Agosto de 1889
Sí, lleva el pelo atado a la nuca, y desde el nudo de cuerda le cae por la espalda como un largo manojo de yerba negra. Ayer vi por primera vez a esta chica, y no he podido dormir en toda la noche, preguntándome cómo llevaba realmente atado su pelo. He rezado para verla otra vez y saberlo. Dios me ha oído y ahí está de nuevo, a la puerta de la fábrica, como ayer, con la mochila de lona cargada de papeles que va dando a los obreros de mi turno que los quieren coger. La mayoría pasa de largo, aunque no sin mirarla e incluso decirle alguna tontería, porque es muy bonita. Yo ni paso de largo ni me acerco a ella a por un papel, sino que me quedo a mirarla desde el otro lado del callejón. ¡Dios mío, no siente ninguna vergüenza cuando se mete entre los hombres a largarles sus papeles! Hasta ahora yo nunca me había fijado en una chica tan palito.
No está sola, sino con dos hombres jóvenes, también con una mochila cada uno. No dejan los tres de decir cosas mientras hacen lo suyo: «¡Sabed que sois trabajadores explotados…! Ni siquiera un animal trabaja doce y catorce horas al día, como vosotros, para ganar un jornal de hambre… Y, mientras, ¡ellos viven como reyes de vuestra explotación!». Uno de los obreros se acerca a ella y le dice algo, y uno de los muchachos se lanza sobre él y la masa de obreros hace corro para que se zurren a gusto. El amigo de la chica es más fuerte y tumba al otro de espaldas y se sienta a caballo sobre él y le va a machacar, pero en esto llegan los guardias civiles y la chica y sus dos amigos cogen sus papeles y salen corriendo. Lo último que veo de ella es su pelo negro bailando contra la espalda como la cola de una vaca espantando moscas.
Soy de los primeros en salir de la fábrica. ¡Ahí está la chica! Me paro a mirarla, de lejos, y ella también me mira. Creo que es la primera vez, en estos tres días, que me mira. Pero sigue dando papeles a mis compañeros de turno y diciendo esas cosas que yo nunca había oído. Ahora sube a una pequeña caja de madera y empieza a hablar casi a gritos:
—¿Hasta cuándo vais a esperar para uniros y exigir vuestros derechos? ¿Nunca habéis sentido curiosidad por saber cómo viven los amos de Altos Hornos? Pues viven en palacios y entre almohadones y comiendo hasta hartarse, sin frío en invierno, acostándose con mujeres no estropeadas por el trabajo, como las vuestras, con hijos que reciben la mejor educación y a quienes atienden los mejores médicos y que no mueren de pequeños, como los vuestros. ¿Y sabéis de dónde sacan el dinero para disfrutar de todo eso? ¡De vuestros propios bolsillos, pues no os pagan lo que vale vuestro duro trabajo! ¡Uníos para defender como hombres lo que es vuestro!
Sus ojos brillan como llamas, sus labios tiemblan, su carita blanca se rompe por todas partes. ¿Cómo se llamará esta pequeña fiera? Sólo calla cuando su pequeño pecho se queda sin aire. Ha reunido a muchos hombres alrededor de su caja. Pero cuando sus dos compañeros se ponen a repartir sus papeles, todo el mundo se va. Y ocurre que, de pronto, la chica y sus dos amigos y yo quedamos solos en el callejón de la fábrica, ellos a un lado y yo al otro. El muchacho fuerte da un paso hacia mí.
—¿Quieres uno? —dice, con un papel en la mano.
—No, no… —digo.
—Entonces, ¿qué haces ahí parado? —dice.
Siempre que miro a la chica, ella me está mirando. Cuando echan a andar los tres, yo les sigo. Las casuchas de Sestao son como partes de Altos Hornos, sus gentes podrían pasar a la fábrica saltando desde las ventanas. La chica vuelve varias veces la cabeza para mirarme.
—¡Maldita sea! —oigo decir a su amigo el fuerte—. Lo tenemos tras nuestros pasos.
Es de noche. Me paro cuando se paran las sombras de los tres. La chica se aparta de los suyos y viene hacia mí con algo en una mano.
—¿Por qué no coges uno y lo lees? —me dice.
No es la misma voz que cuando gritaba como una loca sobre la caja.
—¿Quieres que te ayude a repartir estas cosas? —digo.
—Es que ya hemos acabado por hoy —dice la chica—. Además, ¿cómo vas a repartir un mensaje que ni siquiera has leído?
—¿Cómo te llamas? —digo.
La chica deja de mirarme, pero antes de que se dé la vuelta le quito de la mano el papel que traía para mí. Llega junto a los suyos y se vuelve.
—¿Te importa que te siga un rato? —digo.
La chica se encoge de hombros y echa a andar y dice por señas a sus amigos que hagan lo mismo.
—¡Maldita sea! —dice el muchacho fuerte.
Les sigo por entre las sombras de las casuchas. Nunca le diré a la madre lo que estoy haciendo, pero es lo que quiero hacer. No estoy muy seguro de si estoy viendo en la oscuridad los brincos del pelo de la chica. Llegan los tres ante un cobertizo apoyado contra el costado de una casa de ladrillos sucios. Se abre una puerta y sale a la noche la luz de un quinqué. La chica y sus dos amigos pasan dentro. Me acerco. La puerta sigue abierta y la luz sale. Me acerco tanto que, de pronto, veo a la chica: tiene una mano sobre el hierro de la puerta abierta y es como si me esperara.
—Hola —digo.
Sólo me mira. Luego deja la puerta y se mete más en la casa. Oigo voces y asomo la cabeza: hay otros cuatro hombres sentados sobre cajas alrededor de una mesa coja con una botella de vino en el centro. Los dos amigos de la chica arrastran con el pie otras cajas para sentarse entre ellos. La chica también coge una. Habla muy bajito. Los siete me miran cuando me dejo ver de cuerpo entero. Los ojos de la chica no me dicen nada, es decir, no me dicen que me vaya. Creo que hago con el brazo algo parecido a un saludo. Me doy cuenta de que aún llevo entre mis dedos el papel.
—Puedes sentarte ahí para leerlo —dice un hombre delgado y con bigote, y me señala una caja en un rincón—. Cierra la puerta.
La cierro y me siento en la caja y dejo en el suelo el cestillo donde la madre me pone la comida. Busco la cara de la chica.
—Os agradecemos vuestra ayuda de estos tres días —dice el hombre delgado—. Bebed, tendréis sed.
Pasa la botella a los dos amigos de la chica y ellos beben a morro.
—¿Ayuda? —dice la chica—. ¡Hemos vuelto con casi todas las hojas!
—Habéis hecho lo que estaba en vuestra mano —dice un hombre gordo y pequeño—. A nosotros no nos ha ido mejor. ¡Mirad qué montón de octavillas nos ha sobrado!
—¡Es injusto, es injusto! —dice la chica, y creo ver lágrimas en sus ojos—. ¿Por qué nos rechazan si lo que les llevamos es su salvación?
—Me gustaría creer en Dios para maldecirle —dice el muchacho fuerte.
Se oye una tos, una sola tos, interminable, como el largo mugido de una vaca en la lejanía. Es de un hombrecillo con gafas, que se pasa un pañuelo por la boca cuando acaba de toser, y luego tiene que esperar un rato antes de hablar, y nadie habla hasta que él habla.
—Se suele decir algo muy cómodo: que el mundo está mal hecho, que el hombre está mal hecho —dice, arrugando su cara pequeña y oscura, como si el sacar sus palabras se le rompiera algo por dentro, y eso que suenan como si hablara desde un pozo—, pero yo os aseguro que con este mismo mundo, con este mismo hombre, algún día podrá hacerse el milagro que no ha podido o no ha querido hacer Dios. Ni el mundo ni el hombre están mal hechos: las que están mal hechas son las leyes, siempre dictadas por los de arriba. Nunca ha habido leyes buenas que impidan elaborar leyes malas. ¡Leyes, leyes, todo arranca de las leyes! ¡La carne de los hombres nunca peca, el pecado no existe, sólo existe la injusticia!… ¿Cómo está tu padre, hija mía? —Esto lo dice volviéndose a la chica.
—Siempre tiembla cuando salgo —dice la chica—. Ahora nos permite reunirnos en casa, sólo por no verme salir.
—Nunca ha sido un hombre —dice el muchacho fuerte.
—No hables así, Marce… Te llamas Marcelo, ¿verdad? —dice el hombrecillo con gafas.
—Ella sabe que nunca ha sido un hombre —dice Marcelo. Ahora los ojos de la chica sí que están con lágrimas. Nunca he visto una carita tan preciosa como la suya—. El mundo está lleno de hombres que no son hombres. ¡Les pisan los cojones y callan!
Marcelo coge la botella por el cuello y la levanta, pero luego no bebe sino que la deja otra vez sobre la mesa.
—La maldición histórica —dice el hombrecillo de gafas—, la maldición histórica de los pobres. Pero cada día que pasa nos acerca a nuestra resurrección.
Habla ahora el muchacho que todavía no ha abierto la boca. Coge del suelo su mochila de lona y la deja caer de golpe sobre la mesa y los papeles se desparraman.
—¡Éste es nuestro avance de hoy! —dice.
Los ojos del hombrecillo de gafas se vuelven hacia mí.
—¿Y ése? —dice.
—¿Ése? —dice Marcelo.
Todos los ojos están sobre mí, incluso los de la chica.
—Es nuevo, ¿no? —dice el hombre delgado y con bigote—. Nunca se había acercado a nosotros.
—No es ni nuevo ni nada —dice el muchacho fuerte. Se lleva el dedo a la frente—. No le funciona la chimenea. Nos ha seguido como un imbécil.
—Pero está aquí, ¿no? —dice el hombrecillo de gafas—. Yo he visto cómo entró sin que nadie le obligara. Pienso, compañeros, que hoy no habéis perdido el día. —Todos se miran y yo no sé adónde mirar.
—¿Cómo te llamas? —dice el hombre de barba.
—Roque Altube, del caserío Altubena —digo.
—¿Dónde está eso? —dice el hombrecillo de gafas.
—En Getxo —digo.
—Es un borono —dice Marcelo.
Silencio. No me quitan ojo los siete.
—Acerca tu cajón a la mesa y bebe con nosotros, Roque —dice el hombrecillo de gafas—. Hay que brindar para darte la bienvenida.
Pero no me muevo.
—Ya os lo dije, sólo nos siguió. Está mal de la chimenea —dice Marcelo.
Ahora la chica se pone en pie y enseguida la tengo cerca, mirándome con sus grandes ojos. No sé decir si su carita es redonda o afilada, porque es las dos cosas. Su piel es blanca y suave, estoy seguro. A su espalda está la pared negra del cobertizo.
—¿Lo has leído? —dice. Me había olvidado del papel. Lo levanto—. ¿Lo has leído? —dice otra vez la chica.
Ahora cojo el papel con las dos manos y me lo acerco a la cara.
—¡Lo que nos faltaba! ¡Lo tiene al revés! —dice Marcelo.
Las manos de la chica rozan la carne de las mías cuando me obliga a dar la vuelta al papel.
—Primero habrá que preguntarle si sabe leer —dice Marcelo.
—¿Qué importa si sabe o no leer? —dice la chica—. Me arrancó el papel de la mano…, ¿no visteis cómo me lo arrancó? ¡Quiere acercarse a nosotros!
—Sé leer un poco —digo.
—¿Qué pone en el papel? —dice Marcelo.
Silencio. Esperan mis palabras. Siento sus miradas sobre mí.
—Sé leer —digo—. Soy del campo, pero sé leer.
—Es orgulloso el borono —dice Marcelo—. Sabe leer, pero no lee nuestro papel. Lo que busca entre nosotros es otra cosa y lo mejor será echarle…
—¡No, esperad! —dice la chica—. Dadle tiempo…
—Le hemos dado un asiento —dice Marcelo—, pero él no lo ha usado para leer, porque necesitaba todo el tiempo para mirarte.
—Sí, sólo te miraba —dice el muchacho que casi no habla—, y con la hoja vuelta del revés en su mano.
—Nos escuchaba, quería saber más de nosotros —dice la chica.
—No le defiendas —dice Marcelo.
—¡No le defiendo a él! ¡Estoy defendiendo nuestro esfuerzo de hoy! —dice la chica. Siempre está bonita, sobre todo ahora, con sus ojos llenos de furia, sus labios temblorosos. Me mira—. ¡Por favor, dime que vendrás con nosotros, que hoy has empezado a saber que los explotados debemos unirnos para luchar! ¡Dime que no hemos perdido el día, que al menos tú…!
No viven en este barrio la chica ni sus dos amigos. Al salir todos del cobertizo, se despiden de los cuatro hombres, y éstos también se despiden de mí, el hombrecito de gafas me abraza y me dice: «Roque, bienvenido a la familia. Yo me llamo Proto», y se van. El hombre delgado y con bigote echa el candado a la puerta. La chica se me acerca.
—Mañana también puedes verles —me dice—. Se reúnen en este mismo sitio, al anochecer. ¿Vendrás? —y sus ojos esperan con miedo mi respuesta.
—¿Vendrás tú? —digo.
—No —dice el muchacho fuerte.
—Mañana nosotros nos reunimos en mi casa —dice la chica—. Adiós.
Echan a andar los tres, ella en medio.
—¿Puedo acompañarte? —digo.
La chica se para y se vuelve. La oscuridad apenas me deja ver su cara y un frío me baja por dentro del cuerpo al pensar que puedo no verla más. Empieza a llover.
—Es tarde y debes volver a tu casa —dice la chica.
—Es igual —digo—. El padre hará solo el trabajo de la cuadra.
—Vives lejos —dice la chica—. Tienes que cruzar la ría… Bueno, si quieres, ven, pero no sé para qué vas a venir. Nosotros no vamos a otra reunión, sino a nuestras casas.
Me acerco hasta poder ver la cara de la chica. Nunca he visto unos ojos tan grandes en una cara tan bonita. ¡Dios mío!, ¿cómo he podido vivir hasta ahora sin ella?
Echan a andar los tres y les sigo, llevando en una mano el papel y en la otra el cestillo. Marcelo vuelve la cabeza una y otra vez, lanzándome unas miradas de perro rabioso. Pero la chica ha dicho que la puedo seguir. Ahora es el otro muchacho el que se vuelve y me dice:
—Vamos hasta La Arboleda y cae muy lejos.
—Es igual —digo.
De pronto, la chica se para, y esta vez no sólo vuelve la cabeza: se vuelve entera.
—¿Por qué? —dice.
—¿Eh? —digo.
Yo también me he parado, y los otros dos. Los ojos de la chica no se apartan de los míos.
—No comprendo por qué nos sigues —dice.
—No sólo es imbécil, sino que está loco —dice Marcelo—. Mira qué cara de tonto pone.
Desanda unos pasos y llega hasta mí y agarra mi blusa por la pechera.
—¡Largo de aquí! —dice.
Le cojo con una mano por la muñeca y le obligo a soltar mi ropa y nuestros brazos echan un pulso en el aire.
—Te gana, Marce, te gana —dice el otro muchacho.
Y entonces ella viene y se pone a separarnos y su mano roza la mía, su carne roza la mía.
—¡Quietos, quietos! —dice.
Nos separa y se queda en medio.
—¿No te da vergüenza, Marce? ¡Asustando así a uno que empieza con nosotros! —dice la chica.
—¡Sólo viene por ti y le voy a quitar esas ganas! —dice el muchacho fuerte.
—¡Basta! —dice la chica con genio, y él la obedece. Cuesta creer que una fierecilla así viva en un cuerpo tan menudo. Lo empuja y se lo lleva. Los tres siguen su camino, ella otra vez en medio. Es mejor que no me pregunte a mí mismo por qué la sigo, pues la respuesta quedaría marcada en mi cara y al volver a Altubena la madre me miraría y lo sabría.
No sé cuánto tiempo llevamos de camino, ni por qué lugares pasamos. Sólo la miro a ella, su pelo atado y saltarín, su espalda silenciosa, esa falda recibiendo los latigazos interiores de sus piernas al andar, sus tobillos vistos y no vistos. Ahora, sí, avanzamos por un camino de monte.
Se paran los tres, yo también, y hay un barrio de pequeñas casuchas de piedras y tablas. Los dos muchachos se despiden de ella y se van. La chica no tiene más que extender el brazo para coger el hierro de una puerta vieja. Vuelve la cara y me mira.
—¿Cómo te llamas? —digo.
Me sigue mirando.
—¿Recuerdas cómo me llamo yo? —digo.
—Sí, Roque —dice ella—. Vuelve a casa.
—¿Cómo te llamas? —digo.
La chica sonríe sin separar los labios.
—Isidora.
La saludo con la mano y doy la vuelta, justo cuando ella se mete en su casucha. Isidora. Ahora ya no me importaría contarle al mundo por qué la he seguido hasta aquí. Marcelo me vigila a distancia, entre las sombras. No le hago caso. Él y yo nos vamos por distintos caminos. Isidora. Ahora ya no me importaría contarle al mundo por qué he seguido a la chica hasta su casa.
La madre está en la cocina, esperándome junto al fuego. Cojo un plato y el cazo y destapo el puchero.
—Yo te sacaré —dice la madre, levantándose—. Tú quítate la ropa empapada. Creía que ya no venías.
—¿Eh? ¿Que no venía? —digo—. Bueno, bueno. ¡Que no venía! Usted tenía que estar en la cama y no despierta.
—Ya creí que te había pasado algo —dice la madre.
—¿Pasado algo? ¡Buh! ¿Qué me va a pasar? —digo—. ¿Por qué no deja de decir tonterías y se acuesta?
—El padre ha tenido que hacer solo todos los trabajos —dice la madre.
Me coge el plato de mi mano y con el cazo lo llena de purrusalda humeante. ¡Dios mío, Isidora, Isidora!
—Te abrasas la boca —dice la madre—. ¿Se puede saber dónde tienes la cabeza? ¿No tocas el talo?
De pronto me doy cuenta de que la boca me abrasa desde hace rato. ¡Si me atreviera a decirle a la madre que he conocido a la mujer con la que me voy a casar!
—¿Qué miras? ¿En qué piensas? No sabes ni lo que te estás metiendo en la boca —dice la madre.
¡Isidora! ¡Isidora!
—Nunca habías vuelto a casa tan tarde por la noche. Ya te habrá visto algún vecino desde la ventana y luego hablará a nuestras espaldas. La persona que anda fuera de casa por las noches no acaba bien. ¿Qué estás aprendiendo en la fábrica? ¡A ver si va a tener razón la marquesa! —dice la madre.
Ya no tendré que llamarla más «la chica», sino Isidora.
La madre me pone delante un tazón de leche.
—¿En qué piensas? —dice.
¿He sido yo el que ha llenado el tazón de sopas de talo?
—¿En qué piensas, hijo? —dice la madre.
Ahora me sigue hasta la puerta de mi cuarto y ella misma la cierra, como si me fuera a escapar. Me desnudo a oscuras y me acuesto. Isidora. Isidora. Me gusta pensar que la tengo en algún rincón de esta oscuridad. Su sitio es Altubena y no aquel sucio lugar del otro lado de la ría lleno de fábricas y minas y casuchas amontonadas y rebaños de gente triste. Isidora es de Getxo y yo la traeré. Su gran pelo negro atado con una cuerda ha de ser movido por la brisa de mis playas y de mis anchos campos y no por el viento maloliente de las chimeneas. En Altubena vivirá pronto una cara nueva, porque mi sitio es el sitio de Isidora, Dios se equivocó poniéndola allí.
Oigo a la madre en la cocina. ¿Es que no se ha acostado en toda la noche? Es que yo no he dormido.
Oigo a la madre arrastrando los pies por el pasillo de losas. Se para ante mi puerta.
—Ya es hora —dice.
Durante toda la noche he tenido a Isidora en la oscuridad de mi cuarto. No quiero levantarme, para no perderla. No quiero dejar esta oscuridad de Isidora, porque ¿habrá Isidora a la luz del nuevo día? Otras veces también he soñado con chicas, y luego…
Lo primero que hago es correr a la cocina.
—¿Qué haces? —dice la madre.
Mi blusa de ayer cuelga de una cuerda cerca del fuego.
—¿Esperabas tenerla seca para hoy después de venir tan tarde y tan mojado? —dice la madre.
Toco la blusa. Está como si la acabaran de sacar del agua. Hay un charco en el suelo. ¡Isidora existe! ¡La blusa se me mojó por estar junto a ella, por saber su nombre! ¡Ya no me hace falta la oscuridad!
Me cruzo con el padre en el pasillo. Me mira como si supiera que esta noche también estará solo para hacer los trabajos. Si no me atrevo a mirarle a los ojos no es porque me avergüence de lo que estoy haciendo, sino porque no quiero que me lea en la mirada que ya he encontrado a la mujer con la que me voy a casar.
Poco ha faltado para que una prensa de laminar me aplaste los dos brazos. «¡Hay que estar a lo que se está!», me dice el encargado. Él y los demás compañeros se han asustado más que yo. A la hora de comer abro una cesta que no es la mía. «¡Eh, tú, espabilado!, ¿cómo sabías que hoy la vieja me ha puesto carne?». Este trabajo en Altos Hornos nunca me ha gustado, las jornadas se me hacen eternas, siempre con un sudor sucio encima, no como el sudor que sale trabajando la tierra, siempre rodeado de hombres mojados de sucio sudor de hierro, ahogado por los humos, cegado por los fuegos. ¡Cuánto echo de menos el trabajo en el campo, a cielo abierto, respirando a pleno pulmón la brisa que sube de la playa, y solo, solo, solo, a veces sin ver a nadie durante un día entero…! Sin embargo, hoy, cuando ha tocado el cuerno de acabar, yo creí que estábamos empezando. Salgo corriendo con mi cesta. Estoy en Altos Hornos porque la madre quiso que saliera a trabajar. Somos ocho bocas en Altubena, suponiendo que el tío Santiago sea una sola boca. La madre se queja de que nunca ha podido meter dos reales juntos en el calcetín. Dice: «Ya tenemos dos viejos y pronto seremos tres viejos más. Pronto las tierras de Altubena se reirán de nosotros». Y yo le digo: «Ama, usted se olvida de que Juan y Andrea no van para viejos sino para jóvenes, y de que yo ya he llegado a mulo de carga». Pero la madre corta así las discusiones: «Lo que quiero es meter dos reales juntos en el calcetín, porque a ver quién trae las patatas a esta mesa cuando Altubena sea un asilo». Desde hace cuatro meses, la madre mete casi entero mi jornal en un calcetín.
No está Isidora en el callejón de la fábrica. Yo lo sabía, pero en toda la jornada no he pensado en otra cosa sino en que la vería donde la vi por primera vez. Tomo el camino de La Arboleda. Hoy no llueve, pero las abarcas se me entierran en el barro blando. Veo la espalda de un hombre caminando por delante. Lleva al hombro una maleta. Le alcanzo.
—Buenas tardes —digo.
—Ya son casi noches, hijo —dice él—. Y todavía me queda por visitar un pueblo.
Es un hombre pequeño y de cara grande con rosetones rojos. No es tan joven como yo y le pesa la carga.
—Si quieres, yo te llevo la maleta —digo.
Me la pasa. Es de cartón. Y pesa. Es como si llevara piedras.
—¿Eres minero? —dice el hombre.
—No —digo.
—Me alegro por ti, hijo. Sin embargo, te diriges hacia las minas —dice el hombre.
—Voy a otra cosa —digo—. Vivo en Getxo y trabajo en Altos Hornos.
—Hijo, me acabas de contar tu vida como si la acabara de leer en un libro —dice—. ¿Estás organizado? Me huelo que sí… Aunque no recuerdo tu cara. Y es raro, siendo como somos, ¡diablos!, tan pocos. ¿Cierras la boca? Hijo, conmigo puedes hablar sin miedo. Soy un socialista de la agrupación de La Arboleda. Pero ¿estás organizado o no? ¡Por los clavos de Satanás! Sospecho que tú… Bueno, hijo, no me lo tomes a mal.
Ha dicho La Arboleda, donde está ella.
—¿Vives en La Arboleda? —digo.
—Yo no vivo en ninguna parte. Viajo de aquí para allá vendiendo lo que llevo en esa maleta que tan amablemente te has ofrecido a…
—¿Vas a La Arboleda? —digo.
—Pero, antes, he de tocar otro barrio —dice—. He de entregar unos libros que me encargaron… ¡Diablos, ya lo he soltado! Me había propuesto no revelarte que estoy loco. Sí, me gano el pan vendiendo libros a plazos en esta tierra donde la mitad de la gente no sabe leer. ¿Qué te parece?
—¿Todo este peso son libros? —digo.
—No llevo otra cosa en la maleta —dice.
—Libros —digo.
—¿Te gusta leer? —dice.
—Ya me hacían leer algo en la escuela. Los padres dicen que no hay que perder el tiempo, y don Eulogio, el cura, dice que las novelas no traen cosa buena —digo.
El hombre mueve la cabeza.
—Dile a vuestro cura que la Biblia también es una novela —dice—. A mí no me tragan ni los curas de los pueblos ni los de Bilbao, porque vendo libros. «Es menos pecado ser socialista que vender libros», me dicen. «Un socialista tiene alguna esperanza de que Dios le admita en el cielo», me dijo un cura, «porque los ejércitos de justos del cielo se pasan el día y la noche de la eternidad cantando salmos, con un solo momento de respiro para ir al retrete, y es en este único momento en que se está solo», me dijo, «cuando algún desviado puede llevarse un libro para leerlo a escondidas mientras hace lo suyo». El hombre suelta una carcajada y no sé si se está riendo de mí o de lo que ha dicho. Sigue hablando mientras andamos. Y ahora me dice:
—Bueno, yo tuerzo por esta estrada. Dame mi maleta y muy agradecido.
Bajo la maleta al suelo.
—Me llamo Eduardo —dice.
—Yo, Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo —digo.
Nos estrechamos las manos.
—Espera, que quiero agradecerte tu favor con un regalo —dice. Y abre la maleta, y aparece, sí, llena de libros y papeles—. Roque, elige lo que quieras —y se pone a revolver todo aquello.
—No tienes que pagarme nada —digo.
—Sé que lo has hecho por pura hermandad y eso te honra —dice—, pero me iría más satisfecho si aceptaras algo de aquí…, cualquier cosilla.
—Pero no hay más que libros —digo.
—Espero que algún día cambies de opinión sobre los libros…, antes de que ellos cambien el mundo —dice—. Aunque en mi maleta no hay sólo libros. Mira.
Desenrolla varios papeles y todos son retratos de un hombre con barba.
—Podría ser san Pedro, ¿verdad? —dice—. En cierto modo éste también guarda las llaves de un reino. ¿Quieres llevarte uno? Lo cuelgas en una pared de tu casa, y como ni tú ni tu familia sabéis quién es, pues será como un santo más… ¿O prefieres un libro, a pesar de todo, un libro que no sea revolucionario? ¿Qué te parece éste? Los tres mosqueteros. Si eres capaz de leer el primer capítulo, no tendrás más remedio que seguir leyendo. ¿Cómo te lo explicaría? Es como cuando tu abuela se pone a contar una leyenda de la tierra: nadie se levanta de junto al fuego hasta que acaba. O cuando tu abuelo cuenta las aventuras de tu bisabuelo en alguna guerra carlista. ¡Novelas, todo son novelas! Y la ventaja de las novelas escritas es que te pueden hablar cuando tú quieras, a cualquier hora, incluso estando en el retrete. ¿Qué cara pondrían tus abuelos si les pidieras que te contaran una de sus novelas estando en el retrete? Si probaras a llevarte Los tres mosqueteros al retrete, me comprarías todos los demás libros que llevo en la maleta…, incluso éstos, los revolucionarios, que pueden leerse como novelas, y para muchos son más novelas que las mismas novelas, porque nos hablan de la mayor de las aventuras: la aventura de los pobres del mundo. Por ejemplo, este libro: se titula Colectivismo y revolución, aunque bien podría titularse Los tres mosqueteros… Bueno, hijo, pero ¿no tienes que hacer un regalo a alguien?
—¿Regalo? —digo.
—¿No tienes novia? Elige el libro de colores más bonitos para regalárselo a tu novia —dice.
Isidora.
—Vamos, habla —dice el hombre.
—Ella prefiere papeles en vez de libros —digo.
—¿Papeles? ¿Te refieres a periódicos? —dice—. Aquí tengo uno, El Socialista. ¡Pero no vas a regalar a tu novia algo tan barato como un papel!
El hombre pone en mi mano lo que llama periódico.
—Es grande —digo—. A ella le gustan papeles más pequeños. Siempre anda con muchos, pero todos pequeños.
—Volvamos a los libros —dice el hombre—. ¿Qué te parece éste? Los miserables. Un libro es un buen regalo. Y te recuerdo que no te costará nada.
—¿Tienes papeles más pequeños? —digo.
El hombre mueve la cabeza y busca en su maleta y saca varios papeles como los que repartía Isidora.
—Me parece que perderás a tu novia si le regalas una cosa tan pobre —dice.
—No es mi novia —digo.
—¡Razón de más para que a esa chica le regales algo digno para que sea tu novia! —dice.
—Se me está haciendo tarde —digo.
—Mira, hijo, permíteme que te dé un consejo: olvídate de papeles, pequeños o grandes; olvídate de los libros, y lleva a esa chica una flor.
—¿Una flor? —digo—. ¿Una flor? Flores hay en todas partes, las comen los burros, cualquiera las puede coger.
—Toma tu maravilloso panfleto —dice el hombre, moviendo otra vez la cabeza.
Ésta es su casa. La recuerdo bien. Hay luz dentro, pero no me atrevo a llamar. Me siento sobre una piedra. Dentro de Altubena cabrían muchas de estas casuchas, todas juntas. La gente que pasa me mira. Y yo pienso que es mejor que se vayan acostumbrando a verme por aquí. El calzado se pringa de barro sucio y blando, como el txitxiposo de la cuadra. Pasa gente, siempre hay alguien pasando. Por donde anda Isidora siempre hay gente.
Ahora viene un hombre empujando un carro cargado de cajas que huelen a mierda. Se para ante cada casa, saca de su carro una caja vacía y la deja a la puerta de la casa y coge la caja llena que hay en el suelo y la carga en su carro y sigue hasta la siguiente casa, donde hace lo mismo. Ante la casa de Isidora hace también lo mismo.
Me acerco al hombre.
—¿Qué haces? —digo.
—Soy el mierdero —dice.
Luego llegan Marcelo y su amigo. Al verme, Marcelo se para y me mira con cara de tonto, al principio, y enseguida aprieta los dientes y los puños. Su amigo se ríe por lo bajo mientras chapotean en el barro hacia la casa de Isidora. Y es ahora cuando la veo a ella y ella me ve a mí, cuando abre la puerta de su casa y se queda parada. ¡Dios mío!, ¿qué piensa, qué piensa al verme? ¡Dios mío!, ¿qué le dicen de mí sus ojos? Se cierra la puerta y me quedo otra vez solo.
Luego llega un hombre tirando de una mula cargada con paquetes. Ata la mula a un hierro de la pared de la casa de Isidora, llama a la puerta y vuelvo a ver a Isidora y ella me vuelve a ver a mí. Entra el hombre y la puerta se cierra.
Luego llega aquel otro de la maleta llena de libros y papeles. No me ve. Llama a la puerta. ¿Es que todo el mundo puede llamar a la puerta de Isidora y yo no? Sale ella y ocurre que esta vez me levanto para mirarla, y ocurre también que ella me mira, y cuando entra el de la maleta, ella no cierra la puerta sino que la deja como dejó ayer la del cobertizo de Sestao. Bueno, pues allá voy. Pero, una vez ante la entrada, no me atrevo a dar el último paso. Oigo voces. Oigo a Marcelo contar que en su mina una vagoneta ha aplastado a un hombre. «Dios haya recogido su alma», dice una voz que no conozco, una voz de viejo. «¿Por qué su Dios, amigo Urbano, no se preocupó antes de ese desgraciado?», oigo decir al hombre de los libros. Y grita: «¡Protesto! ¡Denuncio ante el mundo tanta humillación, tanta miseria, tanto dolor, trato tan inhumano dado por unos hombres a otros! ¡Protesto! ¡Protesto!». Marcelo se ríe. «¡Sólo palabras!», dice. «¡Nuestra respuesta ha de ir más allá! ¡Ellos sólo entienden el lenguaje de la fuerza!», y suena algo así como un puñetazo contra una mesa. «¿Cumplía con la Iglesia?», dice el viejo. «¿Qué diría usted, abuelo, si le hubiera alcanzado la vagoneta por estar distraído rezando un Padrenuestro?», dice Marcelo. «Tu lengua es mala, hijo», dice el viejo, «y no te extrañe que el mundo vaya tan mal con tanta irreverencia». Por fin, habla Isidora. «Calla, Marcelo», dice. Su voz me despierta aún más las ganas de verla. ¿Por qué no me atrevo a entrar si es ella la que ha dejado la puerta abierta? Y de pronto, la veo ante mí.
—Hola —dice.
—Hola —digo.
—Tú dirás a qué has venido —dice. Parece muy tranquila, pero sólo lo parece: no tenía por qué haberse tocado un botón del cuello de su vestido, pues lo tiene bien abrochado. Sus dedos no dejan ese botón, lo toquetea como si quemara pero no pudiera quitar los dedos de él.
A mí no me salen las palabras. ¿Qué le digo? ¿Qué mentira le digo? Saco del bolsillo el papel que me dio el hombre de la maleta.
—Te traigo esto —digo.
Ella lo coge y lo mira.
—¿Sólo has venido hasta aquí para devolvérmelo? —dice—. Sobraba el viaje. Haberlo tirado, como los demás.
Ahora me mira con la furia que le vi ayer cuando, subida en la caja, hablaba a los hombres.
—Este papel no es el tuyo —digo—. El tuyo lo tengo en casa. Este papel se lo pedí hace un par de horas a un hombre que está ahí dentro y que lleva una maleta.
—¡Ah!, ¿eres tú, mi ayudante? —oigo decir al hombre de la maleta—. ¿Lo has pensado mejor y vienes a por uno de mis libros?
—¡Pero es como el que yo te di ayer! —dice Isidora.
—Creí que te gustaría tener uno más —digo.
—¿Uno más? ¡Si tengo la casa llena!
Nos miramos y es ella la primera en reírse. Nos reímos los dos, y qué bien que Isidora haya entendido por qué estoy aquí sin que yo se lo haya tenido que decir con palabras.
—¡Maldita sea, hoy no es un día de fiesta! —oigo decir a Marcelo.
Entonces me fijo en que hay lágrimas en los ojos de Isidora.
—¿Por qué lloras? —digo.
—Ha muerto otro minero en la mina —dice ella. Levanta su mano con el papel—. ¿Lo has leído siquiera? ¿Te interesa lo que dice? ¿Te gustaría ser de los nuestros?
Su mirada mojada me está pidiendo que le diga que sí. ¿Es que no puede pensar sólo en sus papeles y en sus gritos subida a un cajón? ¿Es que para ella las personas están para que alguien las convenza de algo? Isidora debe de ser como mi tía Alazne, la monja. Yo le pregunté: «¿Es que no te gusta ir a bailar a las romerías?». «Me debo al Señor», dijo ella. «Pero ¿te gusta o no te gusta bailar?», le dije. «No, mi vida la lleva el Señor por el camino de la predicación», dijo mi tía la monja. Y creo que Isidora es como ella, aunque no sé qué otra clase de dios la lleva por este camino de papeles y gritos subida a un cajón.
—¡No, no quiero ser de los vuestros! —digo. ¿Y si ahora Isidora me echa de su puerta? Pero sólo se pone triste.
—¡Entra de una vez, muchacho! —dice el hombre de la maleta—. Me ayudaste a llevar mi cruz por un rato y eso ya es bastante para que te sientes a tomar un trago con nosotros.
—Padre, ¿le importa a usted que entre en casa este chico? —dice Isidora.
—¿Cómo voy a decir que no si no puedo verle la cara? —dice la voz del viejo—. ¡Que pase!
—Entra —me dice Isidora.
Entro, y entonces ella se mete en la cocina y me quedo solo ante los demás. Están los cuatro y un viejo en una silla hecha con tablas clavadas y cuatro ruedas pequeñas. Al viejo le faltan las dos piernas. Hay un quinqué encendido colgado del centro del techo.
—De modo que ésta era tu novia —dice riendo el hombre de la maleta.
—Te dije que yo no tengo novia —digo.
—¿Le ha gustado tu regalo? —dice, sin parar de reír.
—¿Regalo? —dice Marcelo.
—¡Mira que regalarle uno de nuestros panfletos! —dice el hombre de la maleta—. ¡A ella, que fue quien los hizo! ¡Ja, ja, ja!
Todos ríen, incluso Marcelo y el viejo de la silla de ruedas. El viejo no me quita ojo desde que entré.
—Ven, acércate —me dice—. Quiero verte la cara.
Voy hasta la silla de ruedas.
—Más —me dice.
—No tengas miedo —dice el hombre de la maleta—, es que ve poco.
El viejo coge mi cara entre sus manos y la recorre con sus ojos como si me la estuviera barriendo con ellos.
—Eres de la costa, de las playas —dice—. Todavía eres joven, pero ya te apuntan en las esquinas de los ojos las arruguillas de los que al levantar la cabeza del trabajo pueden ver el sol. ¿Cómo te llamas?
—Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo.
—De Getxo, del campo —dice el viejo—. Serás un hombre cumplidor con la Iglesia, Roque. A ver si me ayudas a convertir a esta cuadrilla.
—¿Cómo puede saber usted que este muchacho va a misa los domingos con sólo verle la cara? —dice el hombre que está sentado junto al hombre de la maleta.
Ahora sale Isidora del cuartucho con una silla en las manos y lágrimas en los ojos.
—Siéntate —me dice.
—No sé por qué ha de quedarse aquí un tipo al que no conocemos —dice Marcelo.
—Me alegra que entre en mi casa alguien que va a misa los domingos —dice el viejo.
Isidora deja la silla a mi lado y yo me siento.
—¿Cómo se llamaba? —dice Isidora.
No me habla a mí, no mira a nadie, y las lágrimas caen por sus mejillas. Estoy tan cerca de Isidora que me llega el olor de su cuerpo de ternera lechal. Y en esto que se oye el ruido de un carruaje parándose ante la casa. Abre Isidora la puerta y mira. Yo también me acerco y miro. Es un carruaje negro, muy brillante, tirado por un caballo bien comido y lustroso. En el carruaje van tres mujeres, tres señoras, pues visten como la marquesa Cristina Oiaindia de Getxo. Las tres llevan sombreros y esperan a que el cochero ponga sobre el barro unas tablas. El cochero ha cogido las tablas del pescante. Bajan las señoras y el cochero les ayuda a pasar sobre las tablas hasta la puerta de la casa.
—Buenas tardes, hija mía —dice una de las mujeres, flaca y larga—. Desearíamos ver a tu padre. Traemos algo para él y también para ti.
—Adelante, adelante —dice el viejo, moviendo su cuerpo a derecha e izquierda como si la silla le pinchara.
Entran las tres mujeres mirándolo todo de arriba abajo y mirándonos a todos.
—No sé cómo agradecerles, señoras —dice el viejo.
El hombre de la maleta y el otro hombre se ponen en pie, pero Marcelo y su amigo no se mueven.
—Isidora, acerca a las señoras estas tres sillas libres —dice el viejo, señalando la del hombre de la maleta, la del otro hombre y la mía.
—Muchísimas gracias, Urbano, pero tenemos la impresión de haber interrumpido algo, nos sentimos como intrusas y nos vamos enseguida —dice la más joven de las tres mujeres, que lleva cerezas en su sombrero—. ¿Cómo se encuentra usted?
—Bien, gracias a Dios —dice el viejo.
—Tiene usted muy buen aspecto, Urbano —dice la otra, una mujer con pendientes tan grandes que seguramente su peso le ha puesto esas orejotas. Las tres llevan pendientes, pero sólo los de ésta parecen cencerros de vaca.
Entra el cochero con unos paquetes. Coge uno la mujer flaca y larga, lo desenvuelven entre las tres, y la flaca y larga saca un jersey gordo y grande y se lo prueba al viejo por encima.
—Pues le queda bien, pero que muy bien —dice la mujer flaca y larga—. ¿No es verdad, queridas? Yo misma lo he hecho, Urbano, con mis propias manos.
—No sé cómo agradecérselo, señora —dice el viejo.
—Qué menos, para un antiguo trabajador de nuestra mina —dice la mujer flaca y larga—. Mi marido le envía saludos y sus mejores deseos.
—¿El señor Sagarduy? —dice el viejo—. ¿Se lo ha dicho el mismo señor Sagarduy, señora?
—Yo misma se lo oí —dice la mujer de los pendientes grandes.
—¿Qué dices a esto, Isidora? ¡Todavía se acuerda de mí el señor Sagarduy! —dice el viejo—. ¡Dejé su mina hace diez años y aún se acuerda de mí!
—Nosotros nunca olvidamos a las personas buenas —dice la mujer flaca y larga—. ¿Qué le parece mi jersey, Urbano? Póngaselo. Yo misma le ayudaré… ¡Perfecto! ¡Como un guante! Y, hablando de guantes…
—¿Le gusta mi humilde obsequio, Urbano? —dice la mujer con cerezas en el sombrero. El viejo no quiere, pero ella le calza los dos guantes de lana—. Puede creerme usted que he sudado para hacerlos. ¡Uff! Más complicados que un jersey… ¡con tantos deditos!
Ríen las tres mujeres. La de los pendientes grandes coge de manos del cochero un paquete mayor y se lo da al viejo.
—Yo, como soy una inútil —dice—, he ido a la tienda a comprarle una manta.
El viejo abre el paquete y aparece una manta azul.
—¿Te gusta, Isidora? —dice el viejo—. ¡La que necesitábamos! ¿Qué tienes que decir de tanta generosidad, Isidora?
—La mina se lo debía —dice Marcelo, mirando a las tres mujeres—. Le debe eso y mucho más. ¿O creían que con cuarenta duros le habían pagado las dos piernas?
—¡Aquí no! —dice Isidora.
—Si ustedes buscan ir al cielo, Urbano es su hombre —dice Marcelo—. ¡Está dispuesto a recibir todas las limosnas que quieran traerle!
—¡Aquí no! —dice Isidora.
—Él piensa que las necesita a ustedes —dice Marcelo—, ¡pero son ustedes las que le necesitan a él!
—¡Te he dicho que aquí no! —dice Isidora.
Cruzo el cuarto hasta pararme ante Marcelo y le pongo la mano sobre la boca cuando va a hablar.
—¡Aquí no! —le digo.
Marcelo me aparta la mano con las dos suyas.
—¡Maldito seas! —dice, levantándose—. ¡Tenía ganas de agarrarte, imbécil!
Pero le sujetan entre el hombre de la maleta y el otro hombre. Marcelo lucha. Vuelcan la mesa y dos banquetas. Sólo lo deja cuando su amigo también le agarra.
—¡Os digo que es imbécil! —dice Marcelo—. ¡Hace cosas sin saber por qué las hace! ¡Mirad qué cara de imbécil pone!
—¡Jesús, Jesús! —dice la mujer con cerezas en el sombrero, santiguándose.
—Perdón, perdón… —dice Urbano.
—¿Tan poco te importa la salud de tu padre, Isidora, que abres tu puerta a este tipo de gente? —dice la mujer flaca y larga.
—Sabíamos que te relacionabas con personas perversas —dice la mujer con cerezas en el sombrero—, ¡pero de ahí a meterlas en la casa de tu padre!
Isidora levanta la mesa caída y yo le ayudo. Mi mano roza sin querer la carne de su mano.
—¡Cómo has cambiado, Isidora! —dice la mujer flaca y larga—. Ya no se te ve en misa los domingos, ni vas a dar el catecismo a los niños de la parroquia. ¿Con qué engaños te han apartado del camino de Dios, hija mía?
—Yo no lo he podido evitar, señora —dice el viejo—. ¡Créame, por mi salvación, que no han valido de nada ni mis consejos ni mis órdenes de padre!
—La recuerdo muy bien —dice la mujer de los pendientes grandes—: Era una niña amorosa, un ejemplo para las de su edad. Las monjitas y el párroco estaban encantados con ella. ¡Y cómo sonreía al abrirnos esta misma puerta! ¿Qué palabras venenosas han vertido en tus oídos?
—¿Por qué no se callan? —dice Marcelo. Le han sentado de nuevo en la silla.
—¿Vas a consentir que se nos trate así en tu propia casa, Isidora? —dice la mujer flaca y alta—. ¿Llegarás a tanto?
—Mi padre y yo les agradecemos mucho lo que nos han traído —dice Isidora.
—¿Nos estás echando? —dice la mujer de los pendientes grandes.
—¡No, no, ella nunca haría tal cosa! —dice el viejo—. Mi hija ha cambiado un poco últimamente, ha dejado ciertas costumbres y tomado otras, pero en el fondo sigue siendo la misma. Yo no entiendo a sus amigos nuevos cuando se ponen a hablar y hablar alrededor de esta mesa… No sé qué buscan… Me lo dicen, pero yo no les comprendo… ¡Quieren cambiar el mundo hecho por Dios! Pero en el fondo son también buenos.
—¡Pobre Urbano, las barbaridades que tendrá que oír usted en su propia casa! —dice la mujer flaca y larga.
El hombre de la maleta da unos pasos y se para delante de las tres mujeres.
—Con todos mis respetos, señoras —dice—, aquí nadie pronuncia barbaridades. No nos avergonzamos de confesar que somos socialistas. Pero, de barbaridades, nada.
—¿Acaso no es una barbaridad ir contra Dios? —dice la mujer con cerezas en el sombrero.
—¡Jamás podré creer que mi hija vaya contra Dios! —dice el viejo.
—¡Pobre Urbano, qué ciego le tienen a usted! —dice la mujer flaca y larga—. ¿Por qué su hija ya no le lleva a misa los domingos? Pregúnteselo. Es demasiado cruel el negarse a ayudar a un padre inválido que desea cumplir con Dios los domingos y no puede.
—Mi hija sí quiere ayudarme, señoras —dice el viejo—, lo que pasa es que no puede sola. Entre mi silla y yo pesamos demasiado para ella. Ustedes han de comprenderlo.
—Sin embargo, antes sí que le llevaba —dice la mujer flaca y larga.
—Nunca sola —dice el viejo—. Siempre había alguien que…
—¿Y sabe usted, Urbano, por qué ahora no hay nadie que se preste? —dice la mujer flaca y larga—. Sencillamente, porque su hija ha cambiado de amigos… ¡y los que tiene ahora van contra Dios! ¡Ay, Isidora, qué pesada carga para tu conciencia: privarle de la misa a tu propio padre!
Mañana es domingo. Mañana quiero venir otra vez donde Isidora. Digo:
—Yo llevaré esta silla a la iglesia siempre que haga falta.
—¿Qué tienes tú que ver en esto? —dice Marcelo.
No oigo nada durante un rato, porque estoy mirando cómo me mira Isidora.
—Claro, no es uno de ellos: esto lo explica —oigo decir de pronto a la mujer flaca y larga.
—¡No, no es de nuestro grupo, y a ver si se lo llevan cuando se marchen! —dice Marcelo.
—¡Jamás me habían tratado así en una casa! —dice la mujer flaca y larga—. ¡Nos están echando a la calle!
—Ni mi hija ni yo haríamos eso con ustedes por nada del mundo —dice el viejo—. ¿Cómo lo pueden pensar siquiera?
—Todo esto es muy desagradable —dice la mujer con pendientes grandes—. Ya sabemos, Urbano, que usted no tiene la culpa.
—Cosas así ocurren por relacionarse con cierta gente —dice la mujer flaca y larga—. Ese jovencito —y mira a Marcelo— nos mira con un odio que aterra. ¡Después de habernos molestado en venir hasta aquí sólo por ayudar a un buen hombre necesitado! Con todo, y como parece que se nos rechaza, nos iremos. Realmente, ¡oh, sí!, somos intrusas, hemos interrumpido algo que se celebraba bajo la inspiración de Satanás. Alguien debería decirle a usted, Urbano, para qué están utilizando su casa.
—¿Es que sólo sus maridos tienen derecho a reunirse con los demás dueños de minas para explotarnos mejor? —dice Marcelo.
—Eso es una impertinencia y tú lo sabes, Isidora —dice la mujer flaca y larga—. ¿Puede llamarse explotar viajar hasta La Arboleda en misión de hermandad para con nuestro prójimo? Nuestra ley es la ley de Dios. Tratamos de cumplirla. Usted, Urbano, ¿ha preguntado a su hija y a los suyos cuál es su ley? No es justo utilizar la casa de un hombre inocente para fines oscuros.
—Señora, si ha cumplido con su ley, ¿por qué no se retira? —dice el hombre de la maleta.
—¿Te das cuenta, Isidora, cómo se nos está arrojando de tu casa? —dice la mujer flaca y larga.
—¡Es un insulto! —dice la mujer de los pendientes grandes.
—¿Callas, Isidora? —dice la mujer con cerezas en el sombrero.
Veo cómo Isidora estira los brazos, las manos y los dedos, como una gata cuando se le levanta el pelo, y dice:
—¡Sí, callo por respeto a ustedes, por no estallar! ¡Y por respeto a mi padre! Si lo que desean es visitarle a él, traerle cosas y recibir su agradecimiento, pues muy bien, vengan siempre que quieran. Pero si, además, van a aprovechar la visita para arremeter contra los socialistas, como lo hacen sus periódicos, entonces tendrán que sentarse y escucharnos a nosotros también.
Sus ojos brillan como cuando hablaba subida en aquel cajón. Las tres mujeres se miran entre sí y miran a Isidora, al hombre de la maleta, al otro hombre, a Marcelo y a su amigo, a mí, pero, sobre todo, miran a Isidora. La cara de Isidora ya no está pálida, está ardiente como el fuego. Parece un rosal con toda la fuerza roja de la primavera.
—¿Habéis oído? —dice la mujer flaca y larga a sus dos amigas—. ¡Se ha confesado socialista! ¡Oh, Dios, cuánto poder has dado a Satanás! —Coge de manos del cochero el último paquete—. Pero no somos rencorosas. Como de costumbre, te traemos trabajo, Isidora. Ropa de nuestra servidumbre, para cortar, coser o repasar. En este papel van las medidas. Dios es generoso incluso con sus enemigos.
—En el fondo, mi hija nunca se ha apartado de Dios —dice el viejo—. Me hace la comida y me la sirve, me lava el cuerpo, me trae el orinal, me acuesta y se sienta en la cama a escucharme cuando le hablo de mis recuerdos de Patencia, y de su madre y de ella misma, y no se mueve hasta que me duermo. Cuando era niña, yo le contaba cuentos para que se durmiera, y ahora es ella la que se queda hasta que yo me duermo con mis propios cuentos. Mi hija nunca se ha apartado de Dios. Yo lo sabría.
—Podemos adelantarte algo de dinero sobre este trabajo, Isidora —dice la mujer flaca y larga.
—No, ya nos arreglaremos —dice Isidora.
—¡Te vas a hacer de oro! —dice Marcelo—. Esta gente paga muy bien lo que compra. ¡A tu padre le compró sus dos piernas por cuarenta duros! ¿Cuántos brazos, cuellos, pechos, espaldas, cinturas, caderas tienes que hacer con esos trapos que te traen? ¡Te vas a hacer de oro, Isidora! —¡Qué desagradable es este muchacho! —dice la mujer flaca y larga—. Adiós, Urbano, nos vamos muy disgustadas…
—No volverá a ocurrir, señoras —dice el viejo—. Ustedes son muy buenas y nunca podré agradecerles lo que hacen por nosotros.
Abre la puerta el cochero y salen las tres.
—Sé buena, hija mía —es lo último que le dice a Isidora la mujer flaca y larga.
—Sé buena, Isidora —dice luego Marcelo—. Y, si quieres ir al cielo, Isidora, nunca seas un camello, como nosotras, pues ya sabes eso del camello y el ojo de la aguja. Sé cualquier otro animal, por ejemplo, un buen borrego, y deja que los camellos seamos nosotras.
Marcelo se ríe, pero sólo él.
—¡Ellas tienen razón! —dice Isidora, tirando al suelo el paquete de ropa—. ¡Me han llamado mala y lo soy, soy una traidora! ¡También acepto sus limosnas! ¡Yo debería estar ahora poniendo en pie a los hombres de las minas! ¡Ha muerto uno de ellos y yo acepto la limosna que me dan sus asesinos!
—Tú no puedes pensar eso —dice el viejo—. El Señor no me castigaría tanto.
Casi dejo de ver la cara de Isidora cuando se sienta en la oscuridad de un rincón.
—Una hija así no es un castigo sino un premio —dice el hombre de la maleta—. ¿No comprende usted, Urbano, que llora por los desamparados de la Tierra, como lloraba su Jesús? ¡Su lucha es por la redención de todos los hombres!
—¡No quiero una hija cometiendo tal pecado de soberbia! —dice el viejo—. ¡Que nadie se atreva a sustituir a Jesús!
Cojo del suelo el paquete de ropa tirado por Isidora. Se lo llevo y ella lo coge, y ahora sé que lo he hecho para poder ver su cara. Me quedo a su lado. Parece como muerta. Sólo sus ojos están vivos, llenos de lágrimas.
—¿Cómo se llamaba? —dice de pronto Isidora.
La casa queda en silencio. No se oye ni el roce de las ropas.
—Fulgencio —dice Marcelo.
—¿Qué más? —dice Isidora.
—Ferreiro —dice el amigo de Marcelo. Creo que es la primera vez que le oigo hablar.
—¿Estaba casado? —dice Isidora.
—Sí —dice el amigo de Marcelo.
—¿Tenía hijos? —dice Isidora.
—Sí —dice el amigo de Marcelo.
—¿Cuántos? —dice Isidora.
—Cinco —dice el amigo de Marcelo.
—Pero aquí estaba solo —dice Marcelo—. Su gente está en Pontevedra. Hacía poco gasto en el almacén para mandarles más dinero.
—Y le aplastó una vagoneta —dice Isidora.
Otro silencio. El viejo se santigua.
—Dios lo ha querido así —dice.
—¡Lo han querido los patronos! —dice Isidora.
—No se mueve una sola paja en el mundo sin el permiso de Dios —dice el viejo.
El hombre de la maleta acerca una silla a la mesa y se sienta y pone unos papeles encima y dice:
—Pero sucede, abuelo, que Dios está demasiado lejos para cruzar con él las espadas y hemos de hacerlo con los patronos.
—Todos vosotros sois tan soberbios como Satanás, que se rebeló contra el Señor —dice el viejo—. Los buenos siervos deben acatar Su voluntad.
El viejo tiene razón, porque la madre siempre dice lo mismo que él. No sé por qué Isidora está en contra de su padre.
—Fulgencio Ferreiro —dice Isidora—, nunca olvidaré tu nombre, porque necesito cargarme de razón para seguir luchando por nuestra causa común. Las minas son de los patronos, pero nunca mueren en ellas.
—Todo el mundo ha de morir, ¿qué importa dónde se muera? —dice el viejo—. Lo importante es cómo se muere. ¿Murió Fulgencio Ferreiro en gracia de Dios? Esto es lo que os tendría que preocupar, no el llamarles asesinos a los patronos.
El hombre de la maleta baja la cara hacia la mesa y dice muy bajito:
—Tendría gracia que, después de una vida de esclavo, le exigiéramos a Fulgencio Ferreiro una buena muerte para que ahora sea un buen muerto.
—¿Qué dices? —dice el viejo—. Paso porque celebréis en mi casa vuestras reuniones, y porque, de vez en cuando, soltéis monstruosidades que me obligan a pedir por vuestras almas, pero os cerraré mi puerta si alguien vuelve a atacar a mis visitas.
Se levanta Isidora, va hasta el viejo y se inclina para besarle en la mejilla y decirle:
—Le pedimos perdón, padre. Marcelo le pide perdón, ¿eh, Marcelo? No sé por qué le sigo queriendo tanto, padre. Usted es el culpable de mis desánimos, porque me pregunto: Isidora, ¿cómo vas a convencer a los de fuera si no eres capaz de convencer al único que tienes en casa? Siento envidia del viejo que ha sido besado por Isidora. En Altubena las hijas no besan a sus padres. Andrea nunca besa al padre, ni siquiera a la madre. No puedo apartar los ojos del sitio en la mejilla del viejo que ha besado Isidora. Ahora le abraza y yo sigo envidiando al viejo. Y le dice:
—Mi buen padre, mi buen padre Urbano, ¡qué ciego le tienen a usted esas brujas!
El viejo sonríe, abraza los brazos de Isidora, forma con ella una especie de ovillo. Me gusta verles así. En Altubena nunca hacemos esas cosas.
—Los ciegos sois vosotros —dice el viejo—, que os falta la luz de Dios.
El viejo besa a su hija y se pasa una mano por los ojos.
—¡Qué día! —dice, metiendo la barbilla en el pecho.
—Está cansado —dice Isidora. Le acaricia el pelo casi blanco y dice también—: Algún día, yo haré que descanse en la verdad de la nueva luz… Si alguien le lleva a la mesa… Voy a sacarle su cena.
Marcelo y yo llegamos a un tiempo a la silla del viejo. Quiere agarrarla él solo y me mira como si me fuera a comer. Yo he agarrado un lado de la silla y ni el tirón furioso de Marcelo hace que la suelte. Nos aguantamos la mirada hasta que Isidora dice:
—A él le gustaría ver ese mismo coraje en alguien que se preste a llevarle a misa.
—Yo le llevaré mañana a misa —digo.
—Te lo agradezco mucho, hijo —dice el viejo—. Desde el primer momento me pareciste una buena persona. Será mejor que te vayas acostumbrando a mi silla.
Con sus manos aparta las manos de Marcelo y así soy yo quien le viaja hasta la mesa, hasta el sitio que Isidora me marca con un gesto de su mano. Es una mesa tan grande como la que tenemos en la cocina de Altubena. Pongo al viejo en una de las cabeceras. Isidora mete papel y leña en la chapa que está al fondo y enciende una cerilla. El pequeño puchero pronto empieza a oler a bacalao.
—Mi primera propuesta para la reunión de hoy es que mañana empecemos una colecta para enviar dinero a la viuda de Fulgencio Ferreiro —dice Isidora, mientras trajina.
—Bien —dice el hombre de la maleta—. Incluiremos la propuesta en el orden del día. De modo que a sentarse todos, a ver si podemos empezar de una vez.
—Adelante, adelante, yo acabo enseguida —dice Isidora.
Todos cogen banquetas, se acercan con ellas a la mesa y se sientan. Yo hago lo mismo.
—¿Qué pinta este imbécil entre nosotros? —dice Marcelo—. Se me revuelven las tripas viéndole en medio de todo sin enterarse de nada. Mi propuesta es que le echemos de esta casa. No es de la agrupación de La Arboleda ni de ninguna otra agrupación, y no debe enterarse de lo que hablamos.
—¿Es que andamos tan sobrados de gente como para rechazar a…? —dice Isidora.
—¡A este imbécil le importan un pito nuestras ideas socialistas! —dice Marcelo—. ¡Lo único que le importa es llevarse de noche a la Isidora a un descampado!
—¿Qué queréis hacer hoy conmigo? ¿Matarme? —dice el viejo.
El hombre de la maleta da una puñada sobre las tablas.
—¡Aquí no se permiten duelos personales ni malos juicios sobre las personas! —dice—. Si este muchacho ha de retirarse, será por decisión general.
—Yo sólo pido que le miréis la cara —dice Marcelo—. ¡No sabe ni quiénes somos, ni qué queremos, ni para qué estamos aquí! ¿Es que no veis que esa cara suya de imbécil sólo tiene ojos para Isidora?
Todos los de la mesa me miran, en silencio. La única que no me mira es Isidora. El hombre de la maleta tose y dice:
—Bueno, parece que este muchacho desea ingresar en nuestra agrupación, noticia que nos debe llenar de alegría y nueva moral. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última solicitud? Yo os lo diré: ¡tres meses! ¿Acaso miento, José? Tú fuiste ese último.
El amigo de Marcelo, el que casi no habla, se llama José. Dice que sí con la cabeza.
—Algunos de nosotros llevamos dos años desarrollando una dura labor de captación —dice el hombre de la maleta—. ¿Resultados? Nos avergüenzan los informes que enviamos a Perezagua, a Carretero y a los demás. Ahora, al cabo de tres meses, la agrupación de La Arboleda va a contar con un miembro más. No seré yo quien se oponga a ello.
Marcelo se pone en pie de un salto.
—¡Precisamente —dice—, protesto en nombre de nuestra causa! Tenemos pruebas de que ese imbécil no es de los nuestros ni nunca lo será. ¿No recordáis cómo se puso de parte de las tres brujas cuando lo de llevar a Urbano a misa? Además, trabaja en Altos Hornos, esa empresa que tiene domesticados a sus obreros con ciertas obras sociales que suenan al no va más social en medio de la explotación sin disimulos que se sufre en otras partes. ¿Podemos hacer un socialista de un aldeano al que sólo le preocupan las vacas y las mujeres y nunca ha oído hablar de la revolución y, lo que es peor, no le interesa saber nada sobre ella?
Isidora se acerca a la mesa con una cuchara, un cacho de pan y un vaso lleno de vino, y apenas tiene tiempo de ponerlo todo delante del viejo. Quiero decir, que empieza a hablar antes de ponerlo, y habla con tanto fuego que sólo de milagro llegan esas cosas a la mesa.
—¿Qué importan las razones que le hayan traído hasta nosotros? —dice—. El caso es que está aquí y nos conocerá, nos oirá, y como nuestro mensaje es la verdad que están esperando todos los hombres que, sabiéndolo o no, son explotados… ¡pues acabará siendo uno de los nuestros! ¡Que nadie me hable de echar de nuestro lado a quien se nos acerca!
Los ojos de Isidora vuelven a parecer dos llamas. Está más bonita que nunca. Repito como un tonto para mis adentros: «Isidora, Isidora, Isidora…». ¡Dios mío, que algún día ella me pida con tanto fuego que huyamos juntos a mi playa de Getxo! Creo que me estoy volviendo loco por ella y no sé lo que digo. La veo, la tengo a veces a dos palmos, y no puedo tocarla, ni siquiera decirle lo que guardo dentro a duras penas. Todo lo fío a mis ojos, esperando que ella lea en mi mirada que me moriré si no puedo verla a solas.
—¡No nos busca a nosotros sino a ti! ¡Está en su cara! —dice Marcelo.
Es verdad, es verdad. ¿Por qué lo ha sabido él y no ella?
—¿Nadie le va a prohibir a Marcelo pronunciar semejantes tonterías? —dice Isidora, volviendo a su chapa. Creo que nos ha dado la espalda con tanta rapidez porque Marcelo le ha sacado los colores. Cuando vuelve a hablar es como si hablara su espalda, y ahora su voz es suave, y viene como de muy lejos, ya no es la voz de tigresa de antes—. Se empieza por el asombro… «¿Qué dicen estos locos?», piensan al oírnos… Luego, si acertamos a emplear las palabras debidas, si somos capaces de transmitir lo que llevamos dentro, la gente empieza a entendernos, a descubrir que les traemos lo que esperaban desde siempre sin saberlo, a preguntarse por qué nadie les ha hablado así antes… ¿Quién rechaza la lluvia que cae en el desierto? De modo que tenemos que preguntarnos si lo estamos haciendo bien. —Todos los de la mesa la escuchan tan quietos que no parece sino que están clavados a las banquetas. La cena del viejo está en ese puchero que Isidora medio tapa con su cuerpo, y el puchero hierve y humea y está claro que ya no hace falta calentarlo más, y me pregunto por qué no le saca de una vez al viejo su cena. Pero, sigue hablando, sin que su espalda se mueva—: Nuestro mensaje es mucho mejor que nosotros. Nuestros esfuerzos, nuestras lágrimas, nuestras palabras no están a la altura del mensaje que predicamos. Ello explica que, a veces, alguien se acerque a nosotros sin entender lo que hemos dicho, sólo presintiendo que es la gran medicina que remediará su triste situación, lo que ha esperado desde aquel día en que el mundo le enseñó que unos hombres explotan a otros. Recordad que no es la primera vez que alguien se nos acerca sin saber qué estamos ofreciendo. Tú mismo, José… ¿lo has olvidado? —Ni siquiera para nombrarle se ha vuelto Isidora—. Nunca se me olvidarán tus primeras palabras, tu saludo: «En el almacén de la mina me venden tocino agusanado. Quiero unirme a otros para protestar todos juntos por el tocino agusanado». Me fui a la mina y hablé en los barracones y convencí a muchos para presentar un escrito de protesta. Hoy, tres meses después, se sigue vendiendo tocino agusanado, pero tú te quedaste con nosotros, José. Leíste hojas, panfletos y algún libro, y en tu pecho entró nuestra fe.
—¡Nada de eso va con el imbécil! —dice Marcelo—. ¡Preguntadle qué quiere y no os sabrá responder ni una palabra!
Isidora se vuelve como un látigo. Por fin, sí, puedo verle otra vez la cara.
—¡Es lo que estoy tratando de explicaros! —dice—. ¡Que predicamos con torpeza nuestro mensaje, que, en el caso de nuestro nuevo amigo, sólo hemos llamado a su instinto! ¿Cómo nos va a explicar lo que ni él mismo entiende todavía? Escuchadme, por favor, compañeros: es como si, ¡Dios mío!, nuestro mensaje fuera una pobre música que sonara entre nubes y no pudiera fácilmente pasar de un alma a otra…
Marcelo se agarra la cabezota con las dos manos y parece un desesperado, pero cuando aparta las manos y veo su cara, está sonriendo.
—¿Por qué vuelves a esas malditas palabras de «Dios» y «alma»? ¡Nuestro socialismo no las necesita! —dice.
—Pues a mí me gustan —dice José—. No creo en Dios ni en el alma, pero se las he oído a Isidora y he entendido mejor lo que decía.
—¡Ah, los arraigados estilos de la burguesía! —dice el hombre de la maleta—. ¿Cómo desprendernos de tanta telaraña aparentemente imprescindible? ¿Disponemos de los recambios precisos? ¿Con qué sustituir los sonidos «alma» y «espíritu», tan profundamente humanos, a pesar de todo? ¿Y el doliente «¡Dios mío!», usado hasta por los ateos? ¿Habremos de decir «¡Marx mío!»? Los pioneros del nuevo orden tenemos la palabra.
Marcelo me lanza una mirada de fiera. Dice:
—La cosa es mucho más sencilla que ese discurso de maestrillo de nuestro presidente. ¡Sólo queremos palabras directas y acción directa, no se os olvide! ¿Quién os ha robado la seguridad? ¿A qué viene tanta vacilación de intelectuales para explicar lo inexplicable? ¡Te lo pregunto a ti, Isidora! ¿Es que os habéis dejado confundir por el maldito imbécil? Mi propuesta es que se le rechace. ¡Que se largue pronto! ¡Una patada en el culo y fuera con él! —Se levanta y viene hacia mí con el puño en alto—. ¡Maldito seas, ni siquiera te interesa lo que estoy diciendo contra ti! ¡Por una vez, deja de mirar a Isidora y escúchanos!
Se levanta el hombre de la maleta, el otro hombre y José, y le sujetan, como antes. El grupo ha quedado a un solo paso de mí. El viejo se rasca la cabeza y dice:
—Bueno, bueno, salta a la vista que Dios no está con vosotros. ¡Dios es amor y vuestro mensaje es violencia! Arrepentíos…
El hombre de la maleta dice a Marcelo:
—Si pretendes asustar a Roque para que se marche, lo estás haciendo muy bien. Aunque creo que has chocado con un aldeano de los duros.
Le sueltan y Marcelo se sienta. Sólo oigo el ruido de las banquetas cuando los demás se sientan también, porque mis ojos están con Isidora: con un cazo pasa comida del puchero a un plato, y coge en sus manos el plato humeante y viene hasta la mesa y lo deja ante su padre, y el viejo coge la cuchara y empieza a comer con ruido aquellas patatas con bacalao.
Luego Isidora se seca las manos con un trapo y se sienta entre José y el otro hombre. Yo no la dejo de mirar, pero no sé cómo se las arregla para que sus ojos nunca se encuentren con los míos.
—Pido que el primer asunto a tratar sea echar al imbécil —dice Marcelo.
—Dos cosas, hijo —dice el hombre de la maleta—: Primera, no llames imbécil al visitante. Segunda, ¿quién mejor que él para sacarnos de dudas? Que el propio Roque confiese las razones que le han traído a nosotros.
Todos me miran. Ellos están sentados y yo de pie. El único que no me mira es el viejo, que sólo come.
—¿Qué nos dices, Roque? —dice el hombre de la maleta.
Por fin, he encontrado los ojos de Isidora.
—Quiero estar aquí —digo.
—Bueno, eso salta a la vista —dice el hombre de la maleta—. Pero ¿por qué?
Ahora, tampoco Isidora aparta sus ojos de los míos.
—Quiero estar aquí —digo.
—A estos vascos no hay quien les saque las palabras —dice el hombre de la maleta.
—Sabe muy bien por qué quiere quedarse, pero no se atreve a decirlo —dice Marcelo.
—Votación —dice el hombre de la maleta—. Que levanten la mano quienes acepten a Roque Altube en nuestra agrupación.
Isidora levanta la mano. Veo sus dedos blancos en lo alto, un poco temblorosos. Estoy seguro de que sabe por qué quiero estar entre su gente, como lo sabe Marcelo. Marcelo es el único que no levanta la mano. José duda, pero al fin la levanta. Creo leer en los ojos de Isidora por qué quiero estar aquí. Y ha levantado su mano.
—Bienvenido a la familia, hijo —dice el hombre de la maleta. Se levanta y va hacia su maleta, que está en el suelo, en un rincón. La abre, busca dentro, coge unos papeles y algún libro y vuelve—. Toma, regalo de la agrupación socialista de La Arboleda… ¿Te acuerdas de este retrato? Carlos Marx es el filósofo alemán que, hace cuarenta años, escribió una Biblia, no precisamente la cristiana. Aquí está: el Manifiesto Comunista. Como ves, un simple librillo, pero que hace temblar a todos los ricos del mundo. Cógelo, es tuyo.
Lo cojo. Es un libro tan pequeño que cabe en una mano. Y el hombre de la maleta me da también el retrato de ese Carlos, y otro libro, mayor.
—Es El Capital —dice—, escrito también por Marx. Edición abreviada, para tu tranquilidad y la de otros muchos. La vendemos a 2,50 pesetas, pero la agrupación te la regala. El original es un librote tan enorme y difícil, que no parece sino que Marx, al proponer el comunismo, colocaba al mismo tiempo obstáculos en el camino. Pocos revolucionarios habrán leído o leerán El Capital. La revolución se hará, ¡ja, ja!, a pesar de este mamotreto.
Cojo el segundo libro, pero estoy mirando a Isidora.
—Ahora ya puedes sentarte entre nosotros —dice el hombre de la maleta.
La única banqueta libre es la que está junto al viejo y frente a Isidora. Me siento.
—Debes conocer nuestros nombres —dice el hombre de la maleta—. Urbano e Isidora, su hija. Los jóvenes son Marcelo y José. Facundo es nuestro tesorero. Ya te dije mi nombre: Eduardo… Nuestro nuevo amigo se llama Roque…
—Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo —digo.
—Bien, bien, no te enfades —dice Eduardo—. Facundo ha preparado un informe.
—¿Otro? —dice Marcelo—. ¡Una vagoneta acaba de aplastar a un compañero y nosotros sentados escuchando un informe! ¡Cómo se ríen de nosotros los patronos!
Eduardo me coge de la mano el libro pequeño y lo levanta.
—¡Para hacer la revolución importan más las ideas escritas que la violencia! —dice—. ¿Ves este libro? Pequeño, ¿no? ¡Pues está cambiando e] mundo! ¡Media docena de hojas de papel impreso! ¿Por qué no les preguntas a los patronos si les hace reír?
Isidora se frota los dedos de una mano contra los de la otra. Voy conociendo cosas de ella: lo hace siempre que está nerviosa.
—¡Hemos perdido a uno de los nuestros y hay que preparar alguna respuesta! —dice Marcelo—. ¡Olvidémonos del maldito informe!
Eduardo hace una seña a Facundo para que empiece. Marcelo se levanta. Isidora también se levanta y va hacia él. Le coge de la manga de la blusa.
—Nunca te habías puesto así —le dice—. ¿Qué te pasa? ¿Te ha ofendido alguno de nosotros? Seamos todos uno. Nuestra fuerza está en la fe que nos une. Me moriría si, en vez de crecer, nuestro grupo disminuyera.
Es imposible no hacer lo que ella pide. Sus ojos son negros y brillan con la fuerza de un sol. A Marcelo no le queda sino golpear la mesa con una mano y sentarse. Quiero para mí esos ojos negros de Isidora.
—Adelante, secretario, adelante —dice Marcelo—. Si te gusta hablar, pues habla. Ahora entiendo por qué te va tan bien con la quincalla que carga tu mula… ¡Para vendérsela a las mujeres no tienes más que darle a la lengua! Adelante, véndenos ese informe…
Facundo se pone unas gafas, coge unos papeles y empieza a leer. Isidora se ha sentado y se encoge, supongo que para escuchar mejor. Sólo mira a la mesa, de modo que yo puedo mirar a placer su cara.
Bueno, y por fin Facundo deja de leer. No sé lo que ha dicho, no sé cuánto tiempo ha pasado. Dejo de mirar la cara de Isidora y miro a la gente de la mesa, y veo a José dormido con la cara apoyada en sus brazos cruzados sobre la mesa. Sé que Facundo ha dejado de leer cuando Isidora levanta los ojos, y pienso: «Ahora me mirará. No tiene más remedio que mirarme, porque estoy frente a ella». Pero, no. Se levantan sus ojos, sus párpados, y ni aun así mis ojos tropiezan con los suyos, que se escabullen.
Oigo ronquidos a mi izquierda: Urbano duerme con la barbilla hundida en el pecho. Marcelo sacude la cabeza de José para despertarle.
—¡Cojonudo! —dice Marcelo—. Me has convencido, quincallero: véndeme tela para hacer almohadas para todos.
—Ha sido un buen informe —dice Eduardo—. Y no deja fuera ninguna de las quejas que circulan por las minas.
—Que opine José —dice Marcelo, riendo.
José se frota los ojos. Dice:
—Llevo días metiendo «tarea» y después jornada.
—¡La nuestra es la revolución de los dormidos y los informes hacen de canciones de cuna! —dice Marcelo.
—Estamos en sesión. El que quiera intervenir que levante la mano —dice Eduardo. Marcelo levanta la mano.
—Te recuerdo que tus enemigos no están en esta mesa —le dice Isidora. Las palabras han salido de sus labios casi con suavidad, pero suenan como un látigo, como cuando la madre dice en la cocina de Altubena algo que deja callada a toda la familia.
—Para escuchar lo que tengo que decir no se necesitan almohadas —dice Marcelo. Pero ha dejado de reír. Su cara vuelve a ser dura. Me mira y yo le miro, mis ojos le lanzan: «¿Qué pasa?»—. Esto es lo que digo: fuera las «tareas», fuera la jornada de más de diez horas, fuera barracones y cantinas, fuera el pago mensual y las «contraseñas de latón»… Éste es mi informe. No ha dormido a nadie. Corto y claro como una maldición contra los patronos.
—El partido socialista está para algo más que para exigir mejoras inmediatas en el trabajo, en la vivienda, en la vida —dice Eduardo—. Está, también, para dar sentido a todo ello, para decirle al obrero: «Si recibes un trato de esclavo no es por simple mala suerte, sino por pertenecer a la clase de los de abajo». Hay que hablarle, pues, de las clases sociales, del enfrentamiento histórico entre ellas… —Se vuelve a Facundo—. Ha sido un informe muy rico, compañero. En nombre de todos nosotros, gracias por el esfuerzo.
—Soy un despreciable teórico —dice Facundo—. A veces pienso que no soy más que eso.
Un momento antes de que hable sé que Isidora va a hablar: sus labios se separan, respira hondo, aparecen en su frente esas tres arrugas de su genio.
—Tanto tú como Eduardo sois mensajeros de la buena nueva. ¿No es a vosotros a quienes debo agradecer las palabras que me abrieron los ojos? ¿Teórico, dices? ¿Quién se mueve más que tú, Facundo? Siempre de aquí para allá, con tu mula, tus telas y quincallería para las mujeres, adornando tus artículos con un chorro de palabras, chistes, historias…
—Mentiras, todo mentiras —dice Facundo.
—¿Acaso es mentira el mensaje socialista con que me vendiste aquella cinta azul para mi pelo? —dice Isidora—. Fue a la puerta de esta casa: llegaste cansado, cubierto del polvo de los caminos, y te sentaste sobre una piedra y me pediste agua. Te la saqué y bebiste, y te pregunté si llevabas cintas para el pelo, y luego te negaste a cobrarme la que más me gustaba, una azul. Y entonces me llamó mi padre desde dentro y tú pudiste verle a través de la puerta abierta y me preguntaste de qué vivíamos, y hablamos, y de pronto te pusiste muy serio y quisiste saber si me gustaría ayudar a mi padre y ayudarme a mí misma. «Ya lo hago», te contesté. «Coso para fuera». Tú me dijiste: «Salta a la vista que eres una buena hija, pero yo no te hablo de un esfuerzo en solitario sino de una suma de esfuerzos. Vivís rodeados de gentes tan pobres como vosotros. ¿Te imaginas lo que ocurriría si todos los que trabajáis os pusierais de acuerdo para no ir a trabajar mientras los patronos no os dejaran de tratar como a ganado?». Y yo protesté: «¡No se cobrarían jornales y todo el mundo se moriría de hambre!». Y tú te levantaste de la piedra y levantaste los dos brazos al cielo y gritaste: «¡Pero pararían minas y fábricas y los patronos dejarían de obtener beneficios, y, como vosotros, también perderían, y perderían mucho más que vosotros, pues es mucho más lo que ganan! Y no sólo eso…». Entonces descubrí que no parecías el mismo hombre que me pidió el vaso de agua. Repetiste: «Y no sólo eso…», y tus ojos brillaban como las estrellas en la noche, ya no parecían los de un agotado vendedor ambulante. «Recobraríais vuestra dignidad», dijiste. «Por un breve tiempo, volveríais a sentiros orgullosos de vosotros mismos…, ¡dignos y libres!». Aquella noche y las siguientes casi no dormí, sintiendo que algo nuevo acababa de nacer dentro de mí. Esperé con impaciencia tu nueva visita de quincallero, esta vez no para comprarte nada, sino para descubrir cómo era por dentro la fe que hacía que tus ojos fueran como estrellas… ¿Y te acusas de simple teórico, cuando no cesas de viajar dispersando la semilla de la esperanza?
—¡Ah, si todas las tierras sembradas fueran como tú, Isidora! —dice Facundo.
Nunca había oído que una mujer y la tierra fueran lo mismo. Hasta hoy, sólo Altubena había sido mi tierra. Pero ahora quiero que Isidora sea también mi tierra. ¿Por qué, de pronto, ella ha clavado sus ojos en mí? Un calor de fuego quema mi cara. No sé cómo, pero ha pasado a ella mi pensamiento de que su cuerpo es como una tierra de labranza.
—Pasaré tu informe a Perezagua —dice Eduardo a Facundo—. A los de Bilbao les gustará saber que los de La Arboleda trabajamos bien.
—Y no te olvides de hablarle del nuevo afiliado, el que esperábamos para empezar la revolución —dice Marcelo.
—Si quieres acción —dice Isidora—, propongo ir mañana a los barracones a hacer una colecta para la mujer y los niños del pobre Fulgencio Ferreiro.
—Ya la estarán haciendo sus compañeros —dice Marcelo.
—Nosotros no nos limitaremos a recoger dinero, sino que… —dice Isidora.
—¡Sí, una colecta con informe! —dice Marcelo.
—¿Por qué aguantáis a un animal como él? —dice José. José es pálido y de mirada triste—. Su cabeza suele estar humillada, como la de los bueyes. Me entran ganas de decirle: «¡Eup!». A Marcelo no le ha importado que le llame «animal». Creo que los dos son como hermanos.
—Hasta para convocar una huelga hay que mover a la gente con razones que no son otra cosa que un informe —dice Isidora.
—¡Huelga! ¡Pensé que ya jamás os volvería a oír esta palabra! —dice Marcelo—. ¿Os asusta? ¡Huelga! ¡Suena a música! ¡Huelga, huelga! ¡Fulgencio Ferreiro ha de ser vengado con una huelga!
Urbano abre a medias los ojos y mueve la cabeza. Le han despertado los gritos de Marcelo.
—¿Qué pasa? —dice.
—Ahora le llevo a la cama, padre —dice Isidora.
—No quisiera que estas paredes volvieran a escuchar la palabra huelga —dice Urbano—. He sacado mineral durante cuarenta años, y aún seguiría, de no haber ocurrido… ¿Qué me vais a enseñar vosotros a mí de las minas? Llegué joven a esta tierra, me casé y tuve hijos. Dios quiso llevarse a ella y a mis dos chicos. Me quedó Isidora. ¡Sólo la fe en Dios me ha ayudado a soportarlo todo! Nunca me quejé, nunca protesté. ¡La vida con Dios está llena de compensaciones! No hemos venido a este mundo a gozar sino a ganarnos el cielo. ¡La huelga es una rebelión contra Dios! Aquí, a esta misma casa, venían otros a convencerme. «¡No, no!», les decía. «Recordad las palabras: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente". Estamos en las minas por la voluntad de Dios, no debéis olvidarlo nunca». Así les respondía yo cuando me hablaban de huelga sentados donde ahora estáis vosotros. Siempre la perdían. Sólo un puñado de descreídos se dejaba engañar por los tres o cuatro locos que les arrastraban a la huelga para conseguir aumento de jornal o menos horas de trabajo. ¡Siempre la perdían!, después de sufrir hambre ellos y sus familias durante días y días. ¡Siempre perdían la huelga! Y luego, el rastro que dejaba de odio, violencia y represión, incluso de muertes nunca aclaradas. ¡No debemos ir contra la voluntad de Dios! No, no quiero que en esta casa se vuelva a hablar de huelga.
Marcelo abre la boca, pero, antes de que diga la primera palabra, tropieza con la mirada de Isidora.
—Es la hora de ir a la cama, padre —dice Isidora.
Y se levanta y se pone detrás de la silla de ruedas. Parece que no podrá moverla, pero sí puede.
—Quedaos con Dios —dice Urbano. Las ruedas de madera maciza de su silla traquetean contra las anchas tablas del suelo. Al llegar a la puerta de su cuarto hace una seña con la mano a Isidora para que se pare. Se vuelve a medias a nosotros—. Soy viejo, pero no tonto, todavía —dice—. Sé muy bien que calláis, no porque me deis la razón, sino porque estáis pensando: «¡El pobre viejo, dejémosle con su chochez!». Pero yo os digo que los locos sois vosotros. ¡Nadie puede cambiar las minas! Es dura la vida en ellas, la gente sufre y muere, y quizá sea el lugar de la tierra donde los hombres sean menos hermanos entre sí… ¡Pero yo las conozco desde hace cuarenta años y no han cambiado, nadie, ninguna huelga las ha hecho cambiar! Vosotros sois los pobres locos que seguís en ellas sin la fe en Dios que me sostuvo a mí. El Señor os recogerá al final del camino por haber sufrido por Él en este infierno. Rezaré por vosotros para que no intentéis cambiar la voluntad de Dios. —Me mira—. Recuerda nuestra cita de mañana, Roque. Si puedes venir antes de las doce…
Me levanto para decirle que sí con la cabeza. Isidora empuja la silla y se meten en el cuarto. Isidora es más fuerte de lo que parece: ahora estoy seguro de que su cuerpo podría con los trabajos de Altubena. Mientras hablaba el padre, me he fijado bien en el cuerpo de la hija. Sus hombros no son tan delgados como creí. Me suele decir la madre que a ver con qué chica me caso, que no quiere que yo le lleve a una de esas que parecen señoritingas de capital. Cuando yo vaya a Altubena con Isidora y le diga a la madre: «Ama, voy a casarme con Isidora», la madre no le preguntará lo que le preguntó Andrumea, la de los Jauri, a la novia de su hijo Onsalu: «¿Ya levantas un saco de una arroba?». Y si se lo pregunta y luego Isidora le dice que no puede levantar un saco de una arroba, yo me casaría con Isidora. La madre tenía que haberle visto empujar la silla de ruedas. Pero Isidora no podrá llevar mañana esa silla por el barro de los caminos hasta la iglesia. Es pecado pensar en el cuerpo de las chicas, pero yo estoy pensando en el cuerpo de Isidora: ¿será tan pálido y delgado como dice su carita, o tan redondo como sus hombros?
—Tiene razón Urbano —dice Facundo—: De las pocas huelgas que ha habido no se ganó ninguna.
—¿Puede llamarse huelga a un par de docenas de mineros poniendo cara de malos? —dice Marcelo—. ¡La huelga en que yo pienso haría temblar a los patronos!
Sin Isidora la casa no es la misma. Sólo miro la puerta que se abrirá para que yo pueda verla de nuevo.
—¿Con qué fórmula mágica sacarías adelante esa gran huelga? —dice Eduardo—. La única fórmula mágica es la que nos falta: organización. Nunca se hará nada sin unos trabajadores organizados. En toda la zona minera el comité socialista de Bilbao no ha podido fundar, hasta hoy, más que dos agrupaciones: la de Ortuella y esta de La Arboleda. La gente tiene miedo de enfrentarse a los patronos y de perder su puesto de trabajo. Diariamente llegan a esta tierra hambrientos de fuera atraídos por los que a ellos les parecen elevados jornales. Los patronos son hábiles en manipular la gran demanda de trabajo, extendiendo el terror al despido. Los dueños de las minas son los mismos políticos monárquicos que controlan la política local y nombran alcaldes a los capataces y contratistas mineros a su servicio. ¿Qué puede hacer el pobre trabajador ante un enemigo tan bien organizado?
—Lo que hace es huir de nosotros cuando nos acercamos —dice Facundo.
Ahí está Isidora. Me mira: es lo primero que hace al abrir la puerta. Daría mi brazo derecho por que en la casa sólo estuviéramos ella y yo.
—Nos huyen porque les dan miedo nuestras palabras —dice Isidora, y así se enteran los otros de que ha vuelto—. Aunque saben que les estamos invitando a participar en una lucha justa, una lucha que los humildes tienen pendiente desde hace demasiado tiempo, no quieren que sus capataces les incluyan en sus listas negras, como ya han hecho con Marcelo.
—Sí, pero es igual, porque no pueden conmigo —dice Marcelo, moviendo su corpachón de un lado a otro, presumiendo como un pavo—. El capataz de la Orconera le dice al capataz de la Parcocha: «Cuidado con contratar a Marcelo Ruiz, que lo tengo en mi lista negra por alborotador». «Ah, bien, bien», dice el capataz de la Parcocha, «ahora mismo le pongo en mi lista negra». Y el capataz de la Parcocha le dice al capataz de la Precavida: «Ojo con Marcelo Ruiz, que está en la lista negra de la Orconera y en la mía de la Parcocha». «Y ahora ya está en la de la Precavida», dice el capataz de la Precavida, apuntando mi nombre y buscando en el monte próximo al capataz de la Carmen… Pero cuando el capataz de la Parcocha, el de la Precavida, el de la Carmen y los de todas las minas se ponen a buscarme, cada uno por su lado y en secreto, y finalmente se enteran de que estoy contratado por el capataz de la Orconera, van donde éste y le gritan: «¿Por qué tienes en tu nómina a ese peligroso socialista de Marcelo Ruiz, si está en tu propia lista negra?». Y el capataz de la Orconera les dice: «Porque es el mejor barrenero y le contraté antes de que vosotros le contratarais». No pueden conmigo…, ¡soy el mejor barrenero de la cuenca! No importa que los capataces me oigan lo que canto al tiempo que manejo la barra: un golpe… «¡ocho horas de trabajo!»…, otro golpe… «¡ocho de descanso!»…, otro golpe… «¡ocho de educación!». —Marcelo mueve los brazos como si moviera una barrena—. ¡Trunk, trunk, trunk! «¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!». Me miran, me oyen y se dan la vuelta. A lo más, ordenan a los mineros próximos que se alejen para que no oigan mi canto de rebeldía… ¡Trunk, trunk, trunk! «¡Ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de educación!». ¡Trunk, trunk, trunk!… Sin informes, ¡y todos los mineros me entienden! ¡Así se va hacia la gran huelga!
Marcelo me mira como diciéndome: «¿Qué te parece, imbécil?». Y yo le miro, pensando: «Estás loco, todos estáis locos». Pienso que Isidora está tan loca como ellos, y cualquier día me la llevo a Getxo, a vivir juntos en mis bosques, en mis campos y en mis playas solitarias, y así olvidará esta guerra que se trae esta gente loca de las minas, y conocerá la paz y la soledad junto a mí en Altubena y dejará de estar loca.
Isidora se sienta en la banqueta y la vuelvo a tener frente a mí. Sí, es lo más bonito que he visto en mi vida. Su sitio no es aquí. ¿Por qué su padre la puso a vivir en estos montes sucios de mineral, entre esta gente con tanto odio dentro, siempre entre gente, a todas horas, grupos de gente malhumorada dentro y fuera de las casas, gente, gente…?
—¿Dónde está nuestro fallo? —dice Isidora otra vez, ahora con lágrimas en sus ojos—. ¿Está en nuestras miradas y en nuestras palabras, a las que no sabemos cargar de la fe que llevamos dentro? Ellos nos ven y nos escuchan, pero no nos creen, no creen del todo en nuestra verdad, porque nuestros ojos y nuestras palabras no emocionan a nadie…
—Tú sí que me emocionas, Isidora —dice Facundo—. En el fondo de tus ojos y de tus palabras estoy viendo a tu padre, sin piernas y en su silla, estoy viendo el dolor del pueblo. ¿No lo ven los demás? ¡Sí, lo ven, pero quizá aún no es la hora de que la legión de esclavos se ponga en marcha! Nos parecemos a esas hormigas que, de pronto, echan a andar como un mar inmenso y nada puede oponerse a su paso. No se sabe de dónde reciben la orden, en qué profundidades de su instinto se produce la unanimidad, cómo resuelven el que esta unanimidad estalle en un mismo momento… Dicen: ¡ahora!, y medio mundo se llena de ellas… Algún día, con los trabajadores ocurrirá lo mismo. No, Isidora: los que ya hablamos de revolución no somos culpables de que ese mar de esclavos no nos oiga. Es que no es la hora.
—¡Palabras, palabras! ¡Informes, informes! —dice Marcelo. Mueve los brazos como si se le fueran a salir—. ¡Trunk, trunk, trunk! ¡Esto es lo que vale! ¡Trunk, trunk, trunk!
—Pues a mí me gustan las palabras de Facundo —dice José—. Son como una de esas músicas que ponen un nudo en la garganta… ¡Los obreros de todos los países poniéndose en marcha hacia un mundo de hermanos! ¿No es éste nuestro sueño? ¡Arranquemos la maldad de la tierra y así vendrá el nuevo hombre!
—Dejemos las blandenguerías para los curas, sobran en nuestra revolución —dice Marcelo—. ¡El nuevo hombre es el que haga con más mala sangre la mejor huelga!
—Nada noble construiremos sin amor —dice Facundo—. El hombre siempre ha querido amar y alguien no le ha dejado.
—¡Las huelgas no se hacen con amor sino con odio! —dice Marcelo—. ¡Llevemos a los diez mil mineros a la gran huelga de los diez mil odios!
—Las huelgas se hacen «contra» alguien, pero también «por» alguien —dice Isidora. ¡Dios mío, jamás he visto un brillo igual en otros ojos!—. Hay odio y hay amor. Nadie odia más que yo a quienes nos explotan, pero tampoco nadie ama más que yo a los explotados.
—En los barracones los mineros se quitan el pan de la boca para dárselo a sus compañeros con más hambre… ¡Ya existe el nuevo hombre! —dice José.
Eduardo se pasa la mano por la boca y luego tose. Hace bailar el lapicero entre sus dedos. Su carota con manchones rojos se mueve a un lado y a otro, como la de un buey. Tose más y todos le miran.
—Cuidado con caer en misticismos —dice—. El bruto de Marcelo, a veces, tiene razón… a medias…, lo mismo que Isidora. No se trata únicamente de pedir a los hombres que se comporten entre sí como hermanos: esto lo lleva pidiendo la religión desde hace muchos siglos, sin ningún resultado. Nosotros nos dirigimos a los débiles, no a los poderosos, y no para pedirles paciencia y resignación, sino para que se rebelen hablándoles de sus derechos. El cielo que nosotros prometemos está aquí abajo, y los débiles no lo alcanzaremos esperando con resignación la limosna de los fuertes, sino organizándonos como clase y tomando el timón de la Historia. ¿Lo oís bien? ¡Tomando el timón de la Historia, haciendo que los pobres seamos, por primera vez, los protagonistas de la Historia! Los socialistas proclamamos la verdad científica de la lucha de clases. Hasta que nosotros no lo revelamos, nadie sabía que componíamos una clase, nadie había dicho que en el mundo vivían dos clases enfrentadas, la de los de arriba contra la de los de abajo. Nadie había dicho que un minero de La Arboleda está más cerca de un minero alemán que de un patrono de La Arboleda, aunque sea su hermano de raza. ¡Los socialistas proclamamos la solidaridad de clase por encima de las demás solidaridades! ¿El nuevo hombre? Sí, habrá un nuevo hombre, pero no antes de la revolución, sino después. No será el nuevo hombre el que haga la revolución, sino que la haremos nosotros, los hombres viejos, cargados de amores y de odios. Así, pues, la revolución no la hará ni el amor ni el odio, sino el descubrimiento de que el trabajador salvará su dignidad de hombre rompiendo las cadenas que han oprimido secularmente a su clase. Y esta verdad histórica ha sido descubierta por Marx y convertida por él en ciencia.
—¿Ciencia? ¿Se puede hacer un nuevo hombre sin amor? —dice José.
—¿Se puede hacer una gran huelga sin odio? —dice Marcelo.
—¿Por qué nosotros no podemos decir también que el mundo será de los justos? —dice José.
—¡Claro que el mundo será de los justos! —dice Eduardo—, pero ¿cómo?, ¿qué han de hacer los justos para poseer el mundo?: ¿no pecar?, ¿ser simplemente buenos? ¡No, no, eso ya se ha acabado! Pero el mundo será de los justos, no lo dudes, hijo…
—Me gusta oír que los trabajadores somos los justos —dice José—. Es como si nosotros fuéramos ya el hombre nuevo. ¡Digamos ya en nuestros mítines que los justos haremos la revolución! ¡Es, por fin, la música para que nos entiendan!
—Te construiré un pulpito —dice Marcelo.
Va a hablar Isidora. Sus ojos, sus ojos, sus ojos… ¡Oh, Dios!, ¡oh, Dios, Isidora!, ¡huye conmigo de esta casa llena de gente a mi playa solitaria donde entre tus ojos y yo no haya nada ni nadie!
—Lo haremos. No sé cómo, pero lo haremos —dice Isidora.
Sigue hablando, pero ocurre que yo no la oigo. Sus labios se mueven, su cara tiembla, y sus manos y sus hombros no están quietos, pero son sus ojos los que me agarran. Habla Isidora y hablan los demás, pero yo no oigo ni siquiera a Isidora. Hasta que me tocan el hombro y alguien dice: «¿Duermes con los ojos abiertos, Roque?», y es que se han levantado y parece que ya se marchan. Isidora también se levanta y, ahora sí, la oigo decir: «Entonces, mañana», y yo no sé lo que van a hacer mañana, y de pronto estoy en la puerta de la casa, en medio de todos los que se marchan, y Eduardo me dice: «Eh, que te dejas olvidados los textos que te di», y él mismo va a cogerlos de la mesa y de paso coge también mi cestillo de comida, y vuelve con todo y me lo da, y ahora dice Marcelo: «¡Qué desperdicio de papel! ¡Lo picará para pienso de sus vacas!», y salgo con todos y de pronto siento que Isidora está a mi espalda y me vuelvo y me está mirando. El color de las noches de La Arboleda es más triste que el de las de Getxo.
—Vendré. Mañana —le digo.
—Es domingo, es fiesta, y no tendrías que salir de… —dice ella, pero le corto:
—Los domingos hay que ir a misa y yo llevaré a tu padre —digo—. Él me espera.
Nos miramos. Sus labios hacen una sonrisa que casi no se nota. Y es con su mirada y con su sonrisa con las que me gustaría hablar, y no con esas palabras que hablan de una cosa distinta de lo que dicen nuestras miradas y su sonrisa. Estoy seguro de que Isidora me está diciendo que ya sabe que es sólo por ella por quien volveré mañana.
—Adiós —oigo decir a Facundo a mi espalda, y oigo sus pasos y los de su mula, alejándose.
—Salud —oigo decir a Eduardo, y también se va.
Espero a oír las despedidas y los pasos de Marcelo y de José. Me vuelvo a medias: ahí están, quietos, mirándonos, y la cara de Marcelo se está poniendo roja de rabia. Miro a Isidora. Si no fuera por Marcelo y por José, ella y yo estaríamos solos por primera vez desde que la conozco. La verdad es que Isidora y yo nunca hemos estado tan lejos de alguien. Podría decirle cosas sin que ellos se enteraran. Quiero decirle que voy a casarme con ella y que me la llevaré a Altubena para vivir allí los dos. Necesito que lo sepa y ver que su sonrisa sigue en sus labios cuando se lo diga. Me gustaría gritar todo esto al mundo y a Isidora, y al menos saber que ella está recogiendo con su mirada lo que yo le estoy diciendo con la mía. No puedo marcharme sin decírselo de palabra…
—Vendré. Mañana —le digo.
Marcelo no se mueve hasta que no me ve tomar el camino de la ría.
Hay luz en la ventana de la cocina. Entro. La madre se levanta de su banqueta y me mira. Pero hay algo más en sus ojos. En la cocina está el padre, en un rincón, de espaldas, picando remolacha para el cerdo. Los cachos de remolacha que salen de su cuchillo acaban en un cesto que hay entre sus piernas abiertas. Sabe que ya he vuelto, pero su espalda no se mueve. Hace horas que tenía que estar acostado.
—¿Hasta cuándo va a durar esto? —dice la madre, tan bajo como si el padre pudiera no enterarse de lo que pasa en la cocina—. ¿Por dónde andas, si se puede saber?
—Por ahí —digo.
—Cualquiera que te vea llegar a estas horas… Nunca nos habías hecho nada parecido. Cuando se entere tu padre… —dice la madre.
Sus ojos van de la espalda del padre a mí. Espera. El padre pica remolacha como si estuviera solo en la cocina. Pero lo que me llega de su espalda me deja frío.
—No os preocupéis del trabajo atrasado: yo lo haré todo, nadie tendrá que hacerlo por mí —digo.
—Como no te partas en tres —dice la madre—. Menos mal que mañana es domingo.
Ha hablado para el padre, como diciéndole: «Ya está todo arreglado, Zenón. Mañana el chico pondrá al día los trabajos».
—El domingo no oiré misa en Getxo, me voy a otro sitio —digo.
—Jesús —dice la madre.
El padre no ha parado su pica de remolachas.
—Siéntate a cenar, que ya es hora —dice la madre. Coge un plato y el cazo y levanta la tapa del puchero humeante—. Mañana es pecado trabajar, pero si te arrimas a las higueras los vecinos no te verán cortar la hierba del prado. Siéntate.
No puedo sentarme con esa espalda del padre vigilando mis palabras y mis movimientos.
—Trabajaré esta noche —digo.
—Sí, con velas, y todos creerán que andan fantasmas en Altubena —dice la madre.
—Trabajaré esta noche —digo.
—Come —dice la madre—. Cuando se hacen locuras hay que comer más.
No puedo sentarme a la mesa teniendo ahí la espalda del padre.
—¿Adónde vas sin cenar? —oigo a la madre.
Creo que Urbano me habla, pero es que ya la tengo a ella delante.
—Hola —me dice Isidora.
Creo que Urbano me sigue hablando, pero Isidora aún parece tener en su cara el rojo calor de la cama. No sé cómo he podido estar tantas horas sin verla. Sus labios se mueven para decirme:
—Mi padre te está hablando.
Sí, Urbano me está hablando.
—Puntualmente, como las buenas personas.
Está en su silla de ruedas, con una boca de fiesta abierta de lado a lado, con chaqueta y pantalón limpios de domingo, y la boina metida hasta casi las orejas, como la llevan ellos.
—Nunca te lo agradeceré bastante —dice Urbano.
Los ojos de Isidora me están contando que ya sabe que si estoy aquí es sólo por ella. El rojo de sus mejillas se hace un poco más rojo y ahora sé que no lo traía de la cama. Su nombre anda por dentro de mi cuerpo: «Isidora, Isidora, Isidora…». Con su mano derecha se toca el hombro de su vestido y yo la miro de arriba abajo por primera vez hoy. Está guapa, guapa, con un vestido floreado.
—Se ha pasado la noche en vela para coser su trapo —dice Urbano.
—Lo empecé días antes —dice Isidora— y lo elegí de flores porque aún no había muerto Fulgencio Ferreiro. Facundo me vendió muy barata la tela. Pero vamos a los funerales de un minero y me lo tendré que quitar.
—Ese pobre hombre no era pariente nuestro —dice Urbano—. No tienes por qué ir de luto.
—Me lo tendré que quitar: Fulgencio Ferreiro era mi hermano —dice Isidora.
—Sí, sí, claro —dice Urbano—. ¡Pero hoy es un gran día para mí y quiero que mi hija me acompañe a misa con un vestido bonito! ¿Qué piensas tú, Roque?
—He cortado yerba toda la noche para poder venir hoy —digo.
—¿Ya le oyes al muchacho, hija? —dice Urbano—. ¡Para cumplir con la palabra dada a un pobre viejo anoche no durmió!
Pero los ojos de Isidora me cuentan que ya sabe por qué me pasé toda la noche cortando hierba. Ella también se ha pasado toda la noche cosiendo su vestido de flores.
—A nadie le parecerá mal que vayas a misa con ese vestido —digo.
—Roque tiene razón —dice Urbano.
—Sería como faltarle al respeto al muerto —dice Isidora. Se mete en su cuarto y cierra la puerta. Urbano mueve la cabeza. Dice:
—Me pregunto para qué sudó mi pequeña la noche entera sobre su vestido si no se lo iba a poner.
—¿Pensó usted alguna vez en llevársela a vivir al otro lado de la ría, a Getxo o así? —digo.
—No, nunca —dice Urbano—. El Señor nos puso en las minas y éste es nuestro sitio.
—En Getxo las mujeres no llevan luto por todos los muertos del pueblo —digo.
—No sé qué locura le han metido a mi pequeña —dice Urbano—. El problema es que aquí hay demasiada gente —digo—. No es bueno vivir con tanta gente rodeándole a uno. Además, en Getxo Isidora iría a misa con su vestido y aquí no. En Getxo se puede ir de un caserío a otro sin tropezarse con nadie, siempre entre bosques y huertas.
—Hace muchos años, cuando yo llegué a esta tierra, las cosas no eran así, estábamos casi solos —dice Urbano—. En el principio de las minas entre los mineros se hablaba de Dios y no de socialismo, y los lutos sólo alcanzaban a los parientes. Todavía no había poblados y los hombres nos atrevíamos a vivir en soledad con Dios, porque éramos más fuertes. Ahora los hombres son cobardes y no se atreven a vivir fuera de un grupo, quieren sustituir la voz de Dios por la voz del grupo. Se ve la mano de Satanás.
—Isidora estaba muy guapa con su vestido —digo—. ¿No le importa a usted que yo diga en su propia casa que su hija estaba muy guapa con su vestido?
—No, no, claro que no —dice Urbano—. Eres un buen muchacho.
—No está bien que Isidora no pueda llevar a misa su vestido si lo cosió durante toda la noche para llevarlo —digo.
—No, no está bien —dice Urbano—. Ese socialismo de Satanás ha traído una nueva ley sobre los lutos.
—Isidora estaba tan guapa con su vestido nuevo que hoy no parecería domingo si se lo quitase —digo.
—Mi pequeña tiene derecho a disfrutar de las pocas ocasiones que le ofrece la vida —dice Urbano.
—¿Le importa a usted que hable con su hija a través de la puerta? —digo.
—Roque, eres una buena persona al querer ayudarla —dice Urbano.
Voy hasta la puerta cerrada de Isidora.
—Isidora —digo.
Me tiemblan las piernas: al otro lado de la puerta está el dormitorio de Isidora.
—¿No la has oído? —dice Urbano—. Te ha contestado «¿qué?».
No, no la he oído, y ahora que quiero hablar tampoco puedo. ¿Por qué no me olvido del traje de Isidora y le digo a su padre que voy a casarme con ella?
—No te quites el vestido de flores —digo.
—Vosotros no lo comprenderéis nunca —dice Isidora.
—Todas las chicas tienen derecho a ponerse guapas un domingo —digo.
—También Fulgencio Ferreiro tenía derecho a vivir —dice Isidora.
—¿Vas a ponerte luto por toda la gente que se muere en el mundo? —digo.
—Fulgencio Ferreiro era un hermano de las minas —dice Isidora—. Y tú ya deberías comprender estas cosas, siendo otro obrero. La clase trabajadora ha perdido a uno de los suyos por las malas condiciones en que se trabaja en las minas, y yo debo llorar.
Isidora no es del mundo de las minas. Una mujer como ella no puede ser de otro sitio que de Getxo. Yo la salvaré de este rebaño de locos.
—Si aquí no te atreves a ponerte ese vestido vete con él a Getxo —digo—. Allí a nadie le parecerá mal que no lleves luto por ese gallego.
—No es la gente sino yo —dice Isidora.
—Todas las chicas tienen derecho a estar guapas un domingo —digo—. A lo mejor hay alguien que está deseando verlas con un vestido que las pone más guapas.
Silencio.
—A lo mejor hay alguien que quiere verte con ese vestido —digo.
Silencio. Es como si no hubiera nadie en ese cuarto. Luego se abre la puerta y sale Isidora con su vestido de flores y los ojos mojados.
No sé por qué la gente se queda a la puerta de la iglesia si hay sitio dentro. Casi todos los que no entran son hombres. Muchos, se acercan a la silla de ruedas a saludar a Urbano. Entre los que se quedan están Marcelo y José, que nos han seguido desde que salimos de la casa, y le oí decir a Isidora: «Ese Marcelo está loco: nunca quiso llevar la silla de mi padre a la iglesia y ahora ahí le tenemos, como si tú, Roque, le hubieras quitado el puesto». Cuantas veces volví la cara tropecé con la mirada de fiera de Marcelo.
En Getxo los domingos también nos juntamos mucha gente en la iglesia de San Baskardo, pero no es lo mismo. Es la única vez en toda la semana que ves a tanta gente junta, pero no es lo mismo. Aquellas caras de Getxo son del campo, de los bosques, de las playas solitarias, son las mismas caras de toda la vida; la cara de los bisabuelos, de los abuelos, de los padres pasa luego a los hijos, y aunque se mueran, es como si nadie se muriera, como si en la iglesia siempre estuviéramos los mismos: son caras nuestras, caras que sabemos lo que piensan, caras de Dios.
Las caras que veo en esta iglesia de las minas no son caras nuestras, no sé de dónde vienen, no sé qué hay detrás de estos ojos duros: no son caras de Dios. La iglesia se va llenando de gente, pero no es lo mismo que en Getxo. Esto es un funeral, pero incluso en los funerales en Getxo a la gente se le nota que viene del campo, de los bosques, de las playas solitarias. No me gusta que la cara de Isidora sea como las de esta gente. Las veces que ha hablado conmigo, cuando la he tenido frente a mí, era otra cara. Si consigo estar solo con ella su cara será como yo quiero que sea. Isidora no es de las minas. Urbano se equivocó al instalarla aquí. El sitio de Isidora es Getxo.
—Ponme donde no estorbe —me dice Urbano.
Llevo la silla a un costado de la iglesia, contra la pared. Isidora me ayuda en el trabajo y a veces su brazo y el mío se tocan.
La caja del muerto está frente al altar. Empieza el funeral. Isidora no está a gusto dentro de su vestido de flores. Un cura sube al púlpito.
—Nos hemos reunido con Fulgencio Ferreiro para cumplir con nuestro deber de cristianos —dice el cura—. Dios se lo ha querido llevar, pero el propio Fulgencio será, ya desde el cielo, quien con más resignación cristiana haya acogido la decisión del Señor. Su esposa y sus hijos, y también nosotros, sus amigos, hemos de aceptarlo así. Ésta es la palabra que nos abrirá la puerta de los cielos: resignación. Resignándonos, amamos más al Señor, ¡y Él nunca abandona a los que le aman! ¿Qué significa nuestra corta vida de dolor comparada con la larga e infinita que nos espera en el cielo? —El cura se calla. Una mano agarra mi brazo. «Nunca te lo agradeceré bastante», me dice Urbano muy bajito. Miro a Isidora: vuelve a tener los ojos mojados de lágrimas, aunque sus labios se aprietan con fuerza el uno contra el otro—. Os digo, hermanos, que me alegra tanto como al Señor el ver hoy mi iglesia llena. ¿Habrá que desear que se produzca una tragedia para que mis ovejas acudan a la cita dominical con Dios? El dolor reúne a los sufrientes mortales para invocar el consuelo del Padre. ¡Hoy es un gran día para este pueblo del Señor! Pero ¿qué ocurre los otros días? ¿Qué pereza, qué descreimiento, qué cantos de sirena acechan a nuestras buenas gentes y las desvían de la senda del bien y de la verdad? Fulgencio Ferreiro también era una oveja llena de dudas. Solía venir a hablar conmigo, a recibir consejo y consuelo. Había dejado a los suyos en su Galicia y se sentía solo. Lloraba sobre mi hombro, recordando a su esposa y a sus cinco hijos. Trabajaba duro a fin de reunir cuanto antes el dinero que le permitiera regresar. En los últimos tiempos había dejado de venir a misa los domingos: voces de Satanás trataban de confundirle. Me preguntaba: «Padre, ¿Jesucristo era socialista?». Yo le explicaba: «Jesucristo era amor, era el Hijo de Dios, y el socialismo es ateo». Fulgencio bajaba la vista y decía: «Padre, pero se dice por ahí que el socialismo traerá el bien a los pobres, a los obreros». Y yo le tenía que advertir: «Hijo mío, el demonio recurre a los más engañosos disfraces para captar a los incautos. ¡El eterno combate entre el Bien y el Mal! ¿De dónde procedemos los hombres? De Dios. Es decir, del Bien. Él nos ha creado y a Él volveremos. El demonio quiere apartarnos del camino de Dios, de la Verdad. ¡Pero la Verdad es ésta —y el cura señala con el brazo extendido la caja del muerto—: El final terreno, el regreso a Dios! Después del penoso peregrinar por esta vida, ¿adónde ha regresado Fulgencio Ferreiro? ¡A la Iglesia! ¡Ahí le tenéis, durmiendo su sueño de paz! ¡Dios le está recibiendo en estos momentos en su abrazo de luz! ¡Dios le está perdonando sus dudas! Lo mismo hará con todos vosotros en la hora final irremediable. ¡Imitad a Fulgencio Ferreiro, que jamás cayó en la tentación socialista de Satanás! Sería yo el último en negar que vuestra vida es difícil, que el dolor y la miseria se ceban en las minas…, ¡pero el Señor también sometió a su pueblo elegido a las peores plagas! Os hablan los socialistas de rebelaros… ¿Contra quién?, ¿contra Dios? Sufrís dolor porque Él lo quiere. ¿Cómo rebelaros contra quien tanto os distingue enviándoos tanto sufrimiento purificador? ¡Porque sólo el fuego os purificará! Os hablan los socialistas de vuestros derechos a más jornal, mejor vivienda, menos horas de trabajo… ¡Yo también deseo todo esto para vosotros, la Santa Madre Iglesia lo desea! ¡Pero no a través del alboroto y la rebelión, sino del rezo! Orad, hijos míos, por mejorar vuestra suerte, y el Señor, tarde o temprano, os atenderá…
Habla muy bien este cura. Casi tan bien como don Eulogio, el de Getxo. Lo único que le falta es que no levanta los ojos al techo, no los pone en blanco, como el nuestro.
Sigue hablando, pero yo no le oigo, porque Isidora se ha movido para marcharse. Nos miramos, no me dice nada, pero ahora sus ojos no están sólo mojados, sino que chorrean lágrimas.
—No te atreverás a hacerlo —oigo decir a Urbano.
Pero Isidora empieza a abrirse paso entre la gente hacia la puerta. El cura sigue hablando, pero yo sólo pienso en Isidora, en por qué se ha marchado en plena misa. Estoy seguro de que Isidora no se saldría en una misa de don Eulogio.
Luego, a la salida, allí está, esperándonos, pero no sola: junto a ella veo a Eduardo, a Facundo, a Marcelo, a José y a aquella otra gente de Sestao: el hombre flaco y con bigote, el de barba, el gordo y bajo y el bajito con gafas, que creo se llama Proto.
—El clero ha secuestrado a nuestro muerto —dice Marcelo—. Sabemos que a Fulgencio Ferreiro le habría gustado un entierro sin curas. Cuando, esta mañana, el párroco me grita: «¿Pero le oyó alguien decir que deseaba un entierro laico?», yo le digo: «¡Tampoco le oyeron decir que lo quería con curas!». Había por allí algún abogado y el comandante del puesto de la Guardia Civil diciendo que si el difunto no había dejado por escrito su deseo, pues el entierro se haría como lo mandan Dios y las buenas costumbres.
—Ellos tienen todas las bazas. Esto nos pasa por estar en el principio.
Ha hablado un hombre a quien no conozco: es un hombre serio, alto y fibroso, con barba y pelo muy negros y espesos, y mirada que se te mete dentro. Eduardo me señala y le dice:
—Se nos ha unido estos días. Se llama Roque.
—Hola, Roque —dice el hombre serio, estrechándome la mano—. ¿De dónde eres?
—Soy un Altube del caserío Altubena de Getxo —digo.
—¿Getxo? —dice el hombre serio—. De modo que eres del otro lado de la ría. Serás el único socialista que tengan por allí…
—¿Y vamos a dejar que se salgan con la suya? —dice Isidora—. ¡Fulgencio Ferreiro era de los nuestros y el cura que ha dicho desde el púlpito esas cosas contra nosotros no es de los nuestros!
—Estamos en el principio del camino, somos pocos y no tenemos fuerza —dice el hombre serio—. No podemos imponerles un entierro laico.
—Gracias a Roque he podido volver a oír una misa —dice Urbano.
—Ahí salen. ¿Por qué no les robamos la caja? —dice Marcelo.
Se forma el entierro a la puerta de la iglesia, con la cruz abriendo la marcha delante de la caja y a la cabeza también va el cura que habló desde el púlpito. Veo llorar a Isidora.
Me dan un tirón fuerte de la manga. Es Marcelo.
—¿Te atreverías a quitarles a los curas ese muerto? —dice—. ¿Ni siquiera lo harías por ella? ¡Yo sí lo haría si alguien me acompañara!
—Quietos —dice el hombre serio—. Nosotros no robamos muertos ni a nuestros enemigos.
No puedo dejar de mirar a Isidora. Vuelve a tener la cara arrugada de la gente de aquí. Pero sigue estando tan bonita con esas lágrimas que le caen por las mejillas.
—¿Qué hacemos?, ¿nos sumamos o no al entierro? —dice Facundo.
Lo ponen a votación y sale ir al entierro, detrás.
—Mirad lo que viene por ahí —dice Proto.
Es un grupo de hombres, con alguna mujer, todos vestidos con buenas ropas.
—Antonio Sagarduy, con su cohorte —dice Eduardo—. Le acompañan contratistas y técnicos, algunas esposas, y les escoltan capataces vestidos de domingo.
—¿Está aquí don Antonio Sagarduy? —dice Urbano—. Me gustaría saludarle. Tanto su padre como él me han dado de comer durante cuarenta años. Roque, ¿te importaría…?
—Ya se ponen en marcha, padre —dice Isidora.
Echa a andar la cabeza del entierro, el cura y los monaguillos con la cruz alzada. Cuatro mineros llevan a hombros la caja del muerto, con una pareja de la Guardia Civil a cada lado, y además dos filas de mujeres. Dice Facundo:
—Son las mismas que, hace un año, nos arrancaron de las manos otra caja con un compañero muerto que había pedido ser enterrado en el cementerio civil y, con la protección de los guardias, lo enterraron en la llamada tierra santa… Observad cómo defienden su presa y cómo nos miran, temiendo que intentemos hacer lo mismo que ellas hicieron.
Estas cosas no ocurren en Getxo.
Nuestro grupo se pone a la cola del entierro, a varios pasos de los últimos. Yo, con la silla de ruedas de Urbano. Y ocurre que algunos de los de delante dejan su grupo, salvan el trecho y se nos juntan, y en las caras de Eduardo, de Facundo, de Marcelo y de los demás, y sobre todo en la cara de Isidora veo sonrisas de alegría. Y cada vez sale más gente del grupo de delante para pasar al de atrás. Hasta que tres hombres dejan la cabeza del entierro y se ponen al costado, junto a la gente que nos ve pasar.
—Ahí están los cuervos —dice Marcelo.
Los tres hombres no nos quitan ojo.
—Capataces, matones… Capataces, matones… —dice José por lo bajo.
Y ocurre que la mitad de los hombres que se nos acaban de unir salen de nuestro grupo y vuelven al otro, con las cabezas bajas.
—¡Cobardes! No os pueden hacer más que cortaros los cojones —dice Marcelo.
Isidora ya no sonríe, y lo mismo los otros. El hombre serio mueve la cabeza.
—La lucha será larga —dice.
Cae sobre nuestras cabezas un sol fuerte, bueno para las boronas de Altubena. El padre estará contento. Ya que su hijo no le da alegría, que se la den las boronas.
El brazo de Isidora y el mío casi no dejan de tocarse al andar, y es como si el coraje de sus palabras me pasara también a través de su carne.
—Ya irás viendo cómo se trata a los hombres en este mundo de las minas —dice Isidora.
—Estas cosas no pasan en Getxo —digo.
—Lo de Getxo debe ser gloria pura —dice Isidora, mirándome con ojos burlones.
Me atrevo y se lo digo:
—Te llevaré a Getxo, tienes que venir conmigo a visitar mi tierra.
Sonríe, pero enseguida le vuelve a la cara el aire triste. Es como si no quisiera olvidarse de las minas, como si le gustara sufrir. Pero si con sólo mentarle mi tierra la he hecho sonreír, cuando la pise será la chica que yo quiero que sea.
Un muro de piedra rodea el cementerio y su puerta es de hierro. Entran el cura, los monaguillos, la caja y toda la gente que tenemos delante. Nosotros somos más que al principio y ni siquiera nos quedamos en la puerta: el hombre serio hace una seña para dar la vuelta.
—¡Nos vamos, pero no es vuestro! —dice Isidora con lágrimas en los ojos.
Todas las caras que ya están en el cementerio se vuelven hacia nosotros.
—¡Endemoniada! —grita una mujer.
Durante el camino de vuelta me dice José que la gente de La Arboleda cree que Isidora está endemoniada.
—¿Por qué? —digo.
—Porque va contra los curas y dice a los demás que hagan lo mismo —dice José.
El hombre serio se despide antes de llegar a La Arboleda.
—Tenemos que conseguir que el próximo Primero de Mayo sea una respuesta obrera como nunca se ha visto —dice—. Llegan noticias de que en muchos países de Europa empieza a extenderse la conciencia de clase y habrá un gran Primero de Mayo. ¡A trabajar duro, compañeros!
Me estrecha la mano.
—Bienvenido, Roque —dice, y se va.
—Es Facundo Perezagua, el presidente del Partido Socialista en Bilbao —me dice Isidora.
Pues ya son dos Facundos.
He comido con el padre y con la hija, en su casa. He visto a Isidora moverse de aquí para allá, trajinar en la cocina, servirnos la comida y comer ella misma, y no me enteré de lo que me puso en el plato. Urbano me hablaba y yo le decía «Bien, bien» y miraba a Isidora. Y cuando ella cogió un balde para salir por agua, yo se lo quité de las manos y le pregunté dónde estaba el manantial y salí y se lo traje lleno, y, mientras fregaba, dos veces volvió la cabeza para mirarme y siempre me encontró mirándola.
—Ahora, vamos a los barracones —dijo después.
Como es domingo, me pareció que éramos como dos novios que salen al paseo de la tarde. Pero, a la puerta de la casa, nos esperaban Marcelo y José. Esta gente no descansa ni los domingos. Marcelo se me plantó delante.
—Los domingos se han hecho para ocuparse cada uno de sus asuntos —dijo, metiendo sus ojos en los míos.
—Los domingos se han hecho para elegir chica —le dije.
—Pues vete a tu pueblo, que las chicas de aquí no son para los boronos —dijo él.
Entonces Isidora se puso entre los dos.
—¡Basta! ¿Es de esto de lo que vais a hablar a la gente de los barracones? ¿Os olvidáis de que esta mañana ha sido enterrado un minero? Me avergüenzo de vosotros. Vamos a los barracones —dijo, echando a andar.
—Pero que sea él quien hable a los mineros. ¡Verás qué socialista tenemos entre nosotros! —dijo Marcelo.
—Mejor si te callas de una vez —le dije—. Mejor si guardas las fuerzas para hablar tú en los barracones.
—¡A mí nadie me dice lo que tengo que hacer! —dijo Marcelo viniendo hacia mí.
—Déjalo para más tarde —le dijo José.
—¡O él o yo sobramos aquí! —dijo Marcelo.
Alcanzo a Isidora y me pongo a su lado.
—Tiene razón Marcelo —le dije—. Y tú sabes que tiene toda la razón, que sólo vengo por ti.
—No me digas eso, no quiero saberlo —dijo Isidora, sin mirarme.
—Se pone así porque tiene toda la razón, toda —dije.
Isidora me miró.
—¿Por qué te ríes? —dijo.
—Porque tiene toda la razón —dije.
—¡No! —dijo Isidora—. Lo que te ha gustado de mí no soy yo misma sino mis palabras. A veces, lo que decimos los socialistas hace llorar a las gentes.
—Las ganas que yo tengo no son de llorar sino de otra cosa —dije.
Yo iba a la izquierda de Isidora y entonces Marcelo se puso a su derecha, y le dije:
—Si quieres, empezamos a tirar de ella a ver quién se la lleva.
—¡Callaos! —dijo Isidora.
Entonces yo dije que me parecía bien que Marcelo quisiera dar una paliza a uno de Getxo que venía a cortejar a una chica de La Arboleda, porque eso es lo que haríamos los de Getxo con los de La Arboleda si aparecieran por nuestras romerías, y acabé preguntándole que a ver cuándo quería empezar. Y a Marcelo se le puso la cara más roja y quiso empezar allí mismo, pero José le agarró de la ropa. Y entonces dijo Isidora:
—¡Mataos cuando yo no os vea, porque me niego a estar en el centro de vuestro alboroto!
—Luego me dejas que te acompañe al baile de la plaza —le dije—. Hoy es domingo.
—Sólo quiero pensar en lo que he de hablar en los barracones —dijo Isidora.
—Está de luto para ir a bailar —dijo Marcelo—, de modo que yo te llevaré a ti a otro sitio.
En la cara de Marcelo había una sonrisa. Isidora también le miró, pero enseguida echamos a andar los cuatro, y de nuevo Isidora quedó entre Marcelo y yo. El sol apretaba de firme. Me acordé del padre y de las boronas.
Ahora estamos bajando una colina hacia un valle.
—Mira y entérate de cómo viven los mineros —me dice Isidora.
Yo nunca había visto los barracones de las minas. Los que tengo delante son tres, hechos de piedra y madera, muy largos y sucios y rodeados de silencio, a pesar de los muchos hombres que andan por aquí, unos colgando ropas a secar y otros fumando y charlando al sol. Marcelo y José son aquí conocidos: les saludan y ellos también saludan. La gente nos mira a Isidora y a mí.
—Son del partido —dice José a la gente—. Venimos a hablaros.
—Lo único que se hace es hablar —dice un hombre de cara negra—. Lo único que hace vuestro partido es hablar.
Isidora se aparta de nosotros y va hacia el hombre de cara negra, que está sentado en una piedra.
—Estamos preparando las cosas para hacer algo más que hablar —le dice. Se le agrandan los agujeros de su naricilla y ahora es la Isidora que yo no quiero—. Y tú, ¿haces algo más que hablar? Toda la fuerza se os va por la boca criticando a los demás.
—¡Pero yo no prometo nada y vosotros sí! —dice el hombre de cara negra.
Me pongo junto a Isidora y miro fijamente a la cara a este loco.
—No hay vosotros ni nosotros…, ¡hay todos! —dice Isidora—. ¡Todos nosotros formamos la gran familia de los explotados! ¡Nuestra lucha debe empezar por unirnos!
—Llamadme cuando uséis pistolas en vez de lenguas —dice el hombre de cara negra.
Se acerca a Isidora un hombrón tan grande como una montaña y le dice:
—Me llamo Carvallo, Ruperto Carvallo, y quiero ser de los vuestros. A Ferreiro no le dio tiempo de hacerlo. También quería daros su nombre, pero no le dio tiempo. Yo era su compañero.
En la carota del hombrón hay dos lágrimas. Isidora le toma las dos manos y le lleva como a un niño hacia la puerta del primer barracón. Lo que Isidora está haciendo con este minero yo nunca lo había visto en ninguna parte. José, Marcelo y yo les seguimos. Isidora dice al que lleva de la mano:
—Ven, es Fulgencio Ferreiro quien nos trae aquí.
Carvallo agacha la cabeza al pasar bajo la puerta detrás de Isidora. Yo también entro. Huele a demonios. Hay docenas de hombres tumbados por un lado y por otro, sobre tablas o sacos sucios en el suelo. No es fácil hacerse a este olor a sudor, a comida fermentada, a chises, que casi marea. Se oye un escándalo continuo de toses de enfermos.
—Fulgencio dormía aquí —dice Carvallo, señalando el lugar donde ahora un hombre duerme sobre unas tablas tapado a medias con una manta llena de agujeros.
—¿Tan pronto le han quitado su cama? —digo—. La cama de un muerto debe respetarse vacía más tiempo.
Isidora me dice con una sonrisa triste:
—¿Crees que estás en tu cielo de Getxo?
Y Marcelo:
—¡Éstas son las minas, borono! ¡Aquí, a toque de corneta, un hombre se levanta de su tabla para dejar el sitio a otro hombre que llega de su turno para acostarse!
En la cuadra de Altubena hasta los cerdos tienen cada uno su cama. Del techo del barracón cuelgan piezas de tocino y tasajo, y panes, seguramente para salvarlos de las ratas.
—Los hombres que viste fuera están echando la siesta al sol porque no hay sitio en los barracones —dice José—. Ésa es mi cama —y me señala un saco relleno de pajas de maíz con un hombre encima—. Y la de más allá, la de Marcelo —y me señala otro saco, con otro hombre encima.
—¿Por qué no os marcháis a vivir a otro sitio? —digo.
—Porque los barracones son de la Compañía y los capataces los alquilan por un real diario y nos obligan a vivir en ellos —dice José.
Se oyen tantas toses y con tanta fuerza que no sé cómo puede dormir todo este rebaño que cubre el suelo hasta el fondo. Los ronquidos hacen temblar las paredes. Isidora habla con un grupo de mineros:
—La familia de Fulgencio Ferreiro ha quedado en la miseria —les dice—. Seguramente vosotros habéis empezado a recoger algún dinero… —Se habló de la cosa, pero aún no se ha hecho nada —dice un minero.
—Si queréis, nosotros nos encargamos —dice Isidora.
—Sí, nosotros —dice el hombrón—. Fulgencio era mi amigo y es lo menos que puedo hacer por él.
—¿Qué sois vosotros para la Compañía? ¡Sólo máquinas para sacar mineral! —dice Isidora—. ¿Qué hace la Compañía con vosotros cuando sufrís un accidente? Si perdéis las dos piernas, os da cuarenta duros; si los dos brazos, veinte duros; si las dos manos, diez duros… ¡Siempre número par de duros para sacar la mitad si hay que pagar sólo una pierna, un brazo o una mano! Y si el minero muere… ¡nada queda para la familia! ¿Y qué suerte espera a los viejos, los que han dado toda su vida a la mina y ya no pueden mover las barras ni cargar mineral ni empujar las vagonetas? A cambio de una limosna, se les permite recoger los desperdicios de mineral de los charcos del suelo, toda la jornada con los pies en el agua, enfermando y muriendo pronto. A los viejos que rechazan este calvario los vemos pidiendo limosna por los pueblos mineros… ¡No todos tienen la suerte de perder las dos piernas y vivir sobre una silla de ruedas hasta la muerte!
Lo último lo ha dicho Isidora con esa voz ronca semejante a la resaca de la mar. Y en sus ojos hay un par de puntos de agua. Los mineros del fondo del barracón se van despertando y acercándose al grupo que rodea a Isidora.
—Ven conmigo —oigo decir a Marcelo.
—¿A qué? —digo.
—A arreglar lo nuestro —dice Marcelo—. ¿Tienes miedo?
—Vamos —digo. Me acuerdo de Isidora—. No podemos dejarla sola.
—¿Sola? —dice Marcelo—. Está como en familia, está en su salsa, ¿no la ves? Ella ha nacido para esto, no lo olvides. ¿Sabes por qué no te he matado ya? Porque sé que la buscas con buena ley, que quieres casarte con ella. Pero no sueñes con cambiarla. Los boronos no entendéis cómo son las minas. Isidora y yo somos iguales, somos de las minas. No te metas entre nosotros. Cuando la gane para mí, tú también saldrás ganando. Vete a tu tierra y déjala en paz. Ella no es mujer para ti. Nunca cambiará.
—Sólo si yo muero no me casaré con ella —digo.
Nos miramos. Marcelo mueve la cabezota. Dice:
—Ven conmigo.
Isidora no nos ve salir del barracón. Le oigo decir al grupo de hombres:
—¿Qué os dan los patronos a cambio de trece horas por jornada? ¡Jornales de hambre y miseria! Os tratan como a animales… Miraos: hambrientos y enfermos, amontonados en estas cuevas para ratas controladas por los capataces… La segunda explotación la sufrís de estos perros fieles de los patronos que os obligan a comprar la comida, el vino y el tabaco en sus cantinas, descontando el importe de vuestros jornales, hasta que la deuda es tan grande que os veis atados a la mina, a romperos el alma contra el mineral a cambio de oírle al capataz: «Fulano, este mes tampoco puedo darte nada de tu jornal porque me debes tanto y tanto, de modo que a ver si te apuntas a tareas para cobrar más, porque un hombre que debe dinero a otro y no pone los medios para pagarle es un maldito hijo de…». ¡Las tareas! ¡Otra trampa de los patronos! ¡A más jornal, más explotación! El remedio no está en más jornal a cambio de más producción… ¡sino en más jornal por menos jornada! Esto es lo que tenéis que empezar a exigir…
José sí que nos ve marchar. Abre la boca como para decirnos algo, pero sólo se nos queda mirando hasta que salimos. No pregunta a Marcelo adónde me lleva. Él marcha delante y yo detrás, y ahora caminamos por colinas rojas entre barrancos abiertos en el suelo como a dentelladas. No hay hierba, no hay color verde. Por fin, se para en el fondo de una de las canteras.
—No hacía falta venir tan lejos para nuestra pelea —digo, quitándome la blusa y quedándome en camisa.
—No será una pelea sino otra cosa —dice él. Se agacha para sacar de una grieta de la peña un paquete y le quita el envoltorio de hule—. ¿Has visto alguna vez dinamita? La robé ayer en el almacén de la mina y la escondí aquí para nosotros. Sirve para romper en cachos la montaña. Seguro que oís los cañonazos desde vuestra tierra: a las ocho de la mañana, a las doce y a las cuatro de la tarde. Los domingos no hay explosiones, pero hoy sí tendremos una para nosotros dos. No muy fuerte: sólo lo suficiente para que saltemos por los aires o tú o yo. La dinamita sirve para todo, incluso para ser juez en nuestro pleito. ¡También se hará la revolución con dinamita!
—Sí, desde Getxo oímos los truenos de las minas —digo.
—También tengo abierto el barreno: sólo falta llenarlo de cartuchos —dice él, poniéndose a meter dinamita en un agujero hondo hecho en la peña, y la puede meter toda, no le queda dinamita en las manos—. Ésta es la mecha —dice, tocando una cuerda que sale del agujero—. Y ahora, borono, a ver quién de los dos tiene más cojones. —Enciende una cerilla y la acerca a la punta de la cuerda y la llamita pasa de la cerilla a la cuerda y se oye un chisporroteo—. Ahora tú y yo nos sentamos a pedir a los fantasmas de las minas un puesto en el infierno.
Se sienta en una piedra, a un lado de la mecha, y me dice con la cabeza que me siente junto a él, al otro lado.
Le miro, sin sentarme.
—¿Es que aún no lo entiendes, imbécil? —dice—. ¡El que primero eche a correr, la pierde! ¡Siéntate!
—¿Así ganáis aquí las novias? —digo.
—Las mejores mujeres han de ser para los más hombres —dice Marcelo—. Vamos a ver quién es más hombre, si tú o yo.
Sus ojos se están riendo de mí porque aún no me he sentado. La llamita que chisporrotea se está comiendo mecha como una rata hambrienta.
—Si quieres dejar a Isidora para mí, dilo antes de que reventemos con la montaña. Creí que los de Getxo no erais tan gallinas —dice Marcelo.
Me siento.
—Bien —dice él.
Sus ojos están clavados en los míos y los míos en los de él.
—No me tienes que mirar a mí sino a la mecha —dice—. No la pierdas de vista, porque cada vez queda menos. Llegará un momento en que no quede nada… y entonces tampoco quedará nada de quien siga sentado aquí.
No dejo de mirarle, ni él de mirarme a mí.
—¿Sabes de qué estoy hablando, imbécil? —dice—. ¿Sabes que estamos a punto de morir destripados como perros? Oye, escúchame bien: esto es más que un juego… ¡Nos estamos jugando el pellejo! ¿Has visto alguna vez una explosión en las minas? ¿Has visto a hombres destrozados por no haberse retirado a tiempo o por haber dejado poca distancia de por medio o por haberles explotado la dinamita entre las manos? ¡No, claro que no! En vuestro mundo de vacas no ocurren cosas así. —Se levanta—. Voy a decirte lo que pasará al consumirse la mecha… Nuestros oídos aún estarán enteros cuando suene la explosión, el gran trueno, de modo que lo podremos oír…, pero será lo último que oigamos en este mundo. La montaña se partirá y sus cachos y los nuestros volarán hasta las nubes… ¿Lo entiendes ahora, imbécil?
—¿Por qué no te sientas, como yo? —le digo.
Se sienta de golpe. En esos ojos ya no hay burla. Ahora miran a la mecha tanto como a mí. Creo que miran un poco más a la mecha.
—Yo he visto los trozos que quedaron de un hombre esparcidos sobre una camilla que llevaban al hospital de Triano… ¡No sé ya para qué! Y he visto brazos, piernas, cabezas y tripas mezclados con los pedruscos de mineral después de una explosión. ¿Comprendes lo que te puede pasar si no te levantas a tiempo y echas a correr? ¿Lo entiendes o no, imbécil? ¡Maldita sea tu alma, si ni siquiera estás mirando la mecha!
Sólo le miro a él. Mientras siga donde está… Se levanta. La llamita está a media braza de la boca del agujero.
—¡Eh!, quiero saber una cosa —dice—. ¡Eh, escucha, imbécil! ¿Sabes que estás sentado sobre un polvorín? ¿Es que no me crees, no crees que lo que hay ahí dentro es pólvora auténtica? ¡Habla, habla!
No hablo, no me muevo, sólo le miro. Ahora Marcelo casi no deja de mirar la mecha.
—¡Maldita sea! ¡Tendría gracia reventar por nada, reventar por un borono que no cree que esto es una prueba a muerte! ¡Escapa ahora, que luego no te dará tiempo! ¡Levántate y echa a correr!
No me muevo.
—¡Imbécil! ¡Imbécil! —dice Marcelo—. ¡Esa dinamita es de verdad, no te engaño, va a explotar de un momento a otro!
La llamita está a un palmo del agujero.
—¡Ahí te quedas, cabrón de los cojones! —dice Marcelo, saliendo como un galgo. Ahora, su voz parece que le sale de la espalda—: ¡Sígueme, huye de aquí, no esperes un segundo más! ¿Es que no te importa morir?
—Sólo quiero ganar a Isidora —digo.
—¡Pues ya la tienes, maldita sea! —dice Marcelo.
—¿Ya la tengo? —digo.
—¡Sí! —dice él, y su voz me llega cada vez de más lejos—. ¡Ya la has ganado, sal de ahí! ¡Sal de ahí!
Me levanto, cojo la llamita entre dos dedos y la apago. Queda un cachito de mecha más pequeño que una uña.
—Marcelo, ya puedes dejar de correr —digo. Le veo, muy lejos, todavía corriendo. Le grito más fuerte y él vuelve la cabeza y me ve y se para. Pero cuando yo echo a andar, él hace lo mismo. Ahora anda, no corre: ha perdido y no quiere ver la cara de quien se ha llevado a Isidora.
Oigo las voces antes de llegar a los barracones:
—¡Estás en terrenos de la Compañía y te ordeno que te vayas! —dice un hombre. Pronto veo que habla a Isidora. Aprieto el paso—. Se necesita osadía y poca vergüenza para venir aquí a revolver a mi gente. Te conozco bien: eres la hija de Urbano, aunque no has salido tan buena persona como tu padre. ¡Fuera, fuera con tu mitin y tus mentiras, o llamo a la Guardia Civil!
—¡No la toques! —dice Marcelo.
Están en la explanada, frente a los barracones, en medio de un gran corro de mineros.
—¡Si los patronos son despreciables, los capataces lo sois más! —dice Isidora—. ¡Os mancháis las manos por ellos y sólo recibís las migajas de su gran banquete!
—¡Si fueras un hombre te…! —dice el capataz.
—¡No la toques! —dice Marcelo, empujándole para que suelte a Isidora.
—¡Os vais a acordar de mí! —dice el capataz—. ¿Quién me ayuda a echar a estos socialistas?
José está junto a Marcelo. De pronto, el capataz tiene una gran navaja en la mano. Llego ante él, de un golpe le tiro la navaja al suelo y a él le cojo por las ropas del pecho y lo levanto y lo tiro hacia atrás.
—¿Quién es este animal? No le conozco. ¿De dónde le habéis sacado? —dice el capataz—. Marcelo, puedes coger tus cosas…, ¡estás despedido!
—Voy a llorar —dice Marcelo—. No tendré que comer las porquerías que nos vendes en tu cantina… ¡y no veré más tu cara de cerdo!
El capataz mira su navaja en el suelo, que yo piso con mi abarca.
—¡Fuera los cuatro! ¡Tú también quedas despedido, José! —dice—. ¡No volváis por aquí a contar vuestras mentiras a mi gente!
Del grupo de mineros sale una voz:
—No es mentira que nos vendes porquerías para comer. Tus legumbres, tu tocino y tu tasajo tienen gusanos. Él vino está agrio. Éstas no son mentiras.
Dice otra voz:
—¿También es mentira que nos obligas a comprar en tu sucia cantina, donde todo es más caro que en las cooperativas y en las tiendas de los pueblos?
—Gracias por lo que me habéis entregado para Fulgencio Ferreiro —dice Isidora. Veo que lleva en la mano una bolsita que al venir no llevaba—. Lo haremos llegar a su familia. ¿Sabéis lo que habéis hecho? ¡Uniros para ayudar a un compañero! ¡La clase obrera tiene que ayudarse a sí misma o no tendrá ninguna ayuda! Escuchadme, hermanos: no es justo que trabajéis como bestias para enriquecer a otros, y sufriendo accidentes diarios, y muriendo en la mina, y viviendo en pocilgas, y…
—¡Basta! ¡Silencio! —dice el capataz.
—… y cobrando vuestros jornales no en moneda sino en contraseñas de latón que sólo son aceptadas en la cantina de vuestro capataz, donde os entregan los géneros que se pudrían en los comercios de Bilbao y que vuestro capataz compra por casi nada y luego os los vende más caro que…
—¡Silencio! ¡No permito aquí discursos socialistas! —dice el capataz, dando un paso adelante.
Le pongo una mano en el pecho y le paro.
—Nadie debe callar la boca de nadie —digo.
—¡Pero está en terrenos de la Compañía difamando a sus dueños! —dice el capataz—. ¡Que alguien avise a la Guardia Civil!
No se mueve ninguno de los mineros.
—¡Iré yo mismo! —dice el capataz—. ¡Ellos os quitarán las ganas de envenenar a mi gente atacando a personas respetables! ¿Qué sería de unos muertos de hambre como vosotros sin ellos? ¿Acaso no os dan trabajo, no os dan de comer? ¿Comíais en los malditos pueblos de donde venís? Recuerdo bien cuando llegasteis con vuestras caras hambrientas…, tú, y tú, y tú, y todos…, suplicando un puesto en la mina. ¡Yo os lo di, yo os quité el hambre! ¡Y lo hice en nombre de los dueños que pusieron en marcha esta y otras minas arriesgando su dinero, su tiempo, sus conocimientos, su futuro, porque ¿qué habría pasado si fracasan? ¡Lo habrían perdido todo! Y luego ¿qué? Yo os lo diré: ¡habrían quedado tan pobres como vosotros! Pero ¿habrían llorado, se habrían lamentado, habrían ido por ahí mendigando trabajo, como vosotros? ¡No, porque ellos tienen inteligencia! No como vosotros, que sólo sabéis lloriquear, borrachos, en la taberna. Ellos tienen orgullo personal, y honor, se estiman a sí mismos, son caballeros, y algo les dice aquí en el pecho que Dios les ha elegido para dirigir la sociedad y darnos trabajo a todos nosotros… ¡A mí también! ¡A vuestro capataz también!… Ellos, como yo, son vascos, y creo que no hay que añadir nada más. Y vosotros sois el rebaño de fuera que viene a comer en la mano de los vascos. ¡Y encima os atrevéis a abrir vuestra sucia boca! Pues bien, ¡marchaos, dejad vuestro puesto de trabajo: hay otros muertos de hambre que están deseando cogerlo!
—¡El trabajo no es una limosna, es un derecho! —dice Isidora—. Si viviéramos en una sociedad justa habría trabajo para todos, no habría que mendigarlo, no habríais tenido que abandonar los pueblos de León, Burgos o La Coruña para venir a las minas vascas, porque en una sociedad justa, sin moveros de León, Burgos o La Coruña seríais dueños de la tierra suficiente para alimentaros…
—¡Esto lo corto yo ahora mismo…! —dice el capataz.
Pero, antes de que dé un paso, le agarro con una mano por la ropa del pecho y le clavo en el sitio.
—Tú ya has hablado bastante, ahora que hable ella —le digo.
—¿También eres socialista? —dice el capataz.
—No, yo soy Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo —digo.
—Entonces, ¿por qué la ayudas? —dice el capataz.
—Las bocas están para hablar. Nadie debe callar la boca de nadie —digo.
Rodeada de este montón de mineros, Isidora habla con el mismo arranque con que don Eulogio del Pesebre habla en el púlpito de Getxo de la persecución de los Inocentes. Habla de esas cosas raras que yo no entiendo, pero que tanto le gusta a esta gente loca de las minas. Y no me extraña que todos se la queden mirando sin pestañear y con la boca abierta, y tan quietos como muertos, y que a algunos se les salten las lágrimas, porque yo mismo casi me olvido de respirar por mirarla. Quiero que, algún día, tenga para mí una Isidora igual.
—Está en vena —dice Marcelo.
—Cuando está en vena, ¡san Dios!, tiemblan los santos —dice José.
—Esto es una invasión por la fuerza y os acordaréis de mí —dice el capataz—. Haré algo más que borraros de la plantilla.
—Cállate, que ella está hablando —digo.
—¡Esto es una insurrección! —dice el capataz.
—Cuando llegue la hora sabrás lo que es una insurrección de verdad —dice Marcelo.
—La Guardia Civil os quitará las ganas de…
Miro al capataz y se calla. Todavía lo tengo agarrado de la camisa para que no escape. No me canso de mirar a Isidora, de ver cómo tiemblan todos los rincones de su cara al hablar como una gata rabiosa. Un poco loca sí que parece. La ha contagiado esta gente loca de las minas. Yo haré que vuelva a ser como era. Cuando me la lleve a Getxo.
Marcelo me mira. Hace rato que quiere decirme algo. Yo no le miro demasiado para que no piense que le estoy recordando que le he ganado a Isidora.
—Oye —me dice por lo bajo.
—¿Qué? —digo.
—Apagaste la mecha —dice.
—Sí, apagué la mecha. Llegué a tiempo —digo.
—Apagaste la mecha —dice. Y, de pronto, empieza a darse de puñadas en la cabeza, y dice—: ¡Si apagaste la mecha es que sabías que allí había dinamita de verdad! ¡Lo sabías y fuiste tan bruto que esperaste a…!
—Calla, que está hablando Isidora —digo.
—… llegará el gran día en que los trabajadores nos uniremos para dictar las leyes justas que la humanidad lleva esperando desde hace demasiado tiempo —está diciendo Isidora—. En ese gran día, los que dudáis dejaréis de dudar y os uniréis al carro de vuestros hermanos, vuestros hermanos…
Aunque no sigo lo que dice, a veces lo dice con tanta fuerza y repite tanto una palabra que sin querer me fijo en cuál es, y ahora es «hermanos, hermanos, hermanos», y suena a lo que dice don Eulogio del Pesebre en el púlpito de Getxo cuando dice que todos somos hijos de Dios, aunque Isidora sólo llama «hermanos» a los trabajadores, no a los patronos, y ésta es una de las locuras de esta gente de las minas. Don Eulogio se encargará de curar a Isidora.
Sé que ha terminado de hablar cuando oigo los aplausos de los mineros. No todos aplauden: muchos se van con la cabeza gacha, sin hacer ni decir nada. Suelto al capataz.
—Ya nos veremos las caras alguna vez —dice, y se marcha.
Nosotros cuatro tomamos el camino de regreso al pueblo. Y ocurre que, ahora, Isidora y yo vamos delante, solos, sin Marcelo, que va detrás con José. Yo no hablo. Isidora no habla en un rato, el rato que tarda en dejar de pensar en las cosas de las minas y acordarse de mí.
—Os he aburrido a todos bastante, ¿verdad? —dice.
Por fin, mis ojos encuentran los suyos.
—No —digo—. Pero ha sido algo triste para un domingo.
Ella ríe. ¡Dios mío, creo que es la primera vez que la veo y la oigo reírse! ¿Por qué no me atrevo a besar esos labios a los que, ¡por fin!, ha llegado el domingo? Es que no estamos solos. Es que en esta tierra de las minas siempre hay gente alrededor de uno; todavía no he podido estar a solas con ella. Y, de pronto, Isidora también se da cuenta de que Marcelo camina a nuestra espalda.
—Os marchasteis los dos, mientras yo… Lo recuerdo muy bien —dice, mirándome—. ¿Adónde fuisteis y qué ha pasado?
Como yo no abro la boca, ella se para, yo me paro y nos alcanzan Marcelo y José.
—¿Adónde fuisteis? —dice Isidora a Marcelo.
Marcelo me mira a mí, por si quiero decir algo.
—¿Qué ha pasado? —dice Isidora—. ¡Os lo pregunto a los dos!
Por fin, dice Marcelo:
—Era un asunto entre él y yo.
—¿Por qué ya no le llamas borono? —dice Isidora.
—¿Quieres saberlo? ¿Quieres oírme decir que tiene más cojones que yo? ¡Pues tiene más cojones que yo! —dice Marcelo.
Y echa a andar a grandes zancadas hacia el pueblo. José nos mira, se encoge de hombros y sonríe y va tras él.
—¿Y a mí qué me importan vuestros arreglos? —dice Isidora—. Él se marcha, tú te quedas, y ahora ¿qué?
—Ahora tú dices que sí cuando yo te diga si quieres venir conmigo a pasar esta tarde de domingo a Getxo —digo.
—¿También lo de pasar la tarde lo habéis arreglado entre Marcelo y tú? —dice Isidora.
—Nunca había visto unos ojos como los tuyos —digo.
—De feos —dice Isidora.
—No, de bonitos —digo.
—Creí que los de Getxo diríais a las chicas mentiras más nuevas —dice Isidora.
—Yo nunca miento, yo nunca hago cosas que no me salen de dentro —digo.
—Bueno, no te pongas tan serio —dice Isidora.
—Yo sé hacer algunas cosas sin Marcelo —digo—. Yo no lo he arreglado con Marcelo para pasar tantas veces la ría para estar con los socialistas. Yo no he arreglado con Marcelo el dejar a medio hacer los trabajos de Altubena. Yo no pedí permiso a Marcelo para mirarte, ni para decirme a mí: «Me gusta tanto esa chica de las minas que ya no podré vivir sin ella». Tampoco pediré permiso a Marcelo para casarme contigo.
—¿Ya estamos? Y yo ¿qué? —dice Isidora.
—Pues tú me dices que sí cuando yo te pregunte si quieres casarte conmigo —digo.
—¿Estáis tan locos todos los de Getxo? —dice Isidora—. ¿Creéis que es lo mismo casarse que ir a pasar una tarde de domingo a vuestra tierra? Y no he dicho que vaya a ir… Sólo a uno como tú se le ocurriría pedírmelo.
—¿Cómo soy yo? —digo.
A Isidora se le pone toda la carita del color del tomate. ¿La beso? ¿Por qué no la voy a besar si no quiero hacerle daño? Pero Marcelo y José se han parado delante de nosotros, esperándonos. ¿Por qué? Además, pasa a nuestro lado gente joven camino del baile de La Arboleda. ¿Es que en esta tierra nunca voy a poder estar a solas con Isidora? Ella es la primera en ponerse a andar. Le digo:
—Me has echado en cara que yo piense que es lo mismo casarse que ir a Getxo, ¿no? Y si para ti no es lo mismo, pues no puedes decir que no a las dos cosas, o decir que sí a las dos cosas, sino que a una dirás que sí y a otra que no; de modo que si yo te pregunto: «¿Quieres casarte conmigo esta tarde?», tú me dirás que no, ¿verdad?; de modo que si entonces yo te pregunto: «¿Quieres venir a Getxo conmigo esta tarde?», no te queda más remedio que decirme que sí, ¿no te parece?
Isidora vuelve a reír.
—¿Qué te pasa hoy? —dice—. Nunca habías hablado tanto y te noto cansado —y se ríe más.
Tiene razón: yo nunca había hablado tanto, y menos a una chica.
—¡Uf!, ya no te quedan fuerzas para contarme lo que Marcelo y tú habéis arreglado en secreto, y cómo. Ya me lo contarás otro día, cuando descanses de hablar —dice, y no para de reírse.
Ahora hemos llegado junto a Marcelo y José.
—Es para recogerte la recaudación —dice Marcelo. Isidora le pasa la bolsa con el dinero de los mineros. Marcelo me mira—. ¿Es cierto que sabías…?
—Roque y yo nos vamos a la playa —dice Isidora—. ¿Has oído, Marcelo? ¡Roque y yo nos vamos a la playa!
Marcelo no la oye, sólo me mira a mí.
—No puedo creer que supieras que la dinamita era de verdad —dice.
—¿Dinamita? —dice Isidora—. ¿De qué estáis hablando?
José se ríe por lo bajo.
—No creías que era de verdad —dice Marcelo—. A mí no me ganas tú si…
—Apagué la mecha —digo.
—¿Qué mecha? —dice Isidora.
—¡Sí, maldita sea, apagaste la mecha! —dice Marcelo, empujando a José para marcharse los dos.
—¿Oyes? ¡Me voy con Roque a la playa! —dice Isidora. Ve cómo se marcha Marcelo—. Algo muy gordo habéis hecho para que no me haga caso… He dicho lo de la playa sólo para hacerle rabiar, sólo por eso.
—Bueno, yo ya sabía que querías ser mi novia —digo.
Isidora se pone aún más colorada que antes.
Urbano es mi aliado. Yo nunca le hablo de su hija, nunca le digo que casi somos novios y que si paso a las minas es por estar con ella. Yo no le digo nada, pero el hombre lo sabe. Y, como le caigo bien, pues le dice a su hija: «No encontrarás otro muchacho mejor que Roque», y ella le dice: «¿Usted también va a decirme lo que tengo que hacer?». Urbano se ríe y me guiña un ojo. Le he llevado a misa en su silla de ruedas todos los domingos de agosto. Hoy es el último. Hoy la barca de la ría nos pasa a Isidora y a mí a Getxo.
Pero ha sido un mes revuelto, todos los días teniendo a los padres con cara de entierro por mi desorden para sacar adelante los trabajos de Altubena; todos los días juntándome con estos mineros locos, porque no puedo dejar pasar un solo día sin ver a Isidora. La madre diciéndome: «¿Qué te pasa, hijo? Nunca nos habías hecho estas cosas». Isidora diciéndome: «Me gustaría que no vinieras a ver la cara de tonta de una chica, sino por el partido. Y te repito una vez más que nunca iré a la playa de Getxo contigo». Todas las noches en Altubena, solo y soñando con Isidora, y todos los días en La Arboleda siempre Isidora y yo rodeados de gente. ¿Es que toda la gente del mundo ha venido a vivir a las minas? Yo pidiendo a Isidora: «Vamos el domingo a Getxo, donde podamos pasear sin estorbos». Y ella: «¿Acaso soy tu novia? Pero ¡claro!, tú te has dicho: "Isidora es mi novia", y yo lo tengo que ser aunque no quiera. ¡Pues, no! ¡No pienses que voy a ser tu novia sólo porque entre Marcelo y tú os lo hayáis jugado!». Isidora y yo hemos tenido muchas riñas en este mes revuelto, pero, al día siguiente, después de la fábrica, yo, tapa, tapa, a La Arboleda derecho. Le decía: «Cualquier día de éstos no vuelvo». «¡Qué alivio!», decía ella. Pero nos mirábamos y todo quedaba olvidado, y entonces ella me ponía en la mano los papeles que había que repartir. Porque estos mineros locos y socialistas no descansan nunca. A veces, yo me preguntaba si Isidora sólo quiere de mí que les ayude a repartir sus papelotes y a hacer número en su grupo. Aquel primer domingo, le dije: «Cuando un chico va a buscar a una chica a su casa y sale con ella por la puerta y van juntos al baile de la plaza es que ya son novios». «Eso será en Getxo, aquí no», me dijo Isidora. Y yo: «¡En Getxo y en las Américas! Si no, ¿qué somos tú y yo? Porque somos algo, ¿no?». «Sí, militantes de un mismo partido», dijo ella. Y entonces caí en la cuenta de que aún no nos habíamos dado ni un beso y ahí estaba la razón de que Isidora dijera que no éramos novios. En toda la tarde de aquel primer domingo no pensé en otra cosa que en darle un beso, y así ella dejaría de una vez de decir que no éramos novios. Bailamos juntos y paseamos dando vueltas a la plaza. La gente nos miraba, miraba a Isidora y la saludaba con una risita de conejo, como diciéndose entre ellos: «Ésta ya se nos ha colocado con el borono». ¡Y ella sin querer ver lo que para todos estaba claro! Bueno, pues me puse a esperar el atardecer de aquel domingo; bueno, el anochecer, que es la hora de las parejas, cuando el chico acompaña a la chica de regreso a casa y durante el camino pueden ocurrir muchas cosas. En Getxo, las chicas que tienen que correr para casarse paren sobre el 15 de febrero, porque nueve meses antes ha sido el 15 de mayo, la romería de San Baskardo, y las vueltas de noche a casa no las puede sujetar ni don Eulogio desde el púlpito. Empezaba a irse la luz cuando Isidora dijo: «Es tarde, volvamos a casa», y yo le dije que bueno y echamos a andar. Pero no fue lo mismo que en Getxo. Por un lado, en las minas todo parece estar amontonado, como lo están las personas, la casa de Isidora no está demasiado lejos de la plaza, y además no dimos un solo paso sin encontrarnos con gente. No pude hacer nada. Bueno, y así acabó aquel primer domingo. A la puerta de su casa, Isidora me dijo: «Mañana tenemos reparto en Gallarta». Y yo le dije: «Yo soy el novio de tus papelotes».
Y así el mes entero. He visto a Isidora todos los días, y todos los días le he dicho lo mismo: «¿Vamos a pasear a Getxo el domingo?». Pero llegaba un domingo, y otro, y otro, y nada. Todos los días, al acabar en Altos Hornos, pues a juntarme con los socialistas, a hablar, hablar, hablar alrededor de una mesa —bueno, ellos a hablar, yo a mirar a Isidora—, o a repartir papeles en los barracones o a las puertas de las fábricas, mientras alguien suelta un mitin subido a un cajón, y casi siempre es Isidora, porque lo hace tan bien que hasta a mí me gusta, pero cuando habla es como una virgen subiendo al cielo, pero no una de esas vírgenes de piedra de los altares, sino una virgen de verdad, de carne, con lágrimas de verdad y un dolor de verdad en la cara, y los obreros la hacían corro, y los que se quedaban más tiempo esperaban de ella no sé qué, la miraban como tontos.
Y no sólo les ayudo a repartir papelotes; Facundo, el tesorero, me dijo: «Como ya eres militante, tienes que entregar al partido un cuarto de jornal por semana». Lo peor vino cuando tuve que entregar a la madre el sobre abierto y sin ese cuarto del jornal. «Tenías que acabar haciéndonos algo así de gordo», dijo. Y yo le dije: «No me dé paga esta semana». Y la madre: «¿Encima esperabas dos pagas? Mejor que el padre no se entere». Y me puse a hacer con más coraje los trabajos de Altubena. Los días me quedaban cortos y los alargaba quitándomelo del sueño. La madre me decía: «Te estás quedando en los huesos. ¿Qué chichi tienes por ahí afuera? Si no quieres, no se lo digas a tu madre, pero anda a confesarle a don Eulogio tus pecados».
A Marcelo le echaron de la mina, pero enseguida encontró otra. Es el mejor barrenero y los capataces se lo disputan en secreto. Con él no valen las listas negras. Y José se fue con él, porque siempre andan pegados. Por no meterse en otro barracón, han levantado una chabola con tablas y chapa de bidón al pie de una colina. Pasan los días y en la mirada de Marcelo no dejo de leer lo mismo: «¿Sabías que aquella dinamita era de verdad?».
Hasta que llega hoy. Creía que sería un domingo como los otros. «Sí, ya sé lo que me vas a decir», me dijo Isidora al verme en su puerta para llevar a su padre a misa, «que vayamos por la tarde a Getxo». «Es que hace un buen día para pasear por la playa», le dije. Y ella: «Otro menos cabezota que tú ya lo habría dejado. No quiero ir». Estaba tan bonita diciendo que no que quise acariciar su cara con mis dedos. Pero no me moví. Estábamos dentro de la casa y Urbano dormitaba en su silla. Estábamos solos. Pensé: «Nunca le he tocado nada de su cuerpo, ni siquiera una mano». Pero no me moví. Isidora me miraba y tampoco se movió. «No quiero ir», dijo otra vez. Nos miramos y nos miramos, y a Isidora se le salía la vida por los ojos. «No quiero ir», dijo otra vez. «Metes una tortilla en un pan y nos vamos a comerla a Getxo», le dije. Y, al volver yo de misa con Urbano, Isidora ya estaba envolviendo un gran pan abierto en dos tapas y con la tortilla dentro. Dio de comer a su padre y salimos.
Ahora no puedo creer que yo tenga a Isidora en esta barca que nos lleva a Getxo. Vamos sentados a popa, el uno junto al otro, y el paquete de la tortilla sobre los muslos de Isidora. Lleva el vestido de flores y toda ella parece una flor. Mira hacia atrás y le digo:
—No vuelvas la cabeza. Quiero que te olvides de las minas.
No habla. Lo mira todo, no hace otra cosa que mirar a su alrededor, como si no quisiera verme a mí.
Desembarcamos en Las Arenas y echamos a andar por la costa hacia las playas. Meto en el pecho la brisa que llega del mar. Le digo a Isidora:
—¡Respira fuerte el aire de Getxo que resucita a los muertos!
Pero es como si ella no supiera que yo camino a su lado: no habla, no me mira. Y así cruzamos la playa de Ereaga y el Puerto Viejo, y un poco más allá empezamos a bajar el monte de la playa de Arrigúnaga. Sólo se oye el ruido de la mar y el chillido de las gaviotas. Digo a Isidora:
—Esas casas de ahí arriba, a la derecha, es Algorta.
Y le digo a Isidora:
—Esa playa de abajo es Arrigúnaga.
Y le digo:
—Es mi playa. Altubena está a un tiro de piedra. Se puede ver el humo de la chimenea.
Pisamos la arena cerca de la Peña del Palo. La marea está subiendo. En la otra punta de la playa, al pie de La Galea, tres pescadores dejan las peñas de Eskarrakarramarro con su pesca en sacos. Uno de ellos es Félix Apriz, el único que ha visto al Negro, el gran congrio. Me gustaría que Isidora viera al Negro, que yo tampoco he visto. Esta playa no sería la misma sin el Negro. Dice Félix que es tan largo como una carretera y tan gordo como un árbol. Es un bicho que no podría vivir en las minas, aunque allí hubiera mar. El Negro sólo es de la playa de Arrigúnaga. Dice el padre que dicen los Baskardo de Sugarkea que este gran congrio está aquí desde el principio del mundo. Todos lo han intentado, pero nadie ha podido pescarlo. Me gustaría hablar del Negro a Isidora y así ella sabría que yo no puedo vivir más que en Getxo. Pero ahora no puedo hablarle. ¿Qué le pasa? ¿Por qué ni me mira?
Al llegar a la mitad de la playa, el calor es tan fuerte que tuerzo hacia arriba, hacia los tamarises. Isidora me sigue: como si copiara mis movimientos para no tener que hablar, para que yo no le diga lo que tiene que hacer, como si no quisiera oír mi voz. Me siento a la sombra del bosquecillo de tamarises, y ella se sienta a mi lado. La miro, pero ella sólo mira las cosas que le rodean, ni una sola vez se descuida y me mira.
¿Qué le pasa? ¿Le asusta tanta grandura, tanto silencio, tanta soledad? Ya ni siquiera se ven los puntitos lejanos de Félix Apraiz y los otros dos. Isidora y yo estamos solos en la playa. Es lo que yo quería desde hacía un mes. ¿Por qué no le pregunto si está asustada? En tan sólo dos horas ha pasado de las minas a Getxo, a esta playa donde las únicas almas somos nosotros, y a lo mejor cree que vamos a ser tragados por la mar, por los acantilados o por la misma playa. En su tierra, yo nunca he visto a Isidora tan sola: siempre en reuniones y en mítines, siempre entre casas, chabolas y barracones, colinas no verdes sino sucias de mineral rojo y llenas de rebaños de braceros, y allí ni siquiera en domingo una pareja de novios puede estar a solas. Esto de Getxo es nuevo para Isidora. Está asustada, aunque yo ya se lo había advertido. ¿Por qué no le pregunto si está asustada? ¿Por qué no le pregunto cualquier cosa, por qué no le hablo?
Isidora tampoco habla y sigue sin mirarme. De pronto, coge el paquete de la tortilla que tenía sobre sus muslos, lo deja a un lado, se levanta y echa a andar. Veo las huellas de sus alpargatas en la arena, alejándose. Se marcha, regresa a sus minas. Y ni siquiera se ha despedido de mí con una mirada. Me ha dado la espalda y se va. ¿Por qué no la llamo? La brisa mueve la falda de su vestido de flores. Veo cómo se aleja su espalda de flores medio tapada por su largo pelo negro. La brisa mueve también su pelo. Isidora y yo estamos solos en la playa. ¿Qué es lo que está saliendo mal? Me levanto y echo a correr…, ¿por qué no hacia ella? Estoy corriendo hacia el agua.
—¡Isidora, Isidora, el mundo es nuestro! ¡Por mucho que mires a tu alrededor no verás a ningún otro hombre ni a ninguna otra mujer! —digo, grito. Levanto los brazos como para volar—. ¡En las minas no puedes poner los brazos así sin tropezar con alguien! ¡Todo lo que hay en la playa es para nosotros dos, Isidora! ¡El cielo es nuestro, la arena es nuestra, los montes son nuestros, la mar es nuestra, Isidora! ¡Gritas y nadie te oye! ¡Estamos solos en la playa, Isidora! ¡Estamos solos en el mundo!
Para cuando me doy cuenta, estoy dentro del agua sin descalzarme. La madre me dirá cuatro cosas por echar a perder las alpargatas de los domingos. La espalda de Isidora sigue alejándose hacia el monte por el que hemos bajado. Seguro, seguro que ha oído mis gritos. ¿Por qué no se para y se vuelve a mirarme? Ahora, parece que se desvía hacia el agua. Bueno, no sé si su espalda va hacia la orilla de la mar o hacia el monte. Creo, sí, que va hacia el agua. Y me pregunto si no ha sido así desde el principio, cuando yo creí que volvía a las minas. ¿O es que mis gritos la han hecho cambiar de idea? Me agacho para coger dos cañas de la arena, una con la mano derecha y otra con la izquierda, dos cañas largas, que agarro por las puntas y levanto y me pongo a dar vueltas como un molinillo. Digo:
—¡Isidora, en las minas no se puede hacer esto sin sacar los ojos a alguien!
Veo cómo Isidora llega al final de la arena seca, se quita las alpargatas y las medias y con todo en la mano sigue bajando hacia la mar, ahora por la arena mojada, y llega y se sube un poco la falda del vestido y mete los pies en el agua.
—¡Mira, Isidora, mira! —y me pongo a tirar piedras a todos los lados, a la mar, a La Galea, a los tamarises y al monte por el que llegamos—. ¡Por lejos que las tires nunca abrirás ninguna cabeza! ¡Estamos solos en el mundo!
Sin salir del agua, Isidora empieza a andar hacia mí, sin apenas chapotear con sus pequeños pies descalzos. La veo venir, pero parece que ella no me ve a mí, aunque me tiene delante. Isidora se acerca y se acerca, su cuerpo se va agrandando. Si no sale del agua, tiene que pasar por donde estoy yo. Pero no me mira: nunca me había pasado una cosa así, ni con ella ni con nadie. Es como si Isidora estuviera en una playa y yo en otra. Llega y va a pasar de largo, y yo le digo: «¡Isidora, que estoy aquí! ¿Qué te pasa? En las minas nunca te vi tan dormida». Algo no le gusta, algo le da miedo. Es la playa. Le asusta… ¡tan grande y tan solitaria! Yo ya sabía lo que es la playa, pero Isidora no. La ayudaré. Quiero cogerla del brazo para pararla, y de pronto veo lágrimas en sus ojos y bajándole por las mejillas. ¿Por qué no le pregunto: no te gusta la playa, no te gusta Getxo? ¿Por qué no le pregunto: quieres volver a las minas? Pero callo. Tampoco me atrevo a tocarla. No puedo hacer nada contra esos ojos que miran a todas partes menos a mí, como si la culpa de lo que le pasa no fuera de La Galea, de la mar, de la arena, sino mía. Allá va la espalda de Isidora, echándome algo en cara.
—¡Soy un pecador! ¡Soy un pecador! —digo.
Y mis gritos hacen que mi playa sea otra.
—¡Soy un pecador! ¡Soy un pecador! —digo—. ¡He pecado de intención contra Dios y contra ti misma, Isidora! ¿Verdad que lo sabes? ¡Te he traído aquí con engaños para desgraciarte! ¡Soy un pecador! ¡Soy un pecador!
La espalda de Isidora sigue alejándose y yo echo a correr hacia los tamarises y caigo de rodillas.
—¡Señor, Señor, he pecado contra Ti y contra Isidora!
Y digo:
—¡Ella me está echando en cara mi pecado! ¿No la ves cómo llora y se marcha de mí? ¡Ha tenido que ser ella la que me dijera: «Roque, has sido un cerdo trayéndome a tu playa»! ¡No me atreveré jamás a mirarla a la cara!
Caigo al suelo y lloro. Me escondo entre las ramas de los tamarises, me tapo la cara con las manos y lloro.
Luego, el sol ya se ha metido detrás del Serantes. Así que ha pasado mucho tiempo. Miro por entre el ramaje y veo a Isidora todavía paseando por la orilla de la mar, descalza y con las alpargatas y medias en la mano, sus pies metidos en el agua. Recorre toda la orilla de punta a punta; cuando llega a Kobo, da la vuelta, y cuando llega a la Peña del Palo, da también la vuelta. Sola. Sola. Está claro: la grandura y el silencio de la playa no le dan miedo. Yo soy el que le da miedo. La veo y ya no parece una chica de las minas, sino un ramo de flores traído por la mar a la playa y llevado de un lado a otro por las olas que rompen en la orilla. No me canso de mirarla, y ésta será la última vez que la vea. Nunca más me atreveré a mirarla a la cara, después del pecado que he querido cometer con ella. Todo, en la playa, había sido limpio hasta hoy. Pero yo la he manchado.
Y ocurre que a Isidora le empieza a gustar la playa. Porque acaba de dar un grito. No muy fuerte, como a ver qué pasa. Se ha parado en la misma orilla y ha dicho «¡ah!», y después otro «¡ah!» más fuerte. Y, de pronto, tira las alpargatas y las medias lejos del agua, y se recoge la falda con las manos, y echa a correr por la orilla gritando un «¡aaaaaaahhhhhh!» que no acaba. Es como una gaviota de colores volando a ras del agua. Ahora, se para a lo lejos, se agacha para coger piedras y las tira a la mar, con muy poca maña. Ahora coge dos cañas largas —¿serán las mismas que yo tiré?— y hace con ellas lo mismo que yo: las agarra por las puntas y quiere levantarlas, pero no puede, y las parte por la mitad y entonces sí que puede, y abriendo sus brazos las levanta como alas, y corre así por la orilla, chapoteando como una pata, sin importarle que su falda se empape y se le pegue a las piernas. Y grita:
—¡Estoy en el fin del mundo!
Y grita:
—¡Mi cuerpo está en el fin del mundo!
Y grita:
—¿Quién soy? ¿Cómo me llamo?
Y grita:
—¿Quién anda por ahí? ¿Quién vive conmigo en el fin del mundo? Yo estoy escondido, y es ella la que grita en mi playa. Ahora, ¡Dios!, la playa es suya.
Y grita:
—¡Puedo mover las ramas de mis brazos sin sacar el ojo a ningún prójimo!
Y grita:
—¡Iiiiiiiiaaaaaaaahhhhhhhh…!
Ha dicho lo de los ojos, lo mismo que dije yo cuando la playa era aún mía.
No se cansa de gritar y de correr por la orilla. Llega hasta Kobo y vuelve, llega hasta la Peña del Palo y vuelve. Me gusta mirarla, pero también me da miedo y me avergüenzo de mí mismo cuando la veo dueña de esta playa que antes era mía.
Y, de pronto, se para y mira hacia arriba, hacia los tamarises donde estoy yo.
Deja caer los brazos y las cañas.
Ha callado. Ahora sólo se oye el ruido de la mar.
Cuando Isidora empieza a sacarse el vestido por la cabeza, me doy cuenta de que hay demasiada oscuridad en la playa. ¿Ya se ha desnudado del todo? ¡Dios mío!, ¿qué está haciendo esta mujer? ¡Se ha vuelto loca! ¿Y si la ve alguien desde el monte? ¿Pero cómo la van a ver si yo apenas la veo?
Isidora echa a andar antes de quitarse todas las ropas. Las va regando por el suelo mientras camina… hacia mí. Hasta que el cuerpo que se va haciendo cada vez más grande ante mis ojos queda desnudo. ¡Dios mío, desnudo! ¡A dos pasos tengo a Isidora desnuda!
—Roque —me llama con una voz diferente—. Sé que estás ahí. He venido a tu playa.
Salgo de los tamarises y empiezo a tirar puñados de arena a la carne blanca desnuda.
—¡Pecado! ¡Pecado! —digo—. ¡Yo he pecado y ahora tú también estás pecando!
—He venido a tu playa —dice el cuerpo blanco y desnudo de Isidora.
—¡No es mi playa, ya no es mi playa! —digo—. ¡Y ahora tampoco es tuya porque también la has ensuciado!
Isidora levanta su cara al cielo y su gran ola de pelo negro parece que le va a llegar por la espalda hasta el suelo. Isidora levanta los brazos al cielo. No quiero decir las partes de su carne blanca que ven mis ojos.
—¡La playa es nuestra! ¡Estamos solos en el mundo! —dice Isidora—. ¡Hasta hoy yo no había nacido!
—¿Quién eres? —le digo.
—¡No soy Isidora, soy la playa! —dice Isidora—. ¡Y tú también eres la playa!
Le tiro arena a montones para tapar su carne blanca desnuda.
—¡Tápate, entiérrate en arena, que no te vea así Dios! —digo—. Mi playa ya no será nunca la de antes de haber pecado…
—¡Tu playa es el mundo en el que tú y yo estamos solos! —dice Isidora, y da la vuelta y echa a correr playa abajo, hacia la mar, y yo no quiero decir lo que veo de la carne blanca de Isidora, y cuando llega no se para, sino que entra en el agua y grita y chapotea como una niña loca.
—¡Somos los dueños de la playa! —dice Isidora—. ¡Ven, ven, ven!
Y me dice: —¡Ven, ven, ven…!
Y también me llama con sus brazos hacia mí. —¡Ven al mar conmigo! —dice Isidora—. Estás loca —digo—. Estás loca, y vístete.
—Tú sí que estás loco: llevas un mes dándome la matraca con tu Getxo… ¡pues bien, ya estamos en Getxo! ¡Ya tienes a tu Isidora en Getxo, en tu playa, y no sé para qué! ¿Estás enfermo, Roque?
—Tengo que llevarte a tu casa —digo—. Es tarde y tu padre…
—¿Por qué no me dices lo que te pasa? —dice Isidora—. ¿Es que quieres echarme la culpa de lo que va a pasar? «Le juro, Urbano, que fue ella la que…». ¿Es esto lo que te gustará decirle luego a mi padre? ¡Pues no me importa! ¡Lo único que ahora me importa es esta playa! ¡Tenías razón: es bueno sentirse solo en el mundo!
—Sal y vístete —le digo—. ¡Sal y vístete!
—¡Es tu playa la que me pidió que me desnudara —dice Isidora— y la que a ti te está pidiendo lo mismo, y tú lo sabes! ¡Ven, ven al mar a hacer lo que tu playa nos está pidiendo y tú lo sabes!
—Sólo los Baskardo de Sugarkea siguen haciendo esas cosas en la mar y sin casarse —digo—. Yo no quiero pecar como esos salvajes sin Dios.
Isidora da un grito:
—¡Dios!
Y otro grito: —¡Ya salió Dios!
Y dice:
—De modo que era eso…
Sale del agua. Chorrea la carne blanca de su cuerpo. Isidora viene hacia mí.
—Pobre amor mío…, ¿qué ha hecho de vosotros la Iglesia? —dice—. No es justo que los curas os hayan quitado a los de Getxo una playa como ésta. ¿Por qué la llamabas tuya si ya no lo es?
Me ha llamado «amor mío». Isidora también podría decir «playa mía», porque tiene razón: ahora es suya.
—Vístete —le digo—, que es pecado estar desnuda ante la gente.
—¿Qué te pasa? ¡Tú no eres la gente! —me dice—. ¡Y estamos en la playa a la que tú me querías traer! ¡Quiero ver de nuevo en tus ojos aquel brillo de cuando me decías: «¡Voy a llevarte a Getxo, a mi playa!». ¡Amor mío, tú y yo ahora no somos pecado!
Se ha parado ante mí y me ha vuelto a llamar «amor mío». Se me ha acercado tanto, que echo un paso atrás para que no me roce con sus…
—El pecado no existe —dice Isidora, acercándose más y pasándome sus manos por la cara. Nunca me ha tocado una cosa tan suave.
Oigo mi propia voz:
—Entonces, ¿por qué llorabas?
—Fue antes de sentirme como una parte de la playa —dice Isidora.
—¡Dime por qué llorabas!
Mi grito frena a Isidora.
—¡Con tus lágrimas querías echarme en cara que yo te había traído aquí para pecar! —digo.
Isidora me coge una mano y otra con las suyas.
—¡No, no! —dice—. Sólo estaba asustada. Es la primera vez. Nunca he estado con un hombre. Pero sabía que en tu playa todo acabaría siendo diferente, que no tenía por qué sentir miedo y vergüenza de mi propio cuerpo ni del tuyo. ¡Pero nunca te eché nada en cara, amor mío! ¡No, no! Yo sabía que toda la culpa era mía, porque estaba en tu playa y era como si no estuviera en ella. Porque me sentía una extraña aquí. Porque quería que la playa me mirara como te mira a ti, como mira a sus rocas, a su arena, a su mar, a su silencio y a su soledad. ¡Lloré de rabia porque la playa no me recibía! «¡Quiero morir, quiero morir!», gritaba para mí misma. «¡No me importaría ahogarme en ese mar si así la playa me hace suya!», pensaba. Y tú lo comprendiste, amor mío, y me diste de tiempo toda la tarde. Al principio, cada grano de arena que pisaban mis pies descalzos me gritaba: «¿Quién eres? ¡Márchate! ¡Esta playa es demasiado pura para ti!». Y yo lloraba y lloraba y pedía perdón a cuanto me rodeaba y te pedía perdón a ti, que esperabas. Abrí todos mis sentidos para que entrase por ellos la playa y no sé si gritaba o sólo pensaba: «¡Soy un pez hembra que he venido a volar con mi pez macho!».
—Hablas más y dices más tonterías que en tus mítines de las minas —digo—. Los peces no vuelan, nadan.
—¡Pero siento que nosotros volaremos dentro del agua! —dice Isidora.
—Dentro del agua no se puede volar —digo.
—¡Pues Roque e Isidora volarán! —dice Isidora.
—Dentro de la mar… —empiezo, pero ella me corta:
—Eres más bruto que una mula, amor mío. ¿O es que me quieres decir que sobran las palabras? Ven, vayamos al agua a amarnos en silencio.
Tira de mí, para arrastrarme.
—En Getxo todos sabemos que ni los Baskardo de Sugarkea vuelan cuando se meten en el agua a pecar —digo.
—¡El pecado no existe! —dice Isidora, tirando de mí—. ¿Quiénes son esos Baskardo de Sugarkea? ¡Quiero ser como ellos!
—Dice don Eulogio que en los Baskardo de Sugarkea vive el demonio —digo.
—Yo te salvaré de ese don Eulogio —dice Isidora, y se para y veo cómo su cara sube hacia la mía y sé que se ha puesto de puntillas y ahora tengo sus labios contra los míos y es el beso en el que yo pensaba desde hace un mes. Luego nos quedamos mirándonos. Isidora empieza a desnudarme, y de pronto recuerdo que ella está desnuda. Me acaricia el cuerpo mientras me quita las ropas—. El pecado no existe —dice.
—Yo a ti no puedo desgraciarte sin estar casados por don Eulogio —digo.
—Entonces, ¿a qué tanta prisa por traerme a la playa? —dice Isidora.
—Estaba loco —digo—. Nunca me había pasado con otra chica.
—Y luego, una vez en la playa, dejas de pronto que los curas manden en tu cuerpo —dice Isidora.
—Vi tus lágrimas. Me avergoncé de mí mismo —digo.
—¡El pecado no existe! —dice Isidora, dando el último tirón de mi ropa y dejándome desnudo. Me toma de la mano y me lleva playa abajo. La luz blanca de la luna rebota contra la mar y alumbra el frente de los cuerpos desnudos de Isidora y mío. Esto no puede estar ocurriendo. La madre se moriría si me viera así.
Al llegar al borde de la mar, nos miramos. Los ojos de Isidora me dicen que tampoco cree en lo que está pasando. En Getxo siempre se ha dicho que cuando un Baskardo de Sugarkea elige mujer, la lleva a la playa y se mete en la mar con ella en brazos.
Cojo a Isidora en brazos y entro en la mar.
En Getxo siempre se ha dicho que los Baskardo de Sugarkea nadan en la mar con su hembra antes de entrar en su cuerpo.
Suelto a Isidora y empiezo a nadar. Isidora me mira. Le enseño cómo se nada. Aprende de un golpe y nadamos juntos.
En Getxo siempre se ha dicho que los Baskardo de Sugarkea hablan con sus hembras cuando nadan en la mar, pero no con palabras.
Mi garganta empieza a hacer ruidos. Isidora me entiende todo lo que le digo. Isidora también me habla con ruidos. Cuando nos zambullimos, nos hablamos tocándonos los cuerpos con las manos.
En Getxo siempre se ha dicho que, entre los vascos de otros tiempos, los machos y las hembras se montaban dentro de la mar, como lo siguen haciendo los Baskardo de Sugarkea.
Mis manos están diciendo al cuerpo de Isidora que la quiero montar. Isidora toca mi cuerpo para decirme «amor mío» con más limpieza que cuando me lo dijo con palabras.
El agua de la mar entra conmigo en el cuerpo de Isidora.