Asier Altube

Simplemente, Cristina las arrojó de su casa al descubrir el adulterio. El pueblo se dijo que no sólo era lo menos que podía hacer una esposa, sino que con ello restablecía lo que se interrumpió dos años antes, aquella estricta tradición de sirvientes nativos.

Fueron dos años perdidos: las visitas, casi diarias, de don Eulogio a casa de Cristina a tomar chocolate se convirtieron en un acoso a la nueva sirvienta, acoso más implacable a medida que transcurrían las semanas y los meses sin que Ella soltara prenda. Se supo que, a lo largo de esos dos años, se encerró en una sola respuesta: «Ningún hijo mío está enterrado por aquí», palabras que, en cierto modo, avalaban la teoría de don Manuel, en cuanto a que Ella procedía de un hogar —o lo que fuera— y de una situación innombrables, donde, al parecer, había sido tratada tan duramente por los hombres que reaccionó convirtiéndose en un azote, e, incluso, en el Mal, según gustaba de pronunciar don Manuel con excesivo dramatismo. Sobrevivió a aquel lugar y a aquella situación innombrables, simplemente, huyendo con esa Madia o Magda y un hijo en el vientre (cuatro testigos, a la luz del día, dieron fe de su ostensible embarazo), hijo que no querría reconocer como suyo, entendiendo que pertenecía, exclusivamente, a ese pasado innombrable en el que ella sólo fue un instrumento, una víctima, y de ahí su significativa respuesta a don Eulogio negando que un hijo suyo estuviera enterrado en nuestra tierra.

Llegó a Getxo como esas avecillas migratorias, más bien asustadas, que buscan, hasta el agotamiento, la tierra de promisión hacia la que las mueve su instinto, y sobrevuelan muchas hasta descubrir una, no especial, no particularmente distinta, no la elegida —por el destino o, tan sólo, por la avecilla—, sino simplemente la última, después de haber dejado atrás otras muchas iguales; la elegida, sencillamente, por ser la última e igual a las anteriores y saber que las siguientes serían también iguales, y entonces la avecilla se siente cansada de tanta repetición, desciende sobre aquella tierra —última sólo para ella— y dice: «Aquí haré lo que tengo que hacer». No debemos, pues, pensar en una premeditada elección de nuestra tierra vasca: Ella, en su migración-huida, cayó fortuitamente en nuestro pueblo y así supo que existíamos, nos conoció. Entonces alzaría los ojos, descubriría la mansión de los Oiaindia, preguntó, oyó el nombre de Camilo Baskardo por primera vez y lo eligió. Sí, esta vez: lo eligió, lo seleccionó, lo convirtió fríamente —ahora sí, también— en el insecto a manipular, no para cumplir con su papel de azote o del Mal, sino sencillamente para saciar su Hambre y asegurarse de no padecerla por siempre jamás ni ella ni sus descendientes.

Tanta mitificación de su mito fue, tan sólo, miedo. Porque ni siquiera cuando las dos se alejaban de Cristina y de la mansión, por la carretera, sospecharía Ella que don Eulogio, momentos después, iba a darles alcance sin aliento, espantado ante la posibilidad de que el segundo embarazo acabara como el precedente, en aborto y en enterramiento ateo.

—Esta vez yo me ocuparé de no perderos de vista —las amenazó.

Era desconocer el propósito de Ella y, al mismo tiempo, negarse a la absurda y desesperada petición de Cristina de obligarla a abortar. Así, pues, don Eulogio colaboró en la defensa de aquella pieza fundamental, aún nonata, en la que Ella iba a basar toda su estrategia futura: las arrastró a su casa, igual que dos años antes, y esta vez lo que ordenó a Marimattin para ellas no fue una simple sopa de ajo, sino una habitación para pasar la noche, y Marimattin dirigió a don Eulogio una mirada de recriminación.

—Ellas no se merecen que el buen nombre de un sacerdote de Dios ande por ahí en lenguas —mormojeó—. ¡Son gentuza! Recuerde que una llegó al pueblo con tripa y ahora está por segunda vez con tripa. Y si la otra no tiene tripa es porque es una niña, pero denle tiempo…

—Yo sólo quiero que no se nos escapen antes del parto —dijo don Eulogio.

—Pues a esperar tres o cuatro meses, por lo que he visto —dijo Marimattin.

—Cuatro meses —repitió don Eulogio, secándose la frente con el pañuelo.

Se miraron. Marimattin se compadeció de él.

—Al menos, que no le salga una romería como la anterior —dijo.

—Cuatro meses —suspiró don Eulogio.

Se estremeció ante la idea de las dos forasteras durmiendo en su casa las noches de cuatro meses, una casa que jamás conoció hembras, pues Marimattin siempre fue una pieza neutra del decorado. «Voy a buscarles un sitio», anunció de pronto don Eulogio, y salió, cerrando por fuera la puerta de la vivienda y dejando dentro a las tres mujeres. Así se puso en marcha el episodio que don Manuel denominaría «la conquista de La Venta». Ni habiéndolo elegido pudo Ella disponer de un colaborador más eficaz que aquel cura; porque no sólo les facilitó que se instalaran por segunda vez en Getxo, sino el instrumento para medrar, la defensa del germen de subversión que llevaba en su vientre, aquel Baskardo en quien tenía depositadas sus esperanzas. Cuando don Eulogio llevó a la mujer y a la niña a La Venta, en aquel mes de junio de 1889, Zacarías Ermo no pudo sospechar que, sólo semanas después, su negocio iba a pasar a otras manos.

El pueblo no recordaba desde cuándo los Ermo regentaban La Venta. Cada seis años, el Ayuntamiento sacaba a subasta el puesto y siempre los Ermo pujaban por encima de los otros litigantes. Algunos habían llegado a creer que el solar originario de los Ermo era La Venta. Cuando Zacarías aseguró a don Eulogio que no necesitaba los servicios de ninguna de las dos forasteras, aún no se había advertido la menor alarma especial en su mirada: sencillamente, las rechazó por un elemental sentido de la economía, porque el negocio no daba para más. Pero don Eulogio tenía que ir al rosario y no podía perder más tiempo llamando a otras puertas.

—Además, sería una obra de caridad —insistió.

—Ya tengo suficientes brazos y demasiadas bocas —dijo Zacarías Ermo.

—Esas razones no me valen —dijo don Eulogio, a punto de estallar—. Esta mujer debe quedarse entre nosotros hasta que tenga a su hijo.

—¿Quiere usted hundirme en la miseria? —gimió Zacarías Ermo—. Mírela: preñada. Mi casa perdería su buena fama. Cristina Oiaindia la ha puesto de patitas en la calle, ¿no? ¿Y quiere usted que yo dé techo…?

—Sí, quiero. Te lo ordeno. Sólo serán dos meses —mintió don Eulogio.

Zacarías Ermo no encontró nuevas palabras para seguir resistiéndose. Era un hombrecillo nervioso, como todos los Ermo, que destacaban por un sagaz instinto comercial que afilaba su ingenio y habilidades y el rastreo de la utilidad de todo lo nuevo. Pero hubo de ocurrírsele a don Eulogio el anzuelo que representaría la presencia de las forasteras en La Venta.

—Escucha, hijo: en casa de Camilo Baskardo ha ocurrido algo, tú mismo lo has dicho. No saldrá de mi boca qué es ese algo, ni si es grave o no. Pero, ahí está —dijo don Eulogio, dirigiendo una rápida mirada al vientre de Ella—. En cuanto se corra la noticia, el mostrador se te quedará pequeño.

Al principio, sólo fregaban. Cuatro días después, ya servían las mesas. Y, enseguida, Ella atendía al mostrador. Comentaba Zacarías Ermo que no había conocido personas tan listas como las dos forasteras. Comían solas, aparte de la familia, en una mesita en el rincón de la cocina, y dormían en un jergón tendido en el suelo de la abarrotada habitación de los trastos.

No se equivocó don Eulogio: el pueblo acudía a La Venta a saborear la prueba patente del escándalo de los Oiaindia. Nunca se le había ofrecido con tanta prodigalidad un pecado de ninguna de las grandes familias de la región. Ella circulaba por La Venta con una naturalidad que aún no resultaba inquietante, mostrando sin tapujos su tripa creciente, ajena, al parecer, a los comentarios, las miradas y las sonrisas que provocaban sus apariciones en el mostrador, requerida por la llegada del último grupo exigiendo vino. Decía don Manuel que hubo de existir un momento a partir del cual Ella se plantearía la conquista de La Venta, y que ese momento sería —pensaba— cuando alguien, un cliente, le entregara en mano el importe de una consumición. No hay duda de que Ella bien sabría que, en nuestra inhóspita sociedad, lo único que mata el hambre es el dinero, que, cuanto más dinero, a más distancia se está del hambre, que la acumulación de dinero proporciona un poder, digamos, como el de Camilo Baskardo. Quizá, a su llegada a Getxo, aún careciera de un plan concreto, incluso en sus líneas generales, pero lo que de ninguna manera le faltaba era el instinto. En el peor de los casos, recibiría algún dinero de la marquesa: pero no era más que dinero de jornal. Es por ello por lo que decía don Manuel que sólo en el mostrador de La Venta, al cobrar aquella consumición, descubriría las infinitas posibilidades del dinero comerciado. Y, en consecuencia, se propondría la conquista de La Venta.

Pero esto nadie lo supo hasta un mes después, al conocerse el resultado de la subasta. Durante aquellas pocas semanas, Ella no pasó de ser un motivo de curiosidad, muy rentable para Zacarías Ermo. Se veía por las tardes a tanta gente acodada en el mostrador, que incluso la niña había de ponerse a servir: apenas alcanzaba el borde de la gran meseta de roble y los hombres tenían que ayudarla, a veces sacándole las cuentas de lo consumido, y entonces surgían los ojos de Ella para vigilar la operación; los clientes advertían su presencia por encima de sus hombros, aunque un momento antes no la tuvieran a la vista. «Es como si La Venta fuera suya», comentaban entre ellos. Y, un mes después, recordando: «Es como si hubiera conocido por anticipado el resultado de la subasta y ya disfrutara controlando las recaudaciones».

Y, en medio del bullicio de la taberna, don Eulogio ocupando durante aquellas semanas la más apartada de las mesas, siguiendo atentamente el embarazo, comprobando cada mañana si el niño continuaba en su sitio, en aquel vientre. Fue un control inútil, un error: a principios de julio, ya la mujer en posesión de La Venta, se abrió violentamente la puerta y la propia Cristina invadió el establecimiento hasta la cocina, y la arrinconó. «¡Llévate de Getxo el maldito bastardo!», gritó, aulló, lanzando la primera patada al centro del vientre, con gran revuelo de faldas, y continuó atacando, enloquecida, manejando siempre la pierna derecha con fuerza y agilidad —entonces sólo tenía treinta y dos años—, aunque su zapato ni siquiera llegó a rozar su objetivo, y eso que dispuso de un tiempo suficiente, hasta que los hombres reaccionaron y fue el propio Zacarías quien la sujetó. No fue testigo don Eulogio del incidente, y le habría convenido ver cómo Ella defendió a su hijo, cómo esquivó las patadas criminales, cómo protegió su vientre con el escudo de sus manos y brazos cruzados. Sí, quería a este segundo hijo, lo necesitaba. Don Eulogio perdió inútilmente aquellas semanas de su tiempo vigilándola. Comprendo que es difícil resistirse a la tentación de llamar maquinaciones a todo lo de Ella. Por ejemplo, sus guisos. De pronto, se convirtieron en una atracción más. La cosa comenzó a mediados de aquel mes de junio, cuando los cuatro científicos rusos pidieron posada. Habían llegado a Getxo de madrugada y preguntado por Sugarkea, la casa solar de los Baskardo, y habían pasado el día enfrascados en un meticuloso estudio de sus muros y cimientos. El pueblo, que les observaba a distancia, vio que se olvidaban de comer. Fue por la noche cuando se presentaron en La Venta. Zacarías Ermo tardó en hacerles comprender que sólo podía ofrecerles comida, no cama. Ellos insistieron, pues necesitaban quedarse más tiempo. Entonces intervino Ella en el forcejeo: les alquilaba su propio cuarto por tres reales diarios; no se lo alquilaba La Venta —es decir, Zacarías Ermo—, sino ella. Así lo entendieron todos y así lo entendió Zacarías, que abrió una gran boca de pasmo. Ya no volvería a recuperar la iniciativa: Ella y la niña vaciaron el cuarto de los trastos, pidieron prestados cuatro colchones a los vecinos y cuatro mantas al propio Zacarías, y amontonaron a los visitantes en el pequeño recinto, en la alcoba que, en los próximos años, iba a dar tanto que hablar. Parece que hubo una reacción de Zacarías Ermo: le vieron hablar, cuchichear más bien, con Ella, y no hay duda de que le echaría en cara su osadía, e incluso le ordenaría volver los trastos a su sitio, y, ¿por qué no?, quizá en un primer arrebato la despidiera. Más que un brevísimo intercambio de palabras, se trató de una desesperada recapitulación por parte de Zacarías, una justificación ante sí mismo y ante su familia, pues no cabe imaginar que le pasara por la cabeza el perder aquella especie de atracción de feria que multiplicaba sus ingresos. Los que aún le concedían a la mujer algún atisbo de piedad, sostenían que acudió en ayuda de Zacarías a fin de permitirle salir medianamente airoso de la entrevista, esgrimiendo la razón de que, habiendo sido contratada únicamente para fregar, también servía en el mostrador y realizaba otras tareas, como, por ejemplo, cocinar, por lo que se merecía algún privilegio. Y el que mencionara los guisos lo avala el hecho de que la primera comida que tomaron en La Venta los cuatro científicos estuvo condimentada por ella. Fue una cena: gazpacho y un asado de cordero con cierta misteriosa salsa picante, que retrasó la retirada de dos docenas de clientes, sólo por olería. Al día siguiente, los hombres no sólo fueron a La Venta a beber: pidieron comida elaborada por la forastera. Se corrió la voz y hubo que montar mesas en el exterior. El pueblo se puso a esperar el nuevo privilegio que Ella exigiría a Zacarías Ermo.

Aquellos cuatro profesores rusos dejaron a la mujer una ganancia de 90 reales, pues alargaron su estancia a un mes, fascinados por el antiquísimo mensaje que les transmitieron las piedras de Sugarkea que vinieron a estudiar. Luego desaparecieron tan silenciosamente como llegaron, y el pueblo los habría olvidado si un año después don Manuel no hubiera mostrado un libro, recién publicado, que demostraba que Sugarkea era la vivienda humana más antigua de que se tenía noticia, más antigua que el más antiguo de los restos arqueológicos descubiertos; tan antigua, decía el libro, que la ciencia se veía incapaz de aplicarle sus medidas corrientes, y que el problema pertenecía, más bien, «al reino de los delirios». Cuando don Manuel explicó lo que todo esto significaba, el pueblo se esponjó de orgullo, como si la antigüedad muerta fuera un mérito personal de los vivos.

Desaparecieron, pues, dejando atrás aquella alcoba y aquellos guisos, que ellos, en cierto modo, habían hecho nacer, y de los que luego se llegaría a decir que parecieron creados expresamente por Ella para Santiago Altube. Porque mi tío abuelo fue uno de los que empezaron a acudir a La Venta a probarlos, aunque no sus primeras muestras, pues la capacidad de desplazamiento de mi pariente, ya por entonces, era muy limitada, con sus 190 kilos de peso y el estancamiento de su cuerpo en una mecedora especialmente reforzada desde sus dieciséis años. Era un organismo nacido para comer. Ya en sus primeros meses hubieron de arrancarle de su madre, Idurre, para que no la secara. Pronto, la familia se rindió a la evidencia de que, de un solo parto, le habían caído no menos de cuatro bocas más. Mi tío abuelo no comía en plato sino en cazuela. Y, aunque en el campo no desarrollaba el trabajo de cuatro hombres, saltaba a la vista que sufría por ello, que se avergonzaba de mirar a los suyos a la cara, de modo que la familia no tardó en compartir con él su fatalidad, perdonándole incluso las penosas escapadas que realizaba a los más apartados rincones del país (esto ocurría antes de sus dieciséis años, antes de su definitiva postración en la mecedora), allá donde se celebrara una txarriboda o cualquier otro acontecimiento gastronómico, y era frecuente que empalmara una fiesta con otra y no se le viera por Altubena en días o semanas. «Gracias a Dios, no es el primogénito, no tendrá que manejar alguna vez el caserío», comentaba Satordi Altube, mi bisabuelo. El primogénito era Saturnino, un muchacho inquieto, de gran vitalidad, todo lo contrario que Santiago, pues comía por uno y trabajaba por cuatro. Pero tuvo engañada a la familia hasta sus veinte años: a primeros de mayo de 1870, en plena comida, mi bisabuelo buscó los ojos de Saturnino y le dijo: «Desde esta tarde, Altubena es tuyo». Saturnino no interrumpió su comida para decir, sin mirar a mi bisabuelo: «Me marcho a navegar». Se hizo en la cocina un silencio tan profundo que Saturnino, según él mismo contaría después, estuvo a punto de jurarles que no había hablado. Pero eran demasiado fuertes sus ansias de ver más mundo del que se veía desde el tejado del caserío, y sostuvo heroicamente su frase. Mi bisabuelo se puso en pie para decir: «Te recuerdo que quien te sigue es Santiago». Era como cantar el fin de Altubena. Mi bisabuela se hundió en el rincón de la cocina a llorar en silencio. Zenón, mi abuelo, el más joven de los tres hermanos, salió a sentarse bajo la parra, por no estorbar con su presencia un debate en el que a él no le correspondía intervenir. Sin embargo, llegaría a ser el elemento clave de la crisis.

La familia vivió un mes tenso, salpicado de húmedos ruegos de mi abuela, quien acosaba a Saturnino con una verdad prehistórica: «Altubena jamás ha sido repudiado por ningún Altube». Pero, en junio, Saturnino anunció su partida de un día para otro. A mi abuela se le escapó un «¡Dios mío!» patético y mi abuelo dijo al desertor: «Así que nos dejas con ese hermano tuyo que…». Y Saturnino, apacible, ya seguro de sí, sonriente, como si no estuviera provocando ningún cataclismo: «Sí, os quedáis con el gordo». Parece que lo pronunció en un tono triunfante de liberación: fue como si acabara de salvarse no sólo de la pesadilla de aquel hermano que, dos años antes, ya se había hecho construir una mecedora especial para su tamaño y peso, que sólo abandonaba a las horas de comer, y ello ayudado por varios brazos, sino que también hubiera presentido la calamidad que tiempo después se precipitaría sobre los Altube a través de aquel hermano-rémora utilizado despiadadamente por Ella. Aunque el tono triunfal de su frase quizá no fue más que puro gozo por huir hacia horizontes nuevos y lejanos.

Seis meses después, llegó a Altubena un marino con un mensaje del ausente: se había establecido en las Américas. Permaneció fuera casi treinta años y regresaría convertido en un indiano.

Fue el propio Santiago el Gordo quien recompondría Altubena, le daría una solución: ofreció el caserío a Zenón a cambio de que le alimentara gratis hasta el fin de sus días. El pueblo entendió que no sólo era el mejor arreglo, acaso el único, sino incluso un arreglo brillante. Al menos, funcionó a la perfección durante casi veinte años, hasta que aparecieron en el horizonte de Santiago los guisos de Ella.

En 1889 Santiago Altube tenía treinta y siete años y llevaba veinte engordando en la mecedora. Su cesión de la primogenitura a su hermano Zenón le eximía de tener mala conciencia por no trabajar y ser una carga para la familia. Él y la primogenitura eran la misma cosa, así como eran la misma cosa las tres vacas y la primogenitura, o la huerta del maíz y la primogenitura. Tal era el razonamiento que se hacía mi tío abuelo mientras veía discurrir la vida desde su mecedora reforzada. Sólo la abandonaba cuando era trasladado al lecho, por las noches, o a la mesa de la cocina, siempre en brazos de la familia; o para acudir a algún banquete de taberna, en cuyo caso del transporte se encargaban sus amigos, que le iban a buscar y le sacaban en andas al camino y le cargaban en el carro. Aunque estas salidas se hicieron cada vez más espaciadas, por la gran molestia que representaba para todos y la decreciente ilusión por realizarlas del propio Santiago, cada año más encamado en su mecedora, más formando con ella un solo cuerpo. Es así como su aparición en La Venta, en aquel mes de junio, causó sensación. Llegó a decirse que él mismo había pedido que le trasladaran, al percibir su sensible olfato, desde Altubena, el aroma de los guisos perturbadores. Más bien ocurriría que alguien le ensalzara las maravillas que Ella realizaba en la cocina de La Venta, e incluso cabe que ese alguien le llevara una muestra humeante, una cazuelita de gazpacho o cordero o almejas o jibiones pasados simplemente por la sartén y rociados con una mareante salsita verdosa de fórmula secreta. El caso es que mi tío abuelo ocupó en un banco de La Venta el sitio de tres y comió de cuanto le sirvió Ella, devoró una ración tras otra, en medio de un corro de curiosos que pronto empezaron a hacer apuestas, mientras caía la noche y los amigos le pedían que les dejara devolverle a Altubena porque al día siguiente habían de madrugar para el trabajo. Pero mi tío abuelo ni les oía, relamiéndose y chupándose los dedos ante una pila de cazuelas ya vacías y atento a los continuos viajes de Ella cargada desde la cocina. Muy rebasada la medianoche, el único ajeno a La Venta que allí quedaba era mi pariente: sus amigos se habían retirado después de encargar a Zacarías Ermo que se ocupara de restituirlo en el carro.

Pero al día siguiente, a media mañana, quienes entraron a tomar el amarretako pudieron oír los tremendos ronquidos de mi tío abuelo, que dormía en el cuartucho donde Ella amontonara a los cuatro científicos rusos. Para entonces, ya se había presentado Zenón, mi abuelo, preocupado por la suerte de su hermano. Ella se lo explicó: «Le dio pereza regresar a casa y preguntó si teníamos un agujero para pasar la noche». Aseguran muchos que fue la frase más larga que se le había oído hasta entonces, lo que demostraría hasta qué grado se hallaba ya interesada en mi pariente.

Parece que la cosa no ocurrió tal como lo dijo: el propio Zacarías Ermo revelaría que fue Ella la que se adelantó a ofrecerle el cuarto y mi tío abuelo no sólo lo aceptó para una noche sino que durmió en La Venta durante todo aquel mes. No entonces, sino mucho más tarde (dos o cuatro años, cuando Ella ya se había ganado la animadversión general y no había peligro de que un solo pecado dejara de atribuírsele), Zacarías Ermo confesaría que aquella mujer durmió con mi tío abuelo. «Yo no intervine en aquello», se apresuró a añadir Zacarías. «Para cuando me enteré, ya llevaban no sé cuántas noches…». «¿Noches?», exclamó el pueblo. «¿Noches?». Zacarías Ermo aseguró que se acostaron todo el mes. Y el pueblo: «¡Imposible! Como mucho, una sola noche, la primera, hasta que ambos comprendieran… ¡Pero es que ni siquiera una mora como ella resistiría…! ¡Es como si emparejáramos a un elefante con…!». De manera que el pueblo descubrió que para mi tío abuelo también contaba el sexo. Hasta sus treinta y siete años, el estómago no le había permitido ocuparse de otra cosa. Pasó limpiamente de la adolescencia a la mecedora, donde las escandalosas digestiones siguieron ahogando cualquier otro desahogo vital. Sin embargo, aun aplastado bajo kilos de grasa, el sexo continuaba vivo, o al menos estuvo muerto y Ella acertó a resucitarlo; o al menos nunca existió y Ella lo creó, se lo puso en su sitio insuflando sangre y misión a los arreos de mi tío abuelo.

Pero, en aquel mes de junio, esto sólo se sospechaba o se temía, apenas se tocaba el tema: el pueblo estaba tan seguro de mi tío abuelo que le consideraba invulnerable a las malas artes de aquella mujer, no se lo imaginaba dejando de ser lo que había sido hasta entonces: un bulto grande e inofensivo que cumplía a la perfección su papel de curiosidad singular y de ejemplar humano desorbitado en una comunidad que siempre demostró su primitivismo dando culto a la fuerza bruta y al volumen. Y ello, cuando lo necesitaba más que nunca, cuando mi pariente se estaba convirtiendo en tradición.

Sin embargo, incluso los más alarmados por su suerte se olvidaron de las inquietudes que les habían traído aquellas semanas al conocerse el resultado de la subasta, celebrada el último domingo de aquel mes. Fue cuando los más perspicaces, superado el primer asombro, comenzaron a alarmarse. Porque fue Ella la que se alzó con La Venta, por un real, por un miserable real de diferencia sobre la segunda oferta, es decir, sobre Zacarías Ermo. El pueblo no acababa de creerlo. Allí concluía un reinado que había durado siglos: la estirpe de los Ermo se vio despojada de un usufructo que nadie concebía separado de aquel nombre, pues fue un Ermo quien, allá por el siglo XIII, convirtió en mostrador el misterioso catafalco aparecido en la playa de Arrigúnaga (el mismo prisma actual; ahora con la meseta desbastada e incluso pulida después de tantos siglos de fregados, que los bueyes de Larreko subieron hasta su emplazamiento definitivo en la Campa del Roble), que rodeó de paredes y techo y se convirtió en La Venta.

Cuando el pueblo reaccionó y pudo pensar, se preguntó cómo, pues lo que exhibía el secretario del Ayuntamiento era un auténtico pergamino con unas auténticas cifras y letras escritas en él, y una cruz por firma sobre la palabra ELLA. ¿Cómo? ¿Cómo una forastera, una recién llegada, había descubierto lo que nadie supo hasta la rotura de los sellos y así le fue posible fijar su oferta en un solo real por encima de la más alta —la única—, la de Zacarías? ¿Cómo, si tradicionalmente las ofertas de los Ermo constituían uno de los mayores secretos para la comunidad, ofertas que ellos elaboraban con una mezcla de cálculo e intuición inigualables, siempre y sólo un poco más alta que en la subasta anterior, justamente lo preciso para derrotar al adversario más próximo? Y, luego, la inserción de palabras y números en el pergamino: ¿cómo, si Ella no sabía escribir?

A primera hora de la tarde, don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús llegó al Puerto Viejo de Algorta y le hicieron sitio en el banco de los bajos del Ayuntamiento, ocupado por los que ya estaban hablando de todo esto. «Yo se lo escribí», declaró don Eulogio. «Me vino con un papel en blanco y me preguntó cuántos eran mil reales más uno. Yo se lo dije y ella entonces me pidió: "No, escríbalo aquí". Y me pidió también que pusiera su nombre debajo, y entonces me quitó la pluma de la mano y trazó una cruz sobre su, bueno…, su nombre». A don Eulogio no se le advirtió especialmente compungido; por el contrario, daba la impresión de estar luchando por reprimir cierta satisfacción: a fin de cuentas, lo ocurrido indicaba que en los planes de Ella no figuraba el desaparecer de Getxo con su embarazo.

El pueblo se centró inmediatamente en dos cuestiones: cómo había sabido Ella que Zacarías Ermo pujaría, exactamente, con esos mil reales, y si el Ayuntamiento había actuado con corrección dando por bueno un envoltorio de piel de conejo cosido con cuerda de esparto. En cuanto a la primera, apenas costó imaginársela espiando por las noches, desde cualquier rincón oscuro de La Venta, las conversaciones del matrimonio, incluso abriendo aún más las grietas entre las viejas tablas del techo de la alcoba de los Ermo a fin de sorprender sus confidencias más íntimas, entre las que se contaba la fijación, cada seis años, del monto de reales para las subastas: Ella no tuvo más que aprenderse el número de memoria y pedir a don Eulogio que le añadiera un real más.

El Ayuntamiento se defendió de la acusación de haber admitido un improcedente pliego envuelto en piel de conejo, alegando que estaba tan bien cosido con el esparto que ofrecía la misma garantía que la cera del sello, pues si ésta no puede recomponerse una vez rota, lo mismo aquel cosido, y ellos —el Ayuntamiento— retaban a cualquiera a que intentara imitar un cosido cuya trama y nudos eran tan distintos de todos los conocidos, que seguramente serían moros.

—Pero esa mujer no tiene esos mil reales más uno —dijeron varias voces, y todos se aferraron a aquella última esperanza.

El Ayuntamiento les echó un jarro de agua fría al declarar que ya los había pagado religiosamente. Y, de nuevo, la pregunta: ¿cómo? Aunque, en esta ocasión, pareció más razonable preguntarse: ¿quién?, ¿qué persona le había hecho donación o prestado los mil y un reales? Hubo unanimidad en señalar a Santiago Altube. El pueblo tuvo la insoportable sensación de hallarse ante un complot maquinado por alguien que pensaba mientras ellos dormían.

Fueron muchos los que se agolparon ante la puerta de La Venta para asistir al momento histórico en que Zacarías Ermo y su familia la abandonaban, para ser testigos de la, ¿por qué no?, ceremonia de la entrega de llaves. Seguían sin poder creérselo, y el propio Zacarías menos que ninguno. Había llegado a ser creencia general que las subastas se llevaban a cabo por cumplir un mero trámite municipal, como si el destino hubiera señalado a Zacarías sempiterno dueño del negocio. Ni siquiera su mujer, Fermina, vertió una sola lágrima, de puro asombro. El cambio de poderes se realizó en el último momento, por encima del mostrador y con una sencillez decepcionante. Luego, los que fisgaban desde el exterior se retiraron de la puerta para dejar salir al matrimonio y a sus dos hijos, de seis y cuatro años, y vieron a un Zacarías de cara verde y grandes ojeras cruzar ante ellos sin mirarles —un tipo más bien pequeño, de carnes escasas, facciones de rata y expresión perpetuamente tensa y alerta, y en ella dos ojillos saltarines a la caza de cualquier oportunidad para medrar, bien engañando, comerciando o, simplemente, inventando algún artilugio o un mero procedimiento para poner algo en marcha, fuera lo que fuese, siempre que reportara algún beneficio—, y entonces comprendieron la magnitud de su derrota; es decir, comprendieron que acababa de instalarse en Getxo una contrincante capaz de buscarle las vueltas a un zorro tan avispado como Zacarías.

—Por fin, ha encontrado la horma de su zapato —se oyó comentar.

En cierto modo, quedaron confortados con su descalabro, viendo vencido al hombre que siempre les había vencido a ellos cuando cometieron la temeridad de cerrar con él algún trato o cambalache o se le enfrentaron en las subastas de La Venta o al mus.

Sin embargo, cuando Zacarías Ermo y los suyos desaparecieron, el grupo de testigos descubrió que el entrañable edificio de La Venta se les antojaba, de pronto, inhóspito. Permanecieron ante su puerta abierta, sin atreverse a entrar, por entender, acaso, que haciéndolo traicionaban a Zacarías, uno de ellos, a fin de cuentas; tampoco recibían ningún estímulo del interior, ningún aliento invitándoles a dar el primer paso que legitimara la nueva situación, pues ni Ella ni la pequeña Madia o Magda estaban detrás del mostrador ni se les veía por parte alguna. Y, entonces, la gente se acordó de Santiago Altube: seguiría arriba, en el cuartucho de los científicos rusos, adonde Ella le subía los guisos culpables de su presencia allí, y alguna voz se aventuró a decir que también dormiría con él.

—Ahora lo podrán hacer sin tapujos —comentó uno de los malpensados—. Les queda toda la casa para ellos solos.

Lo que siguió vino a destruir esta teoría de la inmoralidad que reinaba en el interior de La Venta: de pronto, el sonido de unos pasos precedió a la aparición de Ella en la puerta y, sin mirar a nadie, dijo a todos:

—Subid para ayudarle a bajar, que se marcha. Y traed un carro.

De modo que lo arrojaba de la vivienda, pues no cabía pensar en una decisión personal de mi tío abuelo en este sentido. Además, entraba en la lógica del comportamiento, lleno de cálculo, que ya se le atribuía a la mujer: había mimado a mi tío abuelo hasta obtener de él los mil y un reales para el depósito de la subasta, y ya no le necesitaba.

Los que subieron lo encontraron tendido sobre un colchón en el suelo de aquel cuartucho, en el que ahora se respiraba una atmósfera de guisos y sudor. Se negó a moverse, suplicó que le dejaran donde estaba. Su carota, roja, enorme y fofa, se resquebrajaba al ordenar que nadie se atreviera a ponerle una mano encima, que nadie le devolviera a su casa.

—Pero aquí ya no te quieren —le decían.

—¡He hecho un trato con Zacarías! —exclamaba mi tío abuelo.

—Zacarías ya no manda en La Venta.

—Bueno, pues al menos que venga a hablar conmigo de…

—Se ha marchado. Ahora la dueña es…

Parece que fue entonces cuando mi tío abuelo lo comprendió todo y se dejó levantar y conducir a Altubena. Durante el viaje, en tres o cuatro ocasiones, le oyeron gruñir amargamente: «No entra en mis planes el casarme». A esta frase no se le encontraría sentido hasta cuatro meses después, cuando don Eulogio empezó a leer las amonestaciones.

De momento, sólo se alcanzó a ver un ostensible desprecio de Ella hacia toda la comunidad, un no importarle lo que ésta pensara de su implacable comportamiento. No se preocupó de disimular: surgió ante el grupo que vacilaba ante La Venta y ordenó secamente: «Sacadle de aquí», como se pide a unos cargadores que se lleven un saco de basura. Sin embargo, en el fondo de su legítima indignación, el pueblo recobró la tranquilidad viendo que las aguas volvían a su cauce, con Santiago Altube devuelto, sano y salvo, a su casa, de la que nunca debió salir, y menos para enfangarse en aquella vergonzosa orgía en La Venta y ser utilizado tan descaradamente por la forastera.

Lo que vino después pudo considerarse un episodio de relleno, en tanto se resolvía lo que el pueblo ya había empezado a denominar pulso entre Ella y Santiago; algo así como un pasatiempo al que la mujer pareció recurrir para no enfriarse, para mantenerse en forma: un día en que aquellos marinos ingleses ventilaban uno de sus feroces partidos de foot-ball en la playa de Arrigúnaga, llegó Ella pretendiendo cobrar a los mirones, es decir, a las gentes de Getxo que llevaban años disfrutando gratuitamente del insólito espectáculo; era como tener que pagar por ver el vuelo de las gaviotas. Ella silenció a los protestones mostrándoles un documento —con el sello municipal y la firma del alcalde— por el que se le otorgaba la exclusiva de cobrar un real a toda persona, excepto a los niños, que se detuviera a admirar los magníficos patadones de los ingleses. A su lado, un agente municipal asentía con la cabeza. Los grupos, refunfuñando, se retiraron de la playa y de los bordes del acantilado antes que entregar la moneda.

Al día siguiente, una comisión de vecinos acudió al Ayuntamiento. «La playa siempre fue del pueblo», recordaron al alcalde. «No tenemos por qué pagar a unos comediantes que no nos cobran nada y que además usan una arena que es nuestra». «Pero los ingleses no son nuestros», argumentó el alcalde, «como tampoco lo son los comediantes que llegan a nuestra plaza y al final pasan la boina y nadie protesta». No era lo mismo; no eran comparables los ingleses y los comediantes con su cabra, pues los ingleses no cobraban por su espectáculo, «la que cobraba era Ella»: así se lo matizaron los vecinos al alcalde. Bueno, y entonces el alcalde hubo de confesar que también cobraba el Ayuntamiento: el cincuenta por ciento de lo recaudado por la mujer. «¿Es que no queréis solucionar lo de las inundaciones del río Gobela? Pues hace falta dinero», explicó. Pero hubo de dar marcha atrás, olvidarse del negocio que Ella le propusiera y que el alcalde sólo aceptó porque sería la forastera quien diera la cara, la que aparecería ante el pueblo como una especie de adelantada de la libre empresa.

Ajenos a lo que habían provocado, los marinos ingleses proseguían con su foot-ball. Se trataba de una competición anfibia en toda regla. El puerto de Bilbao era visitado por tantos cargueros con pabellón británico, que la Ría parecía el Támesis; traían carbón y se llevaban mineral de hierro. Y cada tripulación contaba con un equipo de foot-ball. Los armadores tardaron en empezar a sospechar que los retrasos en las entradas y salidas del puerto, así como los inesperados adelantos, obedecían a una única razón: coincidir con el barco contra cuyo equipo correspondía dirimir el siguiente partido, según un calendario que los telegrafistas transmitían por morse de barco a barco. Llegó un momento en que los cargueros de las diversas compañías inglesas navegaban, no en función de los fletes, sino en función de este calendario. En las arenas de la playa de Arrigúnaga se ventilaban encuentros casi a diario, y las gentes de Getxo cruzaban apuestas tan altas como en las pruebas de bueyes. Hacia junio, se proclamaba campeón el carguero que más partidos hubiese ganado en la temporada, y las sirenas inglesas sonaban a coro, como cantando a otro Nelson.

El pueblo no se asombró cuando Ella volvió a la carga. Empezó por reunir, en La Venta que regentaba, a oficiales ingleses de varios barcos, y les dio a comer de sus guisos. Fue una cena a puerta cerrada. Sólo días después, cuando se conoció su iniciativa de crear en Getxo un equipo de foot-ball, se comprendió que los ingleses ya lo habían admitido en su campeonato, como a cualquiera de los suyos. Las siguientes cenas fueron en honor de un grupo de muchachotes del pueblo, y de ellas salió nada menos que el impulso y la organización del primer club de foot-ball que nació fuera de Inglaterra.

No era aquélla la primera vez que gente de Getxo trataba de imitar el fascinante juego de los extranjeros: cuando éstos dejaban libre la playa, grupos de chiquillos, de adolescentes e incluso de adultos, se ponían a dar patadas a cualquier cosa un poco redonda, y siempre quedaba algún hueso quebrado. Lo hacían tan mal que se aceptaban como justas las sonrisas de mofa de los marinos, y nadie, por miedo al ridículo, se atrevía a competir con ellos. Así que Getxo se preguntó cómo pudo arreglárselas Ella para que las tres docenas de muchachotes aceptaran finalmente la idea de crear un equipo que se enfrentaría a aquellos maestros, y nada menos que en su propio campeonato anfibio. No hay duda de que sus guisos jugaron un papel determinante, así como el alcohol, que circuló copiosamente en las cuatro cenas que Ella necesitó para salirse con la suya. Cuando los muchachotes, al despertar de la última borrachera, supieron que, cinco días después, tendrían la primera cita en la playa con el equipo del carguero Newcastle, no se les advirtió asustados, sino felices, aliviados de no sentirse oficialmente responsables de la prueba de honor que todo Getxo llevaba años esperando en secreto: era demasiada burla sorda la de aquellos forasteros rubios que dejaban la playa toda pisoteada; demasiada ostentación de su inigualable destreza en aquel maldito juego; demasiada pasividad la de un pueblo tradicionalmente orgulloso de sus propios huesos y músculos; demasiada humillación continuada a manos de aquellos arrogantes intrusos venidos a nuestra tierra a restregarnos en los morros su ofensiva superioridad. Había, sí, un afán de desquite, aunque nadie osaba echar sobre sus espaldas la iniciativa de aquella responsabilidad casi histórica. De modo que esta vez Getxo no criticó la nueva maniobra de Ella, que convertía en impune el ansiado desafío con los ingleses; y si no se llegó a compadecerla fue en razón de que, por no pertenecer a la comunidad, no se sentiría luego desgarrada por la vergüenza casi histórica en que, presumiblemente, acabaría el reto. La gente se dijo: «Ella sabrá lo que se hace».

El acontecimiento ocurrió un sábado plácido de septiembre, a las seis de la tarde. Una cerrada muchedumbre enmarcaba la playa de Arrigúnaga, cubriendo arenas, peñas y acantilados; incluso embarcaciones pequeñas, salidas del puertecillo de Algorta, salpicaban de tribunas acuáticas la mar frente a la playa. Momentos antes del choque, y en un gesto de fraternidad, los ingleses habían invitado al equipo del Getxo a visitar el Newcastle, fondeado detrás de la gran peña de Abasota, y allá se llevaron a los diecinueve jugadores en un lanchón de salvamento. Se hallaba el Newcastle tan repleto de carbón, y los del Getxo lo recorrieron con tanto entusiasmo, que regresaron tiznados. Días antes, en una liquidación, en Bilbao, Ella había adquirido para su equipo un lote casi regalado de camisas y pantalones; al ser abierto el bulto, se vio que las camisas eran amarillas y blanco de albañil los pantalones, y nadie tuvo nada que objetar a estos colores, pues nadie tenía preferencia por ninguno para el equipo. De regreso del barco inglés, los uniformes de los diecinueve jugadores ya eran otros: el polvo de carbón había embetunado una mitad de cada camisa amarilla y la totalidad de los pantalones blancos. No quedando tiempo para lavarlas, así ventilaron el partido.

En lo alto del acantilado de La Galea, todos pudieron ver la anacrónica figura del Baskardo de Sugarkea, cubierta de pieles, y, a medida que su pueblo iba perdiendo estrepitosamente, se le oía pronunciar, moviendo amargamente la cabezota:

—¡Berrogeita zortzi! ¡Berrogeita zortzi! ¡Madarikatuok! ¡Berrogeita zortzi! [¡Cuarenta y ocho! ¡Cuarenta y ocho! ¡Malditos! ¡Cuarenta y ocho!] La muchedumbre apenas le prestó atención: bastante tenía con preocuparse de respirar ante la lluvia de goles que caía sobre su equipo; y con ver a Ella, de nuevo, pasando la bolsa para el cobro del real. Exhibía, también, un nuevo documento firmado por el alcalde y, a su lado, el mismo agente municipal desbarataba las últimas resistencias de los remisos. Al término del penoso choque, aflojada ya la dura tensión, el pueblo pudo mirarse, pudo pensar y comprendió.

—Ahora Ella y el Ayuntamiento ya tienen una buena razón para cobrarnos el real —se dijo.

Así, pues, a cambio de tener no sólo un equipo de foot-ball, sino un mito (una anécdota destinada a ser algo más que simple historia deportiva: auténtica y real Historia, con mayúscula; y no Historia general, sino referida a un pueblo, el nuestro que llegaría a depositar en ese foot-ball, fútbol o balompié todas sus esperanzas tribales ante tanto despojo histórico, sus sueños, sus mitificaciones y delirios, sus pinturas rupestres, su hacha de sílex, su lengua y su Árbol —mitos para la continuidad de los mitos—, en una colectiva locura visceral por rescatar, a fuerza de goles, una identidad de pueblo mil veces ahogada), Getxo le abonó a Ella el cincuenta por ciento de aquellos reales que irían a engrosar la base económica que necesitaba para medrar ante nuestras propias narices.

Continuó pasando la bolsa al comienzo de los sucesivos partidos, con el agente municipal a su lado, y era esta presencia la que recordaba que, al menos, la mitad de lo recaudado retornaría a la comunidad. Esta compensación, unida al vendaval de emociones desatado por el foot-ball, permitió que la mujer siguiera moviendo los hilos. Aunque hubo un conato de rebelión por parte de quienes menos se podía esperar: los propios ingleses. Al saber que alguien sacaba tajada de lo que ellos no sólo habían traído sino inventado, exigieron participar de las ganancias. El Ayuntamiento se estremeció. Fue Ella quien negoció con los capitanes de siete cargueros, miembros del comité que controlaba el campeonato anfibio. «Queremos el veinte por ciento», exigieron los ingleses. La forastera simplificó la contabilidad señalando un veinticinco por ciento de media para todos los partidos. Los ingleses aceptaron. Entonces Ella les salió con que el Ayuntamiento les cobraría esa misma cantidad en concepto de alquiler de la playa, y todo quedó como al principio.

Los dos primeros años, aproximadamente, en que la mujer pudo seguir explotando el negocio del fútbol, debemos entenderlos, hoy, como la forma que adoptó el mudo agradecimiento que Getxo no supo ni pudo expresar de otra manera: Ella se había sacado de la manga un equipo de fútbol, lo había creado de la nada, proporcionándole, incluso, los colores —el amarillo y el negro de la camiseta y el negro del pantalón—, que el pueblo aceptó, quizá entendiendo que aquella primera y tremenda derrota exigía un predominio de los negros de luto del carbón de Newcastle. El pueblo, agradecido, olvidó aquel cincuenta por ciento que la mujer se embolsó en los dos primeros años.

La que no cambió fue la actitud de aquel Baskardo de Sugarkea: siguió apareciendo en lo alto del acantilado para lanzar sus gritos, casi guturales, a las gentes que acudían a ver cada nuevo enfrentamiento y no comprendían lo que les decía; sí sus palabras (Berrogeita zortzi… Berrogeita zortzi…), pero no su mensaje interior, como no comprendían nada de lo que de él procediera, si bien aquellas voces suyas no serían más que una denuncia más de los tiempos nuevos y de las cosas nuevas, según tenía acostumbrado al pueblo de los vascos, como lo aseguraban las más viejas leyendas: una denuncia, un lamento («una lúcida premonición», como diría don Manuel. Y añadiría: «Pero ¿de qué esta vez?»), incluso una imprecación: ¡Madarikatuok! ¡Madarikatuok!, y, a lo largo de aquellos años en que la playa de Arrigúnaga fue el marco del nuevo juego, sus voces, su enigmático mensaje, aquellos números gritados flotando sobre el estruendo enfebrecido alentando al Getxo: ¡Berrogeita zortzi!… ¡Berrogeita zortzi!…

De aquel primer comportamiento de Ella quedó encendida sobre Getxo una alarma, una lucecita roja, aún no demasiado intensa, llamando a la prevención. En cualquier caso, hubo que agradecerle su sinceridad, la exposición sin tapujos de su juego. Nunca se preocupó de ocultar sus cartas, nos ignoró, fue una partida limpia. A esta conclusión llegó el grupo de La Venta, una vez regresaron los que habían transportado a mi tío abuelo hasta Altubena; al menos, así necesitaron pensar para acodarse de nuevo sobre el mostrador. Luego, en octubre, la voz de don Eulogio del Pesebre, desde el púlpito, rompió el frágil compromiso al dar lectura a la primera amonestación: así se enteró el pueblo de que Ella y Santiago Altube se casaban.

Era demasiado, desde cualquier punto que se le mirase; era demasiado fuerte, aunque no hubiese venido de quien venía. Porque el anuncio de que Santiago Altube, simplemente, iba a contraer matrimonio hizo temblar los cimientos de nuestra comunidad: mi tío abuelo pertenecía ya, por voluntad y derecho propios, no sólo a la leyenda local sino a la inescrutable categoría de los hombres que viven por encima del sexo, y más puro y magnífico que ninguno de ellos —curas, eremitas e, incluso, birrochos—, por no hallarse sometido a ninguna ley, regla, yugo ni ordenanza, ni siquiera a un simple hábito impuesto por él mismo —una visita más o menos espaciada, más o menos regular al barrio de las Cortes de Bilbao—, pues su grandiosa independencia sexual procedía de la nada, carecía de toda motivación y meta, incluso su propio usufructuario ignoraba su existencia; venía de la nada y marchaba hacia la nada, es decir, era un auténtico acto de creación, y más apasionante que el que, dicen, alguien realizó con el hombre y con el mundo, puesto que, con éstos, el dichoso Libro cometió la temeridad de prometerles un destino, y la independencia sexual de mi tío abuelo era un fenómeno inverosímil yendo hacia ninguna parte, una especie de milagro autosuficiente y estancado, glorioso por sí mismo, con el supremo encanto de las cosas insólitamente liberadas de ataduras flotantes en la incertidumbre de un vacío; libre, incluso, de las veleidades de cualquier endiosado y antojadizo Redactor prometiendo la esperanza de un maldito maleficio.

El pueblo, a su modo, entendió que iba a perder todo esto; no sólo que mi tío abuelo lo iba a perder, sino también ellos, cada uno de los hombres de Getxo; y, ¿por qué no?, también las mujeres: ¿quién las honraba más que mi tío abuelo al no desearlas como procreadoras ni siquiera como simples hembras placenteras de la especie?

Luego estaba Ella, la raíz de todo. Detrás del despojo de la inviolabilidad de Santiago Altube estaba Ella, emponzoñando la alarma general: es que se supo por entonces que mi tío abuelo no fue arrojado de La Venta por haber dejado de ser útil; es decir, no sólo por eso; más exactamente, se trató de dar por concluido un capítulo para empezar con el siguiente, infinitamente más ambicioso y definitivo, a cuyo final mi tío abuelo iba a constituirse en el gran derrotado. La fría operación de conquista se estructuró sobre la privación repentina de un goce. El pobre de mi tío abuelo se revolvía angustiosamente en su mecedora del portalón de Altubena con las agonías de un hambriento por partida doble. Sin embargo, nadie sospechó entonces que aquello no era el fin de algo sino el principio. Enviado por mi tío abuelo, Juan, su sobrino, mi padre, que entonces tenía siete años, se presentaba en La Venta con un cestillo para transportar las cazuelas, pero ocurrió que Ella no sólo se negó a preparar guisos para él, sino para nadie, ante el temor de que alguien se los llevara a escondidas. Clausuró la cocina, y así continuó hasta después de la boda. Ni siquiera accedió a celebrar en La Venta la cena de despedida de soltero del novio, simplemente porque estas despedidas se celebran antes y no después de las bodas, y así nos demostró Ella, una vez más, el recelo hacia la raza humana con que llegó a Getxo.

El pequeño Juan se vio abrumado a órdenes para viajar a La Venta, siempre con su cestillo y siempre regresando de vacío. Circulan diversas versiones acerca del número de días que permaneció mi tío abuelo sin comer; no serían muchos; quizá no fuese ninguno y todo naciera de sus ojeras, de la palidez de enfermo que se extendió repentinamente por su rostro, y de su patente merma de peso: fue como si lo que comía no le alimentara. Resultaron muy duros para él aquellos diecisiete meses; resistió más de lo que podía esperarse de un hombre en sus circunstancias. Su único contacto con La Venta era a través de Juan, pues ya no encontró a nadie dispuesto a transportarle a él: hubo un tácito acuerdo general para no volver a exponerle a los peligros que emanaban de Ella. Llegaron a oírse, de muy lejos, sus lamentos reclamando los guisos, sus juramentos de que se dejaría morir de hambre si no se los llevaban. Llegó a parecer realmente un loco. Creen muchos que su desesperación no procedía de verse privado de esas cazuelas, sino de ser consciente de que Ella se saldría, al fin, con la suya. Juan, mi padre, se ponía de puntillas para asomar los ojos por encima del mostrador, y decía: «Dice que le prepare gazpacho y pulpitos». Y Ella: «Dile que ya sabe lo que tiene que hacer». ¿Quién podía sospechar entonces la terrible condición encerrada en esa respuesta? ¿Únicamente la falta de los guisos atormentaba a mi tío abuelo? Aun cuando el pueblo prefiriera a un Santiago Altube virgen, o, al menos, a salvo de todo trato carnal con una mujer en concreto, con Ella, debemos suponer que sus tres semanas durmiendo en La Venta no obedecieron, exclusivamente, a su deseo de no molestar a nadie con sus traslados, sabiendo que éstos iban a ser diarios. Tuvo que haber, también, sexo. Y no sexo impuesto por Ella, sino buscado por mi tío abuelo; al menos, deseado, una vez la hembra le hiciera probar algún arte sexual de color oriental, o lo que fuera; algo desconocido entre nosotros en esa materia. Le hizo muy feliz durante aquellas tres semanas; tanto, que mi tío abuelo ya no pudo pasarse sin lo que Ella, sin duda, le proporcionó por partida doble.

Con todo, su primera pasión fueron los guisos, cosa esperable de un hombre que había cedido su primogenitura a cambio de que le alimentaran hasta su muerte. Ella, sin los guisos, perdía ante él, digamos, un noventa por ciento de su encanto. No habría habido boda de no ser por los guisos. Lo prueba la inmediata reacción del esposo al concluir la ceremonia: ordenó que le transportaran a La Venta, y cargaron con él seis muchachotes y así salvó los pocos metros que separan la iglesia de San Baskardo de La Venta y le sentaron a una de las mesas, y enseguida Madia o Magda (que no había asistido al sacrificio, precisamente para mantener calientes las cazuelas elaboradas previamente por su pariente, o compañera, o amiga, o lo que fuera) puso los guisos bajo sus narices y mi tío abuelo comenzó a cobrarse lo que tan caro le había salido.

Pero, catorce meses antes, en septiembre, Ella había dado a luz a Efrén, el bastardo de Camilo. Don Eulogio del Pesebre, que estaba al quite, primero suspiró, tranquilizado al comprobar cómo la forastera accedía, por fin, a tener el hijo a la vista de todos y sin intenciones de enterrarlo en secreto, y luego se apresuró a llevárselo a la iglesia. La mujer no opuso ningún reparo; fue como si comprendiera que le correspondía entregar algo a nuestra comunidad, a cambio de sus despojos presentes y futuros.

Al bautizo acudió al templo más gente de la habitual; había expectación por saber qué apellido ponía la madre al niño. Cuando don Eulogio preguntó por los padrinos, se le quedó mirando con esa expresión petrificada que no ofrecía el menor resquicio. «Prefiere dejar a su hijo sin padrinos», pensó don Eulogio. «No se fía de ninguno de nosotros». Cuando preguntó con qué nombre había de inscribir al bautizado, Ella no lo pensó: «Efrén», dijo. Estaban solos en la sacristía, la madre con su hijo en brazos, pálida, aunque no más que de costumbre, a pesar de que sólo veinticuatro horas antes había dado a luz. Solía decir don Manuel que lo suyo no era resistencia o coraje —lo que le otorgaría cierto calor humano—, sino simple constitución metálica, algo que se hallaba muy por encima de la simple resistencia, el coraje o la mera derrota, pues de un metal siempre se espera la más despiadada de las victorias. Los clientes de La Venta acodados sobre el mostrador, habían oído los primeros berreos del recién nacido, procedentes del piso de arriba, y comentaron socarronamente: «Una chuleta a quien le lleve la noticia a Camilo». El primero en recibirla fue don Eulogio; corrió a La Venta y subió al dormitorio cruzándose en el umbral con la partera. «¿Ha visto usted la criatura?», le preguntó. La partera tenía prisa, no detuvo su marcha y la atónita mirada que dirigió al cura persistió hasta que desapareció escaleras abajo. La madre tenía a su hijo en la cama. Don Eulogio se inclinó para verlo y tocarlo. «Éste no podrá negar que existe», le susurró profundamente, y le propuso trasladarse a la iglesia para proceder de inmediato al bautizo. Pero hasta él mismo comprendió que era una locura. «Mañana», amenazó. Aún siguió unos segundos mirándola. «Sólo es un momento», añadió, inclinándose por segunda vez, ahora para tomar al crío en brazos. Bajó con él al territorio del mostrador y lo expuso a la media docena de clientes. «Sois testigos», les dijo.

—Además, varón, como el padre —dijo uno.

—¿Conoces algún padre que no sea varón? —dijo otro.

—Yo me entiendo —dijo el primero—. Habiendo sido hija, y habiéndose parecido a Ella, sería medio posible olvidar al padre.

—El Marqués ha vuelto a tener mala suerte.

Aquella noche, don Eulogio durmió sin zozobras por primera vez en varios meses. Dejó pasar veinticuatro horas justas y regresó a La Venta. La mujer ya le esperaba, con el niño en brazos, y don Eulogio se conmovió, no tanto por ver levantada a la parturienta como por contemplar de nuevo, intacto, al chiquillo.

—Es la costumbre bautizar a las pocas horas —se excusó.

Efrén: Ella pronunció el nombre con la rapidez de reflejos con que un felino realiza su ataque, y el propio don Eulogio confesaría que fue como si lo hubiera guardado hasta ese momento para arrojarlo a la cara de Getxo. Realmente, Efrén es un nombre judío, y nuestra sociedad vasca es particularmente sensible a tales intromisiones, pero de ahí a creer que pretendió herirnos… Sin embargo, Efrén es un nombre judío, acaso corriente en la tierra de origen de Ella. Estaba en su derecho de poner a su hijo el nombre que se le antojara. En cualquier caso, el pueblo lo tomó —Efrén, Efrén, Efrén— como una nueva transgresión de las normas, olvidando los otros nombres judíos que ya convivían con nosotros: Moisés y Josafat.

Luego, don Eulogio paralizó por un tiempo excesivo aquel acto de la inscripción, sin atreverse a preguntar el primer apellido del niño, temiendo le replicara —también a modo de transgresión—. «Baskardo». No pronunció ni éste ni otro apellido, y bien pudo haber señalado que en la línea en blanco constara el de Baskardo, en razón de que formaba parte —esa línea— de un libro santo que sólo debía registrar verdades. Nadie se habría escandalizado, nadie habría tenido nada que objetar, y menos don Eulogio, más enterado que cualquiera de lo ocurrido en las trastiendas de aquel asunto. Sin embargo, Ella no lo pronunció; se limitó a ordenar: «Guarde en blanco esa línea», en lo que don Manuel calificaría como la más insufrible prueba de dominio sobre la operación que se traía entre manos, es decir, sobre nosotros; «sabía» que alguna vez Camilo Baskardo reconocería a su hijo; no hay que mitificarla pensando que «sabía», igualmente, que esta claudicación de Camilo ocurriría, exactamente, treinta años después, en 1919, aunque hubo quienes así lo creyeron cuando se produjo aquella visita de Ella a don Eulogio y ni siquiera se preocupó de situar el momento como remate del bautizo a medio celebrar de hacía treinta años: simplemente, abrió la puerta de la sacristía, cruzaron sus miradas, y aseguraba don Eulogio que le leyó a qué venía, de modo que ya estaba abriendo el libro y buscando hacia atrás la hoja con la línea en blanco cuando la mujer pronunció «Baskardo» sin un énfasis particular, incluso con la apatía con que se comunica un suceso irremediable.

El pueblo, pues, asistió con cara de entierro a la boda de Santiago Altube, el Gordo, el excelso macho derrotado. Flotaba en la abarrotada iglesia de San Baskardo la convicción de que se estaba bendiciendo el rapto de un inocente. La expectación la tensaban, de un lado, el desagrado y la compasión, y, de otro, la oscura admiración que ya había empezado a despertar Ella.

En adelante, La Venta, de bolsa de noticias y chismorreos se convirtió en plataforma de seguimiento del nuevo matrimonio, es decir, de la pájara, pues ni el más ingenuo dejó de creer que allí acabarían sus maniobras. El cuarto de los científicos recuperó su condición de trastero, y su último habitante, mi tío abuelo, ocupó uno de los otros dos dormitorios y la gran cama matrimonial que Ella aportó como dote a la boda, una cama que mandó construir en Bilbao y fue la primera señal que nos dio de su mal gusto, que alcanzó su culminación en el barroco palacio que levantó frente a la mansión de Camilo Baskardo y pasó a habitar en 1895.

Aquella cama no se usó tal como la entregaron los de Bilbao: fue reforzada por Panpili Ermo, «Manitas», hermano de Zacarías, carpintero de Getxo, el mismo que, veintidós años atrás, reforzó también la mecedora de mi tío abuelo. Circuló una historia acerca de cuatro asiduos de La Venta que pretendieron espiar en su intimidad al nuevo matrimonio y se proveyeron de una escalera para alcanzar la ventana del dormitorio, y a ellos se sumó Panpili Ermo, el único del grupo que llevaba intenciones limpias, pues no buscaba más que comprobar la solidez de su trabajo. Y es que el pueblo tardó demasiado —o nunca lo consiguió— en digerir el nuevo estado de cosas, lo que había empezado a suceder entre aquellas cuatro paredes. Se entendía que nadie debió permitir que mi tío abuelo fuera arrancado de la placidez de su destino natural; y, al referirse a «ley natural» o «destino natural», el pueblo estaba acusando unos a Dios y otros a la ley que regula, por ejemplo, el crecimiento de los árboles. En Getxo no había más que una sola persona sosegada: Camilo Baskardo, quien, a partir de la boda, se consideró liberado de su hijo bastardo —el cual pasaba a ser de Santiago Altube según constaría en adelante en todos los papeles—; no era, para él, la mejor solución: habría deseado ver a Ella desaparecer para siempre con el Baskardo en su vientre (se habló de presiones suyas sobre los concejales para que invalidaran la subasta de La Venta, en un intento de privarla de cualquier raíz en Getxo). Aunque había otra persona satisfecha: don Eulogio, y por partida doble: aquel segundo embarazo no había concluido en aborto y en enterramiento secreto, sino que la criatura ya tenía, incluso, un nombre, y el matrimonio había salvado a dos almas pecadoras que vivieron y durmieron en La Venta a lo largo de un mes como los cerdos.

Así, pues, Ella se quedaba definitivamente, y el municipio hubo de aceptar aquella realidad. Hasta el último momento, Cristina confió en que don Eulogio no se atrevería a celebrar aquella boda, y se presentó en la iglesia al término de todo.

—Ya estará usted satisfecho de su obra —le dijo.

—Habían pecado con la carne y la obligación de la Iglesia es…

—¡Pues haberles quemado en la hoguera para que se fueran los dos al infierno!

—Cálmate, Cristina, cál…

La marquesa sacó un libro oscuro de un bolso y lo depositó de golpe en las manos del cura.

—Léalo, si aún no se ha olvidado también de leer.

Don Eulogio bajó la cabeza y elevó un poco las manos con el libro.

—«Bizkaya por su independencia» —leyó suavemente en la portada.

—Acaba de publicarse —dijo Cristina, con la piel electrizada. Y le ordenó—: Lea más.

—Sabino Arana y Goiri —siguió pronunciando don Eulogio. Y exclamó, al darse cuenta de qué nombre había leído—: ¡Sabino Arana!

Y entonces Cristina empezó a llorar silenciosamente. Don Eulogio no acertaba a encontrar una postura.

—Lo leeré —silbó, finalmente.

—Quizá ya sea tarde —dijo Cristina.

—Lo leeré —repitió don Eulogio, descubriendo de pronto que era culpable. Despidió a Cristina sin mirarla a los ojos.

Siguió un mes sin sobresaltos, pero, en vísperas de las navidades, mi tío abuelo se presentó en Altubena, y todos creyeron ver en la visita un intento de reconciliación familiar, puesto que su matrimonio había constituido una auténtica ruptura. Naturalmente, fue transportado por un grupo de muchachotes: lo depositaron en el centro del portalón, y al punto abandonaron sus trabajos en el campo y en la cuadra mis bisabuelos, Satordi e Idurre, y mis abuelos, Zenón y Bixenta, y mi padre, Juan, y mis tíos, Roque y Andrea, ésta de apenas seis años; es decir, todos los Altube de Altubena compusieron en su portalón un grupo escultórico expectante, frente a su pariente, el cual también parecía una estatua de piedra, un monolito monumental, excesivo incluso para su propia familia, pues había engordado aún más durante aquel mes de matrimonio, parecía haber agotado, como individuo, todas las posibilidades de expansión de la raza humana. «Los malditos guisos», pensaron todos, los míos e incluso el grupo de muchachotes que contemplaba la escena a distancia prudencial, pues nadie había visto a mi tío abuelo durante ese mes, sencillamente porque no abandonaba el piso de arriba de La Venta, en él dormía y a él se hacía subir las enormes cazuelas humeantes, tarea encomendada a Madia o Magda.

Allí estaban todos, en el portalón, esperando ver con qué embajada salía. Le oían respirar más ruidosamente que nunca, pero enseguida descubrieron que no se debía al incremento de grasa sino a la emoción. Y que, si tardaba en hablar, era igualmente por la emoción. Mi tío abuelo miraba a todas partes, excepto a su familia; tosía y balanceaba sus brazos, tan gruesos como árboles. Y, de pronto, de las profundidades de su organismo emergieron dificultosamente sus primeras palabras:

—Veo que todavía no os habéis muerto ninguno.

«Bueno», pensaron, «ahora que ha roto el fuego dirá lo que tenga que decir». Pero aún debieron esperar. Y lo que dijo, un par de minutos largos después, no resolvió nada, todo lo contrario, pues fue una despedida:

—Ya vendré cualquier día de éstos a haceros una visita.

Dirigió una precipitada seña a sus porteadores y éstos se lo llevaron. Y no hubo más, de momento. Todos sabían que el asunto, fuera cual fuese, no había hecho más que aplazarse, y, adivinándolo, el grupo de muchachotes se puso a fabricar unas parihuelas.

Transcurrió una semana más, y, en el atardecer de un sábado, el pueblo vio de nuevo viajar a mi pariente, y pensó: «Esta vez tendrá que atreverse a decirlo». Las palabras brotaron de mi tío abuelo antes de que las angarillas tocaran el piso de losas del portalón del caserío:

—Te vendo Altubena a buen precio.

Era como decir: «Si quieres Altubena, tienes que comprármelo». Todos comprendieron, claro, que detrás estaba Ella. Satordi, mi bisabuelo, avanzó hasta colocarse a un metro del montañoso pecho de mujer de Santiago y le metió la mirada por los ojos.

—Hay una palabra entre tu hermano y tú y la palabra nunca se rompe.

Santiago retrocedió un paso, perdió momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caer.

—Altubena está en venta —tartamudeó.

—Un vasco nunca se vuelve atrás de su palabra —dijo mi bisabuelo.

—Altubena está en venta —repitió Santiago, lleno de temblores, sudando copiosamente, a pesar del frío de diciembre, y empezando a oler ácido.

—La tierra no se puede vender —pronunció mi bisabuelo en el tono que reservaba para el Padrenuestro—. La tierra no se compra con dinero.

Y Santiago, una vez más, como si hubiera traído aprendida la lección: «Altubena está en venta, Altubena está en venta», pero sin sostener ninguna mirada y menos la de su padre.

Protagonizó una despedida penosa, retrocediendo de espaldas y pidiendo otra vez por señas a los muchachos no sólo que le retiraran de allí sino que lo hicieran pronto, como si le quemase el piso de losas o la familia que tenía delante fuera una legión de aparecidos.

Nadie se atrevió a hacer conjeturas acerca del futuro de Altubena. No habría ocurrido así si el conflicto no hubiera rebasado los niveles corrientes, pero sí los rebasaba. Las cuestiones sobre la tierra eran cuestiones familiares y simples, con sus costumbres y leyes seculares, que eran más bien códigos emanados de la vieja sangre, de modo que todo estaba ordenado y sentenciado de antemano a fin de que la tierra siempre sobreviviera. Ahora un elemento inaudito venía a introducir la alarma, pues si Ella había sido capaz de quedarse con una venta controlada desde siglos por la estirpe de los Ermo, y luego emplear el chantaje para abatir a un irreductible misógino tripón, tampoco Altubena podía considerarse a salvo.

Con todo, quedaba la desesperada esperanza en la perdurabilidad de la tierra, pues sobre ella continuó la gente de mi familia, trabajándola, haciendo lo mismo que habían hecho desde el Principio (don Manuel le daba una acepción especial, pronunciándolo con p mayúscula, pues me tenía dicho que los Altube procedían de las 48 criaturas que, según la leyenda, abandonaron la mar para empezar la vida sobre la tierra, descendían de una de esas 48 criaturas, es decir —según la leyenda—, eran Fundadores —también con/mayúscula— a quien, cuando nacieron la palabra y los nombres de cosas y personas, se les llamó Aldu, «pasto yezgo», y luego Altu, y finalmente Altube, «bajo el pasto»), viviendo como si no hubieran existido las dos visitas de aquel Altube que pretendía interrumpir la eternidad. Y esto es lo que tranquilizaba al pueblo: el contemplar a los Altube indiferentes al azote instalado en Getxo, a la amenaza que, aparentemente, había sido pronunciada por carne Altube, pero que, en realidad, sólo lo fue por un muñeco al que Ella había prestado la voz.

Transcurrieron así dos meses, y de pronto, en un amanecer, cruzó el mojón de Altubena el primer rebaño de corderos, una tropa blanca y campanillera que se puso a devorar las huertas y el verde para el ganado. Zenón, mi abuelo, se enfrentó a los cinco pastores, pero éstos se apresuraron a señalarle a sus espaldas, y, en efecto, de la neblina lechosa emergía en ese momento un viejo birlocho tirado por un caballo moteado. Mi tío abuelo, ocupando casi todo el asiento, parecía dormitar, y Ella sostenía las riendas. Sólo tiempo después se comprendió que aquel carruaje —también se supo que lo había adquirido en Bilbao— era la primera muestra ostensible de su propósito de emular a Camilo Baskardo, de utilizar sus mismos signos exteriores de riqueza, aunque entonces se ignoraba que aquello contenía algo más que un simple juego competitivo. El tílburi también se salió del camino e invadió un prado, rodando hacia el rebaño a marcha lenta, de paseo, como si no estuviera allí para plantear un terrible problema sino para contemplar el bucólico espectáculo de los corderos. Mi abuelo cortó el avance del coche sujetando el correaje del caballo.

—Esto no se ha visto nunca —dijo.

Y Santiago:

—Voy a echar todo Altubena para corderos. Dicen que rinden más que otra cosa.

—¿Eh? —exclamó mi abuelo. Y cuando superó su asombro—: Tú sabes que donde pasta un cordero ya no…

—Voy a echar todo Altubena para corderos —repitió Santiago. Y lo repitió varias veces en aquel breve encuentro, mientras Ella, puesta en pie, indiferente a la pugna entre los dos hermanos, lanzaba su mirada a la devastación que llevaba a cabo el gran rebaño.

Aquella misma tarde se presentaron los dos tasadores desconocidos y procedieron a medir las inmensas heredades y a inspeccionar el caserío, incluso su interior, ante los atónitos ojos de mi familia, que no acertaba a reaccionar ante semejante sucesión de ultrajes sin precedente. Y detrás de todo este drama, el birlocho, con sus dos ocupantes, atentos e inexorables, señalando con su simple presencia la irrebatible realidad de la primogenitura de mi tío abuelo.

En los días siguientes, el coche acudió siguiendo a nuevos rebaños de corderos, y el pueblo desfilaba en grupos silenciosos a contemplar la ruina de aquellas tierras, sabiendo que los míos no podrían soportar por mucho tiempo aquel estrago irreversible. Y, en efecto, al término de esa semana infernal, Zenón y Bixenta, mis abuelos, se acercaron al birlocho con unas caras que no parecían las suyas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Zenón a su hermano.

Desde su altura, Santiago le miró, después de hacer girar su enorme cuello con pesado asombro.

—¿Eh? —exclamó roncamente.

Zenón no contestó más que a través de aquellos ojos que, en un instante, desbarataron el exiguo aplomo que le quedaba a su hermano.

—Te ha preguntado cómo te llamas —dijo entonces Ella—. Díselo —le ordenó, pues era la única capaz de incorporarse impunemente a aquella escena absurda.

—Santiago —dijo Santiago, mirando a todas partes menos a Zenón, buscando desesperadamente un refugio en cualquier rincón del escenario.

—No me basta tu palabra —exclamó Zenón—: Dámelo por escrito.

—¿Eh? —repitió Santiago.

—Esta vez emplearemos… ¿cómo se llaman? —preguntó Zenón.

—Papeles —dijo Ella.

—Si no me pones tu nombre en unos papeles no creeré que te llamas Santiago.

—¿Eh? —se asombró, por tercera vez, Santiago.

Y entonces Ella emitió, en reales, el precio de Altubena: cuarenta y dos mil setecientos treinta y cuatro, y dicen quienes lo oyeron que preferirían no haberlo oído; no por el efecto que produjo en Zenón —parece que, tras siete interminables días de incubación, el dolor le había preparado para resistirlo todo—, sino por cómo sonó el imposible precio de aquella tierra al ser chirriado por la lengua moviéndose con una frialdad metálica para arrojar la maldita cantidad, en la más insoportable sentencia de consumación de una era.

Parece que, en el último momento, mi abuelo se aferró a una evidencia: «No puedo pagar porque no tengo dinero», le oyeron decir, y contaron que la expresión de su rostro no esperaba ningún error o concesión de la mujer que con tan diabólica eficacia había llevado sus asuntos hasta entonces; no esperaba nada, así que su última protesta quizá sólo existió para facilitarle a Ella —suponiendo que lo necesitase— el paso a la postrera fase de la liquidación, en el más noble gesto de corajudo desdén del vencido.

—¿Quiere subir? —le invitó la mujer; y, al adivinar en mi abuelo una aceptación (ninguno de los testigos de la escena pudo observar en mi abuelo el más leve indicio de esa aceptación, así que habrá que pensar que Ella sabía, también, el final que el destino señalaba al episodio), pidió por señas que alguien ayudase a bajar a Santiago, y así se hizo, y entonces mi abuelo pudo subir y se lo llevó en el birlocho en dirección a Bilbao.

Santiago no se movió de donde le dejaron, al borde del camino vecinal, excepto para sentarse, cuando vio que el birlocho tardaba en regresar y sus piernas desfallecían bajo el descomunal peso de la carne; le facilitaron el descendimiento los mismos que mosconeaban por los alrededores para no perderse nada. Se sentó de espaldas a Altubena, sin atreverse a mirar hacia los bultos que asistían, inmóviles, al exterminio, de cuyo clan ya no podía considerarse miembro.

Sin embargo, él birlocho tardó en regresar un tiempo casi ridículo, considerando el requerido para una importante operación bancaria que se inicia desde cero; sin duda, Ella ya la había puesto en marcha días atrás, acaso en el mismo momento en que se le ocurrió la sucia idea de los corderos, de modo que en el Banco Nervión ya tenían listos todos los documentos, perfectamente inapelable y repetido el imposible número de 42.734 reales en que se había convertido aquella tierra, el leonino interés, los implacables plazos de devolución del préstamo, y sólo restaba la cruz de analfabeto de mi abuelo al pie de cada uno de los papeles; también se había adelantado a su última exigencia de registrar en esos papeles el nuevo pacto entre hermano y hermano, y nadie diría, por el tiempo empleado por el birlocho en su viaje a Bilbao, que hubo una segunda gestión, la visita al despacho de un notario, quien sustituyó, profanó con testificatas el insustituible y ancestral apretón de manos callosas.

Finalmente, bajó mi abuelo por tercera vez del birlocho, y mi tío abuelo fue ayudado a subir a él por las mismas manos que, cuatro horas antes, le bajaran, y allí quedó, sin despertar, asiendo torpemente con su manaza tantos papelotes como nunca en su vida viera juntos, mientras el carruaje se sumergía en la primera oscuridad del anochecer.

El pueblo se preguntó qué vendría después. La incógnita no la constituía Zenón —sentenciado a reventarse trabajando para pagar al banco la deuda en que se había convertido su propia tierra—, sino Ella, cuya actividad no se había detenido desde su llegada a Getxo. Cosa de un mes después, los asiduos a La Venta advirtieron que llevaban días sin verla, que era Madia o Magda la que apechugaba con todo el trabajo, el del mostrador, la cocina y el niño; quien guisaba las cazuelas destinadas, principalmente, a su cuñado, tío o lo que fuera para la chiquilla mi tío abuelo, pues nunca llegaría a saberse qué parentesco unía a las dos forasteras.

No obstante su aparente endeblez, la pequeña Madia o Magda cumplía bien con su tarea. Contaría por entonces trece años, aunque, por su tamaño, no representaba más de diez; bajo un jersey oscuro que le sobraba por todas partes, se le marcaban unos hombros huesudos y unos brazos de alambre; su cuerpo presentaba, en su estómago y vientre, ese hundimiento característico de los organismos insuficientes. Cuando le preguntaron dónde estaba su hermana —lo mismo habría servido llamarla tía, y, de hecho, el pueblo llegó a usar el hermana, tía o prima indistintamente, en su necesidad de disponer de un asidero funcional— contestó:

—Por ahí.

El pequeño enigma se prolongó algunos días más, hasta la madrugada en que los pescadores nocturnos que regresaban de las peñas de Arrigúnaga vieron el silencioso ejército de figuras decrépitas desembarcar del lanchón varado en la arena y adentrarse por tierras de Getxo con la niebla hasta las rodillas. Al frente del grupo de más de setenta hombres, iba Ella.

En aquel tiempo, la mansión de Camilo Baskardo se hallaba rodeada de bosques, jaros, prados y campos de cultivo, sin contar el camino-carretera que ya la ceñía por dos lados, uno de ellos la fachada delantera. Frente a ésta, con el camino-carretera de por medio, se extendía un prado de regular tamaño, de yerba recién cortada: en este terreno acamparon los forasteros que Ella se trajo en el lanchón. Ya desde aquella madrugada el pueblo los veía amontonados alrededor de hogueras, silenciosos y sin mirar a las gentes que les miraban desde el camino-carretera mormojeando la palabra «maketos».

A las siete en punto de la misma mañana de su aparición, Cristina Oiaindia abrió la ventana de su dormitorio y descubrió a los setenta hombres en el prado de enfrente, y la vio a Ella, que en ese momento regresaba de La Venta con una perola humeante. Sacó de la cama a su esposo y le obligó a mirar el espectáculo. Cuando, en la tarde de aquel mismo día, vio Cristina cómo el ejército de forasteros empezaba a levantar una caseta con la madera procedente del desguace del lanchón, corrió hecha una furia al caserío de Gasento Ibaeta, en Berango.

—¿Ya sabes, Gasento, lo que pasa en tu terreno? —le preguntó.

—¿Pasar? —exclamó Gasento.

—Lo ocupa Ella con su gentuza. ¿Qué trato hay entre vosotros?

—¿Trato? —exclamó Gasento.

—No me salgas ahora con que no sabes… En ese caso, yo misma me encargaré de avisar a la autoridad para que los eche. ¡Dios mío, los tengo debajo de mis propias narices!

Gasento Ibaeta era un hombre macizo y redondo, de cara roja y ojillos semicerrados, excepto entonces, dilatados por el terror.

—Pueden estar —silbó, retrocediendo un paso.

—¿Quieres decirme que tienen algún derecho sobre tu terreno?

—Sí, señora marquesa.

Lo de «señora marquesa» lo puso Gasento a modo de muro de contención.

—¿Por cuánto tiempo se lo has alquilado? —preguntó Cristina, blanca como una muerta.

—Se lo he vendido, señora marquesa.

En las siguientes horas, Cristina recorrió varios despachos de Bilbao en un desesperado intento de anular aquella operación, de borrarla de todos los libros legales. El tremendo final del episodio fue que hubo de aceptarla como vecina. La gran pesadilla era por cuánto tiempo; es decir, qué pintaban allí los setenta maketos, con qué fin Ella los había arrancado de su tierra (más tarde se sabría que los reclutó en las costas gallegas).

En sólo dos días, los «maketos de Ella» —como enseguida empezó a llamárseles— concluyeron la cabaña de tablas, el pequeño barracón, y el pueblo se preguntó cómo se las arreglarían para dormir todos dentro. Al parecer, se turnaban. Era Cristina la que mejor podría haber dado cabal información de la vida que hacían los forasteros: pasaba gran parte del día e incluso de la noche tras los visillos de su ventana, vigilando con pavor. En el tercer día, llegó un pequeño carro con herramientas, picos y palas, y los hombres se pusieron a cavar unas extrañas zanjas. Según los entendidos, eran los cimientos de una casa.

El pueblo no tenía ya por qué asombrarse de nada, pero contuvo su respiración ante la nueva insolencia. Cristina se precipitó al Ayuntamiento a comprobar, primero, si la mujer tenía en regla los trámites sobre edificaciones, y, segundo, si existía algún impedimento legal para construir una casa grande demasiado próxima a otra casa grande, o, más exactamente, si la vieja familia vasca de una casa grande se veía amparada por alguna ley que prohibiera se la humillase por gente extraña, nueva y enemiga que pretendiera levantar una casa grande tan próxima a la otra que hasta el más ingenuo lo calificaría de agresión. Se dijo, igualmente, que Cristina barajó la posibilidad de recurrir a la trampa, la falsificación, el perjurio e incluso el asesinato. Agotó el itinerario de los viejos jauntxos y de amistades vinculadas al poder económico de la ría, así como de amigos y socios de su esposo; no obtuvo de ellos ninguna garantía, sólo simples promesas de solidaridad de clase. Según don Manuel, la súplica de Cristina fue considerada asunto menor, un conflicto entre mujeres, el pequeño clamor de una hembra celosa ante la amenaza de que la amante de su marido se convirtiera en su vecina.

Una casa. Una mansión. Así, al menos, lo aseguraban aquellos entendidos en zanjas para cimientos, deduciéndolo de su profundidad y del perímetro que abarcaban, del excesivo número de obreros moviendo palas y picos. Un asentamiento con todo el carácter de ser no sólo definitivo, sino hiriente y ultrajante, aún más por ser un empeño desproporcionado a la situación económica y social de Ella. Porque hasta el odio y la venganza han de producirse dentro de los límites convencionales establecidos por cada comunidad, y Ella —decía don Manuel— se los saltaba.

La casa, pues, la aparatosa mansión expuesta atropelladamente a los ojos y conciencias de nuestra tribu sin dar tiempo a digerir lo anterior, lo mucho que la mujer ya había impuesto en los breves meses precedentes: una riada de afrentas que desbordaba la capacidad de chismorreo de Getxo, su capacidad para interpretar aquellas señales demasiado ostensibles, con toda la apariencia de presentárnoslas para advertir a los más ingenuos de hacia dónde nos dirigían los nuevos tiempos. Y, tras los visillos de la ventana, los ojos furiosos y atónitos de Cristina Oiaindia, vigilando a los advenedizos como una estatua temblorosa que no acierta a creer lo que está viendo: aquellos setenta hombres, oscuros y silenciosos, abriendo la vieja tierra vasca para depositar en los rectos, profundos y largos surcos de los cimientos la inapelable semilla del odio. Dicen que Cristina apenas comió ni durmió en quince días, hasta que se produjo el cambio: al término de cierta jornada Ella se llevó a la mayor parte de su ejército de braceros, dejando sólo una docena. Los hombres la siguieron con su exiguo equipaje. Es decir, se retiraban definitivamente. Camilo Baskardo abrió la boca por primera vez desde el principio de los quince días: «Ya ves, mujer, cómo no había por qué preocuparse. Ha comprendido que era demasiado y se va». «¿Y las zanjas abiertas? ¿Y esos maketos que se han quedado?», exclamó Cristina. «Cubrirán las zanjas y también se irán», dijo Camilo. Pero transcurrieron dos días más y la docena de hombres no sólo no se marchó, sino que siguió completando el cerco de zanjas. Ahora trabajaban sin la inspiración de la mujer. Y entonces llegó a Getxo la noticia de que Ella había adquirido una pequeña mina en Somorrostro, al otro lado de la ría.

El pueblo, que nunca aprendió a no asombrarse, se asombró. Al menos, creyó conocer la razón del numeroso ejército de braceros trabajando en los cimientos: la mujer no había podido coordinar la llegada de su troupe con la puesta en marcha de la mina, y, en el intermedio, utilizó a sus futuros mineros abriendo zanjas. Otros entendieron que esos quince días fueron los que necesitó para seleccionar a los más aptos para la mina, de ahí la escrupulosa atención que les dedicó, su constante presencia junto a ellos, incluso su implacable dureza: sucedió en la segunda semana, al enfermar uno de ellos; de madrugada, un compañero abandonó el barracón para traer al médico; contaría don Eloy que fue como entrar en una botella cerrada de amoníaco, y eso que no dormían en el refugio los setenta hombres, sólo la mitad; el resto se hallaba al socaire de la pared exterior orientada al mediodía, dándose calor unos a otros, tan juntos que parecían un solo cuerpo, y los viejos chaquetones con que se cubrían formaban una única costra continuada.

—El enfermo estaba en el interior de la caseta —contaría en La Venta don Eloy—. Le vi el rostro a la luz de una vela: los cadáveres, al menos, ofrecen una expresión serena, pero, por encima de las ojeras, la palidez y los huesos de pómulos, barbilla y nariz punzando la piel desde dentro, se agitaba una angustiosa zozobra. «Tiene que arreglarme para dentro de dos horas», me pidió el hombre, tosiendo. Le dije lo que ya tenía que saber: que su fiebre era crónica. «¿Qué va a ocurrir dentro de dos horas?», le pregunté. «Que serán las seis y empieza nuestro trabajo». «Usted no puede levantarse», le ordené. «Usted debería haberse quedado en su tierra». Me miró. «De acuerdo», le dije, «tómese estas pastillas para esa tos, y si se le pierden no se preocupe, no habrá perdido nada. Hablaré con quien sea para que, por lo menos, hoy…». Esperé en la cabaña hasta las seis, sintiendo sobre mí las miradas de aquellos treinta hombres que ya no dormían. Al cabo, el enfermo se agitó. «No la diga nada. No quiero que la diga nada. ¿No lo comprende usted? Tengo mujer y seis hijos en Lugo y les quiero traer, o siquiera que coman de lo que yo les mande». Sólo me dije que fue una pena que el hombre no me hablara así al comienzo de aquellas dos horas perdidas.

Esto llevó al pueblo a recordar las circunstancias en que Ella arribó a la playa con su rebaño, y a hacer conjeturas sobre el contrato leonino con que les habría sacado de su tierra. Componían una banda asustada, trabajando cuantas horas les marcase la mujer y cobrando los sábados una cantidad aún más ridícula que la que regía en el mundo laboral de aquel tiempo. Apenas salían de los límites del prado, ni siquiera para adquirir comida o vino, pues Ella se los llevaba de La Venta en el pequeño carro, la comida en una gran perola humeante y el vino en un garrafón; era como estar a cargo de unas fieras enjauladas o de un hato de reses que no se atrevieran a salir del establo por temor a los lobos. De modo que para explotar a su gente según el modelo de explotación vigente en las minas, Ella no esperó a tener a sus esclavos en su colina de hierro; y no me refiero solamente a la jornada de doce horas con los mezquinos céntimos de hambre a cambio, sino al negocio dentro del negocio que representaban las cantinas mineras regentadas por los capataces, en las que las plantillas tenían la obligación de surtirse de ropa, tabaco, alimentos y deudas, pagando de más por géneros que en cualquier otro sórdido mostrador valían menos, incluidas esas deudas; restando de los jornales las compras, hasta que éstas superaban a aquéllos y aparecía la «deuda crónica» que ataba a la mina: Ella, pues, no sólo no esperó a tenerlos sobre su colina roja para venderles sus géneros, sino que no perdió tiempo en explotarles desde su doble figura de patrón-capataz.

De modo que Cristina apenas pudo gozar del descanso de no verla, pues la noticia de la compra de la mina llegó dos días después de la marcha de Ella con la mayor parte de su rebaño. Este hecho no aportó nada fundamentalmente nuevo: la casa iba adelante, con mina o sin mina, la docena de braceros sudaba sobradamente su pan en las zanjas; aunque significó el desvelamiento de hasta dónde pretendía llegar. Parece que sólo entonces tomó Camilo Baskardo conciencia clara del peligro. «Ahí la tienes, convirtiéndonos en el hazmerreír de todos», le decía Cristina. «¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer?», y le señalaba las zanjas, a menos de un tiro de piedra bajo sus narices. Al drama común de tener que sufrir, quizá hasta el fin de sus días, el insulto de su vecindaje, en el caso del marido había que sumar lo que podría denominarse «humillación profesional»: ¿cómo, aquella advenediza, osaba emular a los prohombres de la gran casta industrial y financiera, convirtiendo en fácil lo que, hasta entonces, era patrimonio de criaturas superiores? Pensaría Camilo Baskardo: «Estamos construyendo con el hierro nada menos que un mundo, y esa mujeruca se instala entre nosotros descalza, hambrienta, preñada, sin haber visto hierro ni siquiera en los cubiertos para comer que nunca habrá usado, y sólo en un par de años… ¡Dios, Dios!». Pero es que, además, ofreció a Getxo algún espectáculo menor lleno de ironía, aunque al mundo nacionalista no se lo pareció así; por ejemplo, el de la nodriza vasca que contrató para dar el pecho a su hijo.

Era Efrén una criatura blancuzca y famélica, una prueba palpable de la rebelión de la sangre, del coraje y persistencia de las sangres humilladas. En cualquier caso, no tenía el menor parecido con su padre: en esta ocasión, la antiquísima estirpe de los Baskardo desempeñó el modesto papel de instrumento procreador. Pensaban muchos que el niño hubo de sobrevivir por sí mismo a los dos primeros años de abandono: Ella y Madia le colocaban en el suelo de la cocina de La Venta, sobre una manta, y se entregaban al trabajo, olvidándose de él, y el niño no reclamaba cuidados, ni siquiera la comida a sus horas: sentado, tieso, triste, miraba con ojos muy abiertos el ir y venir de su madre y de su tía —o lo que fuera—, sin llorar nunca, olvidado, al parecer, durante horas y horas. Ni a una ni a otra se les vio nunca dedicarle efusiones. Y entonces apareció la nodriza: una joven madre del caserío Murua, una sólida hembra que repartía salud y llevaba siempre el peto de su vestido encharcado de su propia leche. Empezó a dar el pecho a Efrén cuando éste contaba ya dos años; la madre la había descubierto después de una tardía y concienzuda búsqueda por la zona de San Baskardo, algunos sospechaban que para rectificar el error de empeñarse en alimentar al crío de sí misma (ni siquiera con la maternidad se le advirtieron, bajo su pechera negra, otra cosa que dos espinas inhóspitas); y otros, que fue un nuevo escarnio dirigido a los habitantes de la mansión. Porque la nodriza no daba el pecho a Efrén en su propio caserío, o, al menos, en La Venta, sino en aquel prado, en el centro del espacio delimitado por las zanjas, al aire libre. Esto empezó en abril, con la llegada del buen tiempo, y podía verse a la nodriza, sentada en una banqueta, extraerse una de sus blanquísimas, tersas y pesadas calabazotas y colgarse de ella al pequeño de dos años —pero que no representaba ni siquiera la mitad—, quien succionaba con un sosiego impropio del retraso alimenticio que sufría. Sin embargo, no fue esto lo que hizo que Getxo no olvidara el episodio, sino las preguntas que la madre, a voz en grito, le formulaba a la nodriza:

—¿Cómo te llamas?

—Andikona.

—¿Y cómo te apellidas?

—Murua.

—Más.

—Iturza, Alaiza…

—Más, más.

—Sopitea, Elurbide, Butron…

—¡Sigue!

—Garbizu, Pagazuria, Oyanburu…

—¡Más!

—No me acuerdo.

Y entonces Ella, en pie y tensa, se volvía hacia la mansión de Camilo Baskardo y gritaba:

—¡Enteraos de cuáles son los nombres de la leche que mama mi hijo!

Y obligaba a Andikona a repetir su rosario de apellidos, y la muchacha se prestaba al juego con su gran sonrisa bonachona, elevando la voz todo cuanto Ella se lo exigía. Y esto, un día y otro, y no menos de un par de veces por día. Y los más atentos y de mejor vista podían ver a Cristina —o su sombra— al amparo de las cortinas de la ventana, recogiendo la burla y la amenaza, temblando —a juzgar por la imperceptible agitación de los visillos—, haciendo acopio de los malos humores que la acabarían llevando a la locura.

En otro desesperado intento de cortar aquellas violaciones, Cristina se personó en el caserío Murua a echarles en cara su colaboración.

—¿No comprendéis que se está burlando de nosotros?

—A mí me paga por darle teta al chiquillo y yo le doy teta —replicó Andikona.

—¿Y lo otro? —exclamó Cristina—. ¿Entregarle tus apellidos a esa mujer para…?

—Yo sólo digo una verdad. Son mis apellidos, ¿no? Estoy orgullosa de ellos. Si a ella le gusta oírlos, pues… Y además me da buena propina.

—¡Te está humillando y nos está humillando! —se desesperaba Cristina.

Y Andikona, abriendo mucho los ojos:

—¿Por hacer de aña? Si Dios nos ha dado a las vascas buenos pechos… Ese chiquillo, coitao, no sabía lo que era buena leche hasta que yo…

—¡No le estás dando sólo tu leche sino también tu sangre! ¿Es que todavía no lo comprendéis? Para remate de todo, ahora nos amenaza con un sucesor, ese crío medio moro que proseguirá la obra de destrucción de su madre… con la fuerza que le dará nuestra propia sangre vasca que tú le das. —Agarraba a Andikona por el vestido y repetía—: ¡Con la fuerza que le dará nuestra propia sangre vasca que tú le das!

En cierto modo, la casa se fue levantando alrededor del pequeño Efrén y de Andikona, y luego sólo del niño, cuando, a sus cuatro años largos, la madre le retiró la nodriza. Esto ocurrió en 1893, a los tres años del comienzo de aquellas obras casi esperpénticas, y, hasta 1895, el niño tuvo ocasión de aprender de construcción de casas mucho más que ningún otro de su edad. Con buen tiempo, se le veía corretear por encima de los muros de piedra arenisca de los cimientos y alrededor de la argamasa y las pilas de ladrillos y de piedras amarillas, aunque, en general, permanecía muy quietecito en un sitio, observando el ir y venir de los obreros y cómo crecían a su alrededor los muros del tremendo edificio. Y Cristina allí, tras los visillos, mordiéndose los labios de desesperación ante el espectáculo del pequeño monstruo creciendo al unísono de aquel maldito palacio-símbolo desde el que Ella, a partir del 25 de diciembre de 1895, arrojaría piedras a la mansión Oiaindia-Baskardo en ese mismo día de cada año; decían las malas lenguas que para recordarle algo a alguien, quizá —insistían esas lenguas— la primera o la única entrega de Ella a Camilo, o si se prefiere la trampa en que le hizo caer al Baskardo. El pueblo sacó las cuentas y salían: la intrusa tuvo a Efrén en septiembre, y, nueve meses hacia atrás, se llegaba a diciembre; podía cuestionarse el día, pero no el mes. Parece, incluso, que Getxo hizo este descubrimiento antes que la propia Cristina; porque llegó cierto 25 de diciembre en que un grupo de curiosos ya estaba esperando, en la carretera, el espectáculo de las piedras volando de la terraza del palacio medio árabe a las ventanas de la otra mansión, y esperando la tonadilla, proferida a todo grito, acerca de un rey de Cachemira que tenía cuatro hijos.

El horrendo edificio fue acabado en 1895, a primeros de marzo, y Ella se precipitó a inaugurarlo el día 9. No tenía una necesidad especial de efectuar el traslado con tanta urgencia, pero es que aquello constituyó algo más que un simple cambio de vivienda: una ruptura con el pasado. Abandonó La Venta sin avisar a nadie, ni al Ayuntamiento ni a los clientes habituales; le habría bastado con pegar en un cristal un papelucho con cuatro letras. Huyó, despreció lo que le había servido hasta entonces, dejó a sus espaldas cuanto la vinculaba a la pobreza y a la humillación, y, en sólo unos segundos, señaló las nuevas fronteras y abrió el abismo de separación con el viejo mundo, y todo con un simple traslado de un par de cientos de metros realizado a la plena luz de un domingo. Los más atentos llegaron a temer que se desprendiera también del esposo, toda vez que ya no lo necesitaba; y, por un instante, pareció que lo iba a abandonar a la puerta de La Venta, cuando su birloche de segunda mano partió con ella, el niño y Madia o Magda para salvar los doscientos metros, carretera abajo, hasta el cruce de Laparkobaso. Pero, no: regresó el coche, con la mujer empuñando las riendas, y los curiosos oyeron cómo su voz, picuda y fría, les ordenaba —simplemente, les ordenaba— cargar con Santiago, y entre cuatro hombres lo depositaron en el asiento. La mirada húmeda que el gordo Santiago Altube dirigió al grupo apostado ante La Venta mientras el birloche se alejaba, se pareció a la de un besugo cuando lo raptan de su medio, el agua. Los mismos cuatro hombres que acababan de mover a mi tío abuelo acompañaron al coche, marchando a la carrera a su lado, a fin de cumplir con la operación de descarga.

Viajó el vehículo en ambas ocasiones sólo con personas: sin maletas, baúles, algún pequeño mueble o siquiera uno cualquiera de esos objetos que se recogen a última hora como tonto homenaje al tiempo que se clausura (luego se sabría que, en el primer viaje, le acompañó un cofre de tres palmos en el fondo del carruaje, entre sus pies). Y muchos pensaron que si se llevó al esposo no fue por miedo al qué dirán, por una concesión a la ceremonia eclesial de don Eulogio o a los papeles firmados en el juzgado, sino porque alguien, tarde o temprano, se lo habría llevado a su nueva residencia, como se devuelve un objeto perdido.

Abandonó, vació La Venta sin previo aviso, dejando la puerta abierta y las llaves colgando del gran candado, y, en la fachada posterior, una fogata encendida, donde se quemaban ropas y trastos despreciados. Transcurridos esos segundos del traslado, nadie habría podido demostrar, con pruebas convincentes, que Ella estuvo allí alguna vez. Los hombres se preocuparon al comprender que el mostrador iba a quedar sin servicio en la tarde de aquel domingo, si bien poco duraron sus temores: la gente que empezó a concentrarse ante La Venta vio llegar, también, a Zacarías Ermo, quien no se quedó como un curioso más de los que comentaban los acontecimientos del día, sino que, con toda naturalidad, empujó la puerta no cerrada y se hizo cargo del interior. No sólo entró en La Venta, sino que la ocupó, es decir, la recuperó, y, un momento después, ya estaba sirviendo vino con el delantal azul a la cintura; y los clientes, esperando, acodados, después de haber metido los extremos curvos de los mangos de sus paraguas en los agujeros del frente del mostrador, dejados, siglos atrás, por Larreko al extraer de la madera los hierros a que sujetó las cadenas de sus bueyes cuando sacó el altar-mostrador de la playa. Nadie, ni entonces ni después, objetó nada, ni siquiera el alcalde, a pesar de que la nueva apropiación de La Venta por parte de Zacarías Ermo no contó ni con un mero permiso verbal ni con el más nebuloso consentimiento expresado por el más ínfimo empleado municipal por medio de un impreciso asentimiento de cabeza. El pueblo entendió que la casi media docena de años en que Ella regentó La Venta constituyó un error en la vida de la comunidad, una fiebre accidental y pasajera, a cuya desaparición todo volvería a ser como antes del mal sueño. Así, pues, Zacarías Ermo contó con el respaldo moral suficiente para recuperar sin dilaciones el establecimiento. Había urgencia por borrar aquella mancha, y por olvidarla; y, por lo que respecta al leve episodio de aquellos cinco o seis años, se consiguió; al menos, el pueblo pudo recuperar su ágora tradicional, perdida a medias, perdido su pulso de hogar. Pero fue una indemnización demasiado insignificante, pues Ella iba a seguir proyectándose sobre todos desde su nuevo asentamiento, aquella mansión esperpéntica cuya contemplación había empezado a revolver los estómagos desde que sus cimientos revelaron que aquello acabaría siendo, realmente, una casa. Por no mencionar su insoportable arquitectura, patente apenas las fachadas emergieron centímetros del suelo; ni el adivinar a Cristina retorciéndose de impotencia por saberse ya condenada a sufrirla de por vida al otro lado del camino-carretera, soportando la más vergonzosa humillación arrojada sobre mujer alguna de esposo adúltero, cuyo clímax se alcanzaba cada 25 de diciembre con las piedras que Ella lanzaba ferozmente contra la fachada de la mansión, sí, sitiada; proyectiles que volaban emparejados con las estridentes notas de la imbécil canción de aquel rey de Cachemira que tenía, no tres hijos, sino cuatro.