Todos supimos que, con su muerte, acababa de clausurarse una época, un capítulo o lo que fuera de la historia de Getxo, y que, en adelante, tendríamos que acostumbrarnos a vivir sin él.
Más que de su presencia física, se trataba de su mito, de la resonancia de un nombre que había traído demasiados cambios a nuestra vieja comunidad, que había significado demasiadas cosas, buenas y malas, y que había acaparado demasiado tiempo de tertulias y chácharas en mostradores y cocinas; un nombre que flotaba sobre nuestras cabezas desde hacía casi un siglo, despertando orgullo o provocando maldiciones, o ambos requerimientos juntos —en una de las contradicciones en que se debate nuestro nacionalismo—, y, ciertamente, la mayoría de nosotros no sabía con cuál de los dos sentimientos quedarse. Pues si por un lado Camilo Baskardo había llegado a constituir un grado de vasco revestido de los mejores atributos de la raza, por el otro, la parte más tradicional y sabiniana de nuestro pueblo no podía ignorar que él era uno de los grandes culpables de tanta industria y tanta fábrica, de tantas minas y altos hornos, de la cloaca en que se estaba convirtiendo la ría, del aluvión de inmigrantes, de la pérdida de tanto pasado, de la, en fin, «maldita industrialización», como decía don Manuel.
Sin embargo, en aquel año de 1942, a su muerte, descubrimos que su mito se hallaba por encima de todo esto, que era demasiado nuestro para ser sometido a juicio. Simplemente, advertimos esa sensación de vacío irreparable que acompaña a la ablación de un brazo o una pierna.
De modo que aquel mismo 3 de marzo, un día de llovizna triste, me dirigí al encuentro con don Manuel.
—Y, ahora, ¿quién de ellos le relevará?
Eran las seis y pocos minutos, la chavalería acababa de abandonar la escuela y don Manuel escuadraba las manoseadas hojas de los ejercicios —tan idénticas a las que yo usé en aquellos mismos pupitres que parecían ser las mismas— golpeando delicadamente su canto contra la misma mesa del maestro que también presidió mis clases.
—Más exactamente —dijo, sin interrumpir su trabajo—: ¿A quién se lo permitirá Ella, o quién tomará ese relevo a pesar de Ella? Quienquiera que herede el trono, ya no será lo mismo. A pocos humanos se les concede el privilegio de erigirse en creadores de mundos, de imponer a los demás casi un nuevo estilo de civilización, partiendo de cero o, al menos, partiendo de otro mundo, tan distinto y lejano que no sólo no deseaba el cambio, sino que ni siquiera sospechó que el destino iba a jugar con él a las liquidaciones.
Abrió una carpeta de cartón color teja, de bordes desmigados, introdujo en ella las hojas y la cerró con las gomitas de los ángulos.
—Camilo Baskardo, o Bascardo, con c, como él mismo empezó a escribir su apellido, castellanizándolo, a partir del frustrado intento de asesinato por parte de su hijo Josafat, en la segunda década del siglo —continuó don Manuel—. Camilo Bascardo, el marqués, ha muerto a falta de una verdadera descendencia. Deja dos hijos vivos y uno muerto, sin nietos de ninguno. Moisés, Josafat, Fabiola…, ninguno pudo hacer abuelo a Camilo. Sí que Fabiola tuvo a Flora, pero no del castrado de su marido.
—Y, aquí, entra Ella…
—Sí, «nuestro azote particular». Tiene ya setenta y dos años y se nos morirá (a pesar de todo, debemos creer que no es inmortal) sin que sepamos la razón íntima de su ensañamiento contra nuestra comunidad.
—Tenía hambre —señalé.
—Tenía odio —saltó don Manuel, con una repentina chispa angustiosa en sus ojos—. Pero, en ella, el odio no era simplemente humano, sino histórico. Quiero decir, que era un odio marcado por el destino, por nuestra fatalidad como pueblo; puesto en marcha con la implacabilidad de una plaga bíblica.
—Odio. Bien. Entonces, ¿por qué no pensar que fue elegida para desempeñar el papel de vengadora por esa muchedumbre de braceros explotada a diario en nuestras minas y fábricas? Históricamente, alguien tenía que hacerlo algún día. Incluso bíblicamente.
—No mezcles las cosas, Asier. Nuestro azote particular no fue elegido en ninguna asamblea de proscritos, sino que Ella se eligió a sí misma, eligió la intensidad de su odio y eligió a su víctima, a nosotros. —Le miré y movió la cabeza—. Bueno, al menos, concédeme que esa mujer apareció, surgió, brotó en Getxo e hizo lo que tenía que hacer, impulsada por esa razón íntima que, seguramente, ya nunca conoceremos. Y ahora no me refiero a esa otra razón histórica o bíblica que se sirvió de Ella como instrumento, y por la que podría resultar relativamente inocente; aunque la fatídica razón histórica o bíblica, ¿dónde habría encontrado un instrumento con el odio preciso y adecuado mejor que en Ella? En cualquier caso, estoy de acuerdo con la esposa de Camilo, a quien se le ha oído calificarla a Ella como «la Maldad», con mayúscula.
—Sencillamente, tenía hambre —repetí.
Don Manuel se puso en pie con la agilidad de un muchacho.
—¡Pero nosotros éramos inocentes! —exclamó—. No nos merecíamos cómo nos trató. Si aún sobrevivimos se debe a que somos un pueblo fuerte.
«No cree en nada de lo que está diciendo», pensé. «Pero, ya, en 1942, es lo único que les queda a todos ellos».
—Profanó nuestra tierra y a nuestras gentes. Humilló, mercantilizó cuanto tocó. No éramos, no somos perfectos, pero Ella precipitó la marcha de un tiempo prostituido que no nos merecíamos y que, si ya estaba corriendo sin su ayuda, la parte más sana de nuestro pueblo habría sabido cortar a tiempo el maldito proceso. Pero nuestro azote particular no lo permitió. No era, Asier, no era una simple mujer luchando por medrar (y esto lo habríamos soportado, lo hemos soportado en otros), sino un espíritu negro impregnando a personas y cosas, hasta lograr que el nuevo estilo les pareciera a todos no sólo irremediable sino natural e, incluso, apetecible. Y si Ella fue capaz de…
—A eso se le llama fe.
—… arrastrarnos… ¿Qué has dicho?
—Que eso es fe.
—¿Fe?
Me miró como si yo acabara de inventar esa palabra.
—Sí, es fe. No hay duda de que es fe —pronunció, recomponiéndose trabajosamente por dentro, mientras regresaba a su silla dándome la espalda.
Y se lo tuve que decir:
—¿Es usted el mismo hombre que en esta misma aula, y luego en las clases particulares de Altubena, me ensalzaba el saludable empleo de la razón por parte de los clásicos?
—Entre aquel hombre y el de hoy se ha interpuesto una guerra. Hoy me siento un animal perseguido.
Y aún me atreví a decirle:
—A un pueblo no se le ayuda con mentiras o medias verdades, y ninguna fe garantiza la verdad, ni siquiera la fe en nuestro pueblo.
Don Manuel se limitó a mirarme.
—Tengo muchos motivos para sentirme orgulloso de ti, Asier. Pero déjame con lo mío. ¿Quién ha dicho que yo busque la verdad?
Subí de un salto a la tarima y mis dos manos aplastaron su carpeta contra la tabla de la mesa. Supongo que su rostro recibió el viento de mis pulmones.
—Ellos ganaron la guerra, ¡bien!, pero usted ya era así antes incluso de que empezara. Y ¿sabe quién ganó esa guerra? No sólo Ella con su hijo Efrén y su nieto Cándido, ambos con el apellido Baskardo, no lo olvide, sino también vascos como Camilo Baskardo (o Bascardo, con c, que en nada rebaja su sangre vasca), Cristina Oiaindia, su mujer, y otros, otros vascos.
—Claro, claro… —suspiró él, y el siguiente minuto lo empleó en respirar profundamente.
Me enderecé y le permití que encontrara sus siguientes palabras.
—Yo no quería acudir al fácil recurso de la guerra: tú me has obligado. ¡No necesito para nada de nuestra maldita guerra, te lo aseguro! Y puedes pensar lo que quieras… Y, por cierto: ¿qué os enseñan en esa margen izquierda de la ría, la del mineral y los metales?
—Lo sabe usted perfectamente.
—Pero la cuestión no está en saber, sino en no olvidar, Asier, en no olvidar. Escucha: recitaré a los de tu propia sangre, como si fuera la lista de los reyes godos, ¿recuerdas? Satordi Altube, tu bisabuelo; Santiago Altube, tu tío abuelo; Zenón Altube, tu abuelo; Roque Altube, tu tío; y tu padre, Juan Altube; y dejo fuera a sus mujeres: todos, destruidos por Ella de un modo o de otro; destruidos su mundo y sus personas. Y tú, Asier Altube, te burlas de mi fe, que es ya lo único con lo que nos podemos enfrentar a…
—Pero esa mujer no llegó con odio, sino con hambre —insistí—. Tenía tanta hambre que nos han de parecer legítimas sus maquinaciones por medrar: necesitaba poner una buena distancia entre ella y aquello de lo que huía, fuera lo que fuese, pero en lo que el hambre figuró en primer lugar.
—No la defiendas, Asier Altube. Asier Altube, no…
—Tengo que hacerlo, y no tanto por mi falta de fe como por la suya. ¿No lo comprende? —Se había levantado por segunda vez, ahora para tomar el trapo del encerado y ponerse a borrar los palotes blancos, residuo de la última clase. Se lo impedí, agarrándole del brazo—. ¿No lo comprende? No podemos juzgar a esa mujer sin juzgarnos a nosotros mismos. Ella y nosotros componemos ya un solo cuerpo. No olvide que estamos en 1942 y que Ella llegó a Getxo en 1887, y desde entonces no se ha movido de entre nosotros. ¡Cincuenta y cinco años! ¿No se da cuenta? Más de medio siglo empapando nuestro tejido social… y recibiendo algo por nuestra parte. ¿O no? ¿Acaso no acaba de decir usted que somos un pueblo fuerte? El Getxo de hoy no es el mismo que el de hace cincuenta y cinco años. Ya no importa quién empapó más a quién. No importa quién sea el responsable del cambio…
—El culpable —silbó don Manuel.
—… o en qué medida deben repartirse las responsabilidades…, la culpabilidad, cada una de las partes, Ella y nosotros. Lo único que importa es que el Getxo de hoy lo hemos hecho entre todos… y que quienes han ido cediendo y otorgando no son menos culpables.
Al soltar su brazo descubrí que colgaba como el de un muerto, con el trapo de borrar prendido milagrosamente de un dedo.
—De modo que, según tú, ni siquiera nos queda maldecirla —dijo. Y añadió—: No esperes que lo acepte. Tenemos derecho a maldecirla. ¡Oh, vaya que sí! Entre otras razones la maldeciré porque no tiene nada nuestro, aun después de cincuenta y cinco años. Lo que constituye la prueba más ofensiva de su desprecio, es decir, de su odio.
—O de su fortaleza. Quizá no seamos tan fuertes como nos suponemos. Quizá, en el fondo, no nos desagradó lo que nos trajo, pero teníamos que engañarnos a nosotros mismos haciéndole ascos, buscando un culpable.
—No es este año de 1942 el más indicado para que un hijo de nuestro pueblo se incorpore al coro de los que nos ultrajan, humillan, persiguen y asesinan todavía, ¿y hasta cuándo, Dios mío? —Apenas pude soportar la carga de dolor que se acumuló en su rostro alargado—. ¿Me imaginas saludándola en la calle con un «¡Qué buen sol para nuestras brevas!» o «En la bajamar de ayer se han cogido tantas bolsas de eskarras» o «Al Getxo le robaron el partido del domingo»? Además, el pueblo la siente tan distante que ni siquiera le ha puesto un mote… En un principio, en el tiempo, digamos, de la inocencia, Cristina Oiaindia la llamaba la Chica. Fue don Eulogio quien, en el acto del bautizo, se sacó de la manga el nombre, o lo que sea, de Ella, al no recibir ninguna respuesta su pregunta profesional y necesitar llenar con algo el espacio en blanco de su libro parroquial. Y a ninguno de nosotros nunca, jamás, se le ocurrió sustituir esa alusión helada por un mote. Tú tienes uno: «el Cojito». Al referirse a ti el pueblo te llama Asier el Cojito. Y a mí, «Lapicero». Está bien, está muy bien… ¿por qué no? ¿Acaso el amor no es, también, una forma de agresión? Los motes constituyen la vuelta a los orígenes de los pueblos. En la meta última de la humanidad, a los hombres, posiblemente, nos llamen por números. En medio, se hallan nuestros nombres de hoy, los de los libros parroquiales y los juzgados, a los que nuestra comunidad todavía se resiste oponiendo los motes y expresando, así, su vocación por lo viejo… Esa mujer no nos pertenece, Asier: no tiene un mote, ni siquiera un nombre. ¿No es suficiente? No es humana. Es un azote. Es el Mal. Puedo maldecirla tranquilamente.
Descendió de la tarima y se puso a volver las contraventanas de madera verde con una parsimonia falsamente equilibrada.
—No se olvide de pronunciar la última pieza de su rompecabezas —le dije—, la pieza básica: que Ella no es vasca.
—¿Qué culpa tengo yo, tenemos todos, de que esto sea un hecho?
—Tampoco nadie es culpable de que Camilo Baskardo pertenezca ya al mito y no se le pueda juzgar. ¿Por qué no se dedicó usted a la fabricación de rompecabezas infalibles?
Cumplió el recorrido de las ventanas y empezó a recoger meticulosamente de su mesa las pertenencias de maestro.
—Te olvidas de una pieza única, imposible de introducir en otro rompecabezas que no sea el de Ella: su monstruosidad. Y esto también es un hecho del que nosotros somos inocentes. Se ensañó con la familia de Camilo, empezando por el mismo Camilo a través del hijo que tuvo de él, y luego con Moisés, con Josafat, con Fabiola, juguetes de esa monstruosidad, aniquilados uno a uno, convertidos hoy en despojos. Sin olvidar a Cristina, a medias testigo y colaboradora inocente de tanto exterminio. Y los reyes godos: tus Altube, contra los que entraron a saco Ella y su apéndice, esa Madia o Magda, ni siquiera sabemos todavía cuál es su verdadero nombre: la muchacha de diecisiete años, ¿diecisiete?, y la niña de diez, ¿diez?, invadiendo Getxo y adueñándose del territorio y de sus gentes, tomando por maridos a Santiago Altube, la primera, y, siete años después, a Roque Altube, la segunda; sometiendo a tu familia a la más despiadada operación mercantil de compraventa de tierras y viejos orgullos, apoderándose de Altubena en dos ocasiones, es decir, vendiendo el mismo caserío en dos ocasiones, siempre a costa de los tuyos, primero de Zenón, tu abuelo, y luego de Juan, tu padre, ambos reventados por el esfuerzo realizado sobre su propia tierra para pagar al banco la primogenitura. ¡La misma primogenitura vendida en dos ocasiones por el mismo apellido y comprada en dos ocasiones por el mismo apellido que la vendió! Un monstruoso saqueo demasiado impecable. De modo que, Asier Altube, no la defiendas. No, no, no…
Ya en el patio, la señorita Mercedes salió a nuestro encuentro, bajo un impermeable con amplias zonas brillantes por el uso, con la cabeza cubierta con un pañuelo verde anudado bajo la barbilla.
—Las niñas lo sabían y me han pedido fiesta para mañana… ¿De qué te ríes? Por motivos menos importantes los mandamos ahora a casa.
—Nos mandan que los mandemos a casa —puntualizó don Manuel, calándose la boina—. Camilo Baskardo era un prohombre y, aunque vivimos la posguerra de las celebraciones triunfales, de las kermeses y los juegos florales para tapar tanta suciedad, nuestro mito no era ni santo ni obispo ni militar, los tres únicos valores nacionales que se cotizan hoy. Sólo era nuestro mito.
Siguió un silencio difícil, como siempre que coincidíamos los tres. Me resultaba particularmente penoso sostener la apacible mirada de la señorita Mercedes, mirada que ya nada decía, ni siquiera a don Manuel, aun después de aquellas frustradas relaciones suyas que arrancaban —según mis cuentas— de 1925 y habían sufrido tres largos entreactos, el último, cinco años antes, en el que aún estaban: uno de esos noviazgos de pueblo que van sobreviviendo a cuantas estaciones trae el calendario y llegan a producir la confortadora impresión de un estancamiento del tiempo. Y yo, en medio de ambos, sabiendo de lo suyo tanto como ellos mismos, convertido en causa y objeto de inmolación, sufriendo aquel comportamiento absurdo de don Manuel e incapacitado para suplicarle: «No siga haciéndolo por mí, ni siquiera por aquel muchacho de quince años que vio aquello. Nadie merece tanto miramiento y delicadeza. Regrese a la maestra, que ya han transcurrido cinco años, poseo ahora la dureza de un adulto y lo podré resistir, se lo aseguro». Pero conmoviéndome su desproporcionada expiación.
No, no representaba la señorita Mercedes los treinta y cinco años que tenía. Nada en ella había cambiado desde que la conocí, cuando se incorporó a la escuela trece años antes, excepto el pelo: tan pálidamente rojizo como siempre, ahora lo llevaba largo; se hablaba de que ello constituía un reto al hombre sin sangre que la había abandonado tres veces casi al pie del altar. Era no conocer a la señorita Mercedes, ni, por supuesto, conocer a don Manuel. Se trataba de un reto, sí, pero dirigido a los falangistas que, en junio del 37, la pasearon por las calles del pueblo con la cabeza rapada al cero.
Nos habíamos guarecido de la lluvia calabobos bajo la marquesina de la puerta de la sección de las niñas. Los ruidos de Algorta parecían sofocados por el tenue manto gris húmedo que se extendía sobre todas las cosas.
—Bueno —dijo la señorita Mercedes—, ¿se sabe ya quién heredará…?
—Tenía la esperanza —le cortó don Manuel— de que un habitante de esta región, uno solo, pensase hoy en otra cosa.
—¿Moisés, Josafat, Fabiola? —dijo la señorita Mercedes—. O el marido de la hija, Román Pérez, «el Roto». O, ¿por qué no?, la propia Cristina, a pesar del abismo que… —La tenía a mi lado, tan alta como yo, oliendo a campo fresco y mojado, proyectando la misma e inmarchitable serenidad juvenil que me impregnaba desde hacía esos trece años—. Ahí siguen, vivos o, al menos, moviéndose, a pesar de Ella: ocupando sus nombres sendas fichas en los registros de los notarios.
—Era una diana demasiado alta —dijo don Manuel—. Para acertar en el centro habría sido preciso matar a los tres hijos, y al marido de la hija, e incluso a la propia Cristina. Pero están vivos. Todos. De modo que Ella no sólo ha fracasado, sino que en ningún momento de tantos años de manipulaciones vergonzosas pudo ignorar que así sería.
—Entonces, ¿por qué lo hizo? —preguntó la señorita Mercedes.
—Se habla de que el Mal es también feliz mientras trabaja —susurró don Manuel.
—No digas tonterías —deslizó la señorita Mercedes como en secreto.
El pueblo se habría asombrado de oír este tuteo, cuando, en los últimos cinco años, nadie lo había oído, excepto yo. En las interrupciones de su noviazgo, y ante la gente, ella empleaba el «usted» y el «don», y él, el «usted» y el «señorita»; o, más exactamente, entre un noviazgo y otro, considerando que las separaciones habían llegado a ser de tres y cuatro años. Ofrecían al exterior un formalismo coherente con lo que el pueblo, sin duda, esperaba de ellos, reservándose el tuteo para esa parcela de solitaria sinceridad que no pudo derrotar el tiempo ni la inverosímil, persistente e inútil —¿inútil?— actitud de don Manuel, condenándose de por vida y condenándola a ella. Y, en cierto modo, era lógico que yo, el inoportuno testigo quebradizo estancado en los quince años, disfrutara del privilegio de esa tonta y vana intimidad. Aunque nunca pude precisar, ni luego recordar, en qué momento pasaban del tuteo al «usted» y viceversa, prueba de la suavidad con que se producía el trasvase, a tono con la languidez de unas relaciones en las que sus protagonistas apenas diferenciarían las épocas de acercamiento de las de separación, como no fuera por el tuteo y el «usted», referencias que incluso también les servirían para saber en qué fase se encontraban. El pueblo se había acostumbrado a esta acomodación del mutuo tratamiento a sus fluctuaciones sentimentales y se lo agradecía, por el gran ahorro de tiempo en puntuales indagaciones que le representaba.
—Fue como si Ella, aun sabiéndolo, tuviera que persistir en sus tejemanejes para que Camilo Baskardo no tuviera más que un nieto —dijo don Manuel—: El de ambos, el hijo de Efrén, el bastardo. Confiando, acaso, en un milagro, algo así como el derrumbamiento de la mansión de los Oiaindia con todos sus habitantes dentro, excepto Camilo, a fin de que pudiera cambiar su testamento, sustituir el nombre o los nombres viejos por el nuevo: Efrén, su única sangre viva. Pero el milagro no ocurrió.
Aunque si realmente esperaba sólo eso, sobraba todo lo demás, su feroz deseo castrador de más de medio siglo. Parece como si, mientras Ella y Madia o Magda operaban como sanguijuelas con los diversos Altube, haciéndose con las bases de su futuro poder, Ella, paralelamente, satisfacía su venganza destruyendo a Camilo y a su familia, sin una intención determinada, sólo como simple juego felino. Hay que pensar, incluso, que la venganza no contenía un objetivo, sino que se cerraba en sí misma. Pero hemos de conceder a toda criatura humana una pizca de ética, incluso a Ella, de modo que, a lo largo de cincuenta y cinco años, no habría sido capaz de gozar de su venganza sin un fin que la justificase, y así nació, se inventó, la guerra superflua a los nietos de Camilo…
La señorita Mercedes le contempló a través de un sosegado parpadeo. Don Manuel la miró, me miró a mí y surgieron en su frente, de lado a lado, los tres surcos paralelos.
—Es que tanto Ella como nosotros hemos vivido su proceso de venganza con un mismo ánimo, con una misma convicción errada —casi deletreó trabajosamente—. ¿O es que ahora, al final, Ella no se habrá asombrado, tanto como nosotros, de la inutilidad de los no-nietos? Porque también nosotros hemos padecido su mismo espejismo durante esos cincuenta y cinco años, y sólo ahora, a la muerte de Camilo, abrimos los ojos y descubrimos a una esposa, dos hijos y un yerno perfectamente vivos y herederos irremediables, con nietos o sin nietos. Sólo ahora lo vemos así. La gran ventaja de Ella sobre nosotros es que lleva gozándolo desde hace cincuenta y cinco años.
—Así, pues, hemos llegado al final de la locura —suspiró la señorita Mercedes.
—Sí —dijo don Manuel, afilando el borde de su boina con una sola mano—. A sus setenta y dos años, Ella no puede disponer de coraje para empezar de nuevo, porque al hecho de continuar con su lucha no podría llamársele continuación, pues, muerto Camilo, aparece una nueva realidad exigiendo una estrategia nueva, un nuevo objetivo. Ya no se trataría de impedir la existencia de nietos, porque no los hay ni los habrá. ¿Qué, entonces? ¿Cuál sería el nuevo objetivo que justificara otro medio siglo de práctica de la nueva venganza?
—Hemos llegado al final —repitió la señorita Mercedes.
—Así es. Ahora nuestra comunidad guardará todo esto en su arca más profunda y le dará cuatro vueltas de llave —dijo don Manuel. No había, ya, arrugas en su frente. Creo que los tres sentimos que empezábamos a deslizamos por una mar como un plato. Ninguno mencionó el entierro, que sería al día siguiente. Pero ¿podían enterrarse los mitos?
Era martes; el miércoles acudí por la mañana a la Escuela de Trabajo y por la tarde a Altos Hornos bajo la impresión de que Camilo Baskardo había muerto hacía mucho tiempo, aunque esta vertiginosa acomodación al vacío que dejaba en nuestra comunidad no se debió a la inoperancia de su mito, sino a la saturación de acontecimientos que padecíamos, todavía, en aquel tercer año de la posguerra. Sin embargo, a poco de descruzar la ría, a eso de las seis y media de la tarde, supe del repentino fallecimiento de Cristina Oiaindia. «No ha sido por amor, por dolor», pensé. En el ferrocarril de la margen derecha, dos o tres viajeros sabían ya lo suficiente sobre el episodio ocurrido aquella misma mañana a un lado y a otro de la verja de la mansión, y lo contaron, sin ostensibles discrepancias, llenando unos las lagunas de los otros, entregándonos una versión que no se diferenciaría apenas de la que, finalmente, la memoria de la comunidad convirtió en crónica y archivó de manera oficial: los dos criados con polainas rojas y brazaletes negros que acudieron al tintineo de la campanilla de la puerta del jardín pusieron cara de pasmo al descubrir en la carretera el inconfundible coche rojo tirado por caballos árabes, y en él, muy tiesa, a Ella; era su cochero quien había tirado de la cadena de la campanilla, y la mano del hombre aún permanecía en alto cuando los dos criados de la mansión alcanzaban la puerta de hierro y sus bocas asombradas se abrían como buzones, ya que sólo esperaban encontrar a otro grupo de parientes o amigos que llegaban, de los más diversos rincones del país, a la casa en duelo; los dos criados abrieron la verja el tiempo justo para que pasaran, cerrándola a sus espaldas, mientras los coches quedaban aparcados, en fila, al borde de la carretera, con sus respectivos cocheros reintegrados al pescante y tan inmóviles que parecían una prolongación de la carrocería.
Se implantaron dos pareceres: quienes sostenían que la puerta se cerraba, una y otra vez, para quitar toda tentación de invadir el jardín a las docenas de vecinos que observaban y vigilaban aquel rebullir desde el otro lado de la carretera —curiosos, expectantes y exigentes, asistiendo, a distancia de mil años luz, a aquel desfile de la gente de altura de la región, tan difíciles de ver por lo general—, y quienes aventuraron que Cristina temía la aparición de Ella, y lo que vino después pareció dar la razón a éstos. Con todo, los más sensatos siguieron pensando que Cristina no pudo prever semejante atrevimiento, ni siquiera proviniendo de Ella, ni en la más disparatada eventualidad cabía la anulación del espacio geográfico que había hecho soportable la existencia de las dos familias en un mismo municipio, por no hablar del statu quo establecido a partir del desalojo, en 1919, del horrible palacio árabe de Ella, levantado frente a la mansión de los Baskardo-Oiaindia, a cambio del reconocimiento por parte de Camilo del hijo bastardo, Efrén.
Ella brotó, surgió ante la puerta del jardín en lo que pareció ser, no una tardía prolongación de su llegada a Getxo cincuenta y cinco años antes, sino una repetición del mismo episodio, entre otras razones porque ahora tampoco nadie la esperaba. A través de la verja cerrada, los dos criados la contemplaron durante casi un minuto sin saber qué hacer, mirándose entre ellos y mirando al cochero, a sus polainas rojas, copia exacta de las que ellos lucían; mirando la mano que aún no había soltado la cadena de la campanilla, como si a esta mano le correspondiera el iniciar, con su puesta en movimiento, la reactivación de aquella escena paralizada. «Mi señora quiere dar un recado a vuestra señora», habló finalmente el cochero, tranquilizando a las docenas de vecinos que, a pocos pasos, asistían al episodio sin respirar, pues habían llegado a creer que Ella pretendía utilizar la muerte de Camilo para entrar en la mansión como un visitante más. «Y tenía cierto derecho a ello», comentó uno de los que lo contaban en el tren, «no seré yo quien se lo quite. Tenía mucho derecho, tenía más derecho que muchos de los que revoloteaban alrededor del cadáver de Camilo apartándole las moscas». Ella no se había movido ni para mirar la casona —situada a su derecha— ni a ninguna parte: erguida, retadora, flaca, con la misma delgadez, tensa y dramática, con que apareció en Getxo por primera vez; delgadez que no había logrado paliar más de medio siglo de bienestar e incluso omnipotencia. «¿Qué?», preguntaron a un tiempo los dos criados; el cochero parecía estar imbuido del sobresaliente papel que representaba ante aquellos dos hombres, las docenas de vecinos e incluso la crónica de Getxo, y repitió su frase con naturalidad muy calculada. Entonces los dos criados volvieron a mirarse entre ellos y uno inició algo que pudo calificarse de movimiento: dio la vuelta y se alejó, lenta y pesadamente, hacia la mansión, los brazos caídos, mientras que el otro fijaba mejor sus pies al suelo de guijo y adoptaba una actitud de desesperada defensiva. Y, sólo un par de minutos después, de alguna estancia de la silenciosa casona brotó el inolvidable alarido «¡Fuera!», lanzado por Cristina y oído perfectamente por todos los del exterior, de manera que el criado bien pudo ahorrarse el viaje de regreso a la verja. Pero llegó, y hubo otra paralización de las respiraciones, a fin de no perderse a qué hábiles términos recurría el mandado para trasmitir la carga del alarido. Ella continuaba sentada, inmóvil, en el coche, aparentemente ajena a lo que ocurría a su alrededor, si bien algunos le advirtieron un reprimido fulgor de soberbia triunfante en los ojos que miraban a un punto en la lejanía. «Señora, mi señora ha dicho…», empezó el criado, pero entonces Ella se puso en pie, de un brinco seco, y descendió del coche con una agilidad impropia de sus setenta y dos años, y por un momento temieron los presentes que intentara forzar la puerta de la verja; pasó de largo, hacia el insoportable palacio árabe, construido por ella misma y que habitó con los suyos hasta 1919; levantado al otro lado de la carretera, frente por frente del caserón de los marqueses. (Llevaba, pues, casi un cuarto de siglo deshabitado: Ella se había negado a venderlo o alquilarlo, quién sabe si para continuar martirizando a Camilo Baskardo con la visión de las piedras malditas). Observaron cómo se recogía la falda para salvar el muro de piedra por una zona derruida, y luego cruzaba la maleza que cerraba lo que fuera jardín, apartando las zarzas a manotazos furiosos, y subía las desvencijadas escaleras de mármol y se detenía ante la puerta y sacaba la llave de su bolso rojo (la llevaba consigo: fue como si hubiera previsto no sólo la negativa de Cristina a recibirla, o, simplemente, a que se acercara a transmitirle lo que le tenía que transmitir, e incluso que se negaría a utilizar a un criado como mensajero, sino también el grito, el alarido anatematizador de «¡Fuera!»). En el silencio expectante sonó la estridencia de los hierros mohosos de la cerradura y luego el chirriar de las bisagras, y todos se preguntaron qué se proponía ahora; les llegaron perfectamente sus pasos en el interior del palacio vacío y tan abierto de ventanas que incluso los marcos carecían de bastidores, y hasta muchos de esos marcos habían desaparecido y dejado ciegas y enormes cuencas vacías: todo, robado, arrancado a lo largo de las noches de tantos años por vecinos que necesitaban la madera para calentarse en invierno, o marcos, puertas y bastidores para sus casas en construcción, previos retoques de carpintero a fin de dejarlos irreconocibles, y, sobre todo, despojarles de las ostentosas tallas, válidas sólo para aquel horrendo edificio exótico. Oyeron sus pasos, tensos, duros y equilibradamente precipitados, y, desde fuera, pudo seguirse puntualmente aquel itinerario interior recorrido sin vacilaciones, desde la planta baja a la terraza, y la resonancia de sus tacones inundaba con un ritmo tal de reloj el silencio que aplastaba el cruce de Laparkobaso, que a nadie le quedó la menor duda de que Ella perseguía un objetivo tan concreto, e incluso ilusionante, que ni siquiera cedía a la nostalgia de los abandonados rincones de su viejo hogar. Quedó recortada en la terraza en el preciso instante en que la esperaron ver: resuelta, ataviada con aquellos trapos costosos y siempre medio orientales que constituían otro reto a nuestra comunidad; avanzó, hasta encontrar la baranda, y un presentimiento recorrió a quienes contemplaban la escena desde abajo: hubo un intercambio de miradas, para transmitirse la sospecha de que estaban viendo algo más de lo que simplemente veían, y a esto llegaron al tener la certidumbre de hallarse ante una especie de reposición del recordatorio a que sometía a Camilo Baskardo —y a Cristina, naturalmente— cuando, desde aquella misma terraza, arrojaba piedras a la casona de los marqueses en los aniversarios de la fecundación de Efrén, un 25 de diciembre. Aunque enseguida comprendieron que no se trataba de lo mismo, no sólo porque no era 25 de diciembre, sino porque Ella, ahora, habló, emitió unas frases, en un tono estallante de ultimátum y consumación, sin que, por ello, resultara realmente un grito: poseyó esa cualidad autosuficiente e inconfundible de una raya horizontal de fin de ejercicio, de clausura y remate de algo largamente elaborado y esperado, con la nota a pie de página de no ser el aparente y simple final de un ejercicio, sino el de todos los ejercicios, el final de todo.
Permaneció en su terraza un tiempo interminable, contemplando la mansión de enfrente, «acechándola, humillándola con la mirada, gozando del definitivo triunfo sobre su enemigo, incluso emborrachándose de orgullo, poder e infalibilidad, a la vista de su soberbia e implacable victoria, y definitiva, sobre todo, definitiva», como llegaría a decir don Manuel. Le oyeron lanzar de casa a casa, como en otro tiempo lanzaba las piedras:
«Dio su nombre a mi hijo y ahora ha testado para nuestro nieto. ¿Oyes esto, Cristina? El nuevo rey será mi Cándido Baskardo. ¿Oyes esto, Cristina?».
De modo que lo sabía. No, nadie más que ella estaba en el secreto, pues la réplica de Cristina brotó nada más recibirse en la mansión la última sílaba de la revelación. Se asomó a una ventana —vistiendo ya luto riguroso—, proyectó su altiva mirada por encima de la carretera y sostuvo, con dignidad y desprecio, la de Ella. Luego, pronunció con contenida indignación: «Que alguien la lleve a un manicomio».
No hubo más, hasta que, dos horas después, quienes aún permanecían en los alrededores —el siguiente relevo, en su mayor parte—, asistiendo al ir y venir de coches y de personas, oyeron el grito desgarrador proferido por Cristina desde el interior de la casona, las precipitadas carreras buscando un médico y finalmente la noticia de su fallecimiento, y se miraron entre ellos y comentaron: «Hostias, pues era verdad lo que le dijo desde la terraza».
La señorita Mercedes y don Manuel me esperaban paseando en el patio de la escuela. No llovía: agotadas nubes cenicientas, demasiado próximas a nuestras cabezas, volcaban una humedad invisible.
—No era el final —dije.
—¡No, por Dios, no lo era! —exclamó don Manuel.
—Ha resultado aún más poderosa de lo que sabíamos o sospechábamos —añadí.
—¡Sí, más poderosa, más endemoniadamente poderosa! Y… ¿hasta cuándo?
La contenida excitación de don Manuel se expresaba en un movimiento de cabeza cargado de fatalismo.
—Es el final —dijo la señorita Mercedes—, aunque sea un final distinto del que suponíamos ayer. Porque lo ha conseguido todo antes de…
—Sí, le ha sobrado el segundo tiempo del partido —dijo don Manuel.
—Pero es el final —insistió la señorita Mercedes.
—¡No, de ninguna manera! —exclamó don Manuel—. Aunque Ella lo ha conseguido todo… ¡todo, sí, maldita sea!…, ha sido a costa de adelantarnos en una generación, de modo que nosotros, para recuperar ese retraso, tendremos que perder una generación entera elucubrando acerca de cómo lo consiguió. Y será como si el asunto se hubiera detenido en el punto en que quedamos ayer, que tenía que haber sido el verdadero final si manejáramos elementos normales, pero Ella no es… ¡Maldita sea! Y ahora, mientras nosotros intentamos alcanzarla y descubrir qué trucos empleó esta vez, Ella disfrutará de un tiempo libre para tramar, sin impedimentos, la próxima destrucción…
—Ese cupo ya está cubierto por Franco —le recordé.
—¡Pero ella ni siquiera respeta eso!
—Que no te obsesione tanto esa mujer —pidió la señorita Mercedes—. No es una criatura imbatible. Tú mismo reconociste ayer que ya tiene setenta y dos años.
Don Manuel detuvo sus pasos y miró de frente a la señorita Mercedes, y ella se detuvo y yo también.
—No soy el único que cree en esa imbatibilidad —pronunció, sin mover apenas los labios—. Ahí está Cristina Oiaindia, precipitándose a consultar al notario si las palabras que Ella le arrojó desde la terraza podían ser ciertas. ¿De acuerdo?
—Tiene setenta y dos años —casi susurró la señorita Mercedes.
—Pero sigue viva, ¡maldita sea!
Bueno, fue en 1887, octubre, cuando llegó a Getxo; tendría unos diecisiete años y le acompañaba aquella niña de diez. Las descubrieron, a las siete de la mañana, los cuatro obreros que se dirigían a la tejera de Berango: estaban sentadas, descalzas, frente a la casa de los Oiaindia, la carretera —todavía camino en aquel tiempo— de por medio, mirándola tan fijamente que no oyeron el saludo de los hombres que pasaron ante ellas preguntándose de qué agujero habrían salido: aunque quizá la culpa fuera de la seseante cancioncilla que emitían a dúo, un soniquete —según contaron después los hombres— sin la menor semejanza con ninguno conocido, una especie de llanto rítmico, muy propio —según explicaron— para dormir a los niños. A su regreso del trabajo, a media tarde, ellas seguían allí. Ahora no cantaban. Su aspecto lastimoso contrastaba con su dura expresión —sobre todo la de una de ellas, la mayor— y un no sé qué de hallarse por encima de todos los desengaños y, por tanto, de toda esperanza. Los hombres no tuvieron corazón para pasar de largo.
—¿No tenéis techo para esta noche?
La muchacha y la niña ni siquiera les miraron: sus ojos no se apartaban de la casona.
—Si traéis en la cabeza el nombre de alguien de por aquí, soltadlo y os llevamos.
Primero, los hombres pensaron que las forasteras les rechazaban, pero enseguida les asaltó la certidumbre de que, simplemente, les ignoraban.
—¿De dónde venís?
Tampoco hubo respuesta ni nada. Los hombres empezaron a removerse, desconcertados. Uno de ellos abrió un pequeño envoltorio de papel de estraza y ofreció a las forasteras el trozo de talo de maíz sobrante de su comida, que llevaba para los conejos. Así lograron que una de las dos, la niña, dejara de mirar la casa; pero no miró a los hombres, ni siquiera al talo, sino a la muchacha. Ésta no le devolvió la mirada, aunque la niña recibió alguna forma de permiso, pues adelantó su manita para coger el talo. Se puso a comerlo con una lentitud profunda. Los hombres vieron que, en el tercer bocado y sin dejar de masticar, pasó un trozo a la muchacha —que no se había movido ni, al parecer, enterado de lo que ocurría a su alrededor—, se lo puso debajo de la cara y, en el siguiente movimiento, le rozó con él la barbilla, y la muchacha ejecutó con su mano un traslado insignificante, el mínimo gesto requerido para acercarla a la comida —un movimiento que ninguno de los hombres pudo advertir en su inicio, y tan apático y glacial, que pareció casi inexistente—, y tomó el trozo de talo y lo introdujo en su boca como si deseara no hacerlo. Viéndolas masticar a dúo, los hombres se tranquilizaron, sin saber exactamente por qué.
—¿Necesitáis casa para esta noche? —volvieron a preguntarles—. Podríamos avisar al cura si…
—¿Quién vive en ese palacio?
De momento, no supieron quién de ellas hizo la pregunta: fue una voz metálica, sin sangre, que no rogaba nada, ni siquiera una respuesta.
—Camilo Baskardo, con su mujer, Cristina Oiaindia, y sus hijos —le contestaron.
Entonces, la muchacha se puso en pie y los hombres advirtieron que estaba preñada de bastantes meses, o de todos. Como le vieran seguir mirando con fijeza a la casona, volvieron a inquietarse.
—Si estás pensando en llamar a esa puerta, nosotros nos vamos —le dijeron—. Será mejor que vengáis con nosotros a ver al cura.
La muchacha les dirigió una mirada de piedra y ambas continuaron masticando a dúo. Los hombres se alejaron hacia la iglesia de San Baskardo, con pasos rápidos, preocupados por el embarazo que dejaban a sus espaldas. Encontraron a don Eulogio del Pesebre y regresaron con él. Las dos forasteras habían desaparecido.
Pero, a la mañana siguiente, al pasar los hombres por el mismo sitio, allí estaban. Era como si no hubiera transcurrido aquella noche: sentadas al borde del camino-carretera y en el mismo punto de la víspera, seguían mirando fijamente a la casona. Esta vez se quedaron con ellas dos hombres, mientras los otros dos se alejaban para llamar al cura por segunda vez.
Lo primero que hizo don Eulogio fue preguntar a las forasteras de dónde venían. No le contestaron. Luego quiso saber cómo se llamaban. No es que se negasen a contestar: ocurría, simplemente, que también ignoraban al cura, tan centradas se hallaban en el edificio.
—Bueno, al menos sabréis andar —dijo don Eulogio—. De lo contrario, no habríais llegado hasta aquí. Vamos, en pie, venid conmigo.
Tuvo que inclinarse y empujarlas por los hombros para conseguir levantarlas; ellas se dejaron mover, no opusieron ninguna resistencia. Don Eulogio examinó de arriba abajo a la muchacha y su asombrada mirada se volvió a los hombres, que estaban tan asombrados como él, pues a aquella mujer no le quedaba un solo rastro de preñez.
—Se lo podemos jurar, don Eulogio… —balbucearon.
—Encima, no juréis —dijo don Eulogio, fulminándolos con una feroz mirada de incredulidad.
—¿Dónde está…? —inquirió uno de los hombres, encarándose con la muchacha.
—Fíjese en su cara —pidió otro a don Eulogio.
El cura analizó el rostro de la muchacha: una patética superficie, blanca y sucia, con los profundos estragos de un cataclismo reciente. También descubrió sangre en sus pies desnudos. Don Eulogio se reconcilió a medias con los hombres.
—Venid, venid —ordenó a las forasteras, y se colocó en medio de ambas, rodeó sus hombros con sus brazos y se las llevó.
A sus cincuenta años, llevaba don Eulogio del Pesebre veinticinco de párroco de San Baskardo, el barrio matriz de Getxo. Era un hombre alto y estricto, de líneas duras, abstemio, pero muy aficionado al chocolate con churros que le servía todas las tardes Cristina Oiaindia, la marquesa, en su mansión. La iglesia de San Baskardo se alzaba en un alto, a la izquierda del camino que conducía a la playa de Azkorri, y carecía de vivienda: el cura se alojaba en una casa en forma de cajón, construida al otro lado del camino, adonde condujo a las forasteras. Ordenó a Marimattin, el ama, que calentara la sopa de ajo de la víspera y sacara dos platos. Después, en el comedor, la emprendió con las desconocidas.
—Sentaos.
Calló durante más de dos minutos, hasta que ellas se sentaron en un sofá, muy juntas.
—Bien, y ahora empezad a contarme.
Pero, esta vez su nuevo silencio no le dio resultado. Lo más que pudo conseguir de ellas fue que le mirasen, de tarde en tarde, a los ojos, sin miedo, sólo con rencor, irreductibles.
—¿Ni siquiera me queréis decir cómo os llamáis?
A Marimattin, que escuchaba desde el pasillo —ella fue quien referiría la escena—, le llegaron las nerviosas pisadas de don Eulogio contra el suelo de madera.
—No me acabéis la paciencia: he de ir a la primera misa y tengo poco tiempo. Estáis en un apuro y sólo os quiero ayudar. Naturalmente, si yo supiera que habéis matado al niño… ¿Queréis que empecemos por esto?
Ahora el silencio del cura fue amenazador. Marimattin entró en el aposento a colocar dos cubiertos sobre la mesa y pudo ver la mirada de inquisidor de don Eulogio cuando les preguntó, con su cara roja encima de las de ellas:
—¿Dónde está enterrada la pobre criatura? ¿Es que no existe decencia en la tierra de donde venís? ¿De dónde venís, desgraciadas?
Contó Marimattin que los rostros de las forasteras tenían forma ovalada y su piel tirando al color de las uvas negras sin madurar, y que sus ropas se reducían a unos andrajos cenicientos en forma de sayón. Marimattin no podía apartar sus ojos de aquellas figuras cerradas que rechazaban a don Eulogio como si él fuera el forastero y no ellas.
—Sospecho que venís de una tierra sin curas —dijo don Eulogio—. De modo que, si os empeñáis en no abrir la boca, os bautizaré, confesaré y daré la primera comunión… ¿Habéis oído alguna vez hablar de estas cosas sagradas?
Al menos agarraron las cucharas cuando Marimattin les puso delante los dos platos de sopa de ajo, y comieron. El cura y el ama las contemplaron mientras trasegaban el caldo humeante, con la misma distensión con que solían ver caer la lluvia benéfica sobre su huertecillo reseco. Sólo cuando acabaron recuperó don Eulogio su indignación.
—No os lo merecéis —dijo, aunque con menos convicción: tenía la muchacha un cuerpo tan escaso de mujer que resultaba difícil imaginarlo gestando, pariendo o abortando. Pero, al retroceder unos pasos para mirar por debajo de la mesa, de nuevo tropezó con aquellos pies desnudos manchados de sangre—. Me las llevo a la iglesia —anunció al ama.
—¿No van a comer más? —preguntó Marimattin.
—Sí, en cuanto arreglen sus cuentas con Dios.
El propio don Eulogio confesaría después que se quiso engañar a sí mismo convenciéndose de poder conseguirlo. En un momento se atavió para la primera ceremonia, después de cerrar la iglesia por dentro, para que no se le escaparan. Reconocería, también, que entonces entendió los bautizos como una simple prioridad, para, luego, caer sobre la muchacha desde el confesonario.
Como si la cosa no fuera con ellas, las forasteras le dejaron hacer. A empujones, don Eulogio las condujo ante la pila bautismal y cerró los ojos al mascullar los primeros latines, y, llegado el gran instante, preguntó, como de corrido, con falso desinterés:
—¿Cuál será el nombre?
Abrió los ojos y miró, al transcurrir un tiempo excesivo sin respuesta, y tropezó con cuatro ojos sin expresión, sólo abiertos, sólo un poco asombrados.
—¿Qué pretendéis? No os puedo bautizar si no me dais un nombre, cualquier nombre. —Don Eulogio dejó escapar lentamente el aire entre sus labios—. Hablad. Hablad, al menos, para decirme que os negáis a ser bautizadas. No os preguntaré si ya lo estáis o no. No os preguntaré nada. Pasaremos directamente a la confesión, y esto porque debo saber qué ha sido de ese niño.
Contaría don Eulogio que no tuvo más remedio que estallar.
—¡Hablad o marchaos de este pueblo! ¡No queremos vivir entre asesinos! —Se dirigió a la puerta y la abrió—. ¡Seguid vuestro camino cargando con vuestra mala conciencia, o llamo a la Guardia Civil!
Las forasteras no se movieron. La voz de la muchacha sonó tan inesperadamente que a don Eulogio le pareció que no procedía de ninguno de aquellos dos bultos petrificados:
—Vamos a vivir en casa de ese hombre, de Camilo Baskardo.
—¿Eh?
Don Eulogio se les acercó con gran cuidado de no quebrar la nueva situación, ocupando su puesto junto a la pila.
—En casa de Camilo Baskardo —repitió, perplejo—. Ah, bien. ¿Habéis hablado ya con Cristina? ¿Habéis hablado con alguien de esa casa? ¿Quién os envía?… ¡Demontre!… Ni habéis hablado ni… ¡Cáscaras!… Bueno, bien, ahora, vuestros nombres… Y acercad las cabezas al agua —y aguardó con la mano levantada.
—Magda —pronunció la muchacha.
—¿Madia? —exclamó don Eulogio.
—Es igual.
—¡Pero tú no te llamarás de las dos formas!
—No es mi nombre, sino el de ella.
Don Eulogio miró a la niña de diez años: callada, enclenque, lejana.
—Pero ¿cuál? Yo he oído Madia, aunque creo que era otro, quizá Magda. ¿Madia o Magda?
—Es igual —dijo la muchacha.
—¡Coño, no es igual!
Entonces don Eulogio empezó a comprender que le habían concedido demasiado y se puso a elegir uno entre los dos nombres. Y, en ese momento, experimentó la desagradable sensación de haber aceptado el juego que le estaban marcando.
—Madia, yo te bautizo…
Cumplió con la breve ceremonia pensando únicamente en la otra criatura, la de diecisiete años; pensando ya en la inminente derrota que ella le iba a infligir. «Saben que necesito que se queden para sacarles lo de ese hijo», se dijo don Eulogio. «Ella es como una roca con inteligencia».
Al concluir con la primera, se volvió hacia la figura en la que no había dejado de pensar, estrellándose contra aquellos ojos invulnerables que ya le estaban advirtiendo que no aceptaría ningún nombre, y que le proporcionaron la excusa para bautizar del único modo que cabía y él ya había aceptado; es decir, inventándose un nombre al azar. Pero ya en la sacristía y ante el libro parroquial abierto, una vez registrado el de MADIA, escribió a continuación O MAGDA, insólita alternativa en un libro parroquial a la que don Eulogio recurrió, posiblemente, a manera de relleno, a fin de dejar a la posteridad una hoja con las menos líneas en blanco posibles, una hoja en la que no sólo no iban a figurar los nombres de padres y madres de ninguna de las dos forasteras, sino ni siquiera el nombre de una de ellas, pues don Eulogio —según confesaría después— acababa de resolver no inventarse ninguno para la figura de piedra, en una concesión más a aquellos ojos irreductibles. Él mismo se asombró cuando, al levantar la pluma del libro, vio que había escrito ELLA, el pronombre con el que ya la había aludido varias veces en los pasados minutos, la referencia más lejana que pudo encontrar sin que dejara de ser referencia.
Y, de pronto, se asombró igualmente sintiéndose feliz: olvidando lo que pudiera venir a continuación, acababa de incorporar dos almas a la familia cristiana. Si bien descubrió, paralelamente, algo que le inquietó: que estaba facilitándoles su instalación en el pueblo. Mas ya se encontraba ante el confesonario y se concentró febrilmente en la operación que justificaría todo lo precedente. Se sentó en el interior de la caseta, después de fijar a Ella frente a la rejilla.
—Ave María Purísima —dijo don Eulogio—. ¿De qué necesitas confesarte, hija mía?
—¿Cuándo me va a llevar a la casa de Camilo Baskardo?
La iglesia, el templo; pero, antes, la ermita, aquel cajón, poco más que un cobertizo, construido al pie del gran roble en cuyas ramas Totakoxe, soltera, dijo que veía al ángel, de modo que aquello se llamaría por siempre la ermita del Ángel; y junto al medio olvidado Catafalco de roble arrancado, un siglo antes, de la playa y dejado allí no sólo mientras Etxe y Larreko resolvían a cuál de los dos pertenecía, sino en espera de darle un destino.
La cuestión de fondo no fue si Totakoxe, soltera, veía o no lo que decía que veía, sino saber si podía verlo y, sobre todo, si Getxo (o al menos aquella comunidad del siglo XIII) aceptaba definitiva e inapelablemente el cristianismo. Así pues, lo que el pueblo no perdonó a Totakoxe, soltera, fue la urgencia de tomar postura que precipitó sobre sus espaldas cuando juró que veía a su pequeño feto alado y uno de la estirpe de Ermo apuntó que harían bien en levantar allí una ermita y el obispo consultado sentenció que no sólo harían bien sino que era obligatorio. A lo más que se había llegado, hasta entonces, era a trazar con la punta de un palo una cruz en el suelo de tierra de las viviendas, sobre el enterramiento del pariente, sin un resuelto propósito de introducir el símbolo NUEVO, sólo para, digamos, coquetear un poco con él, demostrar a las gentes de fuera que los vascos no eran tan brutos como les suponían, que estaban abiertos a la predicación que ya hacía furor por todas partes, e incluso descubrir si así facilitaban a la paloma blanca su salida del pecho del difunto para volar al cielo del Dios Señor, el NUEVO dios que pugnaba por suplantar al antiguo Urtzi, el cual nada les tenía prometido para después de la muerte.
La ermita, pues, en un principio algo demasiado simple, demasiado inocente —en apariencia— para despertar alguna alarma: unas paredes de piedra demasiado semejantes a otras paredes de piedra; una techumbre a dos aguas, como las del resto de la comunidad; un escueto diseño, incluso más escueto que el de los caseríos circundantes, excepto la cueva-borda-choza de los Baskardo de Sugarkea; un interior sin ni siquiera adornos, tabiques o columnas, es decir, un simple cajón aparentemente vacío: porque allí estaba la imagen, en madera de castaño, del ángel que Totakoxe, soltera, aseguró haber visto, tallada por Ermo siguiendo las indicaciones de la propia Totakoxe; una imagen, también, aparentemente inofensiva: apenas tres palmos de altura, tosca, sin el menor detalle atractivo o simplemente curioso, ni siquiera las alitas ridículas, de puro pequeñas, pues Ermo inició la talla ignorando que las tendría que añadir después, y cuando Totakoxe, soltera, se lo dijo, le faltó ya madera; lo único que atrajo cierta atención fue el rostro del Ángel, que Ermo cinceló sin que ni a uno solo de sus golpes le faltara la previa aprobación de Totakoxe, soltera, de manera que, cuando surgieron los rasgos de Jaunegi, todos tuvieron por seguro que fue él quien la preñó. Un simple cajón para una oscura talla, un conjunto nada sospechoso ni alarmante, brotado allí no sólo por obra de nadie, sino en contra de la conciencia colectiva del pueblo, el cual llevaba no menos de cuatro siglos soportando la tentación de la NUEVA modernidad, levemente inquieto por no ser tachado de aldeano por los testaferros de aquella dominante cultura castellana, que no sólo ocupaban los altos puestos de decisión y de enlace con aquel centralismo foráneo, sino que casi todos eran, también, vascos, incluidos los apóstoles de la NUEVA y moderna religión, que eran recolectados de niños y sacados del país, al que regresaban con los aires de quienes se sienten depositarios de la Verdad y miran a los miembros de su propio pueblo como a ovejas necesitadas de redención; y sin que a ese pueblo tampoco pareciera importarle que el NUEVO mensaje, el del NUEVO dios que calificaba de paganos a los demás dioses —incluido a Urtzi—, procediera de un portavoz extranjero cuyo centralismo eclipsaba a todos los centralismos conocidos hasta entonces, una criatura hecha toda ella de materia divina y ecuménica, denominada Papa.
Eran los del caserío Murua de los que más se habían adentrado por los breñales de aquel mensaje de Cristo: de ahí que arrojaran de casa a su Totakoxe, soltera, al advertirla preñada. No aclaran las leyendas si se trató de una desnivelada explosión del etxekojaun o de una decisión más profunda compartida por todo el clan de los Murua, al amparo de la NUEVA moral. Ha quedado como cierto, a la vista del posterior comportamiento de Totakoxe, soltera, que la muchacha supo entonces que la hinchazón de su vientre era un hijo y que este hijo era pecado. Parece que no tenía arriba de quince años, y vivía tan ignorante del mecanismo del cuerpo de las hembras, que a las leyendas les resulta muy difícil explicar cómo era así, habiendo tres vacas en la cuadra de los Murua, que ella, Totakoxe, soltera, cuidaba; si bien cabe pensar que fueran, precisamente, las vacas los magníficos ejemplos que la empaparon de silvestrismo, con las montas de los toros, los montañosos embarazos y el vaciamiento final en una apoteosis de sangre y de multiplicación de la vida, todo tan dulce, tierno y delicado como la siembra, el desarrollo de las plantas y la recolección de los frutos.
En tanto elegía postura, el pueblo se apartó de Totakoxe, dejándola en el centro de un corro atónito y tembloroso; se oyeron voces acusándola de mentirosa, y en la nube de murmullos que flotó sobre las cabezas de la muchedumbre se agolpaban ya las dos posturas enfrentadas que marcarían el episodio, posturas de límites excesivamente neblinosos, pues tan pronto una voz defendía a Totakoxe, como enseguida la misma voz pedía su cabeza. Y fue de esa imprecisa frontera de donde empezaron a oírse los primeros gritos escapados, sin plena conciencia, del alboroto de sus mentes: «¡Milagro, milagro, milagro!».
Entonces sonó una voz nueva en aquella mañana electrizante:
—El único que puede decir si es milagro o no soy yo, porque el roble es mío.
Era Jaunsolo, señor de Getxo, surgido de los próximos jaros como una aparición; ni montado a caballo dejaba de advertírsele el desplome de su hombro izquierdo, una característica de su estirpe; le acompañaban dos escuderos de a pie; era dueño de montes y valles y representaba a Getxo so el Árbol de los vascos. Entre sus muchas pertenencias estaba, sí, aquel enorme roble.
—Eres Totakoxe —dijo Jaunsolo, casi afirmó.
—Sí —dijo Totakoxe.
—¿Y qué dices que ves?
—A un ángel, a mi hijo.
—Primero habrá que saber si existen los ángeles —dijo Jaunsolo—. Tú no puedes ver una cosa si no existe.
Fue en ese momento cuando Ermo empezó a hacerse notar; después de abrirse paso a codazos, se ayudó de las manos para, apoyándolas en el catafalco, encaramarse a éste y lanzar su mirada a la muchedumbre y a Jaunsolo.
—Pero ella no miente —dijo Ermo, extendiendo el brazo, demasiado teatralmente, para señalar a Totakoxe.
—A mí no me importa si miente o no —exclamó Jaunsolo—: Sólo quiero saber si hay o no ángeles.
—Si está viendo uno, es que hay —dijo Ermo.
La muchedumbre, que había dejado de mirar a Totakoxe para saltar de Jaunsolo a Ermo y viceversa, regresó a Totakoxe, esperando de ella algo verdaderamente definitivo.
—¡Sigue ahí! ¡No se ha movido de la misma rama! —la oyeron gritar—. ¡Qué hermoso mi niño con alitas de ángel!
Jaunsolo se desplazó solemnemente hasta encontrar ángulo y miró hacia lo alto. No vio nada. Miró a Ermo y a los demás con sus ojos color de charco.
—¡Sólo ella ve al ángel! —gritó Ermo—. ¿Qué más prueba de que es un milagro?
—El roble es mío y sólo yo puedo decir si es o no un milagro —dijo, casi susurró esta vez Jaunsolo, al descubrir, a medida que desgranaba la frase, que acababa de liberar al pueblo de la insoportable responsabilidad de tener que decidir, echándosela entera sobre sus propias espaldas, y debiendo, así, resolver por todos ellos. Miró, horrorizado, a la muchedumbre, y el viaje de sus ojos terminó en Totakoxe.
—¿Habías visto antes a otro ángel? —musitó.
—No —confesó Totakoxe.
—Entonces, ¿cómo sabes que lo que ahora dices estar viendo es un ángel?
—La mayoría de nosotros nunca ha visto una lamia, pero la reconoceríamos en cuanto… —no pudo concluir Totakoxe, pues de nuevo Ermo se hizo notar: el inquieto hombrecillo subido al aparatoso Catafalco, al que nadie, excepto él, le había encontrado todavía un principio de utilidad, cuando, un siglo antes, un antepasado suyo pasó al otro lado del Gran Prisma, dejándolo de por medio entre él y el grupo de hombres que discutía acerca de si pertenecía a Etxe o a Larreko, y se puso a servirles sidra en cuencos, sidra propia, recién traída de su propio caserío en un pellejo de a cinco azumbres, que les cobraría en especie, encontrándole así al Catafalco no sólo una utilidad sino convirtiéndolo en el primer Mostrador de bebidas e inaugurando una nueva era en el país; un hombrecillo (aquel Ermo, este Ermo) vivaz, escaso de carnes, dos puntitos inquietos por ojos y eternamente comido por una fiebre punzante que le había traído el tic de rascarse continuamente la cabeza; no subido al Catafalco para mejor ser visto y oído, sino para vincular el Mostrador al proyecto que el ángel de Totakoxe le había inspirado momentos antes.
—Los nuevos predicadores nos hacen muy buenas descripciones de los ángeles —dijo Ermo—. Ninguno de nosotros ignora que tienen alas. Cualquier cosa que tenga alas y vuele y no sea un pájaro es un ángel.
—Siempre que se le pueda ver —exigió Jaunsolo.
El obispo de Iruña apareció sobre un caballo blanco, sin duda para impresionar de pureza a los paganos; su figurilla insignificante apenas se destacaba sobre la mole del percherón, pero en su mirada de santo se leía una indomable vocación de bautizar herejes; mostró una expresión de niño por encima de su barba poblada, un boscaje que ocultaba su tensa concentración interior: no quería desperdiciar la insólita oportunidad, llovida del cielo, de ganarse a aquella difícil gente de Getxo. «Ave María Purísima», pronunció. Jaunsolo le puso al corriente del ángel que sólo veía Totakoxe y el obispo realizó algo que no se les había ocurrido a los presentes: preguntó a la vidente dónde había enterrado a su hijo muerto. Y Totakoxe, llorando, se lo dijo: en el hayal de Uri. «Luego iremos a hacer algo por él, a acercarlo al Señor», dijo el obispo. Entonces descubrió el Catafalco. «¿Qué es esto?», preguntó. «Una cosa que se encontró en la playa», le respondieron. El obispo llegó hasta el Gran Bulto y lo tocó, «¿Cuándo?», preguntó. «Hace cuatro generaciones», le respondieron. «¿Tiene dueño?», preguntó. «Sí: Etxe o Larreko», le respondieron. «¿Los dos?». «No, uno de ellos». «¿Cuál?». «Aún no lo sabemos». «¿No lo sabéis después de un siglo?», exclamó el obispo. Permaneció con los ojos cerrados, pensando profundamente, cosa de media hora, y después se alejó del Objeto y se puso a dar vueltas alrededor del roble, mirando hacia arriba con ojos de experto. «Bien, bien», le oían murmurar. Ni Ermo ni Jaunsolo se despegaban de sus talones. «No hay duda», dijo finalmente el obispo, «los robles viejos son los árboles elegidos por las criaturas celestes para sus apariciones». El señor de Getxo quiso saber si había visto ya realmente al ángel. «No, no importa. Eso queda para los puros», reveló el obispo. «¡Pero Totakoxe no es pura y lo ve!», exclamó el señor de Getxo. «Ella es más pura que todos nosotros, pues en el reino de Dios entran primero los arrepentidos». Y, sin darle mayor importancia, como al desgaire, el obispo hundió un mimbre en un punto del suelo, añadiendo: «La ermita quedará muy bien aquí».
Pero, antes de emprender el viaje de regreso, aquel testaferro de Dios se acercó de nuevo al Catafalco. «¿Dijisteis cuatro generaciones?», preguntó.
La ermita, pues, en cualquier caso; aunque no tan pronto, no con la precipitación con que se estaba llevando el asunto, después de tantos apacibles milenios con Urtzi y, antes aún, meciéndose —la tribu, la raza— en el más limpio y vital animismo, y, antes aún, viviendo la larga, peluda y luminosa noche-prólogo-frontera que precedió al hominismo; la ermita: imposible de digerir, en tan escaso tiempo, las simples piedras que ninguno de ellos sabía o podía adivinar qué forma o tipo de construcción adoptarían finalmente, ni qué misteriosos ritos se celebrarían en su interior, ni para qué, ni en qué grado cambiaría sus vidas; en cualquier caso, imposible, primero, olvidar aquel pasado inocente y silvestre, pavoroso, más añorado cuanto más prescrito, tan calado en los huesos que ya era su propia médula, de modo que ni el más necio, ignorante o ajeno a cuanto se tramaba pudo creer o confiar en un simple cambio sin traumas, o, al menos, sin el tiempo preciso, un tiempo medido en milenios mejor que en horas, en ningún caso aquel atropellamiento de ángeles, Totakoxes, obispos y ermitas tratando de clausurar chapuceramente el inmedible paso del vasco —del Hombre— sobre la tierra para inaugurar lo NUEVO, y, segundo, imposible de aceptar, asumir, entender aquellas normas y leyes que procedían no sólo de lejos, sino de fuera; aquel Cristo que sólo hacía mil años que se había dado a conocer a los hombres, y ni siquiera a vascos, sino a judíos: mil años, un tiempo de risa, casi para no tenerlo en cuenta; y aquella Virgen, su Madre, elevada de simple mujer a diosa por haber sido preñada sin macho, pero dando a luz como las otras, incluso como la propia Totakoxe, soltera —ahora, sí, otra vez—; y en aquellas horas torrenciales ante el roble algunos esperaron que, de un momento a otro, Totakoxe les dijera o revelara que a ella tampoco la preñó varón, que ignoraba cómo ocurrió, y de ahí a tener por la Virgen a una muchacha que aseguraba ver a un ángel que nadie veía sólo había un paso, y algo así esperaron que les soltara aquel obispo, allanándoles el camino para tomar la decisión que, en el fondo, todos deseaban tomar de una vez para irse a sus casas a descansar y seguir atendiendo a los trabajos: un ofrecimiento revestido de cierta lógica, incluso una mera excusa, algo, en fin, que les permitiera seguir viviendo sin mala conciencia; pero no: el obispo, implacable, se limitó a airear la temible palabra ermita.
Parece que hubo, igualmente, unas precipitadas convocatoria y asamblea de los ya anacrónicos Fundadores, como si no hubieran transcurrido edades ni eras y los vascos aún conservaran su primero y verdadero Árbol, el de la costa, el del Principio; no, ahora los 48, pues Baskardo y los de su tronco llevaban ya demasiado tiempo —incluso para los vascos— viviendo al margen de la Historia, recluidos, como piezas de museo, en su Sugarkea, la vivienda que muy pronto, sólo unos siglos después, sería calificada por un grupo de científicos extranjeros como la más vieja de la Humanidad; el intransigente, tozudo y troglodita Baskardo, la criatura estancada en la Libertad del Principio y denunciadora de las subsiguientes e irreparables claudicaciones-prostituciones del Hombre: evolucionando para qué, inventando y aceptando cada nuevo invento para qué; el monstruo solitario e incomprendido, pero presente en el único, último y minúsculo reducto lúcido e intransferible de ese profundo gen bloqueado y desoído, que clama, todavía, inútilmente:
¡No debió ser así! ¡No debió ser así! ¿Quién os dijo que lo hicierais tan mal? ¿Quién, malditos?
De manera que sólo 47 de los 48 reunidos, sin casi saber cómo ni para qué, bajo ningún árbol reunidos, ni siquiera bajo aquel roble en el que Totakoxe aún seguía viendo al ángel: pues ya el Árbol no se levantaba en aquel territorio de Getxo, y el asunto a resolver era tan profundo que no valía otro, y el roble menos que ninguno, no en balde llevaba tres días inspirándoles un miedo creciente; así, que ni a uno solo de los 47 ancianos se le ocurrió proponerlo como lugar de reunión al sentarse a deliberar, a la vista de todo el pueblo y sin que mediara ninguna elección o votación que los convirtiera en representantes de ese pueblo: fue un maquinal regreso a la limpia organización de la vieja y exigua tribu de los Orígenes, cuando los 48 Fundadores de la raza —con Baskardo, naturalmente; con él— se constituían en meros apéndices velludos de una voluntad velluda necesitada de expresarse de alguna manera, no para disponer de un veredicto sino para que la Idea compartida saliera de alguna manera al exterior; se sentaron a deliberar en un lugar ni siquiera elegido: se sentó en el suelo el primero de los 47, la espalda contra el Catafalco, y los 46 restantes tomaron las mismas posiciones contra la Gran Pieza de madera bruñida que Ermo había ya adquirido, aunque no pagado, por no haberse resuelto aún, al cabo de un siglo, quién era su dueño, si Etxe o Larreko; y toda la tribu pudo oír puesto en palabras su propio pensamiento, es decir, su miedo a pronunciarse; y, en esta ocasión, cuando se acordaron del gen proscrito no fue para pasar a otro la responsabilidad: estaban tan asustados ante aquello NUEVO que se les venía encima que necesitaron urgentemente recuperar todo o algo de las viejas esencias; en cierto modo, convertirse en las viejas criaturas distintas y recuperar el valor, la lucidez, la senda que los homínidos jamás debieron abandonar, el valor, el valor, el insobornable coraje, el valor, el valor para mirar y decidir no volver la cabeza sino seguir mirando de frente a esos poderes desconocidos empeñados en que los homínidos no les llamen secreto sino misterio. De manera que la tribu reclamó a Baskardo.
Enviaron por él al único miembro de la comunidad que se atrevería: un niño de nueve años, hijo de Ermo, es decir, de la sangre que tradicionalmente más se había enfrentado al inmovilismo de los Baskardo. El momento revistió cierta tensión, pues nadie recordaba cuándo fue la última vez en que se había recurrido a los Ermo. Sólo el más anciano de los 47 Fundadores pudo hablarles nebulosamente de una perdida leyenda, de cinco o más siglos atrás, en que un Baskardo combatió duramente al invento del colchón de hojas secas, alegando que reblandecía la raza.
Pocos habían visto a aquellos Baskardo fuera de Sugarkea, de donde, según la leyenda, no salían más que a cazar o tomar mujer: un ejemplar grande, casi un gigante, envuelto en piel de oso y descalzo, y armado con hacha de sílex. Ninguno de los presentes pudo aguantarle la intensa mirada de reprobación que les dirigió.
—¿Qué queréis? Os dije, hace cinco siglos, que no me molestarais en la siesta. ¿Qué queréis? —gruñó Baskardo, en un vasco tan prehistórico que apenas le entendieron.
—Hola, Baskardo —dijo el señor de Getxo.
—¿Qué queréis?
—En las próximas fiestas te avisaré para poner tus bueyes contra los míos.
—¿Qué queréis?
—Hace tiempo que no…
—¿Qué queréis?
—Una ermita —desembuchó el señor de Getxo.
Baskardo nunca había oído esa palabra, pero su instinto la empotró infaliblemente en el centro del delirio en que ahora chapoteaba su pobre pueblo.
—No —emitió en tono profundo.
El obispo de Iruña se adelantó y el pueblo se dispuso a estremecerse ante el enfrentamiento.
—Os traemos a Dios —dijo el obispo.
—Los vascos éramos más vascos cuando andábamos sin dioses —dijo Baskardo.
—Este no es un dios cualquiera, sino Dios.
—Sí, Kixmi, lo conozco. Cuando un antepasado mío vio en el cielo la estrella de tu dios, pidió a la familia que lo tirara por el acantilado, para no ver la destrucción de los vascos, y ellos le tiraron y así no la vio.
El pueblo se removió con inquietud al oír aquella verdad que emergía limpiamente de la tradición. Siguió una reposición del viejo debate que sobre el tema había sostenido un Baskardo con el primer apóstol que, siglos atrás, apareció por tierra vasca para predicar la nueva religión: cuando el apóstol le nombró a Dios y a la Virgen, Baskardo le soltó que los vascos ya tenían esos artificios, y le nombró a Urtzi y a Amai; y como ni él mismo creía en ellos, retrocedió tanto en su escueto discurso que tocó el tiempo en que los vascos eran tan libres y bravos que vivían sin ningún fantasma. El pueblo reunido alrededor del roble volvió a estremecerse con esa rememoración. El obispo de Iruña se apresuró a cortar aquel regreso al paganismo.
—Vedlo, todavía con pieles, como un animal —dijo, señalando a Baskardo con el índice, en un gesto similar al que empleaba para sacar al demonio de los cuerpos—. Este pueblo necesita una ermita para empezar a ser civilizado.
Entonces se oyó de nuevo a Totakoxe:
—¡Mi niño el ángel! ¡Mi niño el ángel! No dejará esa rama mientras no le hagamos su ermita. ¡Dios me ha perdonado!
—Os recuerdo que yo labraré casi gratis la talla —dijo Ermo.
Había tal fulgor en la expresión de Totakoxe, que pocos se atrevieron a dudar de que veía lo que decía ver.
—Así que te niegas, como siempre —dijo a Baskardo uno de los 47 Fundadores.
—¿Para qué me habéis llamado? Ya sabíais lo que os iba a decir —dijo Baskardo.
—Queríamos ver si, cuando lo dijeras, Totakoxe seguía viendo al ángel —dijo el mismo anciano.
En el centro de una muchedumbre que no se atrevía ni a respirar, Baskardo se plantó en un par de lentas zancadas ante Totakoxe; la miró hasta el fondo de los ojos, para leer en los renglones de su sangre; y leyó lo que había en ellos; y supo Totakoxe que se lo había leído: le devolvió la mirada en forma de súplica lastimosa. Pero si Baskardo calló y salvó su vida, no fue por compasión, sino por entender, de pronto, que su tribu estaba tan perdida que ya sobraba todo; que, tanto si su pueblo mataba a Totakoxe como si la perdonaba, lo haría siguiendo la maldita ley del nuevo dios, del nuevo invento de los hombres: la mataría, no por razones vascas, sino cristianas; y la perdonaría por lo mismo, por haber visto a aquel espantajo con alas. Sintió Baskardo que los vascos habían caído en otra de las muchas trampas tendidas por los inventos a lo largo de las edades, y, esta vez, bajo una forma realmente inaudita y maliciosa, pues nunca había ocurrido que un Baskardo casi se sintiera obligado a dar su parabién a un maldito invento. Porque de su decisión dependía la vida de Totakoxe.
Baskardo recorrió los rostros de su tribu, todos fijos en él, esperando. Miró a Ermo, que le sonreía desde un pasado y desde un futuro plagado de los triunfos del vasco que se rascaba mucho la cabeza. «Qué bien os lo habéis montado», se dijo Baskardo. Hombre de realidades, centró toda su atención en la ermita. La cuestión era: no la ermita o Totakoxe, sino la ermita y Totakoxe, o ninguna de las dos. Desde sus quince años aterrorizados, Totakoxe intensificó su muda súplica lastimosa.
La ermita, pues, finalmente: el cajón, poco más que un cobertizo, que marcaría la claudicación de la comunidad de Getxo, la última en testificar, con esas piedras, la asunción del mensaje de nuevas morales y creencias que suplantarían a las antiguas, así como éstas habían suplantado a las anteriores y éstas a las no existentes todavía en el tiempo en que los 48 Fundadores acababan de salir de la mar a inaugurar la vida sobre la Tierra, según la leyenda; más que unas simples piedras —el cajón, el cobertizo— señalando neutramente un hecho o un tiempo, las mismas piedras reafirmando precipitadamente, mientras los canteros las organizaban en muros, la nueva del nuevo estilo de vida y de muerte, tan necesario e inútil como los anteriores que rigieron en tierra vasca, excepto aquel primero y olvidado del Origen, s ó lo ya recordado y defendido por los Baskardo de Sugarkea; unas piedras poniendo en marcha la última mentira para los cobardes, aceptada por un pueblo ya maduro para dejarse engañar; eufóricas, vibrantes, predicadoras piedras, aparentemente sumisas m á s que ninguna a las manos que las trabajaron para levantar el cajón, el cobertizo; no solas, no desligadas, sino unidas por m á s piedras —hasta formar la red de rutas ecuménicas de templos y cobertizos de la nueva fe— al Gran Centro, al Gran Estado, al Gran Imperio, al Gran Extranjero (no, todavía, el Gran Pardillo o el Gran Maketo), sentado en el trono de la ciudad de las siete colinas justamente en la vertical donde se reciben los mensajes recién estrenados la víspera procedentes de un cielo que había permanecido callado todo el tiempo en que la Mar, las Cosas de la Tierra, Amai y Urtzi no habían dejado de hablar a los vascos; un advenimiento con pretensiones no sólo de definitivo sino de esperado desde el principio del Hombre, una recopilación de perfecciones y esperanzas en que hab í an desembocado los anhelos imperfectos y los terrores sin esperanza de tantos milenios de constante búsqueda medrosa y cobarde, con las miradas dirigidas a las alturas en vez de al frente aceptando y pronunciando: Bien, seguiremos adelante sólo con lo que hay; unos apóstoles advenedizos divulgando una idea advenediza, ni mejor ni peor que las anteriores, s ó lo nueva y saturada de promesas nuevas y sometiéndose los vascos al ensayo y profanando lo que ya ú nicamente sobreviv í a en los Baskardo de Sugarkea: la vieja esencia del coraje; y concediéndole —a él, a Baskardo—, ¿por qué no?, un destello de compasión o quizá flaqueza o quizá traición así mismo cuando finalmente les volvió la espalda y se alej ó, otorgando, permitiendo la construcción de la ermita a cambio de la vida de Totakoxe; o un cambio de estrategia, al cabo de tantos milenios de oposición frontal a todo lo NUEVO, una insignificante entrega a la voracidad del enemigo para intentar salvar el resto del botín: el lote compuesto por Totakoxe, soltera y abortadora, y aquel cajón, poco más que un cobertizo, tan aparentemente inocente que incluso al siempre alerta Baskardo se le oyó preguntar mientras se alejaba: ¿Os bastará con esto, malditos?
Eran las siete y media de la mañana. A las ocho, don Eulogio del Pesebre llamaba a la puerta de la mansión de los Oiaindia, con las dos forasteras detrás. Todos sabían en el pueblo que Cristina se levantaba con el gallo, antes incluso que la servidumbre. No sólo dirigía personalmente la casa, sino que realizaba trabajos con sus propias manos: se le oía presumir de que, en todo el país, nadie guisaba como ella la merluza en salsa verde. Recibió a don Eulogio en el comedor.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Acaban de llegar a Getxo —dijo don Eulogio.
—Acaban de llegar a Getxo y son dos niñas, eso ya lo veo… Pero ¿quiénes son? —apremió Cristina.
—Una no es una niña y quiere trabajar en esta casa.
Cristina se fijó mejor en Ella.
—De acuerdo, no es una niña, aunque lo parece. En cualquier caso, creo que no tiene fuerzas ni para levantar una cuchara.
—Pues ha de quedarse, Cristina —dijo entonces don Eulogio—. Acaba de parir o abortar o lo que sea, y no quiere decir dónde ha ocultado a la criatura.
—¿Es verdad eso? —preguntó Cristina a la muchacha.
—No abrirá la boca —dijo don Eulogio—. Pero fíjese en sus pies.
Cristina descubrió la sangre, desnudó con la mirada a las forasteras y su rostro huesudo expresó repugnancia.
—Además, estas gentes que nos vienen de fuera siempre huelen mal —dijo.
—¡Pero éstas tienen que quedarse! —exclamó don Eulogio.
—Que se queden, pero no en mi casa. Si soportan nuestras caras, rechazándoles, que se tumben en cualquier cuneta.
—Quiero estar en su casa.
La voz de la muchacha obligó a Cristina a mirarla.
—¿Qué has dicho?
—No importa lo que haya dicho: tiene que quedarse —pidió don Eulogio.
—Mis criados no me eligen, yo los elijo a ellos. Además, han de ser vascos, ya lo sabe usted.
Don Eulogio abrió la boca para suspirar. Se llevó aparte a Cristina.
—Esa criatura estará enterrada en tierra no santa y ni usted ni yo podemos consentir que siga allí, pudriéndose como un perro abandonado.
—No veo dónde está el problema —dijo Cristina—: Pregúnteselo.
—Sólo habla para decir que quiere quedarse en esta casa. —Don Eulogio bajó aún más la voz—. Tiene miedo. Nos tiene miedo. Llega de sólo Dios sabe dónde, de un lugar en el que parece ha sido tratada muy mal… Ayer la vieron preñada… Y es nuestro deber el infundirle confianza. Entonces, hablará y nos dirá, ¡Dios mío!, dónde ha metido a… No podré dormir mientras ese ser inocente no repose en tierra cristiana. Hágalo usted por mí, Cristina, por nuestra Iglesia.
Cristina y el cura cruzaron las miradas. Ella era tan alta como él. No podía negar ese favor al representante de Dios en Euskeria, como Sabino Arana había empezado a llamar a nuestro país cinco años antes.
—¿Tendré que tomar a las dos?
—¿No las ve usted, pegada la una a la otra?
—¿Qué parentesco las une? Por su edad, es imposible que sean madre e hija. ¿Hermanas? ¿Tía y sobrina?
—No lo sé.
—¿Cómo se llaman?
—Las acabo de bautizar… Una, la pequeña, se llama Madia… o Magda. Les da igual un nombre que otro. Ellas son así.
—¿Quiere usted decir que una se llama Madia y la otra Magda?
—No, no… Madia o Magda son la misma, la pequeña.
—¿Y la otra?
—No lo sé.
—Pero ¿no me ha dicho usted que las ha bautizado a las dos?
Don Eulogio extrajo un pañuelo del bolsillo de la sotana y se secó el cuello.
—Ella no quería ningún nombre. Me lo prohibió. Le ruego, Cristina, que se fije en sus ojos…
—Me estoy fijando en ellos y no me gustan nada. Nunca me gusta cómo nos miran estas gentes… ¡Pero usted, don Eulogio, no ha podido bautizarla sin un nombre!
El cura se refugió en una pausa interminable.
—Le puse uno no cristiano. Espero el perdón del Señor en gracia a que así conseguiré…
—¿Cuál?
—¿Eh?
—¡El nombre!
—No, no es un nombre… ¡Demonio, no sé qué me pasó! ¿Ya se ha fijado usted bien con qué clase de ojos nos mira?
—No me agrada ese miedo suyo, don Eulogio… ¿Qué nombre me ha dicho?
—No se lo he dicho.
En la nueva pausa del cura, le dio tiempo a Cristina de rechazar en dos ocasiones a las sirvientas que pretendían invadir el comedor para limpiarlo. La mansión ya se estremecía bajo el fogoso trajín a que las siete criadas se entregaban diariamente, según la disciplina impuesta por Cristina. Don Eulogio encontró un alivio en la contemplación, a través de la ventana abierta, del jardinero podando los setos.
—Ella —pronunció.
—Ella… ¿qué?
—El nombre. Ella es su nombre.
—¿Ella? ¿Ella?
Fue entonces cuando Cristina palpó la magnitud de la derrota de don Eulogio. El cura se identificó con aquella mirada recriminadora que enterraba sus raíces en el pasado del viejo pueblo común, y ahora no pudo encontrar ninguna disculpa.
—De modo que ya está entre nosotros, va a vivir en mi casa, y usted no sabe absolutamente nada sobre… Ella —dijo Cristina—. Es casi como si no existiera. Estoy por pensar que tampoco existe ese hijo suyo que dice usted ha enterrado por ahí. Ignoramos, también, las razones por las que abandonó su tierra…, hay que pensar que pertenece a alguna tierra, ¿no le parece a usted?…, y las que le han traído, precisamente, a la nuestra, a Getxo, al barrio de San Baskardo, a mi casa… Porque usted me dijo que así lo quiso… Ella.
—Exactamente. Dijo: «Vamos a vivir en casa de Camilo Baskardo».
Ahora fue Cristina quien paralizó el tiempo. Se volvió a Ella —contaría don Eulogio—, la miró, la escrutó bajo la que pudo denominarse su primera alarma real, y así quedaría inscrita en la crónica de nuestra comunidad.
—¿Pronunció el nombre y el apellido de mi esposo? —se asombró Cristina—. ¡Es increíble! Como no proceda de África, adonde él va a cazar… ¡Sí, seguro, África! Allá debieron de conocerse… ¡Dios mío!, ¿y el hijo que ella trajo en el vientre? ¡Es una salvaje africana, una mora! ¿Y usted pretende que yo…?
—Las moras se cubren la cara y llevan un anillo en la nariz —dijo don Eulogio.
Cristina salvó los cinco pasos que le separaban de Ella.
—¿Por qué precisamente mi casa?