Josafat Baskardo

3 y 4 de junio de 1889

Ama se va a morir.

Se ha separado de nosotros, ha cruzado la puerta de la verja y ahora está en la carretera, mirando cómo se marchan la Chica y Madia. Se agarra la garganta con las dos manos y respira con un ruido de fuelle viejo y tiembla como una hierbecita.

Ama se va a morir.

No deja de mirar las espaldas de la Chica y de Madia.

—¡Fuera de aquí y de nuestra tierra! —dice. Y sigue diciendo a gritos—: ¡Fuera de aquí y de nuestra tierra! ¡Fuera de aquí y de nuestra tierra! —hasta quedar sin voz, hasta que ha de apoyarse en el muro de piedra. Ahora llega a su lado don Eulogio.

—Cristina, Cristina…, quién iba a sospechar algo tan horrible…

—¡Ciegos! ¡Ciegos! —dice Ama.

Y dice también:

—¡Vaya tras ellas y devuélvalas al infierno! No las pierda de vista mientras no desaparezcan de nuestra tierra, aunque no tema un segundo aborto, un segundo enterramiento secreto, porque, esta vez, Ella, Ella… ¡Oh, Dios mío!

Ama se va a morir.

—¿La ha llamado… Ella? —dice don Eulogio.

—¿No es el nombre con que usted la bautizó? ¿No es el nombre que figura en los registros de Dios?

—Sí, pero usted, en dos años, no…

—¡Ahora necesito que Dios no dude contra quién lanza sus maldiciones!

—Por favor, Cristina… —dice don Eulogio.

Los dedos temblorosos de Ama agarran la manga de la sotana de don Eulogio.

—Ahora, nos corresponde a nosotros abortar —le dice.

Don Eulogio la mira moviendo la cabeza.

—¡Tenemos que alcanzarla! ¡Tenemos que saltar sobre su maldita tripa hasta sacarle ese hijo! —dice Ama.

—¡Cristina! —dice don Eulogio.

—Está acostumbrada. Ya lo hizo sola una vez. Ahora le ayudaremos —dice Ama.

Ama se va a morir. De su boca sale un ruido largo y es como si tuviera rota la garganta, y don Eulogio ha de sostenerla en sus brazos para que no caiga al suelo. Ama se va a morir.

—¡Camilo! ¡Camilo, venga, por favor! —dice don Eulogio.

Pero Aita no le oye. Sigue sentado. No mira a ninguna parte. Don Eulogio sostiene a Ama hasta que ambos llegan a la mesa del cumpleaños.

—Vamos, vamos, Cristina, siéntese y cálmese… Tome este sorbito de txakolí —dice don Eulogio.

—¿Qué te pasa, Ama? —digo.

—¡Mi pequeño Jaso! —dice Ama, abrazándome. Y dice—: ¡Martxel, Fabi, venid también conmigo! —y nos aprieta a todos contra su cuerpo—. ¿Qué pretenden hacer con nosotros? ¡Mi propio esposo penetrando el cuerpo de esa mora y dejando en él…!

—¡Que se lleven a los niños! No deben oír… ¡Que se los lleven de aquí enseguida! —dice don Eulogio.

Amama se levanta despacio y dice por señas a Juan, a Andrea y a Anselmo que la sigan, y también nos lo dice a nosotros, a Martxel, a mí y a Fabi, pero Ama nos estrecha más contra su pecho.

—Educaré a mis hijos con los ojos bien abiertos. Ellos no crecerán ciegos —dice Ama.

Amama se lleva a Juan, a Andrea y a Anselmo dentro de la casa.

—Ese hombre, hijos míos, os ha robado un hermano, se lo ha regalado a la mujer que acaba de salir por esa puerta —dice Ama, señalando a Aita con el brazo extendido.

«¿Qué te pasa Ama?».

La Chica me dijo que mi hermano estaba dentro de su tripa. Y Ama dice que es Aita quien se lo ha regalado. Ama nos quiere mucho a sus hijos y Aita le ha quitado a uno de nosotros. Aita le ha quitado un hijo a Ama.

Ya sé lo que le pasa a Ama.

Y por eso se va a morir.

Abro los ojos. Estoy en mi cama, a oscuras. Oigo dos cosas: el llanto lejano de Ama y la voz de Aita. Salto al suelo y abro la puerta. No hay apenas luz en el corredor. Al fondo, ante la puerta del dormitorio de Ama y Aita, Aita está llamando suavemente con los nudillos.

—Abre, abre, Cristina. Te confesaré mi pecado y tú me perdonarás cuando me escuches. Siempre me has perdonado. Pero, abre, abre, Cristina —dice Aita.

Aita mueve el picaporte, una y otra vez, arriba y abajo, sacando el mismo ruido una y mil veces, el mismo ruido contra aquella puerta que Ama no quiere abrir. Oigo a Ama llorar al otro lado de la puerta. Está dentro, encerrada, como el hermanito nuestro que Aita ha encerrado en la tripa de la Chica. Ama no dice nada, no se le oyen palabras, sólo ese llanto que no cesa y que empezó cuando nos fue repartiendo por nuestras camas a Martxel, a mí y a Fabi, al darnos el último beso con sus labios fríos y acariciarnos con sus manos muertas.

Ahora no sé cuánto tiempo he dormido y he dejado sola a Ama contra Aita. También nuestro hermanito está solo contra la Chica, porque Aita lo ha puesto en su tripa, y no lo veremos nunca, porque las tripas no tienen puertas. Y, aunque tuvieran, Ama no abriría la puerta de la tripa de la Chica, porque tampoco abre la de su dormitorio, porque Ama se va a morir por culpa de Aita…, se va a morir por culpa de Ai…, se va a morir por culpa de aita.

Abro del todo mi puerta y salgo al corredor. Me da miedo dar un paso detrás de otro, porque así estoy cada vez más cerca de ese llanto de Ama que me asusta. La espalda de aita sigue hablando: «Cristina, Cristina, abre, abre…», y sus manos no dejan de golpear la puerta, de rozarla con sus nudillos. Si no quiere que Ama y mi hermanito se queden dentro de los sitios, que no los meta, porque él ha metido a Ama en su cuarto y a mi hermanito en la tripa de la Chica.

Me cuelo entre aita y la puerta.

—¡Jaso! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en tu cama? —dice aita.

—Deja en paz a Ama, aita —digo.

Me mira.

—¡Deja en paz a Ama, aita! —digo.

Me mira. Se agacha y me coge de los hombros.

—¡No! —digo, soltándome de él.

—¿Qué te pasa, Jaso? —dice aita.

—¡No! —digo.

—Nunca te había oído pronunciar así aita. Es como si tuvieras culebras en la boca —dice aita.

—¡Deja en paz a Ama, aita! —digo.

—Escúchame… —dice aita.

—¡Deja en paz a Ama, aita! —digo.

—¿Por qué me has mordido la mano, Jaso? —dice aita.