Josafat Baskardo

9 de marzo de 1895

Ama dice a Fabi:

—Siéntate aquí, en medio de los dos.

—No hay sitio —dice Fabi—. Me aplastáis.

—Quédate donde estás —dice Ama.

Arranca el coche y deja atrás el txistu y el tamboril que suenan ante la iglesia.

—Martxel y Jaso van muy anchos —dice Fabi.

Aita no mira a nadie, sólo al frente, a las orejas del caballo. Fabi se revuelve entre Ama y aita.

—Me hacéis daño —dice Fabi.

—Acabamos de recibir el Cuerpo de Cristo y únicamente debes pensar en Él —dice Ama.

—Martxel y Jaso van muy anchos —dice Fabi—. Me cambio a su asiento.

—Quédate donde estás —dice Ama, sujetándola con su mano izquierda—. Tu cuerpo es inocente.

La cara de aita va como dormida, pero sus ojos, abiertos, no se apartan de las orejas del caballo. Sus rodillas no se mueven, y su cuerpo, de cintura para arriba, parece un poste.

—Ama, a mí no me importa ponerme donde está Fabi —digo—. Que se quite ella y me siento yo.

—Ah, Jaso, tú siempre tan buen hijo. Pero tu hermana es más pequeña y cabe mejor. ¡Mi querido Jaso, tú sí que comprendes a tu pobre madre! Lo importante es conservarse en estado de pureza después de recibir al Señor. Ved, ved a nuestros buenos aldeanos saliendo de misa… Abróchate el botón del cuello, Jaso, no te vayas a enfriar.

—Si Fabi se quita, yo me pongo en su sitio, Ama —digo.

—¡Ahí está Andrea! —dice Martxel.

Miro a Martxel en el momento en que él también me mira. «No tengas miedo, Martxel, no diré nada», le digo con los ojos. Al adelantarles el coche, el grupo de los Altube nos saluda con la cabeza. Se mueven como agarrotados dentro de sus ropas de domingo.

—Vedlos, vedlos con sus sanas costumbres —dice Ama—. ¿A quién miras tanto, Martxel?

Me gustaría seguir viendo la cara de Andrea, pero ella ha bajado la cabeza. Miro a Martxel, que la está mirando. Luego, él y yo nos miramos.

—Nunca he visto un perfil tan perfecto de vasca como el de esa chiquilla —dice Ama—. Por algo se apellida Altube.

—Es como el de la que está en el cuadro del comedor, ¿verdad, Ama? —digo.

—No hay duda de que el pintor tuvo de modelo a otra como Andrea —dice Ama—. Nuestra tierra está llena de flores como ellas.

Ahora Martxel mira a Andrea por encima de la cabeza de Fabi.

—Espero que nuestras gentes de la misa de hoy hayan entendido a don Venancio —dice Ama—. Esta vez desde el púlpito no se ha hablado del advenimiento del reino de Dios, sino del nuestro, el de los vascos. ¡Nuestro pueblo se ha puesto en marcha por la voluntad del Señor! Lo ha dicho don Venancio entre que digo y no digo. Me gustaría bajar del coche para preguntar a nuestras gentes si le han entendido, y, si no es así, explicárselo. ¡Es tan importante para todos los vascos lo que está ocurriendo estos días! Y hay que empezar a decirlo sin miedo.

Basta mirar la cara de Ama para saber que es bueno eso que dice que está ocurriendo. Me gusta mirar la cara que Ama tiene ahora. Sé que le gustará que le pregunte qué está ocurriendo.

—¿Qué está ocurriendo, Ama?

Vuelve hacia mí sus ojos claros, llenos de luz.

—¡Oh, Jaso, Jaso!

—¡A ver si no me aplastáis tanto! —dice Fabi, removiéndose entre Ama y aita.

Tengo miedo de que la cara de Ama vuelva a ser oscura. Si pudiera olvidarse de que tenemos a aita en el mismo coche…

—Ama, que se levante Fabi para ponerme yo en el medio —digo.

—¡Pero si ya estamos llegando, pequeño mío! —dice Ama.

—No, no estamos llegando, aún falta un buen cacho —dice Fabi.

Martxel ya no puede ver a Andrea, ni yo tampoco, porque hemos doblado la curva del camino. Y ahora veo a Santiago Altube a la puerta de La Venta, en su mecedora, con su carota roja bajo la boina y su gran tripa reventando la blusa, charlando con el grupo de hombres que le rodea.

—¿Qué decías que ocurría, Ama? —digo. Pienso: «No mires, Ama. No vuelvas la cabeza y te acuerdes de quién vive en La Venta. No mires, Ama. Y dime lo que decías que está ocurriendo». Pero mira.

—¡Ama, Ama!, ¿qué está ocurriendo?

Su cara vuelve a ser como la de una muerta. «¡No, Ama, no!».

Oigo toses nerviosas de aita, pero no quita los ojos de las orejas del caballo. Ha tosido para que Ama recuerde que él está al otro lado de Fabi.

—¿Qué está ocurriendo, Ama? —digo.

—Sí, claro, esto es lo único que importa —dice Ama—. Tú bien que lo sabes, Jaso, hijo mío. ¿Por qué no te abrochas ese botón? Detrás de las palabras de don Venancio está la salvación de nuestro pueblo. Yo se lo advertí: «Cuidado, don Venancio, mucho cuidado con lo que se le escapa, que los oídos del enemigo no duermen». Bueno, pero es inútil predicar prudencia a un corazón patriota que ve algo de esperanza. ¡Vaya que sí! ¡Qué bien sonaron sus palabras en el templo! ¿Las recordáis? «Extirpemos el extranjerismo e implantemos el patriotismo, uniendo a los hijos de Bizkaya bajo una sola bandera». Y también pronunció nuestro lema: «Jaungoikua eta Legizarra». —Tiende sus brazos hacia mí y yo me lanzo hacia ellos y me ahogan—. ¡Jaso, hijo mío, nuestro pueblo se ha puesto en marcha!

Los latidos del corazón de Ama son como si fueran los míos. Pienso: «Ama y yo somos uno». Pasan de ella a mí los golpes de sangre en que se han convertido sus palabras: «Estábamos dormidos y el Maestro nos ha despertado. Sus textos han de ser como nuestra segunda Biblia. Escucha, Jaso: "…habiendo llegado a conocer a mi patria y caído en la cuenta de los males que la aquejaban, extendí mi vista en derredor buscando ansiosamente un brazo generoso que acudiera en su auxilio, un corazón patriota, y por todas partes tropecé con la invasión española…"».

—Jaso está llorando —dice Fabi.

—A ver, a ver —dice Ama, apartándome de ella y secándome los ojos con su pañuelo—. Nuestro Maestro también quiere que los niños se acerquen a él.

Al no poder ver a Andrea, ahora Martxel está mirando a Ama.

—Ya le advertí a don Venancio: «Don Venancio», le dije, «es hora de empezar a predicar la buena nueva, pero no lo haga a lo bruto. Anuncie con suaves palabras la esperanza. Prepare el terreno para la gran revelación. Diga y no diga. Que ellos no sepan, aún, que vamos a poner en práctica las sagradas ideas contenidas en los artículos de prensa y en el libro del Maestro».

—¡Cochero, más aprisa, fustigue al caballo! —dice aita. El cochero vuelve a medias su cara con la boca abierta, pues el coche ya sólo está a veinte pasos de la puerta del jardín.

—Y vamos a ganar, ¿verdad, Ama? —dice Martxel.

—La verdad está con nosotros —dice Ama.

Fabi no ha dejado de gimotear y ahora, por fin, escapa del hueco entre Ama y aita.

—Me hacéis daño y me voy —dice Fabi.

—¿No te he dicho…? —dice Ama.

—¡Esa puerta debe estar siempre abierta cuando regresa el coche! —dice aita—. ¡Lo he ordenado mil veces! ¿Quién dice en esta casa lo que hay que hacer?

Sólo tengo que ponerme de espaldas y moverme a un lado y a otro para sentarme a duras penas entre Ama y aita.

—¡Ah, Jaso, Jaso! —dice Ama, besándome en la cabeza.

—¡Que abran esa puerta inmediatamente! —dice aita.

Estamos parados ante la verja. Un criado corre por el jardín. El cochero no sabe si bajar él mismo a abrir la puerta.

—¿Quién da las órdenes en esta casa? —dice aita.

A mi derecha tengo la carne de aita. A mi izquierda, la carne de Ama. No puedo pensar que estoy aplastado por los dos cuerpos, pues sólo me molesta la carne de aita.

Chirría la puerta de hierro al ser abierta por el criado con polainas rojas.

—El Maestro me inspirará cómo destruir esa guarida —dice Ama.

Ahora los ojos de Ama no se apartan de la casota de enfrente, que es como una gran patata mal hecha. Pienso: «¡No mires, Ama, no mires!». Pero Ama no puede apartar los ojos de esa guarida y su cara es como la de una muerta.

—Jaso y yo nos vamos a cazar pájaros con liga —dice Martxel.

—Y yo —dice Fabi.

—No —dice Martxel.

—¿Hasta dónde iréis? —dice Ama.

—No sé, por ahí, hasta el Molino —dice Martxel.

—Yo también puedo ir hasta el Molino —dice Fabi.

—Tú siempre nos espantas todos los pájaros —dice Martxel.

—¡Mentira! —dice Fabi.

—Los hermanos deben ir juntos —dice Ama.

—¡Pero no a cazar pájaros con una hermana tonta que grita y los espanta! —dice Martxel.

—Es que mi Fabi quiere mucho a los pajaritos y no puede verlos muertos —dice Ama.

Hemos entrado en casa.

—¿Ni siquiera en domingo puedo tener paz en mi propia casa? —dice aita, que ya va escaleras arriba.

—¿Es pecado el que una madre hable con sus hijos? —dice Ama.

Nos llega la voz de aita cuando ya no se le ve en lo alto de la escalera:

—Aquí se confunde el histerismo con el hablar.

Ama se acerca a una ventana, aparta las cortinas y mira hacia fuera. Pienso: «¡No mires, Ama, no mires!».

—Y aún se atreve ese hombre… —dice Ama—. Venid aquí y ved esas piedras construidas sobre el pecado, pues muy pronto las habitará el bastardo. ¿Qué otra mujer soportaría tanto? Tengo motivos para comportarme como una histérica.

—Yo le mataré —dice Martxel.

—Yo también le mataré —digo.

—¿No ibais a matar pájaros? —dice Fabi—. Yo he visto un bando de gorriones sobre los jaros de detrás de la iglesia.

—No inventes mentiras para venir con nosotros —dice Martxel.

—¡Los vi, los vi! —dice Fabi.

—¡Los vi, los vi! —dice Martxel, haciéndole muecas.

—¡Ama, mírale! —dice Fabi, pataleando el suelo.

—Le miro y me parece un monito de imitación —dice Ama.

—¡Nos vamos! —dice Martxel.

—Pero los tres hermanos —dice Ama.

—¿Por qué Fabi no se va con las chicas? —dice Martxel—. ¿Qué culpa tenemos Jaso y yo de que no tenga hermanas? Si el bastardo fuese bastarda…

—¡Martxel! —dice Ama. Se acerca a Martxel—. No has querido decir eso, ¿verdad? No has querido nombrarle, estoy segura. —Martxel baja la cabeza y Ama le besa—. Sé que ninguno de vosotros se pondrá jamás contra vuestra madre.

—¡Vamos, Jaso! —dice Martxel.

—Fabi, hija mía, es mejor que no te mezcles con estos chicotes —dice Ama, atrayéndola hacia sí—. Ven conmigo a la cocina y me ayudas a hacer el pastel del domingo. Ya eres una mujercita de nueve años y debes… Pero, Martxel, ¿te vas sin tus trastos de los pájaros?

Martxel y yo ya estábamos en la puerta. Martxel me mira y se pone rojo y da la vuelta y sube a su cuarto. Vuelve y ya no está rojo y trae en una mano las varas de mimbre y en la otra el bote de liga.

—Que no se os pase la hora de la comida —dice Ama.

Martxel camina en silencio a mi lado. Yo tampoco le hablo, porque sé que él no quiere hablar. Si fuéramos a pájaros, hablaríamos de pájaros. Pero no vamos a pájaros, y Martxel no puede hablar.

—Si quieres, me marcho —digo.

—¿Acaso no te pedí que vinieras? —dice.

—Prefiero marcharme.

—¿No te das cuenta de que quiero que te quedes?

Sé que su furia no es contra mí. Se pone así cuando va a verla.

—¿Por qué te paras? —dice Martxel, volviéndose. Retrocede los pasos que nos separan y tira de mi manga—. ¡Vamos!

Martxel y yo caminamos en silencio, yo, ahora, un poco detrás de él. Martxel vuelve continuamente la cabeza para vigilarme con el rabillo del ojo, pero yo no voy a huir, pues he visto que Martxel quiere de verdad que me quede, aunque no sé para qué.

Hemos dejado el camino para tirar por entre prados, huertas y bosques. Y, de pronto, al rebasar una loma, aparece al fondo de la hondonada el gran cañaveral de los Altube, en el límite de sus tierras.

—Agáchate —dice Martxel.

Bajamos la ladera bordeando un macizo de zarzas, sin asomar siquiera las cabezas. Una corriente de agua, de cuatro palmos de ancho, recorre el cañaveral a lo largo. Hemos llegado a uno de sus extremos, donde Roque Altube tiene hecho un hueco entre cañas, una choza verde, muy fresca incluso en verano. Es un buen sitio para tumbarse a escuchar el roce de las cañas movidas por la brisa o para dormirse con el canto de los jilgueros o de las chontas. Roque la hizo para esconderse y vigilar las dos mallas con que atrapa a los pájaros que bajan a beber al charco abierto enfrente, y cuando bajan, Roque tira de las cuerdas cruzadas y las mallas giran como puertas y quedan cubriendo el charco, con los pájaros debajo. Martxel y yo tenemos permiso de Roque para venir aquí. Dentro de la choza ya está Andrea, esperándonos, es decir, esperando a Martxel.

—Hola —dice Andrea.

—Hola —dice Martxel.

Asomo la cabeza por encima del hombro de Martxel y les veo mirarse, ella desde la hojarasca verde del fondo y él desde la entrada.

—Hemos tenido carta de Saturnino —dice Andrea.

—¿Quién es Saturnino? —dice Martxel.

—Mi tío abuelo —dice Andrea.

—¿Cómo es? —dice Martxel.

—No sé, no le conozco —dice Andrea.

—¿Es tu tío abuelo y no le conoces? —dice Martxel.

—Es que no está aquí —dice Andrea.

—¿Dónde está? —dice Martxel.

—En las Américas —dice Andrea.

—¿Y qué dice en la carta? —dice Martxel.

—Que vendrá dentro de unos meses y que no le busquemos mujer —dice Andrea.

Martxel me mira y me dice:

—¿Sabes que Andrea y yo nos vamos a casar?

Andrea no se mueve, no mueve ni los brazos ni el cuerpo ni la cara, no se le mueven en la cara ni los labios ni las cejas ni nada, pero toda ella se pone roja como un tomate.

—No nos vamos a casar —dice.

—Lo juraste el domingo —dice Martxel.

—No lo juré —dice Andrea—. Yo nunca juro.

—Lo prometiste —dice Martxel.

¡Dios mío, qué roja está la pobre Andrea! Pero aguanta, muy tiesa, nuestras miradas. Su vestido es amplio, de tela áspera, y largo, hasta los tobillos, y de color violeta, con botones en los puños y en el pecho. La carne de su pecho se habrá puesto tan roja como la de su cara. Los ojos de Andrea son claros. Su pelo es rubio castaño, y lo lleva corto, casi como el de un chico. Yo sólo miro a Andrea cuando ella no me mira.

—¿Cuántos lo saben ya? —dice Andrea.

—Nadie, sólo nosotros tres —dice Martxel—. ¡Te lo juro, Andrea, te lo juro! Nosotros dos y Jaso, y Jaso no cuenta. No importa decirle a Jaso que somos novios.

Quiero decir a Martxel que no avergüence más a la pobre Andrea, pero sólo pienso en esa carne roja. La carne de Andrea puede ser blanca o roja, aunque no importa el color de fuera: lo que hay debajo siempre es su carne. Un día toqué la carne de su mano; en la romería de San Baskardo se formó una cadeneta y Andrea cogió mi mano con la suya, y oí la voz de Martxel: «¿Qué te pasa, Jaso? ¡Vas a romper la cadeneta!». La carne de Andrea. «¡Espera, espera, Jaso!», dijo Martxel. «¡La vas a tirar también a ella! ¿Qué te pasa, imbécil?». «¿No veis que el pobre chico se está poniendo malo?», dijo una mujer. Cuando abrí los ojos, estaba tumbado sobre la yerba, bajo un árbol, y había muchas caras rodeándome, pero yo sólo vi las de Martxel y Andrea. La gente decía: «Es el hijo de Camilo. Ya vuelve en sí». «No ha sido nada, un pequeño mareo». Luego yo sólo miraba la carne de la cara de Andrea. «¡Era una de las mejores cadenetas que se han visto y tú la has roto!», oí decir a Martxel. «Déjale, no le riñas», dijo Andrea. «Él no ha tenido la culpa. ¿Puedes levantarte, Jaso?». Desde entonces, mi mirada nunca más se ha vuelto a cruzar con la de Andrea, porque se pueden ver unos ojos sin tropezarte con la mirada de esos ojos. «Yo te ayudaré a levantarte, Jaso», dijo Andrea, y me tendió ambas manos y yo volví a sentir su carne contra la mía y entonces empecé a levantarme por mí mismo.

—¿Qué hay de malo en que un chico y una chica sean novios? —dice Martxel.

—Me voy a casa —dice Andrea.

—¿Es porque está aquí Jaso? —dice Martxel—. ¡Pero si Jaso es como si fuera yo mismo! Puedes decirme delante de él lo que me decías el domingo estando solos.

—Quiero marcharme —dice Andrea.

—No, me marcho yo —digo.

—¡Jaso quiere irse con mi novia para quitármela! —dice Martxel, riendo—. ¡Sí, sí, es verdad, mira lo rojo que se ha puesto! ¡Me quiere quitar la novia, quiere robar la novia a su propio hermano!

Arde la carne de mi cara. La carne de Andrea también está roja. Sé que la carne de Andrea sigue blanca debajo del rojo. Y si el rojo de Andrea es igual que el mío, su carne blanca de debajo será también igual que la mía. Pero la carne de Andrea no es como la mía, no es como la de Martxel, y no me atrevo a tocar la carne de Andrea.

—No te vayas, que tenemos que hacer algo muy importante —dice Martxel.

Martxel y Andrea se miran, y Andrea se encoge de hombros y dice «Bueno», y dice:

—Pero que tampoco se marche Jaso.

Martxel suelta una carcajada.

—¿Por qué no quieres que se marche Jaso? —dice Martxel, todavía riendo—. ¿Es que os habéis juramentado a mis espaldas para casaros? ¡Oh, oh…! ¡A ver, un balde de agua para refrescar las mejillas de Jaso!

—Es que no quiero quedarme a solas contigo dentro de esta cabaña —dice Andrea.

—¿Por qué? —dice Martxel.

—Porque ama dice que es pecado que un chico y una chica se queden solos —dice Andrea.

—Sí, es pecado —dice Martxel—. Mi Ama también lo dice. ¿No es verdad, Jaso? —Deja de reír y se pone muy serio—. ¿Para qué te crees que he traído a Jaso?

—¿De verdad que lo has traído para que no sea pecado? —dice Andrea.

Martxel se pone a un palmo frente a Andrea.

—Te voy a dar un beso —dice Martxel—. Con Jaso delante no es pecado.

—Un beso siempre es pecado —dice Andrea—. Ni siquiera los padres se besan, y eso que están casados. En Altubena sólo besamos a los muertos. A la abuela Idurre le gusta contar la muerte de mi hermanito que murió al nacer, cuando yo todavía no había nacido, y dice que no le pusieron en la cuna sino en la cama de los padres, desnudo, como un gazapo, y que era tan pequeño que apenas se le veía sobre la colcha, y que toda la familia se acercó para despedirle con un beso en la frente, y además la abuela Idurre le dio otro beso en el culo, diciéndonos: «Todo su cuerpo es puro y por eso está ya en el cielo».

—Nuestros padres no se besan —digo.

—Lo de ellos es distinto —dice Martxel.

—Nuestros padres no se besan —digo—. Yo nunca dejaría que aita besara a Ama.

—Lo de ellos no cuenta —dice Martxel.

—Ama no quiere que aita la bese, porque es pecado —digo.

—Pues se han besado. Yo los vi. Hace seis años, cuando yo tenía nueve —dice Martxel.

—¡Mentira! —digo.

—Ella estaba sentada y él se le acercó por detrás y la besó en el cuello —dice Martxel.

—¡Mentira! —digo—. ¡No le hagas caso, Andrea, lo dice porque te quiere besar! ¡Pero no te dejes! ¡Es tan sucio que inventa mentiras para poder besarte!

—Entonces, la abuela Idurre y todos los Altube pecaron al besar al niño muerto —dice Martxel.

—¡Pero Andrea no está muerta! —digo.

Martxel coge una mano de Andrea.

—¡Suéltala! —digo.

—El beso que yo te dé no es pecado —dice Martxel, mirándola a los ojos.

—¡Suéltala! —digo.

Andrea cierra los ojos y Martxel besa su mejilla. La cara de Andrea se pone aún más roja. Pero no es por esto que ya no me parece la misma cara. ¡Ama, ya nunca más podrás decir que Andrea tiene la más perfecta cara de vasca! Pienso: «¡Martxel, maldito! ¡Martxel, maldito!».

—¡Martxel, maldito! ¡Martxel, maldito! —digo.

—¡Martxel, te está pegando! —dice Andrea.

—Déjale —dice Martxel.

—¡Pero te está arañando la cara! —dice Andrea.

Estoy frente a Martxel. No se mueve. Caen por sus mejillas hilos de sangre. Respiro con tanta fuerza que no puedo ni pensar. Pero Andrea ha dicho que yo he pegado a Martxel, que he arañado su cara, y no le creería si dijera que he tocado su propia cara, pero le creo porque dice que ha sido la cara de Martxel.

—Ven, siéntate —dice Andrea a Martxel.

Y le tira de la manga hasta hacer que Martxel se siente en el suelo, y entonces Andrea sale de la choza y por entre las rendijas de las cañas la veo mojar las partes bajas de su vestido en el agua del charco, y vuelve y se arrodilla junto a Martxel y le limpia la cara con su falda humedecida.

—Era pecado —dice Martxel.

—No, no es pecado —dice Andrea.

—Sí, era pecado —dice Martxel—. Dios ha puesto loco a Jaso para que veamos que era pecado. Él tenía razón. Ojalá no te hubiera besado.

Martxel se pone a llorar.

—No me has hecho ningún daño —dice Andrea.

—Jaso sabía que era pecado porque él está más cerca de Ama y de Dios —dice Martxel.

—¡No llores, no llores, no me has hecho ningún daño! —dice Andrea.

—Me confesaré con don Eulogio —dice Martxel.

—¡No lo hagas, Martxel, porque luego me daría vergüenza ir a mí! —dice Andrea.

Digo a Martxel:

—No podrás mirar a Ama a la cara si no te confiesas, pero con don Venancio. Ama ya no va a las misas de don Eulogio, sino a las de don Venancio.

—No me has hecho ningún daño —dice Andrea, y el rayo de sol que se cuela por una rendija de la pared de cañas hace brillar las lágrimas que le bajan por sus mejillas—. Y si no me has hecho daño es que no es pecado.

—Tú no eres quién para decir si es pecado o no —dice Martxel—. Sólo Dios y Ama lo pueden decir. ¿Por qué no juraste que te casabas conmigo? A lo mejor Jaso no se habría puesto loco… Eh, Jaso, ¿qué dices?

—Los besos son pecado —digo.

—¡No son pecado! —dice Andrea, levantándose.

—Un beso toca la carne y la carne no es de Dios sino de Satanás —digo.

—¡Si los besos fueran pecado yo lo sabría ahora que me ha besado Martxel! —dice Andrea—. ¿Cómo lo sabes tú, Jaso?

—Ama lo sabe —digo—. Ama no quiere que aita la bese.

—Eso es verdad —dice Martxel.

De pie en el centro de la choza, respirando con ahogo, Andrea pasa su mirada de Martxel a mí y de mí a Martxel.

—¿Es que no sabéis lo que hacen los animales en las cuadras? —dice Andrea—. ¡Si lo supierais no diríais que el beso de Martxel es pecado!

Martxel levanta la cabeza, mira a Andrea y dice:

—¿Juras que te casarás conmigo?

—¡Sí, lo juro, lo juro! —dice Andrea.

—Entonces, el beso ha sido menos pecado, ¿eh, Jaso? —dice Martxel.

Andrea se acerca y se para ante mí. Me mira. Yo bajo los ojos, y aunque no quiero ver nada de ella, veo los bajos mojados de su vestido. Pero sé que ella tiene sus ojos clavados en los míos. Oigo su respiración cada vez más cerca. Ahora siento en mi cara el aire de su boca. Toca mis labios algo blando y caliente. Quiero huir, pero mis pies no se mueven. Grito: «¡Ama, Ama!», pero levanto los ojos y miro a Martxel y a Andrea y sé que no me han oído. Martxel ya está en pie. Mi mirada se cruza con la de Andrea. Estoy mirando los ojos de Andrea, que me miran.

—Te he dado un beso para que veas que no es pecado —dice Andrea.

Grito… ¿o sólo pienso?: «¡Maldita! ¡Maldita! ¡Maldita!».

Las criadas han quitado la mesa, pero yo sigo sin moverme de la silla. Ante mí, en la pared, está el gran cuadro de la niña vasca, de la que Ama dice siempre que se parece a Andrea, o al revés. Llevo mucho tiempo solo en el comedor.

—¡Jaso, Jaso!, ¿dónde estás? —me llega la voz de Ama.

La piel de la niña del cuadro es del color de las manzanas. Está sentada sobre un tronco de haya, tiesa, los brazos recogidos sobre el halda y en sus manos un misal de pastas blancas y el rosario de cuentas, también blancas. Dice ama que la pintaron en el día de su primera comunión. A su lado, sentada en el mismo tronco, está su amama, y detrás, en pie, su ama. Es como estar viendo una misma cara en las tres. Al fondo, su caserío, la parra dando sombra al portalón. Y, detrás, los montes verdes. El vestido de la niña es de color ceniza claro, con el cuello blanco y cerrado, y tan bien lo pintó el pintor que sus pliegues parecen los pliegues de un vestido de verdad. Lleva a la cabeza un pañuelo de aldeana, atado por arriba con una roseta terminada en dos puntas. Sonríe sin separar los labios. Ama suele decir que sonríe de felicidad por haber recibido a Cristo por primera vez. Su cara es fina y alargada, y seria, a pesar de su sonrisa. Ama compró el cuadro cuando yo tenía siete años y acababa de ser pintado; es decir, que entonces la niña era de mi edad, y ahora tendrá también, como yo, trece años. Ama suele decir que la niña del cuadro y Andrea son casi iguales, que una y otra tienen las más bonitas caras de vascas que conoce, pero yo sé, desde hoy, que la cara de Andrea no es como la de esa niña, que la carne de la cara de Andrea ya no es vasca, porque es de Satanás, no es como la carne color manzana de la cara de la niña del cuadro.

—¡Jaso, Jaso!, ¿dónde te has metido? —oigo a Ama.

¿Cómo se llamará? ¿Leire? ¿Amaia? ¿Nerea? ¿Begoña? ¿Itziar? En el cuadro tiene siete años, pero ahora tendrá trece, como yo. ¿De qué caserío será? ¿En qué pueblo vivirá? Han pasado seis años, pero seguirá siendo tal como la veo ahora. Sus labios no los tiene para besar, como los de Andrea, sino para sonreír al recibir a Cristo. Se abre la puerta y veo la cabeza de Fabi.

—Ven, Fabi —digo.

Se acerca.

—Súbete a esa silla —digo.

—¿Para qué? —dice Fabi, subiéndose a la silla—. ¿Qué haces aquí? Te anda buscando Ama.

—¿Eres un chico o una chica? —digo.

—¿Qué? —dice Fabi.

—Que si eres un chico o una chica —digo.

—Yo soy Fabi —dice Fabi.

—Yo también parecía una chica cuando Ama me ponía rizos —digo—. Súbete la falda.

Fabi se levanta la falda y dice que tiene frío.

—La otra falda también —digo—. La de abajo.

—¿Para qué? —dice Fabi.

—No te importa —digo.

—Pues no me la levanto —dice Fabi.

—Es que tengo que verte… —empiezo a decir, pero oigo a Martxel:

—¿Qué haces todavía en el comedor, Jaso? Hace más de una hora que hemos acabado de comer. ¿Qué hace Fabi de pie sobre esa silla y con la falda levantada?

—Yo sólo quería saber si Fabi ha besado a alguien o alguien la ha besado a ella —digo.

—¿Y cómo ibas a saber…? —Martxel se acerca a nosotros.

—¿Qué te pasa, Jaso? ¿Por qué te has puesto tan rojo? ¡Por Dios, Jaso, basta una brisa para que te pongas como una amapola!

—Quiero que me ayudéis a llevar este cuadro a mi dormitorio —digo.

Ahora Martxel mira hacia donde yo miro.

—¿Llevar el cuadro de la neska a…? —dice Martxel—. En los dormitorios sólo se ponen imágenes. Estoy seguro de que a Ama no le gustaría… Pero ¡oye!, ¿cómo ibas a saber si Fabi ha besado a alguien o si…?

—Su tripa —digo—. Creo que no la tiene como la bola del mundo, como se le pondrá a Andrea enseguida. Nadie ha besado a Fabi ni ella ha besado a nadie.

Martxel agarra a Fabi de las ropas y de un tirón la baja de la silla. Luego me agarra de la chaqueta y me zarandea.

—¿Qué te pasa, Jaso? —dice—. ¡Dios mío, aunque el besar fuera pecado…!

—Ya veo que Andrea te ha convencido, por fin, de que no es pecado —digo.

—¡Y no lo es! —dice Martxel.

—Si no es pecado, ¿por qué durante la comida no le has contado a Ama lo que pasó en la choza de Roque Altube? —digo.

—No hay por qué contar todas las cosas, aunque no sean pecado —dice Martxel.

—Debemos contar a Ama todo lo nuestro —digo—, como ella nos cuenta lo suyo.

—Pues empieza tú —dice Martxel—, y no quieras llevar este cuadro a tu dormitorio sin pedirle permiso.

—¿Crees que Ama sufriría si me llevo el cuadro? —digo—. Yo no quiero traicionarla, no quiero hacerla sufrir, y por eso me llevaré el cuadro a escondidas.

—¿De qué traición hablas? —dice Martxel—. Si Ama puso este cuadro en el comedor es que debe estar aquí.

—Quiero tener este cuadro en mi dormitorio —digo—. Tú ya tienes a Andrea. Yo empezaré a buscar a la muchacha que era una niña cuando la pintaron. Ha de seguir viviendo en algún rincón de nuestra tierra. Ama dice que tiene la más perfecta cara de vasca.

Martxel acerca su cara a la mía. Dice:

—¡Jaso! —Y se pone a reír a carcajadas, diciendo—: ¡Jaso se ha enamorado! ¡Jaso se ha enamorado!

—¡A Jaso se le han puesto rojos el cuello, la cara y las orejas! —dice Fabi.

—Esta noche van a venir invitados a cenar —oigo decir a una criada—. A ver cuándo los señoritos nos dejan libre el comedor para preparar todo lo que hay que preparar.

—Bueno, Jaso —dice Martxel, riendo—, te ayudaré a llevar el cuadro adonde quieras. Y cuenta conmigo para buscar a la dueña de esa preciosa carita… Aunque no sé para qué la quieres, si tampoco te atreverías a besarla.

—¡A Jaso se le han puesto rojos el cuello, la cara y las orejas! —dice Fabi.

—Bueno, Jaso, bueno —dice Martxel—. Te ayudaré a cargar con el cuadro y a buscar a la neska.

—Me alegro de encontraros, por fin —oigo decir a Ama.

—Señora, necesitamos… —dice la criada.

—Sí, Iratxe, ahora mismo nos vamos todos y os dejamos trabajar —dice Ama—. ¡Dios mío!, ¿por qué permito que mi casa sea invadida por esa gente?

Nos empuja con suavidad a Martxel, a mí y a Fabi hacia la puerta, y sólo cuando salimos entran las tres criadas.

—Acercaos conmigo a esta ventana —dice Ama—. Tengo el presentimiento de que va a ocurrir algo terrible. Esta mañana se han marchado los últimos obreros. Han terminado la casa. Ahora es una casa sola y vacía y no tardará en ser ocupada.

Ahí está la casa de Ella, al otro lado de la carretera. Es tan grande como la nuestra, pero fea, fea, fea…

—No —dice Ama—. Caerá un rayo del Señor y la destruirá. Estoy segura de que Él escuchará mis oraciones. No puede consentir…

Ama hace una seña con la mano, sin dejar de mirar por la ventana.

—¿Quieres acercarme una silla, Jaso? —dice.

Voy hasta un sillón y me pongo a arrastrarlo.

—Así, no, Jaso —dice Ama, sin volverse de la ventana—. Ayúdale, Martxel.

Viene Martxel y entre los dos levantamos el sillón. Lo dejamos junto a Ama y se sienta.

—Quiero verlo cuando suceda —dice.

Pongo mis labios junto al oído de Martxel.

—El cuadro no pesará más que el sillón —digo, bajito.

—¿Por qué no te olvidas de ese cuadro? —dice Martxel, también bajito.

—Prometiste que me ayudarías a llevarlo a mi dormitorio —digo.

Ama no aparta los ojos de la casa de enfrente. Martxel me hace una seña y nos alejamos de puntillas. Fabi nos sigue a distancia. Las criadas ya están en el comedor con sus bayetas y escobones. Nos miran cuando Martxel y yo llevamos una silla al pie del cuadro.

—¿Qué haces ahí como un pasmado? ¿Es que has cambiado de idea? —dice Martxel.

Martxel sube de un salto a la silla, agarra el gran marco con sus dos manos y trata de moverlo, de soltarlo de la pared. No puede. Lo intenta otra vez, y tampoco.

—¿Qué hace, señorito? —dice una criada.

—No te importa —dice Martxel. Me mira—. Ven, súbete a otra silla. Me parece que yo era el que te iba a ayudar a ti.

Pongo otra silla y me subo. Agarro el cuadro por el otro lado.

—¡Arriba! —dice Martxel—. Un poco más arriba para sacarlo de los ganchos.

—Se lo tengo que decir a la señora —dice la criada.

—¡Ya está! —dice Martxel.

Bajamos de las sillas sin soltar el gran cuadro, que pesa menos de lo que parecía.

—Señoritos, ¿qué van a hacer con el cuadro? —dice la criada—. La señora nos echará la bronca a nosotras.

—¡Afuera con él, Jaso! —dice Martxel.

Salimos del comedor, Martxel delante y yo detrás.

—¡Martxel y Jaso se llevan el cuadro de la neskita! —dice Fabi—. ¡Martxel y Jaso se llevan el cuadro de la neskita!

Ama vuelve la cabeza y mira por encima del respaldo del sillón.

—¿Se ha caído? No he oído nada —dice.

—¡Jaso quiere llevarse a su cuarto el cuadro de la neskita! —dice Fabi.

Ama se levanta y viene.

—Es verdad —dice Martxel.

Ama me mira.

—¡Yo no quería que lo supieras, Ama! —digo.

—¡Ya está Jaso tan rojo como antes! —dice Fabi.

—Jaso, tú y yo nunca hemos tenido secretos —dice Ama.

—¡Yo no quería hacerte sufrir! —digo—. ¡Yo no quería que supieras que te he traicionado!

—¡Oh, Jaso, no llores así, pobre niño mío! —dice Ama, y me abraza y estrecha contra su cuerpo—. Cuéntamelo todo.

Ama y yo nos miramos. Ahora sólo Martxel sostiene el cuadro.

—Ea, ya me dirás lo que pasa con ese cuadro —dice Ama—. No me has pedido permiso para descolgarlo. Bueno, no es una barrabasada de niño malo, pues tu intención era colgarlo en tu propio dormitorio, ¿verdad, Jaso?

Ama me mira más fijamente.

—Me gustaría saber por qué —dice.

—¡Es que Jaso se ha enamorado de la neskita! —dice Fabi, saltando y dando chalos.

Me abrasa tanto la cara que tengo que cerrar los ojos. Ama vuelve a abrazarme, a estrecharme contra su cuerpo, y ahora nadie puede ver mi cara.

—A mi pequeño Jaso le gustaría despertar todos los días viendo esos rasgos jóvenes de nuestro viejo pueblo —dice Ama—. ¿No es así, Jaso? ¡Ah, qué bien le comprendo a mi hijito! —dice, estrechándome aún más contra ella—. Es el cuadro de nuestra esperanza, ¿eh, Jaso?

Me aparta y me mira.

—Sin embargo, no sé si está bien que tengas en tu dormitorio la cara de una mujercita tan hermosa —dice Ama—. Lo consultaré con don Venancio. También me gustaría consultarlo con tu padre, pero ¿dónde está tu padre? ¡Dios mío!, ¿qué hace ese hombre, siempre tan alejado de las cosas nuestras?

—¡Señora, señora, aquí llega! —dice una criada saliendo del comedor.

—¿Quién llega? —dice Ama.

—¡Ella! —dice la criada.

Ama lanza un gemido y corre a la ventana y mira y se queda como de piedra y dice:

—¡Dios mío!

Conozco bien el ruido del coche de Ella. Fabi y yo corremos también a la ventana y nos ponemos a un lado y a otro de Ama. Martxel se queda sosteniendo el cuadro.

—No es posible —dice Ama—. Es el momento para que Dios haga algo.

—Se marchará, como otras veces —oigo decir a la criada a nuestra espalda—. Lleva cuatro años viniendo a vigilar las obras y marchándose cada día al anochecer. Una casa recién terminada no debe ser ocupada, y los barnizadores aún estaban esta mañana.

—Esta vez se queda, se queda para siempre —dice Ama con cara de muerta—. Han llegado para estrenar la cueva del dragón. ¿No veis sus trajes nuevos y el brillo infernal de sus miradas? Pero el Señor no puede permitir que ocurra.

Ama se va a morir. Pienso: «¡Yo los mataré a todos, Ama!».

—¿Qué hago con este cuadro? —dice Martxel.

Ella, Madia y Efrén bajan del coche, Madia con un cofre en sus brazos.

—Ahí llevan el producto de sus rapiñas en La Venta —dice Ama—. Ven, Martxel, mira sus caras y no las olvides nunca.

—¡No puedo! Si dejo el cuadro, se cae —dice Martxel.

Ella saca una llave y abre la puerta de su verja. Las matas de rosas y geranios todavía están prendiendo en su jardín, no hay más arbolitos recién plantados, no hay hierba. Ella, Madia y Efrén llegan a la puerta de la casa. Ella saca otra llave, pero no entra. Se vuelve hacia nosotros, mira justamente a la ventana en que estamos Ama, Fabi y yo, y la criada, detrás. Es como si supiera que estamos aquí, que no podemos estar en otra parte en este momento.

—¡Quiero ver qué pasa ahí enfrente! —dice Martxel.

La mirada de Ella es quieta y lenta, se posa en la ventana y en nosotros durante un rato. Ahora entra en su palacio, seguida de Madia y Efrén. Se cierra la puerta a sus espaldas. Se encienden algunas luces.

—¡No! —grita Ama.

—Siéntese aquí, señora —dice la criada recordándole con un gesto el sillón.

—No. Vete a sostener el cuadro para que Martxel pueda venir a esta ventana —dice Ama.

Pienso: «¡Yo los mataré a todos, Ama!».

Llega Martxel.

—Mira, hijo mío, la cueva ya está ocupada por ellos y el Señor no ha intervenido —dice Ama—. ¿Dónde está vuestro padre? ¿Qué tiene que decir él a esto?

—¡Les sacaremos con perros de esa casa! —dice Martxel.

—Pondré cortinas negras en toda esta fachada y las tendremos siempre cerradas para no verles, y así quizá les olvidemos —dice Ama—. Rezaremos con más fervor que nunca… ¡Iratxe, corre a avisar a don Venancio! ¡Que lo deje todo y venga a ayudarme!… ¿Qué hacen las chicas trabajando tanto en el comedor?

—El señor trae invitados esta noche —dice la criada—. Usted lo sabía, señora…

—¡Dios mío, sí! —dice Ama—. ¡Invasores por todas partes!… ¿No te he dicho, Iratxe, que vayas a llamar a don Venancio?

—Si alguien me sujeta el cuadro… —dice la criada.

—¡Se marchan, se marchan! —dice Fabi desde la ventana.

Nos lanzamos todos a la ventana. Aún hay suficiente luz para ver cómo Ella sale de su casa. Ama contiene la respiración. Pero sólo Ella sale, y cierra la puerta. Dentro quedan Madia y el maldito bastardo. Entonces me doy cuenta de que allí sigue el coche, frente a la puerta de hierro del jardín. Sube Ella, agarra las riendas y toma la dirección de La Venta, y ahora sin mirar una sola vez hacia nuestra ventana.

—¿Qué pasa? —dice Martxel con las manos en el cuadro.

—Es la instalación definitiva —dice Ama—. Va a recoger al pobre Santiago.

—Ama, ¿nos quieres decir de una vez qué hacemos con este cuadro? —dice Martxel.

La cara de Ama vuelve a ser de muerta y estoy seguro de que se va a morir.

—¡Ya no quiero tener el cuadro en mi dormitorio! —digo.

—El Maestro arrojará el Mal de nuestra tierra —dice Ama.

—¡A Jaso le da vergüenza pedir el cuadro! —dice Fabi—. ¡La piel se le va a tostar de roja que la tiene!

—¿Qué cuadro? —dice Ama.

—¡Jaso está enamorado! ¡Jaso está enamorado! —dice Fabi.

—¡Cállate, imbécil! —dice Martxel.

Ama se aleja de la ventana y va hacia donde Martxel. Más que cortos, sus pasos son lentos, como si no se diera cuenta de que está andando, y el borde bajo de la falda de su vestido ni siquiera parece moverse. Llega ante el cuadro y se arrodilla, como en misa, y sus manos se acercan a la tela y a la cara de la niña, aunque sus dedos no llegan a rozarla. «¡Qué cara tan bonita!», dice Ama, casi sin voz, como si hablara para ella misma. «Es como la de una virgencita. ¿Por qué no comprendéis a Jaso? ¡Qué buen gusto tuvo Aurken al elegir a la modelo!».

—¿Quién es Aurken? —dice Martxel.

—El gran pintor de este cuadro —dice Ama—. Mirad su firma, aquí, abajo, en esta esquina. Supo reflejar, como ningún otro, el alma vasca. Viajaba por nuestra tierra con su caballete y sus pinceles. Yo le conocí. Era un hombre de pocas palabras. Tenía su estudio cerca de la iglesia de Begoña y allá me fui un día a comprarle un cuadro… Este mismo. Lo acababa de terminar. Nada más verlo, nada más ver el rostro de esta chiquilla, le dije: «¡Me lo quedo!». ¡Me recordó tanto la carita de la pequeña Andrea Altube! Incluso le pregunté a Aurken si fue ella la modelo. «No», me contestó, «fue otra».

—¿Qué más? —digo.

—Qué más, ¿qué? —dice Ama.

—¿Qué más dijo? ¿No dijo dónde vive esa otra? —digo.

—Aurken era un hombre de pocas palabras —dice Ama.

—¿Por qué no se lo preguntaste? —digo.

—¿No veis como Jaso está enamorado de la neskita del cuadro? —dice Fabi.

—¿Y quién no lo está? —dice Ama—. Miradla: es la expresión de nuestra esperanza… ¡Dios mío!, ¿cómo he podido pensar que no es prudente que esta virgen esté en el dormitorio de mi hijo? Ya no necesito consultarlo con don Venancio. —Ama se pone en pie—. Ea, Jaso, vuelve a coger el cuadro y entre tú y Martxel subidlo a tu dormitorio y colgadlo en… No, yo subiré con vosotros y entre todos veremos dónde colgarlo.

—Ya no quiero tener el cuadro en mi dormitorio —digo.

La cara de Ama tiene el color blanco de los muertos. Estoy seguro de que se va a morir y yo tengo la culpa.

—Me gustaría ahora saber que está allí —dice Ama.

—¡No seas tan buena, Ama! —digo—. ¡No quiero que sufras por mí!

—¿Qué te pasa, hijo? ¿A qué viene esto? —dice Ama recogiéndome en sus brazos.

—¡Yo sólo te quiero a ti, Ama! —digo.

—Lo sé, lo sé, mi niño. ¿Por qué no me dices lo que te pasa? —dice Ama, besándome en la cabeza.

Mi cara está contra el pecho de Ama y pienso que me gustaría morir así. Mis ojos están cerrados, pero sigo viendo el sufrimiento en la cara blanca de Ama, en su pobre cara blanca de muerta.

—¡Te he traicionado, Ama! ¡Ya no quiero tener el cuadro en mi dormitorio! —digo.

—Calla, calla, mi pequeño —dice Ama—. No me importa que hayas descolgado el cuadro sin mi permiso. Estás perdonado, tranquilízate.

Pienso: «¡Por Dios, Ama, tú sabes que no es eso! ¿Por qué quieres engañarte a ti misma?».

—Tú, Jaso, y tú, Martxel, seguidme con el cuadro —dice Ama, soltándome y echando a andar escaleras arriba—. La vida de esta familia ha de continuar como si no ocurriera nada.

—¡Despierta, Jaso, y agarra aquí, como antes! —dice Martxel.

—Era una broma. ¡No quiero el cuadro, Ama! —digo.

—¡Si a mí también me gustaría tenerlo en mi dormitorio! —dice Ama, mirándome y sonriendo—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes que a ti, Jaso?

Pienso: «Ama, ¿por qué no me odias por haberte traicionado? ¡Quiero morir! ¡Dios mío!, ¿por qué he podido desear tener a mi lado a esta otra mujer?».

—Lo colgaremos donde puedas ver a la neskita aun estando acostado —dice Ama.

Pienso: «¡Perdóname! ¡Perdóname!».

—¡Aquí la tenemos otra vez! —dice una criada desde el comedor.

—¿Quién? —dice Ama.

—Ella, esa bruja —dice la criada.

Me llega el ruido de las ruedas del coche contra las piedras de la carretera. Ahora sólo veo la espalda de Ama mientras termina de subir las escaleras. Quiero ver su cara.

—¡Aprisa, Martxel, aprisa! —digo, tirando del cuadro para arrastrar a Martxel escaleras arriba.

Ama desaparece en el piso alto sin que le oiga una sola palabra.

—¡Vamos, Martxel! —digo.

—¿Quieres quedarte con un cacho de cuadro? —dice Martxel.

—¡El caballo casi no puede con Santiago Altube! —dice Fabi apartándose de la ventana y cruzando a la carrera el salón y empezando a subir las escaleras—. ¡Dejadme pasar, apartaos a un lado!

—¿Por qué no te has quedado a fisgar desde abajo? —dice Martxel.

—¡Porque Ama ya está en la ventana de arriba! —dice Fabi.

—¡Vamos, Martxel, aprisa! —digo.

Ahí está la espalda de Ama, sin apenas cubrir los cristales de la ventana de mi dormitorio. No le basta que la cortina esté corrida: se esconde tras la pared, acercando sólo la cabeza a los cristales, espiando con miedo a la maldita mujer.

—¿Dónde colgamos el cuadro, Ama? —digo desde la puerta.

Fabi se abre paso con un empujón y corre a la ventana.

—¿Dónde colgamos el cuadro, Ama? —digo.

Ama no oye. Dejo el cuadro en manos de Martxel y corro a la ventana.

—¿Dónde colgamos el cuadro, Ama? —digo, agarrándola de las ropas.

—¡Detrás del coche vienen corriendo cuatro hombres! —dice Fabi.

—El cuadro está ahí, Ama…, a tu espalda…, deja de mirar por la ventana… —digo—. ¡No mires más por la ventana, por favor! Ven conmigo, vamos a colgar el cuadro donde a ti te guste. Yo no quería tener el cuadro en mi dormitorio, pero tú dijiste: «Me gustaría saber que lo tienes». ¿Lo recuerdas? Lo hemos subido entre Martxel y yo. Al menos, vuélvete para mirarlo… ¡Míralo, Ama, por favor!

—¡También viene don Venancio! —dice Fabi.

—Ni entre los cuatro pueden bajar a Santiago Altube —dice Martxel, al que no le he visto llegar a mi lado.

Veo cómo resoplan los cuatro hombres al sacar a Santiago Altube del coche y dejarlo en el suelo. Veo a Ella abriendo la puerta de su casa. No mira hacia atrás, no mira a nuestra ventana, ni tampoco a lo que ocurre en su propio coche. Abre la puerta y desaparece en la casa. Los cuatro hombres sostienen a Santiago Altube mientras da sus pasos de niño que no sabe andar hasta el porche, y lo sientan en la mecedora, la misma que usó en Altubena y luego en La Venta.

—Tómalo con calma, Cristina —dice don Venancio—. Sabías que tarde o temprano esa mujer se atrevería a habitar…

—Dios me quiere poner a prueba —dice Ama.

—Creo que te conviene sentarte, Cristina —dice don Venancio.

—¿Dónde está mi marido? —dice Ama—. ¿Dónde está ese hombre? Siempre me deja sola contra ellos…

—Acercad una silla a vuestra madre, chicos —dice don Venancio, y Martxel y yo corremos a por una silla—. Tranquilízate, Cristina. —Coge la silla que hemos traído y la acerca a Ama—. Siéntate.

—Y la cena de esta noche… —dice Ama, sentándose.

—¿Qué cena? —dice don Venancio.

—Camilo ofrece nuestra casa a un ministro de Madrid, un conde de Madrid, un jesuita de Deusto… —dice Ama.

—Un jesuita… ¡Dios nos coja confesados! —dice don Venancio.

El cuadro ya no está en el comedor sino en mi dormitorio, colgado frente a mi cama.

—No bajaré al comedor —dice Ama.

—Los cuatro hombres se marchan y cierran la verja —dice Martxel.

—¡Santiago Altube no cabe en la mecedora! —dice Fabi.

—Santiago ya no es un Altube —dice Ama.

Hace tiempo que don Eulogio no viene a tomar chocolate. Ahora el que viene es don Venancio, el coadjutor.

Digo a Martxel:

—El bastardo estuvo en la tripa de Ella porque aita la besó. —Y digo a Fabi—: ¿Lo oyes? ¿Lo oyes? Que no te besen para que tu tripa no tenga ningún bastardo.

Martxel, Fabi y yo cenamos pronto y solos, aunque Ama está a nuestro lado. Cenamos en el comedor, como siempre, pero en una esquina de la mesa que están preparando los criados. Luego, Ama nos acompaña a nuestros dormitorios y pasa de uno a otro para arroparnos y despedirnos con el beso de las noches. Sus labios están helados. Espero a dejar de oír sus pasos al otro lado de la puerta para saltar a oscuras de la cama y cojo el hierro de la chimenea y salgo y me siento en el último peldaño de la escalera para vigilar desde arriba que nadie le haga daño a Ama. Es pronto, todo sigue igual que hace un rato, pero si me quedo en la cama me duermo y no podría defender a Ama. Criados y criadas entran y salen del comedor y hacen todas las cosas sin que Ama los dirija. No sé dónde está: es la primera vez que permite que el servicio se las arregle solo.

Despierto. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Las únicas luces de la casa están abajo. No veo a nadie. El comedor está abierto e iluminado, y también la sala. Y ahora sé qué ruido me ha despertado. Oigo coches y voces fuera de la casa, se abre la puerta y es aita con tres hombres, uno gordo, otro con barba y otro con sotana: éste no es la primera vez que viene. Nuestro mayordomo corre a la puerta y sólo llega para cerrarla, y dice a aita: «Perdón, señor», pero aita no le hace caso porque siempre abre él mismo la puerta con su llave y siempre el mayordomo viene corriendo de alguna parte justo a tiempo de coger el picaporte y cerrar la puerta y decirle a aita: «Perdón, señor». Ahora aita le pregunta: «¿Dónde está la señora?», y les señala a los tres hombres la puerta del salón, y vuelve la cabeza y llama: «Cristina, ¿dónde estás?», y sigue a los tres hombres al salón y oigo el choque de botellas y copas, y oigo a uno de los hombres: «¡Excelente! ¿De la cosecha del ochenta y tres?», y aita: «No, de la del setenta y ocho, señor ministro», y el otro: «¿Bodegas propias?», y aita: «Sí, señor ministro, en el centro mismo de la Rioja». «¡Estupendo! Habrá que visitar con más frecuencia esta tierra vasca», dice el otro hombre y todos ríen. Ahora veo a aita asomado a la puerta del salón y pregunta al mayordomo dónde está la señora, y el mayordomo: «En el jardín de atrás, señor». «¡Pero si es de noche!», dice aita, y sale. Y ahora siento a alguien a mi lado. Es Martxel. «¿Qué haces aquí?», dice. Parece más alto con su camisón. «¿Para qué tienes en la mano ese atizador?», dice. Se oye la puerta de atrás, y pasos. Entran aita y Ama, uno al lado del otro, pero sin hablarse ni mirarse, Ama sacándole media cabeza. Ama lleva el vestido azul con muchos botones negros y cerrado hasta el cuello. Lleva el pelo recogido hacia arriba, pero tiene tanto que no cabe todo él en un moño y se lo peina como en olas en lo alto de la cabeza. No lleva ni collares ni sortijas ni pulseras, sólo un Cristo de plata sobre el pecho. Ama no quiere estar con esos hombres, pero él la obliga. Martxel se agacha a mi lado y los dos miramos a Ama. El cuerpo de Martxel está pegado al mío y los dos pensamos lo mismo. Ama y aita han entrado en el salón. «Mi esposa», dice aita. Y yo digo: «Ya sé por qué Ama no huye: porque sabe que tú y yo estamos aquí para protegerla». «No digas tonterías, ¿cómo lo va a saber?», dice Martxel. «Si lo supiera, subiría a escape para meternos otra vez en la cama». «Lo sabe», digo. Luego el jesuita dice: «Del colegio de la Compañía me llegan las mejores referencias de vuestro hijo Moisés». Le pego con el codo a Martxel para que no se pierda aquello y en la penumbra en que estamos veo brillar sus ojos azules con malicia. «Podría hacer más de lo que hace», dice aita. «Sí, pero está cojo», dice el jesuita. «¿Cojo?», dice Ama. «Le falta su hermano», dice el jesuita. «Sería beneficioso para ambos estudiar juntos. Cristina, sigo estando en desacuerdo con el sistema de profesores particulares que empleas con Josafat». «Sé lo que le conviene a mi hijo», dice Ama. Y el jesuita: «Los hijos enmadrados nunca llegan a ser adultos completos en un mundo…». «¿En qué mundo?», dice Ama. «¿En qué mundo? ¿En el mundo que nos están preparando todos ustedes?». Una voz nueva dice: «¿Qué mundo estamos preparando, señora marquesa?». Aparece de nuevo el mayordomo y se planta tieso en la puerta del comedor y aita dice: «¿Por qué no pasamos ya al comedor?». Salen. Junto a Ama va el hombre de barba y junto a aita el hombre gordo. El jesuita va el último, solo. «¿A qué mundo se refería usted, señora marquesa?», dice el hombre de barba. «Delirios de fanáticos», dice aita. «Algo nuevo está ocurriendo en este país», dice el jesuita. Entran al comedor y ahora Martxel y yo perdemos muchas de sus palabras. El mayordomo entra también, después de hacer una seña con la mano enguantada de blanco, y ahora vemos a un criado con la sopera. «Ama es más guapa que la niña del cuadro», digo. Ahora nos llega un murmullo de palabras y la única voz que me llega bien es la del hombre gordo: «¡Lo que estos diablos de jesuitas no consigan…! ¡Magnífico también este claretillo! ¡Buen vivero de dirigentes es su universidad de Deusto! La sociedad vasca de hoy no sería lo que es sin los jesuitas. En realidad, el mundo no sería lo que es sin ustedes… ¿Qué tiene contra ellos, señora marquesa? ¡Le enseñarían a su hijo todas las trapacerías para cuando herede el imperio del gran Camilo Baskardo!». Hablan, hablan, habla el hombre gordo, el jesuita, el hombre con barba, aita y también Ama, ella poco. Hablan, hablan. Los criados entran y salen con bandejas y platos. El cuerpo de Martxel está pegado al mío y los dos pensamos lo mismo. Me gusta pensar lo mismo que Martxel y que él piense lo mismo que yo. Estoy seguro de que ya no quiere cazar, ha perdido las ganas de matar lagartijas o pájaros o gatos o cualquier otra cosa viva, aunque sean quisquillas o eskarras o sarrones o Julias. Yo tampoco quiero contarle a Ama que Martxel y Andrea se ven a escondidas. Martxel y yo siempre le contamos todo a Ama, así que aquel día le pregunté a Martxel: «¿Por qué no quieres que se lo cuente?». Y él me dijo: «No lo sé, la verdad es que no lo sé, pero es que siempre nos ha ido bien a Andrea y a mí sin que Ama lo sepa y me da miedo cambiar las cosas». Yo le dije que Ama siempre quiere nuestro bien y que dice que Andrea tiene la más perfecta cara de vasca que ha visto en su vida. «No lo sé», repitió Martxel, «a mí también me gustaría saber por qué lo quiero así». Es que yo acababa de ver a Martxel y a Andrea tumbados muy juntos en lo más espeso del cañaveral de los Altube. Estaban boca arriba, mirando las puntas de las altas cañas que parecían rascar el cielo, sus manos entrelazadas, la derecha de uno con la izquierda de la otra, y no se hablaban. Tampoco me oyeron llegar, no oyeron mis suelas aplastando como pistoletazos cañas caídas. Se asustaron al verme parado ante ellos, pero sólo un momento, pues ni siquiera tuvieron tiempo de sonrojarse, como yo pensaba que ocurriría, porque se levantaron de golpe, y yo ya estaba viendo en Martxel la expresión de hombre que yo tanto envidiaba, y la boca de Andrea también sonreía con esa seguridad que sin duda él ya le había contagiado. «Así que aquí te habría encontrado siempre que te eché en falta en estos últimos meses», dije. Y añadí: «¿Por qué?». Ellos se miraron y me miraron a mí y fue como si me hubieran pillado a mí escondido para hacer algo malo, pues yo fui quien se sonrojó. «Sé que no lo sabe Ama», dije. «¿Por qué lo iba a saber?», dijo Martxel, sin dejar de mirar a Andrea y sin soltar su mano. «Porque tú y yo somos de Ama», dije. «No hay por qué contarle las tonterías», dijo Martxel, «y esto es una tontería». «Si tú y Andrea os veis aquí en secreto es que os vais a casar», dije, «y eso no es ninguna tontería. Hay que contárselo a Ama».

Y entonces pareció que a Martxel se le hubiera aparecido un fantasma: soltó la mano de Andrea y vino hacia mí y me agarró de los hombros clavándome las uñas en la carne y gritó: «¡No, no, no!». Y entonces fue cuando yo le pregunté por qué no quería que se lo contara, y viendo él que yo no hacía caso de sus explicaciones, me clavó la mirada y tardó en decírmelo y por fin me lo dijo como si alguien tirara de sus palabras hacia abajo: «Si tú no se lo cuentas yo nunca volveré a matar nada».

Y no sé si susurré o sólo lo pensé: «Martxel, Martxel…», y él se apartó y se sentó en el suelo, solo y pensativo. Vi a un Martxel que me dio pena y me dije que aquél no era mi hermano. «Martxel, Martxel…». De pronto, levantó la cabeza y me preguntó: «¿Qué te he dicho?», y yo tampoco podía creer que él ya nunca cazaría o pescaría los animalitos puestos por Dios en nuestra tierra. Es que yo le venía suplicando que no lo hiciera desde aquel día en que mis manos guiadas por el diablo dispararon con el tiragomas la piedra que mató al pobre txiotxu. Estaba en lo alto del gran tamarindo y mi piedra le dio en el pecho con un ¡ploff!, hueco y cayó a mis pies y yo aún no podía creer que le hubiese acertado porque era la primera vez que tiraba contra algo vivo. No me atreví a cogerlo. Fui a la orilla del mar y arrojé el tiragomas todo lo lejos que pude. Al volver, Martxel tenía colgado el txiotxu de su cinto. «¡No lo toques!», le grité. «¡Déjalo donde yo lo maté!». Martxel dijo: «¿Qué te pasa?». Y se lo tuve que arrancar por la fuerza, forcejeamos hasta que comprendió que yo destrozaría mis uñas y sus ropas antes que abandonar el pequeño cuerpo. «¿Qué te pasa? Sólo es un pájaro». Lo dejé en el mismo sitio donde cayó, en el sitio elegido por Dios para que lo recogiera san Francisco. «Y tú tampoco lo harás más», dije, camino de casa. «¿El qué no haré más?», dijo Martxel. Y yo dije: «¡Matar, matar…! ¿Sabes por qué aita mata aquí y en África? Porque es aita, porque Ama dice que lo destruye todo». Y Martxel dijo: «Me gusta cazar». Y yo dije: «El txiotxu seguiría aún vivo. Mi piedra reventó su cuerpo con un ruido que ya no olvidaré». «Fue un buen tiragomazo», dijo Martxel. «No lo harás más», dije, «no lo harás más». Y Martxel: «Todo el mundo caza. Cazar es de hombres». Ahora el cuerpo de Martxel está pegado al mío y los dos pensamos lo mismo. Me gusta pensar lo mismo que Martxel y que él piense lo mismo que yo. Estoy seguro de que el espíritu de san Francisco está ya dentro de él y ya no quiere cazar. Ahora oigo al hombre con barba: «Oh, sí, tengo noticia de alguna publicación apasionada, un libro, cierto discurso fundacional…», y las pisadas de los criados entrando y saliendo no me dejan oír más, sólo palabras sueltas, murmullos, y el hombre gordo mete baza continuamente y con su vozarrón tapa a los otros… «El que quiera saber algo», dice ahora, «que se lo pregunte a los jesuitas. ¡A estos señores no se les pasa una! A ver, padre, ¿qué está ocurriendo aquí?». Y dice el jesuita: «Un hombre está poniendo por escrito el alma nacionalista de…» y de pronto no se le oye hasta que «… es un sentimiento que tenía que surgir organizado algún día». Y ahora doy otro codazo a Martxel porque Ama está hablando: «Un pueblo se ha puesto en marcha», dice, y la he oído porque todos han callado, incluso el hombre gordo y porque sé que Ama ha querido que estos hombres la oigan bien y porque hasta los criados se han quedado como estatuas. Pero enseguida vuelve el ronroneo y el vozarrón del hombre gordo: «¿Ha dicho usted miedo, padre? ¿Miedo? Miedo… ¿a qué?… Perdone, que no le oigo… ¿Miedo al socialismo, dice?». Y ahora es el jesuita el que parece que está hablando, y durante mucho rato, pero sólo me llega: «… el socialismo es ateo y contrario a la tradición vasca…», y el hombre gordo: «Y contrario al dinero vasco, es decir, también al dinero que yo tengo invertido en esta tierra y al que tiene metido la Compañía de Jesús», y al hombre de barba le oigo una palabra: «… industrialismo…», y otra vez el hombre gordo: «¡Ah, excelente cordero!», y aita: «Les pido disculpas. Perdonen a mi esposa, tiene un mal día…», y el hombre de barba: «¿Qué está ocurriendo en esta tierra?», y se hace un gran silencio y ahora habla Ama y sé que todos sabían que iba a hablar: «Le pedí que destruyera todas sus minas y fábricas…», y el hombre de la barba: «¿A quién se lo pidió?», y otra vez Ama: «Lo juró sobre la Biblia, pero fue perjuro». Silencio. Ama dice ahora: «Un pueblo se ha puesto en marcha». De todo el ruido de palabras que sigue sólo oigo: «Jaungoikua eta Lagizarra», y ha sido la voz de Ama. Y el jesuita dice: «Éste es el pueblo que se ha puesto en marcha». Y el hombre de barba: «Vivimos nuevos tiempos, señora marquesa…». Y Ama: «El tiempo no existe para los vascos», y otra vez el hombre de barba: «Dígame, señora marquesa: ese hombre, ese vasco, se llama Sabino Arana, ¿verdad?», y Ama dice: Bai, y se oye el ruido de una silla al caer al suelo y la voz de aita: «¡listo es demasiado!», y el hombre de barba: «No se preocupe por nosotros, comprendemos a su esposa. Somos testigos privilegiados de la expresión de un profundo sentimiento. En nuestro mundo cada vez escasea más la fe en algo. Gracias, señora». «En mi pueblo hay demasiados sentimentales histéricos», dice aita. Y Ama: «Tú ya no eres de este pueblo». Digo a Martxel: «¿La has oído, Martxel?». Y él: «Sí, nuestra madre no necesita que la protejamos, se las arregla muy bien sola. Podemos irnos a la cama». «Le ha echado la verdad a la cara», digo. «Tengo sueño», dice Martxel. «Espera un poco más. ¿No quieres alegrarte con la victoria de Ama? Los ha callado a todos, y al primero a aita. ¿No te gusta ese silencio del comedor? Los ha callado a todos», digo. Martxel se levanta y se aleja en la oscuridad hacia su cuarto. «Ahora queda el bastardo. Ése es cosa nuestra», digo. «¿Cosa nuestra?», dice Martxel. «No vamos a dejarle a Ama todo el peso», digo.