueta, chaleco y pantalón oscuros y camisa blanca, y su barba es como la del san Baskardo de la iglesia de Getxo.

—No tienes por qué levantarte —digo a Isidora.

—Todos están levantados —dice ella.

—Ninguno va a parir dentro de unos días —digo.

Estamos frente a la tribuna de tablas, en primera fila. El frontón está lleno de hombres y mujeres, sobre todo hombres. Todos tiesos, con los brazos caídos, mirando a la tribuna. En la tribuna, detrás de Perezagua, están los socialistas de la agrupación de la zona, y los de Bilbao. Todos sentados. Isidora también tenía que estar entre ellos, pero la escalera tiene los peldaños muy altos y, cuando los iba a subir, le dije:

—No puedes.

—Ya verás como sí —dijo ella.

Pero la agarré. Isidora dio varios tirones.

—Primero, nuestro hijo —dije—. No es bueno para él que levantes tanto las patas.

—Mi sitio está en la tribuna —dijo Isidora.

La arrastré de allí.

—Tu sitio está en casa —le dije, poniendo la silla en el suelo y sentándola encima.

Escuchan como tontos a Perezagua. Mueven las cabezas de arriba abajo y, cuando calla, se ponen a aplaudir. Y lo mismo hace Isidora. Y de pronto me doy cuenta de que está aplaudiendo toda la gente que llena el frontón. «¡Muy bien! ¡Ya es hora de que alguien nos hable así!», oigo decir. Tengo una mano sobre el hombro de Isidora para que no se levante cuando aplaude.

—Este mitin sobraría, vosotros sobraríais aquí, y los de esta tribuna también sobraríamos si no hubiera ninguna explotación que denunciar —dice Perezagua, con una mano en el bolsillo y moviendo el otro brazo—. Por desgracia, somos víctimas de la injusticia. ¡Los poderosos han convertido en esclava a la clase trabajadora!

Isidora aplaude, los de la tribuna aplauden, los de abajo aplauden, todo el frontón aplaude y dice: «¡Eso, eso es lo que somos, esclavos, perros!». Yo soy el único que no aplaude.

—Pero el mundo del trabajo ha tomado conciencia de la humillación a que le someten —dice Perezagua—. ¡Y ha tomado conciencia de su poder! Y así como la burguesía tiene sus fiestas, la clase trabajadora tiene también la suya…, ¡el Primero de Mayo! ¡Se celebra en todos los países el mismo día, porque es la gran fiesta de la solidaridad obrera! ¡La clase trabajadora no tiene fronteras! ¡Cada obrero explotado en cualquier parte del mundo es nuestro hermano! ¡Viva el Primero de Mayo!

Se oye un vocerío: «¡Viva!». Isidora me tira de la blusa.

—¿Por qué no gritas tú también? —dice.

—Yo no puedo ser hermano de los que viven fuera de mi tierra y ni siquiera conozco —digo—. No son mis enemigos, pero tampoco mis hermanos.

—¡No quiero tener este hijo tuyo! —dice Isidora.

Me mira con furia y echa la cabeza y todo el cuerpo hacia arriba, pero yo la vuelvo de un empujón a la silla. La gente de atrás nos dice que nos callemos. Perezagua sigue hablando:

—Se ha entregado al gobernador un escrito con tres peticiones de los mineros, para que lo haga llegar a las Cortes. Se pide lo siguiente: jornada de trabajo inferior a diez horas, fuera los barracones y los almacenes de los capataces, y más jornal. Haremos saber a la burguesía que la clase trabajadora está viva, que sabe defenderse, que está resuelta a no callar por más tiempo, pero que defenderá sus derechos sin violencia. Sólo quienes tienen la razón pueden dar ejemplo de cómo ha de ser la deseable sociedad de hermanos por la que luchamos los socialistas… Bajaremos en manifestación a la capital y desfilaremos por sus calles como el gran ejército de la hermandad que somos. La burguesía nos verá desfilar pacíficamente, pero con las caras muy altas. Los habitantes de Bilbao no nos conocen, sólo han oído hablar de nosotros como de «esa chusma de mineros salvajes que viven como animales en los montes». Prefieren no vernos, ignorar que el minero se alimenta con el tocino y las alubias agusanados que le venden en las cantinas obligatorias, que trabaja de estrella a estrella, que duerme en barracones que parecen cuadras, que es despedido por los capataces a la menor protesta, que los innumerables accidentes laborales convierten al hospital minero de Triano en un hospital de guerra… Bilbao prefiere no saber nada de esto. La burguesía bilbaína cierra los ojos para no inquietar su conciencia…, ¡cierra los ojos para no ver a costa de qué sufrimientos ajenos acumula fortunas! ¡Pero nos verán! ¡Verán que sus minas y sus fábricas no producen solas, que las movemos nosotros, los esclavos! ¡Desfilaremos ante ellos no para inspirar lástima, sino reclamando justicia!

¡Vaya griterío en el frontón! En un descuido, Isidora se me levanta.

—¡Viva el Primero de Mayo! —dice.

El frontón tiembla con el trueno de voces: «¡Viva! ¡Viva!». Con las dos manos vuelvo a sentar a Isidora.

—¡Grita tú también, que te oiga mi hijo! —dice, levantando la cara hacia mí.

—En Altubena siempre hemos trabajado también de estrella a estrella y nunca le vamos a llorar a nadie —digo.

—¡Pues olvida para siempre todo lo que tienes aquí y vete! —dice Isidora.

Me agacho para que nuestras caras queden a la misma altura. Con mis propios dedos le quito las lágrimas.

—En mi playa te conocí de verdad. En mi playa hicimos a nuestro hijo. Tú y él sois de allí. Deja todo esto y acompáñame a Getxo —digo.

—¿Todo esto? Levántate y mira hacia atrás —dice Isidora.

Me levanto y miro hacia atrás, por encima de todas las cabezas.

—¿Qué ves donde se acaba la gente? —dice Isidora.

—Unas parejas de guardias —digo.

—¿Cuántas parejas? —dice Isidora.

—A ver… —digo, contando con los dedos—. Ocho. Ocho parejas.

—En las minas nunca hemos visto tantos guardias civiles —dice Isidora—. Están desde hace una semana. Vienen a vigilar a los mineros. ¿Y sabes quién los manda? ¡Ellos, los dueños de las minas, la burguesía de Bilbao! Saben que algo ha empezado a cambiar y tienen miedo y envían a sus pastores armados para que su rebaño no se desmande… No puedo, ahora, dejar «todo esto». ¡Y cómo me gustaría! Pero hay aquí tanto que hacer…

Isidora se pone de pie y se me queda mirando como aquel día en que, desnuda, me llevó de la mano a la mar. La verdad es que sólo me lo parece, porque estando en las minas es imposible que pueda mirar de aquel modo.

—¿Cómo le llamaremos? —dice.

Ni yo mismo puedo mirarla como entonces. Y me pregunto cómo me gustó tanto la primera vez que la vi, repartiendo papeles a la puerta de la fábrica, si no ocurrió en Getxo sino a este lado de la ría.

—Luego, luego me lo dices —dice Isidora de pronto.

—Decirte, ¿qué? —digo.

—¡El nombre de nuestro hijo! —dice.

En un momento ha dejado de ser mía para volver a la locura de ellos. Su garganta se rompe dando vivas al Primero de Mayo y a la revolución socialista. Esta gente todo lo hace en grupo, en rebaño. Y ella les sigue… ¡En un momento me la han robado!

—¡Cállate! —le digo—. ¡Y siéntate!

Pero esta vez no puedo sentarla. La empujo hacia abajo, pero ella y yo estamos tan apretados por la gente que no queda sitio ni siquiera para doblar las rodillas. Además, entre tanto loco han volcado la silla.

Todos los de la tribuna también están levantados y aplaudiendo. Isidora hace gestos con las manos a Eduardo, a Marcelo, a José y a los demás, y ellos le mandan otros gestos, y así se dicen unos a otros que ¡cuánta gente hay!, que ¡qué bien nos van saliendo las cosas a los socialistas!, que ¡nuestro trabajo está dando frutos!, que ¡el Primero de Mayo reuniremos el mayor rebaño de trabajadores que se haya visto nunca!, y locuras así.

Hablo, pero Isidora no me oye.

—¿Qué dices? —dice.

Grito:

—¡Nuestro pobre hijo tendrá que llamarse Mayo Altube!

Bueno, pues me voy a ver qué pasa en la fiesta del Primero de Mayo de estos locos, que no es el día uno, sino hoy, cuatro, domingo. La madre me dice: «¿Adónde vas tan de madrugada un domingo?». «Tengo que ir allá», le digo. Y ella: «Dicen que los mineros andan revueltos». «Yo sólo voy a cuidar de mi hijo», le digo. Y ella: «Pero ¿es que ya ha nacido?». «No. Por eso tengo que ir, porque no ha nacido todavía», digo. «Con los ojos se ve que tu padre pierde carne día a día», dice la madre. «Ya se hará a ella cuando la tenga aquí», digo. La madre se santigua y dice: «Supongo que Dios sabrá lo que hace».

Ya estoy en La Arboleda. Serán las cinco de la mañana. Por el camino he visto a grupos de obreros hablando y esperando no sé qué. Y también patrullas de guardias civiles y forales, y soldados. Isidora me ve y sale del grupo que ya está en pie de guerra. Una vaca con el ternero saliéndosele no camina peor que ella. Su tripa le ha crecido de ayer a hoy. La agarro por los hombros para que no se caiga, pero ella se pone a llorar.

—¿Por qué lloras? —digo.

—Por los seis mineros que murieron en el accidente de anteayer —dice Isidora—. No podrán acompañarnos a Bilbao.

—Son cosas que pasan —digo.

—¡Son cosas que no pasarían si la vida del minero valiera más y los patronos la protegieran mejor! —dice Isidora.

—Tranquila, tranquila —digo.

—¡Y también lloro por los obreros de la fábrica San Francisco que detuvieron ese mismo día por empezar la huelga! —dice Isidora—. Se presentó el gobernador en persona, al frente de un ejército de guardias civiles. —Se seca las lágrimas y sus ojos se ponen como ascuas—. ¡Roque, están de verdad asustados! ¡Las compañías mineras han pedido a las autoridades que traigan regimientos de soldados de Vitoria y Orduña, y han sido atendidos! ¡Se ha suspendido la corrida de toros anunciada para hoy! ¡Y los jesuitas han pedido protección al gobernador! ¡Nos temen!

—¿Es que vais a empezar a matar a todos los ricos? —digo.

Mira hacia atrás, para ver si nos miran, y se empina para darme un beso en la boca. La aparto.

—Aquí, no —digo—. En la playa.

Isidora da un salto.

—¡Es que quiero que sepa todo el mundo lo feliz que soy en este día del obrero! —dice.

La agarro para que se esté quieta.

—Que vayan ellos a Bilbao —digo—. Está muy lejos y tú tendrías que estar en la cama.

—Me gusta la cara que pones cuando me riñes —dice Isidora—. Me gusta que te preocupes de nuestro hijo.

—Alguien tiene que preocuparse —digo—, porque tú…

—Él está de acuerdo con lo que hago —dice Isidora—. Escucha lo que me dice. Me dice: «¡Adelante, madre, no quiero que el socialismo se retrase por mi culpa!». Esto me dice nuestro pequeñín desde aquí dentro. «¡Me gusta trotar contigo de un lado a otro!», me dice. «¡Y dile a mi padre a ver cuándo deja de ser tan burro y nos ayuda a los dos a traer el socialismo!», me dice. ¿Qué te parece?

—¿De modo que ya tengo un hijo socialista? —digo.

Qué se podía esperar, dentro de una madre así.

—¡Vivirá conmigo este Primero de Mayo! —dice Isidora.

—Tranquila, tranquila —le digo—. Tenlo quieto para que lo vea todo mejor.

Parece que el grupo se pone en marcha. Están todos: Eduardo, Facundo, Marcelo, José y los cuatro nuevos, y los de la agrupación de Sestao: el hombre flaco con bigote, el de barba, el gordo y bajito, y el bajo con gafas y voz asmática, al que llaman Proto.

—¡Aquí llega Perezagua! —dice Isidora.

Sí, a paso rápido, como si se le fuera a acabar el Primero de Mayo. Le siguen varios hombres con cara de socialistas, Isidora se olvida de su hijo y de mí y les sale al encuentro. Hablan. Luego, los del grupo de Eduardo y de Proto van hacia ellos y hablan. Hasta que Perezagua levanta el brazo y dice con todos sus pulmones:

—¡Amigos, todos a Bilbao! ¡Recogeremos por el camino a los compañeros de las fábricas! ¡Adelante! ¡Hoy va a hablar la clase obrera!

—¡La pancarta! —dice alguien.

Y aparece una gran sábana con unas letras, que creo que dicen: OCHO HORAS DE TRABAJO, OCHO DE DESCANSO, OCHO DE EDUCACIÓN. La tela tiene un palo a cada extremo y dos hombres la levantan sobre el grupo de socialistas que ya ha echado a andar, y se les une la gente que esperaba por aquí cerca. Allá van, como un bando de avefrías. Esta gente todo lo hace en grupo, cuanto más grande mejor.

Isidora sale de entre ellos y viene y me coge de la mano.

—¿Qué haces ahí parado? Ven con nosotros —dice, llevándome de la mano.

—Espera, que voy a tu casa —digo.

—¿A qué?

—A por la silla.

Urbano sigue en la cama.

—Cojo una silla —digo.

No me ha oído a mí, pero ha oído la puerta, y dice medio dormido:

—Oye, Isidora, hija de Satanás, dile a Roque que rezaré para que vuestro hijo no nazca en la manifestación, como un perro.

Con el brazo derecho rodeo la espalda de Isidora, para ayudarla a caminar, y en la mano izquierda llevo la silla. Vamos entre montones de mineros y no me canso de decir: «¡Eh, no la empujéis! ¿No veis que no tenía que estar aquí sino en su cama?». Ya he puesto varias veces a Isidora en las esquinas, para que no la aplasten, pero como no para de llegar nueva gente, nos empujan una y otra vez hacia dentro y sudo apartando cuerpos de encima de Isidora para no quedarme sin hijo.

Y ella, diciendo:

—¡El mundo del trabajo se ha puesto en marcha!

—Pues podía haber esperado a que parieras —digo.

—¿No te emociona la música de sus pasos? —dice—. Escucha: ¡Plot! ¡Plot! ¡Plot! ¡Mira a derecha e izquierda, cómo bajan de los montes nuevos mineros a engordar nuestro gran ejército! ¡Por fin se han convencido de que ha llegado la hora y han atendido a la gran señal! ¡Adelante, hermanos, adelante!

A nuestro lado, dice una voz:

—¡Justicia!

Y siguen otras voces: —¡Justicia! ¡Justicia!

Y, en un momento, todo el gentío hace coro diciendo:

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!

Es como si les hubieran dado cuerda.

—¡Así, así, que os oiga el mundo! ¡Hemos estado callados demasiado tiempo! —dice Isidora a gritos, estirando el cuello para que se le oiga mejor, y de su hombro pasan a mi brazo sus nervios en punta.

—Tranquila, tranquila —digo—. En Getxo, cuando le pedimos algo a Dios, se lo pedimos con humildad.

—¡Nosotros no le estamos pidiendo la justicia a Dios sino a los hombres! —dice Isidora.

—Tranquila, tranquila —digo—. Mejor si te sientas un rato en la silla.

—¡Éste es de los momentos que hay que vivir de pie! —dice Isidora—. ¡Fíjate en sus caras: no pueden creer lo que está ocurriendo! ¡Por primera vez en sus vidas se sienten fuertes!

Van con caras tan largas como las que llevamos los de Getxo cuando bajamos a la playa a por saborra. Pero no es lo mismo, porque lo nuestro es serio y lo de esta gente es cosa de locos.

—¡Adelante! ¡Adelante! —dice Isidora—. ¡No nos detendremos hasta el triunfo!

—Tranquila, tranquila —le digo.

Pienso en mi hijo, metido en este guirigay sin comerlo ni beberlo, y digo a Isidora:

—Siéntate en la silla y me la pongo contigo encima en la cabeza.

—Parecería una reina y los socialistas no queremos reyes —dice Isidora.

¿De dónde saca fuerzas? Veo gotitas de sudor en su cara blanca; se la toco y tiene fiebre. Se ha olvidado la toquilla roja que lleva sobre los hombros, y yo se la cruzo una y otra vez sobre el pecho para que no se le caiga. Su pelo va suelto, como el de las locas. Cada uno de sus pasos parece que va a ser el último, y seguro que de un momento a otro se me queda entre los brazos. Pero no: allá va con su tripa a cuestas, y cuando abre la boca no siempre es para echar algún grito, sino también para atrapar aire y no ahogarse.

Al cruzar los pueblos las mujeres nos aplauden desde las ventanas y los hombres salen de sus casas y se nos unen. Viendo esto, a Isidora se le saltan las lágrimas. Al llegar a Portugalete se paran los que van en cabeza con la pancarta. Se oyen gritos de saludo y de ánimo.

—¡Mira —dice Isidora— cuántos obreros fabriles nos estaban esperando a los mineros! ¡Viva la unión de la clase obrera!

Sí, frente a la pancarta veo un montón de hombres, unos saludándonos con los brazos y otros mirándonos con cara de sueño. Los de mi grupo les hablan y los otros también nos hablan. Se ríen y se cuentan alguna gracia y por primera vez parece que estamos en una romería. Aprovecho la ocasión para dejar la silla en el suelo.

—Siéntate —digo a Isidora.

Pero la tengo que agarrar para ponerla en la silla. Me mira desde abajo como si la hubiera enterrado viva.

—No te apures, que yo te cuento lo que pasa —digo—. Ahora Perezagua se acerca a la otra cuadrilla y les habla. Ahora Perezagua se mete una mano en el bolsillo y empieza a mover la otra…

—Es que va a hablar —dice Isidora.

—Ahora Perezagua les dice que… —digo.

—Ya le oigo —dice Isidora.

Sólo son cuatro palabras.

—Ahora Perezagua les dice con la mano que se pongan a nuestra cola y él vuelve bajo la pancarta —digo.

Isidora se levanta y yo la tengo que dejar, porque los pies que nos rodean se ponen en marcha. Cojo la silla con una mano y con el otro brazo rodeo el hombro de Isidora.

—Nuestro hijo me acaba de decir que es una silla muy cómoda —digo.

—No seas tonto —dice Isidora.

Esconde mucha fuerza dentro de su cuerpo de pajarito, pero la gasta en gritar más que en andar. Le digo: «Tranquila, tranquila», cuando grita con todos: «¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!», y lo repiten a coro una y otra vez, porque la llegada de los refuerzos ha puesto muy gallitos a unos y a otros y parece que van a comerse el mundo. ¡Ocho horas de trabajo! En Altubena muchos días metemos veinticuatro, y a callar, como Dios manda.

Ya estamos en Sestao. La pancarta se para frente a La Vizcaya, donde hay obreros fuera, mirándonos, y empiezan a subir otros, limpiándose las manos, y todos esperan. Bajo la silla al suelo.

—Vamos, siéntate —digo a Isidora.

—¿No ves que va a hablar Perezagua? —dice, poniéndose de puntillas para mirar por encima de las cabezas. La empujo hacia abajo y la siento.

—¿Cuándo se ha visto a alguien en una manifestación con una silla? —dice Isidora.

—También habría que traer una partera —digo.

—¡No comprendes lo que estamos viviendo todos nosotros! —dice Isidora.

—A callar, que habla Perezagua —digo, y ella me muerde la mano que le he puesto sobre la boca.

—Vamos hacia Bilbao, a celebrar el Primero de Mayo —dice Perezagua, moviendo una mano y con la otra en el bolsillo—. La clase obrera de Vizcaya recorrerá en manifestación las calles de esa ciudad que nada sabe de nuestros problemas, de nuestras necesidades. Y verán que no somos fieras, como dicen, sino trabajadores que piden justicia. ¡En este primero de mayo la burguesía de Bilbao ha de asombrarse de la fuerza de los trabajadores! ¡Todos han de ver que somos muchos pidiendo lo mismo: justicia! ¡A todos los países de la Tierra ha de llegar la noticia de que la clase obrera de Vizcaya ya se mueve hacia la revolución! ¡Compañeros de la fábrica La Vizcaya, os invitamos a uniros a nosotros y participar de nuestra gloria obrera…! ¡Viva el Primero de Mayo!

—¡Viva! —se oye como un trueno.

Se nos juntan casi todos los obreros de La Vizcaya, un gran montón. En un descuido Isidora salta de la silla, y es que acaban de llegar Marcelo y José abriéndose paso a codazos.

—¡Al entrar en Bilbao seremos ya como una marea! —dice Marcelo.

—¡Lo estamos consiguiendo! —dice Isidora, y ella y Marcelo se abrazan, y luego Isidora va hacia el silencioso José y también le abraza.

—Dejadla que se siente —digo.

—La revolución no se hace desde una silla —dice Marcelo—. ¡Trunk, trunk, trunk!

—Tampoco las mujeres deben parir a sus hijos en la calle, ni siquiera en una… en una manifestación —digo.

Isidora ya no podrá sentarse porque esto empieza a moverse de nuevo. Se oyen gritos: «¡Adelante! ¡Adelante!».

—¿Por qué no le pones ruedas a la silla? —dice Marcelo, riendo—. Aparecerá en la historia del movimiento obrero.

Cojo la silla, y esta vez Isidora se me acerca para que la sostenga por la espalda. Nos miramos.

—Me gusta que hayas traído la silla —dice.

—No te hagas ilusiones —digo—: La traje por mi hijo.

—Y un poquito por mí, ¿no? —dice Isidora.

—Por mi hijo —digo.

—¿Pues sabes lo que le va a pasar a tu hijo? Que ya estará pensando que la revolución se puede hacer sentado y tendrás un hijo revolucionario —dice Isidora.

—Los Altube no somos vagos —digo.

—¿También este brazo que rodea mi espalda está sosteniendo a mi hijo? —dice Isidora.

Callo.

—¿Es que solamente en tu playa sabes decirme cosas bonitas? —dice Isidora.

¿Cómo se le ocurre hablar aquí de la playa? Si todo este gentío estuviera en la playa de Arrigúnaga, la playa ya no sería mi playa. No es sólo por el montón de gente que va en la manifestación, sino porque sus pasos van soltando una música triste: ¡plaff, plaff, plaff!, hacen las suelas contra el barro medio seco. Cuando en Getxo nos juntamos mucha gente es para ir de romería, a la romería de San Baskardo del pueblo o a romerías de otros pueblos… ¡y aquello sí que da gusto! Se habla fuerte y con alegría y se canta y los acordeones y el txistu y el tamboril te meten la alegría hasta las tripas y entonces no tienes más remedio que soltar un irrintzi para dejar libre la alegría que podría romper tus tripas y entonces te das cuenta de que tus piernas llevan ya mucho tiempo moviéndose solas y que tus pies te llevan sobre el barro del camino como si resbalaras sobre las aguas de la playa y la música que sacan las suelas es tan alegre como los acordeones y el txistu y el tamboril. Los de Getxo sólo sacamos música triste con las suelas cuando vamos de entierro. Y esta manifestación de los socialistas es como un entierro. ¿Quién les ha obligado a venir? No se va a donde no gusta ir. En Getxo, nadie obliga a ir a las romerías, pero la gente va porque le gustan. Y a la vista está que esto sólo les gusta a los cuatro socialistas, no al resto de la gente, porque es un entierro. Entonces, ¿por qué han venido? ¿Dónde está el muerto que hace que sus suelas saquen una música de funeral? Mejor que ¡plaff!, ¡plaff!, ¡plaff!…, ¡plot!, ¡plot!, ¡plot!, y «¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!», y «¡Viva la revolución social!», y «¡Viva la unión de la clase obrera!», y Marcelo: «¡Trunk, trunk, trunk!… ¡y san Periquito en calzoncillos!». Miro a mi alrededor, por ver si alguien se ríe, aunque sea un poco, y nada: caras agrias y negras, de mala uva, miradas buscando a un enemigo que debe de estar por delante porque las tienen clavadas a proa, y las suelas de sus botazas… ¡plot!, ¡plot!, ¡plot!…, como si estuvieran enterrando a ese enemigo.

—¿Dónde está el muerto? —digo.

—¿Qué? —dice Isidora.

«¡Viva la revolución social!», grita el rebaño de tristes al llegar a Astilleros y pararse. Dejo la silla en el suelo y siento a Isidora. Hay muchos obreros esperándonos. Les habla el socialista gordo y pequeño de Sestao. Lo de siempre. Aplauden los de la manifestación y aplauden los de Astilleros. Y otra vez en marcha. Cojo la silla y abrazo a Isidora. Los discursos son una tabarra, pero sería mejor que no duraran tan poco, para que Isidora descansara más.

—¿Estás bien? —digo.

—Sí, sí —dice ella, cogiéndome la mano—, ¿no ves cuántos trabajadores se nos unen aquí?

—A nuestro hijo le engorda esta pesca que estáis haciendo —digo.

—¿Por qué te burlas de nosotros? —dice Isidora.

—Tienes razón, no está bien reírse de los locos —digo.

—¡Daría mi vida por no sentirte tan lejos! —dice Isidora con los ojos húmedos.

—Tranquila, tranquila —digo—. Diré al alcalde de Getxo que nos ponga el pueblo a este lado de la ría.

Hemos llegado al barrio de Desierto y como ya hay tabernas abiertas la manifestación se queda flaca cuando los hombres la dejan para ir a tomar un trago, y unos van y otros vienen, y cuando se pone a nuestra cola el montón de gente que nos esperaba aquí y la pancarta de cabeza se pone en marcha, pues salen los últimos de las tabernas y ya no parece que las caras tienen tan mala uva y es como si todos le empezaran a tomar gusto a la manifestación.

—¡Viva el Primero de Mayo!

—¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!

—¡Viva la revolución social!

Los mismos gritos, pero ahora más saltarines, y los ¡plot!, ¡plot!, ¡plot!, de las botas ya no parece que siguen a un muerto. Las mujeres nos despiden con aplausos desde las ventanas de las casas. Llegan a nuestro lado Marcelo y José.

—¡El ejército del Primero de Mayo no cabe en la carretera! —dice Marcelo.

—¡Hoy llenamos las carreteras y mañana el mundo! —dice Isidora.

Se levanta de la silla y está gastando las pocas fuerzas que ganó en la última sentada.

—Tranquila, tranquila —le digo.

—¿Qué te parece, aldeano? —dice Marcelo—. ¿Has visto alguna vez tanta gente junta?

—Lo que importa no es la cantidad sino la calidad —digo.

—¡Agradezcamos la presencia entre nosotros del dios de las huertas dando calidad a este montón de imbéciles! —dice Marcelo.

A proa alguien dice:

—¡Soldados!

Todo el mundo se empina para mirar.

—No os detengáis…, ¡adelante, adelante! —nos llega la voz de Perezagua.

Llenando una campa al borde del camino veo a muchos soldados armados como para una guerra. Se corre la voz de que son del Batallón de Cazadores de Madrid.

La manifestación ha frenado un poco su marcha. La gente no sabe qué va a pasar, se miran unos a otros.

—¡Paz, paz! —dice Perezagua—. Estamos pidiendo justicia pacíficamente.

Empezamos a pasar en silencio frente al batallón. Los soldados nos miran y cada uno está con su fusil preparado. ¡Buena la han armado estos socialistas!

—Ven, ponte a mi espalda —digo a Isidora, tapándola con mi cuerpo.

—¿Por qué? No soy una niña. Además, no pasará nada. ¡Esos muchachos son también del pueblo! —dice Isidora. Y grita—: ¡Vivan los soldados proletarios!

Y la gente grita:

—¡Vivan los soldados proletarios!

Y toda la manifestación pasa por delante de los soldados gritando: «¡Vivan los soldados proletarios!», y los soldados se miran unos a otros y algunos levantan los fusiles sobre sus cabezas para saludar.

—¡Están con nosotros! —dice Isidora.

—Sí, están con nosotros, pero les mandan ellos y apuntarán sus armas a nuestros pechos si reciben la orden —dice José.

—¡La desobedecerían! —dice Isidora—. ¡Algún día ocurrirá eso!

Ahora me rodean caras satisfechas y oigo que casi todos los soldados serán también hijos de obreros y que el Primero de Mayo está saliendo muy bien.

—Va a llover —dice Marcelo.

Cada dos pasos engorda la manifestación con nueva gente que espera en los bordes del camino o sale de las casas mientras las mujeres se asoman a las ventanas para decirles adiós como si marcharan a la guerra. Creo que ya sé por qué no se cansa Isidora: porque no piensa en sus piernas ni en el peso de su hijo. ¿Y si pare sin dejar de andar? Las vacas también pueden echar sus tortas por el culo sin pararse…

—¿Por qué no te sientas un poco debajo de ese árbol? —digo.

—¿Sabes dónde estamos ya?, ¿sabes qué árbol es ése? ¡El Árbol Gordo! —dice Isidora—. ¡Estamos en Bilbao, ya hemos llegado!

Junto al Árbol Gordo nos espera otro rebaño de obreros. Levantan la mano para saludarnos y los de la manifestación gritan sus cosas: «¡Viva la clase trabajadora! ¡Viva la revolución social! ¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!». ¡Por san Periquito, no se cansan de la misma canción! Y ahora todos se juntan, se abrazan y la gente que me rodea está más contenta que antes de venir los del Árbol Gordo, y siempre ocurre que según se van metiendo nuevos grupos en la marcha van desapareciendo de las caras la tristeza y la mala uva, pero muy poco a poco, como si en el fondo les gustara llevar cara de perro, y es que sólo se hallan estando en montón, cuantos más mejor, amontonados y prietos como los animales de un rebaño, como si no pudieran vivir sin tocarse, sin recibir el aliento de las bocas de los otros, sin oler sus sudores, sin pisotearse los pies, sin gritar a coro sus locuras. ¿Por qué no lucha cada uno por su cuenta, sin buscar la ayuda del grupo, como si fueran corderitos? ¿Es que cada uno de ellos no se fía de sus propias fuerzas? Un hombre de verdad debe ponerse en pie y decir al mundo: «¡Aquí estoy yo!, ¿qué pasa?», y defender con sus puños lo que es suyo, y no con navajas, ¡cuidado!, que a estos de fuera les gusta llevar navaja, como Marcelo, y nada me extrañaría que media manifestación la llevara. Un hombre sólo es hombre cuando sabe defender lo suyo sin ayuda de nadie y sólo con los brazos fuertes que le ha dado Dios.

La única vez que estuve en Bilbao fue cuando la madre me trajo a comprar el misal de pastas blancas y la cruz de nácar con cinta dorada para mi primera comunión. Yo iba asustado de una calle a otra, empujado por la madre, que me decía: «Vamos, no te quedes mirando como un lelo, que te va a pisar la gente. ¿Es que no has visto nunca casas?». No eran las casas: yo ya había visto casas en Algorta. Era lo que había entre las casas…, las calles, en las que me ahogaba. Y nunca había visto tanta gente junta sin que ocurriera nada especial, porque no era ninguna romería ni estábamos en la playa cogiendo zaborra. Ahora, sin embargo, el Bilbao no es aquel Bilbao: todo está muerto, sólo en balcones y ventanas hay gente mirándonos, y casi todos los que están en estos balcones y ventanas ni siquiera se quedan mucho tiempo, pues esconden a escape la cabeza incluso antes de que lleguemos bajo ellos, y luego miran desde detrás de las cortinas cerradas. Y en las calles sólo guardias civiles y forales y soldados, sobre todo delante de las iglesias y grandes casonas de piedra con banderas. Es como si hubiera entrado en Bilbao el coco.

—Nunca habían visto a los mineros —dice Isidora—. ¡Pues somos también personas!

Su grito suena como un trueno en el silencio de la calle, pues hasta las botazas pisan ahora como sobre huevos en este Bilbao mejor empedrado que la cocina de Altubena. Lo único que me gusta de esta manifestación es que se lo ha tomado muy en serio, quiero decir que la gente marcha con tanta seriedad como cuando nosotros en Getxo nos acercamos a comulgar con don Eulogio. Incluso los gritos son gritados mejor ahora, suenan a coro de iglesia, porque todos cantan a una, y entre esto y el cuidado de sus pisadas se diría que ya han llegado a tierra enemiga y quieren causar buena impresión.

Ahora llegamos a un gran puente sobre la ría y el rebaño tuerce hacia arriba y aquí se nos juntan más grupos de obreros. Isidora me da tantos tirones de la blusa que acabará rasgándomela.

—¡La lucha es general! —dice—. ¡Es el despertar de la clase obrera en todo el mundo!

—Bilbao no es todo el mundo —digo.

—¡Hablas como hablaría cualquiera de nuestros enemigos! —dice Isidora—. ¡Te odio!

—Tranquila, tranquila —digo.

El rebaño se ha parado y enseguida dejo la silla en el suelo y obligo a Isidora a sentarse. Pero se me levanta como un muelle.

—Descansaré cuando entremos en el teatro Romea —dice.

—¿Tanto ruido para venir a ver comedias? —digo. Pero ella no me hace caso; se apoya en mí para subirse en la silla en la que tenía que estar sentada. Cuando baja, me dice—: Tengo que ver qué pasa.

Y echa a andar por entre el gentío, y yo cojo la silla y la sigo. Llegamos a la entrada del teatro, donde hablan Perezagua, Eduardo, Facundo, el hombrecillo con gafas, el hombre delgado con bigote y otros socialistas que ya conozco. Parece que el teatro queda estrecho para tanto loco.

—Habrá que celebrar el mitin al aire libre —dice Perezagua.

—Ahí mismo está la plaza de la Cantera —dice el que creo que se llama Pascual.

—Lo malo es que el permiso sólo era para el teatro —dice Perezagua—. Habrá que pedir otro.

Y allá se va un grupo de ellos, mientras el gentío espera.

—¿Hay que pedir permiso para hablar? —digo—. En Getxo a nadie se le prohíbe hablar.

—Lo que vosotros decís no molesta a nadie —dice Isidora.

—Ya sé por dónde vas, pero te diré que nuestros bertsolaris se meten hasta con los ricos del pueblo —digo.

—Pero ¿hay ricos en Getxo? —dice Isidora—. ¿Es que no sois todos los vascos iguales?

—Sí, iguales —digo—. Iguales. El más rico de Getxo es Camilo Baskardo, el Marqués, que es el amo de la fábrica donde yo trabajo, y todos los domingos el pueblo se lo encuentra en misa, y a la salida habla con él en la tertulia del pórtico, y luego en La Venta toman juntos unos tragos de vino. Él y nosotros hablamos euskera, y nuestras sangres son hermanas porque están sobre la tierra de Getxo desde…, desde siempre. Camilo Baskardo viene de los Baskardo de Sugarkea, que dice el abuelo Satordi que es la casa más vieja de Getxo.

—Pero él tiene mucho y tú poco —dice Isidora.

—Él trabaja en lo suyo y yo en lo mío —digo—. Y no hay que meterse con los repartos, pues Dios sabe lo que ha hecho.

Hay muchos guardias civiles mirándonos desde lejos.

—Ahora sí que puedes sentarte —digo a Isidora, dejando la silla en el suelo, cuando justamente ella está diciendo a los suyos que mejor ir ya a la plaza de la Cantera, y enseguida el rebaño empieza a moverse y yo he de recoger mi silla.

Tampoco en la plaza de la Cantera cabe toda la gente. Pongo la silla en el suelo, detrás de las piernas de Isidora. Vuelve la cara para mirarme y dice:

—Soy feliz porque estamos tantos que no cabemos en ninguna parte y mi hijo no necesita la silla porque es tan feliz como yo.

Y yo le digo:

—Anda, siéntate, que la felicidad también cansa.

La empujo hacia abajo y la siento y no quito la mano de su hombro para que no se me levante.

—Ya me dirás lo que te contesta ese hermano vasco, ese Baskardo marqués de Getxo, cuando le pidas aumento de jornal —dice Isidora.

—No te desfogues con el rico de mi pueblo, que estamos en el Primero de Mayo y le estoy tomando gusto —digo.

Y, por fin, llegan los que fueron a por el permiso para poder hablar. Se oyen voces pidiendo silencio. Veo a Pascual y a Perezagua subidos a unas escaleras de piedra.

—Compañeros —dice Pascual, con los brazos en alto—: Los socialistas no hemos podido dirigiros la palabra en el teatro Romea, como estaba anunciado… ¡porque la gran masa que componemos está demostrando que somos la fuerza incontenible que cambiará el mundo!

En un descuido, ya tengo a Isidora de pie, aplaudiendo y gritando con todos: «¡Viva la revolución social!». Sigue Pascual con las locuras de siempre de estos socialistas, y ahora le toca el turno a Perezagua:

—Mineros y obreros de las fábricas: estamos aquí para celebrar el Primero de Mayo —dice, moviendo una sola mano, serio, tan serio como cuando el abuelo habla de Dios—. Somos muchos, hemos desbordado el teatro y ahora desbordamos esta plaza…, ¡pero no somos más que una pequeña parte del gran ejército de desheredados que en todo el mundo ha celebrado la fiesta del obrero! El fin de la burguesía explotadora está próximo…

De cada ojo de Isidora cae una lágrima.

—¿Qué es la burguesía? —digo.

Me mira como si se hubiera olvidado de mí.

—Tu Baskardo marqués de Getxo es la burguesía —dice.

—¿Y qué le vais a hacer? —digo—. ¿Le vais a matar para quedaros con lo suyo?

—Cuando una revolución se pone en marcha nadie sabe cómo puede acabar —dice Isidora.

A ver si la madre tiene razón cuando me dice que me aparte de esta gente…

—Tu sitio no está entre estos piratas —digo—. Vámonos los tres a Getxo.

Isidora me mira y esta vez ni siquiera habla.

—Pues a ver si pares enseguida para llevarme a mi hijo —digo.

—No empieces con la matraca de siempre y escucha lo que dicen para aprender cómo está hecho el mundo —dice Isidora.

—Compañeros —dice Perezagua—: Con el acto de hoy cumplimos nuestra parte en este Primero de Mayo a celebrar en los pueblos de la Tierra. ¡Vizcaya ha empezado con pie firme la marcha por la liberación de la clase obrera! ¡Los ejemplares obreros revolucionarios de Alemania se sentirán orgullosos de nosotros! Esto es lo importante: ¡la unión! ¡La unión con todos los trabajadores del mundo! Y la unión entre nosotros mismos, como hoy. ¡Necesitamos un partido socialista fuerte y bien organizado!

Otro loco grita:

—¡Viva el Partido Socialista!

Y el rebaño de locos: —¡Viva! ¡Viva!

¿Por qué no cojo a mi hijo y me lo llevo de aquí? Cojo a Isidora de un brazo para llevármela, pero el gentío me aplasta y no puedo moverme, y además Isidora me da un mordisco en la mano y sigue gritando como si nada.

—Tranquila, tranquila —le digo—. ¿Por qué no te sientas?

—Porque no vería nada —dice Isidora.

De pronto se hace el silencio en la plaza cuando Perezagua dice que «los seis compañeros muertos anteayer en accidente en las minas están también entre nosotros», y dice a sus familias que reciban el sentimiento del mundo del trabajo. Los ojos de Isidora se llenan de lágrimas. Esto del socialismo es puro dolor.

—Y ahora empezará la verdadera manifestación —dice Perezagua—, que ha de ser modelo de cordura y sensatez. Que vea Bilbao que la clase obrera sabe pedir justicia dentro de la ley. No olvidéis que la burguesía desea que le demos un pretexto para lanzarnos sus perros.

Habla Pascual:

—Cruzaremos Bilbao hasta el Gobierno Civil y entregaremos al gobernador nuestras reclamaciones…

Y saca Pascual un papel y lee lo que pide esta gente, muchas cosas, entre ellas no trabajar más de diez horas, que desaparezcan los barracones y poder comprar comida donde mejor le parezca a cada uno, y más jornal. ¿Y decía Perezagua que no se salían de la ley? Dios ha puesto las cosas de una forma y no se debe ir contra su Ley.

Tengo que proteger a Isidora y a mi hijo con mi cuerpo para que no les aplasten al salir de la plaza de la Cantera, y no sé dónde meter la silla. Empieza a llover. Ahora hay mucha gente en las calles y en los balcones de las casas, viéndonos pasar. Y cuando llegamos a una calle más ancha la manifestación también se ensancha y las pancartas rojas lucen más. La verdad es que esto es lo nunca visto: miro a mi alrededor y veo un mar negro de boinas, y el ruido de todas las botas contra el piso suena igual que el ronquido de esas grandes olas que se acercan a la costa como arrastrándose sobre piedras. Yo nunca he visto a tantas personas juntas. Y está claro que no han venido a divertirse: van con las caras largas y serias, y ropas de trabajo, unas limpias y otras sucias, porque no todos viven con mujer y en los barracones de las minas no se pueden hacer lavados como es debido.

—Esta calle es la Gran Vía —dice Isidora.

La gente que llena las aceras no sólo nos ve pasar sino que también nos aplaude, lo mismo que la de los balcones y ventanas. Y el rebaño lo agradece quitándose las boinas.

—Quítate la boina, que a ti también te aplauden —dice Isidora.

—¿A mí? —digo—. Yo soy el tonto de la silla.

Yo no soy de este circo. ¡Si se entera la madre! Yo no estoy aquí para pedir algo, como ellos. Cuando en Getxo queremos pedir algo le rogamos a Dios. Pero esta gente olvida las viejas costumbres con tal de hacer las cosas en grupo, como gallinas asustadas. A Dios le gusta ver a un hombre solo arreglando sus problemas. A lo más, a una familia. Pero más a un hombre solo. Llueve cada vez más fuerte. Me alegro por las boronas de Altubena.

—Nuestro hijo se va a mojar —digo, y doy vuelta a la silla y se la pongo a Isidora de sombrero.

—¿Qué haces? —dice, pero no consiento que aparte la silla de su cabeza—. Ya verás como tienes un hijo que se sienta cabeza abajo —me dice.

Pronto se empapan todas las boinas y ahora sí que parece esto un mar de carbón en marcha hacia la playa. ¿Qué ocurrirá cuando estos hombres desesperados lleguen al final? De momento, van muy buenecitos, y se me ocurre pensar que a lo mejor también un poco avergonzados de pasear su miseria por las calles elegantes de Bilbao; y al menos en esto son como los de Getxo, pues a nadie le gusta sacar a la plaza sus trapos sucios.

Me agacho para hablar a Isidora por debajo de la silla.

—Se están riendo de vosotros —le digo—. Esos aplausos son de burla.

—No, no —dice Isidora—. Son de cualquier cosa menos de burla. Unos aplauden de pura sorpresa, porque nunca habían visto a tanta gente llenando esta calle suya; otros, de pura curiosidad, pues al fin pueden ver a los mineros, esos salvajes de las montañas que usan navaja y cometen barbaridades y a los que las madres de Bilbao usan para asustar a sus niños: «Si eres malo», les dicen, «bajarán los mineros a cogerte»; otros, por una mezcla de miedo y de querer contentar a Dios, miedo de comprobar que la clase obrera no es sólo unas palabras que aparecen en libros y periódicos o se pronuncian en tertulias y sobremesas, sino que existe de verdad y tiene un cuerpo y se puede tocar; pero los de la otra clase, los ricos, deben comportarse ante Dios y ante sus propias conciencias como hermanos de esos hombres a los que explotan, y por ello también nos aplauden…

—Todos se burlan de vosotros porque habéis venido a pedirles, y un hombre no debe pedir nada a otro hombre, sino ganárselo por sí mismo —digo.

—Hemos venido a pedir justicia —dice Isidora.

—Habéis venido a pedir pan, como los pobres —digo.

—No hay que avergonzarse de tener hambre y pedir pan —dice ella.

—Los vascos nunca pedimos, porque trabajamos cuanto haga falta —digo.

—¡Los socialistas queremos que todo el mundo gane lo justo trabajando lo justo! —dice Isidora, y se mueve con tanto genio que he de agarrar la silla para que no se vuelque—. ¡Queremos escuelas, queremos casas, queremos médicos, queremos ir a la universidad, queremos un sindicato que defienda a los pobres hambrientos que no se avergüenzan de pedir pan y justicia!

—Tranquila, tranquila… Yo sólo te digo que un hombre que cumple con Dios no pasa hambre. Sólo pasan hambre los borrachos, los que apuestan sus bienes y los vagos.

No sé por qué Isidora se me encrespa aún más al oír esta verdad. Señala con el brazo a quienes nos rodean.

—¡Mírales las caras! —dice—. ¿Son caras de vagos? Quizá algunos beban más de la cuenta… ¿Y qué otra cosa pueden hacer para soportar un día más su dura vida? Pero, de vagos… ¡nada! Beben para olvidarse de las minas, para olvidar su hambre y su frío, para combatir la fiebre de su tisis, y la soledad, para olvidarse del odio que guarda su corazón, de su carne herida, de sus huesos rotos en accidentes…

—Tranquila, tranquila —digo.

—¡No les llames borrachos o vagos porque te araño! —dice Isidora.

—Tranquila, tranquila —digo.

De pronto, deja de llover y la gente a mi alrededor se estira, y se sacudiría el agua, como los perros, si no estuviéramos tan apretados. Le quito a Isidora la silla de su cabeza. La manifestación se para.

—Hemos llegado a la residencia del gobernador —dice Isidora.

—¿Qué vais a hacer? —digo—. ¿Matarle?

—Ya es bastante con el susto que le estamos dando —dice Isidora.

Guardias y soldados rodean el palacio del gobernador, por si acaso. Yo tampoco sé hasta dónde piensa llegar esta gente de las minas. Le pongo a Isidora la silla detrás de sus piernas.

—Siéntate —le digo.

—Espera —dice ella, mirando por encima de las cabezas.

Un grupo de mineros ha llegado a la puerta del palacio. Hablan con los guardias civiles y éstos les dejan pasar. Tardan un rato en salir. Vuelven a la manifestación.

—Ya está, ya puedes sentarte, ya no hay nada que ver —digo.

Se sienta Isidora. No se atreve a negar que necesita sentarse. Su cara parece la playa rota después de un temporal. Todas las miradas se clavan en el palacio, nadie se fija en nosotros dos, así que me atrevo a acariciar la cabeza de Isidora. Ella levanta la cara y me mira. Sonríe y pone su mano sobre la mía.

—Has tenido mala suerte conmigo —dice.

—Yo acabaré con la mala suerte —digo.

—¡Y todo por una simple ría separando lo tuyo de lo mío! —dice Isidora—. Eres demasiado bueno, Roque, y ojalá que… ¡Oye!, ¿qué has querido decir con eso de que tú acabarás con la mala suerte? ¡No es mala suerte el que yo no quiera vivir en tu precioso Getxo…!

—Tranquila, tranquila —digo.

—¡Tan mala suerte es el que tú no quieras vivir en las minas! —dice Isidora.

Sólo empujando sus hombros hacia abajo consigo que esta loca no se me ponga de pie. Ha quitado su mano de la mía. Sin embargo, yo sigo acariciando su pelo negro, y ella se calma, igual que se calman las yeguas cuando se las acaricia. Su cuerpo se encoge y ahora sus manos tocan el bulto de mi hijo. Sé que está pensando en él.

—¿Te duele? —digo.

—No —dice ella.

Me mira y entramos en uno de nuestros mejores momentos. Nos miramos como la primera vez en la playa.

—Roque, has tenido mala suerte conmigo —dice Isidora—. ¿Qué haremos con nuestro pobre hijo?

—Tendremos dos… y reparto —digo.

En el fondo de esta mar negra de boinas, Isidora parece una ahogada. Yo la salvaré. Mi hijo y yo la convenceremos de que viva donde le conviene vivir. Lo haré. Tendré a Isidora en Altubena hasta la muerte. La tendré en la playa. Y lo haré solo, como hacen las cosas los Altube. Yo me las arreglaré a mi manera, sin pedir a los demás que vengan conmigo a una manifestación. Haré saber a Isidora que debe separarse de estos gallinas que sólo uniéndose en rebaño saben arreglar sus cosas, y que debe juntarse con un águila solitaria como yo.

—Apartaos un poco para que mi hijo respire —digo a la gente.

—¿Ha nacido ya?

Es la voz de José. Le veo a mi espalda, alargando el cuello y mirando hacia abajo, buscando a mi hijo.

—Aún está dentro —digo.

—Sois la comidilla de la manifestación, con vuestra silla y lo demás —dice Marcelo, soltando una carcajada—. Algunos creen que es una treta para enternecer a la burguesía.

—Mi hijo no nacerá en este circo, sino donde nadie le vea salir tan feo —digo.

—¿Le oís? —dice Isidora—. ¡«Su» hijo! ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que mi cuerpo es mío y que me gustaría parir aquí, ahora mismo, y que viera el mundo del trabajo que acaba de llegar otra generación para seguir su lucha!

—Tranquila, tranquila —digo.

—¡Mirad —dice José—, se abre el balcón principal!

Dejo que Isidora se levante. Salen al balcón cuatro hombres, dos de ellos de uniforme. Habla uno de los que van de paisano:

—Estimados conciudadanos: soy Fernández Blanco, gobernador civil de Vizcaya. Acabo de recibir de vosotros el pliego con vuestras peticiones. Os prometo que las haré llegar a las Cortes y los señores diputados conocerán vuestros problemas y tratarán de resolverlos.

Se oyen gritos de «¡Viva el señor gobernador!».

—¡Idiotas! —dice Marcelo—. ¡No os dejéis comprar con unas palabras!

Pero siguen oyéndose muchos gritos de «¡Viva el señor gobernador!».

—Os felicito por vuestro comportamiento —dice el gobernador—. Las diferencias que puedan existir entre vosotros y vuestros patronos deben resolverse a través del diálogo, sin alborotos ni violencias. Esta manifestación, protagonizada por vosotros y autorizada por mí, ha sido un modelo de civismo. Continuad por este camino y yo seguiré estando de vuestra parte.

Se oyen más vivas al señor gobernador.

—¡Malditas palabras! —dice Marcelo.

—¿Qué te pasa? —digo a Isidora.

Tiene la cara más rota que antes.

—Por su gran triunfo de hoy, la clase obrera sólo recibe una promesa —dice.

—Para empezar es bastante —dice José—. Hemos conseguido que nuestra voz llegue hasta Madrid.

Se pone en marcha la manifestación y cojo la silla. Abrazo a Isidora contra mi costado para protegerla de los empujones. No andamos mucho antes de pararnos otra vez.

—Ésta es la plaza Elíptica —dice Isidora.

Veo en la plaza una tribuna de tablones, a la que ya están subidos Perezagua y otros socialistas. Pongo la silla en el suelo y siento a Isidora.

—Espera —dice ella.

—No —digo—, que aún no acaba la fiesta.

Habla Perezagua y hablan otros. ¿Pero es que a estos socialistas no se les seca la lengua? El gentío está contento y les escucha de buena gana y no se mueve hasta que acaban. Isidora y los demás aplauden como locos. Perezagua y los otros les han dicho lo mismo de siempre, pero ellos no se cansan de oír las mismas locuras sobre el Primero de Mayo. Y pienso que unos y otros no se habrían movido de aquí hasta la noche de no caer de pronto sobre nosotros este aguacero.

—A casa, que ya está llena la bolsa —digo, levantando a Isidora y cogiendo la silla. Nos espera el largo camino de vuelta. La miro—. Con esa cara no te dejarían entrar ni en un entierro.

—Está bien —dice, mirando a toda la gente en desbandada que nos rodea—. ¡Qué gran día!

—No me gusta ver cómo se moja mi hijo. Vamos a un portal —digo.

—¿Estás loco? Tenemos que estar en La Arboleda a las cuatro —dice.

—¿Para qué? —digo.

—Hay mitin —dice.

—¿Otro? —digo.

—Escucha —dice Isidora, agarrando la pechera de mi blusa—: Los burgueses tienen periódicos para contar sus cosas y para mentir sobre las cosas nuestras; la clase obrera es pobre y no tiene periódicos para defenderse… ¡Lo único que tiene es su voz! ¡Todo lo que gritemos es poco para hacernos oír!

—Tranquila, tranquila —le digo.

Da la vuelta y echa a andar con genio y enseguida casi la pierdo de vista entre el gentío de regreso. ¡Dios!, camina peor que nunca, con unas piernas que parecen de piedra. La sigo. Sin pararme, cojo un alambre que sale de una verja y hago un gancho y con él me cuelgo la silla del cuello de la blusa, por el cogote. Luego alcanzo a Isidora por detrás y la levanto en brazos.

—¿Qué haces? —dice—. Bájame. Puedo andar sola. —Cierra la boca. Mi hijo necesita el poco aire seco que te queda en el cuerpo —digo.

Llegamos a La Arboleda con una hora de retraso, a las cinco, con todos los demás. Isidora quiso que la bajara al suelo a la entrada de su pueblo, pero seguí cargando con ella hasta el mismo lugar del mitin, el frontón. Suelto la silla del gancho, la pongo en el suelo y siento a Isidora. Se arregla los pelos mojados, aunque sólo llovió la primera hora de camino.

—¿Qué tal está mi hijo? —digo.

—Ahora nadie dudará de que esto que llevo aquí dentro es tuyo —dice Isidora—. Es como si nos acabáramos de casar ante todo el pueblo.

Otra vez aplastados por la gente. El frontón está lleno, aunque faltan muchos de la manifestación de Bilbao. Se habrán ido a comer, que es lo que tendría que hacer mi hijo.

—¿Cuándo comes? —digo a Isidora—. Llevas sin probar bocado desde la madrugada.

—Ahí suben Perezagua, Facundo Alonso y los demás —dice Isidora, levantándose.

—A los socialistas las revoluciones os salen baratas —digo—. Si todos los días hicierais una revolución no tendríais que pedir subida de jornal para comer… ¡Siéntate!

—¡Jesús! —dice Isidora, mirándome, pero sentándose. Y si se ha sentado sin que yo la empuje es que ya no puede ni con su alma.

En lo alto de las gradas del frontón hay una gran bandera socialista, y abajo se ponen los que van a hablar. ¡Qué bien se lo pasa esta gente hablando! En Altubena hablamos poco y hacemos mucho, y éstos al revés. Si estuviera aquí el abuelo Satordi ya les diría cuatro cosas bien dichas. En cuanto abre la boca Facundo Alonso —¿dónde guardará su mula cuando anda en éstas?—, digo a Isidora:

—¿No te gustaría oírme a mí más que a él? Me sé de memoria lo que va a decir: va a decir que el Primero de Mayo es…

—¡Chist! —dice Isidora.

—¡Chist! —dicen otros de por aquí.

Es como si estos socialistas regalaran miel por la boca: hablen lo que hablen, les aplauden a rabiar.

—El que se adelanta para hablar es Carretero —dice Isidora.

—Pues que hable Carretero —digo.

Al fijarme en la torre de la iglesia veo en ella a gente medio escondida. No se mueven, no hablan, sólo miran. Hay tres sotanas.

—Son los curas de La Arboleda con sus amigos meapilas —dice Isidora—. ¡Mírales qué cara de asustados tienen!

—¿Por qué? —digo.

—Creen que ya hemos empezado la revolución —dice Isidora.

—¿Y qué mal les haría a ellos la revolución? —digo.

—¡Dejarles sin el dinero de los ricos para construir iglesias! —dice Isidora.

—En Getxo, la vieja iglesia de San Baskardo no se levantó con dinero sino con fe —digo—. Los de las minas sois más torcidos de lo que pensaba.

Como al final habla Perezagua, pues todos a escucharle con la boca abierta, hasta que acaba y le aplauden a rabiar y gritan con él: «¡Viva la revolución social! ¡Viva el Primero de Mayo! ¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!», como si Dios fuera sordo.

Llego a Altubena pensando en que a lo mejor ha nacido ya mi hijo en La Arboleda. He dejado a Isidora en su cama y le he hecho jurar que no se levantará hasta que yo llegue mañana. He hecho la sopa y la tortilla de la cena de Urbano, y he cocido las alubias para la comida del día siguiente, y así Isidora no tendrá que levantarse. Pero la conozco y acabará poniendo a mi hijo sobre la mesa de un mitin socialista.

La partera de La Arboleda vive en una casucha a un tiro de piedra de Isidora. No hace aún dos horas que he llamado a su puerta y le he dicho: «No cierre esta puerta ni las ventanas ni de día ni de noche, porque no oiría los gritos de Isidora cuando empiece. Y también podría ir a decirle que no debe trotar tanto por ahí». Y ella me ha dicho: «Déjalo en mis manos, hijo. Los niños que van a nacer siempre me citan por adelantado».

No entro en la cocina y voy derecho al cobertizo de las herramientas, cojo la azada y salgo a sallar las boronas a la luz de la luna. Como siempre, la madre está en la cocina, esperándome: estoy viendo la luz de la vela. Todo sería más fácil si nadie se quedara de guardia en Altubena. Dejo la azada y voy a la cocina y me siento a la mesa a que me saque la cena y se acueste y yo pueda seguir con lo mío.

—Dicen que los mineros han bajado a Bilbao y han quemado iglesias —dice la madre.

—No han quemado nada —digo.

—¿Cómo lo sabes? —dice la madre.

—Yo estaba allí —digo.

Me pone el plato de patatas con bacalao bajo las narices.

—Con ella —dice la madre.

—Sí, con ella —digo.

Luego dice la madre:

—Dicen que había tantos que daban miedo.

—Sí, había muchos —digo.

—Y si no quemaron iglesias, ¿a qué bajaron a Bilbao? —dice la madre.

—A pedir más jornal y mejor comida —digo.

—Si no les gusta lo que se les da aquí, ¿por qué no se quedan en su tierra? —dice la madre.

Sé que está a mi espalda, viéndome comer.

—¿Por qué no te acuestas? —digo.

Ni habla ni se mueve.

—¿Por qué no te acuestas? —digo.

—Y tú, con ellos —dice la madre.

—Mi hijo va a nacer de un momento a otro —digo.

—Lo que te dé esa maketa no será tu hijo —dice la madre—. No se quiere casar, anda tan revuelta como esa gente de las minas, no es como nosotros ni como quiere Dios que sean las personas, y ha echado a perder a un buen hijo mío que se llama Roque.

Se oye una puerta y pasos en el pasillo.

—El padre —dice la madre, sentándose en la banqueta del rincón.

Yo sigo comiendo como si nada. Los pasos están ahora sobre nuestras cabezas.

—Ella es de fuera, y su hijo también será de fuera —nos llega la voz del padre—. Y, si te descuidas, a ti también acabarán haciéndote de fuera.

—Ella vivirá en Getxo y será de nuestra casa —digo.

—Nunca vivirá en Altubena una mujer que quema iglesias —dice el padre.

—Ella no quema iglesias —digo—. Yo he visto que no quema iglesias.

—¿Y también has visto que no las quiere quemar? ¿También has visto eso? —dice el padre—. En cuanto les dejen, ésos quemarán todo lo nuestro.

—Todavía no han hecho nada malo —digo.

—Sí, rebelarse contra Dios —dice el padre—. ¿Cuándo hemos ido nosotros a Bilbao a pedir que nos den más? Es voluntad de Dios que tengamos lo que tenemos.

Ahora entran en la cocina los abuelos, en camisón y arrastrando las alpargatas en chancletas.

—¡Jesús, María y José! —dice la abuela.

—¿Qué hacen ustedes aquí? Se van a enfriar fuera de la cama —dice la madre.

—¡Jesús, María y José! Que no se meta en Altubena una mujer que quema iglesias —dice la abuela, santiguándose.

—Cállese, cállese… ¡Quemar iglesias! —digo—. Nadie ha quemado nada. ¿Es que esa gente no puede ir a estirar las piernas a Bilbao? Ahora ya están en sus montes y todo ha acabado.

—Tu hijo no ha acabado —dice la madre.

—Si no sale Altube, no lo traigas —dice la voz del padre.

—¡Jesús, María y José! —dice la abuela.

—Vuélvanse los dos a la cama antes de que cojan un pasmo —dice la madre—. Caro nos ha salido el jornal de Altos Hornos.

—Sólo trae calamidades el abandonar la tierra —dice la voz del padre—. Mi hermano Saturnino lleva veinte años en las Américas y ya es como un muerto.

—También quedándose en Getxo ataca la peste —dice la madre.

Lo dice por Ella, la antigua criada de Camilo Baskardo que, con sus guisos, tiene secuestrado en La Venta al tripón de mi tío Santiago, no sólo lamiendo allí docenas de cazuelas diarias, sino también durmiendo, y ya se dice en Getxo que acabará llevándole al altar. A la madre se le escapan unos suspiros de muerte cuando piensa que Ella puede meterse en Altubena. Porque mi tío Santiago está por delante del padre.

—La madre de mi hijo es diferente —digo—. No es una ladrona. Ni siquiera quiere casarse.

—Es peor, porque no teme ni a Dios ni al infierno —dice la madre.

—¿Qué ocurre en estos tiempos? Que nadie me cambie Getxo —dice la abuela.

—Vaya a la cama a preguntarle a Dios a ver qué le hemos hecho para que nos castigue así —dice la madre.

La partera de La Arboleda está sentada a la puerta de su casa. Me mira y se ríe.

—No corras, que aún no llega —dice—. ¿Con esa cara de lelo vas a recibir a tu hijo en este mundo?

Me cruzo con caras sonrientes. Son las mismas caras que, hasta ayer, me miraban como perros rabiosos. Las minas han cambiado.

Encuentro a Isidora en la cama.

—Oye, estás muerta, ¿no? —digo.

—No se ha levantado en todo el día —dice Urbano—. Hemos comido las sobras de ayer.

—Traigo esta cazuela de caracoles —digo.

—¡Qué buena persona eres, Roque! —dice Urbano.

—¿Has tenido todo el día en el trabajo esta cazuelota? —dice Isidora.

Enciendo fuego y pongo la cazuela de barro a calentar en la chapa. Entro en el cuartucho de Isidora.

—A que estás muerta —digo—. Si no, no estarías en la cama.

—No me he levantado desde que te marchaste. Ahora ya estarás contento —dice Isidora. Hace que me siente en el borde de la cama y me coge las manos—. Ya acabó todo, Roque.

—Pues a parir como Dios manda —digo—. Y a recoger la cosecha.

—¿Qué cosecha? —dice Isidora.

—La que sembrasteis ayer en Bilbao —digo.

Me mira. Dice:

—Fue hermoso, ¿verdad?

Me gustaría decirle que sí. ¡Si pudiera decirle que sí sin mentir!

—Me gustó porque volviste a casa sin parir —digo.

—¡Estuviste allí y es como si no…! —dice.

—Vi odio y violencia —digo—. Sí que vi algo: odio y violencia.

—¿Cómo tratarías a un ladrón que entrara en Altubena a robarte? —dice Isidora.

—Cada hombre ocupa un sitio y mi sitio es Altubena, y si alguien rompiera mi puerta y entrara en mi sitio por la fuerza… —digo.

—¿Qué? ¿Le recibirías con un abrazo? —dice Isidora.

—No, le echaría afuera —digo.

—Estás tan ciego como la mayoría de los trabajadores del mundo —dice Isidora—. Tú tienes un sitio, un solo sitio, pero los amos son dueños injustamente de muchos sitios… ¿Por qué has dejado Altubena para trabajar en Altos Hornos?

—Yo no he dejado Altubena —digo.

—Ahora entregas a la fábrica diez horas diarias de tu vida. Creí que tu maravilloso Getxo te daba cuanto necesitas en este mundo —dice Isidora.

—Ha caído sobre la familia una peste. Nuestras tierras siempre dieron para vivir, pero desde hace veinte años tenemos en casa una tripa que nunca se llena y que nunca trabaja, y todos debemos trabajar para el tío Santiago —digo.

—¿Está enfermo? —dice Isidora.

—A mi tío le ocurre que pesa trece arrobas y no puede moverse de un sillón reforzado y come por diez. Es como tener a nuestro cargo diez parientes tontos —digo.

—¿Y en veinte años tu padre no ha puesto remedio? —dice Isidora.

—El tío Santiago recibió el mayorazgo de Saturnino, el hermano mayor, y se lo pasó al padre, que es el hermano pequeño, a cambio del pienso hasta su muerte. Hace veinte años, el tío Santiago no comía como ahora: a lo sumo, entonces comía como tres. El padre dio su palabra y ya no puede volverse atrás —digo.

Las manos de Isidora aprietan más las mías y aparece en su mirada un brillo tramposo.

—Mecachis con Altubena, que tiene que venir Altos Hornos en su ayuda —dice.

Suena muy mal Altubena junto a Altos Hornos.

—Todo será como siempre cuando la familia se libre de la peste —digo.

—La peste de todos nosotros es ser pobres —dice Isidora.

—Los Altube no queremos nada de nadie —digo.

—¿Nunca te has preguntado lo que ganan los amos de Altos Hornos con tus diez horas de trabajo y con las diez horas de todos tus compañeros? —dice Isidora.

—Es voluntad de Dios que los amos sean los amos de Altos Hornos —digo.

Isidora me suelta las manos y se pone a arañarme la cara.

—¡Ciego, ciego, ciego! —dice.

La agarro por las muñecas y abro un hueco para llegar hasta su boca, y la beso. Las muñecas de Isidora quedan como muertas en mis manos.

Nos llega la voz de Urbano:

—No habéis ganado. Ni habéis empezado ni habéis acabado nada. En mis tiempos, alguien también creía que había ganado, pero todo quedaba igual. Las minas no cambiarán nunca.

Abrazo a Isidora y la apoyo sobre mi pecho.

—Escucha —digo—: Llevo meses viviendo más tiempo aquí que en Getxo; no sé cómo todavía la madre me abre la puerta de casa. He repartido papelotes contigo; te he acompañado a los mítines, me he hecho socialista…

Isidora suelta una carcajada.

—¿Tú, socialista? —dice.

—¡Quería estar contigo! ¿También esto te hace gracia? —digo.

Isidora calla. Parece un pajarito encogido entre mis brazos.

—Habéis calentado los sesos a esos hombres, les habéis llevado a Bilbao y habéis hecho la revolución, de modo que ya podemos irnos a Getxo —digo.

Primero, Isidora mete su risa hacia dentro, para que yo no la oiga, y luego su cuerpo queda como roto. La miro y hay agua en sus ojos.

—Nuestro hijo aún podría nacer en Getxo —digo—. Le bañaríamos en la playa, engordaría primero con tu leche y luego con la de las vacas…

—Sólo hemos empezado —dice Isidora—. ¿Qué te crees que es una revolución? Si nos ves parados es porque estamos recobrando el aliento para seguir. —Con la sábana de su cama le seco las lágrimas—. Sólo hemos empezado —dice, en un susurro.

—¡Estamos perdiendo lo poco que acabamos de ganar!

Es Marcelo. No le hemos oído abrir la puerta. Viene con José, que trae un saquete de tela.

—Todo ha sido demasiado fácil —dice Marcelo—. ¡La revolución es lucha!, y ¿dónde ha estado la lucha? Fuimos allá, pedimos, nos prometieron… ¡y a esperar su limosna! ¿Se puede llamar a esto revolución? ¡Cómo se estarán riendo de nosotros los patronos!

—No os hagáis mala sangre, porque todo será siempre inútil —dice Urbano—. Nadie cambiará las minas.

—¿Sabéis para lo único que ha servido la marcha de ayer? ¡Para ponerles sobre aviso! —dice Marcelo. Deja sobre la mesa el cestillo en el que lleva su comida a la mina—. Ahora estarán preparando la contraofensiva… ¡y nosotros les dejamos! ¡Éramos diez mil hombres y por unos momentos fuimos los dueños de Bilbao! ¡Ése sí que fue un buen comienzo! ¿Qué hacemos en nuestras casas repantigados como gordos obispos? ¡Nuestro sitio está en otra parte!

—Patatas —dice José, dejando el saquete de tela sobre la mesa—. Me las vendió baratas un minero que volvía a su tierra. Cómelas con salud para tu hijo, Isidora.

—¡Patatas! —dice Marcelo—. ¡Y los otros sentados en la cama! ¡Que alguien me diga en qué parte del mundo queda un revolucionario para correr a su lado!

—Calla, calla —dice Isidora—. Sería terrible que tuvieras razón…

—Sabes que la tengo —dice Marcelo.

Me levanto y salgo del cuarto.

—¿No podéis esperar a que dé a luz? —digo—. Sólo un par de días y luego hacéis todas las revoluciones.

—¿Dónde están los demás? ¿Saboreando en sus colchones la gran victoria? —dice Marcelo.

—Vendrán. Tenemos reunión —dice Isidora.

—¡Hablar, hablar, hablar! ¡No contéis conmigo! —dice Marcelo.

Abre la puerta con furia y sale y oímos sus pasos en el suelo de tierra. José nos mira, se encoge de hombros y va también hacia la puerta.

—Gracias por las patatas —dice Isidora.

Lo último que vemos de José es su cara de bueno, cuando asoma la cabeza estando ya en la calle.

—Lo traeré antes de que acabe la reunión —dice.

Isidora se echa hacia atrás y apoya de nuevo su cabeza en la almohada y se queda mirando al techo.

—Es mi embarazo el que nos frena a todos —dice.

—¿Cómo les va a frenar a los otros si no te frena a ti misma? —digo.

—¡Ojalá viviéramos todavía el día de ayer! Marcelo tiene razón: hoy somos otros. Una revolución nunca se debe parar —dice Isidora.

Me acerco a la cama.

—Yo no entiendo de revoluciones, sólo sé lo que vi ayer, y vi que la que armasteis tuvo que asustar a los amos, y ya verás como os quitan los barracones y las tiendas obligatorias y alguna hora de trabajo. Vosotros ya habéis hecho lo vuestro y ahora les toca a ellos. Y tú, mujer, tienes todo el tiempo por delante para parir, así que te vienes conmigo a Getxo —digo. Oigo a Urbano: «Los caracoles ya están calientes y huelen muy bien»—. Apenas duermo en Getxo por las noches pensando que te está viniendo el crío en La Arboleda. —Isidora me mira en silencio—. ¿Sabes lo que te veo en los ojos? La revolución. —«¡Qué bien huelen estos caracoles que ha traído Roque!», dice Urbano—. ¿Cómo puedo ver en tus ojos esa cosa que no sé ni cómo es? ¡Pues la veo! —Estoy sentado en la cama y acerco mi cara a la frente de Isidora para besarla otra vez—. Sólo te pido un descanso, unos pocos días en Getxo, hasta que tengas al crío. No es bueno parir con esa cosa en los ojos de una madre… y en Getxo se te quitaría.

—Por haber ido a Getxo me encuentro con esto —dice Isidora, tocándose la tripa.

—Sólo unos días —digo.

De pronto, Isidora se sienta, con las arrugas en la frente.

—¡Es una sucia trampa! —dice—. ¡Quieres que dé a luz en Altubena para luego no darme el niño y obligarme a vivir en tu… en tu…! ¡Niégalo si te atreves!

—Ahora que lo dices, no sería mala jugada —digo.

—¡No te rías! —Isidora se limpia a manotazos las lágrimas que le saca la rabia. Acaricio su pelo y se deja—. Ni por un momento se te ocurra pensar que iré —dice—. ¿Con qué cara me presentaría a tu madre sin casarme y con un crío?

—Al principio, la familia pondrá morros, pero el arreglo vendría enseguida —digo.

—¿Arreglo? ¿Qué arreglo? ¿Casarnos? ¡Dar a luz en Getxo, la boda en Getxo; Isidora en Getxo para siempre! ¿Son todos los aldeanos tan listos como tú? —dice Isidora.

—Sólo unos días, hasta que pase todo —digo—. Luego, yo mismo os devolvería al niño y a ti a La Arboleda. No me mires así: la palabra de vasco es ley. —Isidora se echa otra vez sobre la almohada. ¿Por qué ya no veo en sus ojos la mancha de la revolución?—. Escucha: ¡es que no pego ojo pensando en el parto! ¡Y no puedo quedarme toda la noche aquí, no puedo faltar de Altubena toda una noche, no puedo hacerle eso a la madre! Me está aguantando demasiado, la cuerda se podría romper…

—¿Y si tu hijo rompe su paquete de noche? —dice Isidora.

—¡Es lo que no me deja dormir! —digo.

—Yo te necesito ahora más que tu madre —dice Isidora. Aparto mis ojos de los suyos, me levanto y paseo por el cuartucho.

—En toda mi vida no he faltado ni una noche de Altubena —digo.

—Alguna vez tenía que ser la primera —dice Isidora.

—Heredaré Altubena y la cama de los mayores cuando ellos se mueran y en ella dormiré todas las noches hasta mi muerte. Es como ha sido siempre. Ni los padres ni los abuelos recuerdan que algún Altube haya pasado fuera una sola noche de su vida —digo.

—¿Por qué no? —dice Isidora.

—Porque así ha sido siempre —digo.

—Y cuando a los vascos se os quema el caserío de noche, ¿os abrasáis por no dejar la cama en la que ya dormíais en tiempo de Maricastaña?

—¿Por qué no venís de una vez a cenar estos caracoles que huelen tan bien? —dice Urbano.

Se había equivocado en las cuentas. Es imposible que pasen tantos días y no se vacíe. Será porque sólo piensa en su revolución y no en lo que tiene que pensar. Hoy es lunes, ha pasado una semana y les llevo a Isidora y a mi hijo chorizos de casa entre talos gordos que he tenido que partir en cuatro para meterlos en mi cesta de la comida. Veo un montón de gente a la puerta de su casa. ¡Ha parido! ¡Dios mío, ya ha parido!

—¿Adónde va este loco? —oigo a mi alrededor cuando me abro paso a codazos. Entro, y en la casa tampoco cabe ni una mosca, y todos hablando. ¿Dónde está Isidora? La puerta de su cuarto… ¡cerrada! Y en éstas que oigo su grito por encima de los otros gritos:

—¡Si ésta es su respuesta, sabrán también cuál es la nuestra!

Llego a su lado nadando sobre el mar de cabezas. Le toco la tripa… y allí sigue mi hijo.

—¿Quieres dejarme en paz? —dice, pegándome en las manos.

Miro su cara: ya le ha vuelto la locura. Ella y el grupo de socialistas de La Arboleda están alrededor de una mesa, hablando sin callar, con el gentío que llena la casa alrededor de ellos, también hablando sin callar. Y todos de pie, incluso los de la mesa.

—Siéntate —digo a Isidora, acercándole una silla por detrás.

—¡Las minas responderán con una manifestación mayor que la del día cuatro! —dice Isidora sin hacerme caso—. ¡Que vean que sus sucias jugadas no nos doblegan!

—¡Debimos machacarles entonces! —dice Marcelo—. Fue la primera vez que nos sentimos más fuertes que ellos y no la aprovechamos.

—Siéntate —digo a Isidora.

Pero no se sentará, lo sé. Tiene puntitos de sangre en cada uno de los cachitos de piel de su cara, y me sé muy bien lo que trae esto. Pero ¡Dios!, ¿no había acabado ya todo?

—Soberbia. Sencillamente, soberbia —dice Facundo Alonso—. No han podido digerir el que les impongamos condiciones… ¡Nosotros, los miserables, sus silenciosos esclavos de siempre! Sus tripas no lo han podido digerir. ¡Claro! ¿Qué le diríamos nosotros a nuestro perro si un día se nos pone en pie y nos reclama un trozo de la carne que estamos comiendo? ¿Acaso no le daríamos una patada por insolente?

—Y los amos ingleses de las minas son los peores —dice Eduardo Varela—. Piensan que estos montes de Vizcaya son otra India suya colonizada.

—¡Nuestra respuesta ha de ser dura! —dice Vicario, el socialista chato.

—¡Que sepan que nadie juega con los mineros! —dice Guerra, el de la cara triste.

—¡Pongamos en pie las minas! —dice Marcelo.

—¡Voto manifestación! —dice Pascual, ahora sin su sonrisa de siempre.

Agarro a Isidora de su manga.

—¿Otra? ¿Otra manifestación? —digo.

El gentío que nos rodea grita: «¡Que cumplan los patronos su palabra! ¡Sólo pedimos justicia! ¡Tocino sin gusanos y aumento de jornal! ¡Abajo las cantinas y los barracones! ¡Ocho horas de descanso, ocho de trabajo, ocho de educación!».

Una mujer levanta a un niño para que todos le vean.

—¡El médico ha dicho que mi hijo se me muere de anemia! —grita—. ¡Tiene diez años y pesa menos que un gato!

—¡Haremos correr la noticia del despido por todas las minas y mañana les daremos la batalla en las calles de Bilbao! —dice Marcelo.

—¡Todo el mundo a extender la convocatoria por casas y barracones! —dice Eduardo Varela.

Esta vez me pongo delante de Isidora, la agarro por los dos brazos y no tiene más remedio que mirarme. Digo:

—Pero ¿qué ocurre? ¡Ayer había acabado todo!

No me había visto hasta ahora, pero me ve.

—¡Han despedido a Vicario, a Lobo, a Pascual, a Guerra y a Facundo Alonso! ¡A los cinco! —dice Isidora—. Los dueños de la Orconera les han puesto en la calle para escarmiento de los demás. Les acusan de haberse destacado en la organización del Primero de Mayo. ¡Intentan pararnos con el miedo!

¿Por qué le pregunto ahora si ella va a ir? Me grita: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». ¿Por qué se lo he preguntado después de ver sus ojos de loca?

—¡No puedes! —le digo—. ¡Llevas una semana sin pisar la calle! ¡Que alguien le diga a Isidora que es peligroso que vaya! ¿Ni las mujeres que hay aquí se lo quieren decir?

Todo el mundo ha callado. Isidora da un puñetazo en la mesa. Dice:

—¡No os atreváis a hablarme de lo mío! Estamos aquí para hablar de un asunto revolucionario. ¿Es mi embarazo un asunto revolucionario?

Y da otro puñetazo en la mesa. En Altubena nunca damos puñetazos en las mesas para decir lo que hay que decir. Pero esta gente no puede hacer las cosas sin escándalo: parece que así les hacen más caso. De modo que yo también doy un puñetazo en la mesa.

—¡Dejadlo ya! —les digo a todos—. A veces hay que perder un poco para ganar luego más. ¿Es que no es más importante vuestra manifestación del otro día que los cinco despidos de hoy? El gobernador os prometió daros lo que pedís… ¿Os ha dicho que no el gobernador? Entonces… ¡a esperar! —y doy otro puñetazo en la mesa.

Se me acerca Marcelo para decirme en voz baja:

—No sigas, ya sabíamos que no eras socialista. Como vuelvas a abrir la boca…

—¿Qué? —digo—. ¿Haréis otra manifestación para que la cierre?

—No, te la rompo —dice Marcelo—. Te la rompo.

—¿Por qué nos habla uno que no es minero? —dice un hombre del fondo.

—¿Quién es? —dice otro.

—Soy Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo —digo.

—¿Dónde trabajas?

—En Altos Hornos —digo.

—¡Pero no representa a los del metal! —dice Marcelo—. Roque sólo representa a Isidora, su novia. —La gente se ríe—. Los del metal volverán a estar con nosotros en cuanto se enteren de los despidos.

—¿Os representa Roque a vosotros, los socialistas? —dice el hombre del fondo.

—¿Crees que los socialistas hablamos con tan pocos cojones? —dice Marcelo—. ¡Nosotros os llamamos a la lucha!

Doy otro puñetazo en la mesa.

—Si sois tan hombres, ¿por qué dejáis que os ayude una mujer a punto de parir?

Silencio. Todos me miran y luego miran a Isidora.

—¡Que nadie se atreva a decirme lo que tengo que hacer! —grita Isidora.

Doy otro puñetazo en la mesa. Digo:

—¿Qué pensarán los ricos de vosotros cuando se enteren de que en las manifestaciones os escondéis detrás de mujeres preñadas?

—Borono, nunca habías hablado tanto como hoy —dice Marcelo.

—Os visito mucho y se me pega —digo, dando otro puñetazo en la mesa.

—El aldeano ha roto la mesa —dice un minero a mi lado.

Sí, he roto la pata. La mesa queda bailando.

—La arreglaré —digo.

—No te preocupes, hijo —dice Urbano.

—Cuanto antes empecemos, mejor. Id saliendo a la calle —dice Facundo Alonso.

Isidora pone medio pan en manos de la madre del niño flaco. Cuando en la casa sólo quedan los socialistas de la agrupación, Isidora me pide que lleve a su padre a la cama. Lo he hecho ya muchas veces: levanto a Urbano de la silla y lo dejo en su cama, y luego la hija le arregla.

—Al amanecer, nos reuniremos en Matamoros —oigo a Eduardo Varela.

Le corto el paso a Isidora.

—No —digo—. Te quedas.

Se empina sobre la punta de los pies y me da un beso.

—Tú podrías ser un buen mitinero, con esos puñetazos… —dice.

—Yo no me río —digo—. No te dejaré salir. Aguanté hasta hoy porque iba a acabar todo. ¿Es que no podéis vivir sin zarabanda? ¡Había acabado todo! ¡Estáis locos!

—Tu hijo me acaba de dar su permiso —dice Isidora—. Si no quieres, no vengas con nosotros: yo sola le cuidaré.

—El pobre se ha equivocado de tripa: tendría que estar en la mía —digo.

¡Me marcho, me marcho a Getxo para siempre!

—¿Adónde vas? —dice Isidora.

—A coger la silla. ¿O es que a una revolución no se pueden llevar sillas? —digo.

Isidora camina entre la partera y yo. Los demás del grupo tampoco hablan. Me fui a la casucha de la partera y le dije: «Quiero que no se aparte de ella en toda la noche». Y la partera dijo: «¡Pero si la veo ahí, paseando!». Y yo: «Pues por eso se lo pido, porque está paseando». Y la partera: «¿Es que le quema la cama?». Y yo: «Está loca. Tiene usted que venir». Y la partera: «Esta noche espero llamadas para dos o tres preñadas de las que paren en la cama». Y yo: «¡Pero a las locas también hay que atenderlas!, ¿no?». Y la partera: «¿Quién está más loco, ella o tú?». Y yo: «Vamos, coja sus trastos y en marcha. Le pagaré el doble». Y la partera: «¡Haber empezado por ahí!». Alcanzamos al grupo antes de los primeros barracones.

A golpes en las puertas los socialistas despiertan a los que duermen.

—¡Compañeros! ¡Compañeros! ¡La Orconera se ha vengado despidiendo a cinco de los nuestros! ¡Mañana, huelga y manifestación! ¡Cita al amanecer en Matamoros!

Isidora está en su salsa. Entra la primera en la oscuridad del barracón y dejo de verla, pero enseguida oigo sus gritos:

—¡Cinco mineros despedidos por pedir justicia! ¡La Orconera ha de tener nuestra réplica inmediata! ¡Mañana verán los patronos que los hombres de las minas saben luchar por sus derechos!

Tropezando contra todos los trastos que hay por aquí voy hacia los gritos de Isidora, y la toco y le pongo la silla detrás de sus piernas y le digo: «Siéntate, que también se puede gritar sentada», y la siento a la fuerza, y alguien dice: «¡Que me quiten las manos de encima!», y alguien enciende una vela y veo que en la silla no está sentada Isidora sino un minero en calzoncillos.

—¡Cinco trabajadores despedidos por luchar por sus derechos! ¿Qué somos: hombres o perros?

Isidora está un poco más a la derecha de lo que yo creía, con el cuello estirado y los ojos de loca, entre el montón de mineros en catres y este olor a sudor de orines agrios y a podrido. A mi hijo le falta tan poco para nacer que es como si ya hubiera nacido, y qué estará pensando de su madre. Le pongo la silla detrás de las piernas y la siento, pero ella se levanta como un muelle. La vuelvo a sentar y ahora no quito las manos de sus hombros. Lo mismo que en la primera revolución.

—¡Que nadie entre al trabajo mañana! ¡Que pare toda la cuenca! —dice Isidora, y es verdad que sentada puede gritar tanto como de pie.

—¡Vaya una mujer de empuje! —dice la partera.

—¡Si flaqueamos ahora, nos seguirán aplastando hasta la muerte! —dice Marcelo.

—Compañeros, recordad nuestra gran manifestación del Primero de Mayo en la que vivimos la hermandad proletaria —dice Facundo Alonso—. Nuestra unión asustó a los patronos… ¡y a nosotros nos convirtió en hermanos para siempre! ¡El dolor de uno ha de ser el dolor de todos!

—Sólo tenemos que unir nuestras manos —dice José.

—¡Y nuestros puños! —dice Marcelo.

Los hombros de Isidora me dicen que va a hablar:

—Quiero deciros que habéis empezado algo importante; que cuando les obliguemos a suprimir las cantinas y los barracones, sólo será un primer paso hacia ese algo más importante; que cuando consigamos las ocho horas de trabajo, las ocho de descanso y las ocho de educación, no será también más que el principio hacia algo más importante… No basta con arrebatarles un pequeño triunfo y pararnos. ¡Tenemos derecho a todo y lo conseguiremos! ¡Que no nos frenen con regalos míseros o con promesas o con represalias… porque unidos somos más fuertes que ellos!

—¡Qué empuje, qué empuje! —dice la partera—. Si sigues así, chica, la cosa vendrá pronto.

Se puede saber por los olores lo que comen en cada barracón y si algún minero tiene diarrea. En las casuchas no pasa lo mismo: llamamos a la puerta, y si sale la mujer le decimos: «¿Está su marido?» o «¿su padre?», y cuando el hombre llega ante nosotros restregándose los ojos de sueño, Isidora y su cuadrilla de locos le sueltan lo de los despidos, y el hombre dice: «¡Cojones, los muy…!», y al despedirnos: «¡Huelga general, por mi sangre!», o «¡Estaré donde haga falta!», o «¿Hay que ir armado?», pero no se puede saber por los olores lo que han comido o si hay vomitonas en el suelo o si no han sacado todavía el cajón de la mierda, porque las casuchas no son como los barracones, porque en las casuchas hay alguna mujer para limpiar y en los barracones sólo hay hombres apiñados como cerdos en una pocilga pequeña, pero estoy seguro de que a Isidora le gustan más los barracones que las casas, porque en los barracones hay más gente y a los socialistas les gusta tener a mucha gente delante cuando hablan, y pienso que esta noche se habrán quedado consolados después de visitar tanta casucha y, sobre todo, tanto barracón, yo con Isidora a cuestas de uno a otro, de un pueblo a otro, de una mina a otra, saltando de una colina a otra, con la silla colgada del cogote de la blusa y la partera a mi costado, «usted no deje de mirarla por si de pronto se le pone cara de no aguantar más», y la partera: «Nunca había visto nada semejante; llevo veinte años en la profesión y nunca…» y lo primero que hago al llegar a cada sitio es decir a la partera que coja la silla y la baje al suelo y siento en ella a Isidora, quieras que no, y aplasto sus hombros hacia abajo para que no se me levante ni dé saltos al largar el mitin, y la propia partera le da palmaditas en la tripa: «Quieta, quieta, que si yo tengo prisa por acabar con esto, tú pareces tener más», le dice, y yo: «¿No puedes hablar sin ponerte como un saltamontes?; te llevo a aúpas, te siento y ahora también tendré que hablar por ti», y ella: «Pues a ver cuándo empiezas, que todas las voces son pocas, y tú lo harías muy bien, aunque tendrías que cargar también con una mesa para dar los puñetazos», y pronto veo a los socialistas acostumbrados a hacer la revolución llevando a su lado una silla y una partera, y yo no dejo de decir a la partera que no pierda ojo a Isidora y que si cree que será esta noche… Y cuando llega la luz del nuevo día caigo en la cuenta de que ésta ha sido la primera noche en mi vida que no he dormido en Altubena.

Estamos en la cuenca de Matamoros, descansando. Estamos bastantes más que al principio, y van llegando otros de aquí y de allá, diciendo que la gente no entrará al trabajo. Isidora está sentada, pero en el suelo, porque dice que se le estaba quedando el culo en forma de silla. La partera le manosea los bajos de la tripa.

—¿Qué? —digo.

—Nada —dice la partera.

Comemos pan y tocino que alguien ha ido a comprar a una cantina. El pan es de días y el tocino está rancio. Los mineros mastican y mascullan.

—Es la primera vez en mi vida que paso una noche fuera de Altubena —digo a Isidora.

—Será porque acabas de hacerte un hombre —dice Isidora.

—Ningún Altube lo había hecho nunca —digo.

—Es que ningún Altube se había hecho socialista como tú —dice Isidora—. La abuela dice que es malo que una familia entera duerma una sola noche fuera de su casa, pero que es peor que falte un hijo —digo.

—¡Qué tonterías dice tu abuela! —dice Isidora.

—No son tonterías. Era una costumbre y yo la he roto —digo.

—¡Cuántos de tu familia la habrán roto en secreto antes que tú! Tú no serás el único Altube que se ha enamorado —dice Isidora.

Se acerca Marcelo sacándose hilos de tocino de los dientes.

—¡Habrá huelga y buena huelga! ¡Mirad cuántos dejan el trabajo! —dice.

No paran de llegar mineros de todas partes. Subido a una peña, Facundo Alonso les está largando un mitin. José viene junto a Isidora.

—Vete a parir a casa —le dice—. Nos arreglaremos sin ti para sacar la huelga adelante.

—¿Os pido yo que os vayáis a la cama a dormir? ¡No se puede dormir en cualquier parte, pero sí parir en cualquier parte! —dice Isidora.

—Siempre que el crío no venga cruzado —dice la partera.

¡Dios, hace una semana había terminado todo! Llevo meses desobedeciendo a la madre; soy un pecador. Pero mi hijo es inocente…, ¡y el pobre tampoco tiene la culpa de tener una madre socialista!

—Seguramente de hoy no pasa —digo a Isidora. Y a la partera—: ¿No le parece a usted?

—Las parturientas se ríen hasta de su padre —dice la partera.

—Mírele la cara de muerta que tiene. De hoy no pasa. ¿Por qué no le dice de una vez que tiene que ir a meterse en el nido? —digo.

—Llevo veinte años diciendo a las preñadas que no tengan miedo. Lo de ahora no me había ocurrido nunca. No me sale decirle a esta chica que tenga miedo. Es que nunca lo he dicho. No me sale —dice la partera.

—Ya tenéis la huelga que queríais. ¡Mira cuántos mineros bajan por las colinas, cuántos no irán hoy al trabajo! Así que por una que trabaje, por una que no haga huelga… —digo.

—No me perdería esto por nada del mundo. Es la primera vez que ocurre en las minas…, ¿no lo comprendes? —dice Isidora.

—También es la primera vez que vas a parir —digo.

—¡Miñones! ¿A qué vendrán esos cabrones de boinas rojas? —dice Marcelo.

—Les envían los patronos —dice Isidora.

Los miñones son seis y llevan los fusiles preparados para disparar. El sargento de cabeza ya está diciendo antes de pararse:

—¿Dónde están Alonso, Vicario, Lobo, Pascual y Guerra?

—Aquí está Facundo Alonso —dice Facundo Alonso llegando ante el sargento—. ¿Qué queréis?

—Quédate donde estás y que vengan los otros —dice el sargento.

—¿Qué queréis? —dice Facundo Alonso.

Van llegando Vicario, Lobo, Pascual y Guerra.

—Se os acusa de alterar el orden público —dice el sargento, y los seis miñones rodean a los cinco mineros—. Estáis detenidos. Vamos, en marcha.

Marcelo se pone delante del sargento.

—Yo también he alterado el orden público —dice—. Todos los que ves aquí han alterado el orden público. Haz las cosas bien y llévanos a todos.

—Tengo orden de detener sólo a estos cinco —dice el sargento.

—¿Quién te ha dado esa orden?, ¿los patronos? —dice Isidora—. ¿Te has parado a pensar quién tiene razón, si ellos o nosotros?

—Cumplo órdenes —dice el sargento.

Se oye a una mujer: «¡Eres un buen perro fiel de los dueños de las minas!». El sargento se hace el sordo y hace una seña a los suyos para marcharse con sus cinco pajaritos. Marcelo le sigue cerrando el paso, el rebaño de mineros se acerca como una tenaza y creo que aquí se arma la gorda.

—No queremos que te los lleves —dice Marcelo.

—Ya fueron despedidos del trabajo, ¿qué más les queréis hacer? —dice Eduardo Varela, y sus gruesas cejas se mueven como tamarises al viento.

El sargento y los suyos se paran. Están rodeados y no pueden pasar. Como Isidora lleva demasiado tiempo de pie, le pongo la silla detrás de las piernas.

—Siéntate —le digo.

Pero ella se apoya en mi brazo, no para sentarse sino para subirse encima de la silla. Está loca. Lo ha hecho tan por sorpresa que no me ha dado tiempo de agarrarla.

—Hermano —dice—: Tú y tus hombres sois nuestros hermanos. Los que lleváis presos son vuestros hermanos. Estáis más cerca de nosotros que de vuestros amos, que son también nuestros amos.

Habla por encima de varias filas de cabezas que rodean a los miñones.

—¡Apartaos, dejad pasar! —dice el sargento.

—No te los llevarás, hermano —dice Marcelo, con los ojos rojos metidos en la sarracina. En cambio, los ojos de los miñones están ya en retirada.

—Vuestros compañeros no van a sufrir ningún daño, sólo los llevamos al juez —dice el sargento.

Los mineros se ríen.

—Estos uniformes que llevamos representan la ley que debéis obedecer —dice el sargento.

—¡Queremos leyes iguales para todos! —dice una voz a mi derecha.

—¡Dejad en libertad a los que son vuestros hermanos! —dice Isidora.

Los miñones empujan a sus pajaritos hacia delante, y como el sargento va a proa, es quien se pone a abrir brecha en el cerco.

—¡Perros! —dice la mujer que antes les llamó lo mismo.

—¿Vamos a dejar que se lleven a nuestros compañeros? —dice alguien.

Un montón de voces protestan a coro.

—Primero los despiden y ahora se los llevan presos. ¡Qué provocación! —dice Eduardo Varela.

—¡Que los suelten! —dice José.

—¡Que los suelten! ¡Que los suelten! —dice el coro de mineros.

—¿Somos hombres o perros, como ellos? —dice Marcelo.

—¡Atrás! —dice el sargento, poniendo su fusil cruzado contra el pecho de Marcelo y empujando.

Isidora se apoya en mi hombro para bajar de la silla. Y baja.

—Ya es hora de que te sientes —le digo, y cuando apoyo una mano en su hombro para bajarla, me dice: «¡Déjame en paz!», y agarra la silla con las dos manos, la levanta sobre su cabeza y los mineros le abren paso.

—¿Qué haces? —digo.

—¡Trátale a tu hermano como se merece! —dice Marcelo.

El sargento se cubre con el fusil para que la silla no se rompa contra su cabeza. ¿De dónde saca Isidora esta fuerza de mula? Se queda con media silla en la mano y los otros cachos caen a los pies del sargento. Y a tirones los mineros arrancan a Vicario, a Pascual, a Alonso, a Guerra y a Lobo de manos de los miñones. Hay tantos mineros a su alrededor que los miñones ni siquiera pueden disparar al aire, o no se atreven.

—¡Fuera! ¡Fuera! —dice la gente.

Los miñones no tienen que empujar cuando empiezan a irse porque la tenaza se abre.

—¡Hemos salvado a nuestros hermanos! —dice Isidora.

«¡Marchaos lejos y no volváis!», «¡Si os vemos por aquí os sacamos las tripas!», «¡Decidles a los patronos que las fieras que nos mandan no nos asustan!», dicen unos y otros, y más cosas, y no callan hasta que los seis miñones desaparecen.

—Ya estarás contenta y bien tranquila, ¿no? —digo a Isidora—. Se acabó por hoy la revolución. Ahora, a parir a casa, porque además nos hemos quedado sin silla.

Pero los socialistas ya están chu, chu, chu, chu, dándole a la lengua.

—¿Qué pasa ahora? —digo.

Isidora está metida entre los socialistas y ni me oye.

—Vosotros no sé lo que haréis, pero a ésta me la llevo —digo, cogiéndola del brazo y tirando de ella.

Isidora vuelve la cabeza y me mira de tal modo que la suelto.

—No te preocupes —me dice la partera—, que parirá cuando le dé la gana, ni antes ni después.

—No, se le olvida y me quedo sin hijo —digo.

Como en una romería triste hemos trotado todo el día de valle en valle y de colina en colina, yo con Isidora en brazos, pasando de una mina a otra como los comediantes van de una plaza a otra de los pueblos, llamando a los mineros que trabajan que se acerquen a oírnos, y ni entonces podía yo dejar a Isidora en el suelo porque ya no tenemos la silla, y un socialista se ponía a rezarles el rosario de siempre, y luego unos y otros discutían, y de pronto abría la boca Isidora y todos miraban a la loca que les hablaba desde mis brazos, y al marcharnos ya éramos muchos más y decían a coro lo sabido: «¡Vivan las ocho horas de trabajo! ¡Viva la unión de los trabajadores! ¡Vivan los socialistas!», y esto en una mina tras otra, en las que llaman la Lejona, la Orconera, la Carmen, la Parcocha, la Precavida y el coro de los ángeles celestiales, y la partera a mi espalda diciéndome que «tengo los pies rotos», que «no aguanto más», que «me voy a casa», que «éste no es modo de parir una criatura del Señor», y diciéndome cómo he de llevar a Isidora para no mancar a mi hijo, «cógela así», «no la aprietes de aquí», «no la muevas mucho», «avísame en cuanto le notes las primeras señales de parto, porque ella está tan en lo suyo que ni se enterará», y a media tarde ya éramos una nube los que llegábamos a Ortuella, un mar de mineros de caras oscuras y miradas fuertes y suelas pisando con rabia y coreando: «¡Abajo las cantinas! ¡Abajo los barracones! ¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!», como en la manifestación del otro día, y resulta que sí, que yo creí entonces que estos socialistas ya habían ganado la revolución, y la verdad es que están como al principio, ¡todos estamos como al principio!, no hay duda de que les gusta estar con ganas de odiar a alguien, pues si no, no podrían juntarse y vociferar y tocarse y empujarse unos a otros, oliéndose y aplastándose, como si en el mundo ya no hubiera sitio, y diciéndose «cuántos somos, ¿eh?», muy contentos de estar amontonados entre caras sucias y miradas de fiera y de leerse en los ojos que «¡ahora que estamos todos sí que vamos a aplastar a los malditos patronos!», y lo primero que hace la partera es pedir una silla a una mujer de este pueblo y la mujer corre a su casucha a traérsela, y cuando voy a bajar a Isidora al suelo para sentarla, veo que la que se sienta es la partera con un suspiro y sacando los pies de los zuecos.

—Seremos más que la otra vez —dice Isidora—. ¡Nos han atacado y así respondemos!

Está contenta, no se cansa de mirar a su alrededor, como si contara las caras que nos rodean.

—La partera ha dicho que tienen que venirte los dolores de un momento a otro. ¿No te duele nada? —digo.

—Ahora no estoy para dolores —dice. Me mira y acaricia mi cara—. Tú sí que tendrás dolores en los brazos…

—Me estoy acostumbrando a cargar con la familia —digo.

—¿Por qué no me dejas ya en el suelo? —dice Isidora.

—No hay silla, la usaste de porra —digo.

—Aquí viene José con una —dice Isidora.

José la deja a mi lado y siento a Isidora y los brazos se me levantan solos.

—A ver si con el cambio de postura… —dice la partera.

José mira muy contento a Isidora sentada en la silla. Se agacha para coger una piedra y calzar una pata. Es una buena persona este José. Ahora oigo la voz de Marcelo hablando a gritos al gentío. Se ha subido a un cajón y dice que si los patronos sólo entienden el lenguaje de la fuerza pues los trabajadores hablaremos el lenguaje de la fuerza, que no sólo hablaremos el lenguaje de la manifestación del Primero de Mayo sino también el de la huelga general, porque lo que más temen los patronos es la huelga general, pues los trabajadores sólo pierden sus jornales de hambre, pero los patronos pierden sus grandes ganancias, porque son los que se llevan la gran tajada cuando los trabajadores trabajan, y que si la huelga general por aquí y la huelga general por allá, y que ahora a disolverse y que la cita es mañana temprano para marchar en manifestación hacia las fábricas de la ría y extender la huelga general y conseguir una huelga general que sea de verdad general, y que cuando los patronos se asusten al ver que todos sus esclavos se han juntado para hacer una huelga general… Y cada vez que dice «huelga general» al gentío le entra el histérico y todos se rompen las manos aplaudiendo y vuelven a gritar eso de las ocho horas, lo de los barracones y cantinas, lo de los socialistas y la revolución. Es como si gritándolo una y otra vez, gritándolo todos los días y a todas horas, y gritándolo en grupo, fueran a tenerlo pronto en la bolsa.

Llegamos a La Arboleda con Isidora dormida en mis brazos. Tenemos la noche casi encima. La partera me dice ante la casa de Urbano:

—Si hago falta, estoy a un paso, ya sabes.

—Ésta no se despierta hasta mañana y mi hijo seguro que tampoco —digo.

—Átala a la cama —dice la partera cuando se marcha.

Urbano dormita en su silla. Dejo a Isidora en su cama, le quito los zapatos, el jersey y el vestido y la tapo, y no se despierta. Urbano tiene en la mesa los restos de la comida que le dejó Isidora. Enciendo fuego y pongo a calentar la purrusalda que hay en un puchero. Despierto a Urbano.

—Ya estamos aquí —digo.

—He soñado con Isidora cuando era niña y yo le pedía una cosa y ella siempre me obedecía —dice Urbano—. Ya no la conozco.

Cena y cargo con él hasta la cama.

—Tranquilo. Todo se arreglará cuando vayamos los tres a Getxo —digo.

Vuelvo junto a Isidora. La beso en la cara, para ver si despierta, pero no. ¿Cómo va a cenar si no despierta? Y si no despierta, mi hijo tampoco cenará, aunque esté despierto.

—Isidora —digo, y la zarandeo.

Nada. Está a medio tapar con la manta. La destapo del todo. El vestido recogido le deja al aire las piernas. Se lo levanto hasta la cintura. Dentro de esa ola redonda y blanca está mi hijo. Pongo mis labios sobre la carne. «¿Tienes hambre, hijo?», digo. «¿Estás despierto?». Zarandeo otra vez a Isidora. Nada. Cojo una patata de la purrusalda. Está templada. La pongo sobre la carne y la aplasto con cuidado. Mi hijo podrá sorber el puré de patata por los poros del sudor.

Cuando le llevo a Isidora el tazón de leche caliente con sopas, me dice:

—¿Crees que soy una enferma? Quieres convencerme de que soy una inútil que no puede levantarse de la cama, ¿verdad?

—Tenéis que comer —digo.

Echa la manta a un lado y pisa el suelo. La quiero ayudar, pero me aparta. Me quita el tazón de la mano y va con él a la mesa y se sienta y empieza a llevarse cucharadas de pan con leche a la boca.

—¿Has comido tú? —dice.

—Sí —digo.

—Y me ha dejado comida hecha hasta la noche —dice Urbano.

—Hoy no saldrás —digo.

Isidora ni levanta la cabeza del tazón.

—Hazle caso a Roque —dice Urbano.

—¿No te has sentido siempre orgulloso de que a mi madre le sorprendiera el parto sembrando trigo? —dice Isidora.

—Era diferente —dice Urbano—. Aquéllas sí que eran mujeres, y no tú, un pingo… ¿Qué se puede esperar de un cuerpo sin grasas como el tuyo?

—Hoy no saldrás —digo—. El parto está más cerca que ayer.

—¿Por qué no te callas? —dice Isidora—. ¿Por qué pierdes el tiempo hablando si tú mismo has dejado comida a mi padre para todo el día?… ¡Escucha! ¿No les oyes ya?

Se olvida del tazón a medio acabar y se levanta.

—¿Oír? ¿Oír a quiénes? —digo.

—¡A los hombres de la revolución! —dice Isidora.

Se oyen voces lejanas, gritos de guerra y blasfemias. Isidora está en el fregadero lavándose la cara y las manos con un poco de agua que ha echado en una palangana. «¡Hoy será otro gran día!», dice entre chapoteos.

¡Ya está armada de nuevo! ¡Todos los locos otra vez al baile! Salgo corriendo a sacar de la cama a la partera. Luego digo a Isidora:

—No pisarás ningún suelo, os llevaré en brazos.

—No, no, que sólo veo la mitad —dice ella.

—Pues yo lo arreglo —digo.

Ya estamos fuera de casa. Levanto a Isidora y me la siento en el hombro.

—Ni una reina —dice la partera.

—¿Cómo se ve la revolución desde ahí arriba? —digo.

—¡Hermanos! ¡Hermanos! ¡Buenos días! —dice Isidora.

Se ha juntado ya mucha gente en La Arboleda. Algunos se ríen viendo a Isidora sobre mi hombro.

—¿Qué nos manda la jefa? —dicen.

—No soy vuestra jefa sino vuestra hermana —dice Isidora.

—¡No se saldrán con la suya!, ¿eh, jefa? —dicen.

—¡Viva la huelga general! —dicen.

Aparecen Facundo Alonso, Marcelo y José con cara de sueño. Facundo se quita las gafas para limpiarlas con su pañuelo. Marcelo levanta el largo palo que trae y desenrolla una gran bandera roja.

—¡En marcha! —dice Marcelo.

La partera entra en casa de Isidora a coger una silla. Desde la puerta, Urbano nos mira y mueve la cabeza como un buey.

La curva del cuerpo de Isidora se aprieta contra mi cogote y siento a mi hijo como si lo llevara dentro de mí. Los golpes de sangre de mi hijo también me llegan de los muslos de Isidora, que se aprietan contra los lados de mi cabeza. Nuestras mujeres de Getxo trabajan hasta el último momento y a veces no les da tiempo de llegar a casa y paren sobre la tierra, pero nunca dejan de pensar en lo que llevan dentro de la tripa. Isidora no piensa.

—¿Estás bien? ¿Aún no te vienen los dolores? —digo.

Ni caso. Está en lo otro, viendo desde su faro la nueva manifestación de locos. Mi hijo está más cerca de mí que de ella. Cuando quiera salir, mi hijo me avisará a mí antes que a ella.

Ahora bajamos la última colina hacia el pueblo de Ortuella. Marcelo va en cabeza moviendo la gran bandera roja y diciendo: «¡Aquí llegan los de La Arboleda a salvaros a todos!», y el rebaño de abajo empieza a soltar vivas a los socialistas. Yo también voy en cabeza; es decir, Isidora es la que va, y cuando miro hacia arriba la veo más contenta que en una romería. Ahora estamos en la plaza de Ortuella y no cabe un alma y Marcelo se abre paso a empujones y le dejan pasar porque lleva la bandera, y va hasta el fondo de la plaza y le pierdo de vista por culpa del mar de cabezas, y sólo por la bandera sé por dónde navega, y ahora le veo subido en algo.

—¡La burguesía está sentenciada a muerte! —dice.

—¡Que hable la jefa! —dice la gente, y todas las caras se vuelven a nosotros.

De los muslos de Isidora pasa a mis orejas un calambre caliente. Tuerzo el cuello para mirarla. Su cara nunca ha tenido tanto color de muerta.

—El hombre no ha nacido para ser esclavo sino para ser igual que los de arriba —dice. Oigo a mi alrededor: «¡Eso, eso!» y «¡No somos menos que los ricos!» y «¡Les obligaremos a no tratarnos como a perros!» y «Si Jesucristo repartió, ¿por qué no reparten los patronos que se comen los santos?»—. Vuestros hijos se mueren de hambre —dice Isidora—, mientras los burgueses, que viven a costa de nuestra sangre, derrochan su dinero.

Todos los ojos de la plaza están clavados en Isidora. La miran como los de Getxo miramos la estatua de la Virgen en la iglesia de San Baskardo. ¿En qué quedamos? ¿No quieren que todos seamos iguales? ¿Por qué la miran así, esperando de ella un milagro?

—¡Ella sólo es Isidora! —digo.

Y la cojo por la cintura y la bajo al suelo.

—¿Qué haces? —dice Isidora.

—Tú sólo eres una mujer —digo.

—Todavía no he acabado… ¿Quién dice que no soy una mujer? —dice Isidora.

—¡Su hermano no la deja hablar! —dice la gente.

—¡Les conozco y no es su hermano! —dice otro.

—¡Isidora! ¡Isidora! —dice la gente—. ¡No queremos chulos aquí!

La partera está sentada en la silla a nuestro lado. Isidora la pone en pie y luego se apoya en ella para subirse en la silla, y yo la agarro y la ayudo para que no se caiga.

—¡Ahora bajemos a las fábricas de la ría a llevar el mensaje de la huelga! —dice Isidora—. Y luego… ¡a Bilbao!, a exponer nuestras quejas, todos unidos en una gran manifestación pacífica, para demostrar a todos que sabemos defender con dignidad nuestros derechos.

—¡Viva la huelga general! —oigo a Marcelo en la otra punta de la plaza.

—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! —dice el gentío una y otra vez, y aplaude y mira a los de alrededor como si cada uno de ellos tuviera el secreto de lo que todos buscan. ¡Coitaos!

Ahora marchamos por la carretera, yo con Isidora otra vez sobre mis hombros y a mi lado la partera con la silla. Los hombres siguen mirando a Isidora como si fuera la Virgen.

—Tendríamos que haber traído dos sillas, una para mí —dice la partera resoplando.

—Tú y yo hemos tenido mala suerte con esta preñada —digo.

—¿Cómo lo aguantas? Te tiene de burro de carga la que no quiere que haya esclavos —dice la partera.

—A las novias hay que llevarles la contraria —digo.

Y, de pronto:

—¡Fuera, cabrones! ¡Dejadnos pasar, perros de los patronos! ¡Viva la huelga general!

La gente se ha parado y yo también me paro. Hay varias docenas de guardias civiles y ferales cortando la carretera.

—¡Lo que nos faltaba! —dice la partera.

Tienen agarrados los fusiles como esperando la orden de disparar y con la bayoneta calada. En un momento pongo a Isidora en el suelo.

—¡No les tengo miedo! —dice Isidora.

—Ésos no saben que tú eres la Virgen —digo.

En un descuido, se me sube a la silla y dice a todos con voz de mitin:

—¡Mirad qué ejército mandan contra nosotros! ¡Estamos haciendo temblar a la burguesía!

La bajo.

—¿Quieres que maten a nuestro hijo? —digo.

—¿Qué hijo? —dice Isidora, sin saber lo que dice.

La bandera roja de Marcelo está cerca de las bayonetas.

—Queremos seguir, no vamos a hacer daño a nadie —me llega la voz de José.

—¡Atrás! ¡Atrás! —dicen los de los fusiles.

Y los de cabeza no sólo no se vuelven sino que dan un paso adelante, y luego otro, y otro, y los guardias que no saben lo que hacer, pues esto es un juego y en los juegos no se disparan tiros de verdad.

Como la mayoría de estos mineros son chiquitos, por encima del mar de cabezas veo bien lo que pasa. La bandera de Marcelo tiembla como cogida en un remolino, y los mineros chocan contra los guardias y los que llevan bastones los usan como palos, y unos empujan hacia delante para abrirse camino y otros aguantan las embestidas, y la tropa dispararía si esto no fuera un juego. Tengo que agarrar a Isidora para que no corra al fregado.

—¡La carretera es de todos! ¡Luchad por nuestro derecho a pasar! —dice Isidora.

Se oyen gritos y maldiciones y el rebaño empuja y empuja, diciendo a coro: «¡Viva la unión de los trabajadores! ¡Viva la huelga general! ¡Menos explotación, ocho horas de trabajo y más jornal!», y esto suena más fuerte que el coro de la iglesia de Getxo en misa mayor. Y ahora, que suena una corneta…

—¡Los soldados! —dice la gente.

Por la carretera viene un montón de soldados a paso de carga y disparando al aire. Los mineros se paran, y enseguida… ¡la desbandada! Como olas rotas, dejan la carretera y trepan por las colinas, y yo cojo en brazos a Isidora y les sigo.

—¡Ésas son las razones de los burgueses: los tiros! —dice Isidora. Estira el cuello para mirar hacia atrás—. ¿Por qué os asustáis tanto cuando veis a los trabajadores unidos?

—Me vuelvo a casa. Las guerras no son para mí —dice la partera.

—Tú, quieta. Lo único que falta es mi hijo —digo.

—Esa loca no parirá porque no tiene tiempo —dice la partera.

—¡No me alejéis, quiero ver a quién han matado! —dice Isidora.

—Tiraban al aire —dice Eduardo Varela a nuestro lado. Parece que todo el sudor de la cara le sale de sus manchones rojos—. Nos han dispersado y ahora habrá que reagruparse… Vuelve a casa, Isidora: es una imprudencia que en tu estado…

—Necesito ser testigo de esta lucha —dice Isidora.

—El incidente ha encrespado aún más los ánimos, hay una peligrosa tensión en el ambiente y nadie sabe cómo puede terminar todo esto… Acaban de detener a Facundo Alonso, a Vicario y a cuatro más… No es sitio para una mujer en tu estado —dice Eduardo Varela.

—Aunque llenen sus cárceles con nosotros no conseguirán doblegarnos. ¡Aunque nos maten a tiros! —dice Isidora.

—Matar a tiros…, matar a tiros… Ellos y vosotros sólo estáis jugando —digo.

—¿Son de juguete las armas que llevan? —dice Isidora.

—A los locos como vosotros hay que seguirles la corriente, y ellos os la siguen hasta que os canséis —digo.

—La burguesía nos matará cuando sepa que nuestra rebelión va en serio —dice Eduardo Varela—. Y nuestra meta de hoy es la huelga general, algo que nunca había ocurrido aquí.

—Yo sólo quiero que alguien me ayude a meter a esta mujer en la cama —digo.

—Ella sí que está en huelga general —dice la partera.

Rota la gran ola de mineros, ahora les veo como gotas sueltas y negras corriendo por las colinas. Los soldados también han dejado la carretera y han formado una cinta que sube y baja de una a otra colina, cerrando el paso a los mineros.

—Si nos hacemos fuertes en las minas no podrán detener a ninguno más —dice Eduardo Varela—. ¡A las minas!

Y de minero a minero, de grupo a grupo, de monte a monte, va corriendo lo de «¡A las minas!».

—¡A las minas! ¡A las minas! —se oye por todos lados.

—¡No! —dice Isidora—. ¡Sería el fracaso de la huelga!

—Me estás dejando sordo con tus gritos —digo.

—Isidora, pequeña…, no te conviene —dice Eduardo Varela poniendo su mano en la cabeza de Isidora.

—¡No hay que huir, sino pasar a las fabricas como sea! —dice Isidora.

—Nos han cortado todos los caminos —dice Eduardo Varela.

Los mineros se vuelven de vez en cuando para tirar piedras a los soldados que vienen detrás, aunque está claro que los soldados no quieren alcanzarnos, sólo cerrarnos el paso.

—Bueno, pues nos daremos otra vuelta por la cuenca a obligar a parar a los últimos que queden —dice Eduardo Varela.

—¡No! —dice Isidora—. ¡Mirad, Marcelo nos está haciendo señas con la bandera!

Sí, allá a lo lejos está el trapo rojo de Marcelo moviéndose como si le hubiera entrado el histérico.

—¡Nos avisan que han encontrado un camino! ¡Unámonos a ellos! —dice Isidora.

A un gesto mío, la partera pone la silla en el suelo y yo siento a Isidora.

—¿Qué haces? —dice.

Me siento en el suelo frente a ella.

—No estás para trotar por el monte, ni yo tampoco contigo encima. De modo que, tapa… tapa, tú y yo ahora mismo a casa —digo.

Pero, otra vez, ella me mira de una manera que me deja como una estatua, y se levanta y empieza a dar pasos monte arriba. Da pena verla. Con esa tripa y esas piernas despatarradas no podrá subir mucho. Pero allá va. Y cuando ya parece que no puede y lo va a dejar, pues se me pone a cuatro patas y gatea.

—Nunca he visto nada igual —dice la partera santiguándose.

Lo dejará. Es imposible que se salga con la suya. Los mineros que trepan por el monte la miran, al rebasarla, y saben que su obligación sería decirle que lo deje y se vaya a casa a parir, pero callan, porque llevan en los ojos la locura que ella les ha contagiado, y se les ve contentos de que una socialista sea tan brava, y algunos la quieren ayudar, pero ella los aparta, porque sabe que si deja que la ayuden es como darse por vencida y entonces yo la cogería de nuevo en brazos para llevarla a casa. Ha subido ya demasiado monte. ¡Dios, y cada vez se las apaña mejor a gatas!

Echo a correr monte arriba y la cojo en brazos.

—¿Quieres reventarte? —digo.

—Estoy muy bien. ¿No ves lo bien que me muevo? —dice Isidora. Nos miramos—. Necesito ir con ellos —dice—. Una mujer embarazada puede ir por el mundo hasta que su hijo le diga basta, y nuestro hijo sigue muy calladito. —Se levanta, la ayudo y se agarra a mi cuello para mirarme mejor—. Los de Getxo presumís de cumplir siempre con vuestro deber. Pues yo también estoy cumpliendo con mi deber, Roque. Si me sigues queriendo, debes hacer un esfuerzo por comprenderme… ¿Me sigues queriendo?

—No empieces ahora con adornos —digo—. Piensa sólo en mi hijo.

—¡Tu hijo, tu hijo…! ¡Pienso en él más que tú! Me gusta pensar que me hice socialista para prepararle un mundo mejor al hijo que tendría. ¡Me gusta pensar que mi hijo es cualquiera de estos mineros por los que yo lucho! —dice Isidora.

—Les llamas hermanos… ¿Es también tu hermano el que llevas en la tripa? —digo.

Isidora se ríe.

—¡Me comprendes, me comprendes! —dice.

—Adornos —digo.

—¿Por qué, si no, ya me estás llevando hacia la bandera roja de Marcelo? —dice Isidora.

Es verdad, ya he vuelto a cargar con ella. Eduardo Varela me hace una seña desde abajo y empieza a subir. Y yo le hago una seña a la partera para que nos siga con la silla.

Esta mujer me ha metido el movimiento en el cuerpo. Hasta ahora yo creí que los de Getxo sabíamos lo que era el movimiento, porque le dábamos fuerte a las piernas en los bailes de las romerías. Pero movimiento es lo que hay en la tierra de Isidora, este baile que empezó hace no sé cuánto y no acaba nunca. Aquí todo se mueve, todos los días y a todas horas: gentes con ojos de gorrión mojado buscando siempre lo que no se sabe, siempre llorando, siempre quejándose, siempre «que me deis esto y lo de más allá», siempre «¿adónde hay que ir hoy?», «¿estaremos muchos llorones en la manifestación?», siempre saltando, como si el suelo les quemara bajo los pies, siempre en montón como los cobardes, siempre con el «muuuuuhhhhh, muuuuuhhhhh» de los rebaños, corriendo de aquí para allá llenos de odio hacia otros hombres, y es seguramente este fuego que llevan dentro el que les quema los higadillos y no les deja ser personas normales ni estarse quietos ni mirar el mundo como algo bien hecho por Dios. Todo se mueve aquí, hasta la tierra, que tiembla, pisada y repisada por las suelas de miles de locos pasando colinas, con caras negras y gritando sus locuras, unos hacia las fábricas de la ría y otros hacia las minas, para meter en su huelga a los mineros que aún trabajan, y a los ferrocarriles, y a todo bicho viviente…

—Y nosotros ¿adónde vamos? —digo a Isidora.

—A parar las fábricas de Sestao y Baracaldo —dice ella bajo mi cara.

Yo no sé si cada vez pesa menos o a mí me lo parece. Es como cargar con una avefría.

Nuestro grupo marcha por una cañada y hemos perdido de vista a los guardias civiles, a los ferales y a los soldados. Es un grupo cada vez más grande porque nos llueven continuamente mineros que se dan cuenta de que hemos burlado al enemigo. A un lado tengo a Marcelo con la bandera roja y al otro a José. No pierdo de vista a la partera, a mi espalda, por si le da por escapar. Yo no podría llevar en brazos tan fácilmente a casi ninguna de las chicas de Getxo; las hay que ganan a los hombres levantando cargas. Creo que Isidora me dará un pingo de hijo. A cada paso me pide que la levante un poco más para ver mejor cómo va la cosa a su alrededor, y leo en sus ojos que le gusta lo que ve, y dice: «¡Adelante, adelante!».

—Tranquila, tranquila… —le digo yo.

—Eres el hombre con más paciencia de la tierra —oigo decir a la partera.

—¡Oíd lo que nos dice la bandera roja —dice Marcelo—: Ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de educación!

Todo el rebaño le hace coro, repitiendo una y otra vez la monserga de las ocho horas, porque hemos engañado y dejado atrás al enemigo (¿por qué digo «hemos» y «enemigo»?) y no hay peligro de que oiga los lloros de esta gente. Es como si el coro dijera a los vecinos de los pueblos por los que pasamos: «¡Aquí estamos los mineros!, ¿oís bien lo que pedimos? ¡Somos los mineros los que lo piden! ¡Somos los mineros!». Los vecinos se asoman a ventanas y balcones y llaman a gritos por su nombre a los parientes y amigos que van en la manifestación que entra por un extremo de cada pueblo y sale por el otro, y hay grupos de mujeres a los lados de la carretera que dan vivas a la unión de los trabajadores y a los socialistas, y algunas empujan a los hombres que no se deciden y los meten a la fuerza entre nosotros, y algunas se meten ellas mismas, y ahora ya hemos bajado a la ría y llegamos ante las rejas de Astilleros del Nervión, y «¡Si no abres tiramos la puerta!» le dicen al guarda, y el guarda la abre y entramos todos en motrollón.

—¡Dejad el trabajo! ¡Todo el mundo a la huelga! ¡Viva la huelga general! —dicen los mineros.

Yo no sé cómo se las arregla Isidora, pero siempre está a la cabeza del grupo y en el centro de la salsa, y no con sus piernas sino con las mías. Al pasar de un pabellón a otro y de un barco en construcción a otro, más que nunca parecemos un bando de txorlitos.

—¡Soltad vuestras herramientas y sumaos a la huelga general! —dice Isidora.

Se paran los mineros a hablar con los metalúrgicos de Astilleros. Isidora me tira de la manga y también se para.

—La huelga general es también vuestra —dice—. El mundo del trabajo no ganará si no lucha unido. Venid con los mineros y gritemos todos juntos: ¡Viva la huelga general!

—Nosotros no tenemos de qué quejarnos —dice un metalúrgico—. Astilleros nos paga más que a nadie y no necesitamos huelgas. Pero hemos acordado apoyar la vuestra porque queremos defender los derechos de nuestros hermanos los mineros.

Veo lágrimas en los ojos de Isidora.

—¿Estás herida? —dice un metalúrgico.

—No, no… —dice Isidora.

—Entonces ¿por qué vas en brazos de ese mocetón? —dice el metalúrgico.

—No quiere perderse la ocasión de parir un huelguista más para la huelga —digo.

Los metalúrgicos miran la tripa de Isidora y se echan a reír y nos siguen. Salimos de Astilleros del Nervión llevándonos detrás a todos los metalúrgicos, y metalúrgicos y mineros dicen a coro: «¡Viva la huelga general!».

Y empiezan a regresar los mineros que habían ido a las minas, y entre ellos y nosotros y los metalúrgicos somos ahora como una nube, y veo a mi alrededor caras contentas con ganas de guerra, y se oyen coros llorando que les den más por menos trabajo, y de nuevo a vueltas con los barracones y las cantinas, y que si esto y lo otro, y veo palos y garrotes que no sé de dónde han salido.

—¡A La Vizcaya! —dicen ahora, y allá nos arrastran, porque no puedo ni revolverme, y es como si yo e Isidora estuviéramos metidos en un remolino, y si antes entramos en Astilleros a la cabeza, ahora ella y yo quedamos a distancia de la entrada de La Vizcaya cuando el rebaño se para y casi calla del todo.

—¿Qué pasa? —dice Isidora.

Por encima de las cabezas veo en la puerta a un grupo de guardias civiles y soldados apuntándonos con sus armas; no son muchos, y como además siempre tiran al aire, pues no sé por qué los mineros pasan de largo.

—¿Qué hacemos? —dice Isidora.

—Que no entramos en La Vizcaya —digo.

Las manos de Isidora agarran mi ropa y quiere levantarse para ver.

—No hay nada que ver, pasamos de largo —digo, bajándola.

Creo que los mineros no esperaban ver allí fusiles, y cambian de camino, como una ola al chocar contra las peñas, y yo me pregunto por qué, si esto es sólo un juego y los de los fusiles siempre los disparan al aire.

—¡A Aurrerá, a Altos Hornos! —dicen los mineros.

Y allá se van, allá nos llevan, y entran por la tremenda en Aurrerá y luego en Altos Hornos, y paran de trabajar los metalúrgicos de una y otra, y el rebaño aumenta y aumenta, y a este paso no habrá sitio para nosotros. Y, de pronto, oigo a Marcelo decir que hay que volver a La Vizcaya, y arrastra a todos tras su bandera roja y sus gritos de «¡Todas las fábricas en huelga general!», y José nunca se aparta de su lado y a veces llevan la bandera entre los dos, y ahora Isidora me dice que vaya hasta ellos, y lo que quiere es ponerse en la salsa de la cabeza, y yo le digo: «Tranquila, tranquila, que si te ven los guardias me llevan a mí a la perrera por maltratar a mi hijo», y ella: «Los socialistas hemos puesto en marcha esta huelga general, y ¿qué dirían estos trabajadores si ven que me escondo?», y yo: «Mira, si les preguntas uno a uno te dirían que vayas a parir, que creen que ya se las arreglarían sin ti». La partera se acerca y le mete la mano por debajo de la falda, y miro a mi alrededor y las caras de los hombres se vuelven a otro lado.

—¿Ha llegado la hora? —digo.

—Es lo más increíble que he visto en mi vida —dice la partera—. Aquí todo el mundo está en huelga general.

Y ahora nos aplastan los de delante y los de atrás porque el rebaño se ha parado, y es que estamos ya en La Vizcaya.

—¡Atrás, volveos a vuestras minas! —oigo decir. Miro, y el grupito de guardias civiles y de soldados de antes es ahora un enjambre de fusiles apuntándonos.

—Les hemos dado tiempo a traer todo el ejército —dice Facundo Alonso. Se nos ha acercado a preguntar por Isidora—. ¿Cómo se encuentra Isidora? Aléjala de aquí —me dice—, porque aquí se arma.

—Pero si lo estáis pasando mejor que en una fiesta —digo.

Eduardo Varela me mira como si me viera por primera vez.

—No me gusta esto, a nadie le gusta esto —dice—. Hemos rebasado los límites que nos tienen marcados… y eso se paga.

—Ellos también juegan —digo—. Siempre disparan al aire para seguiros la corriente.

—¡Ni un paso más! —nos llega de los guardias.

—¡Adelante, hay que parar La Vizcaya! —dice Isidora, agarrada a mi blusa para levantarse.

—Tranquila, tranquila —le digo.

Los mineros de las primeras filas se agachan a coger piedras del suelo para tirárselas a los guardias civiles y a los soldados, y a algunos les dan en la cara.

—¿Qué hacéis? —digo.

—Esto no es un juego ni una fiesta —dice Eduardo Varela.

—¡Adelante, hermanos! —dice Isidora.

Y los mineros empiezan a andar hacia los fusiles, y de pronto suenan los disparos al aire, y ahora los mineros echarán a correr y a empezar el juego ante otra fábrica. Lo de siempre.

—¡Asesinos! —se oye por delante.

—¡Dios mío! —dice la partera.

—¡Han matado a José! ¡Asesinos! ¡Asesinos! —dice Marcelo.

Y todo el mundo se pone a gritar: «¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos!», y a tirar más piedras que antes, y se oye: «¡Cargad a la bayoneta!» y nuevos «¡Asesinos! ¡Asesinos!», y los de las bayonetas se mueven en línea hacia los mineros y se oye un «¡ay!» aquí y otro «¡ay!» allá, y los mineros se defienden de las bayonetas con sus palos, y suenan más tiros y los mineros dan la vuelta y escapan, pero cuando se clarea el rebaño veo que algunos que se caen son ayudados a andar por otros, que algunos cargan con otros que parecen muertos, y veo a Marcelo arrodillado junto al cuerpecito de José.

—¡Lo habéis matado, cabrones, lo habéis matado cobardemente! —dice Marcelo.

Isidora da un grito.

—Tranquila, tranquila —le digo.

Isidora se revuelve como una gata dentro de un saco. Miro a un lado y a otro…, ¿dónde está la partera? Del brazo de uno de los mineros que llevan sale un chorro de sangre. También la pechera de José está llena de sangre. Y esta vez sí, esta vez Isidora se sale con la suya y tengo que dejarla en el suelo. Se acerca a José dando gritos y andando como una gansa. Cuando va a agacharse, corro a su lado para ayudarla. Queda arrodillada, como Marcelo. Sus manos tocan el cuerpo de José y le besa en la frente.

—Asesinos, asesinos… —dice Marcelo, como hablando sólo para Isidora.

Isidora llora en silencio.

Desde su sitio, los guardias civiles y los soldados nos miran como estatuas.

—¿Es verdad que está muerto? —digo.

Es verdad. No es un juego.

Esto es la plaza de Baracaldo. Hay tantos mineros que no caben. Están que echan humo y dicen de bajar a Bilbao «a hacer cualquier cosa». En el centro se ha abierto un corro para dejar a José y a los siete heridos sobre mantas en el suelo. Un médico con su maletín va de uno a otro; en el único en el que ya no se para es en José.

El viaje desde La Vizcaya lo hemos hecho Marcelo cargando con José y yo con Isidora. A medio camino se nos acercó la partera, pero sin la silla. «La he perdido», me dijo, con el susto aún en la cara. Miré si llevaba el hatillo con sus trastos y sí lo llevaba.

—Dios mío, Dios mío —no para de decir.

Cuando Marcelo dejó en el suelo a José, la partera fue a pedir a una taberna una silla para Isidora, que está ahí, agachada y apartando las moscas de la cara de José.

—Era el mejor socialista —oigo decir a Marcelo—. ¿Veis lo que han hecho con mi amigo?

—¡A Bilbao! ¡A Bilbao! —dicen los mineros de las primeras filas del corro, y enseguida lo dice toda la plaza. Eduardo Varela agarra a Marcelo de la ropa y lo levanta.

—¿Estás loco? —le dice—. ¿Sabes la tragedia que puedes provocar calentándoles los cascos?

—¡Esos cabrones han matado a mi amigo! —dice Marcelo.

—¡Escucha tú y escuchad todos! —dice Eduardo Varela—. ¡Acabo de saber que los militares han implantado el estado de guerra! ¡Si les provocamos con violencia, nos devolverán la violencia multiplicada, porque ellos son los dueños de la violencia! Sigamos haciendo las cosas como hasta ahora. Hemos conseguido paralizar todas las minas y fábricas… ¡En estos momentos hay treinta mil hombres en huelga general! ¡Nuestra arma es la huelga general y no la violencia!

—¡Han disparado contra nosotros! —dice Marcelo—. ¡Si quieren sangre, la tendrán!

Me agacho junto a Isidora y le cojo una mano entre las mías, y ella se deja y además me mira.

—Sólo pedía justicia —me dice entre sus labios que tiemblan.

José parece dormido. Era una buena persona. Resulta, pues, que unos y otros iban en serio y no jugaban a las comedias.

—Háblales tú —dice Eduardo Varela a Isidora—. He mandado a buscar a Perezagua. Esta gente no debe ir a Bilbao a echar por tierra lo conseguido… ¡Háblales, mujer!

—Sé que no deben hacerlo, pero no puedo pedírselo —dice Isidora.

—¡Basta ya de tratarnos como a perros! —dice Marcelo—. ¡Ahí tenéis a ocho compañeros vuestros, uno muerto y los otros heridos! ¡Ésa es la respuesta de los empresarios! ¡Que tengan ahora nuestra respuesta!

Los mineros del corro empiezan a moverse. Hay guerra en sus caras y mormojean entre ellos. Dan la vuelta y está claro que se van de la plaza.

—¡Un socialista no lucha por la venganza sino por la justicia! —dice Eduardo Varela a Marcelo.

Y en esto que llega Perezagua con su barba negra. Todo el mundo se queda quieto cuando empieza a hablar, con los ojos más tristes que nunca. Dice casi lo mismo que ha dicho Eduardo Varela, pero nadie se marcha.

Los mineros van como en un entierro de vuelta a las minas. En Baracaldo se han pedido prestados ocho burros para llevar al muerto y a los siete heridos. Yo mismo he puesto el cuerpo de José cruzado sobre el burro y tapado con una manta. Cinco de los heridos van bastante tiesos, y dos, echados sobre el cuello del bicho. A unos les han dado con bala y a otros con bayoneta. En Getxo no pasan estas cosas. Tengo que sacar de aquí a Isidora. Voy con ella en brazos y no me deja que me aparte del burro que lleva a José. Cuando le palpo la tripa para ver qué pasa dentro, ni se entera. Todo esto no puede durar mucho, y pienso que Isidora está aguantándose hasta que acabe la locura, y que entonces parirá, todo a un tiempo, el crío y la revolución. Viendo a José, ya no me sale llamarles locos a los mineros.

Yo no he visto a un hombre llorar como llora el padre de Isidora al ver a José.

—¡Os advertí que nadie podrá cambiar las minas! —dice—. ¡Pobre muchacho!

Dejo a Isidora de pie en el suelo, para que la partera la ayude a entrar en casa, y quiero coger a José, y Marcelo se pone al otro lado del burro y cogemos el cuerpo entre los dos para meterlo en casa de Urbano y dejarlo sobre la cama de Isidora cubierto con una sábana que acaba de traer ella.

Las primeras que entran en la casa son las mujeres de La Arboleda, y entran en el cuarto y lloran y dicen que parece que está vivo, y unas se sientan y otras se quedan de pie, y alguna pone una vela encendida a la cabecera de la cama. Luego empiezan a entrar los hombres con las boinas en la mano, y cuando salen no se van a sus casas sino que vuelven a sus sitios en la manifestación, y en La Arboleda no cabe el rebaño.

—Bueno, ahora ya puedo irme a mi casa —me dice la partera—. Ya sabes dónde me tienes cuando…

Aparece el cura de La Arboleda y quiere entrar, pero Marcelo le dice:

—¡Fuera!

—En esta casa hay un muerto y mi obligación es… —dice el cura.

—¡Fuera! —dice Marcelo.

—No me iré mientras no me lo diga Urbano, el dueño de la casa —dice el cura.

—La casa es de Urbano, pero el muerto es mío —dice Marcelo—. ¡Le han matado los tuyos!

—El odio no debe seguir después de la muerte —dice el cura.

Pero Marcelo le mira como una fiera y el cura se marcha. En Getxo, los curas siempre son bienvenidos a las casas. Los heridos han sido llevados con sus familias. Pienso que si los mineros no hubieran salido de las minas nada de esto habría ocurrido. En vez de andar por ahí en grupo llevando el desorden, si querían protestar, ¿por qué cada uno no se puso a rezarle a Dios? O si se empeñan en hacer las cosas en grupo, ¿por qué no se metieron todos juntos en la iglesia a rezar? Acaba mal lo que se hace mal. Aunque tampoco se debe matar a la gente porque no haga las cosas según las quiere Dios.

Veo a Isidora poniendo unas flores junto a la cara de José, sobre la almohada. Los mineros siguen entrando en fila, miran a José y salen. Algunos le dicen: «Te vengaremos, compañero».

—Siéntate ya —digo a Isidora.

—Tengo que hacer la cena a mi padre —dice ella.

—Yo la haré. De modo que puedes acostarte de una vez. Y ahora no me salgas con que la única cama libre que queda es la de tu padre… —digo—. ¿Es que mi hijo no va a poder venir al mundo como es debido?

—Eres un bruto. En este momento hay que pensar en la muerte, no en la vida —dice Isidora.

La saco de un brazo del cuarto de José.

—Mira: en Altubena nos sobran camas —digo—. No tendrías más que coger tus cosas y a tu padre y…

—¿No te da vergüenza hablarme ahora de eso? —dice Isidora—. ¡Vete de aquí, no eres de los nuestros!

—¿De quién eres tú? Yo te lo diré: ¡eres del hijo que llevas en el vientre! ¡De él y de nadie más! —digo.

—Y yo te diré de quién eres tú: ¡de Getxo, de Altubena, de tu madre! ¡Todos los vascos sois de vuestras madres! ¿Por qué no te vas de una vez con ella y no vuelves? —dice Isidora.

—Tendría que ir…, tendría que ir… Llevo demasiado tiempo sin remanecer por allí y ya me habrán cerrado la puerta para siempre —digo. He sido un tonto hablándole de nuestro asunto con José ahí muerto. Pero la pata ya está metida y le diré lo demás—: Lo mejor para no reñir, para que no haya golpes ni muertes, es meterse cada uno en su casa. Ahora, con José muerto, se acabaron las manifestaciones, vuestra revolución y todo lo demás, así que ya puedes venirte conmigo…

—Los mineros desfilan ante nuestro pobre amigo no para rendirse sino para recibir de ese cadáver nuevas fuerzas —dice Isidora, mirándome por entre sus lágrimas.

—Cuando Dios manda un aviso hay que hacerle caso —digo—. Y son muchos avisos: salen guardias y soldados de debajo de las piedras, os han matado y herido, os han echado de las fábricas, estáis donde al principio, encogidos en La Arboleda…

—Nadie cambiará las minas —dice Urbano. No está lejos de nosotros y nos ha oído. Más que nunca tiene en la cara el cansancio de los viejos.

—Hemos empezado una huelga como jamás se había visto hasta ahora y sólo la acabaremos cuando cedan los patronos —dice Isidora.

Miro a un lado y a otro: nos están mirando Eduardo Varela, Marcelo, Guerra, Pascual y Lobo, y los de Sestao: el hombre delgado con bigote, el gordo y pequeño, el de barba, y Proto, el asmático con gafas. Les leo en la mirada que todos piensan como Isidora.

—Estáis locos —digo.

Al menos, Isidora pasará esta noche en casa, y si le viene, pues podrá parir en una cama.

A las tantas de la madrugada he podido acostar a Isidora sobre una manta en el suelo. No quería separarse de la cama de José. Y también se negó a que su padre le dejara la suya. Bueno, estaba claro que no quería acostarse en toda la noche. Como mucho, sentarse en una silla, mientras la gente seguía entrando y saliendo de la casa.

Luego llegó la noticia de que en las minas se habían quemado por la noche barracones y chabolas, y me acordé de la cara de fiera de Marcelo cuando salió llevándose tras él a un montón de mineros camino de los montes.

—¿Qué pasa?

—Nos van a matar a todos.

Esto dicen dos mujeres. Salgo a la puerta. Ha llegado un batallón de soldados. La Arboleda está llena de soldados.

—Nos pueden matar, pero no obligarnos a volver al trabajo —dice Eduardo Varela. No ha dejado la casa en toda la noche.

—Les mandan para que vean de cerca cómo es una huelga de verdad —dice un minero tuerto y viejo, sentado sobre una piedra contra la casa.

De una cuadra de enfrente salen ruidos de serrucho y martillazos.

—Están haciendo una caja para José —dice Eduardo Varela.

Ahora estamos casi solos en la casa y entro de puntillas para no despertar a Isidora. Pero está despierta. ¿Cuánto ha dormido? Nada, ni un gramo. Siento que mi hijo tiene tanto sueño que se cae. Me agacho junto a ellos.

—Yo no sé si esto ha acabado o no —digo—, pero podrías aprovechar esta calmada para parir.

—No pongo el huevo por las mañanas, como las gallinas —dice ella. Quiere levantarse.

—No te levantes, no tienes por qué levantarte todavía —digo—. ¿No estáis en huelga? ¿Qué crees que están haciendo los huelguistas que llenaban ayer este pueblo? ¡Dormir!

Pero se levanta y le ayudo. Salen ronquidos de las mujeres de negro que velan al muerto. Isidora se acerca a José y le arregla las flores de la almohada. Le pongo una silla contra las piernas y se sienta. Saco en brazos a Urbano de su cama y lo pongo en su silla de ruedas.

—¿Ya tengo un nieto? —dice.

—También está en huelga —digo.

Y de nuevo empieza a llegar gente a la casa. Llegan tres mujeres y una me pone en la mano una botella de leche cerrada con un corcho, y luego las tres se sientan en las tres sillas que han dejado libres las tres mujeres que se marchan. Isidora vuelve la cara y ve la botella de leche en mi mano y se levanta y quiere cogérmela y yo le digo: «Yo la calentaré», y ahora llegan Marcelo y cinco más.

—¿Qué pasa por ahí? —dice Isidora.

Se ha olvidado de la botella de leche.

—Hoy en las minas nadie entrará a trabajar tampoco —dice Marcelo. Su cara está negra. Se queda mirando a José, pero no da un solo paso hacia la cama.

—¿Y en las fábricas? —dice Isidora.

—¿Eh? —dice Marcelo—. Las fábricas harán lo que hagamos nosotros.

—Y el hambre… ¿qué? —dice Urbano—. ¡El hambre, el hambre del minero! Un minero en huelga es como un mosquito en una telaraña: los cantineros no le fían, los patronos le despiden, Dios le abandona… ¡El hambre siempre acaba con todas las huelgas!

Llega un «¡chist!» de las mujeres de negro de la vela.

—Esta vez no… ¡Nos han hecho ya un muerto! —dice Marcelo—. ¡Comeremos piedras!

—Los patronos están despidiendo a gente en muchas minas —dice uno de los mineros que vino con Marcelo.

—Y los capataces andan ofreciendo el doble de jornal por media jornada… ¡y ningún compañero rompe la huelga! ¡No hay esquiroles! —dice Marcelo—. Si los mineros necesitan comer, los patronos necesitan a los mineros. ¡Nuestra hambre se la pasamos a ellos!

Aquí entra la partera. Dice «hola», pero a la única que mira es a Isidora.

—El hambre de los mineros…, el hambre de los mineros… —dice Urbano en un mormojeo.

—Estamos en huelga, ¡bien! —dice Eduardo Varela—, nos sentimos orgullosos de nuestra fuerza, en esta tierra es la primera vez que la burguesía se estremece…, ¡y lo hemos conseguido nosotros!, ¡bien!, pero que nadie piense que sólo somos «las bestias de las minas».

—¡Chist! —dicen las mujeres de la vela—. ¿Por qué no salen los irrespetuosos?

—¡A José le habría gustado oírnos hablar de todo esto! —dice Marcelo.

La partera está junto a Isidora. Se agacha y mete el brazo por debajo de su falda y toca.

—Esta tarde nos reuniremos para redactar un escrito con nuestras peticiones —dice Eduardo Varela—. Y se lo enviaremos a ellos, y también a los periódicos. Todos deben saber que treinta mil hombres en huelga apoyan las reivindicaciones de los mineros. Deben saber que la clase trabajadora sabe organizarse para salir de sus cuevas y hacer oír su voz para decir: «¡Escuchadnos, somos hombres y mujeres como vosotros, ved en qué raza distinta nos habéis convertido! ¡Escuchadnos, porque esto es el principio!».

—Jesús, María y José —dice la partera, sacando la mano de debajo de la falda de Isidora.

—Dile a la partera dónde sientes ya a nuestro hijo —digo a Isidora.

—El minero se encuentra solo contra el hambre —dice Urbano—. Todas las huelgas las gana el hambre. Dos, tres, cuatro días…, ¿qué más da? El calendario no se para y los hijos piden pan.

—Esta vez será diferente —dice Isidora—. Estamos en el principio de algo nuevo: los trabajadores tienen más hambre de justicia que de pan.

—¿Pero no te acuerdas que tienes que parir, coño? —digo.

—Las huelgas mineras de mis tiempos… —dice Urbano.

—¿Por qué no vamos contra ellos ahora que somos fuertes? —dice Marcelo.

—Ahora que somos fuertes… ¿por cuánto tiempo?…, vamos a obligarles a negociar con «las bestias de las minas». —Dice Eduardo Varela.

—Ellos no negociaron con José… ¡Malditos! —dice Marcelo.

—¿Pero no te acuerdas que tienes que parir? —digo.

Todos me miran, porque he hablado cuando nadie hablaba y lo mío ha caído en el silencio como el reventar de una ola. Hay un montón de caras mirándome y mirando a Isidora, a su tripa. No me gusta que me miren así, porque se echarían a reír si José no estuviera en ese cuarto.

—Decidle que se acueste en una cama, a ver si a vosotros os hace caso —digo—. Si se acostara, se acordaría de parir.

Sí, se van a reír, ahora sí que se van a reír. Tampoco. Pero sus miradas son peores que la risa. Ellos están a un lado de la mesa y yo al otro, con Isidora y la partera. Me siguen mirando y nadie habla.

—¡Dejadme en paz, estáis locos! —digo—. ¡Sólo quiero llevarme a Isidora a Getxo, sólo eso! ¿Por qué no la dejáis en paz con vuestra huelga y vuestras ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de educación? ¡Tiene que parir!, ¿no lo veis?

Las mujeres de la vela dicen: «¡Chist!, ¡chist!, ¡chist!», y dos o tres mineros dicen: «Un respeto con el difunto», y la mano de Isidora coge con fuerza la mía.

—Roque —dice—, calla.

Todos los ojos que me miran ya no quieren reírse.

—No pido mucho, sólo casarme en Getxo con la madre de mi hijo —digo.

Y ahora viene Perezagua y pregunta cómo va todo y se queda ante la cama de José un gran rato, y luego habla con los socialistas alrededor de la mesa, y al final pasa otro rato mirando a José y se marcha.

Urbano no puede comer sin vino y voy a la taberna con una botella vacía. La Arboleda parece un cuartel. Las mujeres de los mineros les dicen a los soldados: «¡Sois tan hijos del pueblo como nosotros, no defendáis a los patronos!», y los chicos de uniforme no saben adónde mirar, y las mujeres con su traca: «Al cumplir el servicio volveréis a ser unos trabajadores, y alguna vez iréis a una huelga… ¿Os atreveríais a disparar contra nosotros?», y algunos soldados hablarían con las mujeres si no anduvieran por allí sus jefes. Y un grupo de mujeres rodea a un hombre vestido de domingo y le dice: «¿Qué haces por aquí, periodista? ¿Por qué no cuentas lo que ves en vez de mentiras? ¡Anda, escribe que los de las minas hemos querido comerte crudo, que hay que defenderse de nosotros como de las fieras, que nos quejamos de vicio, pues se nos pagan buenos jornales! ¡Vamos, largo de aquí a contar mentiras a tu Noticiero!».

Las calles están llenas de mineros, y la taberna, esperando de brazos cruzados a ver lo que pasa. Beben poco vino porque no tienen dinero. Les oigo hablar de esquiroles, y un minero dice que sabe de un grupo de ocho que van a entrar a trabajar mañana, y la taberna se vacía para ir a darles una paliza.

En la calle me cruzo con la partera.

—Voy corriendo a un parto, porque todas no son como la tuya —me dice.

—Vuelve a escape —le digo.

—¿Para qué? —dice.

Yo hago la comida para los tres. Patatas con pimentón. Si esto dura mucho tendré que pasar por Altubena a traer comida para que no se me mueran el suegro, la mujer y el hijo. A la madre le diré: «Ama, tú, tranquila, que ya ves que estoy vivo y cualquier día de éstos vendremos los tres a quedarnos con la familia».

A media tarde, reunión. A Eduardo Varela se le va el día diciendo a unos y a otros: «Reunión… Reunión… Reunión…». Dice «reunión» tan serio como si de ésta los socialistas fueran a arreglar el mundo. Luego, cuando se sientan todos alrededor de la mesa, la casa se llena otra vez de gente, y cuando Pascual dice: «Os leeré lo que he redactado», y se pone a leer, pienso en el muerto que tenemos a un paso y me digo que esta gente no tiene remedio. A Isidora le han dejado la mejor silla, y yo me pongo detrás de ella. Urbano me tira de la camisa.

—Igual que en mis tiempos, todo igual —dice—. Los que firmen ese papel serán los que caigan primero.

—¿Caigan? —digo.

—Un minero muere en la mina y nadie sabe si ha sido accidente o no —dice Urbano—. Los capataces no sólo decidían quién trabajaba, sino también quién moría.

—Eso no se debe hacer —digo.

—¿No hay gente en Getxo que haga lo que prohíbe Dios? —dice Urbano.

—En Getxo no pasan estas cosas porque no hacemos huelgas —digo.

Además de Eduardo Varela, Marcelo y Pascual, alrededor de la mesa están Guerra y Lobo, y los de Sestao, y el rebaño de mineros mirándoles y esperando, y luego Pascual empieza a leer y se hace un silencio tan grande que se oye el rosario de las viejas de la vela.

—«Los que abajo suscriben —lee Pascual—, representantes de los trabajadores mineros declarados en huelga, deseosos, en bien de los intereses de ambas partes, de que no se prolongue ésta por más tiempo, someten a ustedes las conclusiones adoptadas con este motivo y que a continuación se expresan: Primera, que la jornada de trabajo diaria no exceda de diez horas. Segunda, que se supriman por completo las tareas. Tercera, supresión absoluta de los cuarteles o barracones, dejando por tanto en completa libertad a los trabajadores para que se suministren de comestibles donde lo crean conveniente. Cuarta, admisión de los que han sido despedidos de sus trabajos. Éstas son las resoluciones adoptadas por los mineros en huelga, los cuales se hallan decididos a mantener íntegras. La Arboleda, quince de mayo de mil ochocientos noventa». Pascual levanta la cabeza y mira a todos, pero es Eduardo Varela el que habla:

—Por mi parte, lo apruebo. ¿Y vosotros?

—¿Dónde están las ocho horas? —dice un minero—. Llevo días gritando «ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación»… ¿Por qué no están en el papel? ¿Es que no vamos a pedirlas cuando somos más fuertes?

Pues es verdad: desde que conozco a esta gente, ocho horas por aquí, ocho por allá, y al final al chichiposo las ocho horas. Están locos, sí.

—¿Cuántas horas trabajáis ahora? —dice Eduardo Varela—. Once, doce y más. Las ocho horas es la meta que algún día alcanzaremos…, pero no hoy, todavía. Decidme la verdad: ¿quién de vosotros cree que los patronos consentirán en rebajarnos tres o cuatro horas la jornada de un solo golpe? La experiencia nos dice que hay que ir paso a paso, un poco hoy, otro poco mañana. Y, aun así, con lucha, con sangre. Es el destino de los trabajadores. Es el único camino que tenemos para salvar nuestra dignidad. Pero debemos pedir sólo lo que corresponda a cada momento, como si los patronos entraran en el mismo juego de que algo sí que nos deben conceder de vez en cuando, no mucho, ni menos todo, sino eso, lo que corresponda a cada momento histórico de la lucha de clases. Una petición excesiva por nuestra parte rompería la baraja y haría estallar la guerra entre ellos y nosotros, guerra que hoy perderíamos, porque aún no ha llegado nuestra hora.

De manera que la cosa va para largo, que con esta huelga no se acaba nada, que Isidora se hará vieja pasando de una huelga a otra y mi hijo crecerá en las manifestaciones.

—Hay que pedir en ese papel las ocho horas —digo—, o creerán que nos hemos vuelto conejos.

Me miran. Isidora levanta la cara y me mira desde abajo.

—¡Roque! —dice.

—Hay que tener fundamento —digo—. Si se han pedido una vez ocho horas, pues hay que seguir pidiendo siempre ocho horas. Lo primero entre los hombres es la palabra y el fundamento.

—¡Roque! —dice Isidora.

—¡Vaya con el borono! —dice Marcelo.

—¿Y si por pedir mucho no nos dan nada? —dice Proto.

—Pues todos a casa y que los patronos se queden con sus minas —digo—. Sois de fuera y tendréis ganas de volver a vuestra casa, de donde no teníais que haber salido.

Se vota con las manos en alto y salen las diez horas y el papel de Pascual. Lo firman Pascual, Lobo, Guerra y otro que se llama Dionisio Hege.

—Ahora, que estas peticiones nuestras lleguen a los patronos —dice Eduardo Varela—, o al gobernador, o a los obispos, o a los generales, lo mismo da.

—Y que vuelva la paz a la casa del muerto —dice Urbano.

—¡No importa que hablemos a gritos de la huelga general! —dice Marcelo—. ¡Por ella murió José y le habría gustado saber cómo va! ¡Esta huelga es más suya que nuestra!

—Es la hora de rezarle, no de… —dice Urbano.

—¡Le mataron los que rezan! —dice Marcelo.

Se levanta Isidora y lleva a Marcelo hasta la puerta, en medio de la gente que también sale.

Ahora, Isidora y yo estamos frente a frente. Le toco la tripa.

—Ya falta poco —dice.

—A lo mejor tendríamos que escribir también un papel a alguien —digo.

Me mira con unas chispitas en los ojos.

—Te salió mal la jugada de reventar la huelga y las minas —dice—. Para hacer bien la revolución no hay que pensar en otra cosa, ni siquiera en tu Getxo.

—Para mí, la revolución es tu parto —digo.

Saco a la calle el cajón de la mierda.

Isidora ha dormido en el colchón que le traje anoche de casa de un minero; y yo, a su lado, sentado en el suelo, la espalda contra la pared y la cabeza entre las rodillas. La casa no se ha cerrado por la noche, para que siguiera entrando y saliendo la gente que vela por turnos a José. Pero ahora no hablaban, sus pisadas no hacían ruido, se quedaban junto a él como si fueran otros muertos. El único que me hizo levantar la cabeza fue Marcelo cuando entró como un rayo y llorando y llegó a la cama de José y cogió una de las velas encendidas y acercó la llamita a su cara y así estuvo mirándole más de una hora. Luego dejó la vela en su sitio y se sentó a mi lado en el suelo y me dijo con los ojos rojos: «De pronto, no pude recordar cómo era su cara…, ¡y sólo lleva muerto unas horas!», y yo le dije: «Tranquilo. Los vascos decimos que el tiempo no corre. Cuando seas viejo verás la cara de José mejor que ahora. Tranquilo». Marcelo llora en silencio. Me llegan los ronquidos de Urbano.

A Isidora le cuesta darse la vuelta en el colchón. Se despierta con un quejido. De un salto estoy a su lado.

—¿Ya? —digo.

—No, no… —dice, buscando la postura.

—Por eso no viene, porque sigues pensando en tu huelga. Olvídate de ella y tráelo al mundo de una vez —digo.

Isidora está de costado. Levanta el brazo y su mano acaricia mi cara.

—La huelga se ha llevado a un hermano y nos trae a otro —dice—. Nunca nos vencerán.

—Nuestro hijo no es un hermano, es nuestro hijo —digo—. Entre él y yo te enseñaremos lo que no sabes, Isidora.

Marcelo nos está mirando. ¿Por qué, de pronto, ha dejado de llorar para mirarnos? Voy a la puerta. Los soldados siguen en La Arboleda. Si no fuera por ellos, la mañana parecería de domingo, porque casi todos los mineros están durmiendo en sus casas; sólo unos pocos forman grupitos, lejos de los soldados. Les veo mover los labios, pero no les oigo, no hacen ruido, no se les oye nada. Dentro y fuera de las casas La Arboleda parece muerta. Es que a esta gente le ha llegado la hora de esperar. Ahí pasa la partera.

—No me mires así, Roque, que no voy lejos —me dice—, sólo a un parto al extremo del pueblo. ¿Cómo va el tuyo? A lo mejor es que el niño es cojo. —Y dice—: Dentro de nueve meses, aquí no habrá partera que dé abasto… ¿Qué otra cosa pueden hacer en estos momentos los mineros y las mineras para no aburrirse?

Se va, riendo, con su envoltorio bajo el brazo.

—Roque —me llama Isidora.

Voy al colchón. Acaban de entrar dos hombres con una caja de muerto y ahora la están dejando a los pies de la cama de José.

—¿Y dónde dormirá el niño? —dice Isidora—. ¿A cuándo esperas para hacerle la cuna?

—Ya hay cuna —digo.

—¿Dónde? —dice Isidora.

—En Altubena —digo—. Es vieja, pero mejor que las nuevas. De roble. La hizo un Altube y la han usado muchos Altube sin pudrirla con las meadas.

Isidora cierra los ojos y se le arruga la cara como para llorar.

—Yo no quería empezar de nuevo con la matraca —digo—. Tú hablaste de la cuna… Ahora no pienses más que en parir. No llores. Lo otro ya se arreglará.

—No, no se arreglará —dice Isidora, y pone una cara que me asusta.

Nos llegan voces de fuera:

—¡Volved al trabajo, que la mina sigue abierta! ¿Qué esperáis ganar con la huelga? ¡Nada, os lo digo yo! Algunos más listos que vosotros empezaron huelgas, pero volvieron al tajo con las orejas gachas y sin ganar nada de lo que pedían. ¡Sólo sois unos malditos vagos! ¿A nadie le apetece trabajar seis horas por el doble de jornal? Ésta es nuestra oferta.

Salimos todos a la calle, también los que velaban a José. Y también Isidora, apoyándose en mí.

—¡Fuera de aquí, capataces! —dice Marcelo—. ¡Meteos en vuestras minas y moríos en ellas!

—¿Os envían vuestros patronos? ¡Bien! —dice Isidora, y me sube por la mano y el brazo el histérico de su carne—. ¡Y si venís a suplicarnos es que ellos y vosotros estáis asustados! —Isidora levanta los brazos—. ¡Viva la huelga general!

—¡Viva la huelga general! —dice la gente que se ha acercado.

—Los capataces se han juntado para cazar —me dice Marcelo—. Están cazando esquiroles. —Y dice—: ¡Fuera! ¡Fuera!

—Los que sepan lo que les conviene y quieran volver al trabajo, que no teman a nadie, porque estos buenos soldados están aquí para protegernos —dice uno de los capataces.

Y otro dice:

—Los patronos han despedido a muchos estos días y seguirán despidiendo a más mientras esta provocación vuestra no termine. Si no entráis hoy a trabajar, tendréis que hacerlo mañana o pasado, y muchos os encontraréis entonces con que habéis sido despedidos y os veremos llorar suplicando el pan para vuestros hijos. ¡Que nadie envenene vuestros oídos con rebeldías que serán vuestra desgracia!

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ningún minero romperá la huelga para seguiros! —dice Marcelo—. ¡Nos reímos de vuestras amenazas! ¡Ahora somos nosotros los que impondremos la nueva ley en las minas!

Los capataces se ríen.

—¡Desgraciados! —dicen.

Están llegando mineros de todas partes y los soldados se mueven para abrigar a los capataces.

—¡No estamos en huelga por gusto! —dice un minero—. ¡Sólo pedimos un poco de la justicia que no nos dais!

—Pues volved al trabajo y pedidla sin violencia, que los patronos siempre atienden las peticiones justas —dice un capataz.

—¡Ahí dentro está la respuesta de los patronos! —dice Marcelo, señalando con el brazo la casa de Urbano.

Se planta ante un capataz, le agarra de la chaqueta y parece que se lo va a comer. Los soldados le apartan.

—¡Para vosotros, los únicos mineros buenos son los mineros muertos o los esclavos! —dice Marcelo.

Un capataz llega ante él y levanta la mano con una pequeña barra de hierro que no sé de dónde ha sacado. Aparto a dos soldados y agarro la muñeca del capataz.

—No está bien pegar a un hombre cuando le tienen trincado —digo.

Y la Isidora, a mi espalda:

—¡Cuando unos hombres se sienten aplastados su único camino digno es la rebelión! ¡Viva la huelga general!

—¡Viva! —dice el montón de mineros que ya tenemos delante.

La cuadrilla de capataces se marcha de vacío en medio del abucheo del rebaño. Los soldados se ponen a pasear en grupitos, como antes. A Isidora cada vez le sienta peor soltar un mitin, por corto que sea: termina medio ahogada, la cara más blanca aún, aguantando dolores en alguna parte de su cuerpo. Se deja llevar por mí al colchón y la tumbo.

—Ahora, tranquila —le digo—. ¿Estás mejor?

Ella cierra los ojos. Cuando voy a salir a por leche me llama Urbano desde su cama. Le cojo en brazos y le llevo al cuartucho del cajón de la mierda y lo siento sobre una tabla cruzada, le pongo el orinal en la mano y me voy. Cojo la botella vacía de leche. Los mineros se han metido otra vez en sus casas, y los pocos que hay fuera me miran pasar con ojos de buey; parecen muertos mojados y sin dueño. En la tienda hay mujeres y callan al verme entrar, porque saben que vengo de casa de un muerto, pero yo ya les he oído que ellas siempre habían dicho que Ceferino era una buena persona, que algún día le pagarán el género que ahora les entrega sin cobrarles, y el tal Ceferino les va metiendo en las bolsas tocino, alubias, pan, sardinas arenques, patatas y tasajo, y les dice ya pagaréis cuando vuestros maridos vuelvan al trabajo, y se pone las gafas cada vez que apunta lo de cada una en una libreta. Las mujeres me dejan llevar la leche sin esperar mi turno, pero yo pago a Ceferino.

En casa ya nos hemos acostumbrado a vivir con un muerto, y a la gente que entra y sale para velar a José o sólo mirarle un rato. A media mañana me doy cuenta de que Isidora lleva demasiado tiempo sin hablarme cuando yo le hablo. Y ahora recuerdo.

—Oye, mujer, que tú me importas tanto como mi hijo —digo—. Cuando nazca, si nace alguna vez, pues a lo mejor sólo me importa mi hijo. Pero ahora, como todavía está dentro, tú y él, y él y tú, pues lo mismo.

—Si no fueras tan tonto… —dice Isidora.

Me siento en una esquina del colchón y besaría a Isidora si no anduviera tanta gente arriba y abajo. Nos miramos. Está en su mirada que sabe que yo la besaría si no anduviera tanta gente arriba y abajo. Su mano sube hasta mi cuello, me lo ciñe y me baja la cabeza hasta su cara. Me besa en la boca.

—De modo que ya no puedes ni levantarte un palmo —digo—. ¿Estás bien?

—Tu hijo está bien —dice Isidora.

—Cuando pueda ver a mi hijo se lo preguntaré a él —digo—. Ahora te pregunto a ti cómo estás.

—Pues ya puedes oírle a tu hijo —dice Isidora—. Pon tu oreja aquí y apriétala contra mi carne.

Abre un poco su vestido y pone la punta de su dedo en lo alto de su tripa. Me agacho y aprieto mi oreja contra la carne de Isidora.

—Nuestro hijo habla como el ruido de la mar —digo.

Hiervo la leche y la sirvo en tazones al padre y a la hija.

Y aquí vienen los de Sestao, Proto y los demás.

—Se ha empezado a trabajar en algunas fábricas de la ría —dice Proto.

—Bueno, ¿y qué? —dice Marcelo—. La huelga es de los mineros. Los demás, si quieren, que se larguen.

—Éramos treinta mil y nos quedaremos en la mitad… ¿Y por cuánto tiempo? —dice Proto.

Ahora, la gente que entra a ver o a estar con José ya no sale, se queda, porque los socialistas se han sentado alrededor de la mesa a hablar. Lo más que le dejo a Isidora es sentarse en el colchón.

—Ninguno de nosotros está preparado para aguantar mucho tiempo —dice Eduardo Varela—. Algún día se crearán «fondos de resistencia» para que los huelguistas y sus familias puedan comer.

—¡Maldita sea!, ¿es que os sentís ya derrotados? —dice Marcelo. Mira a los mineros que le están mirando—. ¿Os atreveríais a decir en la misma casa donde está el cuerpo muerto de nuestro compañero José que os rendís a sus asesinos?

—No, no, no —dicen todos los mineros.

—¿Qué tal están los heridos? —dice Proto.

—Parece que no morirá ninguno —dice Eduardo Varela.

Proto abre un periódico que trae en la mano.

—El alcalde de Bilbao ha sacado un bando —dice.

—Léelo en voz alta —dice Eduardo Varela.

Proto se limpia las gafas y tose. Tose muchas veces, como si se le fuera a romper el pecho.

—Mi asma —dice—, que nunca hace huelga. —Levanta el periódico hasta casi chocarlo con su nariz—. «Convecinos: algunos obreros mal aconsejados, que estiman en poco sus derechos al no respetar los de los demás, han hecho suspender sus trabajos a los que pacíficamente se ocupaban de ellos…».

—Con que empleamos la violencia contra otros, ¿eh? —dice Isidora—. ¿Acaso no es violencia hacernos trabajar por un jornal de hambre? Pero ¡claro!, lo hacen muy religiosamente; entre misa y misa nos dicen: «Nadie os obliga a reventaros por este jornal. Tenéis libertad para rechazarlo. Somos tan pacíficos que incluso os permitimos morir de hambre libremente si rechazáis libremente ese jornal». Da gusto tratar con gente tan generosa.

—Sigue, Proto —dice Eduardo Varela.

—«Esta actitud —dice Proto—, unida a las anormales circunstancias por las que atraviesa la zona minera y la de las fábricas, han colocado a la autoridad militar en el triste caso de hacer uso de las armas, si fuera preciso, para garantizar la libertad de trabajo e impedir que se altere el orden público».

—¡El orden público! —dice Marcelo—. Un sucio barracón puesto en las minas es orden público, pero sería desorden público en medio del salón de un palacio. Un minero explotado, enfermo y muriendo en las minas es orden público, pero ¡ay!, si este minero sale de su mina y se deja ver en las calles bien empedradas de la burguesía… ¡Para que un minero sea orden público ha de vivir y morir en su perrera!

La gente que ya llena la casa dice que eso es verdad, que algún día habrá que acabar con la injusticia, que nosotros sí que tendríamos que hablar de desorden público por habernos matado a un compañero. La casa está tan llena que la gente toca la cama de José, pero ninguno le da la espalda y han dejado un túnel desde la mesa a la cama, a lo mejor para que al muerto le llegue bien lo que se dice.

Eduardo Varela ha dicho: «Sigue, Proto», y Proto dice:

—«Con el fin, pues, de evitar los deplorables sucesos que puedan ocurrir, me dirijo a vosotros como autoridad local y como amigo y convecino, aconsejando a los obreros depongan su actitud contraria a las leyes, y al vecindario todo que no forme grupos en las calles para no dar lugar a que su curiosidad se confunda con la inobediencia. Espera confiado que atenderéis estas exhortaciones inspiradas en el cariño que profesa a la villa vuestro alcalde y convecino el marqués de Casa-Torre». —¿Qué podemos esperar de un alcalde que es marqués? —dice Isidora—. Algún día, en Bilbao habrá un alcalde minero.

Veo a la gente reír sin hacer ruido y mirar al muerto como esperando que él también se ría. Isidora y yo estamos sentados en el colchón del suelo, pegados el uno al otro.

—Nosotros también tenemos en Getxo un marqués —digo—, pero allí no pasan las cosas que os pasan aquí.

—No tenéis remedio —dice Isidora.

—¿Por qué vamos a hacer manifestaciones si todos nos llevamos muy bien? —digo—. El marqués es de Getxo de toda la vida, y es un Baskardo.

—¡Ah, ah, un Baskardo! —dice Isidora.

—No te rías —digo—. Baskardo es de los nombres más viejos de Getxo. No digo que sea el más viejo, porque los Altube y los Baskardo… ahí le andan.

—Ya veo que en Getxo os alimentáis de nombres —dice Isidora.

A media tarde llega Perezagua y lo primero que hace es visitar a José, y luego sale a hablar a los mineros en la plaza de La Arboleda. Isidora quiere ir y la llevo en brazos. No habla mucho Perezagua. Parece cansado; dicen que está recorriendo las aldeas mineras. Lo que más se le oye es «¡Resistir! ¡Resistir!», y lo dice con el puño en alto y cerrado. Los mineros se amontonan delante de él, pero ya no empiezan con lo de las ocho horas por aquí y ocho horas por allá. Aunque están en rebaño, como les gusta, sólo miran con caras mustias. Perezagua termina su mitin diciendo «¡Resistir! ¡Resistir!», y levanta otra vez el puño cerrado, y los mineros también lo levantan, y es Isidora la que levanta el puño con el brazo más tieso que nadie.

Yo pienso en Altubena, en la madre. Pensarán que Roque se ha muerto.

Antes de acostarme salgo a llamar a la puerta de la partera, que me abre.

—¿Ya? —dice.

—Sólo quería saber si estás aquí —digo.

—Yo sí estoy donde debo estar, es la otra la que anda jugando al escondite —dice la partera.

José ya está en su caja. Ayer noche le cogimos entre cuatro, y adentro. Isidora le aguantaba la cabeza. La caja está ahora sobre dos banquetas, al lado de la cama. Una mujer trajo cuatro velas largas en cuatro candelabros, y en medio de las cuatro llamitas José ya es un muerto como debe ser. Le enterrarán mañana.

Se ha ido la noche y ahí sigue Isidora, en el colchón, sola, cuando ya tenía que estar con un bulto pequeñito a su lado, y es como si el hijo se le hubiese hecho callo dentro. Se oye una y otra vez la sirena de la mina llamando a la gente al trabajo. Es como cuando voy a cazar jilgueros con una hembra enjaulada como reclamo. Pero la sirena de la mina no caza ningún minero.

Me pregunto por qué estos mineros se meten en huelgas si lo pasan tan mal con la huelga. De hora en hora pierden el humor, hablan menos, blasfeman más, se miran como echándose la culpa de lo que les pasa, y les pasa que ahora no ganan ningún jornal y ellos y sus familias han de comer de lo que les fíe Ceferino, pero la tienda de Ceferino no es jauja y a sus sacos pronto se les verá el fondo y entonces ya no habrá pienso para nadie. Pasan el día arrastrando los pies por el pueblo, o sentados en el suelo, mientras los grupitos de soldados pasean sin que ya nadie les haga caso. Sin embargo, si los mineros supieran de alguien que se atreva a romper la huelga entrando a trabajar, le agarrarían y que Dios se apiadase de su alma.

Aquí viene el mierdero con su carro. Se para delante de la casa de Urbano, coge del carro una caja de madera vacía y la deja en el suelo, y al levantarse ya lleva en las manos la llena, que deja en el carro junto a otras. A Ceferino y al mierdero son los únicos a quienes los mineros les dejan trabajar.

Aquí llegan los de Sestao, Proto y los demás.

—¡Han cogido preso a Perezagua! —dice Proto.

—¿Cuándo? —dice Eduardo Varela.

—Ayer noche, en Bilbao, a su regreso de las minas —dice Proto.

—¿Se sabe adónde le han llevado? —dice Marcelo.

—A la cárcel de Larrinaga —dice Proto.

—¡Cabrones! —dice Marcelo.

La noticia ha pasado a la calle y en un momento la casa se llena de mineros. Hasta los que acompañan a José le dan la espalda para mirarnos.

—No pasa nada, compañeros —dice Eduardo Varela—: Sólo nos han detenido a uno más.

Estoy junto al colchón de Isidora, para cuando salte. Y ahora salta. Primero, se sienta, y enseguida quiere levantarse.

—No —le digo, fijándola con mis manos sobre sus hombros—. Puedes hablar sentada.

—No saben qué hacer contra nosotros —dice—. Si pudieran, nos encarcelarían a todos… ¡Ya tenemos presos a más de quinientos!

—Tranquila, tranquila —le digo, sin soltarla.

—No nos hace falta mentir para ganar esta huelga —dice Eduardo Varela—. Los presos, Isidora, no son quinientos sino cien.

La gente se ríe, pero sólo un poco.

—¿Es que un muerto no vale más que todos los presos? —dice Marcelo.

Se oye llorar a algunas mujeres que están entre los mineros.

—La ría, toda la ría ya está trabajando —dice Proto.

Marcelo se le acerca y pone su cara a un palmo de la de Proto.

—¿Qué has dicho? —dice Marcelo.

—Que los metalúrgicos han vuelto todos al trabajo —dice Proto.

—¿Nos han dejado solos? —dice un minero.

Silencio, silencio grande, y eso que las afueras de la casa ya están llenas de mineros. Todos los mineros de La Arboleda están aquí.

—Vinieron con nosotros a la manifestación, gritamos juntos nuestras consignas —dice un minero, alto como un poste.

—Son unos cobardes —dice otro minero.

Todo el mundo se pone a hablar, los de dentro y los de fuera. Marcelo va ante Isidora y se miran.

—¡Bajaremos a la ría a obligarles a que vuelvan a la huelga! —dice Marcelo.

—No, ya es tarde —dice Proto—. Os leeré el bando del general Loma.

Y abre el periódico que hoy también ha traído.

—¿Quién es el general Loma? —dice un minero.

—El jefe de todas las fuerzas armadas que hay por ahí contra nosotros —dice Proto.

—¡Todos a la calle! —dice de pronto Marcelo—. ¿Se os ha olvidado que en esta casa hay un compañero muerto? ¿Qué hacemos aquí dentro faltándole al respeto?

Se mueve como un ortigado cuando empieza a empujar a la gente hacia fuera, y todos agachan la cabeza y callan y se dejan sacar. Marcelo parece un loco. Y, de golpe, sé por qué: no quiere que José se entere de que la huelga se está hundiendo. A Isidora le basta mirarme para que yo sepa qué quiere: me agacho y la tomo en brazos.

—Yo creí que Marcelo no creía en el alma de los muertos —digo.

—¿El alma? —dice Isidora.

—Marcelo nos saca a la calle para hablar de la huelga porque los muertos también se disgustan con las malas noticias —digo.

Isidora me mira con unos ojos ahora húmedos.

—Por hacer algo por su amigo, Marcelo es capaz de creer en el alma —dice.

Urbano me hace una seña para que me olvide de él: no quiere salir. Cuando están todos fuera, Marcelo cierra la puerta de la casa. Me pongo en primera fila con Isidora en brazos.

—«Vizcaínos —lee Proto—: Declarada la provincia en estado de guerra, vengo a restablecer el orden perturbado, resuelto a castigar con mano firme a los que, movidos por las bastardas pasiones, pretenden imponerse a este pueblo honrado y trabajador…».

—¿Qué nos ha llamado? —dice el minero alto como un poste.

—Ahora resulta que comer, dormir y vivir decentemente son pasiones bastardas —dice Eduardo Varela.

—¿Qué nos ha llamado? —dice el minero de antes.

—«Ya me conocéis —lee Proto, acercando el papel a sus ojos—, y espero ser escuchado por todos aquellos que no quieran mezclarse con criminales agitadores que, llamándose amigos, son verdaderos enemigos, los que más se alejan de vuestro ansiado bienestar. Abiertas tenéis las vías legales a toda justa y ordenada reclamación y es por tanto injustificada cualquiera actitud que tienda a alterar la paz pública…». —¡Ésa es su paz pública! —dice Marcelo, señalando con el brazo tieso la casa de Urbano.

—«Los que vuelvan tranquilos a reanudar sus tareas —lee Proto—, encontrarán mi más decidido apoyo, y los que, por el contrario, ejerzan coacción en sus compañeros de trabajo, sufrirán los rigores de la ley. Espero que el noble pueblo vizcaíno y especialmente los obreros de las minas, observarán la cordura y sensatez necesarias para el inmediato restablecimiento de la tranquilidad en esta provincia, que tanto quiere vuestro general y paisano, José Loma». Nadie habla, nadie se mueve, y es raro que este mar de mineros no haga ningún ruido, porque ahora están en su salsa, están en grupo, y yo nunca antes les había visto en grupo sin armar escándalo con sus ocho horas y demás. Y ahora dice Marcelo:

—Es como si nos hablasen los patronos: «Sed buenos, volved al trabajo, si sois niños malos os castigará Dios». ¡Así que Loma es Dios!

—Ésta es la situación —dice Eduardo Varela, dando un manotazo al periódico que tiene Proto—. Hemos de decidir los de La Arboleda si seguimos adelante o no.

—No estábamos preparados para ir tan lejos —dice un minero.

—Tienes razón…, ¡hemos ido muy lejos! —dice Proto—. ¡Nadie, aquí, había ido tan lejos! Y si hemos sido capaces de llegar tan lejos, ¿vamos a retroceder ahora?

El silencio del rebaño lo rompe un hombre con barba:

—¡Es la primera vez que me siento orgulloso de ser minero!

—Más que eso —dice Eduardo Varela—: ¡De ser hombre! ¡Esta huelga os ha convertido a todos en hombres!

—Antes de un par de días, nuestras mujeres y nuestros hijos no tendrán qué comer —dice un minero tuerto—. Volvamos al trabajo. Los pobres nunca ganan.

—¿Podemos seguir adelante sin los obreros de la ría? —dice otro minero.

—¡La huelga es nuestra! —dice Marcelo—. ¡La huelga es de los mineros! ¡Nosotros la empezamos y nosotros solos la ganaremos! El trabajo en la mina nos obliga a ser duros, sólo un minero lo puede soportar. ¿Vamos a ser blandos en la huelga?

—¡Resistid, resistid un poco más! —dice el socialista delgado y con bigote de Sestao.

—¿Qué sería de vosotros si fracasara la huelga? —dice Eduardo Varela—. Los patronos os aplastarían más, se convencerían de que sois más despreciables que perros. ¡Ésta es la gran ocasión de empezar a tratarles de tú a tú!

—¡Sólo muriendo podremos ganar! —dice otro minero—. Nos irán matando uno a uno, como han matado al compañero, o moriremos de hambre, y al final, cuando no quedemos ninguno, habremos ganado.

Isidora me dice por señas que la levante, y yo la levanto casi por encima de mi cabeza.

—¿Es así como pensáis todos? —les dice.

—¡No, no…! —se oye aquí y allá en el mar de mineros.

—¡Vivimos un gran momento de la lucha de los trabajadores! —dice Isidora. ¿Cómo puede hablar con tanto empuje a punto de parir?—. Pronto esto nuestro se sabrá en todo el mundo, como se supo lo de Chicago, lo de Alemania, lo de otros sitios… ¡Nosotros seremos, y para siempre, los de la primera huelga general en Vizcaya! ¡Nunca hubo aquí un movimiento obrero digno de tal nombre y nosotros lo hemos creado, lo estamos creando con esta huelga! ¡Ved cómo reaccionan para combatirnos, cómo nos temen! Podrán comer manjares y acostarse en buenas camas, y discutir en magníficos salones su estrategia contra nosotros…, ellos, los dueños de minas y de fábricas, los militares, el gobernador, los obispos, los jesuitas…, ¡pero nunca nos podrán arrebatar el derecho a decidir lo que queramos que sea esta huelga, un derecho que ellos no tienen! ¡De nosotros depende el que los trabajadores de todo el mundo nos miren con admiración o con desprecio! ¡Todos los ojos están fijos en lo que estamos viviendo! Una derrota de los patronos significaría que no siempre pierden los pobres, que ha llegado nuestra hora de empezar a ganar, que si la clase trabajadora sigue luchando así por ese mundo futuro en el que no haya ni ricos ni pobres, ni explotadores ni explotados, entonces estaremos haciendo la revolución, ¡y esta huelga ganada será nuestro primer paso! ¡Resistid! ¡Resistid!

Es como tener en las manos una guadaña quemada por un rayo. Me pregunto qué hago yo ayudando a esta loca a que le salgan bien las cosas en esta parte de la ría. La bajo en el momento en que el rebaño dice:

—¡Viva la huelga general! ¡Viva la huelga general!

Estaban muertos, los ha levantado y yo he tenido la culpa. Ahora está más lejos la marcha a Getxo con ella. Se estaban poniendo bien, casi cuerdos, tranquilos, como deben estar los hombres, pero les ha hablado Isidora… ¡y de nuevo todos locos! No se cansan de dar vivas a la huelga general ni de levantar el puño. Soy el tonto del pueblo.

—¡Al colchón! —digo.

Isidora no protesta, y abro la puerta, entro y la pongo en el colchón.

—A ver si ya no te levantas sin haber parido —digo.

—A lo mejor, nunca ocurre —dice Isidora.

—Los mineros siempre hemos tenido que pagar más por las huelgas largas —dice Urbano.

—¿Que nunca vas a parir? —digo—. Todas las preñadas paren.

—Yo esperaré —dice Isidora.

—¿Más? —digo—. ¿A qué vas a esperar?

—A ganar la huelga.

—¿Qué tiene que ver la huelga con mi hijo?

—¡No quiero que lo que primero vea al nacer sea la derrota de los suyos! —dice Isidora.

—¡Los suyos no están aquí sino en Getxo! —digo.

—Estas discusiones a gritos siempre se oyen en las huelgas largas —dice Urbano.

—¡Me niego a traer al pobrecito a un mundo sin esperanza! —dice Isidora.

—¿Y si se pierde la huelga? —digo.

—Pues… ¡nada! —dice ella.

—¿Cómo que nada?

—No doy a luz, no hay hijo, se me morirá de aburrimiento en la tripa —dice Isidora.

¡Dios mío, ya lo creo que es capaz de hacerlo! Se ha hecho un ovillo sobre el colchón, escondiendo la cara detrás de las rodillas. Entra Marcelo.

—Déjame darte un beso —dice, y besa a Isidora en el cachito de frente que se le ve. Marcelo está muy contento. Me mira—. Es una mujer única para los grandes momentos.

—Volved al trabajo antes de que caiga sobre vosotros el castigo —dice Urbano.

Me siento junto a Isidora y le hablo a la oreja:

—Tranquila, tranquila… ¿No te llegan de fuera los vivas a la huelga general? Esa gente te seguirá a donde tú quieras… Si quieres que ganen la huelga, pues la ganarán… De modo que ya puedes traer a nuestro hijo a que vea que vais a ganar la huelga.

—Han aguantado demasiado. En realidad, les estamos pidiendo un milagro —dice Isidora. Su voz sale como de una cueva y parece la de una muerta.

—¿De modo que si no has parido hasta ahora era porque estabas esperando a que se ganase la huelga? —digo—. ¡Estas cosas sí que no pasan en Getxo!

Los de fuera se han callado. Isidora saca la cara de sus rodillas. Me mira y le digo:

—¿Por qué no te desenrollas y te tumbas como Dios manda?

—Porque tengo miedo —dice.

—Tranquila, tranquila… Haréis más clavos que nadie —digo.

La muevo con cuidado y por fin la pongo tumbada de espaldas y la tapo con una manta. Acabo de tocar su tripa y he sentido a mi hijo, vivo y muy cerca. ¡Sólo la delgada piel de Isidora está entre mis dedos y mi hijo! Pero, no: ¡lo que está entre mis dedos y mi hijo es la huelga!

Isidora está nerviosa, se mueve, no para, y acabará por levantarse… Les hablaré yo, por si vale de algo, y así a lo mejor no tiene que hablarles ella… Que no se haya ido el rebaño de mineros: sólo pido eso.

—¿Qué te pasa, Roque? —me dice alguien en la puerta, creo que Eduardo Varela.

El mar de mineros está moviéndose… ¿hacia dónde?

—¡Aurrera mutilak! —digo. Todos se paran y se vuelven a mirarme—. ¡Si uno es hombre debe terminar bien lo que empieza! ¡Si el enemigo se pone duro, vosotros, ¡zas!, darle más duro todavía. ¡Aurrera hasta que ellos os vengan con las cabezas gachas! La madre dice que siempre se ha de acabar lo que se empieza… ¡pero acabarlo bien! Que no me entere, ¿eh?…, ¡que no me entere de que ni a uno solo le flojean las tripas y se le ocurre volver a la mina como un coitao! Si estos socialistas o socialistos dicen ¡viva la huelga general!, pues ¡viva!, y si no, no haberla empezado, y como todos sois hombres, pues ya sabéis, a acabarla bien. ¡Aurrera mutilak!

—¡Cojones con el borono! —dice Marcelo.

Pienso en la madre y en Altubena. Tengo que ir. Ningún Altube ha hecho lo que yo estoy haciendo. ¿Quién cortará la yerba? ¿Quién sacará las patatas? ¿Quién bajará a la playa a por madera? ¿Quién ordeñará las vacas? ¿Quién limpiará la cuadra? El padre. Trabajará el doble. Él no protestará con una huelga. Tengo que ir.

—¿Aún no te vienen los dolores? —digo.

—Perdóname —dice Isidora.

Hace que me incline para darme un beso en los labios. Me dice:

—Si no se gana la huelga, nuestro hijo perderá la gran ocasión de tener un buen padre.

—Déjate de adornos —digo.

Es la primera hora de la tarde. El grupo que dormita a la puerta de la casa se pone en pie de golpe y me llega una voz joven:

—¡Loma está recorriendo las minas! ¡Loma está recorriendo las minas!

—Espera —digo a Isidora. Voy a la puerta. Un chico pasa corriendo por delante de la casa diciendo eso de Loma.

—¿Por dónde está ahora? —le dice Eduardo Varela.

—¡Por Matamoros! —dice el chico, sin dejar de correr, y desaparece.

—¡El general Loma en las minas! —dice Marcelo, y echa a correr hacia donde vino el chico.

—Esto tiene que significar algo —dice el flaco y con bigote de Sestao.

—Sin duda, sin duda —dice Proto—. Pero es demasiado hermoso para pensarlo siquiera.

—Pues… piénsalo —dice Eduardo Varela—. Hemos obligado el enemigo a venir a nuestro terreno.

—Sólo es una broma, ¿verdad? —dice Isidora desde su colchón.

¿Por qué me tiemblan las piernas al correr a su lado?

—Ese Loma anda de visita por ahí —le digo—. ¡Los tenéis en el saco!

Me coge las maños entre las suyas y no puedo secarle las dos lágrimas que salen de sus ojos. Vienen Proto, Eduardo Varela y la docena que estaban en la puerta.

—Quieren parlamentar. La huelga les hace pupa —dice Eduardo Varela.

Isidora se apoya en mí para levantarse.

—¿Qué haces? —digo.

Se levanta del todo, se suelta de mis manos, pero no va hacia la puerta sino hacia el muerto, arrastrando los pies. Mete media cara en la caja para decirle a José algo al oído.

Toda la tarde me la he pasado diciéndole a Isidora:

—¿A qué vas a ir?, ¿a verle la cara a ese general? Lo que importa es la huelga, y es cosa hecha.

Pero si se ha quedado no es porque yo la haya convencido, sino porque no puede ni con su alma. Ni siquiera ha podido estar sentada para velar un rato al muerto con las demás mujeres, y ha vuelto al colchón.

Las pocas veces que Urbano va a abrir la boca, le corto para decirle por lo bajo: «Calle, que ella no le oiga que los mineros nunca han ganado una huelga, porque a lo mejor se queda sin nieto».

Aquí llegan mineros, con Marcelo a la cabeza. Está anocheciendo, el tiempo es seco. Sale a la puerta la poca gente que ha pasado la tarde en casa, esperando noticias. Salen, incluso, las mujeres de la vela. Esta vez Isidora no puede sentarse sin mi ayuda. La sostengo hasta la puerta. Una mujer le pone una banqueta.

—¿Qué ha dicho?, ¿qué ha pasado? —dice Proto.

Todos miran a Marcelo, y Marcelo mete sus dedos en su pelo negro de zarza y se da manotazos en la cabeza y se la rasca. Está rabioso y no encuentra las palabras. Puede que se dé algo de importancia porque sabe que todos están esperando a que empiece.

—¿Hemos ganado la huelga? —dice Isidora.

—¡Maldita sea! —dice Marcelo.

Los hombres se miran entre sí y las mujeres de la vela dicen: «¡Pobres de nosotros!», y se quedan blancas.

—¡Habla, habla! —dice Isidora.

—Tranquila, tranquila —le digo, dándole palmaditas en los hombros.

—Quería saber qué pasaba en la jaula de las fieras —dice Marcelo—. ¿Os dais cuenta? ¡El general no creía en nuestras quejas, quería ver por sí mismo si las minas eran tan malas como decíamos! ¿Os dais cuenta? ¡No se fiaba de nosotros! Sólo «él» podría decir lo que era bueno y lo que era malo. Sólo «él» diría si los mineros nos quejábamos de vicio y si los accidentes se producían porque nos gustaba morirnos o quedar sin piernas. ¡«Él» diría la última palabra, no los mineros! «Él» descubriría la verdad durante un paseo en una tarde de mayo… ¿No lo entendéis? ¡Estamos en sus manos! ¡Se ha saltado nuestra huelga y, si conseguimos algo, no será por nuestra huelga sino por «él»! ¡Hemos perdido nuestra fuerza, no podemos imponer nada y sólo podemos esperar su limosna!

—Pero… vino —dice Eduardo Varela—. Nunca había venido ninguno de ellos a las minas.

—¡Acabamos de perder el rumbo de la revolución y no os dais cuenta! —dice Marcelo.

—El general Loma estuvo aquí porque nuestra huelga le obligó a venir —dice Proto—, y también…, escucha sin cegarte…, también porque no creyó tampoco a los patronos. ¿Qué le habrán dicho los patronos? Pues que en las minas se puede ganar más que en cualquier otro trabajo…, lo que es verdad; que si los mineros protestan de su alojamiento… barracones, casuchas, chabolas, puebluchos…, exageran, que habría que ver, le dirían, dónde dormían y qué comían los muertos de hambre antes de llegar a esta pródiga tierra de Vizcaya; que la explotación de las minas…, nunca explotación de los hombres…, de las minas de hierro es una operación tan urgente que en ella predomina la improvisación, que no hay tiempo de atender a todas las necesidades, sólo a las más importantes…, la producción y el beneficio, digamos; que, en todo caso, los superiores jornales que cobran los mineros les deberían hacer olvidar algunas pequeñas molestias, perfectamente soportables, por otra parte, por gente baja, le dirían, acostumbrada por Dios a sufrir males peores desde su nacimiento… Le dirían los patronos todo esto a Loma y él quiso verlo con sus propios ojos. Loma no creyó nuestras quejas ni las explicaciones consoladoras de los patronos. Nos visitó para decidir como juez…

—¿Ibas a decir «neutral»? —dice Marcelo.

—No, no juez neutral —dice Proto—. ¡Sería ingenuo creerlo! Pero no se te ocurra despojar a nuestra huelga de su gran protagonismo… ¡Loma no habría venido a las minas de no ser por la huelga!

—¡Quiero saber lo que pasó! —dice Isidora.

—Tranquila —le digo.

Marcelo se abre camino hasta la piedra junto a la casa donde todos se sientan, y se sienta, y se agarra la nuca con las dos manos. Sabe que todos le miran. Habla sin mirar a nadie:

—Fisgoneó por aquí y por allá, luego habló con algunos de nosotros…, una representación de mineros…, y se despidió diciendo que esperásemos… De modo que ya os podéis sentar.

—¿Que esperásemos? —dice Isidora—. ¿A qué?

—Ahora estará hablando con el gobernador, con el alcalde, los patronos, con todos los de arriba —dice Marcelo.

—¿Qué impresión se llevó Loma de las minas? ¿Hizo algún comentario? —dice Eduardo Varela.

—Las minas no pueden gustar a nadie y a él tampoco le habrán gustado —dice el hombre flaco y con bigote—. No les dirá: «Ustedes deben saber lo que es aquello y les voy a llevar a que vivan en los barracones y trabajen de mineros por los mismos jornales que ustedes pagan a esa gente», porque esto sólo lo puede decir un socialista. Pero, si es honrado, nos defenderá.

—¡No se trata de honradez, sino de clase! —dice Marcelo—. Loma no podía creer lo que estaba viendo en su paseo… Iba en el centro de un grupo de tipos muy elegantes y con una guardia de soldados, aunque él se movía sin miedo de la muchedumbre de mineros que le miraban como tontos; se adelantaba a todos para meterse solo en los barracones, en las gargantas de las minas, en las casas. Estuvo en las minas Concha de la Orconera, en la Precavida, la Parcocha… Al fisgonear en los barracones, preguntaba: «¿Viven aquí personas? ¡Esto no es ni para los cerdos!». Preguntó a los capataces por el funcionamiento de los almacenes, y los capataces no se atrevieron a mentirle, porque todo se hizo al aire libre y nosotros estábamos allí, a un paso de ellos. El general movió la cabeza y le oímos: «No es posible, no es posible…». Habló con mineros, y con los viejos y mujeres que recogen los desperdicios de mineral todo el día con los pies metidos en agua. Había imbéciles que se quitaban la boina a su paso y le vitoreaban… En Gallarta pidió hablar con una comisión de mineros, y más de veinte de nosotros nos reunimos con él en el Ayuntamiento. Sentado tras la mesa del alcalde, empezó diciendo: «Estoy aquí para conocer la parte de razón que os asiste. Diez mil hombres no empiezan una huelga como ésta sin una importante razón. Desde hoy, aconsejaré a quienes no os comprendan que se den una vuelta por las minas, como yo lo he hecho, para descubrir vuestras razones… Naturalmente, están vuestros patronos, con su parte de razón. La verdad, toda la verdad, no es privilegio de ningún grupo. Ellos poseen una parte de la verdad y vosotros otra. Mi presencia en las minas busca la armonía entre las dos posturas, el que nadie tenga razones para alterar la paz ciudadana, paz que a mí se me ha encomendado proteger por encima de todo, aunque preferiría que fuera a través de acuerdos. Recuperemos entre todos la armonía que siempre ha de existir entre capital y trabajo». Bonitas palabras, que cayeron bien a la comisión, excepto a mí. «¿Quieres decirme algo?», preguntó luego, y me señalaba a mí. Me lo leyó en la cara. «Entre el capital y el trabajo no hay componendas», es lo que no le dije. «Nadie puede ser neutral entre el capital y el trabajo. Usted miente, porque está al servicio del capital». Creo que él siempre supo lo que yo estuve a punto de decirle, y creo que eso me bastó. Sólo quise que supiera que «alguien» en las minas no aceptaba el juego, aunque se quedara allí para jugar e incluso le dijera: «Usted conoce nuestros puntos… ¿Qué piensa hacer?». Uno, a su lado, casi gritó: «¡Diríjanse a él con el debido respeto! Es el capitán general de la región». Loma le hizo callar con un gesto de la mano y nos miró, como diciendo que éramos libres de hablar en el tono que quisiéramos. «Sí, conozco vuestras exigencias. He conocido las minas y creo que esas peticiones son justas. Os prometo defenderlas ante vuestros patronos: seréis libres de alojaros donde más os convenga, es decir, quedarán suprimidos los barracones; se abolirán, igualmente, las cantinas, y en adelante podréis adquirir vuestros alimentos en los comercios que os plazcan; en cuanto a las horas de trabajo, recojo la jornada fijada por vosotros mismos en vuestro escrito del día quince, en el que pedíais que no excediera de diez horas. ¿Cuántas trabajáis ahora?». «Doce», le dijimos. «Pues quedarán en diez, dos menos. ¿De acuerdo?», dijo Loma. Entonces yo le recordé: «¿Y qué de la admisión de los despedidos?». «Bien, bien», dijo, «también os conseguiré eso». ¿Os dais cuenta? Loma jugaba a ser nuestro buen padre, nuestro protector, el único que nos podría salvar. ¡Nadie habló de la huelga, nadie se acordó de ella! La cuestión la reducía «él» a un simple olvido de quienes tenían que saber qué eran las minas y no lo sabían por haberse «olvidado» de visitarnos, como «él» lo hizo. Según «él», la lucha de clases se evitaría si los patronos tuvieran buena memoria y no se olvidaran de visitar fábricas, talleres, minas y hogares de obreros… La comisión le pidió que nos pusiera sus promesas por escrito, pero Loma se negó. Dijo: «Yo sólo soy un intermediario. Vuestros patronos dirán la última palabra. Pero vuestra actitud conciliadora está facilitando mucho las cosas». ¿Qué actitud conciliadora? ¡Nosotros seguíamos pidiendo lo mismo que al principio! ¡Otra vez la trampa y el engaño! El general daba cabronamente la vuelta a la tortilla: por un lado, aparecía como el salvador de los mineros, y, por otro, nos empujaba a creer que nos habíamos ablandado y que si nos daba lo que pedíamos no era por la huelga sino porque nos había conocido y nos había encontrado muy buenos… ¡Y muchos lo creen así, maldita sea! Y allí acabó todo. En la plaza de Gallaría, llena de mineros, se oyeron vivas a Loma e incluso al ejército…, ¡ni uno a nuestra gran huelga general! ¡Recibíamos migajas y encima lo agradecíamos! No os preocupéis por lo que decidan los patronos… ¡Hemos ganado la huelga! ¡La teníamos ganada ya antes de la visita de Loma! ¡Loma llegó a las minas después de acordar con los patronos su propia derrota! ¡Qué buena comedia la del general para dar la vuelta a la tortilla!

—Será verdad algo de lo que dices, pero es Loma quien pronunciará la última palabra —dice Eduardo Varela—. No hay duda de que la visión de las minas le ha conmovido y le ha puesto de nuestra parte… dentro de ciertos límites. El resultado de la huelga aún no está decidido, se decidirá esta noche en algún gran despacho. Creo que Loma logrará imponer su criterio a los patronos: el orden debe ser restablecido, lo que ocurre en las minas de Vizcaya podría extenderse a otros puntos de España. El Gobierno de Madrid quiere un país sin sobresaltos. Loma someterá finalmente a la gran burguesía bilbaína… porque es dueño de la fuerza armada que en estos momentos mantiene a los mineros en sus montañas. Y date cuenta, Marcelo, que Loma también juega con los patronos, porque les está obligando a tomar en serio, aunque sea por un rato, el tira y afloja que mantienen el trabajo y el capital, a fin de obligarles a ser inteligentes por un rato, es decir, a que cedan en algo para que todo siga igual. Nuestra burguesía bilbaína es de las más brutas, pero Loma la convencerá. Creo que, esta vez, hemos ganado.

—No hemos ganado…, ¡alguien ha ganado por nosotros! —dice Marcelo.

—Es lo mismo —dice Proto.

—Alguna vez no será así —dice Marcelo—. Alguna vez la clase obrera pasará por encima de los buenos padrecitos y ganará por ella misma. ¡Y no ganará un par de horas sino todo!

Eduardo Varela levanta los brazos para hablar al rebaño de mineros parados ante la casa de Urbano.

—Mañana —dice— sabremos si hemos ganado o si tenemos que continuar con la huelga. En cualquier caso… ¡viva la huelga general!

Se oye un ¡viva!, sin sangre. Isidora me aparta las manos y se levanta. Ahora ni siquiera se apoya en mí.

—¡Viva la huelga general! —dice, con los tendones del cuello duros y salientes como cuadernas—. ¡Viva la huelga general!

Y ahora los mineros sí dicen su ¡viva!, con rabia. Trabajarán sólo diez horas, sí, pero… ¿dónde están las ocho horas de sus rosarios primeros, cuando decían como tontos ocho horas, ocho horas, ocho horas? Se les ha olvidado. Pero me callo, no vaya a ser que, si se lo recuerdo, les vuelva la locura y empiecen otra vez como cotorras en una manifestación, y luego en otra, y otra, y yo me quede sin hijo para siempre.

Me pregunto si lo que se está amontonando delante de la casa es un entierro o una manifestación. Hay gente no sólo de La Arboleda sino de todos los demás pueblos. Tendrían que tener caras tristes, pero no, a estos locos ni el entierro de su propia madre les pondría tristes… ¡Con tal de estar en montón, ellos contentos!

—Que ninguno de vosotros espere ganar una huelga —dice Urbano.

Anoche hablé con la partera para que estuviera hoy en casa a la hora del entierro…, pero no tengo que ir a buscarla: aquí entra, con su hatillo de los trastos de su oficio y buscando con la mirada a Isidora entre la gente.

—¿Qué? —me dice.

—Nada —le digo.

Isidora no ha querido estar tumbada en el colchón hasta el momento de salir: va de un lado a otro, arrastrando los pies, pensando en lo que no debe.

—Lo habéis hecho muy bien, hemos doblegado su orgullo —dice una y otra vez a uno y a otro.

—Si piensas seguir zascandileando, te cojo en brazos —le digo.

—Que nadie me diga que ha podido dormir esta noche —dice Isidora.

Cree que todos son como ella.

—Veremos, veremos lo que pasa —dice un minero, sin dejar de mirarla.

—Abuelo, nosotros somos mejores que los de su tiempo —dice otro a Urbano.

—Dios es siempre el mismo —dice Urbano.

Marcelo es uno de los cuatro que sacan a hombros la caja del muerto. Primero le ha clavado la tapa el propio Marcelo. Cuando salen, la gente se calla, pero no es bastante. Un entierro sin cura no es un entierro. Y no tuvieron tiempo de preguntarle a José si quería un cura y un monaguillo abriendo camino: cuando se agacharon junto a él, ya estaba muerto. ¿Cómo Dios les va a ganar una huelga a esta gente si no ponen a sus muertos, por lo menos, un cura y un monaguillo?

—Quédate en casa, tu cosa está al caer —digo a Isidora. ¿Para qué se lo digo? Ella es más lista y ni siquiera gasta saliva en decirme que no.

—¿Es que esperas que también en un entierro te lleve en brazos? —digo—. Un entierro no es una de vuestras romerías.

—¿Llevo la silla? —dice la partera.

—¡No, ella no está ni para sentarse! —digo.

—¡Jesús, qué modos! —dice la partera.

No sé adónde mirar, y ahora Isidora coge mi mano y me la besa. Me mira y sus ojos están mojados. Está pensando en José. La cojo en brazos y salgo.

Afuera también están los siete heridos: uno va con bastón, otro con muletas, a tres les aguantan en pie sus amigos y dos van en camilla. El rebaño de mineros se abre para que pase la caja, y nosotros detrás, en el grupo de socialistas. ¿Dónde se ha visto que en un entierro un hombre lleve en brazos a una mujer, como cruzando un río? ¡Vaya cuadro! Esto se parece a un entierro menos que unas alpargatas.

—¿Por qué mueves los labios? —dice Isidora.

—Rezo. Como no hay cura, pues yo hago de cura —digo.

—La vida y la muerte, juntas —dice Proto a mi lado.

—¿Eh? —digo.

—En tus brazos, la vida, en la caja, la muerte —dice Proto.

—Eso de la vida está por ver —digo. Me vuelvo a la partera, que me sigue—: Márchate, que mientras éstos no ganen la huelga aquí estás de más.

—Tenías que acabar cazando moscas —dice la partera.

Isidora no pesa ni un gramo más que en la última manifestación. ¿Y si fuera verdad que tiene a mi hijo estancado en la tripa? Llora, pero no parece muy triste. Es como si pensara y no pensara en el entierro, como si no le importara mezclar el entierro con la huelga. Y los demás, igual: llevan las caras caídas, pero por dentro les baila el cuerpo. Apenas se pone todo el rebaño detrás de la caja y de los siete heridos cuando se rompe el silencio y empiezan a cuchichear entre ellos; y a los pocos pasos ya están hablando, sin respeto al muerto: «¿Se sabe algo?», «¿Se sabe algo?», «¿Cuándo suben el periódico?», y un entierro tampoco es esto. En Getxo no pasan cosas así.

—Quitad el muerto de delante y que la manifestación ponga proa a los Bilbaos a pedir seis horas a ver si esta vez os dan ocho —digo.

—No te sulfures —dice Isidora.

—Un entierro es un entierro —digo—. En un entierro lo que hay que hacer es rezar y no acordarse de huelgas ni de sinsumbaquerías.

Isidora me dice, temblándole la voz:

—A José le mataron por la huelga, no lo olvides.

Allí está el muro de piedra del cementerio. La puerta de hierro está cerrada y delante de ella están el cura que no pudo llevar la religión a José y seis guardias civiles.

—Pasad de largo esta tierra santa, ateos —dice el cura.

Isidora va a hablar pero le tapo la boca.

—Calla —digo—. A los curas hay que tenerles más respeto.

El cuerpo de Isidora se ablanda y le quito la mano de la boca.

—¿Y él? —dice—. Nos prohíbe que enterremos a José en el cementerio.

—Tampoco vosotros queréis meterlo —digo.

—No es lo mismo —dice ella—. Nosotros no creemos en el infierno y él sí, y prohibiéndole a José descansar en tierra santa le condena al infierno. ¡Así de buenos son los curas!

Me pongo a rezar con más fuerza por José. Es una pena que a un chico como él le den tierra como a un perro. Alguna noche volveré por aquí con un cura para cambiarlo de sitio y dejarlo en tierra cristiana.

Al otro lado del muro del cementerio estos locos de las minas entierran a las gentes suyas que no quieren nada con los curas…

—Oye, José no tuvo tiempo de decir cómo quería ser enterrado —digo a Isidora.

—Era socialista, ¿no? —dice ella.

—¿Es que todos los socialistas pensáis lo mismo? —digo.

—¿Es que todos los de Getxo pensáis lo mismo? —dice ella.

Salen voces de la manifestación; bueno, del entierro: «¡Cabrones, vosotros le matasteis!», «¿Habéis venido a ver si no está muerto para rematarlo?», y los guardias agarran con más fuerza sus mosquetones, mientras miran al rebaño que pasa.

Estos locos entierran a los suyos en hoyos que abren entre zarzas. Marcelo y los cuatro dejan la caja en el suelo, junto al hoyo que ya están cavando otros dos mineros.

—Tiene que saberlo antes de darle tierra —dice Isidora.

—¿Saberlo? —dice Eduardo Varela.

—Hay que esperar —dice Isidora.

—¿Esperar? ¿A qué? —dice Proto.

—A que José sepa que hemos ganado la huelga —dice Isidora.

Silencio. Isidora tiene el labio de arriba mordido entre los dientes. Creo que si se lo dejara de morder se rompería toda ella por dentro.

—Tranquila, tranquila —le digo, cuneándola como a una niña.

—Tenemos que esperar —dice.

—¿Y si no hemos ganado la huelga? —dice Proto—. No podemos esperar.

Isidora echa el cuerpo para arriba y yo la dejo que se empine un poco.

—¡José no ha podido morir inútilmente! —dice—. ¡La huelga la hemos ganado! Que lo sepa José… Esperemos…

Silencio. Hasta los dos del pico y la pala se han parado.

—Ni tú misma te crees que hemos ganado —dice Marcelo.

Estoy seguro de que Marcelo tiene razón: si de verdad creyera Isidora que han ganado la huelga, ya estaría pariendo. Marcelo se acerca más y le coge por los hombros.

—Además… ¡está muerto! —dice—. ¡Y un muerto no puede oír! ¿Lo oyes? ¡Está muerto!

—¡Nadie sabe si oyen los muertos! —dice Isidora.

—Por ese camino acabarás creyendo en el alma —dice Proto.

Isidora vuelve la cara y la mete en mi pecho.

—Tranquila, tranquila —le digo. Se encoge entre mis brazos—. ¿Qué te pasa?

—Nada —dice.

—A ti te duele algo —digo—. ¡Eh, partera!

La partera sólo tiene que dar dos pasos. Su mano toca la tripa de Isidora.

—Han empezado los dolores, ¿verdad? —dice.

—¡No ha empezado nada! —dice Isidora.

—No lo niegues. Puedo ver esos dolores en las caras de las preñadas —dice la partera.

—¡Déjame en paz! —dice Isidora.

La partera me mira y se encoge de hombros.

—Sería la primera vez que me equivoco —dice.

—No te preocupes, es que aún no ha ganado la huelga —digo.

—En mi larga vida de partera nunca he visto…

No puede acabar: algo pasa en las últimas filas del entierro. «¡Hemos ganado! ¡Viva la huelga general!», se oye. Y enseguida un muchacho de la edad de José —¿por qué de José y no de otro?— sale como una flecha del túnel que le ha abierto el rebaño. Se ahoga, no puede hablar. Las voces de los mineros son ya un trueno: «¡Hemos ganado la huelga! ¡Les hemos aplastado!». Otros dicen: «¡Les hemos jodido!». Y el trueno acaba diciendo: «¡Les hemos jodido bien!». Isidora salta en mis brazos.

—¿Oyes eso, Roque? —dice.

—Estaría muy sordo si no lo oyera —digo.

Como el chico no puede hablar, mueve en el aire el periódico que trae en la mano. Isidora da un brinco sobre mis brazos y se lo quita.

—¿Qué pone? ¿Qué pone?

No puede leer, tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Toma y léelo tú, Roque —me dice.

—No sé leer —digo.

Se lo quita Eduardo Varela y sube a una peña, y los que están a su lado levantan los brazos y piden al rebaño que se calle. Luego, Eduardo Varela lee:

—«Obreros: cumpliendo la promesa que os hice en mi primera alocución y repetí en mi visita a las minas, he logrado que los representantes de esa importante industria os concedan la libertad de habitar donde más os convenga, así como también la de proveeros de alimentos, haciendo desaparecer las cantinas que explotaban vuestros capataces, y se han regulado, finalmente, de un modo prudencial las horas de trabajo según habéis visto en las bases acordadas en la reunión de ayer y que he circulado sin pérdida de tiempo en vista de vuestra buena actitud.

»Observaréis que, si bien en esta estación quedan once horas de trabajo, en cambio en la más penosa serán nueve, resultando así satisfechos vuestros deseos con esa pequeña modificación que espero aceptaréis como yo lo he hecho, buscando la buena armonía que siempre debe existir entre el capital y el trabajo.

»Vuestro general y paisano, José Loma.

Eduardo Varela baja de la peña cuando el rebaño ya está faltando al respeto otra vez a José con su griterío. Me parecen más locos que nunca. Y ahora Isidora quiere que la baje al suelo, y la bajo, pero no me aparto de ella cuando da varios pasos hacia la caja, y la sostengo cuando va a arrodillarse, y ahora coge con sus dedos los bordes de la tapa y hace fuerza hacia arriba.

—¿Qué quieres hacer? —digo.

—Quitar la tapa, ¿no ves? —dice—. José tiene más derecho que nadie a saber lo que ocurre.

Cuando se cierra la caja de un muerto nadie la debe abrir hasta el día del Juicio. Isidora se está rompiendo las uñas. Me agacho y desclavo la tapa y ella ve que me quedo quieto y coge la tapa y la deja en el suelo. Todas las caras que me rodean parecen caras de locos, pero no la de José, que está quieta y muy blanca y es la única que respeta el entierro, porque el ruido que hay aquí no se oye ni en la peor galerna de invierno.

—Hemos ganado nuestra huelga, José —dice Isidora como si rezara.

Y yo digo sin darme cuenta:

—Suponiendo que te pueda oír, no te ha oído con este escándalo.

¿A ver si me estoy volviendo tan loco como ellos? Tampoco Isidora me ha oído a mí. Me acerco a su oreja y le grito:

—¡Habla fuerte, a ver si te oigo!

Pero lo que hace es agacharse aún más para hablarle a José a la oreja. No puedo aguantar más tanta locura y la agarro y la levanto. Y, ahora, estos locos empiezan a cantar. Todo el rebaño está con los puños en alto —¿a quién amenazan?, ¿al cielo?— y cantando una canción de odio y de guerra, como si en vez de ganar hubiesen perdido y quisieran empezar otra huelga a ver si ésta la ganaban. Isidora también canta con el puño levantado. Me mira.

—No pongas esa cara —me dice—. Así rezamos nosotros por José.

Y al acabar el canto es cuando se agarra su tripa y se retuerce.

—Ponedme en un buen sitio para tener a mi hijo —dice.

¿He oído bien? La miro. Ha subido de golpe a su carita tanto dolor que parece la playa después de una tempestad.

—¡Pero no puedes parir en un cementerio! —digo.

La partera le toca.

—¡Aprisa —dice—, sobre la tapa, sobre la tapa! ¡Bendito sea Dios!

—¡Pero estamos en el cementerio! —digo.

—¡Cógela de los hombros para tumbarla! —dice la partera—. ¡Vamos, muévete, si no quieres que el hijo lo tenga de pie!

Entre la partera y yo ponemos a Isidora en el suelo, sobre la tapa de la caja del muerto.

—¿Cada cuánto te vienen los dolores? —dice la partera.

—Son los últimos —dice Isidora.

La partera se santigua y dice entre dientes: «¡Ave María Purísima!», y dice que no hay ni tiempo para traer agua y que se acerquen mujeres para hacer de cortina, y los hombres se apartan para dejarlas pasar, y en un momento Isidora y la partera quedan en el centro del corro de mujeres que miran hacia dentro, y yo fuera, y como la tapa de la caja está pegada a la caja pues José también queda dentro.

—¿Qué pasa por ahí delante? —se oye a los que están lejos—. ¿Ya se le ha enterrado?

—¡Estamos de parto! —dice Marcelo, y así se enteran todos de lo de Isidora—. ¡Vamos a tener un hijo de la revolución! ¡Viva nuestra huelga general!

—¡Viva! ¡Viva! —dice el rebaño.

Y otra vez se levanta un bosque de puños cerrados y la misma canción de odio y de guerra ensucia el cementerio. Esta gente es distinta, no son hombres y mujeres como debe ser, parecen animales, no respetan ni a sus muertos… ¡Dios mío, Isidora ya está dando a luz!…, no creen en Dios ni en cementerios de tierra sagrada, sólo piensan en tener más jornal y menos horas de trabajo, no saben lo que es sentirse limpio obedeciendo la Ley de Dios… ¡Dios mío!, ¿es verdad que Isidora ha dicho sí a nuestro hijo?…, y es porque estos mineros todo lo hacen en grupo, les da miedo quedarse a solas, y cada hombre debe arreglar sus asuntos a solas con Dios y con su conciencia, en vez de juntarse en manada, como los cobardes, para lloriquear limosnas… ¡Mi hijo está naciendo! ¡Mi hijo está naciendo!…, y es que estos hombres y estas mujeres, de tanto vivir en barracones y en puebluchos de casuchas amontonadas, no se atreverían a quedarse solos en una playa o en cualquier caserío de los nuestros perdido en un valle. Esta gente no es nada sin el rebaño.

En el centro de las mujeres, Isidora está trayendo mi hijo al mundo, y yo no puedo ayudarla.

—Yo no quería que mi hijo naciera entre vosotros, porque vosotros sois distintos, no sois como yo, y a lo mejor lo paga mi hijo —digo.

—Vamos, borono —dice Marcelo—, que los demás también vamos a tener un hijo…, ¡el hijo de la huelga!

—No te preocupes, Roque, que hoy todas nuestras cosas tienen que acabar bien —dice Eduardo Varela.

—Le llamaremos Victorio —dice Marcelo.

—¡Si se entera la madre de que un nieto suyo ha nacido en el cementerio! —digo.

Sólo las mujeres del corro saben lo que está ocurriendo ahí dentro. Al rebaño se le ha olvidado que ha venido a enterrar a un compañero: entre cantos y chistes, esto parece una romería. Y, los peores, los siete heridos. «¡Les ha salido caro el bayonetazo que me arrearon!», dice uno, y todos ríen y se dan palmadas y se reparten tabaco y se pasan botellas de vino. Isidora es fuerte, y en un día me la podré llevar a Getxo.

—¡Es una niña! —dice de pronto una de las mujeres.

Bueno.

El rebaño está tan loco que empieza a dar vivas a mi hija. Otra mujer se vuelve y tiene en sus manos un cacho de carne roja. Marcelo se lo quita y lo levanta por encima de su cabeza.

—¡Viva la hija de la huelga! —dice.

El rebaño se queda ronco diciendo vivas.

—No es la hija de la huelga. Es la hija de Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo —digo.